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Resulta que en una montaña del sur vivía un señor Chuncho al cual los otros pájaros llamaban Buscacamino. No creas tú que lo llamaban así por sus grandes ojos, relucientes como esos focos que encienden por la noche los autos para encontrar la ruta extraviada. No. Le dieron ese sobrenombre a raíz de un gran servicio que les prestara. Pero antes debo advertirte que hasta ese momento nadie quería al señor Chuncho. Este no hacía otra cosa que augurar calamidades --Usted se va a enfermar... Ya le había dicho que chocaría contra ese árbol... Dése cuenta de que tiene el moquillo... Mañana vendrá el Peuco.

BUSCA CAMINO   Resulta que en una montaña del sur vivía un señor Chuncho al cual los otros pájaros llamaban Buscacamino. No creas tú que lo llamaban así por sus grandes ojos, relucientes como esos focos que encienden por la noche los autos para encontrar la ruta extraviada. No. Le dieron ese sobrenombre a raíz de un gran servicio que les prestara. Pero antes debo advertirte que hasta ese momento nadie quería al señor Chuncho. Este no hacía otra cosa que augurar calamidades --Usted se va a enfermar... Ya le había dicho que chocaría contra ese árbol... Dése cuenta de que tiene el moquillo... Mañana vendrá el Peuco. Con estas frases nada alegres, desde que anochecía hasta el alba presagiaba desgracias. Y resultaba que nadie gustaba de su compañía en la montaña, como ya te dije, y como era lógico. Y aunque las señoras Cachañas son muy amigas de la sociedad y del comadreo y a los señores Pidenes les encantan los corrillos, no querían tampoco relacionarse con el señor Chuncho, y el pobre terminó por andar completamente solo, mejor dicho, terminó por irse todas las noches a un alto roble que dominaba la montaña entera, quedándose allí melancólica-mente, muy correcto en su chaqué, diciendo a toda voz sus vaticinios para tener siquiera en el amable Eco alguien que le respondiera. Pero resulta que una vez, en una primavera muy fría y muy llena de heladas y de neblinas y de lluvias, en una de esas primaveras en que parece que el invierno no quiere irse, los pobres pájaros, ateridos por el Viento que bajaba furioso de la cordillera, vieron un día que la neblina se espesaba en tal forma que la poca luz que dejaban pasar las nubes vestidas de luto se iba perdiendo y que a media tarde se formaba una noche llena de miedos y de sobresaltos, porque todos los pájaros andaban lejos de sus nidos, buscando algo que comer. Y piaban desesperadamente, llamándose unos a otros, buscando los papás a las mamás y ambos a sus hijitos. Y como nadie encontraba a nadie, sólo se escuchaba en la montaña un solo piar lloroso. Mientras tanto, el señor Chuncho había despertado y después de dar varios bostezos, de estirar las alas y de rascarse un poco --como es de rigor al salir de un buen sueño--, puso atención a lo que los pájaros decían entre desolados sollozos: --¡Periquito! ¡Periquito! --¿Has visto a mi Tío Agustín? --¡Jesús! ¡Jesús! --¡Aquí! ¡Aquí! --¡Allí! ¡Allí! Era para volverse loco. Pero el señor Chuncho no se afligió con tanto grito ni con tanta confusión. Se puso las botas y el impermeable, y con su paso de grave notario salió de la casa, dejando la puerta bien cerrada para evitar robos. Guardó la llave en el bolsillo de atrás del pantalón y realizado ese gesto precautorio se fue de un vuelo hasta "el árbol de enfrente", donde una señora Diuca lloraba a mares llamando a su marido. Con los ojos bien abiertos y bien brillantes en la obscuridad, el señor Chuncho le fue alumbrando el camino una vez que averiguó dónde vivía. La dejó en su casa, arropada y tranquila, yéndose en seguida a otro árbol, donde una señorita Cachaña gritaba como si la estuvieran matando, rodeada de sus hermanas, que ya no gritaban, porque se habían quedado roncas. Y las llevó a su casa, donde papá Choroy y mamá Cachaña estaban rezando una letanía para que San Cristóbal les trajera con bien a casa. Y en esta forma, auxiliando a unos y a otros, el señor Chuncho loará poner orden en la montaña y que cada cual llegara sano