Academia.eduAcademia.edu

Cuentos 2

SI LVI N A OCAM PO – CUEN TOS COM PLETOS ( Vol. 2 ) Em e cé – Bu e n os Air e s, 1 9 9 9 I M PRESO EN LA ARGEN TI N A Í N D I CE Hom bres anim ales enredaderas Am ada en el am ado Cart as confidenciales Ulises Las vest iduras peligrosas At inganos Las esclavas de las criadas Ana Valerga El enigm a Celest ino Abril La soga Coral Fernández Livio Roca Clavel Albino Horm a Anam nesis Clot ilde I frán Malva Fidelidad El chasco Mi am ada Am ancio Luna, el sacerdot e La m uñeca Los grifos La divina Paradela Nueve perros Keif 2 Carl Herst La inauguración del m onum ent o La m úsica de la lluvia El bosque de Tarcos El aut om óvil La lección de dibuj o Casi el reflej o de la ot ra El som brero m et am órfico El secret o del m al George Selwyn La fiest a de hielo El rival Sábanas de t ierra La pist a de hielo y de fuego La cabeza de piedra La sinfonía Las conversaciones Pier Algo inolvidable Y así sucesivam ent e El Dest ino Mem orias secret as de una m uñeca En el bosque de los helechos El cerraj ero Cornelia frent e al espej o Soñadora com pulsiva Del color de los vidrios Los libros voladores Jardín de infierno El piano incendiado La m áscara Con pasión La alfom bra voladora El zorzal El sillón de nieve Arácnidas El banquet e Los ret rat os apócrifos Los celosos El m i, el si o el la 3 Él para ot ra Am é dieciocho veces pero recuerdo sólo t res Ocho alas La próxim a vez Perm iso de hablar I nt ent é salvar a Dios La nube Miren cóm o se am an Color del t iem po El m iedo Át ropos El encuent ro Los enem igos de los m endigos La caj a de bom bones Leyenda del aguaribay La begonia china La nave Okno, el esclavo Anot aciones 4 H om br e s a n im a le s e n r e da de r a s Al caer perdí sin duda el conocim ient o. Sólo recuerdo dos oj os que m e m iraban y el últ im o vaivén del avión, com o si una enorm e nodriza m e acunara en sus brazos. Así agradará a un niño que lo acunen. Cerré los párpados, vagué por m undos desconocidos. Después un ruido ensordecedor y luego un golpe seco m e devolvieron a la realidad: el encuent ro duro de la t ierra. Después nada m e com unicaba con esa t ierra, salvo la sensación de una hoguera que se apaga y dej a la ceniza gris parecida al silencio. No com prendo en qué form a sucedió el accident e: que yo est é solo en est a selva con los víveres y que no quede ningún rast ro a la vist a de la m áquina donde viaj é, m e desconciert a. Alguien vendrá a buscarm e, confío en la ast ucia de los aviadores que, m ás que buscarm e a m í y a los dem ás t ripulant es y pasaj eros, buscarán la m áquina. Me encont rarán por casualidad; la casualidad exist e y a veces conviene. Est as provisiones, cuidándolas, alcanzarán para veint e días. Mi cálculo podría ser inexact o. Adem ás algún roedor, algún páj aro o una best ia cualquiera podrían devorar los víveres que no est án adecuadam ent e envasados; ent onces, m i diet a se reduciría considerablem ent e. Me quedarían, asim ism o, las conservas y las gallet it as con gust o a cart ón que est án en lat as, el lom it o ahum ado, las lengüit as, los dát iles y las ciruelas, las repugnant es cast añas de Caj ú, el m aní. Pero aquellos oj os, ¿dónde est arán?. Veint e días es m ucho, es casi un m es. Víveres para veint e días, ¿qué m ás puedo pedir?. Com part irlos. ¿m e será dada esa felicidad?. No sé dónde leí que algunos m onj es se alim ent aban durant e m ucho t iem po de dos o t res dát iles por día. Las bot ellas de vino t am bién m e ayudarán a m ant enerm e sano y fuert e. Pero aquellos oj os que m e m iraban, ¿qué beberán?. A ningún anim al le int eresa t om ar vino, ¿por qué será?. Y hablando de anim ales, pienso en la posible exist encia de fieras. Oigo a veces cruj ir las ram as y m e parece que hay olor a fiera, pero ent iendo que si doy curso a m is cavilaciones m e volveré loco, y ent onces m e echo de bruces en la t ierra, la beso y t rat o de im aginar un m undo de corderos, com o en las est am pas de prim era com unión, y de m ariposas, com o en los libros de lect ura infant il. Mi cam a es t an cóm oda que después de haber dorm ido ocho horas, m e despiert o plácidam ent e creyendo que est oy en casa. Ext iendo el brazo y con m ano segura, t rat o de encender la lám para de m i m esa de luz; m e dem oro un rat o en esa ilusión. Si la noche est á m uy oscura, m e apresa una gran angust ia, pero si hay luna, cont em plo la luz que brilla en las hoj as de los árboles y en los t roncos cubiert os de m usgo y m e im agino que est oy en un j ardín bien 5 cuidado. Me t ranquiliza est a im agen t an t ont a en realidad, ya que siem pre preferí la selva a un j ardín civilizado. Por eso m ism o andaba siem pre despeinado, m e dej aba crecer la barba y, a veces, el aseo de m i ropa no era im pecable. Ahora que est oy rodeado de una veget ación que se expande al azar, ¿preferiría est ar rodeado de las m ás disciplinadas plant as? No, de ningún m odo. Todos m is pensam ient os m e llevan a la ciudad que odié; a los alrededores de la ciudad que desprecié. Recuerdo con rencor su olor a naft a, a naft alina, a farm acia, a sudor, a vóm it o, a pies, a sót ano, a viej o, a insect icida, a m ingit orio, a recién nacido, a escupit aj o, a excrem ent os, a cocina. No com et o la equivocación de redim ir la im agen de la ciudad con la im agen de las personas queridas. Trat o de no echar de m enos ni la let rina ni el lavat orio. Me acost um bro a est a vida. Uno se acost um bra a t odo, m e decía m am á y t enía razón. No conozco el clim a de est e sit io; eso sí, m e m olest a un poco m i ignorancia. Sería difícil conocerlo sin nada que m e orient e: ni baróm et ro, ni indicación geográfica, ni est udios bot ánicos ni clim át icos. Por culpa de una t orm ent a el avión t uvo que cam biar de rum bo, de m odo que no sé ni siquiera aproxim adam ent e dónde cayó. Podría consult ar el cielo, pero t am poco ent iendo m ucho de est rellas, t em o equivocarm e. Creo que est e lugar es húm edo porque hay ciert as lianas y ciert a variedad de m adreselvas que crecen en lugares húm edos. No sé si el calor que sient o es del t rópico o sim plem ent e del verano. Hay baj o los árboles ciert os helechos que se am ont onan ent re el m usgo. ¿De qué color eran aquellos oj os?. Del color de las bolit as de vidrio que yo elegía, cuando era chico, en la j uguet ería. De noche hay luciérnagas y grillos ensordecedores. Un perfum e suave y penet rant e m e seduce, ¿de dónde proviene?. Aún no lo sé. Creo que m e hace bien. Se desprende de obres o de árboles o de hierbas o de raíces o de t odo a la vez ( ¿no será de un fant asm a?) ; es un perfum e que no aspiré en ninguna ot ra part e del m undo, un perfum e em briagador y a la vez sedant e. Husm eando com o un perro ¿m e volveré perro?, est ruj o las hoj as, las hierbas, las flores silvest res que encuent ro. Est udio las hoj as para averiguar si ese perfum e em ana de ellas. Arranco y pruebo la cort eza de los árboles. Finalm ent e he descubiert o lo que perfum a el aire con t ant a vehem encia: es una enredadera, t al vez de flores insignificant es. Nada en su aspect o la dist ingue de las ot ras, salvo su im pet uoso follaj e. Mient ras la m iro m e parece que crece. Me alim ent o m et ódicam ent e de acuerdo con el cálculo de cant idades diarias que m e he propuest o com er para que los alim ent os m e alcancen hast a la llegada del avión o del helicópt ero que espero de los hom bres y de Dios. Com o varias veces por día pequeñas dosis de alim ent os. Hay algunas frut as silvest res que enriquecen m i diet a. Soy una porquería. ¿Por qué m e cuido t ant o?. No hace ni un m es que pensaba suicidarm e; ahora m et ódicam ent e m e alim ent o, t rat o de descansar, com o si cuidara a un niño. Hay personas que t ardan m ucho en saber quiénes son. El cant o de los páj aros a m ediodía ( lo que yo calculo que es el m ediodía) se vuelve ensordecedor. Hubiera podido fabricar una honda con elást icos que t engo en la cint ura de m i anorak y dos ram as que he recort ado. ¿Para qué cazar un páj aro?, m e pregunt o. Lo nat ural sería m at arlo y com erlo. No podría. Mi volunt ad se debilit a, t al vez. Duerm o m ucho. Cuando m e despiert o, saco fot ografías de los árboles, de m i m ano, de m i pie, del follaj e, pues ¿qué ot ras fot ografías podría sacar?. No t engo disparador aut om át ico para fot ografiarm e. Adem ás no sé si m i cám ara fot ográfica funciona, porque ha recibido un golpe. En algunos m om ent os pronuncio m i nom bre varias veces, dando a m i voz t onalidades diferent es. ¿Tendré m iedo de olvidarlo?. Descubro que hay un eco en el bosque. Nada m e da t ant o m iedo. A veces oigo, o creo oír, el m ot or de un avión: ent onces m iro el cielo desesperadam ent e. 6 ¿Dónde est arán aquellos oj os que m e m iraban t ant o?. ¿De qué conversarán?. ¿Habrán caído al m ar at raídos por su propio color?. ¿Si llegaran de im proviso?. Poco a poco m e acost um bro a est a vida. Prefiero dorm ir, es lo que hago m ej or, a veces dem asiado. Si una fiera m e at acara durant e m i sueño no podría defenderm e y com et o t odos los días la im prudencia de dorm ir profundam ent e a la hora de la siest a; es claro que no sé a ciencia ciert a cuándo es la hora de la siest a, porque m i reloj se ha parado y por prim era vez he perdido la noción del t iem po. A t ravés de t ant os árboles la luz del sol m e llega indirect am ent e. Después de perder el hilo de la hora, si así puede decirse, difícil sería orient arm e de acuerdo con esa luz. No sé si es ot oño, invierno, prim avera o verano. ¿Cóm o podría saberlo si no sé en qué sit io est oy?. Creo que los árboles que m e rodean son de hoj as perennes. No m e at revo a avent urarm e por el bosque: podría perder m is provisiones. Ést a ya es m i casa. Las ram as son m is perchas. Ext raño m ucho el j abón y el espej o, las t ij eras y el peine. Em pieza a preocuparm e la cuest ión del sueño, m e parece que duerm o casi t odo el t iem po y creo que las culpables son est as flores que perfum an t ant o el aire. El aspect o anodino que t ienen, engaña: form an una gloriet a que observándola bien es diabólica. Vanam ent e las arranco de la t ierra: vuelven a crecer con m ás ím pet u. Trat é de dest ruir algunas ent errándolas, pero no t engo herram ient as para cavar la t ierra y m e serví de un t rozo de m adera chat o, cuyo m anej o m e result ó engorroso. Pobre Robinson Crusoe, o m ás bien dicho, feliz Robinson Crusoe que sabía desem peñarse en las t areas que im pone la soledad. Yo no sirvo para una sit uación com o ést a. Vanam ent e t rat é de dest ruir las flores, com o est aba diciendo, pues m uchas de ellas se t repan a los árboles y se pierden en la alt ura t apándom e el cielo. No podría dest ruir con nada su perfum e, ya que est e lugar es com o un cuart o cerrado. A veces m e he dorm ido observando una ram a con dos o t res flores; al despert ar he advert ido que la m ism a ram a ya t enía nueve flores m ás. ¿Cuánt o t iem po yo habría dorm ido?. No lo sé. Nunca sé el t iem po que duerm o, pero supongo que duerm o com o en los días en que llevo una vida norm al. ¿Cóm o en ese t iem po t an cort o han podido florecer t ant as flores? Si pienso en est as cosas m e volveré loco. Observo la flor culpable de m i sueño: es com o una cam panilla, y es dulce ( la he probado) . Las ram as en que brot a van t ej iendo ext rañas canast it as. Nunca observé una enredadera t an de cerca. Se enrosca en t roncos y en ram as, con un t ej ido t an apret ado que a veces result a im posible arrancarla. Es com o un forro, com o una cascada, com o una serpient e. Sedient a de agua, busca m is oj os, se aproxim a. Ahora t engo m iedo de dorm ir. Tengo pesadillas. Ya van varias noches que sueño lo m ism o: la m adreselva m e confunde con un árbol y com ienza a t ej er alrededor de m is piernas una red que m e aprisiona. No creo que est oy m al de salud. Creo, por lo cont rario, que est oy perfect am ent e bien. Sin em bargo, est e est ado de som nolencia no parece t an norm al. A veces m e pregunt o: ¿no habré perdido t ot alm ent e la noción del t iem po?. ¿Duerm o m ás de lo que es habit ual para un ser hum ano, o creo que duerm o m ás?. ¿Es el perfum e que m e da sueño?. A la hora en que m ás se expande, em piezo a parpadear, se m e cierran los oj os, y caigo en un let argo que al despert ar m e asust a. El progreso que hace la enredadera sobre el árbol fue durant e unos días m i reloj . Com o una t ej edora iba t ej iendo sus punt os alrededor de cada ram a. Al despert ar, por los nudos que había hecho yo podía calcular el t iem po de m i sueño, pero ahora, últ im am ent e, se apresura. ¿Soy yo o el t iem po?. Pasar de una idea a la ot ra sin orden alguno, es una de m is caract eríst icas act uales, pero la verdad es que nunca dispuse de t ant o t iem po ni de t ant a inact ividad física. Jam ás creí que m e encont raría en una sit uación sem ej ant e. La abst inencia, adem ás, m e causó siem pre horror. Ayer ¿sería ayer 7 ayer? bebí dos bot ellas de vino para desquit arm e, y después de vagar por el bosque, em briagado, caí dorm ido no sé por cuánt o t iem po. Soñé que decía: ¿Dónde est arán aquellos oj os que t ant o m e m iraban?. ¿Qué beberán?. Hay personas que son m anos; ot ras, bocas; ot ras, cabellera; ot ras, pecho donde uno se recuest a; ot ras, cuello; ot ras, oj os, nada m ás que oj os. Com o ella. Trat aba de explicárselo cuando íbam os en el avión, pero ella no ent endía. Ent endía sólo con los oj os y pregunt aba: " ¿Cóm o? ¿Cóm o dice?" . Despert é lej os de los víveres creyendo que j am ás volvería a encont rarlos. Me am onest é cruelm ent e. Tuve discusiones conm igo m ism o. Volví guiado por una gracia divina, sin duda, al lugar de salvación: m is alim ent os. ¡Qué ironía de la suert e! . ¡Depender de alim ent os cuando m e j act aba ent re los hom bres de poder pasar veint e días ayunando y m e reía de las huelgas de ham bre! . Ahora, por un dát il o por una repugnant e cast aña de Caj ú, vendería m i alm a. Sin duda t odos los hom bres son iguales y reaccionarían del m ism o m odo. No m e m uevo, est oy encerrado com o en una celda. No supuse que celda y selva se parecieran t ant o, que sociedad y soledad t uvieran t ant os punt os de cont act o. Dent ro de m i orej a un m illón de voces discut en, se enem ist an, se dedican a dest ruirm e. Tra ra ra ra ra est oy hart o. Dios m ío, que m e sea dado no olvidarm e de aquellos oj os. Que el iris viva en m i corazón com o si m i corazón fuese de t ierra y el iris una plant a. Esas voces cont radict orias ( volviendo a las voces que sient o dent ro de m i orej a) se dedican a dest ruirm e. Am aos los unos a los ot ros. Nunca m e result ó t an difícil seguir ese precept o. Asim ism o no hay que despreciar la soledad. Un día el m undo se poblará t ant o, que m i act ual guarida no será solit aria. Pensar en t ransform aciones m e da vért igo. Con los oj os cerrados pienso t odos esos disparat es y es una im prudencia: la enredadera aprovecha m i descuido para t reparse por m i pierna izquierda, t ej e una red m inuciosa en cada dedo de m i pie. El dedo m ás chiquit o m e hace reír. Con qué art im aña lo envuelve. No hablem os del dedo gordo que parece un hisopo. La enredadera avanza rápidam ent e en su t rabaj o con dist int os m ét odos: para los dedos chicos de m i pie ut iliza sim plem ent e un punt o que se parece m ucho a los barrot es de las sillas de m im bre m odernas, para superficies grandes ut iliza una am algam a ext raña de arabescos que im it an los asient os plást icos de los aut om óviles. Arranco de m i pie la t renza con ciert a dificult ad. Recuerdo una enredadera de m i casa que se llam a enam orada del m uro, y que t iene pat it as con garras que se adhieren a los m uros. Recuerdo haber arrancado, de niño, algunas ram as y haber sent ido la resist encia de la plant a en cada una de las hoj as com o gat it os que no quieren solt ar su presa. Est a enredadera no t iene pat it as com o la enam orada del m uro. Mayor es su m érit o. I nfat igablem ent e va t ej iendo y t ej iendo lazos. ¡Pobres árboles, pobres plant as que caen baj o sus garras! . Dichoso el árbol que es apenas sensit ivo. Se lo decía a alguien ( por quien ya no sient o ningún am or) para conm overla. Me quedó el verso. No est oy t an seguro de ese apenas sensit ivo. De noche m e parece que oí a los árboles quej arse, abrazarse, rechazarse o suspirar, arrodillarse frent e a ot ros de su fam ilia o de ot ros que habían sucum bido baj o la enredadera. I ngresé en est e m undo veget al desconociéndolo t ot alm ent e. El único árbol que conocí, fuera del sauce, se ent iende, fue la t ipa. Una vez m am á dij o al cruzar la plaza San Mart ín: —¡Qué lindas t ipas! —pasaban en ese m om ent o dos m uj eres horribles y m e reí. —¿De qué t e reís? —prot est ó m am á m irando el follaj e de las t ipas y añadió—: ¿Acaso ahora no se puede adm irar ni los árboles? —¿Qué árboles? — int errogué. 8 —Las t ipas, ignorant e. Todavía no sabés lo que son las t ipas. —¡Ah! , las t ipas —respondí con debido asom bro—, " yo creí que hablabas de las t ipas" . —Ya no sabés ni hablar. Tendrías que irt e a la selva para hablar con los m onos. Pobre m am á, cóm o se habrá arrepent ido del insult o. A veces m e desvela ese recuerdo pero no puedo evit arlo. Miro en la oscuridad las t ipas. Tenían flores am arillas: el vest ido de m am á parecía m ás celest e. ¿Y yo t endré siem pre m i cara gris de Buenos Aires?. ¿Qué m irarán aquellos oj os?. Cara de pan crudo, decía la m odist a que venía a coser para m is herm anas en casa y que siem pre pensaba que yo t enía doce años cuando ya había cum plido los veint e. ¡Qué opio t ener veint e años! . No ext raño m i casa; eso sí que no, pero un espej o es una com pañía, m ala o buena, com o t odas las com pañías, y allí t enía m i espej o redondo com o una luna. He dorm ido est a vez m ás que t odas las ot ras veces, m ás que el día de la borrachera; es claro que no puedo est ar seguro de no equivocarm e. ¿Dónde est arán aquellos oj os?. ¿Los est aré olvidando?. No recuerdo m uy bien la form a del lagrim al. A veces uno duerm e cinco m inut os y parecería que ha dorm ido t oda una noche. Me dorm í al at ardecer, m e despert é con una luz de at ardecer. ¿Habría dorm ido cinco m inut os?. Pero t engo una prueba cont undent e de que no fue así: la enredadera t uvo t iem po de t ej er su t renza alrededor de m i pierna izquierda y de llegar hast a el m uslo; ¡la t iene con m i pierna izquierda! . Com o si no fuera bast ant e hizo ot ro t ant o con m i brazo izquierdo. Est a vez la arranqué con m ayor dificult ad pero con m enos urgencia que la vez ant erior, diciéndole anim al, com o a una de m is am igas que siem pre m e em brom a. He resuelt o cam biar de guarida. Cargo m is víveres y m e m udo en busca de un sit io sin enredaderas pero no lo encuent ro y la cam inat a m e cansa. A veces pienso que han pasado varios años y que soy viej o; pero si fuera así no m e quedarían provisiones. Ahora m e quedé en un lugar t al vez peor, pero no t engo ánim o para volver sobre m is pasos. Toda est a selva es una enredadera. ¿Para qué preocuparm e?. Hay que preocuparse sólo por lo que t iene solución. El perfum e seguirá em briagándom e, dándom e sueño. La enredadera seguirá haciendo sus t renzas. Ahora raras veces m e despiert o sin que haya t ej ido alguna t renza alrededor de m i brazo o de m i pierna. Ayer no m ás, se t repó a m i cuello. Me fast idió un poco. No es que m e diera m iedo, ni siquiera cuando se m e enroscó alrededor de la lengua. Recuerdo que al soñar grit é y abrí im prudent em ent e la boca. Es ext raño. Nunca pensé que una enredadera podía int roducirse t an fácilm ent e adent ro de m i boca. —Anorm al. ¿Qué t e has creído?. Uno no se puede fiar de nadie —le dij e—. Me hace gracia porque pienso en la risa que les va a dar a m is am igos est a anécdot a. No m e creerán. Tam poco creerán que no puedo est ar ociosa. Últ im am ent e t rat o de t ej er t renzas com o la enredadera alrededor de las ram as: es un experim ent o bast ant e int eresant e, pero difícil. ¿Quién puede com pet ir con una enredadera?. Est oy t an ocupada que m e olvido de aquellos oj os que m e m iraban; con m ayor razón m e olvido hast a de beber y de com er. ¡Variable género hum ano! . Envolví la lapicera en m is t allos verdes, com o las lapiceras t ej idas con seda y lana por los presos. Am a da e n e l a m a do 9 A veces dos enam orados parecen uno solo; los perfiles form an una m últ iple cara de frent e, los cuerpos j unt os con brazos y piernas suplem ent arios, una divinidad sem ej ant e a Siva: así eran ellos dos. Se am aban con t ernura, pasión, fidelidad. Trat aban de est ar siem pre j unt os y cuando t enían que separarse por cualquier m ot ivo, durant e ese t iem po t ant o pensaban el uno en el ot ro que la separación era ot ra suert e de convivencia, m ás sut il, m ás sagaz, m ás ávida. Lo prim ero que hacían al separarse era poner cada uno en su reloj pulsera la hora exact a. —A m edianoche quiero que repit as los versos de San Juan de la Cruz, que m e gust an. —¿Oh noche que j unt ast e am ado con am ada, / am ada en el am ado t ransform ada? —Los direm os a la m ism a hora. —A las seis de la t arde, en el reloj , m is oj os t e m irarán. —En el lápiz de los labios est aré cuando t e pint es, o en el vaso cuando bebas agua. —A las ocho t e asom arás a la vent ana para cont em plar la luna. No m irarás a nadie. —Creyendo que es t uyo, para no grit ar de pena, m e m orderé el brazo, no el ant ebrazo. —¿Por qué? —Porque el brazo es m ás sensible. —¿En qué sit io?. —En el sit io en que la boca lo alcanza cuando el brazo est á doblado con el codo hacia arriba, apoyado cont ra la cara, com o guareciéndola del sol. Es t u post ura predilect a, por eso la im it o com o si m i brazo fuera el t uyo. —A las nueve m enos cinco de la noche, cerrá los oj os. Te besaré hast a las nueve y cinco. —¡Podrías m ás t iem po! —¿Pero acaso no llegaríam os a m orir prolongando indefinidam ent e ese m om ent o?. —No pediría ot ra cosa. Con est os y ot ros desat inos se despedían. Com o es nat ural, cum plían religiosam ent e lo pact ado. ¿Quién se at revería a rom per sem ej ant e rit o?. El que no lo com prenda, nunca ha am ado o ha sido am ado, ni valdría la pena que am e o que sea am ado, ya que el am or es hecho de infinit a y sabia locura, de adivinación y de obediencia. Todas las m iserias grandes y pequeñas de la vida cot idiana, t odo lo que es un m ot ivo de fast idio para ot ras personas, para ellos era m uy llevadero. La casa en donde vivían no era m uy cóm oda; t enía poca luz porque sus cuart os daban a un pat io int erior. Ruidos int est inales de cañerías se hacían oír en t odos los pisos. El baño est aba m et ido dent ro de un arm ario, la ducha sobre la let rina, las vent anas no cerraban o abrían según el grado de hum edad del t iem po, un cam ino de cucarachas dist inguía la cocina de los ot ros cuart os, pero ellos encont raron en esas incom odidades cóm icos m ot ivos de regocij o. ( Com part ir cualquier cosa vuelve cualquier cosa m ej or para los enam orados, cuando son felices.) La felicidad les prest aba sim pat ía, sim pat ía para el 10 verdulero, para el carnicero, para el panadero, para el m édico cuando había que consult arlo, para los part icipant es de una cola, por personal y larga que fuera. De noche, cuando se acost aban, el cansancio que sent ían, abrazados, era un prem io. Él soñaba m ucho; ella no soñaba nunca. Él, al despert ar a la hora del desayuno, le cont aba sus sueños; eran sueños int erm inables y accident ados, llenos de alegría o de zozobras. Le gust aba cont ar los sueños, porque casi t odos t enían ( com o las novelas policiales) suspenso: aprovechaba el m om ent o en que iba a t om ar un t rago calient e de t é o en que se m et ía un t rozo grande de pan con m ant eca y m iel en la boca, para int errum pir la part e sensacional del sueño y hacer esperar debidam ent e el desenlace. —Quisiera ser vos —decía ella, con adm iración. —Yo t am bién —decía él— ser vos, pero no que vos fueras yo. —Es lo m ism o —decía ella. —Es m uy dist int o —respondía él—. Lo prim ero sería agradable, lo segundo angust ioso. —¡Por qué nunca puedo est ar en t us sueños, si en la vigilia t e acom paño! — ella exclam aba—. Oírt elos cont ar, no es lo m ism o. Me falt an el aire, la luz que los rodea. —No creas que son t an divert idos ( t engo m ás t alent o de narrador que de soñador) , son m ej ores cuando los cuent o —dij o él. —Los invent arás, ent onces. —No t engo t ant a im aginación. —De t odos m odos, quisiera ent rar en t us sueños, quisiera ent rar en t us experiencias. Si t e enam oraras de una m uj er, m e enam oraría yo t am bién de ella; m e volvería lesbiana. —Espero que nunca suceda —decía él. —Yo t am bién —decía ella. Durant e un t iem po resolvieron dorm ir t eniéndose de la m ano, con la esperanza de que los sueños de él pasaran dent ro de ella a t ravés de las m anos. Por incóm odo que fuera, ya que para m ant ener una posición est rat égica dar vuelt a la alm ohada buscando la frescura se volvería im posible, resolvieron dorm ir con las cabezas j unt as. Pensaban que ese cont act o sería m ás eficaz que el de las m anos, pero ella seguía sin sueños. —Hay personas que no sueñan —decía él—. No hay nada que hacer. —Sería capaz de t om ar m ezcalina, fum ar opio. Cualquier cosa haría con t al de soñar. —Es lo único que falt a —decía él. Una m añana de prim avera, a la hora del desayuno, ella t raj o com o siem pre la bandej a con las dos t azas servidas y las t ost adas con m ant eca y m iel. Colocó t odo sobre la m esa de luz. Se sent ó sobre la cam a, lo despert ó ahogando risas con besos, y dij o: —Anoche soñast e con una vaquit a de San José. Aquí est á. —Most ró sobre su brazo el bichit o roj o com o una got a de sangre. Él se incorporó en la cam a y le dij o: —Es ciert o. Soñé que est ábam os en un j ardín donde en vez de flores había piedras, piedras de t odos los colores. —Un j ardín j aponés —m usit ó ella—. —Tal vez —respondió él—, porque en las piedras había let ras grabadas que parecían j aponesas o chinas. Por una calle de piedras m ás alt as, pues t odas las piedras eran de dist int a form a y t am año, venías cam inando com o si fuera dent ro 11 del agua. Te acercast e y m e m ost rast e el brazo que creía que t e habías last im ado con un alfiler, pero m irándolo bien, advert í que la got a de sangre que veía en t u brazo era en efect o una vaquit a de San José. —De algo m e sirvió dorm ir con la frent e pegada a la t uya —dij o ella, t rat ando vanam ent e de hacer pasar el bichit o roj o de una m ano a la ot ra—. –En t u próxim o sueño t rat aré de obt ener algo m ej or o m ás duradero —prosiguió, viendo que el bichit o abría un ala rizada, suplem ent aria, que t enía escondida, y salía volando para desaparecer en el aire—. A la noche siguient e, ella se durm ió ant es que él. A las cinco de la m añana se despert aron al m ism o t iem po. —¿Qué soñast e? —ella pregunt ó, sobresalt ada. —Soñé que est ábam os acost ados en la arena, pero... vas a enoj art e... —Lo que sucede en un sueño no podría enoj arm e. —A m í, sí. —A m í, no —cont est ó ella—. Seguí cont ando. —Est ábam os acost ados, y vos no eras vos. Eras vos y no eras vos. —¿En qué lo advert ías? —En t odo. En el m odo de besar, en los oj os, en la voz, en el pelo. Tenías pelo de nylon com o la m uñeca de la m ot ociclet a que t e gust aba en el escaparat e del subt e, ese pelo am arillo lust roso. Un día m e dij ist e: " Me gust aría t ener el pelo así" . —¿Y qué t e hizo pensar que esa m uj er t an dist int a de m í, era yo? —El am or que yo sent ía. —Llam as am or a cualquier cosa. —Aquel pelo am arillo de nylon, t an parecido al de la m uñeca de la m ot ociclet a, t al vez fuera culpable. Cada hebra era com o un hilo de oro que yo acariciaba. —¿Así? —dij o ella, m ost rándole una hebra de nylon am arillo que colgaba del cuello del cam isón. Él t om ó en brom a el diálogo. A decir verdad esa hebra de nylon am arilla podía haber est ado ant eriorm ent e en la casa, por cualquier m ot ivo. ¿Acaso las hij as de las am igas no iban de visit a con sus m uñecas, que t enían pelo de nylon?. Se usa t ant a ropa de nylon, ¿acaso una hebra de una cost ura no podría caer?. La próxim a noche él t uvo que salir y ella quedó sola. Él volvió m uy t arde; ella dorm ía. Em pezaba el invierno y le t raj o un ram o de violet as. En el m om ent o de acost arse él puso en uno de los oj ales del cam isón de ella, una violet a. —¿Qué soñast e? —dij o ella, com o siem pre, al despert ar. —Soñé que viaj aba en un t rineo por un cam po cubiert o de nieve, donde m erodeaban lobos ham brient os. Est aba vest ido con pieles de lobo; lo advert í en el m odo de m irarm e que t enían los lobos. Un bosque de pinos se divisó en el horizont e. Me dirigí al bosque. Frent e a ese bosque baj é del t rineo y en la nieve encont ré una violet a, la recogí y m e alej é rápidam ent e. En ese m om ent o ella vio la violet a en el oj al de su cam isón. —Aquí est á —dij o ella. —Te la t raj e anoche con un ram it o que t e com pré en la calle; elegí la violet a m ás grande y la puse en el oj al de t u cam isón. —¿El sueño lo invent ast e?. 12 —Si lo hubiera invent ado sería m ás divert ido. —¿Cóm o supist e que ibas a soñar con violet as?. Sos m ent iroso. Querés im it arm e, invent ando experim ent os m ágicos. Eso no im pide que t us verdaderos sueños obren m ilagros para m í —dij o ella—. La vaquit a de San José, la hebra de nylon, no han sido un invent o. Saldré pront o en los diarios, fot ografiada com o la m uj er que saca obj et os de los sueños aj enos. —¿Mis sueños t e son aj enos?. —Para los diarios, sí. Fue durant e una siest a de verano. Él soñó que andaba cam inando con ella por una ciudad desconocida, con desfiles de soldados. En una puert a verde, debaj o de un puent e, Art em idoro el Daldiano, vest ido de blanco, con som brero y capa, lo llam ó. —¿Quién es Art em idoro? —pregunt ó ella. —Un griego. Escribió la Crít ica de los sueños. —¿Cóm o sabés que era él? —Lo conozco. Est udiam os j unt os —cont est ó él. Art em idoro le t endió la m ano com o si lo apunt ara con un revólver, pero lo que t enía en la m ano era un filt ro m ist erioso, aquel que bebieron Trist án e I solda. " Cuando quieras llevar a t u am ada com o a t u corazón dent ro de t i" , le dij o, " no t ienes m ás que beber est e filt ro. Cuando él despert ó a la hora del desayuno, ella le dij o: —Aquí est á el filt ro —y le m ost ró una bot ellit a dim inut a—. No necesit aba que le cont ara el sueño. Él le arrebat ó el frasco de la m ano, lo m iró at ónit o, cerró los oj os y bebió. Cuando abrió los oj os quiso m irarla de nuevo. Ella no est aba. Él la llam ó, la buscó. Oyó una voz dent ro de él, la voz de ella, que le cont est aba: —Soy vos, soy vos, soy vos. Al fin soy vos. —Es horrible —dij o él—. —A m í m e gust a —dij o ella—. —Es un conyugicidio. —Conyugicidio... ¿Y qué quiere decir? —ella int errogó—. —Muert e causada por uno de los cónyuges al ot ro –respondió—. Bruscam ent e despert aron. Él volvió a soñar a lo largo de la vida y ella a sacar obj et os de sus sueños. Pero la m ayor part e de las veces no le sirvieron de nada pues son t odos obj et os de poca im port ancia; a veces ni siquiera los m ira. Los at esora en su m esa de luz. Rara vez, por suert e, le sirven para sufrir t ransform aciones, com o sucedió con el filt ro: el t érm ino sufrir est á bien elegido pues en t oda t ransform ación hay sufrim ient o. A veces t ienen m iedo de no volver a su est ado ant erior —al hogar, a la vida habit ual— y volat ilizarse. ¿Pero acaso la vida no es esencialm ent e peligrosa para los que se am an?. Ca r t a s con fide n cia le s Querida Prilidiana: Desde los días de la escuela que no nos vem os seguist e siendo m i am iga por cart a y por t eléfono. Ahora m e gust aría vert e porque t e quiero, bien lo sabés, por eso t e elegí m adrina de m i hij o. Tengo que hablart e de Toni porque 13 apenas t e dij e algo de lo que quería decirt e la t arde del baut ism o en que había t ant a gent e. Yo adoraba a Tom i, sería porque est aba de com pras y que m i hij o saldría parecido a él. Cuando Tom i cum plió siet e m eses, era en ciert o m odo la persona m ás im port ant e de la casa. Pobrecit o, huérfano, m e t oco a m í cuidarlo. Con él aprendí a poner los pañales de m odo que no se m oj ara el rest o de la ropit a; con él aprendí a bañarlo, a lim piarle las orej it as y el om bligo; con él aprendí a preparar las m am aderas. Hay cosas que nadie cree, pero que t odo el m undo com ent a com o si creyera que son ciert as, y esas cosas se relacionan con Toni, pero para explicarlas t engo que hablar del pasado. Apareció en casa, según m e cont aron, sesent a años ant es de m i nacim ient o ( t odavía vivían m is t at arabuelos) , en un cuart o de la bohardilla, t al vez el m ás bonit o del edificio, un hom bre viej o, reviej o. De haberlo descubiert o, yo m e hubiera m uert o. ¿Quién lo vio por prim era vez?. Nadie lo sabe. Nadie en la casa se disput ó el honor o el horror de haberlo encont rado, porque inm ediat am ent e est uvieron acost um brados a verlo, y nunca se les ocurrió que alguna vez no había est ado ahí form ando part e de la fam ilia, com part iendo sus penas y sus alegrías, sus bailes y velorios. Al parecer, era viej ísim o, con arrugas que le cuadriculaban la cara, con pelos que parecían el int erior de un colchón det eriorado. Tengo fot ografías de él: un hom bre de expresión adust a, casi cruel, pero correct o en el vest ir y lim pio. No necesit o que m e digan que t enía buenos m odales: m e bast a ver las post uras que adopt ó para que lo fot ografiaran. Hablo com o hablaría m i abuela: era un caballero, desde t odo punt o de vist a; de ot ro m odo, lo hubieran echado, pues ¿quién le perm it e a alguien que se ha int roducido m ist eriosam ent e en una casa de fam ilia, su perm anencia indefinida?. No se le perm it iría ni a un perro ni a un niño y m enos a un hom bre. De m odo que la sit uación t enía que ser ext rem adam ent e halagüeña, y el viej o not ablem ent e dist inguido y bueno o pudient e. Nunca t e dij e est as cosas, porque m e daban vergüenza. Tu abuelo se vanagloria de su árbol genealógico y que un t ipo desconocido fuera com o un parient e nuest ro, le hubiera repugnado. Mam á, que no es cariñosa, adoraba al viej o Toni, que ya no era t an viej o y, por cada caram elo que ést e le regalaba, le daba un besit o, rodeándole el cuello con los brazos cosa que a m i abuela le disgust aba, porque los caram elos est aban suelt os en el bolsillo del viej o, que ya no era t an viej o, o adent ro de un pañuelo. De t ant o verlo a don Toni, nadie en la casa advirt ió, después de unos años, su rej uvenecim ient o. Un día, al cabo de no sé cuánt o t iem po, volvió a visit arlo un am igo de su edad. Un rat o de charla bast ó para asom brar al am igo, que corriendo fue al cuart o de m i bisabuela y le pregunt ó ansiosam ent e, según m e cont aron: —Señora Joaquina, ¿Toni es Toni o se t ransform ó en ot ro? Mi bisabuela, asom brada, le dij o: —Se t rat a siem pre del m ism o don Toni. ¿En qué est á la diferencia? Todos los sant os días yo lo veo y no cam bia ni por past eles. —Señora, la diferencia est á en la edad. Se ha rej uvenecido t ant o, que sólo le quedan las arrugas perpendiculares. Supongo que no se hizo hacer la cirugía est ét ica. —Cuando se vive con alguien durant e t ant o t iem po, esas nim iedades no se adviert en. Pero m i bisabuela, que siem pre desconfió de don Toni, volvió a desconfiar: 14 —¡Qué am igo raro t iene est e viej o! —le dij o a m i t ía abuela—. ¿Quién se fij a, a esa edad, en las arrugas?. Realm ent e, a veces m e da m iedo aloj ar a un int ruso en la casa. Y m i t ía abuela, la m ayor, que lo quería al viej o ( que ya no era t an viej o) con locura, cont est ó: —¿Acaso no dicen en la Biblia no sabem os ni de dónde venim os ni adónde vam os?. Todos est am os en la m ism ísim a sit uación. ¿Por qué llam arlo int ruso a don Toni?. Nosot ros som os t am bién int rusos, y si lo som os ¿por qué acusar a los ot ros, con desdén, de algo t an habit ual?. Mi bisabuela y m i t ía abuela m ayor no se hablaron durant e cuat ro m eses, y est o es la purísim a verdad. —Ese viej o t rae discordias en la fam ilia —exclam ó m i bisabuela cuando se encont ró a solas con la sirvient a, que era chism osa y que se lo cont ó al viej o, lo que provocó reyert as y reconciliaciones, que reafirm aron el vínculo que unía a nuest ra fam ilia con don Toni. Fue en aquellas épocas cuando don Toni se dedicó al est udio de la arquit ect ura. No falt ó quien se riera de él por haber em pezado t an t arde el est udio de una ciencia t an difícil. —Nunca es t arde cuando la dicha es buena —solía decir—. Se com pró una m esa de dibuj o. Est udiaba y dibuj aba hast a alt as horas de la noche. Cuando había algún cort e de luz, encendía una vela y seguía est udiando com o si nada fuera. Dibuj aba planos de casas, de iglesias, sobre t odo de bóvedas, com o si t uviera nost algia de la m uert e. Pensaba rendir exam en de ingreso a la facult ad. Rindió con éxit o el exam en pero m i abuela después dij o que fue un em bust e. Parece que un profesor le pregunt ó con sorna al verlo llegar un día a la facult ad: —¿Piensa vivir por m ucho t iem po? ¿Com o Mat usalén?. —¿Por qué? —pregunt ó don Toni. —Porque si pret ende recibirse de arquit ect o... bueno, m ej or que no siga, por respet o a los ancianos. —¿Y por qué no? —int errogó cándidam ent e don Toni—. —Dent ro de seis años calcule la edad que va a t ener, si es que llega hast a ent onces. —No m e preocupa —cont est ó don Toni sin enoj arse—. Piano piano si va lont ano. —En efect o, será m ej or que se dedique al piano, porque el lont ano m e parece bast ant e problem át ico de alcanzar, en su caso. —Aprenda a hablar —cont est ó don Toni, peinándose la lana del colchón det eriorado que brillaba sobre su cabeza, porque em pezaba a usar brillant ina—. Todo est o lo sé por m i abuela, porque m am i, que era una cuent alot odo, en esa época t odavía no había nacido. Mam á nació cuando don Toni andaba de novio y lucía aquellos t raj es t an elegant es de gabardina y un anillo con una piedra azul en el dedo m eñique. Con sus planos había edificado ya una casa en el Tigre que llam aba la at ención en los días de regat as por la originalidad de sus balcones, y una capilla barroca que no exist ía la par en Buenos Aires. El día que se com prom et ió, m ás bien el día después, vinieron él y la novia invit ados por m i abuela a t om ar el t é a casa. La novia era preciosa y una not able guit arrist a, al decir de t odos. Alguna vez obt uvo un prem io de belleza. Mucha gent e sospechaba que don Toni se t eñía el pelo, pero ot ros decían que el pelo había 15 vuelt o a su color nat ural, debido a las ilusiones de am or que habían despert ado en él, gracias a la novia. Rondit a ( así se llam aba la novia) m uy pront o se ent eró de la edad que osaba t ener don Toni, aunque nadie a ciencia ciert a la supiera. A ella le falló el coraj e de echársela en cara, sino con indirect as, y finalm ent e con la devolución del anillo de com prom iso, que le arroj ó a la cara, en una m añana de sol. La belleza pasó después una sem ana sin salir de su cuart o, buscando desesperadam ent e en su m em oria algún j oven de quien enam orarse. Cuando descubrió que nadie era m ej or que don Toni, don Toni la había olvidado, para at ender a niñas m ucho m ás j óvenes. La verdad es que don Toni, por despecho, se dedicó a los deport es y se rej uveneció hast a t al punt o que la gent e no lo reconocía por la calle. Dicen que era bárbaro. Mi abuela t enía que descolgar el t ubo, por los llam ados t elefónicos: ¿Don Toni est á? ¿Don Toni salió?. No resonaba ot ro nom bre en la casa. Cuando se recibió, o dij o que se recibió, de arquit ect o, fue t odo un acont ecim ient o. Lo supe por un enano de la carnicería, porque m i abuela siem pre negó los t riunfos de don Toni y el enano siem pre decía la verdad, aunque la verdad duele casi siem pre. En el segundo pat io de la casa, se ofreció un banquet e con caviar y cham pagne francés. Desde la calle se veían las m esas. El enano vislum bró hast a el color de los plat os y las punt illas. Era el m es de diciem bre. Mam á, que era chiquit a en esa época, lloraba en su cuart o porque la niñera la dej ó sola para espiar a las visit as. De aquella noche, m am á conservó una neurosis casi incurable. Don Toni est aba t an buen m ozo que hast a la Pit a Roca lo m iró con insist encia y la Paulina Acost a, despechugada com o siem pre, fingió un desm ayo, para que la auscult ara. Tal vez est o sea un invent o de una am a de llaves ( pues en esa época exist ían las am as de llaves y de leche) , pero algo habrá de ciert o; la cuest ión es que t engo una fot o vulgar y silvest re donde el t ipo est á bárbaro. Las m uj eres se lo disput aban, sobre t odo las m ás j óvenes, que preferían a un hom bre ya grande y vivo y no un chiquilín t ont o. Don Toni se dej aba am ar con barba y t odo. ¡Con qué m aest ría alim ent aba el fuego en el corazón de sus enam oradas! . Acudían a su oficina no sólo m uj eres en busca de planos de viviendas o de bóvedas, sino m uj eres que lo am aban por haberlo encont rado en alguna reunión. Muchas se arruinaron por querer const ruir una bóveda, sin disponer del dinero necesario. Y así t ranscurrieron los años, que lo rej uvenecían ent re el am or y el est udio, ent re los negocios y el ocio. Y así llego a la pubert ad, cuando m am á se casó y se enam oró plat ónicam ent e de él, y a la adolescencia, cuando la belleza de su rost ro im presionó t ant o a una princesa, que enloqueció por no poder besarlo; y a la niñez, cuando los j uguet es elect rónicos llenaron su cuart o y las figurit as espaciales adornaron los espej os de su arm ario; y a la edad insaciable y delirant e de las m am aderas, cuando el hom bre es com o un enferm o pequeño, que no se m anej a solo, porque es un niño arrugado, de pocos m eses. Son infinit as m is conclusiones: m i abuela es la culpable; sin em bargo, a veces rechazo la idea loca de que Toni sea don Toni, que la n se t ransform ó en m y el hom bre en niño. Pero ¿quién podrá ahora quit arm e las dudas que se ret uercen en m is ent rañas?. Vos t al vez, porque ves las cosas de afuera. Tom i ha desaparecido j ust am ent e en el m om ent o en que yo he dado a luz. La últ im a frase que m e dij o fue: —No m e gust a que uses m inifalda ni vest idos t ransparent es y pat at í y pat at á —com o un viej o reviej o—. —Andá a freír papas —le cont est é—, sin saber que m e arrepent iría para t oda la vida, porque la últ im a frase que uno dice es siem pre la que vale. Pensándolo bien, nadie lo t raj o a est a casa a Tom i, com o a don Toni. Pasó de la adolescencia a la infancia sin que yo ni nadie de la casa lo advirt iera. 16 ¿Est aríam os t odos papando m oscas?. Com o si fuera hoy, a los cinco años m e m ost ró una fot o y m e la regaló diciéndom e: —Es una fot o de cuando yo era viej o. No quedó ot ra para regalart e. Me pareció nat ural, t an nat ural que no se lo cont é a nadie; o bien m e pareció t an sobrenat ural, que no se lo cont é a nadie. Oírlo hablar de ese m odo, m e hizo redoblar m i cariño por él y m i ceguera. Todos som os ciegos en el am or. Escribím e diciéndom e lo que pensás de t odo est o. Si el infierno exist e, seguram ent e será el que acabo de conocer con la desaparición, que nadie confiesa en la casa, de Toni. ¡Qué buen com pañero de m i hij o hubiera sido! . Se m e caen las lágrim as cuando cont em plo las fot os de cuando era viej it o. Me dirás com o la ot ra vez, que m e haga psicoanalizar. Andá. Mil besos de t u Paula. Querida Paula: Leí t u cart a ¡com o si m e hablaras en chino! ¡Y pensar que som os t an am igas! . Te com plicás por nada, eso es lo que a m í m e parece. Don Toni, del que oí hablar en t u casa, m e daba sueño en cuant o lo nom braban. Conque don Toni, después de inst alarse en t u casa, para m ayor abuso, se t ransform ó en Tom i. ¿Te lo dij o t u abuela?. Que se lo cuent e a ot ro. Esa viej a es un quem o y vos la escuchás. Para m í que hay gat o encerrado, porque decim e en qué cabeza cabe que un hom bre aparezca en una casa de la noche a la m añana sin que lo echen y sin que a nadie se le ocurra llam ar a la policía para ver si es un asalt ant e, un leproso, un ladrón o un loco escapado de un m anicom io. ¿No se dieron cuent a t us papis, Nena, del peligro en que ponían a t oda la fam ilia?. Qué querés que t e diga, yo nunca soñé que algo así podía suceder en t u casa, con lo severos que han sido siem pre con vos: " Nena, no vayas aquí" , " Nena, no vayas allá" , " Nena, no vayas de pant alón y m enos de m inifalda, para ir al Elect ric de la calle Lavalle" , " Ese corpiño t e m arca m ucho" , " Esa faj a ¿no t e aj ust a?" . El día que dieron Rocco y sus herm anos, con Alain Delon, prohibida para m enores de dieciocho años, se arm ó la podrida. ¿Hay derecho?. Teníam os quince años: en la I ndia, las t ipas se casan a los doce. La pucha que son locos los padres que uno t iene; parece que lo odiaran a uno de puro cariño. Lo que m enos ent iendo es t u preocupación por Tom i. Yo quise m ucho a m i perrit o Macho, pero cuando desapareció, com o si ni lo hubiera conocido pensé: hay ot ros perrit os en el m undo, y m e conseguí ot ro m ás bonit o, que no ensucia t ant o. No digo que sea lo m ism o, pero no creas que anda t an lej os; t ot al, un chico m olest a bast ant e. ¡Si conoceré las m añas que t ienen cuando vom it an encim a del m ej or vest ido que uno t iene! . Yo no quería t ener chicos, t e lo dij e el día del baut ism o; pero Adrián prot est aba: " ¿Y para qué nos casam os, viej a?. Si no es para t ener chicos, no valía la pena" . ¿Querés creer que m e enfrié después de esa frase?. No cont est é nada, porque si cont est o soy com o leche hirviendo, y si m e enoj o de veras, com o cuando cont est o, le doy con el cuchillo de la m ant eca que t enía en la m ano. La vida es t rist e, querida; no hay vuelt a que darle. Y t odavía vos t e preocupás por un fant asm a, por ese Tom i, que ha desaparecido. ¿Qué m ás querés?. Su ropit a le servirá a t u hij o ¿o se fue con la ropit a?. Cuando la vi, m e quedé bizca. ¡Qué alforcit as, qué vainillas, qué broderie, qué bordados! . Parecía la ropa del niño Jesús, del Convent o de las Niñas Harapient as, ¿t e acordás? ¿O ya olvidast e nuest ros chist es?. Y el cura piola, que nos confesaba: " ¿Qué ot ro pecadit o, m i hij it a? ¿Qué ot ro pecadit o?. Haga m em oria" . Y era siem pre el m ism o pecadit o que confesábam os, y el m ism o pecadit o que quería que t uviéram os y la m ism a penit encia que nos daba. ¿Qué edad t enía Tom i, en aquellos t iem pos?. Me dij ist e que fum aron un at ado de cigarrillos, encerrados en el cuart o de baño, y que t e dio un beso, com o de cine, cuando t e desm ayast e. Era m ayor que vos y después fuist e m ayor que él. No t iene ni pies ni cabeza. Por m ás que m e rasque la rodilla, no ent iendo ni palot e, y lo peor de t odo es que m e 17 da m iedo. Si a los hom bres les diera por vivir com o a don Ton¡, para at rás, ¿qué pasaría?. Si un buen día, ya niños, desaparecieran, por lo m enos no habría t ant as sorpresas, sabríam os ( salvo un accident e) cuánt o van a vivir. ¿Sería posible, viej a, que est o pasara?. Me quedan dudas al respect o, pero m e parece que no voy por buen cam ino para t ranquilizart e, así que chau, un beso para el nene y ot ro para vos. Prilidiana. Ulise s A Enrique. Ulises fue com pañero m ío, en la escuela, cuando pasé del j ardín de infant es a prim er grado. Tenía seis años, uno m enos que yo, pero parecía m ucho m ayor; la cara cubiert a de arrugas ( t al vez porque hacía m uecas) , dos o t res canas, los oj os hinchados, dos m uelas post izas y ant eoj os para leer, lo convert ían en un viej o. Yo lo quería porque era int eligent e y conocía m uchos j uegos, canciones y secret os que sólo saben las personas m ayores. La m aest ra no sent ía por él ninguna sim pat ía; decía que era m uy consent ido y m ent iroso; yo sé que un día lo encont ró fum ando en la calle, y sospecho que ést a era la verdadera causa de su desaprobación. Aunque yo pensara que m i m aest ra era dem asiado severa, debí reconocer a la larga que Ulises cont aba cosas m uy ext rañas, que no parecían ciert as, y llegué en algún m om ent o a creer que en efect o era lo que vulgarm ent e se llam a un m ent iroso. A m ediodía, pues asist íam os al t urno de la m añana, iba a buscarlo a la escuela una m uj er dist int a o que m e parecía dist int a; poco a poco fui individualizando a cada una de est as m uj eres, que en definit iva eran t res. Supe que se t rat aba de las t rillizas Barilari, que lo habían adopt ado. Las t rillizas t enían set ent a años, pero ent re los t rillizos hay uno que es m ayor y ot ro m enor. Yo im aginé que la m ayor era una que parecía una j irafa, no sólo por el port e sino por la m anera de m over el cuello y la lengua, y no m e equivoqué. Ot ra, que debía de ser la segunda, era de est at ura m ediana y m uy m enuda. La m enor era una m ezcla de las ot ras dos, pero m ás ágil. Las t res eran alegres y t arareaban alguna canción en boga, cuando esperaban a Ulises en la puert a de la escuela, aunque lloviera, hiciera m ucho frío o calor sofocant e. Solían com prar chupet ines y cubanit os a los vendedores que m erodeaban para t ent ar a los niños con las golosinas. —¿Son buenas t us t ías? —le pregunt é un día a Ulises—. —Son bulliciosas —m e cont est ó—. No lo creerás. Acabo el día casi siem pre con dolor de cabeza, por eso uso ant eoj os ( no porque t enga ast igm at ism o, com o dicen ellas) . Adem ás, rom pen t odo, porque andan a los golpes salt ando com o cabras por la casa. A veces m e encierro en el cuart o de baño para no oírlas. Pero cuando m e encierro es peor, porque vienen a golpear la puert a y m e grit an por t urno: ¿Que hacés, qué hacés, Ulisit o? ¿Vas a t erm inar?. Ya t e dij e que no t e encerraras con llave. ¿Acaso sos un viej o?" . Cuando no les abro la puert a en seguida, las oigo que lloran y que lloran, y cuando les abro, no porque m e den lást im a sino porque m e aburren, descubro que lloran en brom a. A veces les digo: " Un día las voy a m at ar" . Se m at an de risa las t res. Parece que les hicieran cosquillas. Después de t odo, no m e preocupo porque son locas, aunque digan que soy yo el loco. De noche m e desvelo de t ant o oír decir: " Si no t e dorm ís vas 18 a t ener cara de viej o" . Term ino por no dorm ir. Ent onces m e levant o y en punt illas ent ro en el cuart o de la Laucha —así llam aba a la m enor de las t rillizas— y le robo de la m esa de luz un som nífero asqueroso. —¿Qué es un som nífero? —pregunt é. —Una droga que hace dorm ir ¿qué va a ser? —¿Qué es una droga?