y salvo a su domicilio. Tan atareado estaba que olvidó sus anuncios de calamidades. Desde entonces, los pájaros de la montaña tienen por el señor Chuncho un gran afecto y le llaman cariñosamente Buscacamino, y, aunque él siga presagiando todos los males, lo oyen con gran cortesía y hasta suelen contestarle con algún monosílabo. Claro es que en la mayoría de los casos están pensando en otra cosa, pero como el señor Chuncho no lo sabe, se considera el más feliz de los habitantes de la montaña. Esta es la historia del señor Chuncho, a quien sus compañeros llaman Buscacamino. LA FLOR DEL COBRE   Resulta que una vez había un matrimonio que vivía en un campito, cerca de un pueblo en el sur. Los dos eran viejos, reviejos. Y resulta que el marido era tan flojo que nunca había trabajado en cosa alguna, y en cuanto le hablaban de hacer algo, se quejaba a gritos de sus muchas enfermedades y se iba a la cama, diciendo que ya poco le iba faltando para entregar su ánima al Tatita Dios. Y resulta también que la pobre mujer, a pesar de sus años, tenía que seguir comidiéndose para ella sola mantener el hogar. Con la terrible pereza del marido, a quien llamaban don Quejumbre-No-Hace-Nada, el campito estaba hecho una maraña de zarzas y la casa se caía a pesar de los puntales que le habían arrimado algunos vecinos misericordiosos. Pero esto no era impedimento para que don Quejumbre-No-Hace-Nada siguiera durmiendo o lamentándose de sus males. Y resulta que un día estaba doña María Soplillo --que así se llamaba la mujer--zurciendo los pantalones de don Quejumbre-No-Hace-Nada cuando sintió que éste llegaba muy contento del pueblo, donde había ido en busca de remedios para las muelas. Apenas la divisó le dijo: --Figúrese la suerte, vieja... --Usté dirá. Aunque sería mejor que diera antes las güenas tardes... --Güenas tardes. Pero no interrumpa. Figúrese la suerte... A la primera güelta del camino me le encontré con una señora muy encachá, que me preguntó pa'ónde iba. Yo le contesté que pa'l pueblo a mercar medicinas pa'l dolor de muelas. Entonces ella me ice qu'es meica y que me puede dar un remedio no sólo pa' las muelas, sino que es pa' toititos los males conocíos. Y voy entonces yo y le pregunto: "¿Y qué remedio es ése, Misiá?" Y ella al tiro me contesta: "Es la Flor del Cobre". "No la conozco, ni nunca la había oído mentar", le respondí. Y ella va y me ice: "Aquí tiene la semilla, váyase para su campito y la siembra, y en cuanto florezca verá cómo se alivia de sus muchos achaques". --¿Y qué le dio, vieja? --Esta bolsita con semillas. Mire. Al tiro las voy a sembrar. Entonces doña María Soplillo se puso en pie, muy contenta al ver a su marido tan dispuesto y alegre. Y le preguntó: --¿Dónde las va'sembrar? --Aquí, no más, en la huerta. Pero la Misiá me'ijo tamién que tenía que sembrarlas toas y en tierra limpia y bien barbechá. Por suerte que no son muchas las semillas. Y don Quejumbre-No-Hace-Nada se fue en busca de la pala, el azadón y el rastrillo, que estaban por ahí, en un cuarto, todos llenos de telarañas y moho. Por la tarde se pasó arreglando un retazo de tierra, sacando maleza, arrancando raíces, arando y rastrillando. Cuando llegó la puesta del sol estaba el retazo de huerta convertido en una lindeza de barbecho. Y don Quejumbre-No-Hace-Nada se fue a acostar completamente rendido, dispuesto a levantarse al alba para sembrar las semillas de la planta del cobre, cuya flor había de mejorarle la salud. Pero resulta que a la mañana siguiente, cuando comenzó a esparcir la semilla --que estaba en una bolsita de cuero no más grande que una mano cerrada-, ésta no terminaba nunca, y aunque don Quejumbre-No-Hace-Nada lanzaba grandes puñados al surco, el contenido de la bolsa no menguaba. ¡Y ya no había dónde sembrar más! --¿Qué haré? --le preguntó a doña María Soplillo. --Usté sabrá --dijo la mujer modosamente--. Pero, según dijo usté ayer, la Misiá le recomendó que sembrara toititas las semillas. --Así no más jué --dijo el viejo. Y se puso a preparar otra porción de tierra más grande que la que barbechara la víspera. Pero al día siguiente pasó exactamente lo mismo: la semilla no llevaba trazas de disminuir. Al gran holgazán de don Quejumbre-No-Hace-Nada le dieron ganas de no seguir en la empresa; pero, justamente, en ese momento, le dieron unas fuertes punzadas en las muelas, tan fuertes como no las había sentido nunca. Y esto lo hizo decidirse a barbechar un pedazo del potrerillo, en vista de que la huerta ya estaba toda sembrada y que las semillas parecía que no se hubieran empleado nunca. Y al cabo de diez días de trabajos y de rezongos y de decir que no daba una palada más y de volver a dolerle las muelas y de volver entonces a trabajar, don Quejumbre-No-Hace-Nada se encontró de repente con todo su campito limpio, barbechado y sembrado, y que empezaban a brotar unas hojitas verdes y que había que regarlas, cuidando de que en loa camellones no fuera a salir de nuevo maleza, y que había, además, que vigilar los caracoles y los gorriones y que, por lo tanto, había que seguir levantándose al alba y trabajando el día entero. Y resulta que a don Quejumbre-No-Hace-Nada se le había olvidado quejarse y ni una mala lipiria le daba. Y resulta también que cuando más crecían las plantas de la Flor del Cobre más parecían matas de maíz y al fin don Quejumbre-No-Hace-Nada tuvo que convencerse de que no había tal Flor del Cobre, sino unos choclos lindos que empezaron a comer hechos ricas humitas por mano de doña María Soplillo, cuando no eran cocidos y en unos pasteles con pino y todo. Y como los choclos cada vea cundían más, resolvieron cosecharlos y venderlos en el pueblo. Pero eran tantos, tantos, que dejaron una parte en la casa para hacer chuchoca y otro poco para darles a las aves, y el resto, en la carreta del compadre Juan Pablo Retamales, que se las prestara, lo llevaron al mercado, sacando por él un buen precio. Entonces compraron ropa para el invierno, una olleta grande, una vaca y un burro, tres gallinas, un gallo y dos conejitos blancos con mancha rubias y ojos negros. Y una pala y un arado y un rastrillo. Y muchas cosas para comer. Y aunque hicieron tanta compra, aún le quedaba a don Quejumbre-No-Hace-Nada plata amarrada en una punta del pañuelo de yerbas al volver a su campito. Entonces le dijo a doña María Soplillo: --Aquella Misiá que me dio la semilla, güen dar que me pitó... -- Si no hubiera sío por ella, a estas horas seguiría siendo pobre y enfermo, güeno pa' na'. No sea mal agradecío --contestó la vieja. --¡Cierto no más es! --Con razón le dijo la Misiá que se le quitarían toítos los males. Hace tiempo que no lo oigo quejarse e na. Y la Flor del Cobre sus güenos cobres y chauchas y pesotes que le ha dao... --¿Y quén sería la Misiá? --Pa mí qu'era la merma Mamita Virgen de los Cielos... --Hasta que al fin di con quén era... --Entonces le vamos a dar al tiro las gracias y le vamos a rezar un Ave María con harta devoción. Y esta es la historia de "La Flor del Cobre", que volvió diligente y sano a un hombre.   GAZAPITO QUIERE COMER TORTA   Resulta que una vez había un conejito blanco llamado Gazapito. Y resulta que era muy goloso y siempre estaba robándole a su mamá, Largas Orejas, zanahorias y betarragas, que para los gazapos es algo tan exquisito como los chocolates y los caramelos para los Niñitos-del-Hombre. Y aparte de los castigos que mamá Largas Orejas le imponía al descubrir sus merodeos por la despensa, sufría Gazapito unos tremendos dolores de estómago, tan tremendos que a veces requerían la intervención de doña Rata-Sabia-Yerbatera. Y como a pesar de los castigos y de los dolores no escarmentaba, pues resultó que al fin enfermó gravemente y hubo que ponerlo a régimen estricto de yuyitos tiernos y agüita de boldo. Bueno. Resulta que una tarde estaba muy triste Gazapito pensando en lo amarga que era la existencia sin un poquito de zanahoria o de betarraga que la endulzara, y dando suspiros y más suspiros se quedó medio dormido debajo de una gran col, en la huerta de don Pedro Pérez, que lindaba con el bosque. Y a poco despabilóse muy asustado, oyendo cercanas voces de niños. Una de las voces decía: --Qué torta más rica! Es de pura almendra... Y tiene huevo mol...   