—. —Buscá en el diccionario. No soy m aest ro. Est e diálogo no parece que pudiera exist ir ent re un niño de siet e años y ot ro de seis, pero en m i m em oria así ha quedado grabado y si los t érm inos en que nos expresábam os no eran exact am ent e los m ism os, el sent ido que queríam os dar a nuest ras palabras era exact am ent e el m ism o. Nat uralm ent e que el que hablaba t odo el t iem po era Ulises, yo sim plem ent e hacía pregunt as o com ent arios sobre lo que él m e decía. Ya pasado el invierno Ulises parecía m ucho m ás dem acrado que m is ot ros com pañeros. Yo sabía que los niños que viven encerrados en sus casas, en invierno, que m adrugan para ir al colegio, que salen de sus casas sin haberse desayunado porque vuelcan la m it ad de la leche sobre la m esa o sobre el delant al ( lo que es peor) , se adelgazan y parecen enferm os a veces. Ulises no parecía enferm o sino m uert o. Me invit ó a su casa para el día de su cum pleaños. Nadie le había regalado nada. ¿Juguet es? ¿Quién se los iba a regalar? ¿Libros?. Los habría leído t odos. ¿Bom bones?. No le gust aba ninguno. El único regalo que recibió fue el que yo le llevé: una docena de pañuelos. Dicen que no hay que regalar pañuelos porque son lágrim as, pero yo no hice caso y se los regalé. Aquel día m e hizo confidencias: m e dij o que est aba cansado de ser com o era, que iría a consult ar a una adivina que vivía en un lugar bast ant e ret irado, que en su casa diría que saldría conm igo y que lo ideal sería que est o no fuese m ent ira. Después de pensarlo m ucho resolví acom pañarlo. Yo dij e a m is padres que pasaría la t arde en la plaza, con Ulises, y que las t rillizas Barilari irían a buscarnos. Ulises dij o a las t rillizas que m is padres irían a buscarnos y com o no se conocían no podían averiguar que est o no era verdad. En el cam ino m e habló de la sibila Art em isa, de la sibila Erit rea, de la sibila Cum ea, de la Am alt ea y de la Helespónt ica: conocí los oráculos de cada una. Yo no ent endía nada de t odo ese palabrerío y m e parecía que est aba delirando, pero después com prendí que él había consult ado un libro t it ulado Práct ica Curiosa o Los oráculos de las Sibilas. En est e libro, m e lo explicaron m ucho t iem po después, había list as de pregunt as y de Sibilas con un acert ij o de núm eros en que uno podía buscar una cont est ación adecuada, según la suert e, a cada pregunt a. El único inconvenient e que había era que las pregunt as no eran las que suelen hacer los niños, de m odo que en su m undo, por m ás viej o que Ulises se sint iera, no exist ía la zozobra ni el int erés por consult ar algunas cosas. Durant e m ucho t iem po Ulises em pleó ese libro com o ent ret enim ient o, luego com o libro de consult a, que desechó casi inm ediat am ent e, para ir en busca de lo que era para él una verdadera adivina. Cam inábam os en busca de la casa de Madam e Saporit i, la adivina. De vez en cuando Ulises buscaba en el bolsillo un papelit o doblado, lo consult aba y volvía a guardarlo. Se det enía de pront o, com o si hubiera perdido algo, buscaba de nuevo en el bolsillo y sacaba un pañuelo at ado por las cuat ro punt as, lo desanudaba, cont aba el dinero que t enía adent ro, luego volvía a guardar el pañuelo después de anudar sus punt as, con el dinero adent ro. Cam inábam os ligero, pero no sent íam os el cansancio ni la t ent ación de dem orarnos en el cam ino m irando los escaparat es o los carrit os de los vendedores de golosinas. En un abrir y cerrar de oj os, llegam os a la casa de la adivina. Un dim inut o j ardín, que parecía rodear la t um ba de un cem ent erio, adornaba el frent e de la casa. 19 Abrim os el port ón, que no m edía m ás de diez cent ím et ros de alt o, y t ocam os el t im bre, con em oción. Al cabo de un largo rat o, con m ucho ruido y m ucha dificult ad, nos abrieron la puert a. Madam e Saporit i en persona nos hizo pasar. Est aba vest ida de ent recasa con un bat ón de frisa color solferino; en la cabeza llevaba puest o un t ul azul eléct rico. Era de m ediana est at ura, pero corpulent a y em polvada. La seguim os por un corredor oscuro, a la sala, donde nos dej ó esperando. Pasada la prim era em oción m iram os los det alles del cuart o. Nos reím os. Todos los m uebles que había en ese cuart o est aban envuelt os en forros de celofán: la araña, en prim er t érm ino, después venía el piano perpendicular, después una est at ua que parecía un fant asm a y finalm ent e una caj a que parecía de m úsica y t odos los sillones y las m esas. Los forros brillaban y dej aban ent rever la form a y el color de cada obj et o. Nos pusim os a reír. Nunca habíam os vist o una casa com o esa. Cuando Madam e Saporit i vino a at endernos, nos dij o con t ono severo: —Parece que no les gust a m i casa. —¿Por qué?. —Porque yo m e doy cuent a de t odo y aunque no hablen adivino lo que est án pensando. Madam e Saporit i nos hizo pasar a su dorm it orio. —¿Cuál de ust edes es el que quiere que le adivine la suert e?. Me llam aron m uy t em prano est a m añana por t eléfono. Se ve que t ienen m ucho int erés en conocer el porvenir. ¿Cuál de ust edes es...?. —Soy yo —dij o Ulises, com iéndose una uña—. Madam e Saporit i se sent ó y buscó en un caj ón las baraj as. —Est e es el grand t araud. Dispuso los naipes sobre la m esa, en fila: Ulises t uvo que t apar t odos los naipes de la fila con ot ros naipes que ella le dio a elegir. A m edida que Madam e Saporit i disponía de m odo diferent e los naipes sobre la m esa, iba prediciendo el porvenir; t odos los inconvenient es que Ulises t enía en su casa, iba enum erándolos com o si yo se los hubiera cont ado. Le habló de su desdicha, que consist ía en parecer un viej it o. La cerem onia de las cart as duró una hora. Cuando t erm inó, Ulises, que había perdido t oda su t im idez, pregunt ó: —¿No t endría un filt ro?. —¿Para qué? —pregunt ó asom brada Madam e Saporit i—. —Para dej ar de ser viej o —cont est ó Ulises—. Se lo voy a pagar. —No hablem os de eso. No hay filt ros para niños —dij o Madam e Saporit i—. —Com o no soy un niño, eso no im port a. —Tienes razón —respondió Madam e Saporit i—. Te prepararé un filt ro, ya que lo pides, pero saldrá un poco cost oso. Ulises sacó del bolsillo el pañuelo, desanudó las punt as, m ost ró el dinero e int errogó: —¿Est o alcanza?. Madam e Saporit i con el dedo m ayor apart ó las m onedas de diez pesos, que eran m uchas y respondió: —Creo que sí. En el cuart o cont iguo alguien t ocaba el piano. Aquella m úsica m e dio un poco de sueño y m e dorm í. ¿Cóm o Madam e Saporit i preparó el filt ro? ¿Cóm o Ulises lo bebió?. No sé. Me despert ó el ruido del vaso de vidrio sobre el plat o de porcelana, que Madam e Saporit i puso cuidadosam ent e sobre la m esa. Cont em plé 20 a Ulises, con asom bro. No parecía el m ism o. Su t ez pálida se t ornaba rosada, sus oj os brillaban y m iraban nerviosam ent e de un lado a ot ro, com o los de cualquier niño t ravieso. Pero no era ese el Ulises que yo quería, t an superior a m í y a m is com pañeros de escuela. Salim os de la casa de Madam e Saporit i corriendo. En el cam ino nos det uvim os a m irar los escaparat es y en una frut ería robam os dos naranj as. Cam inábam os, o corríam os m ás bien dicho, com o si t uviéram os alas. Pero yo pensaba en Ulises, el que había dej ado de ver en la casa de la adivina, com o si hubiera m uert o. Cuando llegam os a la casa de las t rillizas, le pregunt é a Ulises: —¿No nos van a ret ar?. —No t ienen t iem po de ocuparse de nosot ros. Son m uy frívolas —respondió Ulises—. En cuant o t ocam os el t im bre, una de ellas, la Jirafa, vino a abrirnos. Si Ulises no era el m ism o, la Jirafa t am poco era la m ism a: había sufrido una t ransform ación cont raria. Había perdido el aire j ovial que la m ant enía j oven, a pesar de su edad. —¿Dónde fuist e? —pregunt ó—. ¿Por qué volvieron t an t arde?. Nosot ras aquí esperando y esperando. Est o no es vida. Ent raron en la habit ación donde las ot ras dos herm anas est aban t ej iendo. Tenían puest os ant eoj os negros y t em blaban t ant o que no podían t ej er. Las dos grit aron al m ism o t iem po: —¿De dónde vienen? ¿Qué has hecho, Ulisit o?. Nunca t e vi t an lindo y con ese color t an rosado en las m ej illas. Ya no parecés un viej o. Te llam arem os Niñit o, com o las vecinas a sus hij os; pero ¿dónde fuist e? ¿Qué has hecho?. —Fui a ver a una adivina. —¡Ave María! . —Y m e dio un filt ro: el filt ro de la j uvent ud, así lo llam a. —¿Y dónde vive esa adivina?. Ulises sacó inocent em ent e de su bolsillo el papelit o, con la dirección de la adivina. Una de las t rillizas se lo arrebat ó. —I rem os a verla —dij eron las t res a coro—. I rem os m añana m ism o. Al día siguient e fui de visit a a casa de Ulises. Cuando llegué las t rillizas no habían vuelt o del consult orio de la adivina. Ulises de pront o se puso t rist e y viej o. " Qué suert e" pensé, " ot ra vez reconozco a m i am igo, con su int eligent e cara arrugada." Sent í ganas de abrazarlo y decirle: " No cam bies" . Me m iraba con desconfianza. Cuando llegaron las t rillizas salt ando con una peluca en la m ano, resolví irm e, pero no m e dej aron y m e dieron m il besos y m e acariciaron. Se probaron la peluca, m e consult aron, rieron. En ronda bailaron alrededor de Ulises, cant ando " Aquí est á el viej o, aquí est á el viej o" . Al día siguient e Ulises fue en busca del filt ro y volvió a parecer j oven y las viej as a parecer viej as. Y al día siguient e las viej as fueron en busca del filt ro y parecieron j óvenes y Ulises viej o. Le aconsej é que se quedara com o est aba, porque ya no le alcanzaba la plat a para com prar los filt ros. Me hizo caso. Adem ás sabía que yo nat uralm ent e lo prefería arrugadit o y preocupado. La s ve st idu r a s pe ligr osa s 21 Lloro com o una Magdalena cuando pienso en la Art em ia, que era la sabiduría en persona cuando charlábam os. Podía ser buenísim a, pero hay bondades que m at an, com o decía m i t ía Lucy. Lo peor es que por m ás que t rat e, no puedo describirla sin quit arle algo de su gracia. Me decía: —Piluca, hacem e un vest ido peligroso. Era ociosa y dicen que la ociosidad es m adre de t odos los vicios. A pesar de eso, hacía cada dibuj o que lo dej aba a uno bizco. Caras que parecía que hablaban, sin cont ar cualquier perfil del lado derecho que es t an difícil; paisaj e con fogat as que daba m iedo que incendiaran la casa cuando uno los m iraba. Pero lo que hacía m ej or era dibuj ar vest idos. Yo t enía que copiarlos después, esa era la m acana, porque la niña vivía para est ar bien vest ida y arreglada. La vida se resum ía para ella en vest irse y perfum arse; en seguida m e decía chau y ni un lebrel la alcanzaba. Cuánt as personas m enos buenas que ella hay en el m undo que est án t odo el día en la iglesia rezando. Yo había t rabaj ado de pant alonera ant es de conocerla y no de m odist a com o le dij e, de m odo que est aba en ascuas cada vez que t enía que hacerle un vest ido. Perdí m i em pleo de pant alonera, porque no t uve paciencia con un client e asqueroso al que le probé un pant alón. Result a que el pant alón era largo de t iro y había que prender con alfileres, sobre el client e, el género que sobraba. Siendo poco delicado para una niña de veint e años m anipular el género del pant alón en la ent repierna para poner los alfileres, m e puse nerviosa. El bigot udo, porque era un bigot udo, frent e al espej o m iraba su braguet a y sonreía. Cuando coloqué los alfileres, la prim era vez m e dij o: —Tom e un poco m ás, vam os —con aire puerco. Le obedecí y volvió a decirm e con el m ism o t ono, riéndose: —Un poco m ás, niña, ¿no ve que m e sobra género?. Mient ras hablaba, se le form ó una prot uberancia que est orbaba el m anej o de los alfileres. Ent onces, de rabia, agarré la alm ohadilla y se la t iré por la cara. La pat rona no m e lo perdonó y m e despidió en el act o diciendo que yo era una m al pensada y que la prot uberancia se debía al pant alón que est aba m al cort ado. Soy una m uj er seria y siem pre lo fui. La señorit a Art em ia m e t om ó por el diario. Acudí a su casa con la cédula. En seguida sim pat izam os y le dij e que m e llam ara por el sobrenom bre, que es Piluca, y no por el nom bre, que es Régula. I ba a su casa t res veces por sem ana, para coser. Siem pre m e invit aba a t om ar un cafecit o o una t acit a de t é, con m edias lunas. Yo perdía horas de t rabaj o. ¿Qué m ás quería?. Si yo hubiera sido una cualquiera, qué m ás quería; pero siendo com o soy m e daba no sé qué. A pesar de la repugnancia que sient o por algunas ricachonas, ella nunca m e im presionó m al. Dicen que est aba enam orada. Sobre su m esa de luz, pegada al velador, t enía una fot ografía del novio que era un m ocoso. Tenía que serlo para dej arla salir con sem ej ant es vest idos. Pront o m e di cuent a de que ese m ocoso la había abandonado, porque los novios vienen siem pre de visit a y él nunca. El am or es ciego. Le t om é cariño y bueno, ¿qué hay de m alo?. Un enorm e vent anal ofrecía el cielo a m is oj os, una regia m áquina de coser eléct rica est aba a m i disposición, un m aniquí rosado t raído de París, que daba ganas de com erlo, una t ij era grandot a, que parecía de plat a, un m illón de carret eles de sedalina de t odos colores, aguj as preciosas, alfileres im port ados, cent ím et ros que eran un am or, brillaban en el cuart o de cost ura. Una habit ación 22 con sus ut ensilios de t rabaj o no parece nada, pero es t odo en la vida de una m uj er honrada. Hay bondades que m at an, com o dij e ant eriorm ent e; son com o una pist ola al pecho, para obligarle a uno a hacer lo que no quiere. —Piluca, hágam e est e vest ido para m añana. Piluquit a, aquí est á el género y el m odelo —rogaba la Art em ia—. —Pero niña, no t engo t iem po. —Yo sé que lo vas a hacer en un cerrar y abrir de oj os. —Manos a la obra —yo exclam aba sin saber por qué, y m e ponía a t rabaj ar—. Me t enía dom inada. A veces yo t rabaj aba hast a las cinco de la m añana, con los oj os dest eñidos por la luz, para concluir pront o. El lirio de la Pat agonia m e ayudaba. Llevaba siem pre su est am pit a en m i bolsillo. La señorit a Art em ia era perezosa. No es m al que lo sea el que puede, pero dicen que la ociosidad es m adre de t odos los vicios y a m í m e at em orizan los vicios. Sin em bargo, para algo no era perezosa. Dibuj aba, de su idea propia, sus vest idos, ya lo dij e, para que yo se los copiara. No crean que est o era fácil. Con un m olde, yo cort aba cualquier vest ido; pero sacar de un dibuj o el vest ido, es harina de ot ro cost al. Lloré got as de sangre. Ahí em pezó m i desvent ura. Los vest idos eran por dem ás ext ravagant es. A veces ella m ism a pint aba las t elas, que en general eran livianas y rosadas. El j um per de t erciopelo, el único de t erciopelo que le hice, t enía un gran escot e por donde m e explicó que se asom aría una blusa de organza, que cubriría sus pechos. Varias veces le recordé, después de t erm inarle el j um per, que t enía que com prar la organza, para hacerle la blusa. El día que se le ant oj ó est renar el j um per, no est aba hecha la blusa: resolvió, cont ra vient o y m area, ponérselo. Parecía una reina, si no hubiera sido por los pechos, que con pezón y t odo se veían com o en una com pot era, dent ro del escot e. Mam a m ía. La acom pañé hast a la puert a de calle y después hast a la plaza. Allí m e despedí de ella. No pude m enos que adm irar la siluet a envuelt a en el herm oso forro negro de t erciopelo que a regañadient es yo le había cort ado y cosido. Qué ext ravagancia. Al día siguient e, cuando la vi, est aba dem acrada. Tom ó el diario bruscam ent e y m e leyó una not icia de Budapest , llorando. Una m uchacha había sido violada por una pat ot a de j óvenes que la dej aron inanim ada, t endida y desgarrada en el suelo. La m uchacha llevaba puest o un j um per de t erciopelo, con un escot e provocat ivo, que dej aba sus pechos ent eram ent e descubiert os. La Art em ia lloraba com o si se hubiera t rat ado de una parient a o de una am iguit a o de su m adre. Yo le pregunt é por qué lloraba: qué podía im port arle de una m uchacha de Budapest que no había conocido. ¡Qué sensibilidad! . —Debió de sucederm e a m í —m e cont est ó, enj ugándose las lágrim as—. —Pero niña, est á bien que sea buena —le dij e— pero no hast a el punt o de querer sacrificarse por la hum anidad. —Es horrible que est o haya pasado. Com prenda que es m i j um per el que llevaba esa m uj er. El j um per que yo dibuj é, el que m e quedaba bien a m í. No com prendí. Me ruboricé y sin decirle nada salí del cuart o, para t om ar una t acit a de t ilo. Al día siguient e volvió con el dibuj o de un vest ido no m enos ext ravagant e, para que se lo copiara. Fruncí el ceño y exclam é involunt ariam ent e: —¡Dios m ío! ¡Virgen Sant ísim a! . —¿Qué t iene de m alo? —m e dij o fulm inándom e con la m irada. Y com o yo no cont est aba, prosiguió: —¿Para qué t enem os un herm oso cuerpo? ¿No es para m ost rarlo, acaso?—. 23 Le dij e que t enía razón, aunque no lo pensara, porque soy educada m uy a la ant igua y ant es de ponerm e un vest ido t ransparent e, con t odo al aire, m e m uero. —Ust ed es una sant ulona, pero no hay derecho de im ponerle sus ideas a los dem ás. —Fui educada así y ya es t arde para cam biarm e. —Yo m e eduqué a m í m ism a y no es t arde para cam biarm e, pero no voy a cam biar. Ayúdem e, ent onces —m e dij o—. El vest ido que había dibuj ado era m ás indecent e que el ant erior. Era t odo de gasa negra, con pint uras hechas a m ano: pint uras m uy delicadas, que parecían reales, com o el fuego de las fogat as y los perfiles. Las pint uras represent aban sólo m anos y pies perfect am ent e dibuj ados y en diferent es post uras; m anos con anillos y sin anillos. Al m enor m ovim ient o de la gasa, las m anos y los pies parecían acariciar el aire. Cuando t erm iné el vest ido y se lo probó m e ruboricé. La Art em ia se com placía frent e al espej o, viendo el m ovim ient o de las m anos pint adas sobre su cuerpo, que se t ransparent aba a t ravés de la gasa. Le pregunt é: —¿Cóm o le hago el viso?. —Su abuela —m e cont est ó—. ¿No sabe que se usa sin viso?. Ust ed, viej a, est á m uy ant icuada. Esa noche salió a las dos de la m añana. Com o era el m es de enero y hacía calor, no se puso un abrigo ni un chal para cubrirse. Con t em or la vi alej arse y no dorm í en t oda la sant a noche. Al día siguient e la encont ré m alhum orada, frent e al desayuno. Tom ó el diario en una m ano, m ient ras con la ot ra bebía el café con leche. Me leyó una not icia: en Tokio, en un suburbio, una pat ot a de j óvenes había violado a una m uchacha a las t res de la m añana. El vest ido provocat ivo que la m uchacha llevaba era t ransparent e y con m anos y pies pint ados. La Art em ia se echó a llorar y yo t rat é de consolarla. —No puedo hacer nada en el m undo sin que ot ras m uj eres m e copien — exclam ó sacudiendo la cabeza—. —Pero, niña, no diga esas cosas. —Son unas copionas. Y las copionas son las que t ienen éxit o. —¿Qué éxit o es ése?. No es nada de envidiar. —No m e ent iende, Régula. —Llám em e Piluca y no se enoj e. El siguient e vest ido m e sacó canas verdes. Era de t ul azul, con pint uras de color de carne, que represent aban figuras de hom bres y m uj eres desnudos. Al m overse t odos esos cuerpos, represent aban una orgía que ni en el cine se habrá vist o. Yo, Régula Port inari, m et ida en ésas; no parecía posible. Durant e una sem ana cosí t em blando la t única pint ada con lúbricas im ágenes, pero no sabía los efect os que sobre el cuerpo de la Art em ia podían producir. Rebaj é cinco kilos cosiendo ese dichoso vest ido; rom pí varias aguj as de puro nerviosa. Aquel cuart o de cost ura era un t endal de géneros m al aprovechados. Senos, piernas, brazos, cuellos de t ul, llenaban el piso. Felizm ent e la noche del est reno del vest ido hubo un apagón en la cuadra y nadie vio salir a la Art em ia de casa, cubiert a de esa orgía de cuerpos que se agit aban al m enor m ovim ient o. Le previne: 24 —Va a t ener frío, niña. Lleve un abrigo. —Qué frío puedo t ener en el aut o con calefacción. Era pleno invierno, pero la niña no sent ía frío. Al día siguient e, nada nuevo auguraba su rost ro. Ot ra vez leyendo el diario, sorprendió una not icia que la im presionó a t al punt o que t uve que prepararle una t aza de t ilo. En Oklahom a, una m uchacha salió a la calle con un vest ido t an indecent e, que la ciudad ent era la repudió y un grupo de j óvenes, para ult raj arla, la violó. El vest ido era de t ul y llevaba pint ados cuerpos desnudos que en el m ovim ient o parecían abrazarse lúbricam ent e. Me dio pena y horror la perversidad del m undo. Aconsej é a la Art em ia que se vist iera con pant alón oscuro y cam isa de hom bre. Una vest im ent a sobria, que nadie podía copiarle, porque t odas las j óvenes la llevaban. En m ala hora m e escuchó. Con sum a facilidad y rapidez le hice el pant alón y una cam isa a cuadros, que cort é y cosí en dos pat adas. Verla así, vest ida de m uchachit o, m e encant ó, porque con esa figurit a ¿a quién no le queda bien el pant alón?. Cuando salió de casa m e abrazó com o nunca lo había hecho. Tal vez pensó que no volvería a verm e. Cuando fui a m i t rabaj o, a la m añana siguient e, un coche pat rullero de la policía est aba est acionado frent e a la puert a. Ese silencio, esa luz cruel de la m añana, m e anunciaron algo horrible que después supe y leí en los diarios: Una pat ot a de j óvenes am orales violaron a la Art em ia a las t res de la m añana en una calle oscura y después la acuchillaron por t ram posa. At in ga n os A Am alia. Róm ulo Pancras se dej aba crecer la barba com o Fidel Cast ro. Tal vez la barba fuera uno de sus encant os. Tenía oj os m uy oscuros y brillant es, una greña negra, una boca que era com o un t aj o, el cuello arrugado, m uy arrugado, cuadriculado casi, las cej as roj as, quem adas por el sol. Era cuidador de un t erreno baldío. Yo no sabía que los t errenos baldíos t uvieran cuidador; sin em bargo, él con t oda nat uralidad, era el cuidador de un t erreno baldío, en la calle Sáenz Peña, en el barrio Sur de Buenos Aires. Vivía en una casilla pint ada de verde. Cuando aparecieron los git anos con sus carros, su ropa, sus hij os, sus m uebles viej os, su m ont onera de sart enes, peroles y cacerolas, sus carpas, sus alfom brit as, sus perros, sus gallinas, sus filt ros, sus baraj as, Róm ulo Pancras se alegró. Sabía que t enían dinero, reloj es de oro y collares, dos brillant es. Les alquiló part e del t erreno y los dej ó que se inst alaran cóm odam ent e, en los lugares donde había algunos yuyos y algunos cardos, que aprovecharon de algún m odo para t ender los pañales de los recién nacidos. Frecuent em ent e hacían fogat as y cocinaban la carne o las gallinas sobre el fuego, ent re dos piedras grandes que colocaban est rat égicam ent e. La m adre de m i am iga Albina, la señora de Leonarducci, que vivía al lado del t erreno baldío, un día m andó a llam ar a Róm ulo Pancras, para prot est ar porque los git anos se habían aloj ado en ese sit io, donde ant es había una alegre calesit a. Tem ía que ent raran en su casa, a robar; adem ás, el olor cont inuo a carne asada, a quem a de basuras y la cant idad de m oscas que se m et ían por las vent anas, le m olest aban y quería t erm inar de una vez por t odas con esos 25 inconvenient es. Róm ulo Pancras, que sabía por qué m ot ivo la señora de Leonarducci lo m andaba llam ar, t om ó sus precauciones ( le habían dicho que iban a denunciarlo a la policía por alquilar el t erreno baldío, del cual era cuidador y no propiet ario) ; en una canast a llevó huevos frescos, del criadero de gallinas de los git anos. A la señora de Leonarducci le gust aban m ucho los huevos frescos. ¿A qué am a de casa no le gust a recibir de regalo t res o cuat ro docenas de huevos frescos j ust am ent e en m om ent os com o esos, en que las gallinas no ponen? Al ver aparecer a Róm ulo Pancras, con la canast a lim pia, llena de huevos, blancos o de color m arfil, pero t odos fresquit os, la señora de Leonarducci se conm ovió. Ella, que iba a hablarle en t érm inos duros, cam bió el t ono y el sent ido de sus palabras bruscam ent e, pensando en los bizcochuelos y en los budines del cielo que haría con esos huevos y con t odos los venideros. —Don Róm ulo —le dij o—, ¿no le parece que es im prudent e t ener a t odos esos git anos m et idos en el t erreno baldío?. Después de t odo, ust ed es un hom bre serio y le podría t raer m uchos inconvenient es aloj ar a esa gent uza en est e lugar. Es un criadero de basuras: m añana o pasado la m unicipalidad llegará, revisará el lugar y lo llevarán a ust ed preso, a ust ed y no a los git anos. Yo m e inquiet o por su sit uación, creám e, no sólo porque soy su vecina, sino porque lo aprecio. Es claro que a m i hij a, la doct ora, le disgust an est as cosas; cuando los pacient es vienen a su consult orio les im presiona ver t ant a basura ant ihigiénica. Róm ulo Paneras se aclaró la voz y respondió: —Señora Leonarducci, los git anos son gent e m uy lim pia y buena, qué le va a hacer. Tienen m ala fam a pero m uy inm erecida, créam e; yo los he vist o recoger a una criat ura ham brient a, t raerla aquí, darle huevos frescos, sopit a, alim ent arla, cubrirla con abrigos de lana verdadera, ¿y para qué?. Para no recibir ningún agradecim ient o de los padres, que eran com o cerdos, créam e, de esa criat ura; los he vist o t am bién recoger perros perdidos, darles agua, carne, fideos, darles besit os; los he vist o rezar de noche, usando los collares com o rosarios, y, créam e, que en el fondo son bast ant e lim pios, recogen el agua llovida en baldes para lavarse el pelo, con m anzanilla, que j unt an por ahí. Las gallinas que pusieron est os huevos est án perfect am ent e cuidadas y m uy bien alim ent adas; en fin señora, ust ed no t iene m ás que observarlos desde su vent ana y verá que son gent e correct a, que no m olest a a nadie, qué le va a hacer; aunque alguna de las chicas salga a decir la buenavent ura para divert irse, son chicas j óvenes que les gust a hacer ese t ipo de t rabaj o porque est á en la raza de ellos, son adivinas, leen en las m anos cosas que nosot ros no vem os, qué le va a hacer. La señora de Leonarducci asint ió, sacudiendo la cabeza. —Puede ser —dij o—. Puede ser. Róm ulo Paneras, nunca se m e hubiera ocurrido que est a gent e fuese buena, pero si ust ed los ha vist o vivir, los ha vist o m ej or que yo. Róm ulo Paneras volvió al t erreno baldío, y se t ranquilizó, pues est aba un poco inquiet o pensando que la señora de Leonarducci iba a denunciarlo, aunque en la m unicipalidad él t uviera dos am igos incondicionales. El cam pam ent o de git anos iba agrandándose. Com praron un aut om óvil del año m il novecient os veint e, negro, grande, con faros de bronce; se sent aban adent ro, a veces para com er, a veces para conversar, a veces las m uj eres se sent aban para coser o para pelar papas. Róm ulo Paneras pidió perm iso a un vecino para colocar una m anga y baj ar agua desde la vent ana de su casa al t erreno baldío. Con esa agua los git anos lavaban la ropa en palanganas y t achos. Est aban m uy cont ent os, pero un día dej aron de pagar el alquiler. El prim er m es no sucedió nada, el segundo t am poco, pero el t ercero a Róm ulo Paneras no le gust ó m ucho que el cam pam ent o se fuera agrandando t ant o, t uviera t ant as 26 com odidades y no pagaran punt ualm ent e; t uvo una discusión con el j efe de los git anos, que era un hom bre t em ible. Róm ulo Paneras le dij o que iba a denunciarlo a la policía y el git ano le dij o que lo hiciera. Cualquier denuncia lo t enía sin cuidado. Róm ulo Paneras resolvió buscar a sus am igos que t rabaj aban en la m unicipalidad; les pidió que fueran a inspeccionar el t erreno baldío y que echaran a los git anos porque est aban m olest ándolo. A los pocos días los inspect ores fueron al t erreno baldío, hablaron con el j efe de los git anos que, de ent rada, les habría ofrecido no sé qué cant idad de dinero para que los dej aran seguir viviendo en el t erreno baldío, pues al final de un breve diálogo palm ot earon, por t urno, la espalda del j efe de los git anos, m ient ras m oscas revolot eaban sobre m anj ares m om ent áneam ent e abandonados. Los inspect ores, que habían llegado cuando los git anos com ían, a las dos de la t arde de un día de verano, habían int errum pido dem asiado brut alm ent e el alm uerzo. Durant e un m om ent o el odio brilló en los oj os de los git anos. A la cabecera de una larga m esa est aba el asient o del git ano j efe, un ant iguo m ueble m uy luj oso, t odo dest art alado. Los asient os de los git anos m enos im port ant es est aban colocados de cada lado de la m esa y recubiert os con un m ont ón de cort inas viej as; los asient os de las m uj eres apart ados adent ro del aut om óvil. El j efe de los git anos invit ó a los inspect ores a sent arse a la m esa y a beber un poco de vino. Tam bién los invit ó con asado y con algún plat o de t allarines con t uco, m uy bien preparado. Róm ulo Paneras, a una dist ancia prudencial, observaba la escena. Conocía el gust o de esos t allarines. Moscas azules y verdes revolot eaban sobre la com ida y sobre los dedos que em puñaban los vasos. La com ida era buena y t an pesada que daba sueño al m ás desvelado. At inganos, la hij a del j efe de los git anos, que t enía doce años, dij o la buenavent ura a uno de los inspect ores. Est e la sent ó sobre sus rodillas, cosa que enfureció a Róm ulo Paneras. " Es un t rat ant e de blancas" pensó. Él, Róm ulo, que le llevaba caram elos a At inganos para Navidad, serpent inas y pom os para Carnaval, nunca se había at revido a sent arla sobre sus rodillas en público, aunque hubiera sido nat ural que lo hiciera, ya que t ant as cosas había hecho con ella en la oscuridad, por m ás que ella le dij era " No m e t oques, no m e t oques" siem pre inút ilm ent e. Fue en ese m om ent o cuando se le ocurrió t om ar, por despecho, una de las decisiones m ás im port ant es de su vida: casarse con At inganos. Cuando los inspect ores se fueron, Róm ulo Pancras, al sent irse perdido, se hum illó un poco m ás: solem nem ent e pidió al j efe de los git anos, exponiéndose a que se la negara, la m ano de At inganos. Era una buena edad para que At inganos se casara y el j efe de los git anos acept ó con algunas condiciones, t odas relacionadas con el t erreno baldío. La s e scla va s de la s cr ia da s A Pepe. Herm inia Berni era preciosa. No creo que su belleza fuera puram ent e espirit ual, com o ciert as personas decían, aunque det allándola t uviera algunos defect os: oj os un poco bizcos, labios dem asiado gruesos, m ej illas hundidas, cabellera ent eram ent e lacia; sin em bargo, hubiera podido ser Miss Argent ina. La belleza es un m ist erio. Herm inia era preciosa y su pat rona la adoraba. 27 —Mi pat rona es una señora m uy querida —m e dij o cuando ent ré en la casa, de visit a—. La m iré con asom bro: a m ás de bonit a era buena. Jam ás supuse que fuera hipócrit a. El cariño era recíproco ent re la dueña de casa y la criada, después lo supe. Aquel día, en que ent ré por prim era vez en la casa, t ropecé con un t igre em balsam ado y rom pí una bom bonera de porcelana. Herm inia recogió religiosam ent e los pedazos de la bom bonera rot a y los guardó en una caj a con papel de seda. No t oleraba que rom pieran ningún adorno de la señora. Hacía t res m eses que la señora est aba enferm a, gravem ent e enferm a. La casa est aba llena de t arj et as, de t elegram as, de flores y de plant as, que las am igas le habían m andado. —Sólo un m uert o recibe t ant os ram os —com ent aba una de las visit as, que era envidiosa hast a para las enferm edades. No volvía a su casa ni para dorm ir, de m iedo de perder algún beneficio que le ot orgaran a la enferm a; quería disfrut ar no m enos de las vent aj as que de los padecim ient os de su am iga. —No es sano respirar el olor de t ant as flores —decía ot ra, que se llevaba las m ej ores rosas. —A m í m e parece que es una falt a de t ino. ¿Por qué no le m andan un salt o de cam a, una bat it a, bom bones, caram elos de leche, que t ant o le agradan? — decía ot ra, que t ej ía sin descanso. —A m í las flores m e dan en los nervios. Art ificiales las que quieran, pero verdaderas ni pint adas —decía ot ra, que era cariñosa con Herm inia. A decir verdad t odas eran cariñosas con Herm inia y t enían razón de serlo. Al verla m ust ia y t an delgada, haciéndose t ant a m ala sangre por la enferm edad de la señora, las visit as le t raían chocolat e en una caj a pint ada con gat os, o pancit os de salud en una canast it a de m at erial plást ico, o em panadas con dulce de m em brillo en una valij it a que decía Buen Viaj e, o j alea de naranj a en una polvera de vidrio, con algunos pelos. No podían verla t an dem acrada. —Ust ed t iene que cuidarse —le decían. —Preferiría m orir —prot est aba ella, sin falt ar a la verdad. Su fidelidad era ej em plar, pero ej em plar t am bién era el cariño que le prodigaba la señora de Bersi. En su cuart o at est ado de cuadros, en el lugar privilegiado, est aba el ret rat o de Herm inia, vest ida de Manola. La hubiera dej ado hablar por t eléfono a la hora que quisiera, salir de noche, silbar o cant ar m ient ras acom odaba los cuart os, sent arse a m irar la t elevisión en la sala con un cigarrillo ent re los labios, pero Herm inia no hacía nunca esas cosas. —Es una chica nada m oderna —decía una visit a a ot ra. Poco a poco m e di cuent a de que t odas esa señoras iban, en realidad, a visit ar a Herm inia, no a la señora de Bersi. No lo disim ulaban y a cada rat o las sorprendía diciendo: —Som os esclavas de nuest ras criadas, confesém oslo. —La m uchacha se m e fue. O bien: —La m uchacha que t engo es m alísim a. O bien: —Est oy buscando una m uchacha pero con recom endaciones. —Herm inia es una perla. 28 I ban a visit ar a Herm inia, con la esperanza de encont rarse a solas con ella, para decirle m ás o m enos est as palabras, que ya t enían preparadas: —Herm inia, cuando m uera la señora de Bersi, Dios no lo quiera, pero t odo puede suceder, a veces m e pregunt o si no vendría ust ed a t rabaj ar a m i casa. Tiene un cuart o para ust ed sola, puede salir t odos los dom ingos y días de fiest a, se ent iende. La t rat aré com o a una hij a, y, después, créam e, no sería t ant a la t area que ust ed t endría que hacer; m enos que aquí. Los salones est os son m uy grandes; hay m uchas escaleras y cepillar esas fieras em balsam adas no debe de ser poco t rabaj o. Ust ed es fuert e, pero nunca se sabe si conviene hacer t ant os esfuerzos. En casa, es claro, t endría que hacer un poquit o de cost ura, de lavado, de cocina, de lim pieza de pat ios, de planchado, t am bién t endría que sacar al perro a pasear, t res veces por día, y bañarlo y secarlo, cepillarlo una vez por sem ana, pero son t odas cosit as livianas que se hacen en un m inut o. En una palabra, no t endría nada que hacer. A Herm inia le gust aban los t rabaj os de la casa de la señora de Bersi. El t igre em balsam ado t enía cepillo especial para sus dient es, y las t eclas del piano t am bién; el cupido de m árm ol, una esponj a, y las palom as de plat a, un pincel. Le fast idiaba que las visit as hablaran con t ant a insolencia. " Algún día las m andaré al diablo, m e est án pot reando com o si est uviera enferm a." Tuco, el hij o m ayor de la señora, que era casado y aficionado a la m úsica, rondaba alrededor del piano. Una vez Herm inia lo vio t om ar las m edidas del piano con un cent ím et ro. Nada bueno prom et ía est e act o insólit o. ¿Quería apropiarse del inst rum ent o m usical? Herm inia redobló su vigilancia. Se apost ó j unt o al piano, para rem endar la ropa o para anot ar las cuent as del m ercado, pero un día el hij o de la señora t rat ó de t om arle la m ano y le dij o: —¿No se vendría conm igo, preciosa? Herm inia, ant e la m onst ruosa proposición, se hizo la sorda y no cont est ó nada. Pero el int erés que el señor Tuco dem ost raba por el piano no am ainó y Herm inia volvió a sorprenderlo, con un cent ím et ro, anot ando est a vez las m edidas del piano en una libret it a verde, que llevaba en el bolsillo. Herm inia no dorm ía, pero de nada le valió su vigilancia. Siem pre había que salir a hacer com pras o a pagar cuent as y en una de esas oport unidades ocurrió lo que ella t em ía: m anos crim inales arrebat aron el piano. Herm inia deploró la ausencia del m ueble, con sus candelabros y sus pedales de bronce, pero había sucedido algo im previsible. Tuco, que se había em peñado en baj ar personalm ent e el piano a hurt adillas, ayudado por dos changadores, pagó m uy caro su desleal at revim ient o. A m ás de ser un inút il era débil y el esfuerzo result ó sin duda dem asiado grande para él. En el m om ent o en que baj aba el últ im o escalón de la casa, t ropezó y m urió baj o el peso del piano. Herm inia fue la encargada de darle la not icia a la señora. Ni una lágrim a derram ó la señora al recibir la not icia de la m uert e de Tuco. Herm inia t enía t act o hast a para dar las m alas not icias. Era una perla. La señora Alm a Mont esón no t ardó en proponer seriam ent e a Herm inia un puest o de am a de llaves o de dam a de com pañía en su casa. Le dij o que viaj arían a Europa y que ella se ocuparía de arreglar los equipaj es, de ordenar la ropa en las valij as, de t om ar pasaj es para los dist int os punt os de Europa a donde viaj aran, en fin, una vida m uy agradable y sin ningún t rabaj o de los que había siem pre hecho, t an fast idiosos com o lavar, planchar, lim piar los cuart os. Herm inia no se sint ió t ent ada por ese puest o y cont est ó airadam ent e: —Por ningún m ot ivo del m undo yo abandonaría a la señora de Bersi. 29 —Pero fíj ese ust ed que la señora de Bersi est á m uy enferm a y que necesit a m ás bien una enferm era y no una criada com o ust ed, que est á perdiendo su vida acá encerrada. Herm inia le dio la espalda y no cont est ó ni una palabra. Al día siguient e salió la not icia en los diarios: la señora Alm a Mont esón inesperadam ent e había fallecido de un at aque cardíaco. Lilian Guevara, una parient e lej ana de la señora de Bersi, recién casada, que fue varias veces a visit ar a la señora para ver cóm o se encont raba, un día propuso un t rabaj o a Herm inia. Era t ím ida y después de m uchas vacilaciones, de aclararse la voz, de t oser, le dij o: —Herm inia, yo necesit aría una m uchacha com o ust ed, y com o la señora de Bersi, que est á t an grave, no lo dudo, t erm inará por m orir un día no m uy lej ano, pienso que ust ed en m i casa se encont raría m uy bien. Veraneo al borde del m ar. Tengo una casa preciosa, que ust ed habrá vist o t al vez fot ografiada en El Hogar o en el rot ograbado de La Nación. La llevaría conm igo y ust ed podría ir t odas las m añanas a la playa, a bañarse. Tam bién, durant e el invierno, hago algunos viaj es a Bariloche, y la llevaría a ust ed, porque yo no m e separo de m is criadas, cuando son buenas, cuando son buenas com o ust ed. La señora de Bersi m e habló en m uchas oport unidades de t odos sus m érit os y realm ent e t engo m uchos, m uchos deseos de t ener una persona com o ust ed en m i casa. Herm inia quedó asom brada. No podía creer que est a m uchacha j oven le hablara en esos t érm inos t an vulgares. Por no llorar, se echó a reír con frenesí. Fue un m om ent o t errible, porque su risa no podía aplacarse con nada. En aquella casa, silenciosa y t rist e, la risa de Herm inia pareció m ás t rágica que t odas las lágrim as de las personas hipócrit as que pregunt aban por la salud de la señora de Bersi. Luego se quedó quiet a en un rincón de la casa, m edit ando, com o si rezara. Dieron la not icia la m ism a noche en las radios: Lilian Guevara había m uert o en un accident e de aut om óvil, en las cercanías de La Magdalena. La señora de Bersi no em peoraba ni m ej oraba. Su salud llenaba la casa de inquiet ud y de pesar, pero no parecía sufrir m ayorm ent e y se fue habit uando a ese est ado t an part icular que t ienen algunos enferm os. Las visit as, cada día m ás num erosas, resolvieron pedir que en una consult a de m édicos se discut iera el t rat am ient o que había que darle a la enferm a. Llam aron pues a un clínico not able y lo hicieron venir de La Plat a, llam aron a un especialist a del corazón y a ot ro de niños que vivía cerca de la casa de la señora de Bersi y los esperaron en el vest íbulo de la casa, nerviosam ent e reunidas y conversando com o lo hacían t odas las t ardes en aquella casa. Las m ás at revidas, siem pre hay m uj eres at revidas, resolvieron que iban a hablar con los m édicos, ant es de que se reunieran. Por la vent ana espiaron la llegada de est as em inencias. Desde la vent ana los vieron baj ar del aut om óvil; caut elosam ent e se acercaron a la puert a esperando la subida del ascensor y com o por casualidad les hablaron a la ent rada de los corredores, cuando se quit aban los abrigos y las bufandas. Algunas dij eron: —¿No le parece, doct or, que prolongar la vida de una señora que sufre t ant o es un... una falt a de hum anidad?. Ot ra le dij o a uno de los m édicos: —Dígam e, doct or, ¿y no se le podría dar alguna cosa que acort ara un poco est e vía crucis?. Y ot ra dij o: —Yo, en el lugar de ella, preferiría realm ent e que se m e diera algo para t erm inar de una vez con la vida. 30 Herm inia est aba sent ada j unt o a la vent ana viendo t odas est as cosas. No le gust aba, no le gust aba nada que se hubieran apoderado de esa casa, que se hubieran apoderado de la vida de su pat rona, que t ant as m uj eres frívolas anduvieran por los corredores de la casa, se sent aran en la sala, t ocaran los libros, los floreros, las fieras, acariciaran el pelo de las queridas fieras de la señora. Ya era bast ant e am argura que el hij o se hubiera llevado el piano. ¿No habían forzado la cerradura de una de las vit rinas donde brillaban los abanicos y las piezas de aj edrez de m arfil? ¿A qué desm anes llegarían? Qué t rist e es la vida, pensaba Herm inia. Nunca hubiera im aginado que las personas fueran t an m alas, la am ist ad t an falsa, las riquezas t an inút iles. Lágrim as caían de sus oj os; explicaba: " Se m e ent ró una basurit a en un oj o" . Suspiros salían de sus labios; explicaba: " Soy un poquit o asm át ica" . Tenía pudor hast a de su pena. Las personas que la veían t an t rist e se preocupaban m ás por ella que por la señora de Bersi. El lechero que t raía la leche, el panadero con su enorm e canast a de panes, el alm acenero, t odos pregunt aban: —¿Cóm o est á la señorit a Herm inia? ¿Qué t iene la señorit a Herm inia? ¿Est á enferm a la señorit a Herm inia?. Lina Grundic, la profesora de piano, que en ot ra época había enseñado a la señora de Bersi a t ocar el piano, parecía seria, parecía lej ana, parecía m ej or que t odas las ot ras señoras. Un día llam ó a Herm inia y le dij o: —Herm inia, se m e descosió el broche del corpiño. No quisiera m olest arla, pero con est os pechos que t engo provocaría hast a a una est at ua; ¿no podría darm e una aguj a y un hilo para coserlo?. Junt as fueron al cuart o de baño. Herm inia, sent ada sobre el borde de la bañadera, cosió el broche del corpiño de la pianist a m ient ras ést a se peinaba frent e al espej o, se m oj aba el pelo m arcándose las ondas, se ponía rouge en los labios, se em polvaba la cara. Ninguna de las dos hablaba. En el silencio de la t arde se oyó una m úsica, una m úsica alegre que venía de la casa de al lado. —Qué deprim ent e será para ust ed, Herm inia —m usit ó la pianist a—, vivir en est a casa, ust ed que es t an j oven. ¿Cuánt os años hace que est á al servicio de la señora de Bersi?. —Ocho años —cont est ó Herm inia. —Era m uy j oven cuando vino a est a casa, una niña t al vez. —No creo que fuera t an j oven. Ot ras chicas de m i edad, am igas m ías, hacía ya cinco años que t rabaj aban en ot ras casas, cuando yo ent ré en ést a. —Ust ed es una perla y com o las perlas verdaderas, necesit a vent ilarse. ¿Sabe lo que sucede con las perlas verdaderas si se dej an encerradas m ucho t iem po?. Pierden el brillo y a veces m ueren, y nada las hace revivir, nada. —Con los adelant os m odernos, a lo m ej or reviven. —Qué adelant os m odernos ni ocho cuart os. De t odos m odos m e parece m uy deprim ent e. ¿No t iene ganas a veces de irse a ot ros lugares, de viaj ar, de conocer el m undo? En fin, no sé, m e im agino que una persona t an j oven com o ust ed debe de t ener curiosidades en la vida. —Nunca pensé en eso —respondió Herm inia. —Me gust aría t ener una persona com o ust ed en m i casa. Me invit aron a Est ados Unidos, al Conservat orio de Chicago, para dar algunos conciert os; t am bién a I t alia y a Francia; la llevaría conm igo. Pavit a, ¿por qué se sonroj a?. El corazón de Herm inia palpit aba: ést a t am bién t raicionaba a la señora de Bersi. Cort ó el hilo de la cost ura con los dient es y ent regó el corpiño negro, relleno de gom aplum a, a la pianist a. Luego, sin decir una palabra, salió del cuart o de baño y cerró la puert a. 31 Una sem ana después encont raron a la pianist a Lina Grundic m uert a en el ascensor de su casa. El m ist erio de su m uert e no pudo aclararse. No supieron si se t rat aba de un suicidio o de un asesinat o. Herm inia, que t am bién se llam aba Arm inda, parecía m ás t ranquila. Las visit as no acudían a la casa t an asiduam ent e. A decir verdad, t enían m iedo de correr la m ism a suert e que la m alograda Alm a Mont esón, que el Tuco Bersi, que Lina Grundic o que Lilian Guevara. Los días parecían m ás felices y la señora de Bersi t enía m ej or sem blant e, est aba m ás alegre y conversaba com o hacía m ucho que no conversaba. En realidad parecía que su vida iba a prolongarse y que algún día saldría en los diarios com o esas señoras que cum plen los cient o diez años o cient o veint e y que aparecen fot ografiadas con una pequeña biografía de cóm o hicieron para m ant enerse sanas hast a una edad t an avanzada, de qué se alim ent aban, del agua que bebían, de las horas que dedicaban al sueño o a los j uegos de naipes. Y est e m ilagro de su longevidad se lo debía a Herm inia, así lo confesó ella m ism a a los cronist as. —Dios concede a Herm inia t odo lo que le pide. Es una perla. Ha prolongado m i vida. An a Va le r ga Ana, Ana, la llam aban y acudía corriendo com o si la persiguieran. Los oj os de lebrel, la boca de anfibio, las m anos de araña, el pelo de caballo, hacían de ella un anim al m ás que una m uj er. La conocí por casualidad en el policlínico cuando acom pañé a una de m is am igas a visit ar a un niño que est aba int ernado allí. Por su cuent a, Ana Valerga había inst alado en el edificio, en un rincón del garaj e en desuso, una clase para niños at rasados, que le valió ciert a fam a en el barrio. Los niños eran difíciles de educar, algunos rebeldes y t ercos, pero Ana Valerga t enía un sist em a para dom arlos: los am enazaba con un vigilant e que los llevaría presos. El vigilant e, que era am igo de ella, después de darle un beso, se colocaba est rat égicam ent e det rás de una puert a para asust ar a los niños. Ana t am bién los am enazaba, cuando no est aba el vigilant e disponible, con los m onum ent os de la ciudad; les decía que no eran de bronce, ni de piedra, ni de m árm ol, com o creía la gent e, sino de carne y hueso. Los indios, los caballos, los t oros, los hom bres y las m uj eres aparent em ent e no se m ovían, pero bast aba que pasara un niño para que lo robaran. Lo que nunca había sabido era para qué los querían. En noches de insom nio, Ana Valerga ideaba m odos de lograr la obediencia de los niños. Para que ellos creyeran las hist orias que invent aba, no vaciló en m olest arse de m il m aneras. Una vez persuadió al vigilant e para que la det uviera, ant e los niños, porque un vaso de agua se derram ó; ot ra vez llevó, con un grupo de niños, m aíz a un caballo de bronce; ot ra vez pan a m uj eres de m árm ol; ot ra vez agua a un prócer. Los niños reaccionaron de un m odo favorable: obedecieron, fueron m ás dóciles ant e las am enazas. Si no hubiera sido por el desdichado Mochit o, que est uvo a punt o de perder la vida ent re las flechas de los indios de m árm ol, de la plaza Gualeguaychú, una t arde, Ana Valerga hubiera progresado en su labor educat iva; pero las aut oridades cerraron su clase y la llevaron presa por pract icar una enseñanza ilegal y por t ort urar a los niños enferm os. Las m adres prot est aron: los niños habían progresado, sin vacilar reconocían el nom bre de los m onum ent os, de los próceres. No parecían m uert os, com o ant es. El e n igm a 32 Fabio, un com pañero de colegio, solía venir a casa, a est udiar el piano, después de sus horas de t rabaj o. En su casa no había piano, ni dinero para com prarlo, ni lugar donde ponerlo si lo hubieran com prado. Era casi siem pre al final de la t arde cuando Fabio venía a casa, t om aba un vaso de agua helada, picot eaba alguna frut a del cent ro de m esa y se sent aba al piano. Le pedíam os que at endiera el t eléfono, si est ábam os ocupados en algo im port ant e o si t eníam os que salir; así fue com o un día, en lugar de est udiar el piano, se puso a hablar por t eléfono. Las conversaciones duraban cada vez m ás t iem po y las post uras de Fabio eran cada vez m ás cóm odas. Prim ero de pie, después sent ado en una silla, después sent ado en el suelo, después arrodillado, después acost ado en el piso. —¿Con quién hablás? —yo le pregunt aba, de puro celosa—. —No sé. Una voz de m uj er cont est aba, y al ver m i asom bro… —No sé quién es, creem e; ni sé cóm o se llam a. No la conozco. —Te felicit o —le dij e—. Perdés el t iem po. Durant e un m es duraron las m ist eriosas conversaciones t elefónicas y un día, ant es de irse a su casa, m e llam ó y m e dij o: —Tengo que pedirt e un favor. La m uj er del t eléfono m e cit ó en una confit ería. Va a est ar vest ida de blanco, llevará un libro en la m ano, una hoj it a de hiedra en la solapa y un perro. ¿I rías a ver cóm o es?. Tengo m iedo que sea una gorda o una viej a o una enana. —¿Y qué t engo que decirle? —pregunt é con inquiet ud. —Según com o sea. —¿Si es gorda o viej a?. —Que est oy t uberculoso o que m e m uero. —¿Si es una enana?. —Que soy m uy alt o para ella —dij o riendo—. O que soy loco. Podrías pedirle una fot ografía. —¿Si es bonit a?. ¿Acaso conozco t us gust os?. —Si es bonit a le das cit a en un cinem at ógrafo, para el día siguient e, y le decís que no pude ir por razones de t rabaj o. Prim eram ent e le pedís una fot ografía. —Trat aré de conseguirla. Dam e una t uya. —Muy buena idea —cont est ó, sat isfecho—. Es la única solución. Buscó ese día ent re sus papeles una fot ografía y m e la dio. La guardé en un caj ón. Al día siguient e m e vest í de m ala gana, por la t arde, para salir. No t enía ninguna curiosidad por conocer a la m uj er del t eléfono. Perder el t iem po m e causa horror; pero m i cariño por Fabio es t an grande que difícilm ent e le rehúso un capricho. Cam iné dos cuadras, ant es de advert ir que había olvidado la fot ografía. Volví a casa y busqué en el caj ón. Tuve que llevarm e un sobre lleno de fot ografías, para buscar en el cam ino la de Fabio, pues había quedado m ezclada ent re las ot ras. Llegué a la confit ería El Tren Mixt o, frent e a Const it ución, a la hora convenida. La sala es grande, con m uchas luces que se reflej an en m uchos espej os y que m e deslum braron en el prim er m om ent o. Me det uve en la puert a de ent rada, m irando sin ver a la gent e, que est aba sent ada frent e a las m esas. Fabio m e había dicho que la m uj er est aría sent ada en la cuart a o quint a m esa del lado de la ent rada, hacia la derecha, con el perrit o llam ado Coquet o, a sus pies. La busqué y la vi m uy pront o, pero no era rubia, com o se había descrit o a sí m ism a ( según Fabio m e dij o) , sino m ás bien m orena, con el pelo renegrido. Me acerqué. I nt im idada, t ropecé con una silla al acercarm e. Me dij o: 33 —Siént ese. Me sent é sin decir una palabra. —En los prim eros m om ent os uno no sabe qué decir —m e dij o, quit ándose los guant es—. Com prendo su t urbación. Es t an nat ural. —Fabio m e pidió que le diga que no pudo venir porque est á enferm o. Lo lam ent a m ucho. Le m anda est os j azm ines. Le di el ram o envuelt o en papel m ant eca. Aspiró el perfum e de las flores. —No m e gust an los desencuent ros —dij o—. No son de buen augurio. Del prim er inst ant e de una relación dependen t odos los dem ás. Por eso est a circunst ancia no m e parece favorable. —¿Es superst iciosa?. —Muy —m e dij o—. Más de lo que ust ed puede suponer. —No creo que en est e caso t enga que serlo —le respondí—. —Ést e o cualquier ot ro es lo m ism o —m e dij o—. —Fabio quisiera t ener una fot ografía suya. Com o un gran favor se la m anda pedir. —Tengo pocas fot ografías buenas. Tal vez se desilusionaría si viera alguna. —Aquí le m anda la de él. Saqué de m i bolsillo por error la fot ografía de Raim undo Canino, el librero, y se la di. Ella la t om ó y la m iró dist raídam ent e. —No se puede saber cóm o es una persona por una fot ografía, si no la conocem os. Cuando conozca a Fabio, est a fot ografía m e revelará m uchos m ist erios de su personalidad que aún no conozco. Sólo conozco su voz, que m e pert urba. A part ir de ese m om ent o, la fot ografía le sirvió de abanico. —¿Quiere t om ar algo? —m e pregunt ó bruscam ent e—. ¿Té, un helado, una t aza de chocolat e?. —¿Yo? Siem pre t om o t é. Es m i bebida predilect a. No esperó que respondiera y llam ó al m ozo para que m e sirviera un com plet o. Result ó m ucho m ás nat ural nuest ro diálogo acom pañado de algunos sorbos de t é y bocados de t ost adas con m ant eca. Hast a reím os del apet it o que t eníam os. —A m í m e encant a el t é de la t arde —exclam aba de vez en cuando—. Prefiero quedarm e sin com er a cualquier ot ra hora del día. Cuando est ábam os por t erm inar la últ im a t ost ada, llam ó al m ozo, pagó y m e pidió que la llevara hast a la salida. Tuve la sensación de acom pañar a una paralít ica, porque no se desprendía de m i brazo. Me pidió adem ás que llam ara un t axi. En cuant o subió al t axi, m e dij o ant es de despedirse: —Dígale a Fabio que lo llam aré m añana. —¿Y la fot ografía? —le pregunt é—. Buscó en su billet era. —Aquí t engo una de la cédula. Parezco una crim inal —m e dij o, dándom e la fot ografía, al decirm e adiós—. Cuando volví a casa, Fabio m e esperaba. El relat o de m i encuent ro con Alej andra no lo dej ó sat isfecho. No m e at reví a decirle que la m uj er parecía paralít ica y que en vez de pelo rubio, t enía pelo negro, pero le di la fot ografía, que le gust ó. Durant e un buen rat o quedó m irándola, t apándole prim ero la boca para m irarle los oj os y la nariz, luego t apándole los oj os y la nariz para m irarle sólo la boca. Acercaba y alej aba la fot ografía para m irarla con dist int as perspect ivas. 34 Los días pasaron. Fabio esperaba en el t eléfono, pero Alej andra no llam aba. —¡Qué le habrás dicho! —prot est aba Fabio—. —Lo que m e dij ist e, ni m ás ni m enos. —Es t an raro que no m e llam e. —¿Por qué no la llam ás vos?. —No m e dio su núm ero. Si no m e llam a no t endré la oport unidad de verla nunca, nunca m ás. ¿Te das cuent a?. Fabio llegó a llorar am argam ent e. —Alej andra volverá a llam ar —yo le decía a Fabio, deseando que no llam ara—. Y Alej andra volvió a llam ar. I nm ediat am ent e Fabio quiso ver a Alej andra y la cit ó en un cinem at ógrafo, pero ella no accedió y quiso verlo en la confit ería de la ot ra vez. Supuse que esa ent revist a sería el fin de m i am ist ad con Fabio, puest o que él se ent eraría de la fot ografía del librero, que por error yo le había dado a Alej andra; no fue así. El curso de los acont ecim ient os fue inesperado. Cuando volvió de la cit a, Fabio m e dij o const ernado: —Me m andó una em isaria, pret ext ando un dolor de cabeza. Esa m uj er m e volverá loco. —¿Quién era la em isaria? —Una am iga de ella. Para desesperarm e. Nada m ás que para desesperarm e. Ahora sí que est oy enam orado. Alej andra y Fabio t ardaron m ucho en encont rarse. Siem pre sucedía algo, algún inconvenient e por el que alguno de los dos no acudía a la cit a. Present ían, t al vez, un desenlace t rágico. Al fin se dieron cit a en la confit ería El Tren Mixt o. Acudieron t rém ulos de im paciencia y de am or. Coquet o, debaj o de la m esa, les lam ía los pies. Después de hablar de m il cosas, que por t eléfono no se pueden hablar, Alej andra, ant es de despedirse, sacó, am orosam ent e de su cart era, la fot ografía de Raim undo Canino, que había encuadrado en un m arquit o de cuero, y la besó. —No m e separo de t u fot o —exclam ó enseñándole la fot ografía—. Fabio no supo si reír o llorar. En el prim er m om ent o creyó que era una brom a. Todo est o m e lo cont ó en el paroxism o de la desesperación. ¿No la vio m ás?. ¿No pudo soport ar ese engaño, ni esa cara de Raim undo Canino, besada, en una fot ografía, por Alej andra?. ¿Se pregunt ó Fabio si fue por dist racción o por cinism o que sacó de la cart era esa fot ografía?. No m e at reví a decirle nada. Quise confesarle m i error, pero no volví a verlo, porque se había m udado de casa y no dej ó la nueva dirección. Ce le st in o Abr il A Est ela. Don Celest ino era am igo de m i abuelo; est a am ist ad fue en nuest ra fam ilia al principio una honra y al final una vergüenza. ¿Vergüenza?. Todavía m e result a difícil creerlo. Don Celest ino t enía un port e m agnífico; desde t odo punt o de vist a, era lo que se llam a un caballero. Aun cuando don Celest ino sint iera ant ipat ía o agresividad por ciert as personas, su act it ud hacia ellas equivalía siem pre a una 35 suert e de reverencia. Su elegancia era célebre. Las m uj eres decían hablando de una nueva bufanda: " Esa bufanda t ipo don Celest ino" , o de una boquilla a la últ im a m oda: " Boquilla de m adera finísim a, t ipo Celest ino" . Recuerdo, m ás que su cara, los zapat os de gam uza, los guant es de invierno forrados en piel, las corbat as, t an bien com binadas con el color de su t raj e. Más que sus m anos, recuerdo el anillo chevalier, con un zafiro, que llevaba en el dedo m eñique; m ás que su pelo ensort ij ado, que peinaba con brillant ina perfum ada, recuerdo los som breros que colocaba sobre su cabeza, hubiérase dicho, con el solo propósit o de saludar. Era goloso: descubría yem as int eresant es; acaram elados que duraban t res días, sin derret irse; alfaj ores m ás finos que las host ias; dulces de lim ón sut il venidos de La Rioj a; bom bones com o nadie conoció iguales en Buenos Aires. Su am ist ad con m i abuelo com enzó cuando cursaban el bachillerat o. Los dos pensaban seguir la m ism a carrera, m edicina, que don Celest ino abandonó en el segundo año, para irse a vivir a Bahía Blanca, donde t enía unos cam pos. Su herm ano, que había acum ulado una gran fort una con una línea de colect ivos al sur, parecía m ás m odest o. Su cara era franca y alegre, se vest ía m uy m al, llevaba zapat os am arillos o de un color roj o subido. Nunca pudim os averiguar si don Celest ino sent ía lást im a o adm iración por su herm ano. El día en que ést e m urió m ist eriosam ent e ( ent onces no se supo si por suicidio o por asesinat o) , don Celest ino lloró com o un viudo. Era la única persona de su fam ilia que le quedaba y, en ciert o m odo, el exceso de pena que dem ost ró, pareció nat ural a t odo el m undo. En el prim er m om ent o, quiso donar la fort una de su herm ano a algunas inst it uciones de caridad, alegando que no era digno de t ant as riquezas pero sus am igos, especialm ent e m i abuelo, lo aconsej aron que no com et iera esa locura, ya que un día podría casarse, t ener hij os y deplorar su incapacidad para darles el bienest ar que t al vez m erecieran. Don Celest ino acept ó el consej o. Moderó sus gast os. Siem pre elegant e, dej ó sin em bargo de preocuparse por la ropa. Redobló su bondad con sus am igos, hizo obras de caridad, fundó t res escuelas en las inm ediaciones de Bahía Blanca, donó un pabellón al policlínico del lugar. La gent e no cesaba de repet ir que era un sant o. Vivía sacrificándose por sus am igos enferm os o pobres. En un m om ent o de su vida recogió a una m uj er leprosa y desvalida, no t uvo m iedo al cont agio; después de m uchas vicisit udes, obligado por el I nst it ut o de Leprosos, t uvo que int ernarla, para que le hicieran un t rat am ient o. Llegado el m om ent o de su m uert e, la gent e acudía a su casa, sint iendo que perderían a un prot ect or, una especie de padre o de consej ero. Sobre su m esa de luz no falt aban las yem as ni los bom bones ni los dulces ni los dát iles, para convidar a las visit as, que salían llorando, cargadas de dulces, de papeles de seda y de cint as. Modest o en su lecho de m uert e, no quiso que lo agasaj aran y llam ó a un sacerdot e, porque t enía urgencia en confesarse. La criada prot est ó diciendo que un sant o no t enía pecados. El sacerdot e acudió y, después de com er un bom bón, un caram elo o unos dát iles, cerem oniosam ent e le dij o que se sent ía honrado de confesar a un alm a t an bondadosa y carit at iva. Don Celest ino prot est ó, y ordenó que cerraran t odas las puert as de su cuart o, se incorporó, acercó su boca al oído del sacerdot e para que no lo oyeran ni las est at uas, ni los ret rat os, ni las cort inas, que en esa casa ya eran com o personas, y susurró: —No padre, m i alm a no es bondadosa ni carit at iva; m i alm a es sim plem ent e hipócrit a. He vivido de sim ulacros desde que m urió m i herm ano. Est oy asom brado. No podría a ciencia ciert a confesar m i arrepent im ient o, porque el horrorizarse de haber com et ido un act o no significa a veces arrepent irse, sino verse de afuera. Ahora, sin em bargo, que est oy en m i lecho de m uert e, quiero confesarm e de un horrible crim en que llevo en m i conciencia: m at é a m i herm ano. ¿Fue la codicia lo que m e im pulsó a com et er est e crim en?. Siem pre 36 t rat é de buscar alguna disculpa, sin hallarla, pero t rat é de redim irm e, no por redim irm e, sino para disim ular. El dolor est á en m i corazón com o el carozo dent ro del dát il reseco. No aproveché m i crim en. Ahora le pido la absolución, porque ust ed sabe que soy creyent e y que voy a m orir. ¿Vaciló el sacerdot e?. Lágrim as corrieron por sus m ej illas. Las lágrim as que deseaba ver en las m ej illas de don Celest ino, a quien t ant o quería. Pidió a Dios que lo ilum inara y respondió: —Podré dart e la absolución, hij o m ío, si haces pública t u confesión. No m uest ras bast ant es signos de arrepent im ient o. Recít am e, com o en la infancia, el act o de cont rición, para que Dios t e ilum ine. ¿Lo recuerdas de m em oria?. Don Celest ino, sint iendo que le quedaban pocas horas de vida, rezó sin equivocarse, dio orden de dej ar pasar a t oda la gent e, para que oyera su confesión. Las visit as y los sirvient es rodearon su cam a. Exalt ado por el relat o del crim en, que caut ivó la at ención de la concurrencia, recobró el pulso y la respiración norm ales. Algún am igo lo aplaudió, m uchos lo abrazaron, ot ros lo felicit aron al verlo beber, com o los oradores, un vaso de agua. El sacerdot e, después de la cerem onia, lo absolvió. Los m édicos no t ardaron en darlo de alt a. La soga A Ant oñit o López le gust aban los j uegos peligrosos: subir por la escalera de m ano del t anque de agua, t irarse por el t ragaluz del t echo de la casa, encender papeles en la chim enea. Esos j uegos lo ent ret uvieron hast a que descubrió la soga, la soga viej a que servía ot rora para at ar los baúles, para subir los baldes del fondo del alj ibe y, en definit iva, para cualquier cosa; sí, los j uegos lo ent ret uvieron hast a que la soga cayó en sus m anos. Todo un año, de su vida de siet e años, Ant oñit o había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer con ella lo que quisiera. Prim eram ent e hizo una ham aca, colgada de un árbol, después un arnés para caballo, después una liana para baj ar de los árboles, después un salvavidas, después una horca para los reos, después un pasam anos, finalm ent e una serpient e. Tirándola con fuerza hacia adelant e, la soga se ret orcía y se volvía con la cabeza hacia at rás, con ím pet u, com o dispuest a a m order. A veces subía det rás de Toñit o las escaleras, t repaba a los árboles, se acurrucaba en los bancos. Toñit o siem pre t enía cuidado de evit ar que la soga lo t ocara; era part e del j uego. Yo lo vi llam ar a la soga, com o quien llam a a un perro, y la soga se le acercaba, a regañadient es, al principio, luego, poco a poco, obedient em ent e. Con t ant a m aest ría Ant oñit o lanzaba la soga y le daba aquel m ovim ient o de serpient e m aligna y ret orcida, que los dos hubieran podido t rabaj ar en un circo. Nadie le decía: " Toñit o, no j uegues con la soga" . La soga aparecía t ranquila cuando dorm ía sobre la m esa o en el suelo. Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el t iem po se volvió m ás flexible y oscura, casi verde y, por últ im o, un poco viscosa y desagradable, en m i opinión. El gat o no se le acercaba y a veces, por las m añanas, ent re sus nudos, se dem oraban sapos ext asiados. Habit ualm ent e, Toñit o la acariciaba ant es de echarla al aire; com o los discóbolos o lanzadores de j abalinas, ya no necesit aba prest ar at ención a sus m ovim ient os: sola, se hubiera dicho, la soga salt aba de sus m anos para lanzarse hacia adelant e, para ret orcerse m ej or. Si alguien le pedía: —Toñit o, prest am e la soga. 37 El m uchacho invariablem ent e cont est aba: —No. A la soga ya le había salido una lengüit a, en el sit io de la cabeza, que era algo aplast ada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón. Toñit o quiso ahorcar un gat o con la soga. La soga se rehusó. Era buena. ¿Una soga, de qué se alim ent a?. ¡Hay t ant as en el m undo! . En los barcos, en las casas, en las t iendas, en los m useos, en t odas part es... Toñit o decidió que era herbívora; le dio past o y le dio agua. La baut izó con el nom bre de Prím ula. Cuando lanzaba la soga, a cada m ovim ient o, decía: " Prím ula, vam os. Prím ula" . Y Prím ula obedecía. Toñit o t om ó la cost um bre de dorm ir con Prím ula en la cam a, con la precaución de colocarle la cabecit a sobre la alm ohada y la cola bien abaj o, ent re las cobij as. Una t arde de diciem bre, el sol, com o una bola de fuego, brillaba en el horizont e, de m odo que t odo el m undo lo m iraba com parándolo con la luna, hast a el m ism o Toñit o, cuando lanzaba la soga. Aquella vez la soga volvió hacia at rás con la energía de siem pre y Toñit o no ret rocedió. La cabeza de Prím ula le golpeó en el pecho y le clavó la lengua a t ravés de la blusa. Así m urió Toñit o. Yo lo vi, t endido, con los oj os abiert os. La soga, con el flequillo despeinado, enroscada j unt o a él, lo velaba. Cor a l Fe r n á n de z A Rosie. Se llam aba Coral Fernández; llevaba siem pre la orej a izquierda cubiert a con el pelo y la derecha descubiert a. Era t an bonit a que en el prim er m om ent o pensé que era t ont a. Nos conocim os en un alm uerzo cam pest re, para celebrar la inauguración del Club del Ciclist a, en Moreno. Debaj o de un bosquecit o de paraísos florecidos est aban dispuest as las m esas; había una t arim a con la orquest a, y un t ablado para bailar. Nos t ocaron sillas cont iguas, durant e el alm uerzo. No nos hablam os al principio, pero en seguida nos sent im os recíprocam ent e at raídos. Exist e el am or a prim era vist a, sin duda. Debaj o de la m esa algo rozó la pierna de Coral, algo que no era una pierna escandalosa, sino un gat o. Coral se sobresalt ó, los dos nos agacham os para ver que había debaj o de la m esa, y nos reím os. En un m om ent o dado la saqué a bailar y m e gust ó su m ano, y m e gust ó abrazarla, y m e gust ó su risa y su perfum e. Ya declinaba el sol y t odavía quedam os sent ados en aquel sit io, t an seducidos est ábam os el uno por el ot ro. Me acom et ió un pequeño m areo, un violent o dolor de cabeza. Lo at ribuí a una insolación, aunque apenas m e había expuest o al sol. Ella hum edeció su pañuelo en la j arra de agua y m e refrescó la frent e. Com o soy regalón y ella cariñosa, con est e act o em pezó una int im idad. Al despedirnos le dij e sinceram ent e que desde ese día en adelant e un dolor de cabeza m e t raería el m ás agradable de los recuerdos: el de haberla conocido. Teníam os los dos la m ism a t áct ica: no dej ar ver el int erés que sent íam os el uno por el ot ro. Durant e un t iem po sólo nos vim os una vez por sem ana, en casa de am igos com unes. La casa t enía un j ardín donde paseábam os apart ados de la gent e. Las reuniones se hacían los dom ingos por la noche, con j uegos de baraj as, baile, m úsica. No necesit ábam os vernos m ás, para saber que nos ent endíam os m aravillosam ent e bien. 38 —Lást im a que siem pre m e t oque vert e el día de m i dolor de cabeza —le dij e una vez, para disim ular la em oción, pues era de em oción que m e dolía la cabeza y que m e insolaba—. —Podríam os vernos cualquier ot ro día —dij o Coral, provocadora—. Tom am os la cost um bre de encont rarnos diariam ent e en confit erías, en cinem at ógrafos, en plazas, en cualquier part e, hast a en lugares que no m enciono. Enferm é y la dicha se oscureció. No era una enferm edad cualquiera la m ía: t an pront o m e dolía la cabeza, o m e resfriaba o m e cubría de urt icaria, o no podía enderezarm e, o m e ardían los oj os. Consult é a varios m édicos, que m e som et ieron, en vano, a análisis de sangre, a radiografías. Los m édicos se enoj an con las enferm edades que no conocen. Mi enferm edad no t enía nom bre. El m édico aseguró que est aba sano. En el act o resolví que m e casaría y que part iría, casado, a Córdoba. Sin em bargo, por cuest iones de t rabaj o, durant e veint e días est uvim os separados. Yo debí hacer un viaj e al Brasil y m ej oré not ablem ent e de salud. Volví cam biado, lleno de energía y de ent usiasm o. Coral m e lo reprochó en ciert o m odo. —Parece que t e hiciera bien alej art e de m í. Volvim os a vernos t odos los días, pero pront o m i salud decayó y Coral volvió a reprocharm e el cam bio favorable que se producía en m i ánim o cuando est aba lej os de ella. Est aba celosa; celosa de su ausencia. Nos peleam os com o dos niños. Finalm ent e m e fui, con un sobrinit o, a veranear a Tandil, y dij e a Coral que m e int ernaba en un sanat orio de enferm edades nerviosas. Le escribí cart as, pero le ocult é m i dirección; le di ot ra, para que m e cont est ara. Mej oré sensiblem ent e pero en los m om ent os en que t om aba la plum a para escribir a m i novia, las m anos se m e llenaban de eccem a. Me curaba, m e enferm aba, sucesivam ent e. Em pezaban a arderm e los oj os, ni bien recibía las cart as de Coral. Pedí al sobrinit o que m e las leyera. Tom aba la precaución de sent arm e en la ot ra punt a del cuart o, porque si est aba m uy cerca de él cuando m e las leía, sent ía escozores en diversas part es del cuerpo, especialm ent e adent ro del pabellón de los oídos. Mi am or por Coral, sin em bargo, no declinó. Le escribí cart as apasionadas, diciéndole que no la vería nunca m ás y que si m e am aba realm ent e acept aría que yo no le diera explicaciones. Ella redobló su am or por m í. En las cart as m e aseguraba: —He pensado t oda la noche en vos, sin poder dorm ir. Esa noche yo, quej ándom e de algún dolor ext raño, t am poco dorm ía. —No pienses en m í —le suplicaba—. —Ent onces ¿cóm o haré para vivir?. Vert e m e hace t ant o bien. —Nuest ro organism o no nos perm it e est ar j unt os —le dij e, sint iendo los est ragos de su presencia en un acceso de t os—. Telefónicam ent e le propuse que t uviéram os un hij o por insem inación art ificial, después de casarnos por poder. La conversación t elefónica fue breve, pero el t rám it e fue t an largo com o penoso. Ninguna ot ra m uj er hubiera acept ado la sit uación difícil en que yo la ponía frent e a la sociedad. La acept ó con resignación. Nuest ro hij o t enía que vivir. Veíam os ya su rost ro en los m ás herm osos cuadros; el color de su pelo y de sus oj os, las virt udes que heredaría. De vez en cuando, hago el sacrificio de escribir a Coral, t om ando m il precauciones. De lej os he vist o a nuest ro hij o salir de la escuela, pero no m e acerqué a hablarle, por t em or de que haya heredado el poder de la m adre, que obró t an m al sobre m i organism o alérgico. Sé que t iene un ret rat o m ío en la cabecera de 39 la cam a, y el cort aplum as de nácar de m i infancia, y que, com o yo, se llam a Norbert o; que ha heredado de la m adre el perfil y del padre la facilidad para el dibuj o. Livio Roca Era alt o, m oreno y callado. Nunca lo vi reír ni darse prisa para nada. Sus oj os cast años nunca m iraban de frent e. Llevaba un pañuelit o at ado al cuello y un cigarrillo ent re los labios. No t enía edad. Se llam aba Livio Roca, pero lo llam aban Sordeli, porque se hacía el sordo. Era haragán, pero en sus rat os de ocio ( pues consideraba que no hacer nada no era haraganear) com ponía reloj es que nunca devolvía a sus dueños. En cuant o podía, yo m e escapaba para visit ar a Livio Roca. Lo conocí durant e las vacaciones, cuando íbam os a veranear a Cacharí, un día de enero. Yo t enía nueve años. Siem pre fue el m ás pobre de la fam ilia, el m ás infeliz, decían los parient es. Vivía en una casa que era com o un vagón de t ren. Am aba a Clem encia; era t al vez su único consuelo y el com ent ario del pueblo. La nariz de t erciopelo, las orej as frías, el cuello curvo, el pelo cort o y suave, la obediencia, t odo era un m ot ivo para am arla. Yo lo com prendía. De noche, cuando desensillaba t ardaba en despedirse de ella, com o si el calor que se desprendía de su cuerpo sudado le diera vida y se la quit ara cuando se alej aba. Le daba de beber para alargar m ás la despedida, aunque ella no t uviera sed. Tardó en hacerla ent rar en el rancho, para que durm iera ahí, de noche, baj o un t echo, en invierno. Tardó porque t em ía lo que después sucedió: la gent e dij o que est aba loco, loco de rem at e. Tonga fue la prim era que lo dij o. Tonga, con su cara am argada y sus oj os de alfiler se at revió a crit icarlo a él y a Clem encia. No se lo pudo perdonar j am ás, ni ella a él. Yo t am bién am aba a Clem encia, a m i m odo. En el cuart o de los caj ones est aba la bat a de seda de la abuela I ndalecia Roca. Era una suert e de reliquia que yacía a los pies de una virgen pint ada de verde, con el pie rot o. De vez en cuando, Tonga y algunos ot ros m iem bros de la fam ilia, o alguna visit a, le ponían flores de m ala m uert e o ram it os de yerbis, que olían a m ent a, o bebidas dulces y de colores llam at ivos. Hubo épocas en que un cirio ret orcido, pint ado de colores, t em blaba con su llam a m oribunda al pie de la virgen; por eso la bat a de seda recibió got as de est earina grandes com o bot ones, que m ás que ensuciarla la adornaban. El t iem po fue borrando est os rit os: las cerem onias se espaciaron. Tal vez por eso, Livio se at revió a ut ilizar la bat a para hacerle un som brero a Clem encia. ( Yo le ayudé a hacerlo) . Creo que de ahí provino su desavenencia con el rest o de la fam ilia. Tonga lo t rat ó de degenerado y uno de sus cuñados, que era albañil, lo t rat ó de borracho. Soport ó los insult os sin defenderse. Los insult os lo ofendieron después de algunos días. No recordaba su niñez sino en la desdicha. Durant e nueve m eses t uvo sarna, durant e ot ros nueve, conj unt ivit is, según m e cont aba m ient ras cosíam os el som brero. Tal vez t odo eso cont ribuyó a hacerle perder la confianza en cualquier clase de felicidad para el rest o de su exist encia. A los dieciocho años, cuando conoció a Malvina, su prim a, y que se ennovió con ella, t al vez presint ió el desast re en el m om ent o de darle el anillo de com prom iso. En vez de alegrarse se ent rist eció. Se habían criado j unt os: desde el m om ent o en que resolvió casarse con ella, supo que esa unión no prosperaría. Las am igas de Malvina, que eran num erosas, dedicaron el t iem po en bordarle sábanas, m ant eles, cam isones, con iniciales, pero ellos nunca usaron esa ropa, t an am orosam ent e bordada. Malvina m urió dos días ant es del casam ient o. La vist ieron de novia y la pusieron en el at aúd con un ram o de azahares. El pobre Livio no podía m irarla, pero dent ro de la oscuridad de sus m anos, donde escondió sus oj os aquella noche en 40 que la velaron, le ofreció su fidelidad con un anillo de oro. Nunca habló con ninguna ot ra m uj er, ni siquiera con m is prim as, que son feas; en las revist as no m iró a las act rices. Muchas veces t rat aron de buscarle una novia. Las t raían por las t ardes y las sent aban en la sillit a de m im bre: una era rubia y con ant eoj os, la llam aban la inglesit a; ot ra era m orocha, con el pelo t renzado y coquet a; ot ra, la m ás seria de t odas, era una gigant a, con cabeza de alfiler. Fue inút il. Am ó por eso a Clem encia ent rañablem ent e, porque las m uj eres no cont aban para él. Pero una noche, un t ío de esos que no falt an, con una risa burlona en los labios, quiso cast igarlo por el sacrilegio que había com et ido con la bat a de la abuela, y de un balazo m at ó a Clem encia. Mezcladas al relincho de Clem encia se oyeron las carcaj adas del asesino. Cla ve l Clavel era blanco y cast año. Las punt as de sus pat as eran cast año oscuro, los oj os vivos, el pelo enrulado. Lo conocí en Tandil, en una casa de cam po donde fui en m i infancia a veranear con m is padres. Me esperaba m oviendo la cola, en la puert a de m i cuart o, a la hora de la siest a. Después de cinco días de conocerm e, m e seguía por t odas part es y m e quería m ás que a sus am os. Sus m odales eran ext raños e incóm odos; se abrazaba a m is piernas, o a m i espalda, arqueándose com o un galgo, cuando yo est aba sent ada en el suelo. La am ist ad que yo sent ía por él no m e perm it ía j uzgarlo severam ent e. Que fuera m al educado, que m e levant ara la falda con el hocico, no lo dism inuía en m i est im a. Un perro no puede conducirse com o un hom bre, yo pensaba. Hace cosas raras, cosas de perro. Esas cosas de perro m e pert urbaban. Esas cosas de perro parecían m ás bien de hom bres. Me repugnaba a veces. Yo le daba azúcar, pero lo m ism o era que no se la diera. La hij a del casero t enía la m ism a edad que yo, la llam aban " La boba" y est aba confinada en el últ im o cuart o del caserón, dedicada a rem endar las m edias de sus padres y herm anos, con un huevo verde de m at erial plást ico lleno de aguj as, que m e fascinaba. —Tan chiquit a y rem endando —decía m i m adre—. A ella t am bién Clavel la quería; era nat ural porque hacía m ucho t iem po que se conocían. ¡Pobre Clavel! , su vida de perro consist ía en visit arla y en visit arm e, por t urno. Rara vez nos encont rábam os los t res j unt os. Supongo que m is padres m e llevaban a hacer excursiones en las horas que ella t enía libres para j ugar y en las horas que yo est aba en la casa la m andarían a hacer com pras. Me despedí con pena de Clavel; con m enos pena de Bobit a. Al poco t iem po supe, de un m odo indirect o, que el casero había asesinado de un balazo a Clavel. Cuando pregunt é por qué, obt uve diversas respuest as: Clavel est aba rabioso; el casero est aba loco; Clavel había m ordido a la hij a del casero. Conservo una fot ografía de Clavel, pero no parece el m ism o perro. Nadie lo ent erró y algunas personas de la fam ilia hablaron m al de él. Albin o H or m a Albino Orm a era buen m ozo y zurdo, pero m anej aba bien la m ano derecha. Me dij o, un día, que m anchando una hoj a de papel con salpicaduras de t int a y doblándola por el m edio cuando la t int a t odavía est aba fresca, no sólo se podía ( de acuerdo con la im agen que vería en esa m ancha) sacar conclusiones sobre el est ado psíquico de una persona, sino conocer t am bién la fecha o la circunst ancia 41 de su m uert e. Com o a m í m e int eresaban las bruj erías ( él m e aseguraba que se t rat aba de algo cient ífico) acept é que hiciéram os la prueba. Nuest ro idilio duró una sem ana. A veces yo no iba a las cit as porque t enía que pasear con I rm a. Salí un día con él, en bot e, por el lago de Palerm o. Nos acercam os a la isla prohibida y ahí nos baj am os. Después de besarm e buscó en el bolsillo un papel y una lapicera fuent e. Le ret iró el capuchón a la lapicera y la sacudió sobre el papel hast a que se form ó una gran m ancha de t int a; luego dobló en dos el papel y lo oprim ió con los dedos; cuando lo desdobló, vim os una figura ext raña, que parecía un m urciélago. Me explicó que la vida, a ej em plo de esa m ancha, era sim ét rica y que ent re las prim eras y las últ im as experiencias había una relación est recha. La vida era com o esa m ancha. Todo se repet ía: si a los ocho años de haber nacido él había sufrido un accident e, ocho años ant es de m orir sufriría un accident e sim ilar. Si a los nueve años de nacer el individuo había sido int ensam ent e feliz, nueve años ant es de m orir volvería a ser int ensam ent e feliz, por m ot ivos parecidos. Si a los t res años probaba el gust o de la banana, t res años ant es de m orir descubriría, por ej em plo, el gust o parecido de la chirim oya. Si a los cinco años conocía a un Luis barbudo, cinco años ant es de m orir conocería a un Juan o a un Carlos barbudo. Con el pret ext o de averiguar la duración de m i vida le hice confidencias. Sobre la m ancha com o sobre un m apa anot aba los hechos m ás sobresalient es, siguiendo los cont ornos de aquel dibuj o m onst ruoso. Com probé que, en efect o, exist ía una sim et ría ext raña, casi perfect a, ent re m is prim eras experiencias y las que consideré, en ese m om ent o, m is últ im as. Así fue com o Albino descubrió m i t raición y t am bién m i m uert e, que ocurriría pront o ( por lo que m e perdonó) . Aquella et apa de m i vida correspondía, según sus cálculos, a m is seis años; el niño Juan que conocí en la plaza, correspondía a Albino Orm a. Mient ras las niñeras conversaban con ínt im a anim ación, nosot ros, Juan y yo, escondidos det rás de los arbust os, j ugábam os a j uegos inocent em ent e obscenos. No recuerdo m uy bien en qué consist ían esos j uegos, porque eran t an com plicados que sólo un niño podría ent enderlos. Devast ados planet as oscilaban en m i m em oria cuando viaj ábam os hast a la est rat osfera en los colum pios. Fornicar era una de las palabras m ás at rayent es en el libro de cat ecism o. Queríam os en la práct ica descubrir su significado. Lo descubrim os. Juan era t an precoz com o yo y m e cubrió de oprobio cuando blandió su sexo com o un palo cont ra m í. Soport é aquello con heroísm o, pero j uré vengarm e y lo hice en la prim era oport unidad. De una venganza a veces nace el afect o. Seis años era poco t iem po para vivir un am or t an apasionado com o el nuest ro. Albino se ent rist eció; yo en cam bio sent í con m ás int ensidad la alegría de m i vida, que em pezaría a ext inguirse. La hij a del frut ero venía a casa, con el repart idor, y m e hice am iga de ella. Jugam os en la plaza y m e apart é de m i lascivo am iguit o, haciéndole desprecios. El fin del am or de Juan est aba t an cerca de m i nacim ient o, com o el fin del am or de Albino de m i m uert e. Por pudor no relat o los porm enores de m i experiencia con Albino Orm a: concuerdan exact am ent e con los de Juan, el niño de la plaza. Con él t am bién viaj é hast a el cielo en los colum pios, pues el am or nos vuelve a la infancia. An a m n e sis Mi pacient e t iene una idiosincrasia ext ravagant e, m em oria, una sensibilidad, una presciencia infat igables. 42 un organism o con Preparada desde la m ás t ierna infancia para el cont agio absorbe gérm enes y cont am inaciones a velocidades incont rolables. Mej or sería no hablarle de incest os. Un rencor ancest ral duerm e, m ás bien, vela, en sus ent rañas. Séquit os de m at erias inalienables cuyos orígenes oscuros se desconocen hacen abort ar sus m ej ores planes. No puede abrir un caj ón para buscar un lápiz violet a. ¿Por qué violet a?. Dice que las palom as t ienen algunas plum as de ese color sobre el pecho. Si int errogo ext rañado: —¿Violet as? —prot est a. —No. No son violet as. Si insist o en pregunt arle: —Ent onces ¿por qué dice que son violet as?. Responde: —Son com o si fueran violet as. No puede t apar el pom o de la past a de dient es, ni recordar la fecha del cum pleaños de una persona que ofende el olvido. Cualquier plum a la m ort ifica severam ent e salvo las del pavo real que colecciona y guarda en una enorm e caj a de bom bones. El incum plim ient o variado de sucesivos suicidios ( salt os en el abism o, venenos, t aj os en las venas, t iros en el abdom en) m odifican el esquem a int erior de su esquelet o. Quien no la oyó reír no conoce la em oción de su fragilidad capilar. Una aguj a viaj ó por su cuerpo durant e m uchas horas. Ant es de llegar al pecho se det uvo: con un brillo helado cam bió de rum bo y se clavó sobre la rosa art ificial que sost enía en ese m om ent o la m ano delicada de m i pacient e creyendo que form aba part e de la m ano. Am ó hast a el delirio una voz, una m irada det rás de un vidrio, sin ot ros adit am ent os, una frase que una persona j am ás llegó a decir pero que t al vez habría pensado sin expresarla con un leve suspiro pensando en ot ras cosas. Tem e la giba de la ancianidad, el insom nio de la hipert ensión en los espej os de t res cuerpos. Presient e la incongruencia de los espasm os abdom inales el servilism o del riñón flot ant e en la epiderm is de una fot ografía de pasaport e, que no fue acept ada en el depart am ent o cent ral de policía. El pelo sufre las m ás ext rem as t ransform aciones: de noche sobre la alm ohada suena com o la cuerda de un arpa. Pasa del rosa al verde asom ado a la vent ana del día, eléct rico, est rem ece a quien lo t oca. He oído decir a m i pacient e que adopt a voz de nena y a veces hast a de laucha para narrar su sensibilidad. —Mi pelo t iene orej it as t iene t am bién oj os ( com o la cola del pavo real) . Tem e ver a una persona que desea ver con ansias en cam bio se apresura a ver a las que le son desagradables. Com o ust ed. Un hom bre que la m ira m at a a m i pacient e. Un perro que la sigue la esclaviza. Un niño que la busca la obnubila. Un durazno m aduro la hipnot iza. Una t um bergia en flor la vuelve loca. Convendría no pert urbarla. Transcribo nuest ro diálogo: —Los m édicos m e nut ren de enferm edades num erosas para dist raerm e de las m ías. Los caram elos sirven para esos fines: m e convidan con m icrobios seleccionados porque m e creen golosa y no quiero defraudarlos. Yo la int errum po. —¿Defraudar a quién?. ¿A los caram elos o a los m édicos?. A est a pregunt a capciosa invariablem ent e cont est a: —A los caram elos porque los m édicos no exist en. Llego a una t rist e conclusión: Mi pacient e es m ent irosa. 43 Mas ¿cóm o desent rañar la verdad de la m ent ira?. Si exist e una verdad. Mej or sería no ofrecerle caram elos sino com erlos en su presencia para despert arle el apet it o. Mi pacient e am a con el páncreas con el plexo solar y con la m édula. Espera con la gargant a y con las rodillas. Tem e con las recóndit as venas. Con el sexo prom et e ¿qué? nada que el sexo pueda dar. Oye con los pies y las axilas ( aunque m ient a diciendo que es con la boca) . Aborrece con las art erias y con el riñón derecho ( el izquierdo lo ha donado) . Arbit raria, m uerde con los om óplat os, operación difícil pero posible. Ningún crom osom a es t an sut il, ninguna físt ula t an corrosiva, ningún virus t an arcano com o su corazón, único órgano perfect ible del cuerpo. Tuvo relaciones ínt im as con t res est afilococos dorados sobre alm ohadones de dam asco am arillo. De un exam en de fondo de oj o logré ext raer sin m odificaciones aparent es el dim inut o cairel de una araña y un dij e de plat a m inúsculo, con una figura grabada que no descifró ni pudo descifrar ninguno de m is colegas. I rrit adas am ebas, prest igiosos virus le anularon insust it uibles años que ningún m édico por com pet ent e que sea le devolvió. Los m ovim ient os del colon dibuj aron graciosas figuras t elevisadas en blanco y negro parecidas al fondo del m ar. —En cada ser est á el universo —exclam ó con indiferencia—. Sus excrem ent os olieron a j azm ín cosa que no es frecuent e, aunque el j azm ín llegue a t ener olor a excrem ent o. Mast icó lent am ent e en un cerebro ilusorio los nom bres propios que m olest an la m em oria de cualquier ser hum ano capaz de escribir una palabra sobre un papel de seda. Huyó del escorbut o y del carbunclo con las alas que da el t iem po. Huyó de la m alaria en sucesivas reencarnaciones sin cont ar la viruela la lepra y la fiebre am arilla que buscó ent re las rosas de un j ardín orient al en las orillas crecient es de la put refacción. Y t odo eso para seguir viviendo, m uriendo, ignorando a veces que la volunt ad del alm a es una sola. Heredó la barriga de una ninfa de bronce que sost enía una ant orcha para ilum inar el descanso ant iguo de una escalera los celos incont enibles de la cocinera por t oda voz t elefónica la aguda vist a de la bordadora que hacía las veces de inst it ut riz francesa el rem olino de la cej a derecha en un ret rat o del t at arabuelo la afición por los caram elos ácidos del consabido port ero que le enseñó a j ugar al t ruco a los cinco años con naipes húm edos y bolit as de vidrio la agilidad de la t ía Clorinda que era capaz de t reparse a una palm era para j unt ar huevos de urraca o de palom a a la hora de la siest a. Heredó y est o parece una ut opía el cut is de las m agnolias que en los floreros daban con su perfum e dolor de cabeza para el rest o del día. Heredó con t oda reserva el ím pet u avasallador de algunos adornos encerrados en la vit rina de una sala: un t igre de m arfil rodeado por una serpient e con flores perversas. Heredó la belleza ¡quisiera saber de quién! ella dice que la heredó de un plat o sopero donde en el fondo de la sopa de t apioca, brillaba siem pre Diana Cazadora. De las consecut ivas m añanas de prim avera la m ent ira. De un gat o la ent rega aparent e de sí m ism a a cualquiera o a nadie. De Narciso en un libro de m it ología am arse por sobre t odas las cosas. Heredó del lebrel la elast icidad y la dulzura el color de los dient es y de la lengua y ese apet it o incont enible frent e a cualquier plat o de carne condim ent ada. 44 Heredó el vaivén de la m ecedora y del colum pio de la plaza donde grabó en la m adera del asient o sus iniciales. De los sapos la voracidad sexual que dura t ant o en apagarse com o las noches de Alcm ena. Aunque nunca t rabaj ó en un circo de cont orsionist a com o era su vocación sus art iculaciones t an floj as podían desm em brarse, lo he com probado, en pocos m inut os, sin inst rum ent os quirúrgicos ni la habilidad t écnica que ya he olvidado pero que inspiraba la adm iración de m is condiscípulos. Clot ilde I fr á n Lloró t odo el día por el t raj e de diablo que no le habían hecho. Falt aban t res días para Carnaval, la fecha de su cum pleaños. Su m adre no t enía t iem po para ocuparse de esas cosas. —Buscat e una m odist a. Ya t enés nueve años. Sos bast ant e grande para ocupart e de t us cosas. El cant o de las chicharras, las flores de las cat alpas con elocuencia señalaban el verano y el m aravilloso m ist erio de las proxim idades de Carnaval. Clem encia buscó la libret a viej a donde est aban anot ados los núm eros de t eléfono. En la let ra M encont ró el núm ero de una m odist a que había m uert o hacía ocho años. Decía así: Clot ilde I frán ( la finada) . Pensó: ¿Por qué no la voy a llam ar?. Sin vacilar m arcó el núm ero. La at endieron en el act o. I nt errogó: —¿Est á Clot ilde I frán?. La voz de Clot ilde I frán respondió: —Soy yo. Con t odos los porm enores de sus desvent uras Clem encia explicó lo que le sucedía. Clot ilde I frán con bondad la escuchó. Prom et ió buscar el género. Tenía las m edidas de Clem encia. Recordó que no hacía un año le había hecho un vest ido de fiest a. I ría a probarle el vest ido al día siguient e, a la hora de la siest a. Clem encia no dij o nada: era la pequeña venganza que ut ilizaba en cont ra de su m adre por no haberse ocupado del t raj e de diablo. Durant e las horas que esperó a Clot ilde I frán, Clem encia no com ió ni durm ió. Cuando llegó Clot ilde I frán se sent ía envej ecida. No había nadie en la casa. Se hubiera dicho que los reloj es se habían det enido. Clot ilde I frán desenvolvió el t raj e, sacó las t ij eras y los alfileres de su cart era, se enj ugó la frent e y, arrodillada frent e al espej o, le probó el t raj e de diablo, que olía a aceit e de ricino. Le quedaba m uy bien, salvo los cuernos del gorro y las cost uras del pant alón que en cinco m inut os se podían corregir con unas punt adas. —¿Cuánt as diabluras harás? —m usit ó la m odist a con una sonrisa dist raída. Clem encia sint ió una gran sim pat ía por Clot ilde I frán y se echó en sus brazos. —Te llevaría conm igo a m i casa. Tengo bom bones y una caret a preciosa — exclam ó con t ernura—, pero t engo m iedo que t u m am á no t e dé perm iso. —Tengo aquí la plat a para pagarle la hechura —dij o Clem encia abriendo un m onedero de m at erial plást ico—. —Es m i regalo de cum pleaños —respondió Clot ilde I frán, al despedirse—. Una luz oscura resplandeció en sus oj os enorm es. —Quiero irm e con vos ahora m ism o —prot est ó Clem encia—. No m e dej es. —Vam os —dij o Clot ilde—. 45 Envolvieron el t raj e de diablo en un papel de diario para llevarlo y dej aron la valij a con el cepillo de dient es y el cam isón. Las dos salieron t om adas de la m ano. M a lva Era preciosa, pero de im proviso se volvía fea. Sus enorm es oj os, sin perder el brillo afiebrado, podían achicarse; su boca sin labios t am bién. La recuerdo en un casam ient o rodeada de flores el día que la conocí. ¡Pobre Malva López! . Com o en las cabinas de t ransm isiones, en las paredes de su dorm it orio había corcho; com o en las ciudades m uy frías, géneros rellenos de guat a; com o en los cuart os de j uguet es para niños, colores celest es por t odas part es. De igual m odo los picaflores inst int ivam ent e hacen sus nidos con el algodón del palo borracho, que aísla los ruidos, con flores de t ilo que son sedant es, con pét alos de j azm ines del cielo que son celest es. Yo sé que t om aba en lugar de t é agua de azahar y en lugar de aspirina, Sedobrol, que ya pasó de m oda. No parecía sin em bargo nerviosa. Cuando pienso en est a hist oria creo que soñé, pero la prueba de que no sueño est á en los com ent arios y chism es que oí a m i alrededor. La prim era vez que Malva m ost ró su desm edido grado de im paciencia fue en la escuela, cuando t uvo que hacer un t rám it e para su hij a. Media hora esperó que la at endieran en el pat io de la escuela, luego ot ra m edia hora en la secret aría. Oír canciones folklóricas y zapat eos en los pisos alt os del est ablecim ient o no bast ó para t ranquilizarla. Durant e ese lapso su im paciencia creció y la desfiguró. En el m om ent o en que rom pió con los dient es uno de sus guant es, se le cort ó la respiración. Lo sé por una de las m aest ras de t ercer grado que la vio. Cuando quedó sola —que esperara ese m om ent o prueba que se dom inaba un poco— se com ió el dedo m eñique de la m ano izquierda. ¿Por qué el m eñique y no el pulgar o el índice?. ¿Por qué el m eñique?. ¡Debía de ser t an incóm odo! . Felizm ent e los guant es no est aban del t odo rot os y pudo esconder aquel día adent ro del guant e la m ano ignom iniosa. Dicen que Malva no sabía cont enerse. Nada m ás falso. ¿No fue acaso por obra de su volunt ad que cont uvo la sangre de la herida que nat uralm ent e hubiera corrido a borbot ones revelando su oprobio?. Los yoguis, los espirit ist as, sólo ellos pueden hacer est as cosas. El segundo episodio ocurrió en un t axím et ro, que la conducía a Villa Urquiza, a visit ar a una señora enferm a. En el paso a nivel de Belgrano R. baj aron las barreras en el preciso m om ent o en que iba a pasar. La dem ora fue int erm inable. Prim ero pasó un t ren que cam bió de vía, después una locom ot ora que ret rocediendo y adelant ando m aniobró com o un j uguet e, durant e m ás de un cuart o de hora; después un t ren de carga con fardos de avena y anim ales; después un raudo y vano t ren eléct rico. En el ínt erin Malva t rat aba de dist raerse con unas plant as que vendían en un vivero, em plazado en los bordes de las vías. Reconoció los nom bres de algunas flores y de algunas enredaderas. En un carrit o est acionado j unt o al aut om óvil quiso com prar unas naranj as; se las pusieron en una bolsit a de papel aguj ereado y, sin darle t iem po a subir al aut om óvil, cayeron y rodaron. Com enzó a crecer su im paciencia de m anera alarm ant e. Recogió sin em bargo las naranj as, una por una, para dist raerse, pero no t uvo t iem po de llegar al aut om óvil; agachada, recogiendo la últ im a naranj a, se com ió la rodilla hast a el hueso. Com o la vez ant erior no brot ó sangre, com o lo requería el caso. Subió al aut om óvil con la naranj a en la m ano. La falda felizm ent e le cubría la rodilla y de ese m odo ocult ó la herida, que era horrible. 46 El t ercer episodio fue en la fábrica de alpargat as de la calle Moreno. Com o las alpargat as iban a subir de precio, le convenía llevar por lo m enos una docena. Después de elegir las del color y la form a que le gust aban, las pagó para apurar el t rám it e. El vendedor salió en busca de los doce pares de alpargat as. Cada vez que volvía era para t reparse a una escalera de m ano y hurgar en las est ant erías. Malva creía que ya le ent regaban las alpargat as rest ant es, pero el hom bre con rapidez desaparecía de nuevo. Malva em pezó a im pacient arse. Ella m ism a, por su cuent a, em pezó a probarse las alpargat as que sacaba de las caj as y que no correspondían al núm ero que buscaba. De t ant o ponérselas y quit árselas se le corrió un punt o de la m edia Circe, el últ im o par que le quedaba de un precioso color de zanahoria. En cuclillas siguió probándose, hast a que la port era del local, arm ada de una escoba, la barrió creyendo que era una som bra un poco m ás abult ada que las ot ras. En ese m om ent o Malva se m ordió el hom bro; era difícil pero en ciert os m om ent os, cualquiera hace una cosa difícil. El m ordisco llegó, com o en las ocasiones ant eriores, hast a el hueso, y at ravesó los t endones con sum a facilidad. A part ir de ese día la gent e com enzó a com ent ar m alignam ent e la m ano est ropeada de Malva. Nadie pudo ver ni la rodilla, ni el hom bro, ni ot ras part es m agulladas, siem pre cubiert as; pero la m ano, aun con el guant e, no lograba disim ular la falt a del dedo. Dij eron que en épocas ant eriores a su casam ient o, Malva, con serias dificult ades económ icas, había t rabaj ado en una fábrica de em but idos y que ahí las m áquinas le habían am put ado un dedo. Ment iras t odas, pues Malva j am ás había carecido de m edios para vivir holgadam ent e. Tam bién dij eron que en un picnic, a la hora de la siest a, un m ono le había com ido el dedo, creyendo que era un ej em plar de la bananit a llam ada dedit o de oro. Malva nunca probó una banana, j am ás fue a un picnic y m enos en Brasil, donde hay t ant os insect os. El m undo es perverso, pero Malva ignoraba lo que decían de ella. Est o fue una suert e, pues bast ant e desdichada era ya con lo que le sucedía. Sin poderlo rem ediar, fue dest ruyendo, en sucesivos m om ent os de locura, las part es m ás difíciles de alcanzar, de su carne. Por un ascensor dem orado en algún piso, por un t eléfono público que se t ragaba las m onedas, por un t rám it e dem asiado largo en el Depart am ent o Cent ral de Policía, por una cola int erm inable form ada en queserías, donde se encaprichaba en com prar personalm ent e queso Parm esano, por la conversación de una m uj er charlat ana, por la incom pet encia de una vendedora que se equivocaba de m ercadería y explicaba por qué se equivocaba, sin t raer nunca la m ercadería, quedaban pocas part es del cuerpo de Malva sin m ordiscos que llegaran al hueso. Ella, t an aficionada a vest irse con t raj es de baño o de baile, rehuía los veraneos y los bailes, porque no podía exhibir su piel. En los últ im os t iem pos en que m is am igos la vieron no necesit aba de casi nada para im pacient arse. La últ im a vez fue por un pucho encendido, que el m arido t iró sobre la alfom bra, recién t raída de la t int orería. El espect áculo result ó sorprendent e. Yo no sabía que Malva t uviera t ant a elast icidad en el cuerpo. Hubiera podido t rabaj ar de cont orsionist a en un circo. Se arqueó com o una víbora, y echando la cabeza hacia at rás, se m ordió el t alón, hast a arrancárselo. Felizm ent e llevaba puest a una culot t e negra, de ot ro m odo el espect áculo hubiera sido indecoroso. Había gent e: el m inist ro de educación y una pianist a it aliana, a la elegant e luz de las velas. Algunas personas est úpidas aplaudieron. El m arido de Malva la arrast ró, no sé dónde, fuera de la sala. Una hora después apareció solo y anunció que su m uj er se había sent ido m al y que se había acost ado. Al alej arse, poniéndose bufandas, som breros y abrigos, las visit as m urm uraron algunos lugares com unes: " Hay que nacer acróbat a" , " Hay que em pezar desde la infancia" , " No se pueden hacer esas cosas de un día para el 47 ot ro" , " Hay que dar t iem po al t iem po" , " ¿Se acuerdan de Claudia, cuando se desnudó?" , " Y Robert o que perdió el brazo izquierdo" , " Caram ba, caram ba" . Al día siguient e m e anunciaron la m uert e de Malva. Fui al velorio. Le habían cubiert o la cara con un velo espeso. Supe que no habían t ocado ningún obj et o de su cuart o, para que yo eligiera, en m em oria de ella, el que m ás m e gust aba. Me hicieron pasar. En el suelo quedaban aún las m arcas de pasos m oj ados, sobre la m adera del piso, que com unicaba con el cuart o de baño. Las m iré at ent am ent e. No eran im pront as de pies hum anos. Parecía que un perro o un lobo hubiera rondado por ahí. Sobre su m esa de vest ir m iré el peine y el cepillo con rest os de cabellos. Pero, qué digo. No eran cabellos; nada de hum anos t enían esos pelos cort os, duros, negros, con las punt as roj izas. Al pie de su cam a encont ré t res huesos, realm ent e preciosos, de form a caprichosa. Reconocí el buen gust o de Malva, que descubría la belleza en t odas part es. Pregunt é a su m arido para qué Malva coleccionaba esos huesos, aunque bien sabía que eran adornos. Me respondió que los usaba para afilar sus dient es. " Era t an excént rica" agregó con risa de lobo. Ent onces recordé la risa cont agiosa de Malva. Una risa ext raña, aguda, int em pest iva, t al vez cont agiosa. A veces yo m ism a m e sorprendo riendo así. No creo que nadie la quisiera m ucho; a m í se m e cayeron las lágrim as. ¿Acaso uno quiere a las personas por sus cualidades m orales?. El cariño es un m ist erio. Volví j unt o al caj ón, que habían dej ado solo, y arranqué el velo que la cubría, para verla por últ im a vez. Debaj o del velo, que t em blaba a la luz de los cirios, no hallé nada, sino el horrible encaj e t ieso y blanco, dest inado a adornar a los m uert os. Nunca sabré si Malva m urió, si se dest ruyó ínt egram ent e a m ordiscos, si est á encerrada en algún lugar de la ciudad o en selvas de Brasil, donde a veces sueño que se ha perdido, después de huir en un barco. Est a ciudad no era para ella. Que t erm inara t an pront o de com er su propio cuerpo era hum anam ent e im posible. Yo creo que aún le quedaban m uchos dedos, una rodilla, un hom bro, la nuca, las pant orrillas, t odos sit ios alcanzables para la boca de una cont orsionist a com o ella. No ha m uert o, pensé, y est a sospecha m e pareció m ás horrible que la cert idum bre de su m uert e. Fide lida d Nadie sabía que éram os am igos. Nadie oyó los diálogos, ni vio las m iradas que nos sirvieron de vínculo. Nadie sabía que año t ras año nos cit ábam os, a m ediados de la prim avera, en la gloriet a silvest re de las barrancas que daban al río, y que est as ent revist as duraban hast a el fin del ot oño, y que año t ras año, com o sucede en los cuent os y en la vida real, hablábam os de las m ism as int erm inables, ínt im as cosas. No falt ábam os j am ás a las cit as. Yo acudía a veces con un som brero de paj a sucio, cuyas alas pint aban som bras en m i cara ovalada; ella, con un reflej o alado en sus oj os parpadeant es. No sé bien de qué hablábam os, pero m e avent uro a evocarlo: yo, de un anzuelo con carne cruda en la punt a del hilo de una caña de pescar; ella, de un horm iguero im port ant e, con t úneles y edificaciones sólidas; yo, de una est at ua de t erracot a y de un avión, y del avión a chorro; ella de las sem illas que hay en la basura; yo, de las fornicaciones debaj o de los puent es; ella, de los gusanos, de las alm endras, de las flores violet as de los paraísos, del est iércol dorado; yo, de los zafiros, de las esm eraldas, de los rubíes del reloj . La m uert e no nos separaba. La m uert e no 48 int errum pía el coloquio inalt erable de nuest ras voces. Sin em bargo el t iem po pasa, suele pasar a veces. —No m e am as bast ant e —yo le decía—. A veces t engo que esperart e. —¿Qué es am ar? —m e pregunt aba—. —Am ar es una cosa siem pre diferent e —le respondía—. —¿Pero qué sabor t iene?. ¿Qué hábit os?. —Sabe a m iel, a lluvia, a polvo, a barro, cuando llueve. Sus hábit os son m últ iples, t an m aravillosos com o horribles a veces. —¿De qué t e servirá?. —De nada. —¿Para qué quieres que t e am e, ent onces? —Para que podam os hablar—. —¿No hablam os?. —No hacem os ot ra cosa. —¿Ent onces, t e am o?. —Me am as, sin duda m e am as. Cuando llegábam os a proferir est as últ im as frases, la noche invariablem ent e caía y el sueño nos t um baba en nuest ros lechos. A veces soñábam os el uno con el ot ro. No soñábam os con ot ras cosas. El sueño no nos separaba, t am poco nos separaba la m uert e, ni el t rabaj o, ni las dist racciones, ni la crueldad, ni la fam ilia. Sin em bargo el t iem po pasaba y com o suele acont ecer pasaba j unt o a la felicidad, rozándola, carcom iéndola com o si no hubiera exist ido. El som brero de paj a cada vez m ás sucio, am arillent o com o las hoj as encendidas de una fogat a, se rom pía; la gloriet a se resquebraj ó en sucesivas t orm ent as. Yo cam bié de vest iduras y de cost um bres. Casi podría decirse, de cuerpo. La ingrat it ud no es necesariam ent e pura. Dist raído, ya borracho, acudía al Night Club y acariciaba con la punt a de los dedos y de las m iradas las alas de la am ada ausent e convert idas en ot ras alas, los oj os convert idos en ot ros oj os. ¿Se t rat aba de un ángel?. Una descripción m inuciosa nos ayudaría t al vez a descubrirlo. Unos pequeños espej it os en form a de rom bos o de t riángulos pegados a un t ul azul eléct rico relum braban en las noches; sobre esas capas consecut ivas de t ul se hallaba un corselet e verdoso de t erciopelo, cuya suavidad se asem ej aba a los pét alos de las rosas; un acerado relám pago de lent ej uelas repet idas al infinit o, irisaba el cont orno del ruedo de esa falda que se plegaba y se desplegaba al vient o com o dent ro del agua las alet as de algunos peces, o algunas plum as de la cola, en abanico, del pavo real. Se t rat aba del vest ido de una m uj er, y com o ese vest ido revest ía un cuerpo creía que m e había enam orado del cuerpo. Todo el m undo oyó las palabras que nos decíam os ( sólo la infancia m ant iene secret os inviolados) . Para besarnos, a veces nos dem orábam os en los zaguanes, en los corredores, en los ascensores, para ocult ar los proyect os que nos decíam os al oído. Todo el m undo sabía que éram os am ant es y que nos encerrábam os en los cuart os de una casa am arilla, con las persianas cerradas, para escondernos. —No m e am as bast ant e —yo le decía—. A veces t engo que esperart e, no com part es m i ansiedad. —¿Qué es am ar?. —No m e lo pregunt es, el m undo est á lleno de t ram pas. Am ar es sufrir, pero t am bién es la felicidad ( o se le parece) . —¿Para qué quieres que t e am e si am ar es sufrir y la felicidad es ilusoria?. 49 —Para que hablem os. —¿No est am os hablando? —Sí. —Ent onces, t e am o. Y dej aron de hablar. El vest ido est aba sucio, rot o, no brillaba en la noche. ¿Dónde est aban sus alas, sus espej it os? —Un día m e olvidast e. —Nunca t e olvidé. Am é t u recuerdo en un vest ido —dij eron en la gloriet a las dos voces que nadie oyó—. El ch a sco Yo fui acom pañada por una señora. Est aba ent eram ent e nerviosa hast a que llegam os. Tres horas duró el viaj e, en aut om óvil, por cam inos de t ierra. Había barquinazos y un pant ano donde casi nos quedam os a pasar la noche. Llegam os con el últ im o rayo de sol. En un convent illo, en un pat io, est aba el cuerpo; lo habían colocado en un sillón; no era un sillón, no era una m esa, no era una cam a; era una especie de cam a t urca. Yo la m iré y m e di cuent a de que no era Eleodora... por el pelo, por la frent e, por las m anos que las t iene t an bonit as. Ahora ust ed sabe que m uchos m uert os cam bian; no parecen la m ism a persona. Por m om ent os m e sent ía m uy decaída. ¿A ust ed no le pasa a veces? Yo m e sent ía que no era yo. Yo era ot ra persona. Tuve que t om ar algo en el hot el de enfrent e. No sé explicarm e. En el pueblo de Chascom ús, en un convent illo, en un corralón m ás que un convent illo, ahí, en una especie no digo de cam a, en una especie de diván t urco, est aba el cuerpo. Yo t em blaba. Lo dest aparon y al dest aparlo m e di cuent a de que no era Eleodora. Tenía un t raj e azul, t ipo cam isa, pero reconocí que no era ella, por el pelo, por las m anos. No eran las m anos de Eleodora, porque Eleodora t iene unas m anos con anillos m uy finos. En seguida la t aparon con unos t rapos viej os, con una lona. Un det alle desagradable: había m uchas m oscas. Había dos de la policía, gent e de allí. Había un padre, un cura para darle ¿cóm o se dice? la bendición que se les da a los ahogados. Cuando m e m ost raron el cuerpo, no podía creer. Est aba un poco pálida y dij e " Oh, Eleodora" , pero después m e di cuent a de que no era ella. Buscaban a alguien que conociera el cuerpo. Eran exact am ent e las dos m enos diez de la m añana; a esa hora hace frío aunque sea verano. Me cubrí con un poncho las rodillas, porque en las rodillas es donde se t iene frío. Haría t res o cuat ro horas que la habían sacado de la laguna de Chascom ús. El cadáver no est aba descom puest o. Est aba m oj ado, eso sí, com o un alga; est aba rodeado de agua, de charquit os de agua. Era flaca, m ás bien flaca, de t reint a años, póm ulos hundidos por la desesperación de los ahogados. Se m e borraron m uchas cosas, ahora m e acuerdo; había paisanos im presionados. Ent re ellos hablaban. Había un m édico, sí, un doct or que t om aba los dat os. Y m e pregunt aron varias veces, m uchas cosas. Decían, allí, t odos, que la conocían: que era una Eleodora Albert , una borracha que no sabía lo que decía. Trabaj aba de cocinera, en una casa. La habían vist o de noche a est a Eleodora Albert en un café, en una t aberna m ás bien, en un alm acén, ust ed sabe, donde los hom bres se em borrachan con grapa. Yo la sent í m ucho, créam e. Con decirle que la lloré por t eléfono, ant es de saber que no era ella. Fue un chasco. Parece que ahí en Chascom ús había una m uj er, ¿cóm o explicarle?. Una m uj er de m ala vida, una loca, una m uj er cansada de la vida. A esa m uj er le gust aba ir a la laguna. Com o quien se t ira desde un balcón se t iró a la laguna, porque no sabía nadar, en cam bio Eleodora sabía nadar m uy bien y por eso iría a la laguna. Ahora est á la diferencia de clase, se not a en seguida que no era de 50 nuest ra clase. Yo lo not o en seguida en las personas m uert as. Por las m anos, por la cara, por m ás que Eleodora est á en m alas condiciones: olor desagradable, pelo sucio, no se lava los dient es, m al vest ida. Se ve que es fina cuando se arregla. Le j uro por Dios que no se baña hace un año, m e lo dij o últ im am ent e. Aunque siem pre t iene los oj os brillosos com o de t erciopelo y el pelo bonit o, cast año. Cuando est uvo en el colegio de La Esperanza, en la calle Viam ont e 318, ella est aba con los Osit os. ¿No conoce los Osit os?. Los Osit os eran los chiquit os huérfanos. Ella era la educadora de est os chicos, que llam aba los Osit os. La llam aban de sobrenom bre o de seudónim o Ella. " Ella, Ella" , la llam aban los chicos en un gran pat io. Los llevaba t odos los dom ingos a m isa a los Osit os. Y la com pañera de ella era Herm inia Panseco. Voy a decirle la verdad. ¿Sabe lo que hacían?. Repuj ados. Tengo verdaderos adornos hechos por Eleodora Albert . Ahora le voy a cont ar algo int eresant e. Ant es de que se fuera a Chascom ús, m e vino a ver un chico, uno de los Osit os, que era bizco pero bueno, m e dij o que la encont ró t irada, com plet am ent e, en Leandro Alem . La ayudó a levant arse, con dificult ad, porque es flaquit o y la llevó a su depart am ent o y lloró porque era su educadora. " A nosot ros, los Osit os, Ella nos enseñó el bien y la encont ram os perdida" m e dij o. El chico lloraba, le aseguro. Con decirle que se le m anchó la cam isa. Ahora est á em pleado: fue Osit o de ella. Eleodora, con un delant al blanco, enseñaba religión m uy seriam ent e, clase de dibuj o t am bién. Ella no sabía dibuj ar. En el colegio no t enían baño. Era im presionant e. ¿Por qué, yo digo, Eleodora Albert , t an religiosa, t an refinada, vivía t an m al?. Ent onces fue cuando Herm inia Panseco la dej ó para irse a Córdoba. Despachó a los chicos y t ocó las cam panas, y m e llam ó y m e besó. Quería que quedara con ella en esa casa, con ese Crist o, figúrese. No dorm í con ella. Le puedo llevar chicos que le pueden cont ar lo que yo le cuent o. Exist e un colegio y la puert a del colegio La Esperanza t odavía est á en la calle Viam ont e 318. Siem pre que la encuent ro a Eleodora, ahora la encuent ro last im ada. No es que la golpeen. Es una cosa rara. " ¿El est ado de ella?" pregunt é. " Es el últ im o de una m uj er" m e dij eron. Era com o una herm ana de Caridad. Yo conozco a las herm anas de Caridad. El am or de ella era la de Panseco. Ahora ella quiso vivir conm igo. Yo m e reí a carcaj adas. Le j uro que Eleodora era t odo para m í. Cuando alguien hace algo por ella se acuerda. Tenía m uj eres y varones, pero Herm inia no le daba las m uj eres para las clases de dibuj o. Porque ust ed sabe que hay m uj eres que se enam oran de chicas chicas, chicas de convent illo, pero m onas. Lo disim ulaba bien. Eran com o beat as, pero yo m e di cuent a. Era buena, m uy buena. Los chicos le t enían t error. No les pegaba en el sent ido de pegarles; les grit aba. Com o educadora, no t iene m ucho dom inio. La adoraban, le t em blaban. ¡Que oj alá m is sobrinas t uvieran una gobernant a así! . Sacaba a los chicos a t om ar sol y aire en colect ivo. ¿Y quiere que le diga la verdad?. Me hacía hacer ej ercicios a m í t am bién. Era una m aravilla. Ella era com o la leyenda de los Osit os. Es un cuent o, un cuent o de chicos. " Pobre Ella" dicen los chicos t odavía. Después, t uve la not icia que la encont raron viva, m ás allá de Sevigné, en m uy m alas condiciones. Last im ada, herida no, last im ada, con la ropa dest rozada, rot a, y que la recogió el Ej ércit o de Salvación. Yo la sent í m ucho, créam e. Con decirle que la lloré por t eléfono, ant es de saber que no era ella. Fue un chasco. 51 M i a m a da Tenía los oj os verdes y alargados. Soy dibuj ant e y por eso t al vez pienso det alladam ent e en el cuerpo de Verónica, aunque adm ire sus excelencias espirit uales y la am e profundam ent e. No debía sin em bargo am arla: fui t raicionado, abandonado por ella, pero si pienso por un inst ant e sólo en su cabellera, t engo que am arla y olvidar el reit erado m al que m e hizo. La cabellera es t an inm em orial en el am or, t an cant ada com o la luna en el cielo para los poet as. Sirvió de don y de cast igo. Berenice la ofreció a Venus, Sant a María Magdalena secó los pies perfum ados de Jesús con ella, ¿por ella no fueron arrast radas a la m uert e Sant a Cat alina, Desdém ona, la m uj er de Barba Azul?. ¿La reina Filom ena no la ext endió com o una alfom bra para que el rey se arrodillara frent e a ella la noche de sus bodas?. Y decía ot ros disparat es por ese est ilo. Fue lo prim ero que conocí de Verónica y algo que no llego nunca a conocer del t odo. Si quisiera decir de qué color es, no podría: no por las t int uras ( m ezcla de m anzanilla y de agua oxigenada) que después supe que usaba, sino por la calidad de los reflej os que se infilt ran en ella com o en los caireles de las ant iguas arañas, que llevan los colores del arco iris. Desat ada, caída sobre los hom bros parece un m ant o cuyo ornam ent o principal es, en las punt as, el fleco, que podría servirle de flequillo; a veces es una enredadera t ort urada y sinuosa; a veces una cort ina fresca que j uega con el vient o o que m e am para; a veces una carpa donde se esconde y donde no m e dej a ent rar. Me sirvió de pañuelo, de alm ohada, de velo, de t apiz, de venda, de vest idura, de cubrecam a, de adorno. Fue lo prim ero que conocí de su cuerpo. Ciert am ent e la t oqué ant es que a sus m anos sobre la arena húm eda com o si hubiera sido una plant a j unt o a los t am ariscos. Ella t enía sueño aquella m añana ( lo supe después) , y det rás de sus ant eoj os de sol, yo no podía saber que sus párpados est aban cerrados. Sabía en cam bio que su cabellera enm arañada y fina se est rem ecía cuando el vient o sopló sobre m i boca. Me buscaba sin que ella lo sint iera. La respiré, la m ordí, la besé cont ra la arena. Desde aquel día fue m i cóm plice, m i part idaria, aun cuando nos peleam os. Est ábam os en una de esas playas cuya arena es com o el fondo de algunos baj orrelieves griegos donde no cabe ninguna ot ra figura ni adversa ni am iga. No advert íam os la prom iscuidad de nuest ros cuerpos, baj o el sol que nos est rem ecía. Apoyé clandest inam ent e m i cabeza sobre su cabellera ( que había ext endido sobre una t oalla) , para soñar que era m ía. La t oalla era celest e, con grandes flores de relieve y con un fleco im pecable que se m ezclaba con las punt as del pelo: era una suert e de cont inuación del cielo. Pero alguien a su lado le hablaba y al m irar el dibuj o de las som bras sobre la t oalla ent reví lo que significaba el sonido de su voz cont est ando am orosam ent e a ot ra persona que la conocía, que conocía su nom bre, su edad y t al vez los secret os m ás ínt im os de su vida. No m e dolió. Me indicaba sin em bargo la presencia de ot ro cuerpo que la am aba. Ant es que exist iera m i am or, ya exist ía esa ent rega t ot al de m i ser. Ant es que exist iera nuest ro vínculo, exist ió m i confianza ciega, incondicional, resuelt a. Se volvió y m e m iró fulm inándom e con la m irada. El m ovim ient o de uno de m is pies im pacient es llenó de arena su pelo. Tuve que alej arm e, arrancarm e, separarm e. El m undo m oderno con sus hacinadas playas perm it e la originalidad de est os encuent ros. A veces quisiera haber vivido en ot ras épocas, pero en est e episodio fui un privilegiado. 