Gazapito sabía que las tortas eran dulces, condimentadas con azúcar que, según doña Rata del Campo, era lo más delicioso en la despensa del Señor-Hombre. Y al pobre goloso de Gazapito se le hacía la boca agua al ver que los niños de don Pedro Pérez daban grandes mascadas a unas tortas redondas y blancas. Porque Gazapito, al oir hablar de comida y de dulce, había separado un poco las hojas de la col y asomaba un ojo curioso de mirarlo todo. Entonces a Gazapito le dio verdadero antojo por comer torta redonda y blanca, con almendra y huevo mol. Y tan preocupado se quedó que esa noche no pudo dormir, y en su inquietud daba vueltas y más vueltas en su cama de suave musgo, y al fin, pasito, salió de la cueva en que vivía con mamá Largas Orejas y sus hermanos Gazapillo y Gazapeta. En cuanto a papá, Ojo Colorado, había muerto en un accidente de caza. (No había que hablar de esto delante de mamá Largas Orejas, porque le daban ataques de pena y agitaba las manitas desesperadamente, lo mismo que si tocara el tambor.) Resulta que Gazapito se internó esa noche en el bosque, moviendo las orejas a cada ruido que le traía el Viento, arriscando la naricilla, desazonado por cada olor desconocido, representándosele en cada cosa aquella torta blanca y redonda con almendra y huevo mol... Y en esto... ¡Oh!..., sorpresa, Gazapito vio ante sus ojos, en el fondo de un hoyo al cual se asomara por casualidad, pues nada menos que una torta blanca y redonda, que tenía que ser de almendra con huevo mol y todo. Y dando un brinco: ¡Zas! ¡Brrr! Gazapito cayó al fondo del hoyo, justamente sobre la torta redonda y blanca. Y resulta que como el hoyo era mucho más profundo que lo que imaginara, ese ¡Brrr! que tú ves, lo dio Gazapito de susto. Pero lo lamentable fue que al hacer ¡Zas! se percató de que con la impresión le había pasada una cosa terrible, que no se puede contar, pero que lo obligaba a levantarse en la punta de las patitas para no mojar la bata de piel blanca que llevaba puesta. Y todo acongojado, sin acordarse más de la torta, ni de las almendras, ni del huevo mol, se echó a llorar a toda boca, como un conejito chiquitito que era. Además, el hoyo estaba muy obscuro y el miedo aumentaba sus sollozos. Andaba por allí, volando, en el bosque y cerca del hoyo, una mariposa llamada Falena, que al oír a Gazapito preguntó asomándose al boquetón negro: --¿Quién llora? --Yo. Gazapito, que me caí por casualidad..., de puro distraído... --No es verdad --dijo misiá Rana Vieja, que todo lo sabía y era muy chismosa--; se cayó porque el tonto quería comer torta... La torta que vio en el fondo del hoyo... --¡Cállese, la acusete! --dijo el señor Grillo, que no porque hablara dejó de darle cuerda a su reloj. --¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! --decía entre tanto Gazapito. --Voy a avisarle a tu mamá. ¿Dónde vives? --preguntó Falena. --No, no. No hay que decirle nada a mamá, que me castigará por haber salido sin su permiso --contestó entre sollozos Gazapito. --Avísele, avísele --gritó misiá Rana Vieja--, para que le den su merecido por meterse en casa ajena. Para que le den sus buenos coscorrones... --No, por favor, no le digan nada... Pero sáquenme de aquí... ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! Entonces Falena --que es muy buena a pesar de cierto atolondramiento que se le reconoce-- fue a avisar a las señoritas Luciérnagas, para que vinieran a iluminar el hoyo y pudiera Gazapito salir fácilmente. Estas señoritas Luciérnagas son bailarinas de oficio y están siempre dando representaciones nocturnas al aire libre, vestidas con coseletes de azabache y luciendo sus lindos ojos de luz celeste. Y como también son muy serviciales, vinieron en seguida e iluminaron el hoyo formando guirnaldas y ruedas y estrellas de cinco puntas, todo ello con esos ojos lindos de luz celeste que ya te dije que ellas tienen. Le dio entonces a Gazapito una vergüenza enorme, ya que todas se iban a enterar de lo que le había pasado y que, tú sabes, eso que lo obligaba a ponerse de puntillas para no mojar la bata de piel blanca. Pues bien resulta que al ver con claridad lo que había en el hoyo, se dio cuenta Gazapito de que era aquello una poza, vivienda de misiá Rana Vieja, y de ahí sus protestas. Y que lo que creyera una torta no era otra cosa que la señora Luna Llena reflejada en el agua, y que esta agua en que se empinaba no era eso terrible que él creyó que le había pasado con el susto al caerse... Ya con más bríos y sin ninguna vergüenza, Gazapito se dispuso a salir del hoyo, pero no alcanzaba a saltar hasta afuera. Entonces pasó una cosa maravillosa, que te sorprenderá: pues nada menos que las raíces de un gran Sauce Llorón que por allí asomaban, se fueron moviendo lenta-mente hasta tomarse de la mano unas con otras, formando una escalera, por donde ágil y retozón subió Gazapito. Y resulta que al poner éste pie afuera, Falena se posó en su mejilla, con la intención tal vez de darle un beso, pero el caso fue que Gazapito sintió un cosquilleo en la nariz, dando un estornudo formidable: --¡Achís! Y entonces despertó lleno de sobresalto --con la noche encima, y una gran Estrella dorada mirándolo atentamente--, debajo de la col donde se había dormido. ¡Porque todo esto no había sido otra cosa sueño!     YO SI... YO NO   Resulta que hace miles de años vivía un matrimonio de Sapos que se querían mucho y que lo pasaban muy bien a orillas de una charca. La casa en que vivían era de dos pisos, con terraza y todo, y en el verano salían de excursión en una barca hecha con un pedacito de pellín y una vela que les tejiera una Araña amiga. Se mostraban muy elegantes con sus trajes de seda verde y sus plastrones blancos. Y no eran nada de, feos, con sus grandes bocas y sus ojos de chaquira negra. Por la única cosa que a veces peleaban era porque al señor Sapo le gustaba quedarse conversando con sus amigos de la ciudad Anfibia y llegaba tarde a almorzar y entonces la señora Sapa se enojaba mucho y discutían mucho más aún y a veces las cosas llegaban a un punto muy des agradable. Y resulta que un día llegó el señor Sapo con las manos metidas en los bolsillos del chaleco, canturreando una canción de moda, muy contento. Y resulta también que ya habían dado las tres de la tarde. ¡En verdad que no era hora para llegar a almorzar! Como nadie saliera a recibirlo, el señor Sapo dijo, llamando: --Sapita Cua-Cua... Sapita Cua-Cua... Pero la señora Sapa no apareció. Volvió a llamarla y volvió a obtener el silencio por respuesta. La buscó en el comedor, en el salón, en la cocina, en el repostero, en el escritorio, en la piscina, hasta se asomó a la terraza para otear los alrededores. Pero por ninguna parte hallaba a su mujercita vestida de verde. De repente, el señor Sapo vio en una mesa del salón un papel que decir: ALMORCÉ Y SALÍ. NO ME ESPERES EN TODA LA TARDE. Al señor Sapo le pareció pésima la noticia, ya que no tendría quién le sirviera el almuerzo. Se fue entonces a la cocina, pero vio que todas las ollas estaban vacías, limpias y colgando de sus respectivos soportes. Se fue al repostero y encontró todos los cajones y armarios cerrados con llave. El señor Sapo comprendió que todo aquello lo había hecho la señora Sapa para darle una lección. Y sin mayores aspavientos se fue donde la señora Rana, que tenía un despacho cerca del sauce de la esquina, a comprarle un pedazo de arrollado y unos pequenes para matar el hambre. Pero como este señor Sapo era muy porfiado y no entendía lecciones, en vez de llegar esa noche a comer a las nueve, como era lo habitual, llegó nada menos que pasadas las diez. La señora Sapa estaba tejiendo en el salón; y, sin saludarlo siquiera, le dijo de mal modo: --No hay comida. --Tengo hambre --contestó el señor Sapo, con igual mal humor. --Yo no. --Yo sí. Y como si uno era porfiado, el otro lo era más, y ninguno de ellos quería dejar con la última palabra al otro, pues a medianoche todavía estaban repitiendo: --Yo no. --Yo sí. Y cuando apareció el sol sobre la cordillera, el matrimonio seguía empecinado en sus frases: --Yo sí. --Yo no. Y resulta que esto pasaba poco tiempo después del diluvio, cuando