52 La cabellera de I solda, la de Juliet a, la de Melisandra, que baj aba por la vent ana al encuent ro de su am ant e, ninguna puede com pararse con la de Verónica. Me abrazaba sobre los sit ios donde se había acost ado; buscaba el hueco donde se apoyaba m i cabeza para susurrar a m i oído aquí est oy, bésam e. Durant e m ucho t iem po conocí sus est ados de ánim o por su cabellera, cosa que la pert urbaba. Menos inform at ivo es un t erm óm et ro. Era lacia y un poco m ás oscura cuando est aba t rist e, t am bién lacia ( de un m odo inconfundible) cuando había hecho el am or; era lacia t am bién cuando no se preocupaba en parecer m ás bonit a o m ás seduct ora. Era ondulada cuando est aba en la nat uraleza, dent ro de la nat uraleza com o dent ro de un huevo que no quería rom per para salir; era ondulada t am bién cuando se enfurecía por m ot ivos inj ust os; enrulaba ent onces en uno de sus dedos un m echón y lo m art irizaba hast a cansarse de él; era ondulada t am bién cuando se despert aba después de haber dorm ido en post uras desesperadas sobre la alm ohada. Muchas m uj eres usan peluca para fingir que t ienen m ás pelo, pero ella no necesit aba ese agregado. Sobre su cabeza planea la cabellera com o una aureola de sant a, que no part icipa de sus vicios. Gracia divina que es de ella pero sin em bargo no del t odo suya: est á unida a ella, pero separada por no sé qué m ágica som bra del nacim ient o. ¡Cóm o habría yo guardado las cint as que am orosam ent e t renzaron ( conviviendo con ella) su cabellera de niña! . ¡Cóm o habría yo guardado las punt as cort adas de pelo, que cayeron en los pisos de las peluquerías o de su casa, cuando se lo recort aba la m adre, la t ía o la sirvient a, para j ugar a las peinadoras, o para t rat ar de arreglarla m ej or en un día de fiest a! . ¡No lo puedo saber! . ¿Cóm o podría com prender que yo am é ( aparent em ent e) una part e de ella m ás que a ella m ism a?. En el hot el La Madreperla, sent ada en una m ecedora, se secaba el pelo con una pant alla. Su vida se resum ía en verano a secar y m oj ar, m oj ar y secar, el pelo que envolvía con num erosas horquillas; no m e im port aba su holgazanería. El verano es para eso. Su t area de dact ilógrafa la cum plía est rict am ent e cuando t erm inaban las vacaciones. " Nunca m e diviert o" m e decía; " No m e gust an las fiest as. No parezco una chica m oderna." Agregaba suspirando: " Soy ant icuada. No m e pint o los oj os, no fum o ni bailo rock and roll. A veces m e da vergüenza." Fui feliz con ella hast a el día en que le regalé el peine perfum ado. Un peine de ám bar que usaba con insist encia volupt uosa. En vano la visit aba y la esperaba. Siem pre en el m om ent o de besarla blandía com o un arm a el peine perfum ado y se peinaba nerviosam ent e, ignorando m i presencia. Nunca supim os cóm o se le form aban aquellos int erm inables nudit os en el pelo, que había que desenredar. —Verónica, un día acabaré por ahorcart e con t u propio pelo —le dij e—. Dam e el peine. —El peine es m ío. Podés hacer lo que quieras conm igo, pero no con el peine —m e cont est ó, t endiéndom e un largo m echón t ent ador—. —Sería fácil –exclam é—. —Ya lo creo —m e dij o—. Tom é en m is m anos su cabellera que dividí rápidam ent e en dos, le crucé las dos part es debaj o de su m ent ón y las anudé alrededor de su cuello con fuerza. Su cara se puso roj a, salt aron las venas de su frent e, puso en blanco los oj os, sacó un poco la lengua. —Est a es t u obra —le dij e—. 53 Pero no m e oyó. Se había desvanecido. Su m ano no solt ó el peine perfum ado. No logré est rangularla gracias a la suavidad de su pelo, cuyo nudo se deshacía para defenderla o para cont rariarm e, o para salvarm e de un crim en. Ahora, Verónica rehúsa verm e. A veces m e llam a por t eléfono. Am a n cio Lu n a , e l sa ce r dot e Tenía un t riángulo verde en el iris cast año de uno de los oj os, el pelo oscuro y lacio, las m ej illas hundidas, los póm ulos salient es, la boca violet a, com o una cicat riz. Lo vi una vez en m i vida, cuando yo t enía ocho años, pero nunca pude olvidarlo. Durant e un veraneo, t uve una ot it is infecciosa; m i m adre m e llevó a verlo al m onast erio. Hacía m ucho t iem po que yo sufría de dolores de cabeza cuyas causas ningún m édico supo descubrir y yo sabía que m e llevaban al m onast erio com o a ot ro consult orio. Esperam os a Am ancio Luna en un enorm e pat io lleno de sol; los cant eros t enían piedrit as bien cuidadas y una preciosa profusión de naranj os. Para endulzar m i sufrim ient o m i m adre m e regaló aquel día un paquet e de caram elos. Cuando apareció Am ancio Luna, con su hábit o oscuro y su rost ro grave, m e inquiet é. Luna se caló las gafas. Cerem oniosam ent e nos hizo pasar a su celda; m e quit ó el paquet e de caram elos y el abrigo. Después de m irarm e la orej a, salió al pat io a buscar algo y volvió. Volvió con una piedrit a que m e aplicó a la orej a. Me pareció al principio que la piedrit a m e quem aba; luego sent í un bienest ar ext raño. —¿No t e duele? —inquirió el sacerdot e—. Sacudí la cabeza. Mi m adre t ím idam ent e le pregunt ó: —¿Cura con piedrit as?—. En efect o, era un cura con piedrit as, pero advert í después que m i m adre le pregunt aba si curaba con piedrit as las enferm edades. El sacerdot e t ardó en cont est ar porque buscaba en m i orej a algún lugar que seguram ent e era la clave, el álgido punt o donde act uaría m ej or el calor m ilagroso de la piedra. Hábilm ent e colocó la piedra sobre el pabellón de m i orej a, luego puso m i m ano en el sit io donde est aba la suya para que yo m ism a sost uviera la piedra. Se acercó a un m ueble, abrió un largo caj ón lleno de piedrit as y las señaló: —Est oy en est e m onast erio gracias a est os obj et os aparent em ent e insignificant es —dij o con lent it ud—. Cuando yo t enía la edad de est a niña — prosiguió— j ugaba con las piedrit as del j ardín. El j ardín est aba aquí em plazado y rodeaba m i casa nat al. Yo no quería salir del j ardín, porque ahí m e ent ret enía m ás que en ninguna ot ra part e, y con razón. Una vez descubrí que en cada piedra Dios m e m andaba un m ensaj e divino. Ent re el pulgar y el índice el sacerdot e t om ó una piedra y, haciéndola brillar en el aire, la m ost ró. —¿Qué ve ust ed acá? —pregunt ó a m i m adre—. Un m onast erio ¿verdad?. ¿Reconoce la fachada?. Es ést e. Est aba en est a piedra, ant es de que yo lo hubiera hecho const ruir. Mi m adre suspiró elocuent em ent e. —¿Y su casa, la casa donde nació? —pregunt ó m i m adre—. —No pude conservarla. Result aba cost oso m ant ener los dos edificios. La hice dem oler. —Qué pena —exclam ó m i m adre—, era t an linda. Yo la veía siem pre cuando iba a la escuela. Me det enía a m irar los leones de piedra del port ón y el alj ibe con el brocal de m árm ol. 54 El sacerdot e hizo un adem án com o de espant ar una m osca y prosiguió con sus pregunt as: —¿Y acá? —dij o, t om ando ot ra piedra, com o si fuera un bom bón de chocolat e. —Veo a la Virgen con el Niño —susurró m i m adre, que se sonroj ó vivam ent e—. —Muy bien, m i hij it a. ¿Y acá —dij o el sacerdot e t om ando ot ra piedra ent re los dedos—. —Una sant a. —¿Cuál? Fíj ese bien. —Sant a Clara. —No, m i hij it a, Sant a Clara no lleva una corona de rosas, lleva en su m ano una lint erna. Reflexione un poco. Nuest ra Pat rona. —Sí, sí —dij o m i m adre—. Sant a Rosa de Lim a. —¿Y acá? —dij o el sacerdot e t om ando ot ra piedra ent re sus dedos. —Un niño. —¿Qué niño?. Vam os, m i hij it a. —El Niño Jesús. —Nat uralm ent e. ¿Cóm o no había ust ed de reconocerlo?. Mire —agregó, señalando con el índice los det alles de su cabellera—. No le falt an ni los rulit os. Mi m adre exclam aba con j úbilo: —Qué m aravilla, pero qué m aravilla. Ya no m e dolía el oído y ret iré la piedrit a del lugar en donde la había colocado el sacerdot e, pero m e ordenó sost enerla de nuevo hast a que la piedra se enfriara y con un adem án severo m e la aplicó ot ra vez sobre la orej a. Grit é porque sent í el ángulo de la piedra. El padre prior acudió para ver qué sucedía. Ent reabrió la puert a, chist ó, colocó el índice sobre su boca y, al vernos, abrió los oj os desm esuradam ent e. En verdad la piedra parecía m ágica o m ás bien diabólica pues t ardó m uchísim o en perder ese calor sedant e que t enía y que, pasado m i dolor, m e abrum aba. Mient ras t ant o m i m adre cont em plaba la colección de piedrit as que el sacerdot e le enseñaba. A la caída del sol salim os del m onast erio. Cinco pares de oj os en la puert a nos espiaron. Felices, yo de no sent ir m ás dolores en el oído y m i m adre de haber logrado que alguien m e sanara, ent onam os una canción y volvim os a casa. Fue a principios del ot oño cuando m i m adre, por una t ía, recibió la not icia de que a Am ancio Luna le habían quit ado los hábit os. Lo acusaban de pract icar bruj erías con personas enferm as, que iban al m onast erio a visit arlo. Mi m adre t uvo rem ordim ient os, porque pensó que t al vez nos habíam os dem orado dem asiado en la celda el día de nuest ra visit a. Hablaba con sus am igas de la aparición del prior y de los oj os que nos espiaban a la salida. Era probable, argüía, que hubiéram os despert ado sospechas, pues yo llevaba la cabeza vendada y con m is quej idos at raj e la at ención de algunas personas, cuando esperábam os, en el pat io, la llegada del sacerdot e. ¿Pero acaso no hacía t iem po que los m ét odos curat ivos de Am ancio Luna se conocían y se respet aban?. ¿En qué m om ent o t odo eso dej ó de parecer nat ural y se convirt ió en sacrílego?. Nunca lo sabríam os, pero m i m adre, que era m uy escrupulosa, pensó que t odo se había desencadenado aquella t arde. 55 Poco después leím os en los diarios que Am ancio Luna había m uert o. Según dij eron, en su m ano encont raron un piedrit a que llevaba, est am pado, su rost ro, con lágrim as. No falt ó quien at acara a la I glesia por no canonizarlo, pues parient es de Luna sost enían que la piedra, t odos los años, en la fecha de su m uert e, em it ía verdaderas lágrim as. La m u ñ e ca Todo el m undo dice: Yo t al cosa, yo t al ot ra, salvo yo que preferiría no ser yo. Soy adivina. Sospecho a veces que no adivino el porvenir, sino que lo provoco. En Las Ort igas com encé m i aprendizaj e. Tengo un consult orio en La Magdalena. Nubes de polvo, la policía, m is client es m e asedian. De acuerdo con la pericia de los m édicos, m is docum ent os de ident idad consignan que t engo veint inueve años. Mi m adre m urió el día de m i nacim ient o, así m e lo aseguran. Me dij eron, lo que prefiero ahora recordar, que alguien m e recogió una noche de enero, en los pot reros de Las Ort igas. A lo largo de m i vida, los inform es que m e dieron sobre m i nacim ient o fueron dispares. No t engo m ot ivos para creer en unos m ás que en ot ros. Sin em bargo, prefiero im aginar m i nacim ient o en esos pot reros, donde hay una laguna con sauces, y no en la ent rada del galpón, con t echo de zinc, donde alm acenan m aíz y lana. La laguna t iene m uchos páj aros y un lecho de arena blanca; los sauces proyect an som bras t em blorosas, que buscan las m aj adas y algunos caballos parecidos a Eribert o Sot o. El galpón est á lleno de gat os y de pieles de ovej as. De noche los gat os ululan y salt an sobre la balanza. Hay pulgas, m uchas pulgas, y horm igas coloradas. En alguna versión de m i nacim ient o, m i m adre era polaca y vest ía un t raj e nuevo, y calzaba un par de zapat os de charol negro; en ot ra versión, era it aliana y llevaba un vest ido raído y un at ado de leña; en ot ra, era sim plem ent e una colegiala que llevaba debaj o del brazo un cuaderno y dos libros ( uno de geografía y ot ro de hist oria) ; en ot ra, era una git ana m ugrient a, que llevaba en un bolsillo de su falda roj a baraj as españolas y m onedas de oro. No falt ó quien m e regalara una fot ografía apócrifa de m i m adre. Est a im agen exalt ó por un t iem po m i sent im ient o filial. Coloqué la fot ografía sobre la cabecera de m i cam a y le dediqué durant e m uchos días oraciones. Después supe que la fot ografía era la de una act riz de cinem at ógrafo y que alguien la había recort ado de una viej a revist a para alegrarm e o para m ort ificarm e. La conservo con un ram o de flores viej as. Durant e t oda m i infancia, que m e pareció m uy larga, la gent e para ent ret enerm e solía cont arm e la hist oria de m i nacim ient o. La señorit a Dom icia am enizaba su relat o con dibuj os de copas y de casas en un cuaderno cuadriculado. En el m om ent o en que se quit aba los lent es, para lim piarlos con un pañuelo blanco, invariablem ent e m e hablaba de la laguna donde se agrupan los sauces y los páj aros que pueblan las m adrugadas. Mis párpados, por donde ent raba el sueño, se cerraban. La señorit a Dom icia era m et ódica. Durant e los dos años que conviví con ella, ant es que sobreviniera la riña, que luego relat aré, ent raba y salía a las m ism as horas de m i cuart o. Me cont aba con las m ism as palabras el m ism o cuent o. Llevaba en su cint ura un m anoj o de llaves, que m e fascinaba. Su pelo oscuro era seco, liso y largo; lo llevaba siem pre t renzado y colocado en roscas, de cada lado de la cabeza. La señorit a Dom icia era una suert e de am a de llaves, aborrecida por la servidum bre. Durant e su est adía, la casa est uvo fresca, lim pia, ordenada; así lo aseguraba el señor I ldefonso, que la t em ía un poco. Los j uegos de sábanas con vainillas, según sus apreciaciones, no 56 est aban m ezclados, com o en ot ras épocas, con los m ant eles bordados y las servillet as. Los cubrecam as no est aban rot os ni m anchados con café o con hierro. La señorit a Dom icia era el ángel guardián de las alacenas, de la despensa. Con t int ineo de llaves abría las enorm es puert as de los m uebles donde alm acenaban j abón, conservas, vinos, frut as secas, t é, café, gallet it as, dulces; donde guardaban la ropa blanca cubiert a de encaj es, de bordados y de vainillas. La señorit a Dom icia no m e quería: m e lavaba las m anos en agua hirviendo; m e ponía las m edias t orciendo m is dedos; m e pasaba un pañuelo, aplast ando m i nariz, hast a hacer salt ar m is lágrim as. Si la m enciono, en prim er t érm ino, es porque descubrió m i don de adivinación. Recuerdo, com o si fuera hoy, un día lluvioso de enero. No nos perm it ían salir al pat io t echado, para j ugar. Det rás de los vidrios de la sala, m irábam os los follaj es de los árboles m ovidos por el vient o. Súbit am ent e, en m edio de m is j uegos, anuncié la llegada del ingeniero Kam insky. El señor Kam insky había visit ado una sola vez la est ancia. Su nom bre y su est at ura m e habían im presionado vivam ent e. Con m inuciosas m ím icas describí su llegada, que t uvo lugar unas horas después. La señorit a Dom icia, con sus m anos duras y secas, levant ó el pelo húm edo de m i frent e, con sus oj os de araña m iró m is oj os, y m e dij o: " Bandida, serás una bruj a" . ¿Qué quería decir " bruj a" ?. Present í que m e decía algo horrible. Bruscam ent e apart é sus m anos de m i frent e. I nsist ió en peinarm e y yo en evit ar a m anot ones y chillidos, el cont act o de sus m anos. ¿Cuánt o t iem po duró la riña?. No sé. Me pareció que ocupaba, que ocuparía t oda m i vida. Concluim os encerradas en el cuart o de baño. Me había last im ado. La señorit a Dom icia m oj ó m i cabeza y m is párpados con agua fría, m e puso en penit encia. Juró que no volvería a t ocarm e, prom esa que cum plió. La viej a de Las Rosas —así la llam aban a Lucía Alm eira porque vivía en el puest o de Las Rosas— m e recogió, según m e aseguraron, noche de m i nacim ient o y m e guardó en su casa hast a que cum plí, t res años. Tal vez confunda m is recuerdos con los cuent os que t uve que oír. No lo sé. Un cuart o con piso de t ierra, un perro ovej ero y cinco gallinas con pollit os se hospedaban conm igo en la casa de Lucía Alm eira. Lucía era delgada, arrugada y m orena. Nunca la vi sent ada. Siem pre se m ovía de un lado a ot ro de la habit ación. Era t an pobre que sus zapat os no t enían suelas. ¿Por qué m e recogió?. ¿Con qué m e alim ent ó?. Nunca se supo. Algunas personas dij eron que t enía el proyect o de criarm e para hacerm e t rabaj ar en el circo del pueblo; ot ras dij eron que am aba con locura a los niños y que al recogerm e realizaba uno de sus sueños. En sus m anos, arrugadas y negras, recuerdo los t rocit os de pan que m e daba, recuerdo t am bién la est era que baj aba sobre la abert ura de la vent ana para hacerm e dorm ir y la chat ura de su pecho donde oía lat ir su corazón. Aquellos días silenciosos en que m i m em oria vislum bra apenas algunos ínfim os det alles del m undo que m e circunda, Lucía Alm eira m e cuidaba celosam ent e; t odas las referencias coinciden con est e hecho. Me llevaba a la casa de los Rivas, t res veces por sem ana, cuando iba lavar. Mient ras ella lavaba, yo m e ent ret enía con viej os t rapos rot os, con piñas, con gat os ( hast a que uno de ellos m e arañó desagradablem ent e) . Jugando con los niños de la casa, aprendí a cam inar. Se acost um braron t ant o a verm e que al anochecer, cuando Lucía se despedía y m e cargaba es sus brazos para llevarm e, algunos de ellos lloraban. Lucía Alm eira consint ió en dej arm e pasar una noche, la noche de Navidad, en la casa de los Rivas. Volvió a dej arm e en ot ras oport unidades, cuando los niños de la est ancia se lo pedían. Poco a poco se acost um bró a aquello que parecía im posible, a separarse de m í. Tal vez la enferm edad que m ás t arde iba a 57 causar su m uert e, est aba debilit ándola hast a el punt o de quit arle el deseo de guardarm e y de cuidarm e com o a una hij a. Tal vez el ent usiasm o de Esperanza por m í, despert ó sus celos. En una oport unidad, no volvió a buscarm e. Después de un conciliábulo prolongado, el señor I ldefonso la convenció de que era m ej or que m e dej ara para siem pre en la est ancia. A Esperanza le gust aba m i com pañía. El señor I ldefonso pensó que m i est adía en la casa haría olvidar a su hij a el perro cachorro del cual no se separaba. En lugar de j ugar con el perro, Esperanza j ugaría conm igo. Esperanza olvidó al perro y yo olvidé a Lucía. No recuerdo cuándo llegué a esa casa am arilla. La conozco desde siem pre. Esperanza m e m ost ró sus rincones m ás secret os: el alt illo y el cuart o de las rat as, com o llam ábam os a una suert e de celda oscura, donde apilaban las bot ellas y las bolsas vacías. La casa t enía un pat io cerrado y un alj ibe, un corredor con baldosas azules y una puert a de ent rada oj ival, con vidrios de diseños blancos, com o de encaj e. Los árboles que la rodeaban, casi t odos eucalipt os y casuarinas, eran m uy alt os y m uy enm arañados. Esperanza y yo t eníam os la m ism a est at ura, la m ism a edad. Cuando corríam os carreras siem pre m e ganaba porque lograba hacer alguna rapidísim a t ram pa; cuando nos t repábam os a los árboles sost enía que la ram a final de m i ascensión est aba m uy por debaj o de la de ella, aunque la m ía se encont rara m ucho m ás arriba. Los brazos de Esperanza est aban cubiert os de pecas. Ella era rápida y alegre; cuando grit aba se le m arcaban las venas del cuello y se ponía m uy colorada. Le gust aba arañar. Las m arcas de sus uñas quedaban por m uchos días grabadas en la piel con t razos violet as. Muchas veces pensé que pert enecía a la fam ilia de los felinos y que por ese m ot ivo su perro preferido, al verse libre de ella, se alegró t ant o. Nunca pude quererla. Me gust aban los varones y, por brut os y ant ipát icos que fueran, m e parecían superiores a las m uj eres. Mi dorm it orio est aba sit uado en el ala de la casa que m iraba al frent e. Dorm ía con una niñera que m e despert aba para pregunt arm e si había rezado el Padre Nuest ro, si t enía m iedo, si dorm ía. Sólo de noche m e cuidaba. Frent e a m i puert a, separados por el pat io, est aba la pieza de los varones, que ant es de ir a acost arse, para asust arnos, golpeaban el vidrio de nuest ras vent anas e im it aban el grit o de las lechuzas. Muchas veces lloré de m iedo, m ient ras Elsa, la niñera, frent e al espej o, se unt aba la cara con crem a y enrulaba su pelo en papelit os. Muchas veces ahogué m i llant o en la alm ohada m ient ras la veía cerrar los post igos, después de haberlos ent reabiert o un poco para m irar afuera. Para m í, las noches de t orm ent a eran las únicas noches t ranquilas. Me parecía que la casa, com o el Arca de Noé, flot aba sobre el agua y que nadie vendría a pert urbar el sueño de su t ripulación, form ada de hom bres m alos y de anim ales buenos. Había perdonado al gat o su arañazo, pero no perdonaba a Esperanza ni a la señorit a Dom icia sus t ort uosas m aldades. Desde aquel día en que había anunciado la llegada del señor Kam insky, algunas personas m e t rat aron con m ás respet o. Com encé m uy pront o a pronost icar el t iem po, a anunciar desde t em prano si llagarían o no llegarían cart as, si los conej os m orirían. El señor I ldefonso un día que salió para la feria m e pregunt ó si los novillos se venderían bien. Cont est é sin vacilar lo que probó después ser la verdad. El señor I ldefonso era corpulent o, t enía el pelo m uy negro y abult ado, sus oj os verdes brillaban con una ext raordinaria vivacidad; usaba un som brero de paj a roj izo, con la copa perforada de aguj erit os; suj et aba est e som brero debaj o 58 del m ent ón, con una t ira de cuero sobado. Hablaba con énfasis, pronunciando com o una am enaza las sílabas finales de cada palabra. Llevaba siem pre un pañuelo anudado al cuello, y un alfiler de corbat a, con una perlit a engarzada en oro. Todo en su persona indicaba que era ordenado, pulcro y dom inant e. Muchas veces oí hablar de él en t érm inos respet uosos; m ucho m ás respet uosos que los que oí a propósit o de su m uj er, Celina, cuyos act os de caridad m al dist ribuida le granj earon ciert os resent im ient os, inolvidables ent re la gent e del lugar. La señora Celina era lej ana para m í, com o un ret rat o. Su salud precaria la obligaba a levant arse t arde, a salir fugazm ent e, con som brillas, a dorm ir largas siest as y a acost arse t em prano. Vest ida siem pre de blanco, con faldas largas, parecía m uy alt a. A veces cubría la part e superior de su cara con un velo azul; esos días, su boca, cuya sonrisa era dulce, ocupaba t oda m i at ención. La señora Celina m e perm it ía aproxim arm e a ella sin t em or. Siem pre llevaba puest os guant es grises y sólo se los sacaba para cerrar la som brilla. Después de cerrar la som brilla, enderezaba ent re sus dedos la piedra azul de su anillo y pasaba sus m anos desnudas por su frent e, com o si las m anos y la frent e no fueran de ella. Besaba dist raídam ent e uno por uno a sus hij os, a m í ent re ellos, no sin repugnancia. Horacio, que era siem pre el últ im o, recibía el beso m ás largo, m ás silencioso. Nunca supe si esa dem ora era int encionalm ent e dirigida a Horacio o si form aba part e de la dist racción que volvía m ecánicam ent e del últ im o beso a un beso m ás largo. Yo siem pre observaba, paralizada, aquel beso, cuyo adem án quedó t an grabado en m i m em oria. Me parecía que una volupt uosidad secret a organizaba siem pre ese m om ent o: era la m añana con sol y frut as, era la salida de la noche con past o cubiert o de rocío. Celina Rosas encarnaba para m í t odos los dones de la dulzura y del refinam ient o. Su cuart o, con las persianas casi siem pre cerradas, era una suert e de alt ar vedado para el rest o de los m ort ales. Yo solía ent rever, al pasar frent e a la puert a a veces ent reabiert a de su cuart o, los cort inados floreados y la cam a de bronce, m ist eriosa, donde dorm ía. Me parecía que su vida no est aba en cont act o con las ot ras. Esperanza y yo com íam os en la ant ecocina; Juan Albert o, Luis y Horacio com ían en el com edor. Después de las com idas, m ient ras servían el café, j ugábam os en el pat io a los vigilant es y ladrones, al Mart ín Pescador y a las esquinit as. En una de sus lánguidas sobrem esas, en que el señor lldefonso fum aba su cigarro y la señora Celina dist raídam ent e m iraba la vent ana, con la m ano apoyada en una de sus m ej illas, una escena m e reveló la falsedad de la calm a que reinaba en esa casa. La ausencia de la señora Celina no parecía ent rist ecer a Horacio. Me asom braba que aquellos largos besos m at inales y noct urnos no hubieran dej ado m ás nost algia en su corazón. Horacio, con un cuchillit o y con su perro Dardo, solía em prender excursiones por las m añanas. Apenas m e m iraba, y si lo hacía, era para exigirm e o para reprocharm e algo. Su act it ud en ciert o m odo parecida a la de Juan Albert o y a la de Esperanza, no m e ofendía t ant o. Yo lo adm iraba. Después de m uchos subt erfugios conseguí vest irm e de un m odo que m e t raj o suert e. La vest im ent a consist ía sólo en una bom bacha, una cam isa de lino y unas bot as de gom a, que m e habían regalado. Aproveché un día de carnaval, en que nos disfrazam os, para adopt ar esa vest im ent a de varón, m ás conspicua que la de Esperanza, que usaba una j ardinera. Horacio em pezó a t rat arm e com o a un am igo. Trat arm e com o a un am igo era, a veces, m alt rat arm e m ucho. A m enudo m e invit aba a salir a caballo. Cuando le venían ganas de orinar, lo hacía delant e de m í, sin esconderse, m ient ras m irábam os los cam init os de horm igas. Teníam os diálogos que no nos hubiéram os at revido a t ener delant e de ot ras personas. Dos 59 o t res veces nos bañam os en el t anque aust raliano, sin que nadie lo supiera. Para parecer m ás viril yo m e desvest ía hast a la cint ura. A la hora de la siest a m e escapaba a su dorm it orio para cont arle, a él y a sus herm anos, las conversaciones que había oído en la cocina y para describirles las cosas que hacía Elsa de noche, frent e al espej o, ant es de acost arse. Nunca pensé que aquella int im idad con Horacio pudiera cost arm e t an cara. Juan Albert o decía que los perros eran com o las personas; en cuant o uno de ellos est aba m alt recho, t odos los ot ros se precipit aban sobre él para ult im arlo. Luis decía que los perros eran m ucho m ej or que los hom bres; que los hom bres eran com o los m onos, que se im it an los unos a los ot ros. Horacio decía que a cada hom bre le corresponde parecerse a un anim al, o que a cada anim al le corresponde parecerse a un hom bre y que era ridículo com parar los m onos con los perros. La señorit a Dom icia parecía un cam ello; Elsa parecía un conej o; el señor I ldefonso, de perfil, un búfalo; el ingeniero Kam insky, un burro. Esperanza se indignó, y después de algunas prot est as en favor de sus padres dij o que los hom bres se parecían t odos a las lechuzas, porque chist aban de noche a la gent e, para que se callara. Yo dij e lo único que se m e ocurrió: que los hom bres se parecían a las chicharras y no supe decir por qué. Luego, cuando nadie m e oyó, en m edio de la grit ería, dij e que se parecían a las chicharras porque hacían m ucho ruido. El t edio que sent ía frent e a Esperanza prolongaba el t iem po. Muchas veces creía que est aba a punt o de desm ayarm e, cuando Madem oiselle Gabrielle nos llevaba a su lugar predilect o, baj o los árboles, a darnos clase. Allí, en las som bras de un t ilo, abría una bolsa t ej ida y sacaba, ent re ovillos de lana, t iras de género, gallet it as y piolines, un libro rot o. Todo el m undo sabía que Madem oiselle Gabrielle era desordenada: donde ella pasaba quedaban hilachas, géneros, lana, t rocit os de gallet it as. Cuando nos reprendía porque dej ábam os algo t irado, se ruborizaba sint iendo que nada la aut orizaba a exigir de los ot ros lo que ella no cum plía. Era buena, era rubia, era pálida, t enía bigot es. Me enseñó a leer; m e enseñó algunos rudim ent os de francés y de m at em át icas; m e enseñó t am bién algunas fábulas, que m e obligaba a recit ar para el cum pleaños de la señora Celina. Madem oiselle Gabrielle nos hacía leer, por t urno, en alt a voz, las páginas de un libro con ilust raciones, que ella m ism a había coloreado. Los días en que m e t ocaba soport ar est as lect uras eran m aléficos para m í. Siem pre sucedía algún percance, que surgía direct am ent e de m i m alhum or o de m i disconform idad. En uno de esos días rom pí deliberadam ent e la agenda de Juan Albert o, que ya se creía grande y digno de ser respet ado, porque t enía una agenda. En esas hoj as m inúsculas había leído las ridículas anot aciones: 22 de enero, com pré cinco at ados de cigarrillos y una raquet a; 23 de enero, bebí una caña; 24 de enero, Luisit a m e m iró cuando pasé frent e a su puert a; 25 de enero, es horrible la ext racción de una m uela. Cuando supo que le había rot o la agenda no dij o nada, pero en el fondo de sus oj os adiviné sus int enciones: pensaba esperar la oport unidad y vengarse de un m odo baj o. Durant e t odo el día t rat é de ser am able con él, de darle la razón en t odo, pero sabía que cuant o hiciera para evit ar su venganza la precipit aría. Juan Albert o t enía once años. Creo que es la edad en que los varones son m ás crueles; las m uj eres com ienzan a serlo m ucho m ás t em prano, a los nueve o a los ocho, edades que yo no había cum plido. Esperábam os la llegada de la señora Celina. Un t elegram a la anunció. Yo no m e había at revido a decir que ella volvería, com o lo había previst o m ucho ant es que llegara el t elegram a. Desde t em prano em pezaron a encerar los pisos. Madem oiselle Gabrielle, Esperanza y yo fuim os a buscar flores y duraznos a la 60 quint a. En un plat it o de porcelana azul pusim os los duraznos y en un bol de crist al las flores m ás bonit as. Aprovecham os la ocasión para com er duraznos, nueces y dos o t res barras de chocolat e, de las t ablet as que Madem oiselle Gabrielle consiguió para hacer unos post res que t enían m ucho éxit o. Aquellos días excepcionales, en que podía com er fuera de las horas de las com idas, se hubiera dicho que cualquier alim ent o m e gust aba con locura; diríase que cont enía esencias que m e em briagaban, pues al probarlas reía sin poder cont enerm e, con una risa nerviosa. La alegría de volver a ver a la señora Celina se m anifest aba en dist racciones m últ iples, en plat os de com ida y en flores que elegía Madem oiselle Gabrielle. A quien m e quiso oír describí una m uñeca que im aginé con rulos cast años, oj os azules, un som brero de paj a y un vest ido de organdí celest e. Decía papá y m am á cont inuam ent e. A la hora de la siest a aproveché el est ado de pert urbación que at ravesaba la casa para escaparm e con Horacio. Sin som brero cruzam os el sol de la t arde y llegam os al t anque aust raliano con la int ención de bañarnos. Horacio se quit ó las alpargat as, la bom bacha y la cam isa; yo hice ot ro t ant o, pero conservé m is alpargat as y un pañuelo que m e at é com o vincha alrededor de la cabeza. Nos t repam os a la chapa de zinc para deleit arnos frent e al agua sucia ant es de zam bullirnos, cuando Horacio m e anunció que había vist o una víbora y que iba a m at arla. De un salt o baj ó a t ierra y yo m e dej é caer det rás de él. La víbora se deslizó y desapareció en la m aleza. La buscam os arrodillados. Desde hacía t iem po Horacio buscaba una víbora de coral, para guardarla en una bot ella: la de esa t arde era la prim era víbora de coral que había encont rado. Las había vist o en las lám inas de los libros. Orinam os, yo en cuclillas, sobre un declive y Horacio de pie, j unt o a m í; luego, acurrucados ent re los past izales, en la m ism a post ura, pues Horacio pret endía que eso at raía a los rept iles, esperábam os recuperar la víbora cuando oím os una voz que nos señalaba: " Aquí est án" . Nos dim os vuelt a. Junt o a nosot ros est aba Juan Albert o; un poco m ás lej os, debaj o de un paraguas negro, la señorit a Dom icia. I nm óviles, sin darnos cuent a de lo que sucedía, nos m iram os. Juan Albert o nos señaló con el dedo y dij o: " Siem pre est án haciendo lo m ism o" . La señorit a Dom icia, cuya cara est aba escondida por la t ela del paraguas dio una suert e de gruñido y se volvió diciéndole a Juan Albert o que la siguiera. La soledad y el calor volvieron a abrazarnos. Horacio se encogió de hom bros y volvió a buscar su víbora. Yo m e vest í viendo las nubes oscuras y am enazant es del cielo. Sin hablar a Horacio volví corriendo a la casa; ent ré en m i cuart o y m e t iré en la cam a. ¡No podía pensar en la m uñeca! . Una gran t orm ent a est aba preparándose. Me sent í aliviada al oír los prim eros t ruenos. " Tal vez sobrevendrá el diluvio y m e salvaré de m i vergüenza" , pensé. Oí m uchas corridas en el pat io, luego la lluvia y las persianas que se golpeaban. Oí las cam panas de las cuat ro, oí el ruido de las t azas y de las cucharas, que anunciaban la hora del t é. No m e at reví a salir de m i cuart o. Después de un t iem po, que parecía com unicarm e con la et ernidad, Madem oiselle Gabrielle vino a buscarm e. La m iré at errorizada. Pront o advert í que no est aba disgust ada conm igo y m e levant é de la cam a para seguirla, después de peinarm e y de vest irm e lo m ás pront o que pude. En la ant ecocina Esperanza est aba sent ada frent e a la m esa. Sin hablarle m e sent é y para t ranquilizarm e im aginé que había soñado la escena de la t arde. Falt aban unas pocas horas para que llegara la señora Celina. En un break irían a buscarla el señor I ldefonso, Juan Albert o y Luis. Bebí el t é con sum isión. Cuando t erm inam os de t om ar el t é, al cruzar el pat io, oí que hablaban de Horacio y que al nom brarlo m e nom braban. El cuent o había pasado de boca en boca, llegaría a los oídos de la señora Celina, que dej aría de prot egerm e con su dist ant e sonrisa. 61 —Tendrem os que decírselo —decía la señorit a Dom icia—. —¿Y va a at reverse? —cont est aba doña Sat urna—. —No podría descansar si no lo hiciera. Tendría un cargo de conciencia. —¿Y quién cargará con los vidrios rot os? —dij o Sat urna—. —No sé. Ni m e im port a —dij o Dom icia—. Est o les enseñará a no recoger lo aj eno. Bast ant es hij os t ienen para no buscar ot ros. Yo m e lavo las m anos. El ruido de un carruaj e, en m edio de la lluvia, int errum pió el diálogo. El break se det uvo frent e a la ent rada del pat io de la casa. El señor I ldefonso, con las gafas puest as y el paraguas abiert o, se dispuso a saludar a su m uj er. Esperanza corrió para llegar ant es que nadie a los brazos de su m adre. Juan Albert o y Luis salieron golpeando las puert as. Horacio llegó el últ im o. Yo m e quedé m irando, det rás de una colum na, lo que pensaba que era el com ienzo de una t ragedia. Todos baj aban del coche las caj as de cart ón, los paquet es y las valij as que la viaj era t raía, m ient ras ella pisaba los est ribos, envuelt a en su capa de gom a verde. La señora Celina m iró la casa de arriba abaj o, com o si la viera por prim era vez. Besó a sus hij os, int errum piéndose para sacarse un guant e, alisarse el pelo o sacudir la capa de gom a, cubiert a de got as de agua. Al besar a Horacio m e vio det rás de la colum na y m e llam ó. Lent am ent e m e aproxim é a ella, a recibir su beso. Puso ent re m is m anos una caj a de cart ón, pidiéndom e que la abriera para ver lo que había adent ro. Asom brada de no provocar la repulsión que esperaba, abrí la caj a y encont ré la m uñeca con rulos cast años, oj os azules, un som brero de paj a y un vest ido celest e de organdí. La sacudí. La m uñeca dij o papá, m am á, con un quej ido m uy suave. Me aconsej aron que la sacara de la caj a arrancando algunas cint as que la t enían presa. Porque no m e at revía a hacerlo, la señora Celina la arrancó ella m ism a de su prisión. —Bruj a —m e dij o la señora Celina—. —Sorciére —m e dij o Madem oiselle Gabrielle—. Las dos reconocieron la m uñeca descrit a por m í. Así m e consagraron al art e difícil de la adivinación. Los gr ifos Tengo un fanal en m iniat ura con grifos que dej an caer got as sobre una superficie de agua, del t am año de una host ia. Los oigo de noche a la hora de las com idas y al alba cuando no puedo dorm ir. Con una llave especial se gradúa la alt ura de los grifos y la rapidez de las got as. Est o es m uy convenient e, porque result aría a veces m onót ono, ya que se t rat a de una suert e de m úsica, que m ant uvieran siem pre el m ism o rit m o. Gracias a un recipient e em plazado debaj o del fanal, si no olvida uno la precaución de llenarlo cuando se evapora el agua, los grifos funcionan cont inuam ent e. A veces, durant e las com idas, cuando una de las puert as est á cerrada o hay m úsica en ot ros pisos de la casa, Borges pregunt a: —¿Que pasa?. No se oye... Nos m iram os en silencio, para escuchar m ej or a t ravés de la puert a cerrada o de la m úsica, y sabem os, sin nom brarlas, que esperam os el repicar de las got as. Alguien dij o una vez: —¿Por qué no llam an al plom ero?. La pregunt a result ó inadecuada. ¿Acaso pensaba que falt aba un cuerit o a la canilla?. Con odio m iram os a nuest ra int erlocut ora. ¡Si había oído el repiquet eo, por lo m enos que lo apreciara! . Desdeñaba el fanal, las got as de agua que caían; 62 ¡ella que t ocaba en el piano t ant as m úsicas que pret endían parecerse al agua! . Chopin, Liszt , Ravel, Debussy. Es ciert o que a veces apenas se oye el m urm ullo de las got as, y el visit ant e desprevenido pondrá su at ención en ot ras cosas m enos im port ant es com o el diálogo, el m onólogo, la m úsica de algún disco, o el placer que ot orga la alim ent ación com part ida. Hay pocas probabilidades de que las oigan, aunque Mart a y Rodolfo dej en las puert as abiert as a propósit o. Sin em bargo, un día que vino Norah a nuest ra casa, est oy segura de que las oyó. No dij o nada. Pero de pront o se callaba com o si en el com edor hubiera ent rado una m ariposa am arilla en busca de la luz. Es claro que Borges le habría dicho: —Escúchalas, pero no las nom bres. Si no fuera por est e fanal ¿quién sabría que yo he viaj ado, que llegué a los confines del Tíbet , que llegué a regiones desconocidas?. Ni lo creería yo m ism a, porque los viaj es parecen sueños. Est e fanal es el recuerdo m ás duradero que conservo de un paraj e del Orient e, a donde no pude llegar, a donde probablem ent e nadie pudo llegar, pero cuyos sonidos m usicales llegaron a m i oído aguzado por la curiosidad y el cansancio. I m aginé j ardines recorridos por laberint os. Los secret os de ese paraj e m e fueron revelados lent am ent e con una sum a infinit a de dudas, de fechas y de dat os vagos que nunca coincidían del t odo los unos con los ot ros, por los m oradores de la región, que ni siquiera t ienen nom bres, y que viven en las inm ediaciones del lugar donde se refugian los páj aros y los perros que huyen, com o de una cat arat a, del sonido penet rant e de aquellas got as que caen sin cesar de los grifos, cuyo núm ero y form as t odavía no han sido revelados. Lo m ás ext raño de t odo es que esos m ism os páj aros cant an la m elodía de los grifos y que los perros, no m enos asom brosos, las aúllan en noches de luna; que las piedras m ism as y algunas rocas llevan esculpidas con nit idez a veces la form a de una got a, que nunca se confunde con la form a de una lágrim a. Me hablaron t am bién de un árbol con hoj as peludas llam ado grifoform e, que suda int erm inables got as por los pelos de las hoj as. Com pré t arj et as post ales, m apas, planos de la zona, pero en ninguno figura el lugar. Recordé los húm edos y cálidos j ardines de Tívoli donde m e desm ayé, en el Viale delle Cent o Font ane. ¡Qué dim inut os m e parecían! . ¿Sería ést e, com o aquéllos, un sit io de placer?. Pensé en Horacio, en Propercio, en Cat ulo. No, no podía com pararse un sit io con ot ro. Y acaso ¿sería un j ardín?. ¿Dónde est ará em plazado el Tem plo de los Grifos?. No t engo m ot ivos para llam arlo t em plo, sino por el respet o religioso que m e infunde el rit o de los grifos, que t am poco sé si puede llam arse rit o. Est e t em plo que se erige ahora en m i im aginación podría ser una t orre, un t eat ro, un enorm e galpón, un circo, una suert e de palom ar, o bien una grut a art ificial o nat ural, t allada en la piedra, m ás previsiblem ent e, al pie de una cascada, una gloriet a t ej ida con seleccionadas hoj as de árboles. Cualquiera de est as const rucciones art ificiales o nat urales, ¿dónde est ará sit uada?. ¿Form a una ciudad?. ¿Est ará en el int erior de un bosque?. ¿O en un oasis rodeado de palm eras?. ¿O bien en la cim a de una m ont aña o en una hondonada, lej os del sol, por donde apenas se ent revén las est rellas?. ¿O en un sim ple j ardín?. Lo único seguro, o lo que m ás se aproxim a a la seguridad, es que el lugar se encuent ra en China, lindando con Mongolia, y que los siglos que han t ranscurrido ent re sus m uros, suponiendo que hubiera m urallas, son infinit os. Nunca se supo cóm o se const ruyó, suponiendo que se hubiera const ruido, un edificio con una acúst ica t an perfect a, ni cóm o se form ó, suponiendo que fuera nat ural, aquel 63 conj unt o de grifos que et ernam ent e dej an caer sus got as, ni cuáles fueron los prim eros rit os ni de dónde provienen. A m is pregunt as las cont est aron con dificult ad y con desconfianza, con un dedo índice sobre los labios, para cada palabra pronunciada; alguien afirm ó que el agua venía de los deshielos; alguien, que era agua de rocío; ot ro, de sudor de obreros; ot ro, de pensadores; ot ro m e dij o que era de lágrim as. Oí t ant os det alles falaces sobre el m ist erio del agua que alim ent a los grifos, que m e descorazoné y no t rat é de indagar su esencia, la que se volvía cada vez m ás vaga, a t ravés de explicaciones secret as, cont radict orias y m inuciosas. Me lim it é a escuchar lo que m e decían. Me dij eron que a t ravés del t iem po, de cada sonido había brot ado una palabra y que el núm ero de palabras que habían em it ido los grifos era incalculable, puest o que el rit m o m odificaba esas palabras. Me dij eron t am bién que en t oda got a había una cara con la boca abiert a, de hom bre o de best ia; que predecía el t iem po y los m ist erios del porvenir. ( Est o le pareció absurdo a Borges, porque le recordaba grot escos dibuj os anim ados) . Tal vez no m e at reva ni siquiera a veces a recordarlo porque m e da m iedo, y si no fuera por el fanal creería que lo he soñado. Vislum bro en m i m em oria, baj o un som brerit o de paj a, a una criat ura que llega a aquel sit io con un canast o que parece lleno de frut os, para la vent a. Est a criat ura se acerca y con los labios ent reabiert os, m uest ra los dient es que son perfect os, reproduce, golpeándose el paladar con la lengua, llenándose la boca de globit os de saliva, los sonidos aquellos, t raídos por el vient o, de las regiones de los grifos. Si los páj aros cant aban la m elodía y los perros aullaban ¿por qué no lo haría una criat ura?. Le pregunt é m ás con los oj os, apenas con palabras —¡desconozco el idiom a! —, el significado de t ales sonidos. Cam bia de m elodía y de rit m o; se echa de bruces al suelo, com o si yo hubiera com prendido y m e dej a en la m ano derecha un fanal. Tem iendo que se m e caiga al suelo, t om a m i m ano izquierda y la coloca debaj o del fanal para que lo sost enga con las dos m anos. Durant e unos segundos oigo el rum or de la paj a dorada del som brerit o, que se va alej ando. La divin a La llam aban la Divina. Tenía las cej as negras e hirsut as, t an gruesas y prom inent es que el rest o de la cara pasaba inadvert ido. Se hubiera dict o que no t enía nariz, ni boca, ni m ej illas, ni dient es ( que eran bast ant e feos) , ni pelo, ni oj os: t enía solam ent e cej as. Algunas personas decían que en la oscuridad cada uno de los pelos, que parecían de bicho quem ador, era lum inoso com o los oj os de los gat os, pero nunca pude averiguar si est o sucedía realm ent e o si era una ilusión de quienes la adm iraban. Fui a consult arla porque m e debat ía en un am or sin esperanza. I rm a Riensi vivía en la calle Lim a al 2000, en una casa oscura y húm eda, llena de ram illet es de flores t eñidas, de est at uit as de porcelana y de abanicos. En el pasillo, un piano m e reflej ó t rist em ent e. Yo llevaba una cart a de present ación de m i prim a Lucía; la adivina, com o t enía en ese m om ent o m ucha client ela en su cuart o y quería at enderm e bien, m e hizo pasar al baño, a esperarla. Después m e at endió en el m ism o cuart o de baño, según m e dij o, para que nadie nos m olest ara. Me arrim ó una silla, que t raj o del dorm it orio, y ella se sent ó en el borde de la bañera. En una palangana llena de espum a nadaban globos de género rosado y de un grifo colgaba un corpiño negro. De la ducha caían got as que resonaban con ext raño sonido. Su olor a dent ífrico m e hizo pensar que olía a algo peor. 64 Leyó m is m anos hábilm ent e, pues lo que ella no adivinaba m e lo hacía decir a m í. Al fin exclam ó, m oviendo las cej as: —La veo asociada al agua. —¿Qué quiere decir eso?. ¿Es m alo o bueno?. —Un viaj e, veo un viaj e. El barco no naufraga, pero a ust ed algo le pasa. Una avent ura. —¿Algo inesperado?. ¿Me enam oraré?. —insist í para que m e explicara m ás claram ent e lo que veía—; se negó a hacerlo. —Hay signos confusos —m e dij o—. Y hoy est oy cansada para descifrarlos. Me enoj é con ella. Suspiró y, para conm overm e, m e cont ó su vida. Desde niña la ponían en penit encia por culpa de su m aldit a vocación. —¿Qué m e pasará hoy, I rm a? —le pregunt aba una herm ana m ayor—. —Te plant ará t u novio. Penit encia por la respuest a. —¿Qué m e pasará hoy, I rm a? —pregunt aba la m adre—. —Papá t e m andará a freír papas a ot ra part e. Penit encia por la respuest a. Si llegaba de visit a alguna am iga de su m adre, t am bién le pregunt aba a la pobre: —¿Qué m e va a suceder, I rm a?. Una vez, a una am iga de su m adre, que era m uy coquet a, le cont est ó: —Se va a quedar calva y la crem a para las arrugas le va a t raer eccem a. Su m adre la dej ó sin post re ese día, pero la calvicie pronost icada llegó inexorablem ent e y el eccem a t am bién, por lo que dej aron de ponerla en penit encia y aun llegaron a respet arla un poco. A los veint e años abrió un consult orio; la client ela acudía de t odas part es. Com o provisionalm ent e se había inst alado en los fondos de un alm acén, est aba bast ant e prot egida de la persecución policial. Su cuart o era una suert e de depósit o lleno de lat as de aceit e y de bolsas de yerba; nadie sospechaba que allí se ocult aba el consult orio de una adivina. I rm a se enriqueció rápidam ent e. Cuando cum plió t reint a años, com pró con las econom ías un t apado de zorrino, luego un t elevisor, un t erreno en Burzaco, una casit a en La Lucila, un aut om óvil y finalm ent e pudo hacer un viaj e a su t ierra nat al, a I t alia. Su dicha no t enía lím it es. Em prendió, después de seis m eses, el viaj e de regreso, en barco, se ent iende, porque det est aba los aviones. Sin em bargo, en cuant o pagó el pasaj e t uvo una prem onición. Después de salir de la agencia de t urism o ent ró en un cinem at ógrafo sin m irar la cart elera: daban El hundim ient o del Tit anic. La película le pareció de m al augurio ( nunca lloraba; lloró) , pero ya era t arde para devolver el pasaj e. Una sem ana después se em barcó. La vida de a bordo le agradaba; había una piscina, donde nadaba t odos los días, y gent e m uy sim pát ica. Sin sospechar que era adivina, un grupo anim ado de j óvenes est aba cont inuam ent e con ella, porque j ugaba bien al ping—pong y a las baraj as; por fin un día, alguien que la conocía de nom bre propagó el secret o de su profesión y ella se vio obligada a leerles a ocho personas, en una t arde, las líneas de la m ano. La cosa com enzó a las t res de la t arde y t erm inó a m edianoche. En la prim era m ano que le t endieron, vio el signo alarm ant e que descubrió en t odas las ot ras; una m ism a t ragedia reuniría a esa gent e t an diversa. A t odos dij o lo que leía en sus m anos, pero no les dij o cuál era la t ragedia, porque no lo supo, en el prim er m om ent o. El barco que se m ecía suavem ent e durant e t oda la t ravesía, a m edianoche em pezó a m overse dem asiado; pero a esa hora t odo era 65 un pret ext o para invent ar j uegos y el grupo que la rodeaba se puso a pat inar en la cubiert a, sin respet ar el sueño de los ot ros pasaj eros. Nadie quería acost arse. Cuando por fin I rm a se ret iró a su cam arot e, leyó por prim era vez las líneas de su propia m ano y descubrió, at enuado, el m ism o signo que había vist o en las m anos aj enas. Com prendió oscuram ent e qué iba a suceder. Había que esperar y callar, para no sem brar el pánico. Recordó el hundim ient o del Tit anic. Pasó días ansiosos hast a que volvió a ser feliz, por el m ero hecho de est ar em barcada. Todas las noches, en el barco, pasaban film s en la sala de m úsica. I rm a no perdía una función. Una noche anunciaron en el m enú, en let ras roj as, El hundim ient o del Tit anic. Mucha gent e com ent ó que ese no era un film para ofrecer a los pasaj eros de un barco. Hacían falt a t em as alegres, de avent uras o de am or, y no dar la idea del peligro, que pone una not a t rist e en el ánim o de los viaj eros. A I rm a se le apret ó el corazón, pero quiso ver de nuevo el film , que había vist o ant es de em barcarse. Ahora llegó a dist raerse hast a el punt o de olvidar que est aba ya em barcada. En el m om ent o en que aparece el herm oso caballo de m adera, de la sala de j uguet es del Tit anic, sint ió que el barco daba un t um bo, que la alarm ó un poco; pero siguió m irando, porque las im ágenes la fascinaban. Cuando la vaj illa del com edor del Tit anic se am ont ona en un est ruendoso caos y el agua ent ra por t odos los resquicios, cruj ió el barco y ot ro t um bo brusco lo ladeó. Algunas sillas cayeron. Creyó, en su ilusión, que est aba en el barco de la película y que habían chocado cont ra un t ém pano. Fue com o un relám pago. Del hundim ient o del Tit anic, pasó al real hundim ient o del barco, sin saber cóm o se había operado el cam bio. Después ( en un después que no recordaba con precisión, pues parecía part e de un sueño) , perdió el conocim ient o j unt o a los bot es de salvat aj e y alguien la recogió por uno de esos m ilagros que revelan, según dij o, la exist encia de Dios. Pa r a de la Juan Paradela era baj it o y llevaba un som brero de fielt ro, de color de café con leche, que no se quit aba nunca de la cabeza. Usaba de adorno o com o ent ret enim ient o, siem pre m et ido en la boca, un escarbadient es que m ovía con la lengua. En sus oj os brillaba ciert a pet ulancia. Ent endía m ucho de m aderas, de bulones, de elást icos, de brocados, de espej os, de arañas, de pesos ( no sólo del precio, del peso de los m uebles) y sobre t odo de ofert as. Era changador de la casa de rem at es Mam paras y Com pañía, de la calle Sarandí. A cualquier hora lo encont rábam os sent ado en diferent es sillones luj osos, con el som brero puest o com o si est uviera al aire libre y en pleno sol, a veces fum ando cigarros, cuando no m ast icaba el consabido escarbadient es, conversando consigo m ism o o con ot ros int erlocut ores m enos at ent os. Mi prim a Adela, que llam ábam os Adelit a, con el correr del t iem po se casó y decidió com prar en una casa de rem at es part e de los m uebles que le falt aban. Yo la acom pañé a la calle Sarandí. Tam bién fui allá con sor Em ilia Cruz, cuando com pró el reclinat orio ( para el colegio de m onj as) pero esa es ot ra hist oria. Nos recom endaron hacer las ofert as por int erm edio de un changador serio. Cuando m i prim a supo que había uno que se llam aba Paradela, inm ediat am ent e pensó que la suert e se lo deparaba y no quiso saber nada de ot ros, que parecían m ás capaces o dignos de confianza. Adem ás supim os que a él le t ocó abrir aquel ropero ( salió fot ografiado en t odos los diarios) , que t raía en su int erior, encerrado con llave, un niño enano dorm ido ( y no recién nacido, com o se podía suponer) ; queríam os oír la resabida hist oria de los propios labios de Paradela, 66 aunque nos defraudara, ya que nuest ra im aginación casi siem pre es m ás t ruculent a que la realidad. La im aginación ¿será m ás t ruculent a que la realidad?. Con el correr del t iem po m e acom et e la duda y aún m ás cuando pienso en Paradela. Durant e t odo un invierno y part e de un verano fuim os a la casa de rem at es en busca de una cam a, de un t aburet e para el piano, de un biom bo, de un arm ario, de sillas, de m esas de luz y de una cóm oda con repisa de m árm ol verde. Mi prim a sabía lo que quería, por eso m ism o result aba difícil la com pra de los m uebles, que siem pre eran o un poquit o o m uy dist int os de los que ella había soñado. Cada vez que íbam os a la casa de rem at es conversábam os con Paradela. Conversar es un m odo de decir. Después de cont arnos la hist oria del arm ario, Juan Paradela, por lo general, nos decía cosas que no ent endíam os, con una pronunciación rarísim a y nosot ras t rat ábam os de que repit iera aquello que de nuevo no ent enderíam os. Mi prim a sospechaba que era un espía. ¿De qué?. Ella no sabía m uy bien de qué, ni para qué, ni por qué. Un día, para pert urbarlo, le pregunt ó bruscam ent e: —Paradela, diga la verdad, ¿de qué nacionalidad es ust ed? —Gallego — respondió escandalizado. —Pero ¿en qué idiom a habla?. —En cast ellano, hom bre —cont est ó—. Est uve en colegio de curas cinco años. —Vaya, pues, ahora com prendo —le dij o m i prim a—. Nosot ras no sabem os lat ín. Su am or por los m uebles parecía sincero. Acariciaba m aderas com o si fueran perros; espej os, com o arpas; brocados, com o cabelleras ( con dedos t ransform ados en hábiles dient es de peine) ; bronces, com o m onedas de oro; caireles, com o frut as que cuelgan de un árbol. Un día, a la hora de la siest a lo encont ram os acost ado sobre una cam a con baldaquín. Nos pareció, al acercarnos, que olía a vino, pero era a naranj a; las cáscaras am ont onadas en un papel de diario, no m uy lej os, nos revelaron con qué perfección había m ondado y com ido la frut a. Paradela, pese a su post ura, no dorm ía; cont em plaba sonriendo, guiñando un oj o, el ext ravagant e baldaquín de la cam a. En punt illas nos acercam os. Advert im os que silbaba. Com o si fuésem os unas cualquiera, no se levant ó para saludarnos, lo que nos ofendió com o una falt a de respet o. Pensé: " Est á borracho, sin duda" . Se baj ó el som brero sobre la cara. Murm uraba una palabra ( a m í m e pareció una palabra) en no sé qué idiom a: " Vodí, vodí, vodí" . La fat iga ent recort aba cada sílaba com o si fuera la últ im a que pronunciaría en la vida. —Ves, ves —prot est ó m i prim a—. No es gallego. Por lo m enos quít ese el som brero, Paradela. Aparent em ent e no la ent endió. —A quien no se hace respet ar la t om an por idiot a —susurró m i prim a—. Le quit ó el som brero. La cara de Paradela, de cost um bre t an roj a, apareció pálida, casi verde, en el paroxism o de la agonía. De vez en cuando, con esfuerzo, volvía a silbar. —Est e hom bre se ríe de nosot ras —exclam ó m i prim a—. Es una desconfiada, y le dij e con fast idio: —Se est á m uriendo. —Qué va a m orir ése —m e respondió—. —Se est á m uriendo, t e digo —insist í con énfasis—. 67 —Qué va —dij o de nuevo para quedar con la últ im a palabra—. Pensaba que no t odo el m undo t iene derecho a m orir. Felizm ent e un m édico, que rondaba por la casa de rem at es en busca de libros, m e dio la razón y pudo socorrer a Paradela; ést e, en efect o, est aba agonizando. En la farm acia m ás cercana un com edido buscó aceit e alcanforado, j eringa y aguj a, y el m édico le aplicó una inyección int ram uscular. Todo fue penoso. Paradela no reaccionaba. Llam aron a la Asist encia Pública. Cuando lo sacaron de la cam a para ponerlo en la cam illa, reaccionó inesperadam ent e. El m édico nos dij o que el peligro había pasado. Paradela se incorporó, se puso de pie, se sent ó en un sillón, pidió un vaso de agua, no quiso acost arse de nuevo en la cam illa y dej ó que la am bulancia se fuera vacía. Unos días después dij o a m i prim a que le t enía reservada la cam a donde había agonizado. El baldaquín era m uy decorat ivo, ciert am ent e, y parecido al que en alguna oport unidad m i prim a había descrit o com o su m ayor am bición. Pero ella no quiso saber nada de esa cam a. Se acordaba de la agonía de Paradela y declaró que nunca dorm iría debaj o de ese baldaquín, por valioso que fuese. Paradela nos explicó que la cam a era m uy convenient e, pues había pert enecido a un príncipe ruso que no sólo durm ió sino que m urió en ella. Tam bién nos explicó que el príncipe t enía una gran fort una y que m urió arruinado, abandonado por su fam ilia, en una casa de cam po. Sólo el perro, que era int eligent e com o una persona, perm aneció a su lado. Cuando el príncipe, en los últ im os m om ent os dij o que t enía sed, el perro salió corriendo en busca de agua. El pobre m oribundo, porque no quería quedar solo, silbó para que el anim al volviera. —Y ust ed ¿por qué agonizó en esa cam a, quiere decirm e? —pregunt ó m i prim a—. —Son cosas del oficio —respondió Paradela sin m irarla—. —Son m acanas. —¿Macanas? —repit ió Paradela—. Bueno, de t odos m odos, aunque sean m acanas... —No m e hable de esa cam a ni del príncipe ruso —dij o m i prim a—. Es m uy desagradable. Nunca dorm iría en una cam a donde alguien m urió. Paradela explicó que no le proponía la com pra de la cam a con esos fines, sino para que hiciera un negocio. Explicó que él la había com prado m uy barat a, para un client e que le encargó la revent a a m ej or precio. Mi prim a la com praría m uy barat a t am bién y él, Paradela, se encargaría de venderla a ot ro client e a un alt o precio. —¿Y quién m e asegura que lo que ust ed m e dice es verdad? — exclam ó m i prim a. —Mi palabra de caballero —dij o Paradela golpeándose el pecho con elegancia—. Est aba en ese m om ent o debaj o de una araña, cuyos caireles se ent rechocaron con el envión que les dio al pasar el som brero de Paradela. Me pareció que un perfum e de agua de Colonia se derram aba en el aire o que salía del pañuelo o de su cabeza, pues el perfum e que yo aspiraba no era el de m i prim a ni el m ío. —¡Qué rico! –exclam é—. —¿Qué rico, qué? —inquirió m i prim a, furiosa—. —Ese olor a agua de Colonia—. 68 —Sueñas con t u olfat o —m e cont est ó—. —¿Qué agua de Colonia usa ust ed, Paradela? –int errogué—. —Aj o — cont est ó m i prim a—. —Palabra de caballero —repit ió Paradela—. —¡Qué caballero ni caballero! —dij o m i prim a y m e susurró al oído—: Palabra de caballo. Paradela era un plat o, era un corso, pero no m e reí, porque m e desagradan las groserías y m e pert urbó aquel perfum e de agua de Colonia. ¿Por qué no confesarlo?. Una vez m ás m i prim a m e pareció est úpida. Paradela sonrió; sin decir palabra, se perdió ent re los alt os arm arios, recién llegados y polvorient os. Seguram ent e había oído la palabra caballo. Una sem ana después encont ram os a Paradela sent ado en un t aburet e cant ando Che, papusa, oí, con voz t ípicam ent e argent ina y herm osa. Tenía el som brero ladeado. Sin advert ir al principio lo insólit o de la escena, m i prim a dij o, burlándose com o siem pre: —Hoy est am os de buen hum or. Pronunció la frase con acent o gallego. Siem pre que quiere im it ar a alguien lo hace com o la m ona, pero est aba com iendo un caram elo y le salió bien por casualidad. Nos acercam os un poco m ás, pues no podíam os creer que de la boca del changador saliera una voz t an idént ica a la de Gardel. I nm óviles y serias, al principio pensam os que el m ism o Paradela o alguno de los visit ant es de la casa de rem at es llevaba en el bolsillo o colgaba del hom bro, com o si fuera una cám ara fot ográfica, una de esas pequeñas radios que dan la ilusión de que la m úsica sale del est óm ago, del om bligo, de la m anga o del dedo gordo de una persona. Miram os at ent am ent e: nadie llevaba radio y la boca de Paradela se m ovía art iculando claram ent e las palabras que cant aba. Nos pareció en ese inst ant e hast a buen m ozo. No sé si las inflexiones de una voz pueden t ransform ar una cara. Nosot ras le vim os cara de Gardel ( a j uzgar por las fot ografías debía ser idént ico) , esa cara de buen m ozo argent ino, que nada t iene que envidiar a los ot ros buenos m ozos del m undo. Lást im a que m i t ío no est aba con nosot ras. A él sí que le hubiera gust ado. La canción duró un buen rat o. Las circunst ancias quisieron que pareciera m ás larga de lo que es en realidad. A m í m e fascina oír los discos de Gardel, pero a m i prim a ( com o a m i t ío) la enloquecen: cuando oyó esa voz conm ovedora, pensó que perdía el sent ido: Cuánt as noches fat ídicas de vicio, t us ilusiones dulces de m uj er... Mi prim a, verdaderam ent e pert urbada, pensó que Paradela quería ofenderla de nuevo, pero advirt ió que era absurda su desconfianza ant e un hecho t an ext raño. Al t erm inar la canción, Paradela se levant ó; apart ó el t aburet e con el pie y le dij o a m i prim a, señalándoselo con el índice: —Aquí le encont ré el t aburet e. Mi prim a, olvidando la voz de Gardel, lo m iró y respondió con énfasis: —Pero es un banquit o de cocina. Es de pino vulgar y silvest re. ¡Cóm o voy a poner eso frent e a un piano! . Yo quería un t aburet e t ipo Luis XV No m e veo t ocando Claro de Luna sent ada en est e t aburet e. Mi piano es de cola. —Qué cola ni cola. Paradela sacudió la cabeza y colocando la rodilla sobre el t aburet e, cant ó de nuevo Zorro gris. Miram os la rodilla apoyada sobre el t aburet e: diríase que de ahí salían las palabras, pero por ext raño que parezca ( ya que m enos ext raño 69 hubiera sido que cant ara con la rodilla) , de la boca de Paradela salía la voz de Gardel. Bruscam ent e Paradela ret iró la rodilla del t aburet e e int errum pió la canción. —Lo felicit o —le dij o m i prim a—. —¿Por qué? —int errogó Paradela con cara incrédula, ent ornando un oj o—. —Por su canción. Zorro gris es m i t ango predilect o. Paradela j uiciosam ent e encendió el cigarro que se le había apagado. —¿No lo com pra? —dij o señalando el t aburet e con la punt a del pie—. —Si cost ara cuarent a pesos lo com praría para la cocina —cont est ó airadam ent e m i prim a—. Paradela se alej ó por aquella ciudad de arm arios. La noche siguient e, ent re m uebles het erogéneos y dest art alados, pusieron en vent a el t aburet e. Fuim os a la casa de rem at es por que nos int eresaban algunos grabados que se rem at aban esa noche. Con sorpresa supim os ( porque figuraba en un cat álogo) que el t aburet e había pert enecido a Carlos Gardel cuando vivía en la calle Jean Jaurés. El rem at ador hizo una biografía de Gardel. Las ofert as llegaron a cifras increíbles. Con j úbilo, Paradela m ordía un cigarro, m irando a m i prim a. —Banco de cocina —susurró al pasar j unt o a ella, guiñándole un oj o—. Hablam os m ucho con m i prim a de esas canciones de Gardel, t an m ist eriosam ent e cant adas por Paradela. Tal vez no nos asom bram os debidam ent e. Mi prim a m e dij o poco t iem po después: —Quiero librarm e de Paradela. Es un at revido. Me arrincona cont ra los m uebles. —Pobre Paradela —exclam é—. Es un am or. —Te prohíbo que lo llam es así; lo odio y le t engo m iedo. Sí, le t engo m iedo. ¡Para qué le habré dado m i núm ero de t eléfono! . En efect o, m i prim a le había dado su núm ero de t eléfono para que la llam ara cuando t uviera m uebles que podían convenirle. ( En su casa, donde reinaba el piano de cola, había sólo una m esa, cuat ro sillas, un colchón y un arm ario de pino) . Est a circunst ancia result aba m olest a, porque siem pre Paradela est aba cargoseando, por m uebles que no int eresaban. Una t arde de diciem bre la llam ó para decirle que había una cóm oda con repisa de m árm ol verde, idént ica a la que buscaba. Mi prim a prot est ó; sin em bargo, fuim os a ver el m ueble. La cóm oda era bellísim a, no t ant o por su form a, sino por la m adera y por el color del m árm ol; adem ás, el espej o ovalado reflej aba las im ágenes un poquit o alargadas, lo que encant ó a m i prim a, que quería ser un fideo. Durant e una hora, m i prim a dio vuelt as alrededor de la cóm oda, abrió t odos los caj ones, pidió a Paradela que quit ara la repisa de m árm ol para ver si realm ent e pert enecía a la cóm oda. Paradela pacient em ent e la secundó. Hast a le alcanzó una silla para que se sent ara frent e al espej o ovalado. Mi prim a se hum edeció el índice con saliva para pasarlo por el m árm ol; luego, peinándose ( t iene la m aldit a cost um bre de peinarse y m et erse horquillas en la boca cuando habla con la gent e) , pregunt ó: —¿De qué est ilo es la cóm oda?. —Luis Chinche —respondió Paradela. —¿Luis qué? —int errogó m i prim a—. —Luis Chinche —respondió Paradela. —Su abuela —exclam ó m i prim a—. —¿No dij o que le gust aba? —prot est ó Paradela—. 70 Mi prim a lo m iró con desconfianza. Paradela desapareció est a vez ent re un am ont onam ient o de anaqueles y de biom bos, luego se det uvo en un espacio que había ent re los m uebles, com o si no nos viera, m irándonos. Mi prim a lo llam ó y se hizo el sordom udo. Mi prim a m e pregunt ó: —¿Dij o Luis Chinche porque la cóm oda est ará llena de chinches o porque le parezco m uy chinche?. —Lo dij o porque es su m odo de pronunciar. —No lo creo —m e cont est ó—. Mi prim a buscó algo en el cat álogo que llevaba ent re sus m anos; llam ó a Paradela, y cuando ést e se acercó le dij o: —Soy présbit a. —Sant a Lucía —exclam ó Paradela—. —No veo de cerca —prosiguió m i prim a—. ¿Podría decirm e qué núm ero es ést e? —Con el índice le indicaba un núm ero en el cat álogo—. —Quince —pronunció Paradela correct am ent e, y agregó—: ¿Le int eresa? Es un reclinat orio. —No —respondió m i prim a—. Me int eresa la cóm oda, siem pre que no t enga chinches. ¿Me oye?. Paradela se puso de pie y acom pañó a m i prim a j unt o a la cóm oda. —¿Cuánt o cost ará?. ¿Mucho? —dij o m i prim a. —Las dos j unt as podrían salir barat as —dij o Paradela—. —¿Qué dos j unt as? —pregunt ó m i prim a—. —La cóm oda y la cam a. —La cam a no la quiero, ust ed bien lo sabe. Aunque m e la regale, no la quiero. —Hace m al, señorit a, de no quererla. No se pueden vender separadas: son un j uego. I nsensiblem ent e, siguiendo a Paradela, m i prim a se acercó a la cam a. —Es ant igua y t iene unos elást icos m agníficos, que no se encuent ran en cualquier part e. Un colchón de gom a plum a. Aquí durm ió y m urió un príncipe. Pruébela, señorit a. —Qué asco, ¿acost arm e? —m usit ó m i prim a—. No m e gust an ni los príncipes ni las m uert es. —¿Qué t iene de m alo?. Paradela, indignado, de un envión se echó sobre la cam a. Más valiera que no lo hubiera hecho. Com o la vez ant erior, quedó desm ayado y sólo volvió en sí para grit ar: " Vodí, vodí, vodí" y silbar int em pest ivam ent e. —¿Qué significa el silbido? —dij o m i prim a—. —Son los bronquios —le dij e—. —Es hist érico —dij o m i prim a—. Quiere im it ar al príncipe. Mej or será dej arlo. No m e gust a el m odo de m irar que t iene. —¿Y si m uere? —le respondí horrorizada—. ¿Si realm ent e est á m uriendo?. —¿Acaso m urió la ot ra vez?. Nos fuim os, pero arrepent idas, nos volvim os de la esquina para recibir la increíble not icia de que Paradela había m uert o. 71 Era m uy querido. Un m undo de am igos lo rodeaba; ent re ellos, el niño enano. Nos arrodillam os y rezam os, pero al rezar t uve la sensación de que est ábam os rezando no sólo por Paradela sino por el príncipe ruso y el perro y por Gardel y el Zorro gris. Cuando sacaron a Paradela de la cam a, para ponerlo en el furgón, m i prim a dio un grit o: —¡Est á vivo! . El público la m iró com o si hubiera dicho: " Es un sinvergüenza" . De nuevo lo llevaron en la cam illa hast a el int erior de la casa de rem at es. Mi prim a sacó el espej o de su polvera y lo colocó j unt o a la boca del m uert o. El espej o se em pañó. Mi prim a lo m ost ró al público. Alguien aplaudió; alguien im it ó al que aplaudía. El cont agio fue inst ant áneo. Todo el m undo aplaudió. Paradela abrió un oj o, después el ot ro, después los dos. ¿Cóm o será resucit ar?. Paradela lo sabe, pero no lo com unica a nadie. Mi prim a dice que es un m ist ificador; que det iene su pulso, la circulación de la sangre; que es vent rílocuo. Lo odia. Pero ent onces yo, que lo am o, le pregunt o: —¿Por qué no t rabaj a en un t eat ro?. Y él m e cont est a: —Siem pre que sea con los m uebles... N u e ve pe r r os Para A.B.C. El prim ero est aba en un cuadro pint ado al óleo, sobre la chim enea del com edor de la casa de cam po, donde veraneaba en m i infancia. Mient ras com íam os en una enorm e m esa, con m uchos com ensales y fuent es, yo m iraba de soslayo al perro, que era de caza con dibuj os en la piel que se asem ej aban a un m apa, y él m e m iraba de frent e, com o m iran los perros. Recuerdo que est aba sent ado al pie de un árbol sin follaj e, en que se apoyaban la m ochila, los rifles, las escopet as, las perdices y no sé si una liebre o varias, o si t odas las perdices eran liebres. Yo t am bién est aba sent ada, casi a la cabecera de una m esa en form a de óvalo, cubiert a con un m ant el de Dam asco, blanco, con rosas, m ariposas o lirios. De buena gana hubiera cedido m i asient o y m e hubiera sent ado al pie del árbol. A ese perro pint ado m e unía el silencio. Ninguno de los dos hablábam os a la hora de las com idas; yo, por t im idez, y él, no por ser perro sino por est ar en un cuadro; así m e parecía a m í. " Ayúdam e a sobrevivir" , t al vez le habría dicho int eriorm ent e, si hubiera sabido form ular el sent im ient o, porque siem pre en m i infancia, en m i adolescencia y después por bast ant e t iem po, sufrí de vivir: hast a que lo conocí a Ayax. El segundo se llam aba Ayax. Me parecía m ás herm oso que t odos los ot ros, quizá por su alt ura, la belleza de su piel o la m irada, que era t an viva y t an noble. Me enseñó que no sólo el hecho de ser un perro, sino el de t ener un perro, es t rágico a veces. Me enseñó t am bién a conocer, a apreciar la verdadera fidelidad. No era m ío, pero eso no im port aba, ya que en t oda posesión hay rem ordim ient os; fue m i predilect o, pero ¿qué digo?, fue m i predilect o porque lo asocio a la llegada de la felicidad: est e es el m ayor m ot ivo de grat it ud que t engo. En m i recuerdo, la dicha va siem pre acom pañada de aquel perro, com o San Roque del suyo. 72 Áyax era at igrado, con orej as chicas y frías. Sus oj os eran del color am arillent o del agua de los est anques y, cuando se enfurecía, grises. Parado sobre las pat as t raseras, alcanzaba la alt ura de un hom bre. Que fuera t an grande y que t uviera las orej as t an chicas y frías, m e ent ernecía no sé por qué. Yo solía acariciarle las orej as y no el lom o o la frent e, que su am o acariciaba m irándole los oj os con t ant o ent endim ient o. Recost ado parecía un t igre, sobre t odo cuando apoyaba la m andíbula sobre el suelo, m ordiendo ávidam ent e un hueso. Las prim eras veces que lo vi, m ás que sim pat ía, m e inspiró m iedo. Cuando advert í que era bueno, a pesar de su color, de su t am año y de su ladrido, m e sent í prot egida por él, pero t odo eso t ardó en suceder, porque ni él se rendía a m i adulación, ni yo a su franqueza. Yo no podía prever que t odo aquello que m e inquiet aba en él, alguna vez m e infundiría t ranquilidad, que las noches en el cam po, el silencio, la soledad, los ruidos arcanos, la oscuridad t ot al, gracias a Áyax, ya no m e acecharían con am enazas. Áyax era el guardián, la sirena de alarm a, el m édico rural. Se m e ant oj aba que t enía poder de apagar el fuego, ahuyent ar la m uert e o los m alos espírit us. Durant e un verano, cuando nos m udam os a la casa de cam po que había pert enecido a una de nuest ras abuelas, el piso alt o se llenó por la noche de ruidos insólit os, que at ribuim os al principio a com adrej as, gat os o rat ones que corrían por el t echo, hast a que apareció un som brero sin dueño, que nadie reconocía. El som brero era indudablem ent e de ot ra época. Lo m irábam os sin com prender, com o los m onos m iran los obj et os que invent an los hom bres. Áyax nos m iraba. Ent onces supim os que la casa est aba habit ada por fant asm as y que uno de ellos usaba som brero. Nos alegram os, pero Áyax, siem pre vigilant e, creyó que los ruidos y los obj et os m ist eriosos nos m olest aban, dest rozó el som brero olvidado en la silla de m im bre, ladró a los pasos anónim os que poblaban el adm irable silencio y ahuyent ó a los fant asm as. Áyax t ardaba un buen rat o en acom odarse en su cam a. Daba vuelt as en un círculo cerrado hast a que se acost aba. A veces las vacilaciones eran angust iosas; después de vuelt as y vuelt as, se det enía y m iraba escandalizado algo en la cam a, pero ese algo era un m ínim o det alle, que nadie, salvo él, advert ía. Nunca ponderam os bast ant e la int eligencia de un anim al querido, pues no podem os cit ar una frase que haya dicho o escrit o m em orablem ent e; para alabarlo cont am os sólo con las m anías o los gest os ínt im os de cariño que t uvo y que van perdiendo fuerza con el t iem po, a m edida que los borran de nuest ro recuerdo t ant as acum uladas frases orales y escrit as de los seres hum anos. Cuando hablam os de un perro, nadie nos cree, y si nos creen, apenas nos escuchan, porque piensan: " : Yo t am bién t uve ( o t engo) un perro" , o bien, " Nunca m e int eresaron los perros" . No poder repet ir algo que Áyax m e dij o m e parece ahora ext raño, pero, ¿acaso hablar es t an im port ant e?. Un det alle de su biografía, que no om it iré, es que hubo en nuest ra vida un ant es y un después de Áyax y un cuando Áyax, el m ás feliz de t odos. Est o m e recuerda las palabras que cit a Art hur Waley en la biografía del poet a chino Li Po: " Cuando avanzaban hacia el pat íbulo, Li Su volvióse hacia su hij o y exclam ó: —Ah, si t odavía est uviéram os en Shanghai, cazando liebres con nuest ro perro cast año. “ ¡Cuánt as veces quisiéram os est ar con aquel perro! ” . Áyax t enía un ladrido profundo: siem pre gruñía ant es de ladrar, com o si dij era " Voy a ladrar" . Para el com ún de los perros, su fidelidad era exagerada. Una vez casi se suicidó: creía que at acaban a su am o y se arroj ó del piso alt o de la casa para defenderlo. Cuando m e fui a vivir con él, no quise que durm iera en m i dorm it orio, que era el cuart o donde él acost um braba dorm ir. Advirt ió que al llegar la noche yo no lo dej aba ent rar en el cuart o. Usó de una est rat agem a que surt ió durant e unos 73 días efect o; con prudent e ant icipación se acom odaba a la ent rada del dorm it orio, apoyando la cabeza cont ra la puert a abiert a, de m odo que no pudiera echarlo, ni cerrar la puert a. La prim era vez int ent é echarlo y gruñó. Con respet o m e alej é. La segunda vez am enazó m orderm e. Durant e un t iem po m e resigné a su capricho, luego cerré la puert a t odas las noches ant es de su llegada. Quedó perplej o y t rist e y no volvió a gruñirm e. Cuando su am o se iba de viaj e, yo t enía que dorm ir t eniéndole la pat a, porque su llant o era t an last im ero que m e veía obligada a consolarlo de ese m odo. " No llore —yo le decía—, volverá m uy pront o" . Nunca lo t ut eé com o a los ot ros perros. Le est rechaba la pat a en m i m ano, de igual m odo hubiera est rechado una m ano, hast a que se dorm ía, o que yo m e dorm ía. Pero t al vez t oda esa represent ación era un engaño y en lugar de ser yo quien lo t ranquilizaba, él m e t ranquilizaba. No le gust aban las playas: se le erizaba el pelo cuando cam inaba en la arena. Con los años se volvió m aniát ico. Después de com er, hipócrit am ent e, com o si hiciera una caricia, se lim piaba el hocico en los pant alones de cualquiera, salvo en los m íos y en los de su am o, siem pre que no est uviera dist raído. Tom aba los rem edios dócilm ent e, com ía dulce de leche. Creíam os que le iba a gust ar com o a nosot ros, algún día. Pero él no dudaba de sus gust os. Una vez la perrera lo recogió en la calle y hubo que buscarlo hast a la calle San Pedrit o; ent re coches fúnebres y carros de basura que llevaban flores. La angust ia de perderlo y la alegría de encont rarlo, fueron parej as. Sus am ores eran apasionados. No m e parecía posible que un perro t an serio se volviera t an desconsiderado. Se escapaba de la casa, en busca de una hem bra, cruzaba pot reros, cam pos desiert os, arboledas, com o si nunca fuera a volver, y si volvía lloraba t oda la noche y t odo el día. Se enam oró de Som bra, que fue su m ás grande am or. Som bra no valía nada. Lloró por ella m uchas noches, sin dej arnos dorm ir. Tuvo hij os, casi m at ó a uno, a Sacast rú, cuando lo vio por prim era vez en una est ación. Una piedra en el cam po, donde m urió, lleva su nom bre. Cuando paso j unt o a esa piedra, sient o ganas de persignarm e o de ponerle flores. El t ercero, o m ás bien la t ercera, se llam aba Som bra, era negra, t enía una orej a parada y ot ra caída, lo que le daba un aire apesadum brado. Seguram ent e la habían cast igado m ucho porque andaba siem pre con la cola y la cabeza ent re las pat as, salvo cuando est aba en celo y se ponía desdeñosa y erguida, haciéndonos creer que era preciosa. I nvariablem ent e, después de esos días, queríam os enderezarle la orej a doblada y le poníam os t ela adhesiva. El cuart o se llam aba Sacast rú. At igrado, vicioso, t rist e y solit ario, Sacast rú, con un im percept ible vaivén, pasaba horas debaj o de un sauce, para que las ram as, que eran com o cort inas, y su propio m ovim ient o, le hicieran cosquillas. Nos reíam os de él; se m e ant oj aba que era com o reírm e de un m udo o de un niño. No creo que fuera t an idiot a com o parecía. Sospechábam os que se hacía el idiot a. Por ot ra part e, nadie se ocupó de educarlo. Alguien dij o que era hipócrit a o rabioso. Juzgué la acusación inj ust a. Los hom bres no soport an que un perro sea independient e. Dicen que est á rabioso al verlo solo. Tres o cuat ro veces por año, durant e cinco días, t enía un am o, no se hacía la ilusión de t enerlo; ent onces se alegraba un poco, vigilaba las puert as y salía de su inercia. Ese ilusorio am o, era un am igo nuest ro que venía a visit arnos en el cam po de vez en cuando y que no quería a Sacast rú, pero que se sent ía un poco halagado y obligado por am abilidad a dem ost rarle algún cariño, perm it iéndole dorm ir en el um bral de su puert a. Nada m ás. 74 El quint o se llam aba Lurón, Lurón de la Morlay. No t enía cola. Su pelo cast año era enrulado y suave. En una de sus orej as alguna vez puse un m oño. Alguien m e pregunt o. por qué lo disfrazaba. Me ruboricé y le quit é el m oño, pero le puse en el collar un cascabel. Era un perro de aguas, de circo de ciegos. A Áyax, al principio le desagradó la int rom isión en nuest ra casa, de ot ro perro que no fuera de su fam ilia, de su est at ura. " ¿Qué hace aquí est e enano sin cola, m ás incóm odo que la arena y que duerm e en m i dorm it orio?" , decían sus oj os. Trat ó de ignorarlo; luego, cuando lo consideró, le gust ó m enos aún. Sin em bargo, se acost um bró a él y fue durant e un t iem po su perro favorit o y no el m ío, com o lo fue después. Lurón, en cam bio, siem pre lo adm iró y hast a puedo decir que lo im it ó. No exist ieron rivalidades ent re ellos: ni siquiera por un hueso, por una hem bra o por una persona que acariciaba a uno de ellos m ás que al ot ro. A Lurón le placía revolcarse sobre las osam ent as, los excrem ent os y las basuras; fue su único defect o. Nunca perdió la cost um bre, por bien bañado y peinado que est uviera y por grande que fuera su rem ordim ient o. Después de esas t ransgresiones, el m undo lo repudiaba. Ningún perfum e lo salvaba de la indeleble fet idez. Alguien lo t ort uró quem ándole las orej as con cigarrillos encendidos, t al vez porque ensució una alfom bra o un piso encerado. Nunca se descubrió al desalm ado, aunque sospecho que fue alguien que lo llam aba " Preciosura" y lo acariciaba com o si lo quisiera. Le dej ó para siem pre, donde los perros de j uguet e llevan el precio, una m uesca en la orej a. Era un gran nadador. Com o a t odos los perros de aguas, le gust aba el agua y era difícil ret enerlo cuando veía un charco, una zanj a, una laguna, un lago, un arroyo, el m ar. Ahí olvidaba basuras, am or, ham bre. Preso de un incont enible frenesí acuát ico, se t iraba al agua salt ando sobre las olas si las había, nadando en cont ra de la corrient e si la había. Con m aest ría sort eaba las dificult ades que le regalaba el agua en las cascadas de Córdoba, en Mar del Plat a, en las rom pient es m ás bravas, en las lagunas ent re los t ot orales y los pat os salvaj es. Ebrio de barro y de arena, olvidado de la t ierra, salía del agua m irándola de reoj o, lam iendo sus últ im as got as, lam ent ando dej arla, com o si fuera su elem ent o. Junt os bordeábam os zonas de m ilagro. Una noche asábam os cast añas en las brasas, Lurón m e secundaba. Com o en un sueño m irábam os el fuego. Oíam os m úsica. Era una de esas noches que no se olvidan. No hay m ot ivos para que uno las recuerde, salvo la belleza que em ana de ellas. Con un hierro yo m ovía las cast añas y las daba vuelt a; apart é o creí apart ar una cast aña y la t uve en m is m anos, pasándola rápidam ent e de una m ano a ot ra, hast a dej arla caer. Lurón la m ordió, la dej ó caer y la m ordió de nuevo para dej arla caer. ¡Era una brasa! . Lurón aprendió a hacerse el m uert o, a m archar, a bailar, a sacar los som breros a personas que est aban de pie, a arrast rarse por el suelo, a llevar los diarios o una canast a, a salt ar por un aro. Con éxit o hubiera t rabaj ado en un circo. Bast aba decirle: " Acordat e de t us ant epasados" para que redoblara su paso de baile. Sabía que esa era la prueba m ás im port ant e de t odas las que hacía, porque la gent e sonreía y lo rodeaba sin hablarle. ( Sabía dist inguir la sonrisa burlona de la sonrisa de adm iración) . A veces creo que lo aplaudieron, y aunque el sonido de los aplausos no le agradó, supo de algún m odo lo que significaba t ener éxit o. Recuerdo que Teresa Borra y Carm elo Soldano, con ciert o escept icism o, querían que Lurón les obedeciera. En vano int ent aban m et erle el diario en la boca grit ando: " Llévele La Nación a la señora" , " Llévele el periódico a la señora" , " Llévele est a cosit a a la señora" ; Lurón no obedecía. 75 —Teresa —yo prot est aba, dirigiéndom e a Soldano, esperando que él com prendiera—, t iene que t ut earlo a Lurón y decirle: " Llévale el diario a la señora" ; de ot ro m odo el perro no ent iende. El diario ya est aba t an m anoseado, que parecía un t rapo. Y Teresa insist ía: —Llévele el diarit o a la señora. Llévele est a cosit a a la señora. —Lurón no se m ovía. —Lo que pasa es que el perro va cuando quiere. Pobre anim al — regañaba Teresa—. —Anim al es ust ed. —Soldano reía—. —Gracias —m usit aba Teresa—. —No com prende que el perro no puede recordar t ant as palabras: ¡La Nación, " el periódico" , " est a cosit a" ! Ust ed lo confunde —explicaba en vano. —Claro —exclam aba Soldano—. —Por eso digo que el perro no ent iende. ¡Qué sabe si el diario es La Nación o La Prensa! . Para él t odo es lo m ism o. Pobre anim al —grit aba Teresa, con sus oj os apenados—. Hay que ver que no es una persona. —Anim al es ust ed —yo insist ía—. Era dist raído: siem pre esperaba m i llegada, para dem ost rarm e su alegría. A veces, cuando yo est aba desde hacía una hora en casa el oía un ruido en la calle, creía que yo iba a llegar de nuevo y delirando de alegría rasguñaba la puert a. ¡Alguien ent raba; no era yo! . Con un profundo suspiro, se sent aba de nuevo a m is pies, para volver a esperarm e. Su obediencia, a veces t an ext rem a, era nociva. Cuando subía al aut om óvil, no t enía que m overse, y no se m ovía hast a que la palabra hop le perm it iera salir de su sit io y de un salt o, baj ar del coche. Un día se acom odó debaj o del asient o de t al m odo que m irando dent ro del coche no se lo veía. Cuando llegué a casa, después de hacer varias diligencias y abrí la puert a del coche, no lo vi a Lurón, vi sólo su ausencia en la carpet a de felpilla. Volví a salir. Volví a llam arlo. Fue ent onces cuando Borges, para consolarm e o para enfurecerm e, m e dij o: " Si lo encont raras, ¿est ás segura de reconocerlo?" . ¡Com o t odas las personas que no t ienen perros, creía que t odos los perros son iguales! . A los ocho años, Lurón enferm ó y se volvió m ás int eligent e aún e invent ivo. Menos dependient e de las órdenes que le daban. No esperaba que le dij eran que hiciera pruebas; las hacía por su cuent a, e invent aba algunas, com o abrir una puert a, o m archar reculando. Era un payaso, un buen act or cóm ico cuya sola apariencia hace reír. Que no t uviera cola lo ayudaba, pues cuando est aba cont ent o, m ovía la part e t rasera, en vez de m over la cola que le falt aba. Bailaba de pront o en m edio de la calle, o sacaba el som brero a alguien que pasaba. Lo operaron cinco veces en la Clínica de Anim ales Pequeños. Frent e al vet erinario bailaba porque sabía que su baile era irresist ible y pensaba que t al vez lo salvaría de una operación, pero el vet erinario, a pesar de reírse, lo llevaba a la m esa de operaciones y no lo salvaba de la operación ni lo salvó, llegada la hora, de la m uert e. La últ im a vez que enferm ó, m e olvidé de él. Lo dej é en la sala de operaciones. Cuando volví a verlo, m e sent í culpable; parecía un fant asm a. Quizá no se pueda decir que un perro est a pálido, dem acrado: Lurón est aba pálido, dem acrado. " No t iene cura. ¿Quiere que le dem os una inyección para que no sufra m ás?" , m e dij o el vet erinario, con los oj os llenos de lágrim as. Ese para que no sufra m ás, significaba la m uert e, la m uert e m ás am able que podía ofrecerle. Asent í. Le dio una inyección. Lurón quedó com o un t rapo, com o una piel curt ida, con los oj os brillant es, de vidrio. Los hom bres que lim piaban las j aulas donde 76 aloj aban a los perros enferm os cavaron un foso debaj o de un arom o, para ent errarlo; m ient ras yo lloraba, reían de verm e llorar. Era prim avera. Pensé que rodeada de ese aire fest ivo, la m uert e result aba m ás t rist e, pero sabía que m e equivocaba: igualm ent e t rist e hubiera sido en verano, en ot oño, en invierno. Pocos días después, soñé que hablaba por t eléfono con Lurón. " No t endré ot ro perro" , dij e varias veces. Y durant e un t iem po t uve algunos perros sabiendo que no iba a quererlos. El sext o, Dragón, era un perro pila, el perro que usan de rem edio en las provincias, para el asm a, para los m ales del corazón, para el reum at ism o. Chico, con la cara t orcida, un oj o m ás alt o que ot ro, con la piel hirviendo, pelada y rugosa, con dos hileras de dient es y expresión risueña. Nunca t uvo collar, ni cadena, ni cam a; dorm ía en cualquier part e. Un día lo t raj eron de Córdoba. Nadie lo quiso m ucho, pero t odos est ábam os a punt o de quererlo. Era el perro de cualquiera: la bolsa de agua calient e para los pies, el t acho de basura que se com e lo huesos y las hoj as de lechuga. Su lugar favorit o era la cocina, cuando el horno est aba encendido, y siem pre t em blaba de frío, a pesar de que su cuerpo ardiera com o las brasas. Ni las chispas ni las llam as lo hacían ret roceder. Cuando engordó com o el t ronco de un palo borracho y perdió la gracia t an ágil de su j uvent ud, lo quisim os aún m enos. Alegre, con oj os t rist es, dando salt os, vivió perdido en la som bra. Desapareció. Ni siquiera m urió. El sépt im o, Zepelín, era un lebrel barrigón, de color de café con leche, que corría m ás lent am ent e que cualquier perro. Era t an t ont o, que un día, persiguiendo con ot ros perros una liebre, corrió j unt o a ella y la dej ó at rás. Est a escena m e pareció t an insólit a que la referí en un cuent o de uno de m is libros. Nadie lo quería y él no quería a nadie, o bien t odo el m undo lo quería y él quería a t odo el m undo, según soplaba el vient o. Seis perros lo ult im aron en una zanj a. En ot ros t iem pos, en ot ras t ierras, lo hubieran coronado en honor a Diana. El oct avo, com o el perro de Cornelio Agripa, se llam aba Señor. Era un perro en busca de su alm a. Nadie lo m aldij o, nadie le dij o " Vet e, anim al falaz, plena causa de m i dest rucción" , pero andaba perdido com o si fuera culpable. Ciert am ent e no pensé en él cuando escribí m i sonet o t it ulado " El perro de Cornelio Agripa" ; m ás bien pensé en m i sonet o cuando lo conocí a él. Un solo día lo quisim os, fue cuando creíam os que se había perdido y pasam os la noche llam ándolo por t odo el pueblo a grit os y m uchos señores se asom aron a sus puert as para ver quien los llam aba. El noveno, Const ant ino, era at igrado, con la cabeza casi negra. Resolví no quererlo dem asiado aunque se pareciera, por la form a de las orej as y el color, a Áyax, pero m i resolución no se cum plió. Const ant ino era nict álope. En la oscuridad t ot al, buscaba en m i dorm it orio una pelot a de t enis, con la que solía j ugar, y la t raía y se det enía im placablem ent e ant e m i cam a. Algunas veces t uve que levant arm e, a m edianoche, para que cesara su llant o. Casi dorm ida le t iraba la pelot a. Sólo ent onces quedaba sat isfecho. Sospecho que era sádico, pues durant e el día, esa m ism a pelot a no le int eresaba. Pract icaba un narcisism o al revés. Odiaba su propia im agen, le gruñía, t rat aba de m orderla en los est anques y en los espej os y a veces hast a en la som bra. Dorm ía en el cuart o cont iguo al m ío, sobre papeles lim pios de diario, de m odo que cuando se m ovía, daba la ilusión de est ar leyendo el diario. Le gust aba com er las pat as de una m esa; en cuant o a sus propias pat as, las lim piaba en el felpudo, ant es de ent rar en la casa, cuando llovía. Const ant ino era m iope com o yo. Cuando paseábam os j unt os, sim ult áneam ent e una suert e de est rem ecim ient o nos at ravesaba a los dos: 77 veíam os aparecer en los cam inos, al m ism o t iem po, un gat o, un papel, un páj aro, cualquier cosa, que en un prim er m om ent o no dist inguíam os bien, y que luego reconocíam os. Grande y de apariencia feroz, era m iedoso. Todo lo dej aba suponer. Cuando íbam os por la calle y yo veía venir a una persona con un perro de cualquier t am año, grit aba: " Cuidado, porque est e perro es m uy m alo" . La ot ra persona cruzaba la calle o se alej aba, pensando que m i perro t em blaba de furia. Tem blaba de m iedo. Después int uí que su t em or provenía del m iedo de inspirar m iedo. Le repugnaba la violencia, salvo cuando corría las ovej as, que degollaba con sat isfacción ínt im a, o los gat os: el odio, ent onces, disipaba los t em ores. Const ant ino no sólo era bondadoso, sino sensible, por eso a veces ponía cara de t ont o aunque no lo fuera. Se sent aba j unt o al t ocadiscos com o para oír m úsica de cerca. En una playa, t uvo una vez ent re sus pat as una gaviot a herida, que alet eaba y que le hacía cosquillas en la nariz con las alas. Mat arla hubiera sido nat ural para cualquier perro. No la m at ó; pero se sint ió, desde aquel día, om nipot ent e, sobre t odo en una playa, capaz de apresar cualquier ave en su vuelo, sin int ención de m at arla, sólo para j ugar con ella. Ot ra vez est ábam os en el cam po y nos alej am os de la casa; cuando oí la cam pana del alm uerzo, grit é que volvería en seguida para que no se alarm ara m i fam ilia. Const ant ino, al oírm e, echó la cabeza hacia at rás, dio un aullido largo y desgarrador, com o si hubiese sent ido que m e sucedía algo dram át ico. Const ant ino parecía feroz pero era suave. La suert e y yo pret endim os vanam ent e m odificar su caráct er. Un día, a la ent rada del Alm acén Suizo, un señor corpulent o y colorado, después de m irar con insist encia a Const ant ino, que t em blaba frent e a un perrit o que parecía de j uguet e, sacó de su billet era una t arj et a que m e t endió im periosam ent e, después de pregunt arm e: " ¿Qué edad t iene?" y al no recibir cont est ación prosiguió: " ¿Perro suyo?" ; sin esperar respuest a, seguro de sí m ism o, ent ró a com prar algo en el alm acén. Leí la t arj et a: " Hans Hundhaus, profesor de perros policiales, enseña pruebas clásicas de equilibrio, at aque a m ano arm ada, salt o m ort al, defensa propia. Se ruega al am o, lleve su bozal reglam ent ario y collar de enseñaza. Echeverría 1590, Belgrano" . Esperé al profesor en la puert a del alm acén, m irando dulces de fram buesa y los t rám it es que él hacía para com prar j am ón. Con el paquet e en la m ano, se m e acercó a la salida, seguro de su éxit o y yo, dom inada por im pert érrit a m irada. —Ent onces —exclam é, com o cont inuando un diálogo int errum pido— enseña ust ed a los perros, señor Hundhaus. —¿I nt eresa? —m e cont est ó bruscam ent e—. —Mucho —le dij e sint iendo que m e im ponía esa respuest a y que la providencia m e lo enviaba. Con ent usiasm o, m irando a Const ant ino, seguim os el diálogo t elegráfico. —¿Qué edad? –pregunt ó—. —Nueve m eses. —¿Nom bre?. —Const ant ino. —¿Const ant ino?. —Const ant ino Von Düseldorf. —¿Enseñó algo?. —Sí. —¿Qué enseñó?. 78 —Dar la pat a. —Falderos da pat a. —Sent arse. —Falderos t am bién. —Acost arse. —¡Com o t raer pelot a! Falderos. —Chum bar. —¿Qué es chum bar?. —Decirle chúm bale y que ladre. —Ladrar, ¿nada m ás?. —¿Qué m ás?. —¿Cuando da orden?. —A veces. —Más im port ant e callar. Traiga Const ant ino, once m añana, plant a baj a. No olvide t raer puest o bozal reglam ent ario y... o collar de enseñanza. —Pero no sé si podré ir hast a su casa. —Lo que haga perro, perro agradece. —¿No hará sufrir?. —¿Yo sufrir anim al?. —Me result a difícil... —¿Difícil?. —Difícil ir a Belgrano a esa hora. —Nada difícil cuando quiere. Espero m añana y... o pasado m añana. Al día siguient e, fui con Const ant ino, a la calle Echeverría. La ent rada de los depart am ent os t enía un largo corredor que aislaba un poco la plant a baj a del rest o de la casa, que daba a un pat io. La puert a est aba abiert a. Con t em or, m iré. En un cuart o lúgubre, con largos cort inados alegres, que lo volvían m ás t ét rico, vi m uchas fot ografías enm arcadas de perros en dist int as post uras ( algunos disfrazados de bandidos, de vigilant es o con una gorra m arinera) , y oí la voz del señor Hundhaus, que grit aba. " Junt o. Un. Dos. Un. Dos" . Y a veces, con una voz grave, com o quien dice gol, down, y luego con voz de falset e, " hoy st a bien" . " Hoy st a bien." Toqué el t im bre, pese a que la puert a est uviera abiert a. El señor Hundhaus acudió con las m anos apart adas del cuerpo, com o si hubiere t ocado en la cocina algo pringoso; las lenguas de los perros, pensé. Me hizo señas para que ent rara. Sin saludar, o saludándom e apenas, m e dij o: —¿Collar de enseñanza?. —¿Qué es eso? —pregunt é, sin recordar las recom endaciones que figuraban en la t arj et a—. —Aquí t engo —dij o el señor Hundhaus—, y m e t raj o un collar, que por su novedad m e hizo exclam ar: —¡Qué bonit o! . El collar era de m et al y al cerrarse sobre el cuello del anim al, que desobedecía indebidam ent e, clavaba las punt as im placables de sus eslabones. —Nunca perm it iré que m i perro sufra —le dij e. —No sufre, señora; sólo si desobedece. Póngaselo ust ed y verá. —Preferiría no ponérselo nunca y que desobedezca —le dij e—, lo que hizo sonreír al señor Hundhaus. 79 —Muj er sent im ent al, gust a perro salvaj e. No m e gust a que m e llam en sent im ent al. Le puse el collar a Const ant ino. Así em pezaron las lecciones, que no presencié. Al cabo de dos m eses, Const ant ino sabía at acar, salt ar, arrast rarse por el suelo, defenderse, enfurecerse, cuando el señor Hundhaus se lo ordenaba. El últ im o día el m aest ro hizo una dem ost ración que m e dej ó m aravillada. Ya m e im aginaba asust ando al m undo, nunca asust ada, j unt o a un perro t an bravo y obedient e com o el m ío. Sin em bargo, m e perm it í hacerle un reparo al señor Hundhaus, cuando m e ent eré que para su enseñanza alquilaba a un hom bre y lo disfrazaba con bolsas para hacer sim ulacros de at aque. Se supone que el hom bre andraj oso era el asalt ant e y el perro t enía que at acarlo. —Pero, señor Hundhaus, ¿y si el asalt ant e est á bien vest ido? —le pregunt é con énfasis—, ¿qué sucede?. —Asalt ant e no poner m ej or t raj e para asalt ar. Es lógico. —Eso cree ust ed —le respondí—. Hoy día los asalt ant es est án bien vest idos. —Const ant ino conoce m ej or. En casa Const ant ino no m e obedeció. Prot est é. Llam é por t eléfono al señor Hundhaus para decirle: " Sus lecciones no sirvieron para nada" , pero dij e, con la int im idad que da la aflicción, " Hundhaus ¿cóm o hago?, no m e obedece" . Me cont est ó que yo no sabía dar órdenes y que fuera a su casa con t res t errones de azúcar para recibir las inst rucciones. Ent onces m e acordé de Teresa Borra y de Carm elo Soldano, que t am poco sabían dar órdenes, porque eran soberbios, y fui hum ildem ent e a la casa de Hundhaus. El señor Hundhaus, que parecía un general en cam iset a, m e esperaba en la puert a. Hacía calor ese día y se enj ugaba la frent e, ya lust rosa, dándole m ás brillo. En cuant o llegué, fat igada, m e sent é en un sillón y él m e dij o, o m ás bien m e ordenó: " De pie" . No era a Const ant ino sino a m í que m e hablaba y de m uy m al m odo. Vacilé. Me puse de pie y el señor Hundhaus com enzó a darm e las inst rucciones. —Ponga m i voz. Cuerpo erguido. No. No levant ar m ano. Diga down. Tranquila. Down. Perro sabe si est á nerviosa. Me pareció, en un m om ent o dado, que Const ant ino y Hundhaus se reían de m í; sin em bargo, Const ant ino dócilm ent e se arrast ró por el suelo ( pero m irando al señor Hundhaus) . Después com o recom pensa, t uve que darle azúcar. Luego de nuevo: —Ponga m i voz. Enérgica. Diga Acuést ese —ordenó Hundhaus—. Yo dócilm ent e dij e a Const ant ino. —Acuést ese —y a Hundhaus—: Ust ed m e dij o que sólo los falderos aprenden a acost arse. —Pero no de est e m odo —cont est ó arrebat ado Hundhaus—. Durant e un t iem po conseguí que algún am igo con voz parecida, o m ás parecida que la m ía a la del señor Hundhaus, diera las órdenes a Const ant ino: pero fue una t rist e experiencia que no quise repet ir. Poco a poco, Const ant ino se fue adapt ando a ot ro t ipo de enseñanza. En realidad t uve que educarlo de nuevo, a m i m odo. Conservé y ut ilicé, sin em bargo, algunas de las palabras que Hundhaus em pleaba: Apport e para que el perro buscara algo; hop, para que salt ara; fass, para que ladrara; down, para que se arrast rara; las dem ás palabras eran en cast ellano. 80 Cuando quise casar a Const ant ino; le conseguim os una perra que result ó ser su herm ana; le pusim os de nom bre Cleopat ra. Const ant ino, al principio, creyó al verla que se est aba m irando en un espej o y la t rat ó con aversión, y en ningún m om ent o com o un m acho t rat a a una hem bra. Nuest ro j ardín se llenó de perros enam orados de Cleopat ra, pero Const ant ino los ignoraba, hast a que un día descubrió los secret os del sexo. Los hij os que nacieron de ese descubrim ient o incest uoso fueron después, en el cam po, el t error de las ovej as y de los t erneros. La alegría ocupó buena part e de nuest ra vida en aquella época. Muchas veces dorm í t eniendo la pat a de Const ant ino, para serenarm e y no para reconfort arlo, com o lo hacía con Áyax. Si él m e hubiera dicho algo m e hubiera aconsej ado " afront ar la noche, las t orm ent as, los accident es, el ridículo, el ham bre, los rechazos, com o los árboles o los anim ales" . O m ás bien, con las palabras del evangelio: " Considerad los lirios del cam po, com o crecen; no t rabaj an ni hilan" . Cuando m e separé de Const ant ino para irm e a Europa, lo dej é en el cam po, porque pensé que ahí sería m ás dichoso. Me equivoqué. En París, un día, en una pequeña librería, vi una fot ografía de un perro idént ico a él. El librero, t om ando en su m ano la fot ografía, m e dij o: " Hace un m es que m i perro m urió. Sufrí t ant o cuando m urió, que t uve que cerrar la librería durant e una sem ana" . Cit ó unos versos en francés que no recuerdo. En ese inst ant e, present í que no volvería a ver a Const ant ino. Cuando volví a Buenos Aires, a los cinco días, m e avisaron que Const ant ino est aba m uy enferm o. Acudí al cam po a verlo. Era pleno invierno, lo encont ré debaj o de una m esa, sobre el piso de baldosa de un cuart o helado, m uriendo. Me dij eron que había com ido carne con est ricnina dest inada a los gat os, pero sospeché que lo habían envenenado adrede, pues un niño del lugar m e decía incesant em ent e: " Murió de m uert e nat ural" . Lo acom odé j unt o a la chim enea encendida. Durant e t oda la noche, dándole digit alina, t rat é de salvarlo. No podía m overse, pero t rat ó de obedecerm e hast a el últ im o inst ant e. Las últ im as got as de agua que bebió, las bebió porque se lo pedí. Al alba, com o si hubiera m ej orado y com o si la luz del día con un silbido lo llam ara, desde afuera, salió corriendo y cayó m uert o. Lo ent erram os y a cada palada de t ierra que le echaban, el t errible niño salm odiaba, golpeando con un palo: " Murió de m uert e nat ural. Murió de m uert e nat ural” . Después, una noche, t uve un sueño que no olvido: Const ant ino cant aba m úsica clásica. Uno podía pedirle que cant ara cualquier cosa: de sus orej as peludas y grandes, lo que m e hacía dudar de su ident idad com o de una caj a de m úsica, al parecer, salían los sonidos que no eran un cant urreo cualquiera, sino el sonido de una orquest a con sus violines, clarinet es, t rom bones, pianos, arpas, violoncelos y fagot es. Creo que le oí cant ar la cuart a sinfonía o una sonat a de Brahm s, pero m e const aba que su m em oria disponía de un vast ísim o repert orio que no t uve t iem po de escuchar, porque m i sueño era breve. Divert ida con la m usicalidad m ágica de m i perro, andaba por las calles. Un desconocido se m e acercó. Quise revelarle el prodigio. —Cant a de m em oria cualquier cosa que uno le pide —le dij e—. Pídale que cant e lo que ust ed quiera. —La Quint a sonat a de Scriabin —pronunció frívolam ent e—. Susurré al oído de Const ant ino que cant e la Quint a sonat a de Scriabin. La cant aría com o siem pre, pensé, débilm ent e, pero afinadam ent e. El desconocido prot est ó, no oía nada. —Tiene que escucharlo pegado a su orej a —le dij e—. 81 Venciendo su apat ía el desconocido se arrodilló, pegó su orej a incrédula a la orej a de Const ant ino. —Tiene razón —respondió, escuchando; luego, poniéndose de pie, exclam ó—: pero, ¡se oye t an poquit o! . Ke if Keif era m ist erioso. Conservo una fot ografía de cuando era m uy j oven. Sus párpados ent recerrados dej aban ver la int erm it ent e ferocidad am arilla de sus oj os. Cuando m e m iraba m e daba m iedo. Lo conocí una t arde de enero cuando fui por prim era vez a la casa de Fedora a com prar un grabador alem án que vi anunciado en un diario. Llegué y encont ré la puert a abiert a. En los balnearios, la gent e dej a sus casas abiert as. Sin golpear las m anos ni dar el desusado grit o " Ave María" , que m i t at arabuela daba y que yo solía dar con voz de viej a, para reírm e un poco, ent ré en la casa. Al pie de la escalera vi sent ado a Keif. Tuve un m om ent o de t error, pensando que el t error podía cost arm e caro. ¿Acaso los perros no se enfurecen cuando uno se asust a?. Keif no se m ovió, cruzó una pat a sobre la ot ra, espant ó una m osca con la cola. Quedé inm óvil en el um bral de la puert a, t em iendo que cualquier ot ro m ovim ient o que yo hiciera para ent rar o salir m e cost ara la vida. En el silencio t odo se volvió m ás irreal. Pensé que est aba soñando o que habían puest o en el diario una dirección equivocada. Al cabo de algunos m inut os oí el ruido de unos pasos y arriba de la escalera vi a una m uj er que se asom ó con su perfum e a barniz y a cosm ét icos. —¿Qué desea?. —susurró com o si revelara un secret o—. —¿Est á la señorit a Fedora Brown?. —Soy yo. ¿Viene por el aviso?. —Vine a ver el grabador. —Suba —m e dij o—. No t enga m iedo —agregó, baj ando las escaleras—. Keif no le hará nada. Al decir ést as palabras se inclinó y t om ó la cadena que est aba enganchada al collar de Keif. —Me obedece —dij o Fedora—. Con el pie separó las pat as de Keif e im periosam ent e le ordenó que se levant ara. Subim os las escaleras. —Sígam e. En m i cuart o est á el grabador. Ent ram os en el dorm it orio desde cuya vent ana se divisaba el m ar. —Aquí est a —m e dij o, m ost rándom e una valij a gris—. Es lo único que t raj e de m i últ im o viaj e. Est a valij a y Keif. —¿No le t iene m iedo?. —¿Miedo? —int errogó—. Es m ás m anso que un perro am aest rado. —¿Com e m ucho?. —Muchísim o. Com o una best ia. Verlo com er m e indigest a. Keif la m iraba m ient ras hablaba, sin quit arle los oj os de encim a. De vez en cuando ella m urm uraba " Keif quédese quiet o" , aunque el t igre no se m oviera. —¿Keif? ¿Por qué le puso Keif? –inquirí—. —Keif en árabe quiere decir " saborear la exist encia anim al sin las m olest ias de la conversación, sin los desagrados de la m em oria ni la vanidad del pensam ient o" . Le queda bien ¿verdad?. 82 —No podría llam arse de ot ro m odo —le cont est é con énfasis—. —Enseñarle a obedecer m e da sat isfacción. Si yo fuera m ás j oven t rabaj aría con él en un circo. —Pero ¿acaso ust ed no es j oven?. —Nunca uno es bast ant e j oven. A los cuat ro años, t al vez, pero ¡de qué sirve! —Mirando a Keif agregó en voz baj a: —Creo que lo hipnot izo con la m irada—. —¿Y si él la hipnot izara?. —¿Si él m e hipnot izara?. Nunca pensé que pudiera suceder. Quedam os un m om ent o sin decir nada. Para int errum pir el silencio, pregunt é: —¿Tiene ot ras cosas en vent a?. —Sí. Por ej em plo: un anillo de brillant es, una pulsera de esm eraldas, m is abrigos de piel, un cuadro de Renoir y est e grabador. No lo hago por necesidad, lo hago porque m e gust an los cam bios. En vez del brillant e, com praré un zafiro; en vez de los abrigos de visón, un abrigo de m art a; en vez de las esm eraldas, rubíes; en vez del Renoir, un Picasso; en vez del grabador, una cám ara fot ográfica. La fort una, por m ucho que se t enga, no es infinit a. En cuant o m e aburren las cosas las vendo y com o son siem pre buenas, m e las com pran bien. Desde chiquit a soy así. ¿Quiere probar el grabador?. Tengo una cint a grabada. Abrió la t apa del grabador, m ovió los diales y se oyó un rugido, después ot ro. Me dij o ext asiada: —Es Keif. ¿Lo reconoce?. Luego se oyó una voz dest em plada. —Soy yo —m usit ó—, hablándole a Keif. ¿Quiere grabar algo?. Grabé unos m onosílabos m ient ras observaba el m anej o del grabador, que decidí com prar. Nos quedam os conversando un rat o, m irando el m ar y un velero a lo lej os. Fedora m e dij o que era independient e, pero que por culpa de Keif después del últ im o viaj e había perdido su independencia. —Todo nos at a —m e dij o—. Cuando m enos pensam os est am os esclavizados. Me había olvidado de la presencia de Keif. Las vent anas est aban de par en par abiert as. —I don't know what t o do wit h him —m e dij o Fedora, m irando de soslayo a Keif, com o si quisiera que no la ent endiera—. I care so m uch for him , but I can't keep him always wit h m e. He is a nuisance. I n t he Zoo t hey want t o buy him for a lot of m oney. —And why don't you? —cont est é en m i m al inglés—. —I can not . I sim ply can not do it . La desm edida aflicción de su respuest a m e conm ovió. Al despedirm e m e acerqué t al vez dem asiado y ret rocedió. —He is j ealous —m e dij o—. Sin discut ir el precio pagué lo que m e pidió por el grabador, t om é la valij it a y baj é las escaleras prom et iendo a Fedora que volvería a visit arla. Com o no había aprendido det alladam ent e el m anej o del grabador, m uy pront o fui de nuevo a ver a Fedora para que m e lo explicara. Est aba echada sobre una est era, frent e a la vent ana, al sol, casi desnuda. A sus pies Keif dorm ía com o em balsam ado. Delacroix hubiera pint ado bien ese cuadro exót ico. Después de darm e las explicaciones que yo reclam aba, Fedora m e dij o: —Est oy resuelt a a cam biar de vida. Est oy hart a de ést a. 83 —¿Va a ent rar de m onj a?. —No. Me voy a ir de est a vida. —¿Cree en la t ransm igración de las alm as? —le pregunt é sonriendo—. —Nat uralm ent e –respondió—. —¿Y cóm o vas a hacer? —le dij e, t ut eándola por prim era vez—. Es t an difícil cam biar de vida com o de cuerpo. —Me voy a suicidar. —Te vas a suicidar?. —No. No es nada t rágico; voy a suicidarm e de un m odo agradable — cont est ó. —¿Y hay m odos agradables de suicidarse?. —Tal vez. Cualquier cosa desagradable se puede hacer de un m odo agradable —arguyó—, pero no acept o la idea de que un act o agradable pueda volverse desagradable en un m om ent o dado. Adoro el m ar; siem pre que m e baño quisiera quedarm e en el agua m ás t iem po del que m e quedo: quedarm e hast a m orir. Eso es lo que voy a hacer: dej arm e m orir en el deleit e del agua. En una herm osa m añana, al alba, ent raré en el m ar com o cualquier ot ro día; sent iré la efervescencia del agua en m i piel. No, no sería un suicidio t rágico com o el de Alfonsina St orni en Mar del Plat a, ni pat ét ico com o el de Virginia Woolf en no sé qué río de I nglat erra. Seguiré bañándom e hast a el m ediodía, hast a la caída de la t arde. Sobrevendrá luego el crepúsculo y la noche, y volverá la aurora y la m añana siguient e, y el m ediodía y el crepúsculo y la noche y la subsiguient e aurora; y yo sent iré el cam bio de las t em perat uras y veré los colores del agua, conviviré con las algas, con la espum a, con el rocío, hast a el fin, cuando desvanecida, indefensa, m e disuelva com o un t errón de azúcar o m e llene de agua com o una esponj a. Ent onces m i alm a vagando blandam ent e buscará un cuerpo para vivir de nuevo. Lo encont rará en un niño o en un anim al recién nacido, o aprovechará el desvanecim ient o de un ser para ent rar por el int erst icio que dej a en el cuerpo la pérdida de conocim ient o. Me dej aré m orir de un m odo agradable. Y después vendrá lo m ás divert ido de t odo: ot ra vida. ¿Com prendes?. —Com prendo —m usit é—. Pero creo que nadie es capaz de hacer una cosa así. ¿Est ás hart a de la vida?. —Tengo t odo lo que se puede pedir en el m undo, hast a un pedacit o de playa, que es m ío. —Nadie es capaz de dej arse m orir en el agua de ese m odo —prot est é—. —Yo soy capaz —m e dij o—. Me reí. Sin hacer caso, prosiguió: —¿Te ocuparías de Keif?. Es lo único que m e inquiet a: abandonar a Keif en est e m undo, m e parece cobarde. Te dej aría dinero para los gast os de su alim ent ación. Haría m i t est am ent o. Tal vez t e dej aría t odo lo que t engo. Pensé: " ¿Est o es recibir una herencia?. Nunca hubiera soñado una sit uación t an ext raña" . —¿Acept as? —m e dij o Fedora, encendiendo un cigarrillo—. Te dej o t odos m is bienes y ni siquiera t e pido que lleves lut o. ¿Acept as? –repit ió—. —Acept o, si eso t e da placer —le dij e, sint iéndom e culpable—. ¿Acaso era una brom a?. Acept ando su proposición ¿yo la inst igaba a com et er el suicidio?. Me dej é caer de rodillas sobre la est era, a su lado. —Bast a de brom as, Fedora. Parecen t an serias las locuras que dices, que t engo la t ent ación de creert e. 84 —Créem e —dij o Fedora, pero su adem án parecía cont radecir sus palabras. Apagó el cigarrillo, lo dej ó en el cenicero, se alisó frívolam ent e el pelo, se pint ó la boca sin m irarse en un espej o, arqueando la boca ent reabiert a, se echó boca abaj o sobre la est era para t om ar sol. —En m i próxim a reencarnación seré t al vez una am azona. Ningún Teseo ni Aquiles m e vencerá. —¿I rás ent onces en busca del pasado? —le dij e en brom a—. —Una am azona de circo —prosiguió—, o dom adora; t al vez prefiera est o últ im o. Es m i vocación. Saludaré al público después de poner m i cabeza dent ro de la boca de un león. Pienso siem pre en las diferencias que habrá ent re est a y la ot ra vida. ¡Es t an ent ret enido! . ¡Cuánt as veces cam inam os con Fedora por la orilla del m ar siguiendo los diseños que dej aba la espum a sobre la arena! . Pasé unos días sin verla. No sabía cuándo hablaba en brom a y cuándo hablaba en serio, de m odo que la am enaza del suicidio no m e preocupaba m ayorm ent e. Acerca de las divagaciones sobre la t ransm igración del alm a sólo pensé que se debían al libro de las Met am orfosis de Ovidio, que alguien le regaló para su cum pleaños. Com encé a inquiet arm e por su suert e; com encé t am bién a ext rañarla. Había not ado algo insólit o en su conduct a: cuando salía de su casa se despedía de Keif diciéndole: " ¿Volveré a vert e, am or m ío? ¿Qué harás sin m í en est e m undo, m i ángel?" , m irándolo en el fondo de los oj os. Así es la am ist ad: uno vive t oda una vida sin ver a una persona y de pront o esa persona es lo único que cuent a en la vida. Fui a visit ar a Fedora una m añana calurosa, al alba. Me había dicho que siem pre, al alba, cuando hacía calor, baj aba a bañarse. Le prom et í Sorprenderla en su m ent ira. Sabía que era dorm ilona. Hicim os un pact o: en días de calor, si yo m e despert aba ant es que ella, iría a despert arla para acom pañarla a la playa; en cam bio, si ella se despert aba ant es, vendría a buscarm e. Se m e acababan las vacaciones y pensaba que no podría visit arla a ot ras horas, pues com o buena holgazana, Fedora no t enía nunca t iem po para nada. Aproveché la hora insólit a del alba; llegué caut elosam ent e; llam é a la puert a. Nadie m e abrió. Not é que la puert a no est aba cerrada con llave. En cuant o abrí la puert a, velozm ent e Keif salió de la casa. Yo ent ré. Subí la escalera corriendo. No había nadie. Me asom é a la vent ana por donde se divisaba el pedacit o de playa que pert enecía a Fedora. En la luz espect ral del alba vi recort ado el cuerpo de Keif, que se deslizaba com o un enorm e perro perdido. En la orilla del agua se det uvo, husm eando el agua, ret rocediendo y avanzando con el m ovim ient o de las olas, hast a que se acost ó y quedó chat o com o la arena. No se m e ocurrió pensar que Fedora podía cum plir con su descabellado propósit o, hast a que vi sobre su m esa un sobre lacrado a m i nom bre con la palabra t est am ent o. Baj é a la playa. Pero ¿dónde est aba la inm ensa ola de m i sueño recurrent e que m e cubriría, ese sueño que m e había perseguido desde la infancia?. No. No era un sueño. ¿En qué se diferenciaba el sueño de la realidad?. En la duración, en el olor. Keif olía a fiera. Eran las cinco de la m añana. Yo llevaba ent re m is m anos la cadena fría y el collar un poquit o oxidado. Durant e horas los dos j unt os, Keif y yo, m iram os el agua rosada del am anecer que t raería después el cadáver rut ilant e de Fedora. Al verlo, pensé: " No debo desvanecerm e. Tengo frío, t iem blo" . Perdí el conocim ient o. A nadie le ext rañó que Fedora hubiera m uert o ahogada. Sólo a m í. Era una nadadora im prudent e. A nadie le ext rañó su t est am ent o. Sólo a m í. No t enía parient es y era excént rica. Sin m ayores com plicaciones, salvo las que significaba Keif, m e inst alé en la casa de Fedora, ant e el asom bro de m i fam ilia, que m e acusó de rebeldía, de im prudencia, de falt a de dignidad. Frecuent é a sus am igos ( esas am ist ades 85 hechas de despedidas, que uno t iene siem pre en los balnearios) : m e revelaron secret os de la m uert a. Cont em plé su álbum de fot ografías que era com o una pequeña hist oria ilust rada de su vida; dorm í en su cam a, leí a la luz de la m ism a lám para que ilum inaba su libro. Me m iré en su espej o, usé su perfum e, m