Noé recién había sacado los animales del Arca. Y resulta también que ese día Noé había salido muy temprano para ir a darles un vistazo a sus viñedos, y al pasar cerca de la charca, oyó la discusión y movió la cabeza desaprobatoriamente, porque no le gustaba que los animales del Buen Dios se pelearan. Y cuando por la tarde pasó de nuevo, de regreso a su casa, llegaron a sus oídos las mismas palabras: --Yo sí. --Yo no. Le dio un poco de fastidio a Noé, y, acercándose a la puerta de la casa de los Sapos, les dijo: --¿Quieren hacer el favor de callarse? Pero los señores Sapos, sin oírlo, siguieron diciendo obstinadamente: --Yo sí. --Yo no. Entonces a Noé le dio fastidio de veras y gritó enojado: --¿Se quieren callar los bochincheros? Y San Pedro --que estaba asomado a una de las ventanas del cielo, tomando el fresco-- le dijo a Noé, enojado a su vez porque hasta allá arriba llegaban las voces de los porfiados discutidores: --Los vamos a castigar, y desde ahora, cuando quieran hablar, sólo podrán decir esas dos palabras estúpidas. Y ya sabes ahora, Mari-Sol de mi alma, por qué todos los Sapos de tódas las charcas del mundo dicen a toda hora y a propósito de toda cosa: --Yo sí. --Yo no.   MAMÁ CONDORINA Y MAMÁ SUAVES-LANAS   Resulta que una vez el señor Cóndor andaba buscando algo que llevarle de almuerzo a su familia, que vivía en un alto risco cordillerano. Con las alas abiertas moviéndose apenas, se mantenía como suspendido en el aire, tan alto que desde la tierra era invisible. Su ojo de mirada prodigiosa vigilaba desde esa distancia un rebaño de Corderos triscando por el valle, con el Pastor cerca y el Perro dando vueltas desconfiadas alrededor. Pero resulta que era ya la hora sin sombra del mediodía y el Pastor sacó de sus alforjas el pan y el charqui majado que eran su almuerzo, y el Perro vino a sentarse a su lado muy discretamente, como esos niños buenos que esperan sin alboroto que la mamá les sirva su ración. Y entonces los Corderos aprovecharon para jugar entre ellos, dándose topadas, haciendo corvetas y lanzando balidos de contento. Y resulta que entonces el señor Cóndor --que estaba arriba esperando el momento de atacar--se dejó caer como una piedra a plomo sobre mamá Suaves-Lanas. Y con ella entre las garras se elevó vertiginosamente hasta gran altura. Y es claro que el Pastor y el Perro se pusieron en tren de defender el rebaño. El primero tomó su honda y empezó a lanzar piedras al que huía. El otro ladraba con frenesí, mordiendo entre ladrido y ladrido las patitas traseras del rebaño espantado y disperso, hasta lograr reunirlo y tranquilizarlo. Pero si el Perro al fin logró éxito, el Pastor sólo daba pedradas en el aire. Mientras tanto, el señor Cóndor iba acercándose a su casa. Quedaba ésta en la saliente de un risco, así es que tenía una preciosa terraza, donde lo esperaban mamá Condorina y sus tres polluelos: Condorito, Condorrillo y Condorica. Y como todos estaban con grande apetito, apenas divisaron al señor Cóndor con su presa, para demostrar su contento empezaron una danza guerrera algo parecida al baile del pavo. Lleno de majestad el señor Cóndor hizo un vuelo planeado y aterrizó en su aeródromo particular, depositando a los pies de su señora la caza para el almuerzo. La pobrecita Suaves-Lanas venía medio muerta de miedo y llena, además, de dolorosas heridas, porque las garras duras del señor Cóndor se le clavaron en las carnes. Pero ¿qué era todo eso comparado con su espanto al verse cerca de la muerte y pensar que su hijito Copito-de-Nieve quedaba abandonado en la tierra, sin mamita que lo cuidara y le diera de comer? Los ojos redondos de mamá Suaves-Lanas se llenaron de lágrimas pensando en el destino de su pobre hijito huachito... Mamá Condorina dijo entonces: --¡Buenos días, señor Cóndor! ¡Qué rica cazuela vamos a comer hoy! --¡Con chuchoca, mamita, la queremos con chuchoca!... --exclamaron los tres polluelos a la vez. Entonces mamá Suaves-Lanas dijo con voz temblorosa, dirigiéndose a mamá Condorina: --Sus hijos tendrán hoy almuerzo, en cambio el mío, que está en la tierra, no