e peiné con sus peines, vi el paisaj e desde su vent ana, baj o la luna, baj o el sol de t odas las horas del día. Cam bié de caráct er. En ciert as oport unidades, algunas personas m e dij eron frases inquiet ant es com o ést as: " De lej os t e pareces a Fedora" , o bien " Dij ist e esas palabras com o las decía Fedora" . Pensé que Fedora se había apoderado de m í al m orir. Mi vida t ranscurrió con una apacible felicidad frent e al m ar, com o la de Fedora j unt o a Keif. Tuve dificult ades que había previst o: el j ardinero no quería venir a t rabaj ar; decía que la m it ad de lo que yo gast aba en alim ent ar a Keif podría alim ent ar a t odos sus hij os: no t oleraba esas inj ust icias. Mi sirvient a t am bién se fue, porque quería que le subiera el sueldo de acuerdo con lo que yo gast aba en el m ant enim ient o de Keif. Keif lent am ent e se acost um bró a m í. A veces parecía esperar a Fedora. Pasé cuat ro años de una vida agradable, aunque m i fam ilia t rat ara con sus cart as de am argarm e la exist encia. ¿Cóm o describir una vida sin t iem po com o fue aquella?. Mis horas holgazanas pasadas de esplendor en esplendor. Sólo recuerdo de esos días paisaj es, luces, fragancias, sabores, m úsicas. Mi única preocupación era sent ir que m e había t ransform ado en Fedora. Con horror de pront o pensaba en m i im prudent e desvanecim ient o a orillas del m ar cuando vi a Fedora ahogada. Pregunt é a la gent e que m e había socorrido si algo insólit o había sucedido en aquel m om ent o e int errogué al m édico que llam aron. De nada servía. Sin em bargo, perm anecí im pasible com o si viera desde afuera los m ot ivos de m i inquiet ud. Un día a las cinco de la t arde golpeó a la puert a un hom bre con su fam ilia. Tenían que hablar conm igo. El hom bre era alt o, enj ut o y de pelo roj o. La m uj er de m ediana est at ura era t an delgada que aunque est uviera de frent e parecía siem pre de perfil. Traían una niña de cuat ro años vest ida con un pant alón roj o, aj ust ado, y una cam iset a celest e. Los hice pasar al cuart o de Fedora. Les dij e: —No se asust en. —Keif no hace nada —balbuceó la niña—. ¿Habría oído m al?. Me pregunt é de dónde podía conocer ese nom bre. Me pareció que había dicho Keif. No era gent e del lugar ni habían t enido oport unidad de ver a Keif. La fam ilia sonrió, com o de com ún acuerdo, y la niñit a inm ediat am ent e quiso m ont ar sobre el lom o de Keif. Los padres, lej os de oponerse a ello, la inst aban para que volviera a hacer lo m ism o en cuant o baj aba. Lo m ás ext raño de t odo fue la sim pat ía que m ost raba t ener Keif por la niñit a. Con algunas vacilaciones, el hom bre m e dij o: —Som os del circo Am azonia. Venim os a pedirle que nos venda est a fiera. — Y señalando con la m ano a la niñit a, agregó: —Querem os que sea dom adora: lo t iene en la sangre. Le gust an t am bién los caballos; podría ser una celebre am azona, pero hay m uchas en nuest ra com pañía. Con nuest ro perm iso ya puso una vez la cabeza en la boca de un león. Hizo ot ros ej ercicios no m enos peligrosos. Traj o m ucho público de las afueras a nuest ro circo. El enano de Cost a Rica la present aba. —Pero ella clam a por un t igre —int errum pió la m uj er—. Le pagarem os lo que ust ed nos pida. 86 La niña se había abrazado al pescuezo de Keif y m e m iraba con oj os de suplica. Accedí. Ca r l H e r st Carl Herst t enía la cara m uy ancha, los póm ulos y las m andíbulas salient es, los oj os hundidos. Mi herm ano quiso com prarle un perro. Vivía en Olivos y fuim os en busca del perro. Cuando, llegam os a la casa, Carl Herst en persona nos abrió la puert a. Nos hizo pasar direct am ent e a su escrit orio. Allí nos sent am os y bebim os cerveza helada; nos habló largam ent e del criadero, del t rabaj o que le daba, del pedigree de los anim ales y de la im port ancia de la alim ent ación. Fue al fondo del j ardín en busca de Fullo ( así se llam aba el perro que t enía disponible para vender a m i herm ano) y nosot ros nos quedam os m irando el cuart o. En las paredes había fot ografías en sus m arcos dorados, t odas de perros; sobre las m esas los port arret rat os llevaban fot ografías de perros pelados, peludos, en grupos, solos, enanos, alt ísim os, largos com o salchichas, ñat os com o la cara de la luna, m adres e hij os, herm anos, de t odas las edades. En un álbum ent reabiert o vislum bré colecciones de inst ant áneas t am bién de perros en el cam po, en la ciudad, corriendo, sent ados, acost ados. Cuando Carl Herst llegó, con Fullo, m i herm ano y yo est ábam os riendo, pero pront o dej é de reír porque el anim al m e dio m iedo. Tenía una m andíbula enorm e y unos oj os redondos y fríos. —¿Es m alo? –pregunt é—. —Es buenísim o —m e respondió Herst — y fiel. Después de discut ir el precio m i herm ano resolvió que volveríam os al día siguient e. Al día siguient e no había nadie en la casa cuando llegam os, pero una vecina nos dij o que el señor le había dicho de hacernos pasar hast a el fondo del j ardín si queríam os llevarnos el perro. Pasam os al fondo del j ardín donde había un alam bre t ej ido y dent ro del perím et ro del alam bre t ej ido una casilla grande y bien cuidada, de m adera. Tem blando seguí a m i herm ano. Ent ram os por una puert it a de hierro despint ada. Los perros nos m iraron am ist osam ent e y Fullo vino corriendo. Después se m et ió en la casilla. Mi herm ano ent ró en la casilla para buscarlo; yo espié desde afuera. En las paredes del int erior, que est aban pint adas de blanco, vi un cuadro colgado. Miré at ent am ent e: era una fot ografía de Carl Herst . En las paredes había plat os colgados con inscripciones com o est as: " ¿Qué perro es com o un am igo?" , " Am a a los hom bres, cuídalos, son part e de t u alm a" , " Tengo un am igo, qué im port a el rest o" , " Cuando t e sient as solo no busques ot ro perro" , " El hom bre no t raiciona, el perro sí" , " Un hom bre nunca m ient e" . La in a u gu r a ción de l m on u m e n t o Debía de ser en el m es de oct ubre, pues el sol, las m oscas y las est rellas federales t apizaban el pedest al de escalones grises, cerca del past o donde nacen las som bras benefact oras de la plaza. El m onum ent o est aba vendado, com o un herido, o com o un alt ar en Sem ana Sant a. Una pequeña banda de m úsica acom pasaba los m ovim ient os lent os del público. La m úsica cont enía sonidos ásperos y oxidados; frecuent es part ículas de arena se infilt raban ent re las not as; era una m úsica recia; quedó int errum pida 87 ant es de que em pezaran los discursos, y las dam as de beneficencia se abanicaban cerem oniosam ent e con abanicos negros, de papel, at ados con cint as de crespón. Los pañuelos de las dam as revolot eaban de los oj os al pecho y del pecho a los oj os, com o pequeñas banderit as. Luego se descorrieron los lienzos y apareció el general Drangulsus, de m árm ol pent élico, sent ado frent e a un escrit orio con una m ano en la sien y la ot ra ligeram ent e levant ada. —¿Por qué no habrán hecho una est at ua ecuest re?. —Es m ás adecuado para un general —com ent aba el público—. —Es adm irable com o est á concebido. —¿Por qué no aprovechan est os m ast odont es para const ruir un espacioso pabellón int erior?. Por ej em plo, est a enorm e piedra cont ra la que se apoya la est at ua. ¿Para qué sirve?. Tan sólo para quit ar el aire y la vist a —decía un hom bre que buscaba un m ingit orio—. Su com pañero le cont est aba gest iculando am pliam ent e: —Con est a est at ua va a suceder lo m ism o que con la de Mit ys en Argos. ¿Lo recuerda? La est at ua de Mit ys m at ó al hom bre que lo había asesinado. —Y en est e caso, ¿quién es el asesino? —pregunt ó el ot ro, m irando m elancólicam ent e los árboles—. —Me ext raña su falt a de perspicacia —le cont est aron—. Y el que así hablaba hizo una apreciación m alévola sobre el escult or. —Aquí van a poner una fuent e —dij o el guarda por cent ésim a vez, indicando un hueco ent re las piedras—. —El general Drangulsus t enía m iedo a los caballos. Dirigía las bat allas desde su escrit orio. Dej aba m orir a sus soldados y perm anecía sent ado en un cóm odo sillón de cuero. Ese escrit orio se abría sobre una t erraza circular, desde donde se dom inaba la ciudad. En su prim era cam paña en las sierras, cuando t uvo que ir a caballo com o un sim ple soldado, no t ardó en m orir de m iedo —dij o la voz de Dom ingo Alopex—. Est aba en el banco de la plaza. Nadie lo oyó, él m ism o no prest aba gran at ención a sus palabras, parecía recit arlas de m em oria. Una niña de cinco años j ugaba un poco m ás lej os. Se acordaba de esa últ im a bat alla y del general Drangulsus, con sus bigot es negros. Se acordaba del reloj de oro y de las m anos cuadradas, con las palm as cort adas y roj as. El general Drangulsus t enía un t elescopio y varios ant eoj os de larga vist a que repart ía, com o un aperit ivo, ent re sus oficiales de Est ado Mayor. Ant icipaba las bat allas, en grandes t razos roj os, sobre los planos innum erables de la ciudad. Veía desplegarse bandadas de aeroplanos, regim ient os de infant ería, art illería, caballería; vist os desde esa t erraza, los soldados eran chicos y resist ent es, com o soldados de plom o. Dom ingo Alopex cruzó las piernas y apoyó un brazo at ent am ent e cont ra el respaldo del banco. Era el at ardecer y la gent e se iba de la plaza. La chica de cinco años se le acercó corriendo, y súbit am ent e ext asiada, grit ó golpeando las dos m anos: " ¡Mire, m ire qué lindo! " El j úbilo crecía. " ¡Mire, m ire! " , sus exclam aciones iban acom pañadas de salt os. Esa niña pequeñísim a y delirant e era su hij a; le golpeaba los hom bros, le t ironeaba el t raj e. Dom ingo Alopex no veía nada de ext raordinario, pero después de un rat o alzó los oj os y vio la luna. Su hij a acababa de descubrirla. No era una luna enorm e, sino m odest a y pálida. La chica abandonó su asom bro y siguió j ugando. 88 Dom ingo Alopex se acordó de ot ro asom bro y de ot ra infancia. Surgió en su recuerdo, nít ida, lim pia, la panadería de los padres de José Drangulsus, La Media Luna. Él y Drangulsus ( que ent onces se llam aba Drangolino) eran del m ism o pueblo. Un pueblo de cam po, con calles anchas y desnudas. Un día, Dom ingo Alopex esperaba solo frent e al m ost rador de la panadería. Se acordaba de aquel día con precisión. Su m adre lo había m andado a com prar cinco cent avos de pan. Tenía cinco años y un delant al blanco, con grandes bolsillos. La panadería est aba sola. Dom ingo respiraba el olor a pan, m oviendo lent am ent e los labios. I m it ando a su m adre, golpeó las dos m anos y dij o: " Ave María" . ( Creía que la m uj er del panadero se llam aba " Ave María" y le encont raba ciert o parecido con las aves de su casa.) Nadie cont est ó. Miraba las canast as de pan, los chocolat ines y las m edialunas apiladas en los est ant es com o en un alt ar y, un poco m ás lej os, en un rincón, los privilegiados pancit os de salud, cubiert os con un t ul de m osquit ero blanco. Súbit am ent e se dio cuent a de que había alguien en el cuart o. Un chico de su m ism a edad salió de at rás del m ost rador, sonriendo. Tenía un som brerit o de paj a y un lát igo en la m ano. A Dom inguit o le pareció reconocer esa cara. No sabía donde vivía el chico, pero lo había vist o m uchas veces de lej os en la calle, rondando siem pre frent e a la panadería; debía de t ener su m ism a afición al pan y a las m edialunas. I nexplicablem ent e, Dom ingo em pezó a t ocar las m edialunas, a palm ot earlas y com erse las punt as; ya no le int eresaban, sólo quería deslum brar a ese com pañero desconocido. Dom ingo iba guardando las m edialunas en el bolsillo. Le llenó los bolsillos de chocolat ines. Levant ó el t ul y t om ó dos pancit os de salud. El chico desconocido asent ía con un m ovim ient o de cabeza. Se había ent ablado una conversación ent re ellos, una conversación m uda y asom brosa que aum ent aba ent re el zum bido de las m oscas y el olor a pan. Dom ingo se enardeció en el j uego, hast a que t uvo los bolsillos llenos. El chico desapareció por la puert a ent reabiert a. Sim ult áneam ent e ent ró una señora gorda, navegando ent re los pliegues de su vest ido, con un plum erit o en la m ano. Maj est uosa, se acercó al m ost rador y le vendió cinco cent avos de pan, pasando dos o t res veces el plum ero por los panes, ant es de envolverlos. En ese inst ant e Dom ingo sint ió la gravedad de las circunst ancias. La presencia del " Ave María" lo conm ovió. Sus bolsillos le dolían, con dolor de barriga hinchada. Había algo m ágico en el m ovim ient o de ese plum ero, algo religioso en la m anera en que las dos m anos blancas del Ave María envolvían los panes. Dom ingo est iró sus brazos para alcanzar el paquet e. Ret rocedió al ver a un hom bre grandot e y rubio, en el m arco de la puert a; sin duda era el dueño de la panadería y j unt o con él apareció de nuevo el chico del som brerit o de paj a. El hom bre se acercó y lo m iró det enidam ent e y luego, dirigiéndose al chico, grit ó: " ¿Es ést e?. ¡Me ext raña! . ¡Un hij o de Luis Alopex, robando! " . El chico del som brerit o de paj a lo apunt ó con el dedo: " Es él, papá. Es él" , y acercándose sacudió los bolsillos de Dom ingo haciendo caer el cont enido. El dueño de la panadería t osió fuert em ent e y m iró a su m uj er. " Vam os a t ener que apunt ar t odo est o en la cuent a de la señora de Alopex." Le revisaron uno por uno los bolsillos, los del delant al blanco, los del saquit o gris que llevaba debaj o del delant al y los del pant alón. Minuciosam ent e hicieron la cuent a: 20 chocolat ines, 1.00; 2 m edialunas 0.005; 2 pancit os de salud, 0.10. " Qué bolsillos" , no cesaba de repet ir la m uj er del panadero, " ¡qué bolsillos de prest idigit ador! Em pieza t em prano el niño. No lo dej arem os ser am igo de Josecit o." Dom ingo Alopex salió corriendo de la panadería. Corrió t res cuadras, corrió cinco cuadras y ent ró en la est ación del pueblo. Se escondió en la sala de espera 89 y allí, ent re un am ont onam ient o de papeles y escupidas, com ió el últ im o chocolat ín que había quedado dent ro de su gorra; est aba calient e y derret ido y t enía gust o a t ierra. Desde aquel día no volvió a la panadería La Media Luna. Tenía ya diez años. José Drangulsus em pezó a repart ir el pan. Dos veces por sem ana la j ardinera pint ada de roj o, at ada a un caballo t ordillo, con cascabel, pasaba frent e a la casa de Dom ingo Alopex, y José, t apiado ent re las lonas del carrit o, grit aba: " ¡Ladrón! ¡Ladrón! " , m odulando la voz com o en un cant o. El cant o t enía escasas variaciones. " ¡Ladrón de m edialunas! ¡Ladrón de chocolat ines! " . Dom ingo esperaba est e suplicio t odas las m añanas. Sabía que si no lo esperaba, sabía que si se alej aba de la puert a y se dist raía, la voz iba a crecer hast a alcanzarlo det rás de la casa, en el excusado, en el t erreno baldío, en casa de su t ía, a dos cuadras, en cualquier part e que est uviese y a cualquier dist ancia. Dom ingo se asom ó una m añana aureolado de esperanza. En el t erreno vecino, un aviso de rem at e se había caído y se agit aba con el vient o, com o un enorm e páj aro roj o. Sin dificult ad pudo arrancarlo y luego, acurrucado cont ra la pared, quedó esperando con el t rapo plegado ent re los brazos. El carrit o t ardaba m ás que de cost um bre. El t rapo est aba ya húm edo de sudor en los bordes, donde las m anos de Dom ingo Alopex se cont raían. Se le hundían las uñas en las palm as. Cuando iba acercándose el carrit o, ant es de verlo, ya se oía el cant o m onót ono: " ¡Ladrón de chocolat ines! ¡Ladrón de m edialunas! " . Dom ingo se abalanzó, agit ando el t rapo roj o frent e a la cabeza del caballo. La j ardinera voló por el pueblo a gran velocidad, dio vuelt as alrededor de la m anzana, hast a que volcó en una zanj a. Los panes y el chico salt aron sobre el barro. Algunas personas se asom aron a las puert as de sus casas, riéndose al ver al hij o del panadero, t ransform ado en negro, rodeado de panes negros, pero al acercarse vieron que le sangraba la nariz. El hij o del panadero lloraba, t enía la nariz rot a y una cont usión en la pierna izquierda. Desde aquel día no volvió a pasar en la j ardinera. Su padre probablem ent e no le perm it ió repart ir el pan, j uzgándolo inapt o para el m anej o de vehículos. Fue puest o pupilo en un colegio. Luego se com ent ó en el pueblo que un señor rico lo prot egía y que gracias a él había ent rado en el colegio m ilit ar. La panadería La Media Luna se clausuró: los dueños habían ido a ot ro pueblo. Después de m uchos años, ya inst alado en la ciudad, Dom ingo Alopex se acordaba t odavía del repart idor de pan cuando com ía m edialunas con su novia en una panadería. El recuerdo de aquel pueblit o de cam po no lo at orm ent aba de nost algia. Había conseguido un em pleo en la Aduana. Vivía feliz ent re calles oscuras. Su novia era exact am ent e com o él la había soñado: robust a y rosada, con los pechos abult ados com o dos alm ohadones. Una vez casados iban a vivir en casa de la novia, en dos pequeñas habit aciones, con cocina y com edor, en los fondos de la casa. Falt aba un m es para el casam ient o. Había que em papelar las piezas. Se usaban ent onces los papeles con grandes flores roj as y violet as. La fam ilia de la novia llam ó a un em papelador. Tardó una sem ana en em papelar las habit aciones. La novia, queriendo prepararle una sorpresa, le t enía vedada esa part e de la casa. Deseaba m ost rarle las habit aciones ya list as, con el herm oso papel que ella había escogido. Al fin de esa m em orable sem ana, Dom ingo, sin pedir perm iso, aprovechó que la fam ilia hubiera salido a pasear y ent ró en las habit aciones del fondo. Él t am bién t enía una sorpresa reservada: un m ueble para el com edor, un aparador de cedro lust rado, con incrust aciones de im it ación de ébano. Durant e una sem ana ent era Dom ingo Alopex se había enloquecido recorriendo m ueblerías, deseando t odas las cam as para su noche de bodas, deseando t odos los roperos para la ropa de su novia, t odos los sillones para recibir visit as, t odos los 90 aparadores para el com edor. Los m uebles del dorm it orio iban a ser regalo exclusivo de los t íos de la novia. Falt aban los m uebles del com edor. Había que t om ar las m edidas de la pieza, para saber de qué t am año t enían que ser. Buscó un cent ím et ro en el cost urero de su novia, cruzó el pat io en punt as de pie, abrió la puert a despacio. Prim eram ent e vio las dalias grandot as de papel ( eran sin duda herm osas y frescas) , luego un enorm e pincel en el suelo, los barrot es dorados de la cam a. Vio las cosas con la precisión con que se ven en m edio de una gran desgracia. Vio una m edia arrugada y vio a un hom bre y a una m uj er abrazados. Quedó inm óvil. Com o en los sueños quiso correr y no pudo. El hom bre se incorporó. Era em papelador, t enía que ser em papelador. Sin em bargo no llevaba ninguno de los dist int ivos, ni gorrit o de papel ni resfrío. Había una gran int im idad ent re él y las flores at roces que lo rodeaban. Era el poseedor de aquel j ardín exuberant e. Se incorporó lent am ent e y, cuando est uvo de pie, Dom ingo vio crecer en ese hom bre una im agen conocida. El ceño de la frent e, la boca sin labios, la nariz ligeram ent e aplast ada en un rost ro m onst ruoso de niño; t odos esos rasgos fueron creciendo y acom odándose en un rost ro de adult o. Lo m iró fij am ent e, Drangulsus no podía ser m ás idént ico a sí m ism o. Pero su novia era irreconocible. Nunca la había vist o despeinada, con la blusa desabot onada, con las m edias arrugadas. Parecía una prolongación exuberant e, infernal de las dalias, el rost ro de su novia rodeado de cabellos ascendent es com o pét alos abiert os. Dom ingo no se m ovió; una enorm e vergüenza se apoderó de él frent e a esa novia inesperada; t ropezó cont ra la escalera, que se vino abaj o. Drangulsus se creyó agredido y se le echó encim a, am enazándolo con una silla. Los dos hom bres lucharon a puñet azos cont ra las dalias. En la casa de al lado no falt ó quien se asom ara al balcón, respondiendo a los grit os con ot ros m ás agudos. Los vecinos hicieron int ervenir a la policía. Al día siguient e el nom bre de Dom ingo Alopex apareció en los diarios. La policía le at ribuyó un at aque de dem encia. Dom ingo Alopex, m ucho t iem po después, dudó si había o no soñado la escena. Pensó volver a la casa de la novia; se la im aginaba sent ada pacient em ent e en el pat io, con el cabello m uy bien alisado, la blusa cuidadosam ent e abot onada sobre los pechos; pero las dalias roj as int ervenían con las cabelleras despeinadas y le invadía un m alest ar. No había vuelt o a verla. La nit idez de su recuerdo crecía. No sabía dónde em pezaban las invenciones que el t iem po había agregado a su recuerdo. " Flores am ont onadas com o ést as" , pensó Dom ingo Alopex alej ándose del m onum ent o por los cam inos solit arios y anochecidos del nuevo rosedal. No com prendía t odavía la diferencia que había ent re una dalia y una rosa. En los arcos t ej idos de alfaj ías verde veronés, t repaban los rosales de apariencia art ificial. Las rosas roj as y rosas solferino florecían con la m ism a abundancia que las dalias del papel floreado. Había dos regiones, dos clim as en esa plaza. En el cent ro, t odos los colores aglom erados en t orno al m onum ent o; en los bordes, un país inexplorado, con lagos profundos de basura. Dom ingo Alopex se acordó de la guerra; de las basuras que dej aba el ej ércit o, en los lugares donde acam paba. Hacía sólo diez m eses que se había casado con una m aest ra de piano y t uvo que dej arla para enrolarse. Cuando est alló la guerra, Drangulsus había sido ascendido incansablem ent e en pocos m eses. Su fot ografía aparecía en t odos los diarios. ¿Cóm o había llegado a ser general?. Dom ingo Alopex no podía com prenderlo y m enos pudo com prenderlo cuando cayó baj o su m ando, en el regim ient o 16 de caballería. Ent onces volvió a verlo de cerca, cubiert o de galones, m edallas y condecoraciones at adas con cint as de color t urquesa. Había ganado num erosas bat allas; era el ídolo del pueblo. Miedoso com o siem pre, sent ía con fervor su vocación de est at ua. 91 Llegó un día en que el general Drangulsus t uvo que recorrer con su regim ient o, ant es de llegar a la zona de com bat e, un cam ino ent re despeñaderos. Tenían que recorrerlo a caballo, subiendo y baj ando en los senderos est rechísim os de las m ont añas. No había sino dos cam inos: uno m uy largo, con infinit as curvas rodeando las m ont añas, que siguió el regim ient o de art illería una sem ana ant es, y ot ro m ás cort o, que siguió Drangulsus con su ej ércit o. No había ningún lugar de at errizaj e para los aviones. Fue en aquellos días cuando em pezaron a escasear los caballos. Había una pest e y m uchos se m orían m ist eriosam ent e ent rist ecidos. El general Drangulsus t enía dos caballos especialm ent e m ansos y fuert es, que iban salvándose. Dom ingo Alopex resolvió rápidam ent e perder los caballos del general Drangulsus. Deseaba volver a ver los oj os desorbit ados de m iedo en la cara de ese hom bre. Las coincidencias no falt aban: Dom ingo Alopex est aba en la sección de las caballerizas. Curaba los caballos enferm os, los bañaba cuando era posible, y les daba de com er. La em presa, en un principio, parecía difícil. Los cent inelas hubieran sospechado, al verlo alej arse con los dos caballos. No había m anera de perderlos, ni de m at arlos direct am ent e, pero Dom ingo Alopex encont ró el m odo m ás fácil para que se enferm aran: darles raciones excesivas de m aíz. Los caballos est aban acost um brados a pequeñas raciones de m aíz m ezcladas con avena. La noche en que acam paron en una m eset a ext raña, rodeada de m ont añas dist ant es, verdes y violet as, los caballos ya est aban enferm os. Era una noche t ibia con corrient es frescas, com o se encuent ran, a veces, en las aguas de un río. Era una noche con varios cielos de t odos t am años. Alopex, t endido sobre el past o, no part icipaba de las conversaciones de los soldados reunidos en cuclillas alrededor del asado. En la oscuridad surgían los árboles, com o dalias gigant escas, con cabelleras de fuego, y el rost ro de su novia est aba prendido en el cent ro de cada una de esas dalias. Millones de rost ros se dibuj aban nít idam ent e cont ra el follaj e ascendent e de las cabelleras, nít idam ent e, ¡oh! , cuánt o m ás nít idam ent e de lo que Dom ingo Alopex había vist o a su novia cuando est aba con ella. A la m añana siguient e hubo que buscar ot ros caballos para el general Drangulsus. Se habían encargado t ropillas al est e, al nort e, al sudoest e, pero la m ayor part e se m oría en el cam ino. Quedaban pot ros im posibles de m ont ar; se hubiera necesit ado por lo m enos un m es para am ansarlos. Alopex ofreció el zaino suyo, diciendo que era m uy m anso. Realm ent e, era ext rem adam ent e m anso; sólo t enía un defect o en un oj o. Alopex guardaba el secret o: para poder m ont arlo sin riesgo, había que vendarle el oj o. Cuando sus com pañeros le pregunt aban por qué el zaino llevaba un oj o vendado, Dom ingo Alopex invariablem ent e les cont est aba que su caballo t enía una herida que las m oscas verdes apet ecían; t enía m iedo que la herida se agusanara. A veces, para hacer caer los gusanos, at aba el cráneo de un perro alrededor del pescuezo del caballo. Él era el único en conocer el precioso secret o encerrado en el oj o del zaino. Con el oj o descubiert o, los precipicios lo enloquecían; inm ediat am ent e que veía un precipicio, una rabia sorda se apoderaba del anim al, parecía querer m edirse con las m ont añas. Parado sobre las pat as de at rás, em best ía cont ra las piedras, con la boca ent reabiert a, ent re nubes de espum a. Jadeant e y con las crines despeinadas, un m apa de venas se le abría en la panza. Hechos ya t odos los preparat ivos, el general apareció m ont ado en el zaino. El anim al no llevaba el oj o vendado. Em pezaron a desfilar las t ropas por el despeñadero. El zaino anduvo un t recho largo sin t ropiezos, hast a que llegó a un sendero angost ísim o, cost eando un cerro; cuando vio el precipicio se quedó quiet o, abriendo el oj o desm esuradam ent e y m irando fij o, con la cabeza gacha, luego se ladeó y volvió a m irar el m ism o punt o con el oj o ensangrent ado. No 92 t ardó en pararse sobre las pat as de at rás; quiso t repar las piedras lat erales. Varias veces repit ió los m ism os m ovim ient os y el general, con los oj os desorbit ados, sint ió m iedo y vergüenza, m iedo y vergüenza, y luego m iedo, únicam ent e m iedo. —Suj et e las riendas. Suj et e las riendas. No lo cast igue —resonaba la voz de un t enient e—. Luego se unieron ot ras voces en coro. " No le t ire las riendas. No le t ire las riendas." El caballo baj aba y subía las orej as; sus decisiones est aban encerradas en ellas. Luego, en un inst ant e que pareció breve a Dom ingo Alopex, y et erno al general Drangulsus, caballo y j inet e rodaron uno sobre el ot ro, hast a que se est rellaron cont ra las piedras en el fondo del abism o. Y ahora, después de dos años, ya t erm inada y ganada la guerra, Alopex volvía a encont rarse con Drangulsus. Esa plaza era la m ás próxim a a su casa. Desde hacía dos m eses, cuando salía para la oficina y volvía, pasaba frent e a la plaza donde est aba el m onum ent o vendado. No se det enía nunca debaj o de los árboles. Siem pre est aba apurado, pero ese día había t enido que llevar a pasear a su hij a. Su m uj er est aba enferm a. Un dolor de cabeza bast aba para est irarla, com o una m uert a, sobre la cam a. Esa m uj er no era opulent a y m ágica, com o su prim era novia; era la som bra de una m uj er delgada y arrugada, con el cabello ya blanco en las sienes. Solam ent e esa hij a los rej uvenecía, esa hij a de cinco años. Dom ingo Alopex alzó los oj os y se sent ó de nuevo en el banco. Un ext raño ruido parecía vibrar dent ro del m onum ent o. Era com o el t erco zum bido que encierra una colm ena en verano. La hij a corría, alej ándose de él. Su m uj er le había dicho: " No la dej es j ugar lej os de t i, com e piedrit as y es capaz de correr hast a la calle donde pasan los aut om óviles" y, al despedirlo en el um bral de la puert a, t odavía le había grit ado: " Cuidado con las piedrit as, cuidado con los aut om óviles" . Su hij a se agachó y recogió un puñado de piedrit as, las guardó en el hueco de su m ano, eligió una cuidadosam ent e y se la puso en la boca; Dom ingo la vio m overse, desde lej os, com o si fuera a t ravés de un vidrio: com ió una piedra, dos, t res. No las escupía. Se veía el difícil m ovim ient o que hacía para t ragarlas. Alopex se levant ó del banco y a su hij a que iba corriendo en dirección a la calle. La hij a volvió súbit am ent e. Golpeó las dos m anos grit ando: " ¡Mire! ¡Mire qué lindo! " . Alopex ya conocía la causa del j úbilo. Alzó los oj os y m iró la luna. Pero el índice de su hij a apunt aba m ás abaj o, apunt aba a la horrible est at ua del general Drangulsus. Alopex no t uvo t iem po de verlo: el m onum ent o se le vino encim a y lo m at ó sin grit os. Asom brosam ent e la chica llegó sola, esa noche, a su casa. La m ú sica de la llu via Las piedrit as del cam ino cant aban baj o las ruedas del coche de plaza. En el at ent o j ardín no podía confundirse el ruido pausado y rít m ico del coche de caballos con el ruido seco y rápido del aut om óvil. Aquel día t odo parecía m usical: la roldana del alj ibe que subía el balde, las voces, las t oses, las risas. —¿Quién llegó? —pregunt aron grit os aflaut ados. —Oct avio Griber —cont est ó una voz grave. —¿Quién? —insist ió la pregunt a im pacient e. —El pianist a —cont est ó la voz grave. 93 —¿En coche de plaza? En un día de lluvia. ¿Acaso no pudieron venir en aut om óvil?. —El pianist a est á loco por los coches de caballos y la lluvia; dice que son m usicales. Por lo m enos relinchan a veces los caballos. En la sala se sent ó la gent e, en los sillones dem asiado cóm odos, t an cóm odos que después de un rat o era difícil para algunas personas incorporarse, de m odo que la act it ud que t om aron sugería la perm anencia. En el j ardín, de vez en cuando, un relám pago seguido de un t rueno ilum inaba la sala. El dueño de casa, que sabía t ocar el piano, se apost ó j unt o a la vent ana. Est aba t an habit uado en su ilusión a que lo ret rat aran que adopt ó esa post ura rom ánt ica. I lum inado por un relám pago, el pianist a ent ró por fin. Ninguna t im idez suavizaba su rost ro. Saludó con un m ovim ient o de cabeza, que lo despeinó, a t odos los invit ados. Cuando vio el enorm e espej o que había j unt o al piano, ordenó que lo t aparan. ( Est a exigencia causó revuelo. No había con qué t aparlo. Por fin encont raron un edredón floreado y lo colocaron, com o pudieron, sobre el espej o.) Luego el pianist a se dirigió cerem oniosam ent e a un rincón donde había un biom bo decorado con espigas, racim os de uvas y palom as, sacó de un port afolio una chaquet a de t erciopelo, con alam ares dorados, y se la puso después de quit arse el abrigo, los zapat os y las m edias. Obedeciendo a su pedido, varias m anos anilladas levant aron la t apa del piano. El pianist a sacó de su bolsillo dim inut os papeles de seda blanca y los puso cuidadosam ent e, uno por uno, debaj o de cada m art illo de felpa, en el int erior del piano, que previam ent e había exam inado, com o un m édico a un enferm o. El dueño de casa disim uló su inquiet ud al ver debaj o de los m art illos t odos esos papelit os, pero no pudo cont ener su im paciencia y exclam ó con una voz incongruent e: —Es un excént rico. —Y pregunt ó am ablem ent e a la m adre del pianist a: —¿Por qué hace eso?. —Es un nuevo sist em a que enseña los t onos del piano. Suena com o un clavicordio. —¿Sueña o suena?. Un sist em a no es m ás nuevo que ot ro, pues ningún sist em a es nuevo. El clavicordio es un inst rum ent o ant iguo. ¿Qué vent aj a hay en ut ilizar efect os m odernos para conseguir ant igüedades?. Pero ant e t odo no m e gust a que m e t oquen el int erior del piano. Ya bast ant es polillas le han ent rado. Oct avio Griber m iró con severidad al dueño de casa, encendió un cigarrillo y m urm uró: —Yo no t oco sin papel de seda. —Siguió acom odando sus papelit os y m urm uro dirigiéndose al dueño de casa: —Me han dicho que ust ed es un gran pianist a. ¿No nos hará oír su repert orio?. —Sí, pero no t oco con los pies —cont est ó el dueño de casa secam ent e—. Era m uy celoso. Cuando lo est aba, se le not aba en la barba: se le ponía t an áspera que ni un beso podían darle, por suave que fuera la brillant ina que usaba. —Después de est as reuniones m e sient o m ás viej o —m e susurró al oído—. Advert í por prim era vez que era bizco, de t ant o m irar su barba, y que est o era el secret o de la int eligencia de su m irada. La lluvia arreciaba en el j ardín. Se la oía golpear los vidrios com o si fuera piedra en vez de lluvia. En ese m om ent o se dist ribuyeron los program as m anuscrit os con let ra de colegial. De Liszt figuraban varias obras: Al borde de 94 una fuent e, San Francisco de Paula sobre las aguas, Juegos de agua en la Villa d'Est e. Los nom bres de Debussy, Ravel, Chopin, Respighi est aban escrit os en t int a verde. Los papeles volaban de m ano en m ano. Cuando cesaron de volar los papeles de los program as, que sirvieron de abanico, el pianist a se sent ó en el t aburet e, colocó el cigarrillo encendido sobre el borde del piano y giró varias vuelt as buscando la alt ura que convenía a su est at ura. Miró sus pies, los pedales, sus pies, los pedales y luego com enzó a t ocar escalas con el dedo gordo del pie. Las not as se sucedían con un st accat o originalísim o. Los invit ados no sabían si t enían que adm irar o reír. —Qué gracia —dij o alguien—. Yo t am bién puedo hacer lo m ism o. —Pero ¿por qué no t oca com o la gent e con t odos los dedos? —pregunt ó una voz fem enina com o un alfiler—. —Porque sería m uy difícil. Tendría que ser equilibrist a para t ocar con los cinco dedos del pie. —Pero yo digo con las m anos, com o Dios m anda. ¿Por qué hay que t ocar con los pies?. —Hay personas que pint an con los pies o con la boca. ¿Qué t iene de m alo?. —Pero son inválidos. —Es su m anera de t ocar; t oca a veces con el dedo gordo del pie. Fiel a la prim era com posición que int erpret ó, vuelve a repet irla siem pre. El com ienzo de su carrera fue brillant e. Nunca siguió los consej os de ningún m aest ro —dij o la señora de Griber, lent am ent e ext asiada—. Cuando m i hij o em pezó a est udiar, m e decía, m irándose el pie: " ¿Por qué t ant os dedos?" . I nút il fue que la profesora le diera caram elos de naranj a, de lim ón o de fram buesa, hast a de chocolat e, que le provocaban urt icaria. Rehusaba t ocar el piano con t odos los dedos. Tocaba exclusivam ent e con el dedo gordo. Después de aquella prim era experiencia recurrió a los papelit os de seda y luego a la desafinación del piano para conseguir, según lo proclam aba, sonidos m ás nat urales. Un afinador le reveló t odos los secret os del inst rum ent o. Solía exclam ar: " Voy a desafinarlo en m i bem ol y en re m enor" . Nadie sabía lo que est o quería decir. Tal vez él m ism o no lo sabía, pero los sonidos que obt enía del m ism o eran t an ext raordinarios que del piso de abaj o de m i casa vinieron un día a averiguar qué disco de Wanda Landowska habíam os puest o en el fonógrafo, porque nunca habían oído algo t an m aravilloso. Aquí no se at reve, pero en ot ras casas desafina los pianos. No hay que cont rariar a los genios —decía la señora de Griber—. Oct avio Griber, que ya est aba t ocando el piano con t odos los dedos de la m ano, de im proviso giró en el t aburet e y m iró a la concurrencia, com o diciendo: ¿Quién se at reve a hablar, cuando sólo est án aquí para escuchar?. No dij o nada, pero m oviendo la cabeza im puso el silencio, para que pudieran oír su int erpret ación de la Balada en si m enor, de Brahm s. —Est a m úsica no t iene nada que ver con el agua —dij o alguien que com prendía el sent ido acuát ico del conciert o hast a en los m ás m ínim os det alles. —Con los relám pagos —cont est ó im periosam ent e Oct avio—. Jardín baj o la lluvia, La cat edral sum ergida, Pez de oro, de Debussy, y Juegos de agua, de Ravel, adquirían una sonoridad perfect a a pesar de la sordina im puest a por el papel de seda. Cuando t ocó la canción A orillas del agua, de Fauré, ot ra de sus innum erables originalidades, t arareó la m elodía con t ant a suavidad que desencadenó un aplauso est ruendoso: el Preludio de la got a de agua, de Chopin, alcanzó un éxit o m ayor. I ndudablem ent e, el cont act o de los pies desnudos del virt uoso en los pedales influía sobre la int erpret ación de cada 95 obra. Había que at enerse a la crít ica que salió el día ant erior en el diario; había que adm it irlo cóm o el público lo adm iró en el últ im o conciert o del Teat ro Colón. —Pero t odas las piezas que t oca son de m úsicos franceses —prot est ó una señora. —Chopin no es francés, Liszt t am poco, Respighi t am poco. —Van Gogh fue el prim er pint or en pint ar la lluvia. ¿No es ext raño?. —¿Qué t iene que ver la pint ura con la m úsica?. —Van Gogh asociaba la m úsica con la pint ura. Y el prim er m úsico en cant ar la lluvia fue Debussy. —No es exact o. —¿Qué es lo que no es exact o?. —Que Van Gogh asociara la m úsica con la pint ura. Si lo hizo fue en uno de sus desvaríos, cuando m andó de regalo una de sus orej as envuelt a. Adem ás no era francés. Haendel, Grieg, Schubert , hast a Wagner en El oro del Rin, se inspiraron en el agua. —Pero se t rat a de m úsica de orquest a y no de piano. ¡El oro del Rin, a quién se le ocurre! . —¿Cuál pieza era la de Chopin?. —int errogó un j oven—. —¿No leíst e el program a?. —Uno de los Est udios, el de La got a de agua. —¿Quién t iene got a?. —pregunt ó una señora que est aba en la ot ra punt a de la sala—. —Es una pieza de m úsica —le cont est aron—. —Es el colm o de la aberración: inspirarse en una enferm edad. Resonaba el piano con un m ist erio nuevo. Nadie lo escuchaba, salvo una invit ada, que exclam ó: —¡Hay m úsicas que m at an! . —sollozaba con la cara ent re las m anos—. —Nunca pude oír Jardín baj o la lluvia sin llorar. A t ravés de los vidrios de las vent anas parecía que los árboles del j ardín crecían. De pront o el concert ist a se det uvo. Pidió que le abrieran las vent anas y dij o: —Que m e escuchen por lo m enos los árboles o la lluvia. Vio m il herm osos oj os con lágrim as, lágrim as m ás bien con oj os. Sonrió. Si hubiese podido guardar esas lágrim as en un frasquit o, las hubiera guardado com o una esencia de azahar, para su am argura. " Las lágrim as de la novia, m i próxim a obra, llevará ese t ít ulo" , pensó. Pero le ofrecían una naranj ada helada y una fuent e con t art elet as de frut illa. Bebió la naranj ada y com ió las t art elet as con aprem io. Ent re cada bocado se chupó algún dedo com o si fuera una golosina. Le ofrecieron en bandej a una servillet a de hilo bordada para que se lim piara. Miró la bandej a, t om ó la servillet it a y la m et ió en el bolsillo rápidam ent e. Giró de nuevo en el t aburet e y volvió a posar las m anos sobre el t eclado del piano, m irando el cielo raso, com o lo había vist o hacer a Paderewski, en un t eat ro de Rino Bandini. Una señora se le acercó, le t om ó del m ent ón y le dij o: —Qué am or de niño precoz: pensat ivo com o sus t at arabuelos. Cuando volvió a resonar el piano, algo le m olest ó. I nclinó la cabeza hast a t ocar las t eclas con la orej a. Se agachó para exam inar los pedales. Una not a 96 resalt aba m ás que las ot ras. Se incorporó, hurgó en el int erior del piano, descubrió que uno de los m art illos no t enía su papelit o. Oct avio Griber pidió que t raj eran un papel de seda. Buscaron el papel por t odos los rincones de la casa, con lint ernas, porque ya se hacía de noche y los alt illos sin luz eran inaccesibles. Finalm ent e encont raron unas m anzanas envuelt as en papel verde, que t raj eron a la sala en una bandej a. ¿Serviría est e papel, aunque no fuera del m ás fino?. Oct avio Griber colocó las t iras de papel en el sit io donde falt aban, cuidadosam ent e hizo repicar las not as y apreció la superioridad del papel de envolver m anzanas. Juegos de agua resonó nuevam ent e en el piano, com o nunca había resonado, con el nuevo adit am ent o de papel verde. A veces un t rueno precedido de un relám pago conm ovía los caireles de la araña, pero no a las personas que oían, cuando no hablaban, resonar aquel piano. Los aplausos, t ím idos al principio, llenaron después la sala de ent usiasm o. Oct avio, t em blando de am bición, pidió a dos j óvenes que est aban a su lado que abriesen de nuevo el piano. I ndicó los porm enores de la operación. De su bolsillo sacó lo que nos pareció una pequeña pinza, que era un diapasón, y se acercó a los j óvenes que abrían enérgicam ent e las ent rañas del piano. —Es cosa de un m om ent o —dij o Oct avio al piano, com o si se t rat ara de una operación quirúrgica—. Alguien prot est ó, pero la vergüenza se apoderó del que prot est aba. ¿Cóm o prohibir a un genio las m anifest aciones de su originalidad?. Para dist raerlo, alguien llevó al dueño de casa al ant ecom edor a buscar unos cubiert os que falt aban. Oct avio aj ust ó o afloj ó algunas cuerdas del piano. Consiguió la t ot al desafinación del inst rum ent o, con la m áxim a rapidez. No se reconocía ni Carnaval, de Schum ann, ni Jardín baj o la lluvia, de Debussy, ni Juegos de agua, de Ravel. Todo se había t ransform ado en algo diferent e, que él solo int erpret aba. La t orm ent a no am ainaba. La lluvia golpet eaba sobre los vidrios. Después de servir el chocolat e a la española y las m asit as de dist int as form as y colores, después de rogar al dueño de casa que t ocara su repert orio, Oct avio Griber, suspirando, se quit ó la chaquet a de t erciopelo en el m ism o rincón en donde se la había puest o, la guardó en el port afolio, se vist ió, se alisó el pelo, se puso las m edias y los zapat os. Cuando m e m iró para despedirse le present é m i álbum para que firm ara un aut ógrafo. —¿Cóm o t e llam as? –pregunt ó—. —Anabela —respondí. Firm ó " Para Anabela, su adm irador, Oct avio" . Ya est aba esperando el coche en la puert a. El dueño de casa corrió a buscar algo y volvió con un sobre y un pianit o de j uguet e, con un pianist a. —Para Oct avit o —dij o am argam ent e, com o si est uviese repit iendo una lección aprendida—. —No —susurró la señora de Griber, det eniéndolo—. Puede ofenderlo. No le gust an los dim inut ivos. —Los j aponeses regalan j uguet es a los grandes. Adem ás no t iene edad de ofenderse —dij o el dueño de casa, acariciándose la barba, áspera com o un felpudo—. —Algunos nacem os ofendidos —exclam ó la señora de Griber—. 97 —Pero ¿qué edad t iene su hij o, señora?. —Es un secret o. Se quit a la edad. La poquit a edad que t iene. Nunca quiso m irarse en un espej o, en la ilusión quizá de conservarse siem pre niño. Me dij o una vez a los cinco años, cuando insist í para que se m irara: " La m úsica no se ve en el espej o" . ¿Le parece avej ent ado?. —De ninguna m anera. Toca el piano com o un niño de cinco años. El dueño de casa ent regó el sobre a la señora de Griber, que subía al coche, y el pianit o a Oct avio, que se dem oraba en la puert a, baj o la lluvia. Oct avio exam inó el j uguet e, le dio cuerda, lo dej ó en el suelo. El pianist a de lat a se puso en m ovim ient o y la caj it a de m úsica ent onó el principio de un vals. Oct avio recogió el j uguet e, quería y no quería oír esa m úsica, quería y no quería m irar al pianist a de lat a. Luego, con ím pet u, arroj ó el j uguet e y subió al coche. Cuando el coche doblaba en la curva del cam ino, Oct avio se asom ó det rás de la cort init a negra de hule para m irar; la lluvia, los árboles escuchaban el vals de Brahm s int erpret ado por el pianist a de j uguet e. El bosqu e de Ta r cos I nspirado en un grabado de Durero: El Caballero, la Muert e y el Diablo. Los bosques de Alem ania, poblados casi exclusivam ent e de coníferos, cuya resina perfum aba el aire, eran de un verde t an oscuro que, baj o el follaj e, el día se t ransform aba en noche. Sin em bargo, est a vez ( hará cosa de set ecient os años) , cuando el caballero, seguido de la Muert e y del Diablo, ent ró en el bosque, flores violet as cayeron de ot ros árboles y la t ransform ación operada fue m uy dist int a: el suelo parecía lum inoso com o el cielo. Hay colores que acercan y colores que alej an. Ese color violet a daba t am bién a las copas de los árboles una ext raña perspect iva: lej anas y brum osas com o las m ont añas que se vislum bran en el horizont e crepuscular, invent aban paisaj es. El caballero nunca había vist o una veget ación com o ést a: precisam ent e porque le llam aba t ant o la at ención aquel día, quedó perplej o. En vano la Muert e, con un reloj de arena, acom pañaba al caballero: le t om aba de vez en cuando el pulso, com o un m édico: lo acechaba con una risa que m ost raba dient es separados, y a m enudo silbaba para llam ar al perro, que seguía corriendo. En ciert a oport unidad se le cayó el reloj de arena y el caballero diest ram ent e lo recogió con la punt a de la lanza. Nadie se inm ut ó, ni siquiera el Diablo, aunque la arena se derram ó com o agua por el suelo. La guadaña brillaba m ás que ot ras guadañas. El caballero, que era t an presum ido com o feo, se m iró en su ext raño espej o. Vio sólo sus oj os, que eran m uy parecidos a los de su hij o m ayor. " Lást im a que no est é aquí" , pensó, t art am udeando en alem án, " se divert iría." Con lo que le gust a el Diablo. La Muert e, que t odo el m undo considera t ét rica, es sim plem ent e absurda. Com o el Diablo, si uno lo reconoce y lo m ira fríam ent e. Es claro que no t odos disponen de la m ism a m uert e. A un am igo m ío le t ocó una t an bonit a que se enam oró de ella. En cuant o al Diablo, bueno, m e asom bra por lo grot esco. A ot ras personas les gust ará. " Caperucit a roj a" , enaj enado pronunció est as palabras que eran para él m eros sonidos, luego dij o: —Caperucit a roj a... Se parece un poco a la abuela de Caperucit a roj a, pero ¿quién era la abuela de Caperucit a roj a?. Y la m ism a Caperucit a roj a ( así queda m ej or) , ¿quién era?. Ningún ant epasado m ío que yo recuerde. No creo que sea capaz de hacer ni siquiera una diablura, el gua rang oh, ¿qué est oy diciendo?. El caballero repet ía la palabra guarango, m irando al Diablo y prorrum pió en una risa hist érica. De pront o ese balbuceant e argenism o, que se int ercalaba en su idiom a nat al, le hizo gracia. Habit ualm ent e, el caballero no t enía t iem po para 98 recordar nada, ni a su m adre cuando era j oven, ni a sus hij os cuando eran chicos, ni su prim era noche de am or, ni la cant idad de hom bres y dragones que m at ó, ni sus hazañas, que eran bast ant e im port ant es, ya que le habían dado fam a de héroe en algún m om ent o de su vida. Le parecía nat ural olvidar palabras, y recordar en cam bio ot ras que no conocía, y cuya pronunciación le result aba un t rabalenguas. En t odo caso, consideró risible recordar o querer recordar algo t an poco im port ant e com o dos o t res palabras que se le escapaban de su léxico. La arm adura le pesaba, le m olest aba el guant elet e, el casco lo hacía t ranspirar dem asiado. De pront o, m iró con desconfianza al diablo, pero, al verle la cara de m áscara, se le ocurrió m irar a la Muert e, que le pareció, con sus rulos, no m enos falaz. Pensó: " ¿Est aré poniéndom e viej o para sent ir t ant as incom odidades, t ant os recuerdos que, a fuerza de ser lej anos, se m e ant oj an aj enos?. ¿Qué puede im port arm e el pasado?. Es un hábit o de m uj eres pensar en el pasado. A veces suceden cosas raras, debo adm it irlo. Los hom bres com o yo pueden t ener una sensibilidad fem enina: llorar si los pica una avispa, grit ar si se les cae un dient e o si una basurit a se les m et e en un oj o. Tal vez hierva de fiebre. La cot a de m alla y el brazal m e aj ust an. ¿Est aré hinchado?. Habré dorm ido baj o la som bra de un m olle?, el caballero se corrigió, " m olle, no. Molle” . ¿Molle?. ¿Qué diablos quiere decir?. La arm adura es una invención diabólica, pert urba m is pensam ient os. Quisiera quit árm ela de encim a, pero en el bosque no conviene quedar desnudo a m erced de los enem igos. Adem ás, desde hace un t iem po, la arm adura ent era form a part e de m i cuerpo. Bien m e dicen que soy un hom bre de hierro. Quit arm e la coraza o el brazal sería com o quit arm e el corazón; la cot a de m alla, los riñones y los pulm ones; el casco, aunque nadie lo crea, la cabeza; las grebas, que son t an im port ant es, las piernas" . Cruzó un río; el agua salpicó la arm adura. De lej os parecía cubiert o de j oyas. Alguna vez, en la infancia, se bañó desnudo en algún río pero, com o la espum a del agua que baj aba de las cascadas, aquel inst ant e se había disuelt o dent ro del t iem po, de igual m odo, no dej ando nada, o m enos que nada, en su recuerdo. Jam ás exist ió nost algia dent ro del alm a de est e caballero, y las visiones que se le present aron aquel día lo conm ovieron de t al m odo que su rost ro adust o palideció not ablem ent e. El Diablo, que era bast ant e ladino, se rió est a vez con una m ueca graciosa y debaj o del casco le cont ó, haciéndole cosquillas, los pelos blancos, que eran apenas cinco o seis. La Muert e se lim it ó a m over en el aire la guadaña, reflej ando sobre los t roncos de los árboles int erm it ent es redondeles de luz. " Qué ext raño m e sient o" , pensó el caballero. Y en verdad t enía la cara de un señor del siglo XX, sent ado en su but aca, frent e a un escrit orio. Sólo los caballos y el perro m ant enían su aspect o pacient e y habit ual. Cum plían con su deber de anim ales dom ést icos. En el vient o, los árboles se agit aban com o dent ro del agua; los páj aros cant aban de un m odo delirant e. Qué dist int os eran est os cant os de aquellos ot ros dulces, llenos de variaciones y sabiduría que el caballero había oído siem pre en los bosques. Esos cant os que parecían a veces un susurro, un secret o int erm inable, un sueño casi. Los cant os que escuchaba ahora eran ardient es, bulliciosos, insolent es, insist ent es, con repet iciones diabólicas. Un páj aro picot eó el t ronco de un árbol hast a rom perse la cabeza y caer exánim e. Nadie podía escuchar esos cant os dorm ido, nadie podía dorm irse escuchándolos, pero ¿qué le recordaban?. ¿El m undo del heroísm o, las avent uras, las hazañas?. No. No era eso. Aunque el Diablo est uviera m irándolo y la Muert e se le acercara a cada inst ant e, m ost rándole sus oj os en el espej o de la guadaña, no podía engañarse. Llegó a un abra en el bosque, cuando se hizo de noche, y pudo ver el cielo ent ero, al que a m enudo cont em plaba para aliviarse del cansancio. Le sorprendió 99 no encont rar las est rellas, los ast ros, las const elaciones de siem pre. Vio las t res est rellas j unt as. La dist ancia que las separaba parecía m edida por un com pás. Un poco m ás lej os, cuat ro est rellas form aban una cruz. Vio bast ant e m ás lej os un grupo de siet e est rellas. Siguió m irando el cielo, sin com prender por qué habían cam biado de sit io t odos aquellos punt os brillant es que él conocía de m em oria por el color, por el fulgor, por la disposición y por la form a. Cuando vio la luna se asom bró de que fuera igual a siem pre. ¿Pero qué le recordaba aquel cielo desconocido?. Pronunció de nuevo, sin quererlo, com o los niños pronuncian las prim eras sílabas de una palabra, separándola y vacilando: ¡guar ang oh! . ¿Sería la voz de un m undo salvaj e? Pronunció la palabra com o un insensat o. Se quit ó el guant elet e y recogió una de esas flores violet as: t enía la form a de una cam panilla, vist a de cerca era m ás bien lila y, observándola m ej or, los pét alos t enían nervaduras azules. Aquella luz violet a que baj aba del follaj e parecía llegar a t ravés del crist al cuyo fondo se diluía. El caballo cam inaba por el aire. El caballero no se at revió a desm ont ar para beber agua al cruzar el arroyo, porque t em ió poner el pie en el vacío. El caballo y el perro t am poco bebieron. Ent onces el caballero clavó su m irada en los oj os del Diablo: —¿Dónde est am os?. No reconozco el bosque, los árboles violet as, los páj aros bulliciosos, el cielo con ot ras est rellas, las palabras que pronuncio con dificult ad. Guarango, por ej em plo. Las palabras m e parecieron siem pre inút iles. Un gruñido m e pareció m ás elocuent e. ¿De dónde viene t oda est a confusión?. No m e reconozco. —Yo t am poco —respondió el Diablo—. Est oy com o disfrazado. —No m e reconozco a m í m ism a —m urm uró la Muert e—. He perdido m i poder de persuasión. Ahora no sería capaz de hacer m orir ni a un pioj o. —Algo raro, sin duda, nos est á sucediendo —acot ó el caballero, m ás preocupado. Pero el Diablo se alej ó. Se apoyó cont ra un árbol. Com o si alguien lo est uviera fot ografiando, se puso a pensar. Cuando volvió, asust ó sólo al caballo y dij o: —Creer que los hom bres recuerdan sólo el pasado es una m ala cost um bre; creen en los ant epasados pero no en los post fut uros. Recuerdan el fut uro t am bién, con igual nost algia, con m ás inquiet ud t al vez —y levant ando el reloj que arrebat ó a la Muert e, com o un act or en una enfát ica obra de t eat ro, m usit ó—: El t iem po corre, m ás bien se derram a, com o se derram ó la arena del reloj , porque es arbit rario y depende de m uchos accident es y de m uchas ot ras circunst ancias fort uit as. Es desm edido y se burla del reloj de arena y del reloj de sol, de la clepsidra y del reloj eléct rico, del despert ador, del reloj de bolsillo y de pulsera. Hace m uy bien. Yo le regalaría un reloj de j uguet e. Lo m ás im port ant e de t odo para nosot ros es olvidarnos del t iem po y saber que est am os viviendo en el m undo de quien nos m ira en est e inst ant e. Que t odo el m undo vive en cualquier inst ant e en el m undo de quien lo m ira, aunque est o m e parezca est úpido y t ot alm ent e vano —y, haciéndole burla al caballero, ladró en at ención al perro—: Chau, y que sigan lloviendo de los árboles flores violet as. El a u t om óvil Bram an los aut om óviles: se est án volviendo hum anos, por no decir best iales. Fui al aut ódrom o donde corría Mirt a. Desde que nació quiso part icipar en carreras de aut om óviles. Yo t rat é de disuadirla pero se enardecía m ás al verm e en desacuerdo. Pret endía hacer conm igo la vuelt a del m undo en 100 aut om óvil, porque decía que en un aut om óvil uno lleva t odo lo que uno quiere y t iene, incluido el m ism o corazón. Me am aba, no sé si t ant o com o yo la am aba a ella aunque considerase ridículas casi t odas sus am biciones. Que una m uj er pret endiera correr en las grandes carreras de aut om óviles y en prim era cat egoría m e parecía un sínt om a de locura. Siem pre pensé que las m uj eres no sabían m anej ar. Cualquier ot ra cosa podía esperar de ellas, por ej em plo que m anej aran una m áquina aspiradora, un t ract or, un grabador, un avión, una calculadora, una plancha, una m áquina de cort ar past o, una com put adora; si alguna vez le com uniqué est os pensam ient os, se sint ió insult ada, pero yo no cam biaba de parecer. Conseguim os después de nuest ro casam ient o un aut om óvil espléndido. A m i padre le sobraba el dinero y m e lo regaló para que pudiera hacer un viaj e de descanso. Yo t rabaj aba seriam ent e, en una casa edit ora que m e exigía m uchos sacrificios. Est e aut om óvil fue un verdadero don del cielo, pues Mirt a, que vivía descont ent a con su suert e, em pezó a gozar realm ent e de la vida. Madrugaba ¿para qué?. Para subirse direct am ent e al aut o y abrazarse al volant e; nunca est aba cansada com o ant es cuando se desm ayaba por t odo. Había em bellecido not ablem ent e. A m i j uicio no necesit aba t ant a belleza. Su pelo brillaba con furor, sus oj os revolot eaban com o los de un niño, su agilidad parecía apt a para cualquier prueba de t rapecio o de baile acrobát ico, ganaba prem ios en concursos de nat ación y de zapat eo. Tenía t reint a años pero no los represent aba; parecía t ener sólo veint e y a veces quince. Algo, o m ucho, m e inquiet aba en ella: su facilidad para enam orarse. Alguien que t uviera una linda voz, hast a por t eléfono, alguien que t uviera unas preciosas m anos, hast a con guant es, alguien m uy at revido o alguien m uy t ím ido, que apenas conocía, alguien con los oj os casi violet a, hast a bizcos, bast aba para seducirla al m áxim o de la seducción. Nadie necesit aba violarla, ella m ism a era capaz de violarse para dar placer a alguien. Había que poner fin a ese est ado de cosas, de ot ro m odo m e exponía a m at arla en el paroxism o de m is celos. Resolví que nos iríam os de viaj e. ¿De dónde sacaría yo t ant o dinero?. Tengo dinero, ¿por qué voy a ocult arlo?, pero a veces los que t ienen m ás dinero no saben em plear ese caudal de un m odo razonable y se vuelven m ás pobres que los pobres. Vendí t odo lo que t enía; le pedí dinero a m i m adre, prom et iendo pagar la deuda con m