hallará quién le busque su ración de pastito tierno ni quién le dé sus sopitas de leche.... ¡Pobrecito mío, muerto de abandono y de hambre! Mamá Condorina se puso muy pálida y después muy colorada. Miró para un lado. Miró para otro. Mamá Suaves-Lanas continuó, a la par que lloraba grandes lagrimones: --Un solo favor le pido antes de que me maten: que cuando el señor Cóndor vuele del lado del valle, le diga a mi comadre Chincola que, por favor, de vez en cuando, vaya a darle un vistazo a mi hijito, y que le cante esa canción que a mi Copito-de-Nieve tanto le gusta. ¿Lo hará usted, mamá Condorina? Mamá Condorina seguía mirando para uno y otro lado y los tres polluelos empezaban a hacer pucheros, tentados de seguir el ejemplo de mamá Suaves-Lanas, echándose a llorar con ella. --No tengo nada de hambre, mamita --dijo Condorito. --Yo voy a comer piñones, que son tan ricos --aseguró Condorillo. --Y yo voy contigo... --agregó Condorica. --Tenga usted lástima de esta mamita que quiere mucho a su hijito, tanto como usted a los suyos... -- y mamá Suaves-Lanas dio una mirada a mamá Condorina capaz de ablandar una roca. Pero en esto mamá Condorina dejó de mirar de soslayo y, sin esperar consultarse con su marido, dijo a mamá Suaves-Lanas: --Voy a llamar al señor Cóndor para que vaya a dejarla a su casa. No es posible que su hijito se quede sin mamita que lo cuide... Y como era bastante mandona, se puso a llamar a grandes voces al señor Cóndor, que estaba descansando de su largo viaje matinal. --Ya le he dicho que no me traiga mamitas para la comida. ¡Hay muchas otras cosas con qué alimentarse! Fíjese bien en lo que hace... Y vaya inmediatamente a dejar a su casa a mamá Suaves-Lanas, que su hijito debe estar llorando sin consuelo... ¡Váyase ligero, le digo!... Al señor Cóndor le pareció pésimo el mandado, ya que tenía que hacer otro viaje, exponerse a las piedras del Pastor, buscar otra presa y volver a casa sabe Dios a qué hora, para almorzar a las tantas... Pero ya te dije que mamá Condorina era muy mandona, así es que el señor Cóndor preparó un instante su equipo volador, abrió las alas, tomó su carga, dio la partida y se lanzó a los aires, buscando el rebaño donde debería dejar su fardo. Todo pasó tan rápidamente, que mamá Suaves-Lanas ni siquiera alcanzó a darle las gracias a mamá Condorina, ni a decirles algo cariñoso a los polluelos. Como piedra, a plomo, igual que antes, bajaba el señor Cóndor hasta acercarse al rebaño. Dejó la oveja dulcemente en el suelo y de nuevo se elevó, desapareciendo en lo alto. Y resulta que todo esto sucedió en el espacio de un segundo. El Pastor sólo alcanzó a lanzar una piedra, que silbó inútilmente su furia, y el Perro no alcanzó tan siquiera a dar un ladrido. El Pastor y el Perro se dieron cuenta, entonces, de que el señor-Cóndor devolvía a mamá Suaves-Lanas. Al Pastor se le abrió tamaña boca de asombro, y en cuanto al Perro, con la impresión pasó dos días sin poder menear el rabo. Y resulta que todo el rebaño vino a saludar a mamá Suaves-Lanas y la rodeaban y le daban topetoncitos llenos de afecto y balaban con gran contento, porque ya todos la daban por muerta y verla allí, viva, les parecía cosa de milagro. Y ella les contaba lo que había pasado en casa dé mamá Condorina y todos movían la cabeza, en señal de maravilla, parque lo que iba diciendo era verdaderamente prodigioso. Y el más contento era Copito-de-Nieve, que había llorado mucho buscando a su mamita y que, luego del momento de alborozo al hallarla, sé puso a tomar, su papa bien apurado.   LA TERRIBLE AVENTURA DE DON GATO-GLOTON   Resulta que una vez había un señor don Gato-Glotón, negro y reluciente, con ojos de lentejuelas y grandes bigotes de paco de otros tiempos. Y por eso le llamaban Paquito. Pero tú y yo le llamaremos don Gato-Glotón. ¡Hay que ver lo que comía el animalito! Sopitas de leche. Pan con mantequilla. Filetitos de ternera. Pechuguitas de pollo. Alas de perdiz... Siempre andaba gazuzo, y con los años el apetito le iba en aumento, a la par que se le refinaba. Porque este don Gato-Glotón, en sus años mozos, comía buenamente lo que se le ponía delante, sin refunfuños ni desdenes. Pero al correr del tiempo fue tomándose mañoso y sólo aceptaba lo mejorcito que se guisaba en la casa. Claro que mucha culpa de estos dengues tenía doña Tato, o sea, la cocinera, que era la dueña de don Gato-Glotón y su consentidora. Resulta también que en aquella casa habitaba un Gato-Sin-Nombre, esmirriado y hambriento, sin otro dominio que las bodegas ni otro alimento que las ratas. Cada vez que hacía una aparición por la cocina, doña Tato le enviaba un escobazo sobre el lomo y don Gato-Glotón, el más fiero de sus bufidos. Pero como bien dice el refrán: "Más sabe un hambriento que cien letrados", el pobre Gato-Sin-Nombre, a fuerza de meditar en la injusticia de los humanos --y también de los gatos--, inventó una treta para vengarse de los desdenes y amenazas de don Gato-Glotón y de los escobazos de doña Tato. En aquella casa había un gran parque, y en la galería que abría sobre sus prados, en una alta mesa con bandeja y aro, el. Papagayo-Tornasol daba vueltas majestuosas diciendo todas las palabras de su gran repertorio. Sabía versos. Sabía el Cielito lindo y hasta sabía refranes. Y unas palabras feas, muy feas, que no se sabía quién le había enseñado. Y resulta que una vez el Gato-Sin-Nombre' se encontró en el tejado con don Gato-Glotón, que andaba por allí de paseo. Y desde lejos dijo, muy suavemente, casi sin dirigirse a él, como si hablara para sí mismo: --¡Qué bella piel tiene Paquito! (Recordarás que sólo para nosotras dos se llamaba don Gato-Glotón.) Y prosiguió diciendo, como si siempre hablara solo: --Es el más hermoso gato que mis ojos han visto. Bien se conoce que sólo se alimenta de aves. Era de creer que le habían dado papagayos, que son el alimento que produce mayor belleza. Claro que don Gato-Glotón estaba muy atento a lo que el Gato-Sin-Nombre decía y, como era un gran vanidoso, le pareció muy bien el elogio que aquellas palabras encerraban. El otro siguió diciendo: --Bien hace doña Tato en alimentarlo con papagayos tornasoles... ¡Qué piel!... ¡Qué seda! ... ¡Qué terciopelo! ... ¡No es milagro que se vaya a casar con la Gata Morisca que anda por los tejados!.. . En este momento don Gato-Glotón, como si no hubiera oído nada, siguió andando, porque, justamente, las palabras del Gato-Sin-Nombre le recordaron que su novia lo esperaba. Pero su vanidad y su glotonería hicieron el efecto que el muy ladino del Gata-Sin-Nombre aguardaba. Al día siguiente, don Gato-Glotón se mostró completamente displicente con cuanta golosina le presentaran, para gran desesperación de doña Tato. Y por la tarde se fue a colocar cerca de la alta mesa con bandeja y aro en que el Papagayo-Tornasol daba sus vueltas y más vueltas. Y don Gato-Glotón, por más que miraba en todas direcciones, no atinaba a averiguar quién hablaba por esos lados. Y sin saber cómo, pasó el accidente. Don Gato-Glotón dio un salto y agarró al Papagayo-Tornasol de las plumas del cuello, saliendo con él a la rastra como una flecha, parque adentro. El Papagayo-Tornasol se asustó tremendamente al principio, pero después recobró el habla y empezó a dar los más terribles chillidos, diciendo en tropel todas sus palabras, que ya sabes que eran muchas y algunas muy feas, de esas que no se deben decir. Y resulta que don Gato-Glotón casi se murió de susto cuando sintió que el Papagayo-Tornasol hablaba, porque él creía que eso sólo lo podían hacer los Señores-Hombres. Y fue tal su espanto, que soltó su presa y se quedó mirándola, erizados todos los pelos, que eran su orgullo, muy abiertos y redondos los ojos. Y aquí cambió la escena, porque el Papagayo-Tornasol, enfurecido, se le fue encima y de cada picotazo que le daba eran mechones de pelo pe le iba quitando. Esto, entreverado con palabras y palabrotas. ¡Para qué te digo cómo maullaba don Gato-Glotón!... Hasta que llegó doña Tato y con su escoba, que tan bien manejaba, pudo separarlos y librar a don Gato-Glotón del más extraordinario de los peluqueros. Y mientras esto pasaba, Gato-Sin-Nombre se reía silenciosamente de su pequeña venganza.