ercaderías ext ranj eras que podría ella vender en su bout ique. Conseguí t odo porque m i alm a en llam as es capaz de cualquier cosa para conseguir algo que m e salve de una vida que no soport o. Conseguí hast a parecer pobre, ya que nada m e bast aba. Zarpam os de Buenos Aires una m añana preciosa de ot oño, en un barco que nos llevaba con nuest ro aut om óvil, nuest ro am or y nuest ra alegría. Rom píam os las am arras: t odo lo que era t edio o sufrim ient o quedaba en el puert o, ent re las personas que agit aban sus añuelos, algunas con lágrim as, porque éram os queridos por am igos y am ant es. La t ravesía fue t an feliz que se disolvió en nuest ro recuerdo com o un m erengue en la boca. Pero la llegada al puert o final de la t ravesía fue el com ienzo de nuest ros inconvenient es. Ret irar el aut om óvil, prim ero de la bodega y después de la aduana, result ó m olest o. No lo habíam os previst o. Cuánt os t rám it es t uvim os que hacer ant es de recuperarlo: aparent em ent e los papeles no est aban en regla. Mirt a no dorm ía ni reía; se sent ía culpable, com o si hubiera robado el aut o. Después de m uchas discusiones en que no ent endíam os las m alas palabras que nos propinaban, t odo se aclaró: los papeles est aban en orden. Cuando Mirt a se vio frent e al aut om óvil en t ierra firm e, casi desnuda se abrazó a la m áquina. Es difícil abrazar a un aut om óvil, pero ella supo hacerlo. Espero que a ningún hom bre se haya abrazado de esa form a. Con violencia la arranqué del capot . " ¿Qué significan est as escenas?" , le grit é, al verla en post uras t an provocat ivas. " Si t e violan después, no t e quej es." Un fot ógrafo que 101 pasaba por azar la fot ografió. Era un periodist a, sin duda. Est e fue m i prim er encono cont ra Mirt a. La zam arreé y la obligué a seguirm e. Se puso a llorar. Nos reconciliam os, pero no fue por m ucho t iem po. Yo añoraba la vida del barco, donde las horas t ranscurrían inadvert idas. Mirt a quería llegar pront o a París, para anot arse en una carrera de aut om óviles. Le dij e que sus pret ensiones eran inaudit as, que m anej aba m al, que ni a una niña de diez años se le ocurría sem ej ant e locura. Ya m e había fast idiado bast ant e con sus incipient es carreras en la provincia de Buenos Aires, com o la única m uj er " Reina del volant e" que salía fot ografiada de im proviso en t odas las revist as. I nsist í en no ir direct am ent e a París, en aprovechar el viaj e, aunque sólo fuera por veint e días, para conocer las ciudades, la arquit ect ura, la pint ura, la escult ura, las iglesias, los j ardines, el paisaj e de esa región de Francia. Mis argum ent os eran serios: est ando en la m ism a t ierra donde surgieron, sería una vergüenza no conocer las obras de art e y los edificios m ás celebres que podían adm irarse en las t arj et as post ales y en las guías t uríst icas. Mirt a accedió; declaró que de paso, en el t rayect o, pract icaría m ej or el m anej o del aut om óvil, que t ant o le crit icaba. Hicim os un viaj e m aravilloso; yo dorm ía t odo el t iem po, hast a que un día, cansado de t ant as cosas int eresant es, m e encerré en el hot el y ella se fue sola. Sufrí com o un anim al herido, creyendo que nunca volvería, pues apasionada com o era, podía com et er cualquier locura. Volvió t ardísim o, sin disculparse. Me dij o que encont ró a un francés m aravilloso, periodist a sin duda, que en cinco días le enseñaría a hablar francés correct am ent e, por lo que pensó que deberíam os quedam os en ese hot el t an luj oso y de nom bre t an sencillo: se llam aba La Liebre Feliz. Me m ost ró el cuaderno con las anot aciones que el francés le puso, convenciéndola de que era m ás fácil la lengua francesa que la española, t an llena de chist idos. Sin duda creyó que era española. En el cuaderno figuraban las palabras m ás fáciles de recordar en francés que en español: Cheri era " querido" , bleu era " azul" , rue era " calle" , chien era " perro” , baile era " pelot a" , aut o era " aut om óvil” , seul era " solo" , ciel era " cielo" . No se podía negar que las palabras francesas eran m ás sim ples. Se guardaba bien de decirle que soleil correspondía a “ sol" , y arbre a " árbol" , y bleu—ciel a " celest e" . Durant e cinco días Mirt a t om ó lecciones con el francés, que era un insolent e. Cuando nos t raían café, bebía t odo el cont enido de la cafet era y peinó con m i peine su pelo grasient o. Usaba un m echón de pelo sobre el oj o derecho y sacudía la cabeza, no para quit árselo sino para colocárselo, com o hacen las m uj eres. Le pregunt é un día qué m alas palabras hay en francés, las que se usan ahora, porque las palabras van con la m oda. Espéce de con –dij o—. —¿Qué ot ra?. —Merde, t onnerre de Dieu. —¿Por qué la palabra que designa el sexo es una m ala palabra?. —No sé. Averígüelo por ot ro lado. No soy un diccionario. En realidad no m e int eresaban esas nim iedades del idiom a, pero no sabía de qué hablarle cuando nos encont rábam os uno frent e a ot ro, m ient ras Mirt a se encerraba en el cuart o de baño para lavarse el pelo. Pasam os unos días, si no hubiera sido por el francés, agradables. Nunca vi árboles t an lindos ni playas t an acogedoras. Ext rañaba el cielo de Buenos Aires, el cant o de los páj aros insolent es que t enem os en la lánguida luz de las t ardes en que t odo se desm aya, hast a el aire, hast a las brisas, hast a el cant o de algunos páj aros desvelados, hast a el corazón que los escucha. Mirt a insist ía en la necesidad de aprender el francés correct am ent e. En los rest aurant es t rat aba de hablar en francés con el m ozo, que parecía un act or de cinem at ógrafo. Un 102 papagayo en la ent rada del hot el era un pret ext o para cont ribuir a la relación que había ent re el j oven profesor de francés y el m ozo, que andaba siem pre con un escarbadient es en la boca, de dient e en dient e. ¿Est ábam os en París o soñábam os?. El corazón de Mirt a lat ía con esa rum or salvaj e que se oye en las carreras de aut om óviles, de noche. No podía dorm irm e; t enía que m irarla para asegurarm e de que no era un aut om óvil ni un violín, ni un cam bio de velocidades, que era un ser hum ano el que dorm ía a m i lado, que era un ser hum ano el que m e abrazaba. La abandoné a sus sueños una noche en que el lat ido de su corazón m ovía la cam a con dem asiado ardor. Aquella noche m e confesó que se había inscrit o en una carrera, no m uy im port ant e, pero carrera al fin. Resolví verla por t elevisión y no acudir al aut ódrom o. Mirt a se vist ió aquel día con un t raj e m uy elegant e. Ella, que rara vez se ocupaba de elegir ropa adecuada para las circunst ancias, ese día se preocupó. Para que la divisara m ej or, eligió un t ono de color roj izo para el suét er y un pañuelo azul m arino para el cuello. Vi la carrera en el t elevisor del hot el. Me apenó m ucho que no ganara, pero m e consolé: los desencant os t al vez enfriaran su pasión por las carreras y podríam os llevar una vida norm al, sin sobresalt os. Nada es t an horrible com o una pasión no com part ida cuando se am a realm ent e a alguien. Sent ía que m i vida se desgast aba oyéndola hablar de aut om óviles, sin poder com part ir ni reconocer las m arcas, ni sus pot encias ni sus perfecciones. La m uj er de un cuadro de I ngres m e hubiera sat isfecho m ás que esos aut os que ext asiaban a Mirt a. Una noche volvió del cine, después de las once. No m e dij o qué fue a ver ni con quién, pero sospecho que el francés había llegado. No le reproche su conduct a. Nunca m e había ignorado hast a t al punt o. Creo que le dolió no ser aplaudida por sus proezas, aunque no lo fuera sim plem ent e por haberse inscrit o en una carrera sin m i consent im ient o o m i cariñosa at ención. Por la noche sent í lat ir su corazón de aut om óvil a m i lado y sus oj os debaj o de los párpados, cerrados, que se m ovían com o si vieran algo, algo m ovedizo, huidizo. Me levant é y m e acost é en el suelo para poder dorm ir; dicen que es bueno para la colum na vert ebral, pero ni se m e ocurrió pensar en la colum na. Ella no advirt ió m i inquiet ud ni m i ausencia de la cam a. Sem idorm ida, parecía m ás dorm ida que t ot alm ent e dorm ida. No fue sino después del alba cuando pude recobrar m i lugar en la cam a. Vivir es difícil para cualquiera que am a dem asiado. No podía alej arm e de Mirt a sin m orir, ni acercarm e, sin t am bién m orir. Elegí alej arm e. Un día salí t em prano, para ver m useos, palacios y j ardines, las orillas del Sena, las cat edrales, las m ás dim inut as iglesias; cuando volví a la noche, com o después de un largo viaj e, Mirt a no est aba en el hot el. Salí de nuevo. En vano la busqué por t odas part es. Al volver a la m adrugada, m e pareció que oía su respiración. Era un aut om óvil, con el m ot or en m archa, est acionado frent e a la puert a del hot el. Me acerqué: en el int erior no había nadie. Lo t oque, sent í vibrar sus vidrios. Tan enloquecido est aba que m e pregunt é si sería Mirt a. Ent ré en el hot el. En la conserj ería no había ningún m ensaj e para m í. El port ero no sabía quién había dej ado ese aut om óvil. De pront o pasó algo inexplicable. Suavem ent e el aut om óvil em pezó a alej arse. Trat é de alcanzarlo, pero no pude. Desde ese día, busco el aut om óvil por la ciudad. Más de una vez lo vi, m e puse en su cam ino, sin lograr nunca descubrir quién lo m anej aba, ni m orir baj o sus ruedas. Vivo en París, porque sólo en París puedo alcanzar m i esperanza, cum plir m i deseo. Hay gent e que m e aplaude. " Qué lindo vivir aquí." Ot ra gent e se pregunt a: " ¿Por qué diablos se fue a vivir a París?" . 103 Anoche, después de salir en busca del aut om óvil, que no encont ré, escribí una cart a a Mirt a, que le dej aré en la conserj ería del hot el. Acá viviré m ient ras t enga plat a para seguir gast ando. Cuando se acabe, buscaré t rabaj o. Querida Mirt a, A qué m e servirá vivir si no est ás a m i lado. Am ar en exceso dest ruye lo que am am os: a vos t e dest ruyó el aut om óvil. Vos m e dest ruist e ( no lo digo con ironía) . En est a ciudad t e busco porque t e has t ransform ado en esa horrible m áquina que encerraba t u corazón acelerado, cuando dorm íam os j unt os. Ahora t e busco sin cesar, pero t u velocidad no m e perm it e arroj arm e baj o t us ruedas. Adem ás, nunca sé por dónde pasarás. Tal vez podría acost arm e en m edio de las calles por donde pienso que pasarás. Eran t ant as las calles que t e gust aban que no puedo saber cuál vas a elegir. No com prendo cóm o llegué a t an absolut a renuncia de m í m ism o: ya no t om o en cuent a lo que puedas sent ir por m í. Soy un verdadero fant asm a: el m undo que m e rodea es un recuerdo, sólo un recuerdo. Lo act ual no m e im port a. Débilm ent e vuelven a m í versos que m e gust aron y que ret uve en la m em oria, fort alecida por la nost algia; versos que fluyen com o ríos, rodeando im ágenes de árboles genealógicos o reales, árboles del m undo ent ero que no olvido: " Es lo que llam an en el m undo ausencia / fuego en el alm a y en la vida infierno" . Lo dem ás no exist e, las ganancias, los precios de las cosas, la vida en la ciudad, los libros, las cuent as, las est afas, las guerras, las revoluciones, el prest igio, el deshonor, el sexo, la codicia, el t error: nada im port a, podés est ar segura, cuando el dolor ha carcom ido los huesos y la sangre que la vida reanim a por un inst ant e frent e al aut om óvil que t e lleva. La le cción de dibu j o Est aba durm iendo cuando oí un ruido insólit o en la sala. Es m uy grande est a casa y algunos de los cuart os at est ados de obj et os est án cerrados para que no se ensucien dem asiado, o m ás bien para que no haya que lim piarlos cont inuam ent e, porque el hollín, la t ierra, los perros, las cucarachas que vienen de la calle son un const ant e peligro para la lim pieza que no siem pre, o casi nunca, exist e, pues en realidad, es inút il cerrar las puert as y las vent anas porque hollín, t ierra, perros y cucarachas ent ran de t odos m odos. Durant e unos m inut os escuché at ent am ent e el ruido que parecía ocult arse ent re las cort inas o los biom bos de la sala. Nadie podía est ar levant ado a esas horas: las luces est aban apagadas, ya est aban corridos los pasadores de la puert a de ent rada. Me levant é sin ganas, porque sabía que esa acción, ese m ovim ient o, m ás bien t raería el insom nio a m i noche. Lo que prefiero en el m undo es dorm ir: cuando m e sient o feliz, porque est oy feliz, y cuando m e sient o desdichada, porque est oy desdichada. En un t ren, cuando viaj o, en un barco, en un sillón, de pront o, cuando las visit as no se van o cuando alguna m e da m ucho sueño, nada m e gust a t ant o com o dorm ir m aleducadam ent e. Tam bién m e gust a cuando hay t orm ent as y m iedo, o cuando se ha rot o el caño del agua y hay que m over la cam a a ot ro rincón. Pensé: " Si odiáram os el sueño, ¿dorm iríam os?. Nadie odia el sueño, por eso t odo el m undo m uere. Resabios de la infancia: m orir es t ener ganas de dorm ir, yo nací para dibuj ar. No pensem os en el sueño" . Me levant é y m e puse sobre los hom bros el bat ón celest e y com o las zapat illas se habían perdido debaj o de la cam a, m e avent uré por los pasillos descalza, encendiendo las luces a m edida que avanzaba. Llegué a la sala, que est aba a oscuras, donde t engo el ret rat o que hice a Gloria Blanco, sobre una 104 reproducción de la Sibila Erit rea, de Miguel Ángel, clavada al t ablero del at ril, con chinches. Trat ando de no t ropezar con algo que hiciera caer el at ril al suelo, busqué a t ient as el conm ut ador para encender la luz viendo sólo la luz t enue que venía de afuera, m ezcla de luna y de luz eléct rica de los faroles que alum bran la plaza. Algo, una som bra sobre la claridad pálida de la noche, int ercept ó m i paso. No m e det uve com o lo hubiera hecho t ant as ot ras noches; se diría que el peligro nos prot ege. Asalt os vist os en los diarios, en el cine, en las revist as, en la t elevisión persiguen la noche com o m oscas de verano, que vuelven agonizant es, pero con el m ism o ím pet u, con el m ism o zum bido. El m iedo es una cost um bre de la noche. Miré la araña, cuyas t ulipas blancas, de opalina, con flores, parecen grandes t azas de porcelana. Com probé que no m e daban, com o ot ras veces, ganas de t om ar una bebida calient e, café con leche por ej em plo, o t é, o, aunque m e dé vergüenza decirlo, el infant il deseo de beber chocolat e con m ucha espum a, com o en los días pat rios y de cum pleaños. Pensar est as cosas en un m om ent o de peligro, en que alguien, t al vez un fant asm a, había ent rado en la casa, no m e asom bró. Era eso lo que debía asust arm e, ya que result aba insólit o. En la m edia luz del cuart o vi que algo brillaba en el suelo. Me agaché a recogerlo. Era una cint a blanca cuya t ext ura m e llam ó la at ención, pero m ás m e llam ó la at ención que m is dedos t uvieran sensibilidad en el t act o, para adivinarle el color. Sin solt ar la cint a encendí la araña. Tardé en ver lo que t ant o m e sorprendió, porque uno ( cuando soy yo) es lent o en recibir grandes sorpresas. El dolor de un balazo no se sient e en el prim er m inut o. Frent e al at ril est aba de pie una niña. No era linda, no, no era linda. Tenía un pelo lacio y m uy largo, de un color cenicient o; t enía ant eoj os. Era m uy delgada, t an delgada que, no siendo m uy alt a, parecía m uy alt a. De la cara sólo se le veía el pelo y apenas un poco de frent e; t enía un delant al blanco, m ás cort o que el vest ido y en la m ano derecha una carbonilla que había recogido de los bordes del t ablero. Me m iraba sin decir nada. Soy m uy t ím ida con los niños y sorprender a est a niña en m i casa, a las dos de la m añana, m e incom odaba. Le devolví la cint a que había caído de su pelo. No m e lo agradeció. Me habló sin m irarm e, m irando el dibuj o: —¿Quién es? —pregunt ó señalando el dibuj o con la m irada, aunque yo no viera su m irada. —Gloria Blanco —cont est é, creyendo que m e había vuelt o loca de cont est ar a la at revida pregunt a que m e hacía. —No m e im port a quién es. —¿Y por qué m e pregunt as? —No sé. No m e gust a t u dibuj o. —¿Y quién t e pregunt ó si t e gust aba?. ¿Y cóm o sabes que dibuj o?. —No sé. Más bien lo sé m uy bien. —Tengo un ej ércit o de dibuj os, en efect o —dij e—. Me m olest an porque ocupan lugar y no se para qué los guardo. A m í t am poco m e gust an. Desde los siet e años dibuj o. A veces, en m is sueños, vienen a visit arm e, porque la m ayoría de ellos son ret rat os. —Yo t e enseñé a dibuj ar de ot ro m odo —m e dij o—. ¿No t e acordás del ret rat o de Miss Edwards, la inst it ut riz, que se volvió loca?. Tenía una vincha de t erciopelo y un vest ido de lust rina. Una carbonilla era adecuada para dibuj ar su perfil severo. De noche m e hacía los bigudíes con un peine, m e m oj aba la punt a del pelo en el agua de un vaso, ant es de enroscar las punt as alrededor del cuerit o relleno, sost enido por dos cint it as. Un día m e dio una bofet ada porque grit é " m e duele, m e duele" , y le quit é la m ano de m i pelo. Me acuerdo m uy bien del día de verano en que llegó a casa. Yo est aba en el j ardín con una am iga, espiándola, det rás de un árbol. Llegó en un coche de plaza 105 con una valij a y un baulit o. Nos reím os. No había de qué reírse. Hacíam os gárgaras de risa. Me encant ó siem pre reír cuando no se puede. Salíam os del escondit e y volvíam os a m et ernos. Miss Edwards no sabía hablar en español, no ent endía, y le grit aba al cochero please, please. —¿Y por qué?. ¿Por qué hacías eso?. Era una m aldad. —La risa m e congraciaba con el llant o. —¿De m odo que reías aunque no hubiera de que reírse?. Me parece horrible. —A m í t am bién. —¿Pero no había nada ridículo?. —Nada. Tenía esa cara de haber dado una bofet ada que sólo podía dibuj arse con carbonilla y no con lápiz. —Ninguna cara puede dibuj arse con lápiz. Sólo la iglesia de San I sidro y los bot es del Sarandí, con los reflej os en el agua llena de rayit as. Un lápiz puede dibuj ar el agua o la iglesia, pero no una cara que seguram ent e sufre; t odas las caras sufren o han sufrido, y la carbonilla dibuj a las som bras del alm a. Le pregunt é un día a m i m aest ra de dibuj o: " ¿Ust ed cree, señorit a, en Dios?" . Escondió la cara baj o el som brero negro y m e dij o: " Esa som bra est a m al dibuj ada, m i hij it a. La luz viene de arriba. ¡No se habla así de Dios! " . —Pero yo siem pre pienso en Dios. —El dibuj o puede hacerse con lápiz, carbonilla o t int a china. Se echa m ano de cualquier cosa para dibuj ar. —Odio la t int a china. Mandé un dibuj o a Caras y Caret as, se llam aba " La inundación" , t enía que ser en t int a china. Me lo publicaron pero ¡qué desilusión! . Tant o esperar, t ant o esperar, y después casi nadie m e felicit ó, porque ese día alguien había m uert o o alguien se casaba. —¿Cóm o t e llam as?. —Ani Vlis. Es un seudónim o. —A t u edad yo no sabía lo que quería decir seudónim o. —Yo t am poco. —Me hubiera gust ado conocer t us dibuj os. —Hay uno en est e cuart o, por ext raño que parezca. —Most rám elo. —Est á en esa carpet a. Se arrodilló, abrió una de las carpet as que yo había colocado en el suelo, porque no cabían sobre la m esa. Desanudó las cint as de las t apas de cart ón y ret iró una hoj a grande, que puso sobre el at ril donde est aba el ot ro dibuj o. —Mirá con at ención —dij o—. Si llegaras a dibuj ar com o yo t e enseñé, serías una gran pint ora, porque est e dibuj o parece un cuadro pint ado al óleo. ¿No dij o Figari: " Est a niña va a pint ar m uy bien cuando sea grande, porque ve m uy m al" ?. ¿Y no dij o Reyles: " Parecen dibuj os de Goya" ?. ¿Y no dij o Pío Collivadino: " Est a niña va a ser un orgullit o nacional" ?. ¿Y no m e designó Cat a Mort ola " La reinit a de m is discípulas" ?. ¿Y Quinquela Mart ín no exclam ó: " Qué lindo croquis. No t endría inconvenient e en firm arlo" ?. ¿Y no dij o Güiraldes: " Para m í que t iene t alent o?" . Ella que era t an silenciosa se volvió charlat ana: Tom ó la carbonilla en sus delgadas m anos y dij o: —Así hay que m anej ar la carbonilla. Sobre el ret rat o de Miss Edwards t rat ó de hacer unos t razos, pero la det uve. 106 —No t oques ese dibuj o. Es perfect o. Es el único dibuj o m ío que m e gust a. Adem ás, vas a m anchar la reproducción de la Sibila Erit rea. —¿Tuyo, decís?. Ese dibuj o ¿dij ist e que era t uyo?. —Mío —dij e—, sí, m ío. Es el único dibuj o m ío que m e gust a. No sabes lo que he sufrido. Pasé t ant o t iem po sin dibuj ar. Me lo propuse deliberadam ent e, com o quien dej a de fum ar. Todas las m añanas sent í, durant e un t iem po, que est aba com et iendo un pecado porque dej é de dibuj ar, y después m e acost um bre a esa privación volunt aria, a ese renunciam ient o, a esa anulación, a ese suicidio, a esa pequeña m uert e. Pero m e gust aba conservar est e dibuj o. Dej ar de dibuj ar fue com o dej ar de besar a alguien que uno am a m ucho, para darle las buenas noches: ese rit o, que en ciert o m odo alivia la vida prosaica, había t erm inado. Y era porque la pint ura m e hizo sufrir m ucho. En los prim eros t iem pos yo dibuj aba un león, parecía un perro; dibuj aba un caballo, parecía un cam ello; dibuj aba una palom a, parecía un buit re; dibuj aba un t igre, parecía un rat ón. Est o fue lo que m ás m e deprim ió: que un t igre pareciera un rat ón. Dibuj aba un árbol, parecía un plum ero; eso era lo de m enos. Dibuj aba un zapat o, parecía un aut om óvil de j uguet e. ¿Un aut om óvil?. Nunca t rat é de dibuj arlo. Com o se les enseña a los niños, con el índice indicando cada cosa con su nom bre, m ost raba a las personas m ayores m is cuadros. Lo que m e daba m ás t rabaj o era hacerles ent ender que las som bras no eran pelos y la luz hinchazón. Mis ret rat os no t uvieron suert e: uno que regalé a una persona de m i fam ilia, una cabeza que era idént ica a la de Nefert it i, durant e años quedó arrum bado det rás de un arm arlo. Ot ro, de un am igo m uy querido, desapareció en el m om ent o en que se lo ent regué. Ot ro se llenó de hongos debido a la hum edad que había en el sit io donde lo escondieron. Y después de t ant o t rabaj o, m e di cuent a de que era m ej or que las cosas no se parecieran t ant o a lo que eran. Y quise dibuj ar un león con cara de señor y no pude, y un perro con cara de ovej a y no pude. —¿Qué im port ancia podían t ener esas cosas?. Yo dibuj aba lo que quería dibuj ar. —Tardé en darm e cuent a de que la realidad no t iene nada que ver con la pint ura. Pero t ardé dem asiado; un m ecanism o equivocado se había apoderado de m í. ¿Qué recuerda uno de las cosas, sino lo cont rario, a veces?. ¿El art e est á fuera de la vida?. Y esa m it ad t iene que servir para algo. Y yo present ía siem pre que vivir era algo t errible: el paso del t iem po, com o el paso de un verdadero león, m e daba m iedo. Sabía que m e devoraría con est e anillo, con la cint a del pelo y el delant al puest os. Miss Edwards t am bién lo había sent ido una t arde de enero, cerca del río. Nos sent am os en un banco, hecho de ram as. Era la prim era vez que hablábam os com o am igas, Miss Edwards y yo. No sé cóm o la conversación nos llevó a hablar de la locura. ¿Cóm o será est ar loco?. Es la única frase que recuerdo de ese diálogo t an im port ant e; hoy m ism o m e parece lleno de m eandros y de secret os. Si t rat o de indagar en m i m em oria, lo que m ás m e im presiona es la soledad incorrupt ible de Miss Edwards. —¿La querías a Miss Edwards?. —No sé. Creía que la quería. Me pasó t ant as veces. —¿Qué?. —Creer que quiero y no querer a una persona. —Com o a m í. —Com o a vos. —Te vas? —pregunt é, viendo que la niña se alej aba, que se quit aba los zapat os para hacer m enos ruido y que colocaba un índice sobre sus labios para im ponernos silencio—. 107 La det uve, le m iré los pies desnudos. —Tus pies se parecen a los m íos. Que pronunciara el nom bre de Miss Edwards y luego t odo lo dem ás que dij o, revelaba su ident idad, pero que nuest ros pies se parecieran, m e golpeó cont ra la vida real con violencia. —Sent ía siem pre —proseguí— gran t ernura por vos. En ciert o m odo m e prot egías com o m i m adre, después que la perdí, pero ahora que m e encuent ro con vos frent e a frent e, adviert o que m e t rat as com o a una forast era. Dej am e que t e anude la cint a del pelo. Ext raño t u pelo; era com o un abanico. Siem pre t uvist e gran influencia sobre m í. Los pisapapeles m e gust aron por t u culpa, y los calidoscopios, las m ariposas, las ham acas. —Vos t am bién t uvist e una gran influencia sobre m í. –Levant ó la hoj a que cubría la reproducción de la Sibila—. Una noche soñé que m e perdí en el Museo del Vat icano y vi est a cara en un cielo raso enorm e. Me dij o algo que no ent endí, sospecho que fue por t u culpa. Me dio la cint a que t rat é de anudar en su pelo. Pregunt ó: —¿La influencia era buena o m ala?. —Buena... y m ala. ¿Y la que t uve sobre vos?. —Mala... y buena. Sent í que el buena lo agregaba por bondad. Prosiguió: —Todo lo que aprendist e t e lo enseñé. —No sos m odest a, lo confieso. ¡Pero t enés t ant a razón! . Te puedo am ar. No m e puedo am ar. —Yo nunca pude am art e. No sabía cóm o eras. Se alej ó com o se alej a un ser hum ano de un fant asm a, t rat ando de no ser vist a. Se esfum ó com o un dibuj o, pero int uí que volvería a aparecer com o una calcom anía pegada a la noche, que habría siem pre est ado ahí com o las cosas que uno pierde y que t iene al lado de uno sin verlas. —¿Qué edad t enés?. —Nunca quise ser grande. La edad m e parece la peor invención del m undo. Sent í que para siem pre m e ext rañaría no t ener la edad que t engo. Ca si e l r e fle j o de la ot r a Fue por t elevisión donde la vi. Me cost ó varias noches de desvelo, prim ero por lo ext raña que m e pareció y segundo por lo seduct ora. Todo desaparecía a su alrededor. Reinaba en el cent ro de la pant alla, com o cuando se m ira el sol y desaparece el rest o. La llam aban Lila Violet a, de m odo que, al llam ar a la una, llam aban inst int ivam ent e a la ot ra y cont est aba aceleradam ent e, cosa que no sucedía cuando llam aban por separado sim plem ent e Lila o Violet a, sin recurrir al nom bre com puest o que t ant o éxit o t iene desde el t iem po de María Magdalena. El nom bre seducía a cualquiera. ¡Dos flores de t an bonit o color, y perfum adas! . Una casi el reflej o de la ot ra, t ím ida, ot ra orgullosa, casi la coronación de la ant erior. Pero est as dos flores no se ent endían o, m ás bien dicho, nunca est aban de acuerdo en sus gust os, aunque físicam ent e se parecieran t ant o. A Lila le gust aba la luz del día, a Violet a le gust aba la oscuridad m ás profunda de la noche. A Lila le gust aba la ciudad, el bar de la esquina, el ruido desenfrenado de las fiest as, el gust o a frit ura, las confit erías m ás elegant es. A 108 Violet a, por lo cont rario, el cam po, los hom bres barbudos, el asado con cuero y, com o aficionada a la m úsica, los conciert os al aire libre. A Lila le gust aba el t eat ro, el palcobalcón, las cort inas de t erciopelo roj o, las escalinat as int erm inables y las pint uras del plafond. A Violet a, el silencio m ás apacible, el silencio a la orilla de un lago desiert o, las playas donde nadie va a veranear, donde sopla un vient o que se lleva hast a las carpas. A Lila le gust aba bordar, le gust aba hast a el aviso lum inoso de " Cort e y confección" de una calle de Burzaco, donde soñó que aprendía el oficio de m odist a sin m ayores dificult ades. A Violet a le gust aba el piano, t ocaba escalas a hurt adillas, sin descanso, a la hora de la siest a, cuando se lo perm it ía, para adquirir agilidad en los dedos. A Lila le gust aba el órgano porque era m ás grandioso y podía hacerse oír en una iglesia; le gust aban los perros. Siem pre quería recoger uno abandonado, aunque fuera m uy feo. A Violet a le gust aban los páj aros y cuando en los j ardines acudían a bandadas a besarle los pies, aunque no les llevara m iguit as de pan ni alpist e ni lechuga. A Lila le gust aban los vest idos de et iquet a, aunque no fuera a fiest as, los collares de filigrana y m uchas punt illas y cuellos de arm iño. A Violet a le gust aban los pant alones vaqueros, suspiraba por ellos, pues nunca est as niñas podían darse los gust os por no est ar la una con la ot ra de acuerdo, ni siquiera en los alim ent os. A Lila le gust aban los duraznos, las m andarinas, el budín del cielo; a Violet a las yem as acaram eladas, nunca bast ant e dulces, solam ent e las m anzanas verdes, nunca bast ant e verdes. Un día conocieron a un j oven que llegó de visit a a la casa com o m andat o del cielo, t rayéndoles, de part e de la m adrina que vivía en el cam po, un paquet e m uy bien hecho, at ado con cordones de colores; lo abrieron y, dent ro de ot ro paquet e, una caj a que est aba llena de duraznos, m andarinas y m anzanas verdes. —Qué bien conoce nuest ros gust os —suspiró Violet a, arrodillándose j unt o a la caj a que había posado en el suelo y, acariciando una m anzana, exclam ó—: Lást im a que no sea deliciosa. Lila se alegró m ás que Violet a. Sin cuchillo, sin t enedor, sin plat o para no t ener que lim piarlos después, com ieron luego de ofrecer al j oven las frut as. Conversaron hast a la noche sin poder separarse, com o siem pre. A Lila le gust ó el m uchacho, a Violet a m ás, pero nunca se puede saber el grado de em beleso que produce un recién llegado. —No t e vayas —le dij eron—. —Pero ¿dónde dorm iré? —pregunt ó el j oven—. —Aquí, sobre el felpudo —grit ó Lila—, serás m i perro favorit o. —Por ust edes hago cualquier cosa, hast a volverm e perro —y se puso a ladrar—. —A m í no m e gust a —prot est ó Violet a—. —¿No t e gust a que m e quede? —No m e gust an los perros —prot est ó Violet a—. Voy a t ocar el piano. Algo que les haga llorar. —¿Por qué? —pregunt ó Lila—. —Porque m e queda m ej or llorar que reír —cont est ó Violet a—. En un banquillo con un alm ohadón bordado se sent aron frent e al piano y, m ient ras Violet a t ocaba el piano, sint ió que Lila y el m uchacho se besaban, con el m ism o ruido que ella hacía para llam ar los paj arit os. Se odió a sí m ism a. " Por qué, por qué fingir alegría cuando el corazón est á lleno de present im ient os" , pensó. 109 Sobre la m esa, un frasco verde brillaba: era un rem edio calm ant e, de m inúsculas past illas que en núm ero exagerado podían ser m ort ales. El vaso era bonit o: inspiraba post uras bonit as al que lo sost uviera. " Voy a m at arm e. Morir, dorm ir, t al vez soñar será la única solución para no verlos m ás" , pensó. " Tengo el arm a a m ano. Nadie se dará cuent a” . Violet a, con el vaso de agua en la m ano, em pezó a t ragar las píldoras sin m olest ias, adm irablem ent e, y a m edida que t ragaba m iraba al m uchacho, ignorando a Lila, que int erponía su m irada con olas de rencor. —¿Qué com es? —pregunt ó el m uchacho. —Grageas —dij o—. ¿Quieres probar?. —Cóm o se parecen ust edes. —Es claro que sí. —No sé a cuál quiero m ás. —Tenés que elegir. —Vos t enés que elegir —grit ó Violet a a Lila—. —No puedo. Nadie advirt ió que sim ult áneam ent e se est aban m uriendo Lila y Violet a, pero yo sí: un día, en la realidad y no en la pant alla, t endría que suceder t odo est o. Y sucedió, porque t uve la fat al idea de visit arlas, am ando m ás a Lila que a Violet a y seducido m ás por Violet a que por Lila. Asist í a la m uert e de la prim era y al suicidio de la segunda. Los pulsos se det uvieron sim ult áneam ent e, com o si no fuera bast ant e vivir dos veces la m ism a hist oria, una en la pant alla, la ot ra en la realidad. El som br e r o m e t a m ór fico Los som breros se usan para precaverse del sol o del frío. Los cam pesinos no pueden prescindir de ellos; los alpinist as, t am poco. No son m eros obj et os frívolos, decorat ivos o ridículos. Se usan t am bién o se usaron para saludar, para halagar, para m olest ar. ¿No conocen la hist oria del som brero m et am órfico?. Exist ió en el sur de I nglat erra, en 1890. Cuent an que era de t erciopelo verde y t an apropiado para los hom bres com o para las m uj eres. Una plum it a engarzada en un anillo de nácar era su único adorno. Est e som brero apareció por prim era vez en la casa de un señor inglés, a las ocho de la noche de un m es de m arzo. Nadie reconoció ni reclam ó el som brero. Al día siguient e, cuando lo buscaron para exam inarlo, no est aba en ningún rincón de la casa. Ot ra vez, apareció en la casa de un m édico, a la m ism a hora. El m édico, creyendo que era de la pacient e que acababa de irse, lo guardó en su ropero, cosa que m olest ó a su m uj er. La disput a duró hast a el alba, en que hablaron de divorcio. Ot ra vez provocó un duelo ent re dos j óvenes, am ant es de una m ism a señora. La aparición del som brero, que llevaba de adorno un anillo, había provocado en am bos la sospecha de una act iva infidelidad. El som brero fue a dar al Tám esis, pues no había form a de deshacerse de él; quien lo arroj ó fue cast igado con veint e lat igazos. El som brero se había oscurecido; algo hum ano t enía en el lado derecho del ala, sobre el oj o de quien lo probaba, dándole ganas de acariciarlo. —No lo t oquen, niños —exclam aban las personas m ayores, cuando los j óvenes se lo probaban—. 110 —Trae m ala suert e. Habrá pert enecido a algún bruj o o bruj a, que se dedica a hacer m alas j ugadas. Ent ra en las casas sin que nadie lo lleve. Es un int ruso. Los obj et os son com o las personas, m alas o buenas. Ést e es m alo. —No es m alo —le aseguró un niño a una niña—. Si m e lo pongo, soy Juana de Arco, oigo voces. —Y yo Enrique Oct avo —dij o la niña—, t rat ando de arrebat árselo. Por increíble que parezca, la niña se parecía a Enrique Oct avo. Tant o y t ant o hicieron que el som brero fue a dar ot ra vez al Tám esis, y el que lo rescat ó, un t ranseúnt e cualquiera, se lo llevó a su casa. No lo guardó, le agregó unas florcit as de seda y lo llevó a la fea para venderlo, con un conj unt o de blusa y falda. En algún diario salió la not icia del som brero. Adquirió una fam a ext raña; fue a dar a una som brerería, que vendía som breros m asculinos y fem eninos. Frent e al desm esurado espej o del probador, ocurrían t ransform aciones m ágicas. Durant e esas t ransform aciones, el espej o perdía su claridad por un inst ant e y se llenaba de raras líneas negras y som bras de anim ales. Probarse aquel som brero bast aba para que un hom bre se volviera m uj er y una m uj er hom bre. Las m adres de algunos niños no dej aban que sus hij os pasaran frent e a la puert a de la som brerería por m iedo a que sufrieran una indebida m et am orfosis. Muchas client as ofrecían t oda su fort una con t al de com prar el som brero, pero el precio est aba por encim a de sus posibilidades; adem ás, la m oda ya había cam biado. El som brero seguía colocado en el escaparat e m ás visible y luj oso de la casa. Se dij o que bast aba probarse una vez el som brero para lograr la cura de una sinusit is, de una angina o de un glaucom a. Tam bién se dij o que curaba los m ales de am or; conseguía enam orar a quien se lo probara, si m iraba en el espej o una fot ografía del elegido. Est as curas result aban cost osas. El som brero, t an m anoseado, no se dest eñía ni se m archit aba. Dij eron los client es que lo habían falsificado, con falso t erciopelo, que ya no era de ese verde t an delicado, sino de un verdinegro que engañaba a los oj os. —Tal vez se dedique a la m aldad —dij eron ciert os m alvados—. —Es un som brero que se parece a las personas. No sé si t uvieron razón, pero el m al se apoderó de los ánim os. —Trae m ala m uert e, irradia veneno —dij o un sabio, no por m aldad sino por sabiduría—. Hay que m at arlo. Lo m at aron. ¿Cóm o?. Nunca se sabrá. Pero dicen que se agit ó cuando le arrancaron el ala y que dio un im percept ible grit o. En el espej o quedó por un t iem po un reflej o verde, com o el de algunas piedras. El se cr e t o de l m a l Érase una em perat riz que enferm ó m ist eriosam ent e. Ningún m édico podía curarla, porque no sabía el nom bre de su enferm edad. Mandaron pues llam ar a los hom bres m ás sabios del m undo para consult arlos, ya que los m édicos no eran bast ant e sagaces. Uno de est os sabios, el m ás sabio de t odos, dij o: —Debo curar a est a gran em perat riz, sin conocer lo que t iene. Algunos m édicos se guían por el nom bre que ellos m ism os ponen a la enferm edad; ot ros, por los rem edios que ellos m ism os recet an. Yo, que no recurro a t ales procedim ient os, encuent ro que el m al proviene de los súbdit os: ahí est a la 111 enferm edad disem inada, enquist ada. Hay que llam ar a cada uno de ellos para som et erlo a exam en y para m odificar, si es necesario, lo que piensan de nuest ra em perat riz. En la plaza m ás im port ant e colocaron un ret rat o de la em perat riz para que nadie olvidara su belleza. Los súbdit os acudieron al llam ado. Uno por uno fueron exam inados. Se lograron est as conclusiones: uno veía colores azules en la cara de la em perat riz, lo que indicaba envidia; ot ro, inscripciones en la m ano derecha, signo de crueldad; ot ro, una irregularidad en la orej a, signo de cobardía; ot ro, un punt o violet a en el oj o, signo de t raición o desconfianza; ot ro, una cej a m ás alt a que la ot ra, signo de t im idez ant e las esclavas; ot ro, un t ic, que nunca falt a en la gent e vengat iva. Nada reflej aba el secret o del m al. Un niño de cinco años, un día, ent ró corriendo en el recint o donde est aban reunidos los sabios y los súbdit os. No era un niño, era un enano, com o su descaro dej aba ver. Grit ó, con un aullido de gat o: —Un anillo en el dedo anular de la em perat riz es la causa de su m al. Saquém oselo. ¿Quién se at revería a sacarle el anillo?. ¿Cóm o hacerlo?. Después de un conciliábulo larguísim o, resolvieron que el enano le sacara el anillo m ient ras dorm ía. En la plaza los súbdit os esperaban el result ado de est a m isión. Horas después volvió el enano. Lo rodearon: querían saber qué había ocurrido. El enano ordenó silencio y m ost ró el anillo en su m ano derecha. Cuando t odos callaron, el enano arrim ó el anillo a su orej a y respet uosam ent e escuchó. ¿Qué es lo que escuchó? —Aquí est á el secret o —susurró—. Me lo dice el anillo. —¿Qué dice el anillo?. Habla o t e m at am os. La gent e se enardecía. De nuevo el enano aplicó la orej a al anillo. —Oigo, pero no ent iendo —dij o—. No habla bien. Tiene acent o ext ranj ero. Parece decir que los súbdit os deben enferm arse para que se sane la em perat riz. No est oy seguro de lo que dice. En t odo caso, es un secret o que no hay que revelar. —¿Ya se enferm aron?. —grit ó im pacient e el m inist ro de Salud Publica—. —¡Sí, sí! —respondieron los súbdit os—. La em perat riz despert ó curada, con m uy buen apet it o. No le bast ó el desayuno habit ual, le sirvieron t am bién una m anzana del color de su cara. Al ver que le falt aba el anillo, se enfureció y ordenó que m at aran a los sospechosos, hast a encont rar al culpable. Muchos m urieron, pero no el enano. Ge or ge Se lw yn George Selwyn nació en 1719, vivió en I nglat erra, fue un hom bre correct o, pero había algo ext raño en su conduct a, cosa que ninguno de sus congéneres quiso acept ar. Decían que t enía el placer de ver a personas condenadas en el m om ent o de la ej ecución. Yo nunca pensé que asist ía por placer a esos espect áculos t an t erribles, sino por un sent im ient o de generosidad. La sociedad inglesa lo respet aba, t ant o los pobres com o los ricos, t ant o el panadero com o el m inist ro; t odos lo invit aban a sus casas y en cada conversación dej aba una frase célebre por su ingenio. —Ust ed, señor —le dij o un m endigo—, es rico. ¿No m e daría una lim osna?. 112 —Dej aría de serlo si se la diera. La lim osna exist e para los sant os. No soy un sant o. Tom e. Ust ed puede darm e algo m ás que yo a ust ed —al t erm inar la frase le dio una m oneda de oro—. Pero no lo diga a nadie, podrían decir que soy un m iserable rico. Una bondad ingeniosa se apoderó de él. Sin em bargo t enía el gust o por las escenas t rágicas. No m e gust a pensar lo peor, pero siem pre que condenaban a alguien t enía que asist ir a su ej ecución. Algunos dij eron que era por placer. Pienso que su presencia los ayudaba a m orir y cuando los m iraba rezaba para salvarlos del horrible encuent ro con la m uert e. Est e hom bre solía pensar: " ¿Cóm o será la m uert e?. ¿Cóm o t ransfigurará a las personas?. ¿Cóm o harán para t rat ar de salvarse cuando ya nadie los ayuda?" . Así vivió de condena en condena y, cuant o era m ás feroz el reo, lo ayudaba con m ayor énfasis. Una sola vez vieron lágrim as en sus oj os. La asesina era una prost it ut a, había m at ado a su hij a en la t inaj a de lavar la ropa para probar a su am ant e que lo am aba sólo a él. —Señor —le dij o uno de la concurrencia a Selwyn—, ¿ust ed est á llorando o son m is oj os?. —No creo que nuest ros oj os se confundan. No soy ladrón de oj os. Mis lágrim as llevan la firm a de las pupilas. Frases com o est a eran corrient es en sus diálogos, pero durant e las sesiones del Parlam ent o solía dorm irse y a veces hablaba en sueños. Selwyn era un silencioso m iem bro del Parlam ent o. Lo consideraban un gran conversador en los clubs, era aut or de ingeniosas frases que hacían reír en los banquet es a t oda la concurrencia. Tal vez las cosas m ás im port ant es que dij o se han perdido. Su am or por los niños era ext rem o. Aunque no era casado, adopt ó a una niña llam ada María Fagniani. Una disput a ent re el duque de Queensberry y Selwyn, que eran am igos, se inició sobre la pat ernidad de la niña, que nunca se puso en claro, pero los dos dej aron a la niña, com o herencia, su fort una. Hoy día en la Argent ina, en 1945, se ha descubiert o un poem a en una revist a lit eraria, at ribuido a George Selwyn. Una t rayect oria t an larga de t iem po ent re la vida de George Selwyn y el poem a que apareció result a incongruent e. Nadie puede creerlo; por m ás esfuerzos que se hagan no se ha llegado a dilucidar si realm ent e le pert enece y quién era la m uj er que lo inspiró. El lenguaj e no concuerda con la época, pert enece m ás bien a la época prerrafaelist a. ¡Es t an largo el t iem po, t an parecidos sus cam bios! . ¿En qué cam bió la vida?. En aviones, en m áquinas elect rónicas, en corazones art ificiales, en riñones art ificiales, en insem inaciones art ificiales, en oj os aj enos, en viaj es a la est rat osfera, en com put adoras, en hij os que no son hij os, en m adres que no son m adres, en m isiles, en cinem at ógrafos, en guerras, en aparat os de t elevisión. La form a de una nariz, la form a de un cuerpo, la form a de los oj os cam bian con las operaciones est ét icas, pero siem pre será lo m ism o lo que se piensa, lo que se dice, lo que se publica, el am or, la am ist ad, el odio, los fant asm as, la com pet encia. Todo perm anece igual. En est a época de t ant as fraudulent as publicaciones, lást im a no t ener el papel en que fue escrit o. Tant os m ist erios quedan en la vida sin aclarar que ést e puede pasar inadvert ido, salvo que George Selwyn haya sido un fant asm a que apareció en 1945, en Buenos Aires. Los ingleses siem pre am aron a los fant asm as y am aron el est ablecerse en Buenos Aires. ¿El t iem po no cuent a, no exist e?. ¿Algún viaj ero lo t raj o ent re sus libros enrarecidos?. Alguien dij o: " Qué m al escrit o" . El poem a y el poet a se confunden. Est o es lo que se llam a fant asm a. Si alguien encont rara a Selwyn, el pelo gris, la m irada lej ana, envuelt o en una capa del año 1700, ¿se at revería a 113 pregunt arle: es suyo est e poem a?. ¿Habló con los ángeles?. ¿Oyó las palabras que le dij eron?. ¿Es porque son t an puros los ángeles que no nos com prenden?. Hay un ret rat o de Selwyn, por Reynolds, en la colección Carlisle. Tal vez nos ayude a conocerlo. La fie st a de h ie lo De un puent e de hielo inm enso vi a un hom bre asom ado y un cielo m uy celest e lo ilum inaba. Vi a una m uj er envuelt a en t ul de hielo y un t igre oscurecido adent ro del aire inm óvil que ent re vent anas oj ivales m iraba. Vi el azul del hielo, t an azul que no llega a ser azul sino ot ro color, en escalinat as que no sé dónde van; t al vez al cielo, t al vez a la piscina. Vi luz eléct rica, dent ro de lint ernas de hielo. Puse m i m ano en una llam a de hielo, no m e quem ó. No t iem bla la luz ¡y t odo para desvanecerse ant es que aparezca el sol de ot ras m añanas! . ¿Est o lo he soñado o lo soñaré?. Llegué a la piscina helada que sana enferm edades cardiovasculares y nerviosas. Me arroj é a la piscina, los oj os cerrados, para no asist ir a m i curación. Seis m inut os quedé en el agua helada. Después salí de la piscina t ot alm ent e curada. Me arrodillé frent e al Dios de hielo y quedé dorm ida, agradecida, redim ida, —reducida a la m ás ext raordinaria dicha. Prefiero el frío helado al calor int erm inable de insect os donde no exist e ningún m undo de hielo que se conviert a en escult ura prehist órica, en edificio, en largos t ram os de casas y de t em plos, que uno ve por dent ro y por fuera, com o si lo de adent ro fuera lo de afuera y a la inversa, para la et ernidad. Todo lo escondido a la vist a y t odo lo visible escondido. El hom bre los anim ales las plant as t odo lo que exist e vive de secret o en secret o y nadie lo roba a nadie, porque cuando roba uno, ot ro secret o nace para ocupar el lugar exact o del ant erior, con m ayor deslum bram ient o y silencio. El r iva l Tenía los oj os, m ás bien dicho las pupilas, cuadradas, la boca t riangular, una sola cej a para los dos oj os, una desviación en un oj o azul, en el verde ot ra desviación volvía la m irada acuciant e; sus m anos no se parecían a ninguna m ano, sus dedos t am poco; su pelo lacio y negro ( no t odo) se erguía com o si el vient o lo levant ara. En el óvalo irrefut able de su cara, una m it ad de la m andíbula, m ás pronunciada que la ot ra, dist orsionaba los rasgos. " Cuant o m ás fuert e la m andíbula, m ás débil la conversación" , dice un refrán que leí en un libro inglés, que no cuadra m encionar en est e caso, pues el personaj e que est oy describiendo hablaba con dem asiado énfasis y era lo que se llam a vulgarm ent e " lat ero" . Un cuello m uy largo sost enía con dificult ad la cabeza, det alle que no debo om it ir, pues le daba un aire som nolient o que no concordaba con su ext raordinaria verbosidad. Las uñas eran pedacit os de nácar, desproporcionadas, punt iagudas. Su voz silbaba ent re las ram as de un bosque; en una habit ación, en cam bio, resonaba t an hondam ent e que despert aba un eco insólit o. La lengua padecía de un defect o y se enredaba ent re los dient es al pronunciar ciert os vocablos. Est e det alle lo hacía parecer ext ranj ero, a veces. De ahí su m anía de pregunt ar incesant em ent e " ¿cóm o es?" al principio de cada frase, com o si el dueño de cada frase fuese su int erlocut or. Al cam inar t rot aba, aunque fuera con lent it ud. ¿Alguien podría enam orarse de una persona com o ést a?. " Yo puedo, yo 114 podría, yo podré" , exclam ó una chica t erca a decir bast a, que conocí en un barco. Ya se había enam orado al ver el ret rat o del ni siquiera j oven personaj e. Yo era buen m ozo. ¿Por qué no confesarlo? Exist en los espej os y las fot ografías y los oj os de los dem ás para revelárm elo. Ningún problem a psicológico em pañó hast a hoy m i sat isfacción física; ningún com plej o de inferioridad ni superioridad m i alegría psíquica; soy el dueño de m is act os y de m i volunt ad. Tendría ahora que cam biar el t iem po del verbo y decir " era" , con el m ism o desparpaj o pero con aut ént ica t rist eza. De nada sirve la herm osura. Nuest ra vida es un pandem ónium si no at rae al ser am ado. Durant e años debí acom pañar a los enam orados: la m uchacha a la que yo am aba y el t ipo m ás horrible del universo, que recibía las m ás at revidas alabanzas... ¿Qué podía hacer yo?. Por alguna perversidad del dest ino est os enam orados no podían verse sin m í. Sufría al verlos j unt os. Hicim os una excursión por las provincias y m ucho m ás lej os; el m ucho m ás lej os exist e en nuest ra t ierra con insist encia en cuant o creem os llegar a un sit io det erm inado. Yo t enía un aut om óvil, era uno de m is encant os, ellos no t enían. Por circunst ancias ineludibles, durant e las vacaciones, dorm im os los t res j unt os en la carpa que llevábam os y sobrellevábam os, pues había que arm arla a cada rat o. Que t uviéram os que dorm ir los t res j unt os en la carpa por un azar se volvió cost um bre. No m e pareció desagradable, ni siquiera incóm odo. Al aire libre t odo se acept a com o cosa nat ural. Pude revelar m i superioridad en la cam a y aprovechar la oscuridad para que se vieran el m enor t iem po posible los oj os cuadrados de m i rival y la boca t riangular, t an seduct ores, Dios sabe por qué. ¿Cuánt o t iem po duraría est e concurso de habilidad sexual?. Yo pensaba que t al vez siem pre, porque som os fieles hast a en la infidelidad. Olvidar por un t iem po los deberes m orales, las cost um bres, conviene. Nuest ra t ierra es infinit a y aprendíam os geografía. Llegam os hast a las regiones m ás frías, con glaciares est upefacient es,con osos y pingüinos, y hast a las m ás t ropicales con j aguares, m onos, serpient es, loros de nuest ro país. Yo t enía m i escopet a preparada para cualquier cacería en el asient o post erior del aut om óvil. En un m om ent o en que revisé el agua del radiador y el aceit e, les m ost ré el arm a. Ellos m e dij eron que raras veces los anim ales de esa zona at acan a las personas, si no es por un ham bre irresist ible. ¿Por qué iba a m at arlos?. Parecían conocer m ej or que yo a est os anim ales: t apires, venados, cerdos salvaj es, m onos, gat os m ont eses, víboras, loros. Al nom brar a los j aguares dij eron que eran anim ales soberbios cuya fam a de ferocidad era inj ust ificada, ya que sólo at acaban cuando t enían ham bre, cosa que no m e pareció m uy razonable, ya que ham bre se t iene casi siem pre. En lo que no est aban de acuerdo era con m i propósit o de cazar. Cazar es uno de los deport es que m ás m e int eresa. Conservo un som brero con una plum it a t ípico de cazador y el ancho cint urón con ganchos para colgar las presas, siem pre que no sea un j aguar. Ellos pensaban que sólo los depravados t ienen el afán de m at ar por m at ar. En Misiones nos det uvim os at raídos por la selva y con la esperanza de llegar a las cat arat as. En varias oport unidades creím os oír el fragor del agua. Nunca había vist o cedros y araucarias t an alt os. Por la t elevisión m e ent eré de gent e que en Neuquén cocinaba sem illas de araucarias para com erlas. Trat am os de j unt ar esas sem illas en vano. La arboleda de la selva alej aba el cielo de un m odo at errador. Fue allí donde desapareció m i rival. Desapareció una noche en que la luna filt raba la luz com o un reflect or pot ent e. Todos los insect os zum baban, se hubiera dicho, con m ás pasión en ese inst ant e, agrandando el bosque y oscureciendo la oscuridad. Habíam os encont rado un lugar agradable y seguro para colocar la carpa. 115 Todo est aba preparado para la cena. Durant e unos inst ant es m e regocij é de que m i rival t ardara t ant o en volver de su exploración, pero em pecé a inquiet arm e cuando el t iem po t ranscurrió int errum pido por chist idos de lechuzas. ¿No dicen que son de m al agüero? Creo que recé para que volviera, al ver la cara afligida de nuest ra com pañera. En un lugar desiert o ningún socorro puede esperarse; nada es m ás cruel que la insist encia de la soledad. Una nube de m osquit os nos acosaba. ¡Pensar que ese vuelo es un vuelo nupcial! . Nos m et im os en la carpa con las lint ernas encendidas. Oí, o creí oír, el rugido de una best ia, que la m uchacha no oyó, porque había hecho funcionar el grabador con la sonoridad m áxim a. Tuve la im presión de que ensayaba pasos de baile. Me t endió los brazos, por prim era vez con am or, para que bailáram os. La m iré com o quien m ira un det ergent e. Se había vest ido, lavado con poquit a agua de una bot ella y puest o un cam isón de gasa. A pesar de m i t urbación pensé que el at uendo, de ext rem a elegancia, la m ost raba m ás desnuda que desnuda. ¿Provocación?. Yo no podía pensar en esas sut ilezas que hubiera apreciado t ant o en ot ra oport unidad. Había que esperar. ¿Esperar qué?. Pasaron horas y horas, con un cant o de grillos insoport able. A las cinco de la m añana, un color roj o se filt ró por ent re las hoj as, cayó al suelo: era el color nat ural de la t ierra. Pensé en cóm o hubiera podido aprovechar ese m om ent o de soledad con quien hast a ent onces nunca había est ado solo, si no fuera por m iedo. Muy lej os, en la noche, m e pareció que se aproxim aba un olor a fiera. El olor suele t ener pasos, dar m ás m iedo que una im agen. Me at reví a correr la cort ina. No vi nada. Salí de la carpa. Un j aguar, creo que así lo llam an, avanzaba lej os, arrast rándose ent re algunos claros de la selva. Avanzaba com o avanza el agua, sinuosam ent e. Lo prim ero que vi fueron sus oj os, las pupilas cuadradas. Lo m iré fij am ent e, paralizado de t error. Dio m edia vuelt a y se fue, ondulando con su cuerpo el aire. Volvió, para ent rar en la carpa com o si la conociera. Sá ba n a s de t ie r r a " Jardinero. Arboricult or. Floricult or se ofrece. Besares 451." Sonrió, desde hacía m ás de un año est e aviso se confundía ent re naft alinas en el bolsillo de su t ricot a. Est ruj ó el papel en sus m anos y lo t iró al suelo. Recost ó la cabeza cont ra la silla de paj a, dio un suspiro de alivio y dij o a su m arido: " Qué suert e que t enem os un buen j ardinero" . El m arido la m iró por encim a del diario. " Un verdadero j ardinero" , siguió diciendo, " que t rat a con t ernura a las plant as y que realm ent e las quiere com o a pequeños hij it os" y, al decir est as palabras, sint ió la plenit ud de su felicidad: sus hij os est aban sanos, hacía lindo día, había encont rado un buen j ardinero. Sent ada en la t erraza, envuelt a en la blancura de su vest ido, sint ió lo que deben sent ir t odas las m uj eres de blanco en un día radiant e; se sint ió t ransparent e e im personal com o el día, rodeada por la presencia de m uchedum bres de flores que la esperaban. Se puso los guant es, t om ó las t ij eras de cort ar flores y baj ó al j ardín at aj ándose el sol con la som brilla. Qué agradable im agen vio en el espej o. El hum o de las fogat as llenaba el fondo del j ardín y t eñía de un azul lechoso los rayos del sol; se infilt raba en los int erst icios de las enredaderas, nublando el cielo del follaj e. Era la hora m ás linda, y puedo decirlo sin riesgo de equivocarm e, pues en el día de un j ardín t odas las horas son m ás lindas, cosa que no advert im os en los cuart os pero que nos asom bra siem pre, com o si no lo supiéram os. Los m olinillos aum ent aban el cant o de los páj aros. El j ardinero se m ovía com o un gran cort ej o, cerem oniosam ent e, de plant a en plant a, sacando bichos de cest o. Sus brazos, incluso en los m om ent os de descanso, m ant enían una 116 curva inconm ovible, cargada de regaderas, guadañas, azadas y rast rillos invisibles. Tenía un abundant e olor a hoj a seca y a t ierra húm eda. Había plant ado en su vida m illones de árboles de diferent es fam ilias. Había t rabaj ado en las islas del Paraná, en las inm ediaciones del Tandil, en La Pam pa, había llegado m ás al sur de Río Negro, m ás al nort e del I guazú, con el m ism o at adit o de ropa y la m ism a m uj er de rasgos borrados. La m ism a m uj er hacendosa y sin hij os. Tenía olor a hoj a seca y a t ierra sudada, sobre t odo cuando se secaba la t ranspiración con un gran pañuelo de seda, a rayas violet as y verdes. Vivía en el fondo del j ardín en una casit a de un solo cuart o. El j ardinero rem ovía la t ierra con la gran pala, luego deshacía los t errones hast a que se t ornaba sedosa y dócil. Sus m anos se habían vinculado en t al form a a la t ierra que em pezaba a arrancar los yuyos con dificult ad. Todo cont act o con la t ierra result aba una lent a y repet ida plant ación de m anos; ya est aban revest idas com o de una especie de cort eza oscura, de t uberosa, capaz solam ent e de brot ar en la t ierra o en un vaso de agua. Por esa razón evit aba lavárselas en el agua y se las lim piaba en el past o. Por esa razón, desde hacía un t iem po, evit aba, en lo posible, sum ergirlas m uy adent ro en la t ierra y usaba un cuchillit o alargado y fino para arrancar los yuyos. Pero aquel día, en un m om ent o de descuido o de apuro, dej ó a un lado el cuchillit o y puso la m ano m uy hondo en la t ierra para sacar alguna hierba innecesaria. Arrodillado en el fondo del j ardín hizo esfuerzos desesperados por arrancar prim ero la plant a y después la m ano. Pero los pasos se acercaban haciendo cant ar las piedrecit as. La m ano no quería salir de adent ro de la t ierra. Alzó los oj os y se encont ró con esa sonrisa especial que t enía ella cuando cort aba flores, y le oyó decir: Est oy encant ada. Nunca he t enido t ant as flores" . Se quit ó la gorra con la m ano izquierda y dij o t res veces gracias, con una reverencia que se adivinaba en el m ovim ient o de la cabeza. Siguió hablando: " Desearía plant ar algunos arbust os, algunas plant as de adorno cerca del port ón. ¿Cuáles aconsej a ust ed?" . " ¡Hay t ant as variedades! " , dij o el j ardinero sint iendo que su m ano crecía adent ro de la t ierra; " t enem os el Evonim us del Japón, el Evonim us Microphylla o Pulchellus, el Pt hot inea Serrulat a o Laurel Japonés; t odos esos arbust os de hoj a perenne sufren poco. Tenem os t am bién el Philadelphus Gronarius o Angélica Arcangélica, vulgarm ent e llam ado Angélica; se cubre de flores blancas en prim avera." " Sí, sí, la Angélica es j ust am ent e una de las plant as que m ás m e gust an, t iene hoj as oscuras, las flores agrupadas en ram it os fragant es y cuidadosos." Siguió cam inando haciendo girar el m ango de la som brilla. Sus hij os corrían alrededor de ella. Se det uvieron un rat o buscando piedrit as en el cam ino y volvieron corriendo al lugar donde había quedado el j ardinero. " ¿Qué est á haciendo?" , le pregunt aron sent ándose en cuclillas y el hom bre les cont est ó pacient em ent e: " Est oy arrancando yuyos" . Los chicos no se iban; perdieron una m oneda o un lápiz que buscaron indefinidam ent e hast a que se cansaron y se fueron galopando, con soplidos de locom ot ora. Caía quiet am ent e la noche, desplegando los ruidos acost um brados. El j ardinero oyó que su m uj er lo llam aba; recorría los cam inos desde la casa hast a el port ón. No se m ovió. En la oscuridad sólo se veía la claridad de los bancos; sabía que la m uj er no podía dist inguirlo. Se sent ó en el suelo; sacó el gran pañuelo a rayas de su bolsillo, siem pre con la m ano izquierda, y se secó la frent e. Em pezaba a sent ir ham bre. Llegaba el olor de la cocinit a y un ruido igualm ent e apet ecible de plat os y cubiert os. Llam ó a su m uj er prim ero débil m ent e, después m ás fuert e, hast a que se hizo oír. La m uj er acudió corriendo y le pregunt ó si se había last im ado. " No, no est oy last im ado. Tengo ham bre" , cont est ó el j ardinero. " ¿Y por qué no dej as t u t rabaj o?. Ya es hora de com er." " No puedo" , y le indicó la m ano. " ¿Pero por qué no la arrancas con m ás fuerza?" . 117 " He hecho t odos los esfuerzos posibles." " Ent onces" , dij o la m uj er, t endrás que pasar la noche aquí?" . " Sí" , cont est ó el hom bre; y después de una pausa: " Tráem e la com ida. Cuidado que no t e vean." La m uj er salió corriendo y volvió al rat o con un plat o de sopa, ensalada, un t rozo de pan. Se había olvidado del vino. El hom bre com ió con apet it o. La m uj er lo m iraba en la oscuridad, adivinándole el rost ro. " ¿Tendré que t raert e la frazada?" . " No" , dij o el hom bre, " no hace frío." Acabó de com er y se echó en el suelo. La m uj er le dij o buenas noches. Después de un rat o de est ar solo, se acordó de que no había bebido. Quiso llam ar a su m uj er, pero su voz t em bló en el vient o com o una hoj a finísim a de papel de seda. Adem ás la puert a de la casit a est aba cerrada, las luces apagadas, t odo indicaba que su m uj er dorm ía con un sueño pesado. La sed crecía en grandes ext ensiones de arena; el j ardinero las at ravesó hast a llegar, en su recuerdo, a una plant ación de pinos, en la zona de la Pat agonia. Cam inaba llevando un hacha y un serrucho. Los t roncos eran gruesos, vet eados de m usgo. Eran ya m uy alt os pero había que podarlos para que no se fueran en vicio. La poda fue larga; duró días y días. Las ram as surgían com o serpient es inesperadas. El bosque se quej aba ent re sonoridades líquidas de serrucho. Ese brusco desaloj o de páj aros y de bichos habit ant es de las ram as dio un desvelo t ot al a la noche. Los árboles se desangraron con una fragancia m aravillosa, las heridas se abrieron irisadas de roj o y de azul. El bosque quedó com o un gran hospit al de árboles heridos, sin brazos y sin piernas. Sent ía sed aquel día; la m ism a sed de ahora, una sed m ezclada con olor a resina. Caían lluvias finísim as de hum edad, no había pinos, ningún pino. Qué ext raño podía ser un j ardín sin pinos y sin lam bercianas. Las luces de la casa grande est aban t odavía encendidas. Había visit as y, después de com er, se paseaban por el j ardín, con la dueña de casa. Se arrodilló ot ra vez en el suelo. Ella lo vio en la oscuridad: " ¡Todavía t rabaj ando! " , alguien le grit ó desde lej os, con voz de bañist a agradecida, que se sum erge de nuevo en el agua. El j ardinero sint ió su m ano abrirse adent ro de la t ierra, bebiendo agua. Subía el agua lent am ent e por su brazo hast a el corazón. Ent onces se acost ó ent re infinit as sábanas de t ierra. Se sint ió crecer con m uchas cabelleras y brazos verdes. La noche fue larga, m uy larga. En la superficie, dist int os bichos rozaron el brazo ent errado; no fue m ás que un leve cosquilleo de lom brices indiferent es. Una oruga rem ont ó laboriosam ent e la espalda, m om ent os ant es que am aneciera. Nunca el alba fue t an lent a y penosa para pasar claridades ent re las ram as, elaborando la m añana. El j ardinero oyó que lo llam aban. Quiso agacharse a recoger el cuchillit o del suelo, pero su cint ura carecía de elast icidad. Desde ese día vivió de acuerdo con las leyes de Pit ágoras; el vient o y la lluvia se ocuparon de borrar las huellas de su cuerpo en la cam a de t ierra. La pist a de h ie lo y de fu e go Aprendí a pat inar en el Palais de Glace a los once años. Slupicio, m i m aest ro, m e enseñó acrobacia, convidándom e con bom bones ent re prueba y prueba. Llegué a sent ir que no era yo la que se desplazaba, sino el piso que giraba y venía a m i encuent ro. Esa sensación era un índice de que m e fascinaba la pist a de pat inaj e y el hielo, que era com o un espej o. Slupicio redoblaba sus exigencias; quería que hiciera la prueba m ort al para exhibirm e en algún t eat ro, en un film o un circo. Era difícil, pero Slupicio m e dom inaba. En cuant o aj ust aba 118 los t ornillos de m is pat ines m i volunt ad de hielo le pert enecía. La prueba consist ía en que yo m e dej ara enganchar un pie en un est ribo que t erm inaba en una lonj a de cuero que él sost enía ent re sus dient es, com o un perro, haciéndom e girar a gran velocidad, sim ult áneam ent e con él. Prim eram ent e m e encogía com o un ovillo, luego iba solt ándom e hast a llegar a la velocidad m áxim a en que m e est iraba t ot alm ent e y parecíam os un t rom po inm óvil. Mis m edias coloradas y su cint urón azul eléct rico, los cascabeles de m i collar y su bufanda m ult icolor relucían com o relucen los adornos de un t rom po. No se m e ocurría considerar a Slupicio com o un hom bre, t al vez porque t enía el pelo colorado. Cuando ent raba en la pist a, parecía que ent raba el sol. Sus m úsculos m e dolían y sus m anos anchas m e last im aban, cuando m e t om aba la cint ura, para colocarm e sobre sus hom bros, al principio de la prueba. Hacía frío en la sala, com o era nat ural, pero el ej ercicio sobre el hielo calient a el cuerpo, de m odo que m e ordenó cam biar de at uendo. Las m allas de lana dieron lugar a m allas de seda, luego de algodón, luego de un t ej ido t ransparent e, que dej aba t raslucir m is pechos y m i om bligo. En la cabeza, el grueso gorro de piel de conej o, con sus oj it os brillant es, dio lugar a un t urbant e de seda, luego de gasa. Llegó el día en que su capricho llego al colm o de la excent ricidad, dado el caráct er convencional del Palais de Glace. Quiso que hiciera la prueba sin ropa. —Se ha vulgarizado t ant o la desnudez que sería m ej or buscar alguna ot ra vest im ent a —le dij e—. No quiso oír razones. Era ridículo ver m i desnudez con esos grandes zapat os blancos puest os. No m e escuchó. El público, ese día, m e aplaudió con t ant a insist encia que t uve que repet ir la prueba. Me t raían un abrigo de piel blanca, durant e el ent react o, pues la t ranspiración y el frío podían causarm e la m uert e, según dij eron los expert os en la m at eria. Cada vez que iba a hacer la prueba m ort al, m e persignaba. Nunca pensé que Slupicio era un m onst ruo hast a el día en que ensayam os la m ás difícil de las pruebas, solos en la pist a del Palais de Glace. Era un día de t orm ent a, sólo nosot ros y los acom odadores que habían venido a lim piar la sala. Quise ponerm e la m alla. No m e lo perm it ió. Me obligó a solt arm e el pelo y a desnudarm e t ot alm ent e. Cuando m e aj ust e los pat ines, m e m iró de un m odo ext raño, com o si en m i om bligo hubiera descubiert o, m i cara. Luego se arrodilló, cerró un oj o y m e m iró adent ro del om bligo. —¿Qué t engo? —int errogué asust ada—. —Un calidoscopio. Hicim os la prueba con m aest ría, y después dij o: —Hoy est renarem os una nueva prueba. Se arrodilló a m is pies, m e levant ó com o un resort e en el aire y m e t om ó la cint ura. Los acom odadores aplaudieron. Un frío helado corrió por m is venas y luego, con rit m o t an lent o que creí dorm irm e, bailam os, girando, girando hast a t om ar velocidad. Perdí el equilibrio. Sent í que est aba m uriendo baj o el fuego de la m irada de Slupicio. De un lado el hielo, del ot ro el fuego. Pero revivir fue una m uert e m ayor, después de esa experiencia. Huí de su lado. Me fui a vivir a un cam po donde sólo la nieve m e reconcilió con el m undo. El sit io se llam aba La Liebre Enam orada. Pat inaba norm alm ent e en un lago de hielo. Pero nunca conocí el verdadero am or, porque no podía olvidar aquella prueba t errible y ese calidoscopio. Volví a la ciudad de la pist a de hielo, para volver a caer baj o el dom inio de Slupicio. Me casé con él. Nuest ra vida conyugal fue com o el noviazgo. No t eníam os de qué hablar. Podría repet ir t ext ualm ent e los diálogos que t uvim os durant e dos años de 119 m at rim onio, con un silencio de cinco m inut os ent re frase y frase. Prim er diálogo, en un j ardín: —¿Cóm o se llam a t u prim a?. —Casilda. —¡Ah! . Segundo diálogo, frent e al m ercado: —¿Por qué cam biast e de peinado?. —¿Yo?. —No va a ser el perro. Tercer diálogo, en la calle: —Me gust a la lluvia. —A m í el sol. Cuart o diálogo, en el t ren: —Cuánt a gent e. —Mej or. Pero huele peor. Quint o diálogo, en la pist a de hielo: —Tengo m iedo. —¿De qué? . —No sé. —¿Cóm o llam arem os al niño?. —lelo. Sext o diálogo, en el aut om óvil: —El peligro prot ege. —Claro, vivir es peor. Sépt im o diálogo, en una confit ería: —Sola m e ret rat é. —No digas. Oct avo diálogo, en la plaza: —¿Cuándo llegará la m uñeca?. —¿Muñeca?. ¿Todavía j ugás?. Noveno diálogo, en una fiest a: —¿Te gust a? —Sí, ¿no?. Décim o diálogo, en el hielo: —En el hielo t odo es lindo. —Quem a. Com íam os, nos abrazábam os, leíam os, hacíam os palabras cruzadas. Yo t ej ía, el fum aba pat inando, porque sólo de ese m odo no sent íam os la privación de las palabras que a veces nos dolía. Cuando com íam os en rest aurant es hacíam os el adem án de hablar, porque nos daba vergüenza est ar siem pre callados. Sent íam os que íbam os a m orir, sin decirnos nada. Ent onces resolvim os pat inar, hast a m orirnos, sin descanso. Y es lo que hacem os. ¡Durarem os poco! . Cuánt o, cuánt o. Dios m ío. Todo es poco, t odo es m ucho. La ca be za de pie dr a 120 ( Com posición que escribí para darle ánim o en el colegio a m i hij a, que m ereció un cinco.) Som os nueve alum nas, pero una sola. Nuest ros oj os m iran para el m ism o lado. Tenem os los m ism os ideales, el m ism o uniform e, los m ism os gust os. Lo único que t enem os diferent e es nuest ra casa, nuest ros padres. Nos parecem os com o got as de agua, unas m ás redondas, ot ras alargadas. Aquella cabeza de piedra det eriorada por el t iem po, con la m irada fij a y, sin em bargo, con los oj os vacíos, que t odas habíam os vist o sobre la puert a de un edificio a la salida del colegio, cada día, ya no est aba. Vanam ent e la buscam os com o en un sueño. Si alguien la había sacado del sit io donde est aba colocada sobre aquella puert a oscura, hubiera quedado en el m uro un nicho, una m arca, algo que revelara de algún m odo su exist encia. Si la cabeza de piedra j am ás hubiera est ado en ese sit io com o t em íam os, sería dem asiado ext raño que un grupo de personas ( dado que las niñas son personas) la hubiera vist o. Un día resolvim os pregunt ar por la cabeza de piedra al port ero, que vivía en los fondos de la casa. El hom bre nos recibió de m al grado, porque int errum pim os su siest a, y le pregunt am os con nuest ra voz m ás dulce: —Señor port ero, ¿sobre la puert a de ent rada de est a casa no había hace poco una cara de piedra?. Som os est udiant es y leím os una preciosa página de Gabriel Miró, algo m uy herm oso sobre una cara de piedra. Tenem os que escribir una com posición sobre ese t em a... —...Y el ot ro día creím os ver sobre la puert a de est a casa esa m ism a cara de piedra —dij o Viviana, envalent onada, porque era la m enos t ím ida de las niñas—. La andam os buscando, por eso vinim os. —No est á aquí la señora Depiedra —respondió el port ero sin salir de su let argo—. Un let argo furioso. —Est á en el oct avo piso. ¿Las espera?. Pero no suban, porque llam o al vigilant e. Se alej ó sin saludar y lo oím os que repet ía: —Hora de la siest a. ¡Qué piedra ni piedra! . Hora de la siest a. —¿Subim os al oct avo piso? —propuso Pat ricia, que es la m ás at revida—. Todas respondim os: —Claro que sí, claro que sí —y subim os—. Nos pareció que t ardábam os m ucho en llegar al oct avo piso. Una vez allí t ocam os el t im bre y apareció una señora con ruleros, m alhum orada com o el port ero y con un revólver en la m ano. —¿Qué quieren, niñas, a est as horas?. ¿Es para algún beneficio?. Ya vinieron a cobrarm e las ent radas. ¿Son de las esclavit as?. ¿O son de María Auxiliadora?. ¿O del Corazón de Jesús?. —Perdone, señora —dij o María I rene, que es m uy am able—. Venim os a pregunt arle si en la puert a de calle de est a casa no—no hahabía... —pero María I rene t art am udeó y se int errum pió al ver sobre la puert a del depart am ent o, frent e a nuest ros oj os, lo que t am bién nosot ros veíam os: la cabeza de piedra. —Todas ust edes son t art am udas? —pregunt ó la señora, im pacient e de oírnos hablar a t odas a un t iem po—. ¿No les enseñan a hablar en el colegio?. Pero Pat ricia, que es la m ás t ranquila, pregunt ó sin t art am udear, señalando la cabeza: —Señora, perdone el at revim ient o. Esa cabeza de piedra ¿no est aba colocada ant es sobre la puert a de calle de est a casa?. 121 —Nunca —nos dij o la señora, em puj ándonos hacia afuera y ent recerrando la puert a—. Y no es de piedra, es de yeso, sépanlo; la com pre por una bicoca — al oír la palabra nos reím os—. Si son asalt ant es disfrazados de colegialas, porque algunas t ienen bigot es y ot ras calzan 42, váyanse, queridas, a ot ra part e, porque aquí no encont raran nada de valor, salvo m i persona. Valgo m ucho, niñas. —No, señora —susurré—, lo que pasa es que vem os a t ravés de las paredes. —Y de la alt ura —acot ó Viviana. —Y t enem os m ás m iedo que ust ed, porque no sabíam os que vivíam os en un m undo raro y gracias a ust ed lo hem os descubiert o. —Conozco a las niñas de hoy, viej a. Todas con j ueguit os de palabras. ¿Por qué nos decía viej a, palabra cariñosa, em puj ándonos hacia fuera, con adem án agresivo?. Pero la señora había cerrado con t ant a rapidez que un vest ido quedó apresado en la puert a y oím os el ruido de la llave que cubría las súplicas para que volviera a abrir. Todas las chicas baj aron corriendo por la escalera, repit iendo: —Y t an arriba, t an escondida, la vim os —sin esperar el ascensor, para respirar el aire del día, para pedir una t ij era al port ero cuando se arrancaba la falda del vest ido a la puert a. Al pie de la escalera la voz del port ero decía: —¿Y, chicas?. ¿Encont raron a la señora Depiedra?. Nadie podía cont est ar. Finalm ent e alguien susurró: —¿Se llam a así?. —Pero, hom bre, ¿no pregunt aron por ella?. No aprendieron a hablar t odavía. Tant o uniform e, t ant o libro, t ant a t int a... La sin fon ía Su afición por la m úsica se despert ó a los cuat ro años cuando lloró al oír Carnaval de Schum ann, en un viej o piano desafinado, que parecía salir del fondo del agua. Creyeron que lloraba por un caram elo anaranj ado que brillaba sobre la m esa. Cuando se lo dieron, siguió llorando. ¡Pero qué prest igio t iene un piano desafinado para un oído sensible! . Eso nadie lo sabe salvo un niño. Con el correr del t iem po deduj eron que su llant o se debió a la repugnancia que sent ía al oír m úsica desafinada, puest o que al pregunt arle " ¿Por qué lloras, nena?" , señaló con el índice el t eclado del piano. Su vocación por la m úsica quedó asegurada. Est udio en el Collegium Musicum de Buenos Aires. Siem pre se dist inguió en el est udio de la arm onía, cont rapunt o, fuga, orquest ación. Le int eresó la m úsica concret a. Obt uvo algunos prem ios en I t alia por sus canciones y, en Francia por una sonat a que se est renó en la Salle Pleyel. Navegaba ent re dos aguas: la m úsica m oderna y la clásica. En el verano de 1970, al que ahora m e referiré, est aba en pleno proceso de creación: por prim era vez se le había ocurrido el t em a para una sinfonía: se la inspiraron dos anillos que se ent rechocaban al caer al suelo. Su m elodía, su rit m o, su com posición est aban ya en su m ent e, sólo le falt aba escribirla, cuando la m uert e la sorprendió. No advirt ió su llegada, pues est aba en perfect o est ado de salud: m irándose sin verse en el espej o de su cuart o, absort a en el pensam ient o de la sinfonía, sobrevino la oscuridad t ot al, en un relám pago le indicó que su vida había alcanzado la m et a inevit able. De acuerdo con las reglas habit uales de nuest ra sociedad, la pusieron en un caj ón, la rodearon de flores, de 122 cirios y de llant os y m uchas personas desfilaron aparent em ent e com pungidas frent e al at aúd, vest idas de negro o luciendo pañuelos blancos que est ruj aban sobre sus bocas para fingir un llant o que no podían a veces derram ar. " Si t engo que m orir, que sea en un espacio grande. No dej éis que m e asfixie en est e angost o m undo de t enderos" . Le gust aba repet ir esa oración y Dios pareció escucharla, pues resucit ó. Resucit ar no es t an agradable com o uno podría suponer, sin em bargo es int eresant e. Est a fue su experiencia personal y no creo que m uchos t engan el privilegio que t uvo. —Yo, m uert a. ¡Qué increíble! —repet ía en ese lugar de la m ent e en que se elaboran los sueños—. Oía un palm ot eo de palom as, un gem ir de porcinos o de gat os, un zum bido inadecuado de m oscardón. A t ravés de sus párpados indescript iblem ent e t ransparent es y celest es, veía est as escenas. De vez en cuando pasaba un cochecit o dorado, con t acit as llenas de café que las bocas reclam aban, que las gargant as t ragaban ávidam ent e. Su oído se había aguzado: los t ragos sonaban com o inst rum ent os de una gran orquest a. Su vist a t am bién se había aguzado: veía un color que j am ás había vist o y que no pudo describir y que t endría posiblem ent e que m orir para volver a ver. De vez en cuando alguien salía sollozando del recint o: era una de sus hij as o su m odist a, que era una de las personas que m ás la había querido. " A veces m e olvido, pero cuando m e acuerdo, ay Chulet a, repet ía com o un est ribillo. Aunque una est é m uert a, hay sobrenom bres que m at an. El de ella se reveló en ese inst ant e com o un golpe en el est ernón. Un boxeador no la hubiera golpeado t an fuert e. Sint ió un rubor del color de las dalias, que le cubría la cara y el cuello: poco falt ó para que recuperara su m uert e. Todo est o sucedía en pleno día. Llegó la noche y el silencio resplandeció. Hast a ese m om ent o se había hablado de m uert es por asfixia, de m uert es por sum ersión, por sum isión, por subversión, por aversión, de m uert es nat urales, por suicidio, paros cardíacos, com o durant e las com idas se habla de diferent es plat os que despiert an nost algias ent re los com ensales. Ent onces se operó el m ilagro inesperado del silencio y, en el silencio, com o sobre un t erciopelo negro, se oyó una vaga m úsica, t an vaga que parecía un recuerdo. Al principio supuso que se t rat aba de una radio port át il que alguna niña irreverent e había escondido baj o su abrigo, pero no había allí ninguna niña. ¿Y qué hom bre podía hacer funcionar su radio en un velorio?. Em pezó a sospechar que la m úsica salía de su cabeza o de su pecho. Trat ó de reprim irla, para no m olest ar a los deudos. Tardó en reconocer la sinfonía. Un m uert o se alej a de sus propiedades, nada es su verdadera propiedad y esa nada es su privilegio, su últ im o pat rim onio. Hubiera m ás bien em it ido una m úsica de Mendelssohn o de Liszt o de Brahm s o hast a de Wagner que la abrum aba, en lugar de esa sinfonía, porque t odo lo m ás lej ano parecía m ás deleit able y en ciert o m odo m ás suyo por no serlo. —Qué ext raño —dij o alguien—, lo que son las cosas: esa m úsica que viene de la casa vecina parece com puest a por ella —la señaló con los oj os porque su nom bre de pila ya no se podía pronunciar—. " Esa m úsica no viene de la casa vecina" , prot est ó en su fuero int erno, " sale de m i cabeza o de m i corazón o Dios sabe de dónde, del hígado t al vez. Tendría que leer a Plat ón para inst ruirm e, aunque recuerdo vagam ent e alguna de sus frases. Soy una caj a de m úsica" . 123 Hay que adm it ir que sus pensam ient os, expresados con palabras, no t enían la fuerza de la m úsica. Sólo las not as m usicales resonaban en ella con precisión m at em át ica. Alguien, Arnoldo Whit e, con su pelo largo que le hizo cosquillas y su perfum e a agua de Colonia, se inclinó largam ent e sobre su cara. Lo que le llam ó m ás la at ención es que m ant uvo los oj os cerrados com o cuando oía un conciert o. Ot ra persona, Sergio Sift , con su elegancia, su barba oscura, su t ím ida reserva, lo im it ó. Sufrían t ant o de verla m uert a que se t om aron de la m ano. No sabía si deseaba o no deseaba que la oyeran. Después de rezar un rosario colect ivo con las niñas del Collegium Musicum , que fueron sus discípulas, alguien señaló las coronas, las palm as, los ram os con horror. Todo el m undo sent ía la asfixia, la alergia inevit able provocada por aquellos perfum es y resolvieron abrir las vent anas, t om ar aspirina y ret irarse a los cuart os cont iguos, algunos para robar obj et os, ot ros para descansar, los m enos para llorar, porque las m uj eres t enían los oj os m uy pint ados y t em ían llorar lágrim as negras y los hom bres, dist raídos con sus conversaciones sobre polít ica, asalt os y negocios, t em ían la int errupción que induj era a m alent endidos. Nadie podía im aginar la belleza de est ar m uert o hast a no est arlo. Una m uj er se quedó a su lado. Transpiraba abundant em ent e. Sobre su frent e brillaban las got as de sudor que caían a cada lado de sus m ej illas. Nunca había vist o esa cara pálida y a la vez t an congest ionada que le inspiraba recelo. ¿Quién era?. Se arrodilló, se puso de pie y paulat inam ent e se calm ó. Tardó un rat o en resolverse a robarle los anillos; pero, a punt o de sacarlos, t uvo que abandonar la t area; la ent rada de dos ram as la int errum pió. Com o los árboles, si no m e equivoco, en Macbet h, que avanzan solos. Sola, por fin, dio libre curso al desenlace de la m elodía, al rit m o de la com posición m usical, que volvía a elaborarse en ella. Alguien en los cuart os cont iguos chist ó para que se callara, sin saber que daban la orden de callar a una m uert a. Subrept iciam ent e, una desconocida vino corriendo para ver lo que sucedía. En la t rém ula luz de los cirios habrá vist o una sonrisa en sus labios, pues exclam ó: —¡Si parece que sonríe! . —Salió del cuart o casi inm ediat am ent e, para no ver apagarse la sonrisa y para cont árselo a sus am igas—. —Son los cirios que hacen t em blar la luz —dij o una am iga im aginat iva—. Cuando se vio sola de nuevo, sint ió la punt illa blanca y dura que encuadraba su cara arder sobre su piel. Recordó aquellas caj as de cart ón que t enían en su int erior m uñecas ordinarias con vest idos prendidos con alfileres, en la t ienda Los Angelit os, rodeadas de punt illas de papel. Cuando se las regalaban, pront o les sacaba los alfileres para que no sufrieran. Se incorporó im percept iblem ent e. Vio sus pies lej anos, t an lej anos que no los sent ía fríos. Se sent ó lent am ent e. Nunca había est ado t an bien peinada. Se solt ó el pelo, recién lavado, por suert e. Era difícil salir del enredo de géneros que la envolvían. Nunca creyó que podría desanudar los lazos ni quit arse de encim a las orquídeas. ¡Qué vergüenza si la hubieran encont rado m uert a y m oviéndose! . Un m uert o, pensó, t iene sus obligaciones. Vert iginosam ent e solt ó los últ im os ligam ent os de la m ort aj a con olor a flores. Baj ó del caj ón con la agilidad que da el peligro. Las personas que quedaban cerca de la salida de la puert a roncaban. No la oyeron ni la vieron. Salió con esa inconsciencia m aravillosa de la m uert e. Un abrigo de piel, que olía a alcanfor, le cubrió el cuerpo. Era ext raño, los obj et os venían a su encuent ro. No los buscaba. Desechó unas zapat illas porque t enían el nom bre de Chinelas pegado en las et iquet as. El capuchón de piel cubrió su pelo felizm ent e. Pero est aba descalza. Había algo m uy bonit o en su cuerpo: sus pies. Siendo 124 bonit os no im port aba o m ás bien convenía que est uvieran descalzos. Baj ó a la calle fascinada por sus pies. " Qué invención m ás m aravillosa" , pensó. ¡Haber m uert o para saberlo! . En la calle se j unt aron los curiosos. ¿Baj aban el at aúd ya?. Com prendió que la vergüenza había sido m ás fuert e que t odo. ¿Cóm o confesar que una m uert a no est aba m uert a, que se había escapado?. Adem ás result aba peligroso en est os t iem pos de asalt os dem ost rar que uno puede t an fácilm ent e no m orir. Con seriedad subieron el caj ón al coche fúnebre. Sint ió un alivio grande. Pero algo le falt aba: esa sinfonía int erior no resonaba en ella com o en una caj a de m úsica. Algo le dolía y era la soledad de saberse sin m úsica. Sint ió frío, oyó cant ar los páj aros, corrió. Se refugió en la est ación m ás próxim a, para no asist ir a su propio ent ierro. Una m uj er, con olor a naranj a, la espant ó. En su enorm e som brero de paj a nueve cerezas brillaban. El t iem po se alej aba. ¿Cóm o se reint egró a la vida?. Esos m ecanism os nunca se com prenden. En un aut om óvil, poco t iem po después, oyó en la radio part e de la sinfonía, en una versión para piano com puest a por Arnoldo Whit e. Nunca le había hablado de esa sinfonía ni se la había t arareado. Ot ra part e de la m ism a sinfonía la oyó en un conciert o, un andant e dilect o, int erpret ado por su aut or, Sergio Sift , dist orsionado. Ent onces no supo para qué servía resucit ar, ya que se parecía t ant o a seguir viviendo, y para sacar alguna conclusión le vino a la m em oria un párrafo de Plat ón: " En verdad el m undo que nos rodea no cesa de dest ruirnos y dividirnos y de expulsar las parcelas que se desprenden de nosot ros hacia las m asas de la m ism a especie" . Y sabía que nunca recuperaría la sinfonía de anillos. Algo la llam aba. No era un llam ado inquiet o det rás de un cielo vacío; era una dicha indecible que parecía venir del paraíso, una dicha t an diferent e a la que le inspiraba la sinfonía, com o el arcángel de Mant egna haciendo resonar la t rom pet a es diferent e al ángel dulce y grave de Bellini, vest ido de escarlat a, que t oca el laúd. Pero se dio cuent a de que t odo lo que pensaba era lo que habían pensado ot ras personas y que t odo lo que est aba pensando era ya de los ot ros. La s con ve r sa cion e s Soy la herm anit a de Ángel. El día en que cum plí doce años se conocieron en una plaza, por casualidad. Ángel est aba sent ado a m i lado m irando el regalo que m e había hecho Rufo, m ient ras Aser m iraba las piedrit as que em puj aba de vez en cuando con la punt a del pie. —La pucha que hace calor —dij o de pront o—. —La verdad —dij o Ángel— es que no se respira. —Tom é cuat ro Cocas y t engo m ás sed que ant es. —Me cam bié de cam isa t res veces. No m e vas a creer —dij o Ángel, cerrando la revist a y abanicándose—. —Si no m e voy al m ar, m e m uero. Era el m es de febrero, el peor. Pero yo m iraba em belesada la caj it a de m úsica que Rufo m e regaló. Ahí se t rabaron en una conversación larguísim a y se hicieron am igos com o si yo no hubiera exist ido. Caían gat as peludas de los árboles. Una m e quem ó un brazo. Desde aquel día Aser y Ángel fueron inseparables. Tuve que ir a la farm acia, donde m e dieron un ant ialérgico. Lo m ism o soy para las aguas vivas. Le daba cuerda a la caj it a de m úsica de vez en cuando, para oír la m usiquit a t rist e pero alegre. Ángel de novio con la Chola, Aser casi de novio con la Tit a, est aban m ás o m enos en la m ism a sit uación. No podían casarse porque les falt aba la guit a. Se hacían confidencias. Nunca oí hablar t ant o a nadie. Ángel t erm inaba ronco y Aser 125 cansado después de las plát icas. A veces parecían odiarse, pero pasaba pront o la rabiet a, por un paquet e de cigarrillos, por un café, por cualquier cosa com part ida. Es claro que el día que j ugaba River, eran capaces de agarrarse a pat adas, porque Aser era de Boca. Los sit ios que elegían para sus plát icas eran variados, pero el preferido era el cuart o de baño. —Yo t e quiero m ucho. —Si no hubieras agregado m ucho al quiero t e creería. —Sos loco. Nunca t e bast an las palabras. Querés el t ono, el t ono m elodram át ico, sensual. —Quiero la expresión fiel de lo que sent ís. —Fiel no. Porque en el fondo querés un sí de desm ayado, un sí susurrado, que no puedo decir porque no lo sient o. —Desconfío de vos. No m e decís nunca la verdad. Acordat e bien de aquel día en que t e pregunt é si lo conocías a Aser. Fingist e no haber nunca oído ese nom bre y t e reíst e, se veía a la legua, sin ganas. Yo soy franquísim o con vos. Nunca podrías decir que t e m ient o. Es claro que t e quiero y que vos no m e querés. Ahí est á la diferencia. —Pero no se m ient e sólo a las personas que uno no quiere. Adem ás quiero creer que t e quiero, est oy persuadida de que t e quiero. —Pero ¿en qué form a m e querés?. Quisiera saber qué harías por ej em plo por m í si m e llevaran preso, si m e asalt aran, si hubiera com et ido un crim en. —Uno nunca sabe qué haría en esas circunst ancias. Adem ás, qué est úpido. Me m oriría de angust ia. —¿Si quisiera a ot ra t ipa?. —No sé. ¿Qué querés?. ¿Que sea celosa?. No soy t an est úpida. —Est os haraganes —suspiraba m am á— m e sacan canas verdes. Era ext raño lo que pasaba; a veces Ángel falt aba a una cit a con la put a por no int errum pir su charla con Aser. Pero la ot ra se enardecía con cualquier desaire y se envenenaba de rabia. Un día había quedado en llam ar a Ángel por t eléfono a las cinco para que fuera a verla pront it o. Él quedó charlando, echado en la cam a y no cont est ó el t eléfono. Parecía cuest ión de vida o m uert e. La sinvergüenza est aba encint a. Se vino a casa la Carlot a ( así se llam aba) y ent ró en el cuart o, com o un vent arrón. Llevaba un frasco en la m ano con et iquet a que decía " veneno" . —Est o lo he t om ado, ¿oís?. Buscam e en el infierno —dij o, y salió con la m ism a prisa—. Mi herm ano quedó con la boca abiert a pero siguió charlando. " Qué haré, qué haré, qué haré. Est á loca. No la com prendo." Y pat at i y pat at a, m ient ras la Carlot a, por la calle, se andaba m uriendo. Ángel, com o una m uj er, lloraba en los brazos de Aser, que t rat aba de calm arlo. Era arrepent idizo. Anduvieron t oda la noche buscando a la Carlot a por la ciudad, en las com isarías y en los hospit ales, hast a que llegaron a la Morgue donde encont raron su cadáver y ent onces le agarró el verdadero arrepent im ient o. Tan grande era que buscó en seguida el revólver de papá y se pegó un balazo. Aser no t iene consuelo porque piensa que es culpa suya y m e hace confidencias com o le hacía a Ángel. Soy su papo de lágrim as. Me habla y m e habla. —¿A que no sabés por qué t e quiero t ant o?. —m e dij o un día, echado en la cam a—. Me quedé helada. —Vení acá y t e lo digo —dij o señalando un sit io a su lado—. 126 Pensé que si m am á venía se iba a enoj ar conm igo, porque una chica no puede port arse com o un varón. Pero m am á no est aba ese día y m e eché al lado de Aser y com part í su alm ohada. —¿Por qué m e querés t ant o?. Vam os, decí —le dij e—. Tardó un rat it o en cont est ar. Trago com o si t ragara Coca Cola, se le m ovió la m anzana de Adán ( com o le dicen) , m iró el t echo, se puso m uy lindo porque, aunque t enga un oj o m ás chico que el ot ro, es bárbaro de buen m ozo, y cont est ó con una voz lej ana: —Porque t e pareces al Ángel en m uj er. Algo raro sent í al oírle hablar en esa form a y m e t urbé t ant o que no m e di cuent a en el prim er m om ent o que esa voz lej ana provenía de sus lágrim as. Est aba llorando. Ver llorar a un varón es com o verlo m ear. Le dij e sin disim ular m i vergüenza: —Est ás llorando. —Sólo delant e t uyo m e at revo a llorar. No t e gust a verm e llorar, ¿verdad?. —se secó las lágrim as—. —No sé —le dij e—. Me da no sé qué. Sient o... —¿Qué sent ís?. —m e t om ó de la cint ura con una m ano y con la ot ra m e ofreció un cigarrillo. —Sient o algo acá, en la gargant a —m ent í—, com o un nudo. Tom é el cigarrillo. Me lo encendió. —Fum á —m e dij o—. Así fum aba el Ángel. Miré el hum o para dist raerm e pero sent í que m e est aba m irando no com o a una persona; m e m iraba m ás bien com o a un ret rat o. Se fue acercando poco a poco, com o sin quererlo, y m e abrazó. Me abrazó desesperadam ent e y sent í que sus lágrim as cayeron sobre m i cuello, sobre m i pelo, sobre m i pecho. Y yo no m e m oví porque sabía que no era a m í a quien est aba abrazando y m oviéndom e se hubiera suspendido el abrazo y m e hubiera quedado sola com o una lagart ij a, porque m e quiere com o a un ret rat o. En ese m om ent o oí la puert a de calle que se abría y la voz de m am á, que subía las escaleras. Salt am os de la cam a com o si hubiéram os hecho una cosa fea, y m am á dij o: —Ya est án charlando en vez de lim piar el pat io. ¿Por qué son así los j óvenes de est a época?. Charlar, fum ar, ensuciar, desordenar. ¿Qué hace est e papel plat eado en el suelo?. ¿Por qué no m e podan los rosales?. Se alej ó por los fondos de la casa y seguim os conversando aunque se viniera el m undo abaj o, porque las palabras que decíam os eran com o besos que nunca t erm inaban, com o la aproxim ación de algo m ás perfect o, m ás duradero, m ás cercano, m ás sensual, sobre el borde de un abism o, el m ism o abism o que deslum bró los oj os de Ángel. Pie r Aparent aba ser igual a t odos los de su est irpe. Un poco lanudo, un poco gris, un poco deshilachado, iba adquiriendo arrugas com o cualquier m ort al. Lo único que lo diferenciaba era que parecía cam biar de sexo, nom inalm ent e por lo m enos, y por esa aberración lo señalaban con desdén a veces. No falt aba quien pregunt ara ¿dónde est á " Trapa" ?. deliberadam ent e, en lugar de decir con respet o, cuando por casualidad lo nom braban, ¿donde est a el t rapo?. Siem pre los t rapos habían sido t rapos y no t rapas. 127 Escondido debaj o de un arm ario vivía olvidado, acurrucado, inert e. Los t rapos norm ales en cam bio est aban doblados en un est ant e, cont inuam ent e requeridos por sus am os, o sobre el aparador lim piando o secando algo, hast a las m anos sucias, con igual provecho. Y así fue com o conoció, en ese est ado de ocio que lo caract erizaba, a Pier. Nadie ignoraba que sirvió para lim piarle el pis, t an despilfarrado en las prim eras et apas de la vida. Tal vez fuera por un narcisism o agudo por lo que se lo llevó, al principio, a su m adriguera. Pero ¿cuál llevó a cuál?. No es fácil saberlo. Tal vez Pier no se at revió a t ant o, com o para llevarlo a su m adriguera el prim er día en que lo vio. De quién era la m adriguera y quién llevo a quién, es un m ot ivo de perplej idad. Bast a decir sim plem ent e sin suj et o quién lo baj ó de su percha, lo m idió, lo olfat eó, lo siguió, lo arrast ró, lo reconoció, luego apoyó la cabeza y le escuchó el corazón que indudablem ent e lat ía en un lugar abult ado del cuerpo. Era la hora m ás rosada de la t arde que ayuda a nunca olvidar un prim er encuent ro, que j am ás se olvida cuando la em oción se adueña del organism o palpando sus m edios de com unicación. Después sería t arde para el desencant o: una vez puest a en m ovim ient o la ilusión no se det iene, avanza com o en una pendient e, para llegar a la cúspide. Llam aba, o llam aban, nadie sabe cóm o llam aba o llam aban: pero bast aba una sílaba pronunciada ent re los bigot es para que uno de ellos apareciera arrast rándose com o un esclavo sobre el piso en busca del ot ro. Nunca nadie prevé el peligro que exist e en esclavizar al prój im o. Esclavizar im plica la esclavit ud, a la larga, del que esclaviza. Un dolor punzant e acecha al que im pone la esclavit ud. ¿Quién arrancará a Pier de su Trapo?. ¿Quién arrancará a Trapo de su Pier?. Que alguien se at reva sólo a decirlo y t em blaran las sim ient es del m undo. Nadie se at revería, pues. Un t igre nace en la gargant a y en las pat as para defender al esclavo que se volvió el dueño, que se volvió la novia. ¿Por qué sólo nosot ros vam os a t ener un Dios?. Ellos, Pier y Trapo, lo t ienen: facilit a su vida conyugal. Pier, acost ado sobre Trapo correct am ent e, cum ple con su deber. Nadie lo arrancará del act o que exhibe para im poner los derechos que le ot orga su pasión clandest ina. ¿Qué hacen las perras en la calle ladrando?. Ant e t odo olfat ean el ineludible excrem ent o, el hom enaj e del orín t odo el t iem po, es int eresant e pero no bast a. Exist e el alm a. Señor la conoció. Sufriría al ver en el espej o de Cornelio Agripa esa luz, esa angust ia, esa inm at erial t ort ura que priva hast a del apet it o, cuando est á en las ent rañas del que la padece. ¿Qué hacen las hem bras soberbias que com en los m ism os huesos, la m ism a carne?. ¿Qué hacen las piernas volupt uosas debaj o de las m esas, a la hora rit ual de las com idas?. ¿Qué hace la voz, el silbido, el cruj ir de las puert as que gim en, los asalt ant es, las m andíbulas que m ast ican, los m onum ent os, los m uros, los árboles m ingit orios, el agua de la lluvia, best ia del j ardín de noche que se ilum ina de relám pagos y de t ruenos inexplicables?. ¿Qué hace el orín repulsivo del gat o, el del perro grat ificado, los det rit os hum anos?. Todo es int eresant e. Pero la inquiet ud corroe. Y t odo por un m ero t rapo, grit an las furias, pero no es un m ero t rapo. Ya t iene oj os, boca y corazón, lengua casi, dient es, aunque nadie los vea, porque el pudor m ora en su cuerpo t an pálido. Hay cosas m ás preciosas que la carne y la prueba es que una m ano no se com e generalm ent e. Una m ano nunca, ni aun cuando acaricia o cast iga, se com e. Pero esa m ism a m ano ¿sería com est ible sin piel, cocinada?. ¿Podría Pier com er carne hum ana, com o los salvaj es?. Nunca m ient ras la vida exist a podría gust ar de esa carne espirit ual com o t am poco podría gust arle la del cerdo, porque le gust an alim ent os raros com o las 128 m andarinas y el est iércol, el corazón a veces t an duro y el hueso int erm inable. Pero el hom bre ha engendrado el t rapo de piso, y Pier no podría com er la carne de ese hom bre, aunque exist an la insem inación art ificial y ot ros art ificios relacionados con la vida, que renueva las m anos, y la celebración del sem en. Una m ano j am ás se repit e. Tienen t odas dist int as form as dist int as líneas, dist int o dest ino, dist int o m eñique, dist int o pulgar, dist int as uñas, dist int a palm a, dist int o t odo. Abaj o del arm ario hay una grut a que favorece el am or; la ilusión, finalm ent e la vida. Los privilegiados ahí m oran. ¿Esconderse?. Eso no es esconderse. ¿Prot egerse?. Ent regarse es la palabra que indica el act o reprobado por los que no com prenden las leyes de la at racción. Muy pront o va a surgir una fam ilia. Parir es para el t rapo sum am ent e fácil. El vient re se ha hinchado, se van hinchando las ubres en form a de corpiño. Qué apasionado m ovim ient o ha form ado la m at riz donde est án acurrucados los t rapit os del m ism o color de la m adre. Ya em pieza a nacer; ya se produce, no el abort o com o hubiera podido preverse en un am or ilícit o, sino el alum bram ient o verdadero. El prim er m ilagro no es fácil de com prender. La vida se escapa. Las ovej as no reconocen a sus recién nacidos; los gat os t am poco y se com en a sus hij os. El enriquecim ient o parece sim plem ent e una dispersión. De una t rapa hacer t rapit os, m ás que m ilagros, es angust ia. ¿A cuál llam ar?. ¿Cóm o j unt arlos si se separan?. ¿Cóm o prest ar at ención a la m ult iplicidad?. ¿Cóm o separarlos si se am ont onan?. Del incest uoso am or ahora ningún arm ario es cóm plice; ni t am poco la oscuridad, t an propicia para lograr la inocencia. No hay nom bres para t ant os hij os, no hay silbidos. El laberint o de la procreación m at a. " Trapa, ¡ni debaj o del port al del j ardín de invierno lo encuent ro! . Ni en los escalones, ni en el desagüe. Ni a la hora en que t e conocí. Rosado. Vient re que dio a luz por m i am bición. Para vivir hay que m orir y para m orir hay que ser ot ros. Por qué no seré un alacrán que se m at a a sí m ism o con su propio veneno cuando lo rodean de un círculo de fuego. O una hiena que se com e a sí m ism a cuando la cont rarían" . Así ladraba la boca de Pier. Y hablar con palabras cuando se podría con ladridos ¿no es acaso ilícit o?. Ningún t rapo, ningún ot ro es el que busca, pero el que busca ya no es el m ism o. Perdió su virginidad, su int egridad, su belleza, su olor at roz. Algo in olvida ble —Vislum bré sólo los oj os. ¿Llegaría desde el Orient e?. —Diga algo —le supliqué—, algo inolvidable. —¿Qué quiere decir?. No ent iendo lo que quiere decir inolvidable, ni siquiera com prendo ese " diga algo" . —Para qué vino, para qué ent ró con ese paso de gat o at erciopelado y m ovió apenas las llaves para abrir la puert a y se dirigió com o si conociera la casa, al sit io donde est oy sent ada, t ej iendo com o una viej a, para t ranquilizarm e, porque est ar sola a est as horas siem pre m e da m iedo, por algún recuerdo de infancia: pero m ás m iedo m e da ust ed que est ar sola. Asim ism o, eso de est ar sola es sim plem ent e una ilusión, porque uno nunca est á solo, uno est á habit ado por infinit os seres y lugares. Es la prim era vez que m e asust a m ás est ar con alguien que est ar conm igo m ism a, con est a ilusión de est ar sola, y est o es lo que quiero que ust ed com prenda. La soledad es una riqueza que el m undo ha perdido. Nadie quiere est ar solo. La soledad se volvió agrest e, hast a peligrosa. Ant es, era el cant o de los ruiseñores, era la brisa baj o los árboles; en un lecho era el coit o, era el sabor de lo que iría a suceder m añana, t al vez pasado m añana, t al vez nunca. Ahora ¿quiere que le diga lo que es?. Es la bom ba de agua que se ha 129 t apado, es la corrient e eléct rica que no funciona, es el t eléfono que llam a de part e de nadie o de un señor que podría llam arse el señor Am enazas, los pasos en las baldosas frías de un at revido que ent ra a m at ar a alguien y se olvida que el m óvil de su crim en es un robo y dej a los arm arios rot os, con las cerraduras violadas, que no encierran nada, y se alej a corriendo por las calles m ás t ransit adas de Buenos Aires, a la caída de una noche com o ést a, cuando las señoras van al Teat ro Colón porque es noche de gala y si ust ed, al adm irarlas, sient e una at racción m uy part icular por ellas, se ent regan en sus brazos a las m ás deliciosas caricias, en m edio del t ránsit o que vocifera y la sirena de la policía que int ent a rest ablecer el m ás inalcanzable orden. Diga algo, inolvidable señor. Pero ust ed ni siquiera es un señor. Ust ed es un m ocoso. Le conm ino a decirlo y si no pudiera por razones de inercia, porque su cerebro est á abot argado com o sus oj os, haga algo inolvidable. No im port a que lo que haga no sea herm oso. No im port a que no sepa hablar, no im port a que no sepa besar ni bailar ni am ar ni delinquir norm alm ent e. No im port a que no sea capaz de recordar un verso o una canción. No im port a que no sepa t ocar un inst rum ent o de m úsica, ni a una m uj er en algunos casos porque la considere dem asiado chica, en ot ros dem asiado grande, en ot ros incóm odo porque sus codos son punt iagudos o su voz agria o sus pechos flot ant es o su t os t rágica. Diga algo inolvidable o haga algo inolvidable. Lo repit o porque ust ed parece no escuchar. Si m e obedece, quedará su im agen im presa para la et ernidad en un papel, no diría de la m ej or calidad, pero t an difundida que llegaría hast a Chivilcoy, hast a el Valle de la Luna, a Misiones, al nort e de España, al sur de Francia, a Japón, a África, no puedo det allar el nom bre de cada sit io porque soy ignorant e en m at eria de geografía, pero hast a los polos est án incluidos en est a list a exclusivam ent e dedicada a despert ar su curiosidad. Ust ed quiere perdurar no en hij os ni dom inios t errenales, ust ed quiere perdurar en la hist oria del m undo, com o los helechos. No quiere ser una m era figura t elevisada, una m era voz que se eleva ent re las ot ras en vano. Dígam e algo inolvidable. Haga algo que pueda pert enecer a la et ernidad, a la perm anencia, Si es que la et ernidad es perm anent e. ¿Para qué ent ró en est a casa?. Píenselo bien y dígam elo. No se arrepent irá. Ust ed quiso m at ar a alguien. ¿Tenía un propósit o? .¿Sabía que m e encont raría acá?. —No sabría decirlo. Algo m e im pulsó. Fue el odio, t al vez. —¿A qué?. —A t odo. —¿Y ahora? —Ahora no sé m uy bien en qué berenj enal m e he m et ido. —¿Tiene m iedo?. —Más que m iedo, desconciert o; m ás que desconciert o, curiosidad. ¿Quería m at arm e?. —Al verla t ej iendo hubiera sido fácil. Nada m ás indefenso que una m uj er t ej iendo. No m ira nada, ni lo que est á t ej iendo; no sient e nada m ás que el ovillo de lana. —No es de lana el m ío, es de seda. Soy t ej edora, aunque no t ej a con aguj a ni seda. Vendo m is t ej idos. Cuant o m enos valen, m ej or m e los pagan. ¿Sabe lo que yo hago, en qué paso m i t iem po?. En qué no gano m i vida. En escribir. Ya nadie lee. —¿Para quién escribe ent onces, para los fant asm as?. —Para los que leerán. La censura ha prohibido escribir obras de ficción. Yo m e rebelé al principio. Ahora est oy de acuerdo. Nada he det est ado m ás que la censura, porque la censura es crim inal cuando los que censuran no t ienen 130 int eligencia ni discernim ient o. Ahora est oy de acuerdo porque est oy de acuerdo con cualquier disparat e, ya que t odo est a fuera de su sit io. Uno no prot est a m ás, uno se resigna. La falt a de lect ores crece j unt o con los que no escriben sino disparat es y prot est an por el t edio que proporcionan est os nuevos libros inspirados sólo en la realidad. Alguna vez esperé que alguien m e sacara del abism o de inercia en que había caído. Al dem ost rar que la realidad puede ser fant ást ica, despert é el odio de los que se habían dedicado a las obras de ficción. Revélem e est a nueva realidad. Sálvem e, ya que no vino m ás t arde. Se arrodilló a m is pies. —Se la revelaré —m e dij o—. Pero no podré ver los result ados. Mírem e. ¿Ve am or en m is oj os?. Podría m at arm e a m í m ism o sin arm a, sin veneno, sin una soga, sin gas para probarle que la am o. Nunca pronuncié el verbo am ar, siem pre usé el querer, ¿no m e cree?. —No le creo —cont est é casi arrepent ida—. Se acost ó en el suelo, ret uvo su respiración hast a el últ im o suspiro. Ahora soy víct im a de un crim en que no he com et ido. Pront o est ará m i libro en t odas las librerías. Y a sí su ce siva m e n t e Am ar a alguien no es bast ant e y t al vez por previsión, para no perder nunca lo am ado, se aprende a am ar t odo aquello que lo rodea cuando se est á con él. La bufanda que t enía puest a, la cam isa, el pañuelo, la alm ohada donde se reclinan las cabezas, con sus vainillas falsas, la flor deshoj ada o un pim pollo en un vaso, la cort ina de la vent ana siem pre ent reabiert a, el t apiz debaj o de los pies desnudos, un cuart o de baño, un espej o que hay que t irar porque est á rot o y nunca se t ira, en la calle una casa donde nos det uvim os y oím os para siem pre los acordes de un piano, o un perro perdido que recogim os, o el j ardincit o abandonado con una est at ua de est uco que represent a a Baco, o una sirena m alt recha que no arroj a agua sino barro de su boquit a de serpient e, o el cielo que nunca es el m ism o bosque de edificios y caras indescifrables. Todo est e m undo es el pilar de nuest ra fidelidad, porque nunca se halla ot ra paralela sin t odas est as visiones que enum ero y que son los sím bolos del am or que nos esclaviza. Y si uno va en busca de un m undo sin recuerdos para olvidar, no exist e una venda para nuest ros oj os ni t apones para los oídos. Nuest ra piel alert a est á cubiert a de oj os, aunque se piense que t enem os sólo dos oj os; y de orej as, aunque se piense que t enem os sólo dos orej as; y de lugares clave de nuest ro cuerpo que com unican con la m ás inconfesable espirit ualidad del sexo, com o la palm a de la m ano en la m uj er, y el reverso del codo, o el pabellón vulnerable de la orej a y la curva del pie en el varón. Si uno va en busca de un m undo sin recuerdos, casi siem pre va desahuciado, a la nieve, a las cum bres nevadas, pero a veces inalcanzables, donde oirem os un ruiseñor que anuncia la prim avera en sueños, o los cascabeles de un t rineo, la dicha. Ent onces se busca y se llega por varios subt erfugios al m ar, a la orilla del m ar porque la arena es el lugar de los sacrificios y de las diversiones m ás sut iles. En la cost a ent re los t am arindos, ¡Dios no quiera que aloj en algún recuerdo en su fragancia ni en su form a, las pobres plant as m arinas, que sirven para colgar la ropa, para ofrecer som bra al agua que m oj a el pelo, los oj os, los pies, las rodillas arrodilladas, rezando para no sent ir la form a del agua donde t iem bla la form a que querem os olvidar! . Después, en busca de la arena calient e, cerrar los oj os, echarse dej ando un reguero de got as que m arcan el ret rat o de las nubes sobre la playa; es un hábit o liviano en el aire sin 131 perspect iva. Ahí no sobreviene el sueño porque la arena abrasa com o un ser que reclam a una inm ediat a ret ribución. Ent onces se arrodilla el que quiere dorm ir a grit os y j unt a la arena con sus dos m anos para form ar algo que no sabe lo que es; queriendo form ar el absolut o olvido con algo desconocido. Acaricia y form a la arena con art e culinario, aprendido en la infancia, hablando con alguien que est á a su lado m ás indiferent e que las rocas, pero m enos at rayent e. Y sigue m odelando la arena que t erm ina en una boca m ist eriosa que com unica los t úneles iniciales del volcán. El sol declina. El m ar se aquiet a, pero cuant o m ás quiet o est á con m ás ím pet u sube y m ás frío se vuelve. " ¿Adónde est ás, olvido?. ¿Dónde est ará t u form a para evadir las m ías?. ¿Dónde est arás para que nada se parezca a nada?. ¿Cóm o serás Eum enide que esculpió la arena?" . Nada respondió, ni siquiera la arena, que abrió sus labios cuando llegó el agua a besarla. Baj aba el sol hast a ilum inar oblicuam ent e las olas y las algas, en cada una de sus curvas. Algo se m ovía con ardor hum ano. ¿Por qué hum ano?. Si lo que busca es lo inhum ano. La playa quedó desiert a. Dos chicos pasaron y se det uvieron a m irar ese m ont ón de arena idént ico a una m ont aña cuando se sient e el alm a del t am año de las m oscas. Parecía que no lo veían. Uno se arrodilló y buscó algo en su bolsillo. —¿No habrá papeles?. —int errogó m irando por t odas part es—. Un pedacit o de papel. Ent re los t am arindos dos papeles enganchados en las ram as t em blaban. El chico m ás grande los arrancó; arrugando el papel hizo una pelot a blanda y la m et ió con m aest ría en el aguj ero que perforaba la m ont aña. De su bolsillo sacó una caj a de fósforos y se echó al suelo para encender el papel, con varios fósforos. El hum o t ardó en salir de adent ro del aguj ero. Ese olor a fogat a m ezclado al m ar conm ueve, alej ado del pret endido olvido. Pregunt ó al chico: —¿Qué est ás haciendo?. El chico no cont est ó ni m iró. " ¿Cóm o se hace para saber si uno est á soñando cuando t odo parece t an real?" . pregunt ó. " Despert ar" , se cont est ó a sí m ism o. " ¿Y cóm o sabré, cuando despiert e, que est oy realm ent e despiert o?" . Y así sucesivam ent e. Hablarse a uno m ism o es el últ im o subt erfugio. El hum o dibuj aba algo. Se t apó los oj os para no ver lo que dibuj aba, com o se t apa los oj os ahora para no ver lo que ha escrit o. La concupiscencia del hom bre es infinit a. Por nada puede abandonar su apet it o de ser lo que no quiere o quiere ser. Pero si en la playa escribe un nom bre sobre la arena, si en la playa m odela una est at ua o un volcán, no puede desprenderse de ellos y carga con ellos. Arrogant e arena, ¡cuánt os edificios labrast e com o si los últ im os fueran los prim eros y los prim eros los últ im os! . ¡Cuánt as m áscaras invent ast e! . No es posible borrarlas ni con palas y rast rillos, en la orilla del m ar. El t edio vence a los m ás t rist es, y ést e, que era el m ás t rist e de los t rist es, corriendo se acercó al m ar sin propósit o alguno definido, ni siquiera el de dar una zam bullida en el agua, que adquiría colores opalinos. Había dej ado su ropa colgada de las ram as de los t am arindos, pero t enía calzadas las sandalias y alrededor del cuello la t oalla con una cabeza de t igre. Al cam inar, con el vient o, la m andíbula del t igre se m ovía com o si m ordiera algo. I gnorando la im presión ext raña que producía, recorría la playa con fruición. Era la hora de la crecient e. De vez en cuando las olas t raían unas m aderas, ot ras veces unos cachalot es, cuyas form as m ist eriosas llam an la at ención, com o augurios de t orm ent a. Ya no se veía m ás el prom ont orio de arena que figuraba un volcán, ni los chicos que lo habían encendido, ni los t am arindos; pero por qué preocuparse de las huellas perdidas cuando lo que realm ent e se busca es perderlas; perder lo que labra la 132 ident idad. Penet raba en el agua com o los páj aros acuát icos, siguiendo la línea del volado de agua, que t razaban las olas. De pront o vio lo que no podía creer que fuera ciert o: un cuerpo sem iacost ado en la arena donde se deshacía la últ im a curva de la últ im a ola. Ahí, sum ergido hast a la cint ura en el agua cuando avanzaban las olas, se veía la part e del t orso con el pelo suelt o, que podía ser un m ont ón de algas. Est e arcano ser que no part icipa de ningún acercam ient o hum ano causa pavor cuando no es un anim al y est o era sin lugar a dudas un anim al. ¿Por qué y de dónde provenía est a seguridad de que no fuera un anim al algo t an parecido a un anim al?. Recordaba que en su infancia había pregunt ado a su m adre dónde podía encont rar una sirena. La m adre le había cont est ado: " Las sirenas no exist en, m i hij it o. Exist en en fábulas, en cuent os, en poesías, pero en la realidad no exist en” El niño había cont est ado: " Yo sé que exist en” . " ¿Y cóm o puedes saberlo?" , pregunt ó la m adre. Porque est án en el diccionario" . A est a cont est ación no encont ró replica. El niño sacó de la bibliot eca una enorm e enciclopedia que llevaba la im agen grabada de una sirena. Así era la form a que est aba ext endida sobre la arena. Acercarse parecía una im prudencia, porque el t em or a las form as desconocidas es avasallador. Acercándose con una t im idez que le dio valor, se arrodilló j unt o a est a o est e desconocido. —Hola, ¿quién es ust ed?. No poder pronunciar una palabra es m uy t rist e para alguien que se int eresa por alguien. —¿No t iene frío?. Ya se puso el sol. Un sacudim ient o de cabeza reem plazó las palabras, pero ya se ent endían. Tenía dos oj os, uno azul y el ot ro verde. Ést a era la única diferencia ent re est e ser y los que frecuent aba habit ualm ent e. En cuant o al brillo de su pelo ensort ij ado, se debía t al vez a la luz que m anaba de la puest a del sol; no est aba el pelo ni t renzado ni recogido ni t ot alm ent e suelt o. Susurró: —Qué lindo pelo. ¿No lo va a est ropear el agua del m ar?. En lugar de cont est ar, se le agrandaron los oj os. Le t endió la m ano para que se levant ara. El adem án fue recibido sin ninguna cordialidad. —¿Le t raigo la t oalla?. Miró para t odos lados buscando su t oalla, pero no había t oalla, ni siquiera vio las huellas de sus pies. ¿Cóm o hará ahora para olvidarla?. Est os oj os que est á viendo, uno azul y ot ro verde, nunca se olvidan. ¿Dónde t endrá que huir para olvidarlos?. ¿Dónde para oír est e silencio?. Pero habló. —¿Y m i pelo? —dij o ella—. ¿No le gust aba m i pelo?. —Me encant a su pelo y m e encant an sus oj os. —¿Nada m ás?. —Por ahora es lo que m ás m e ocupa, porque es lo que m ás conozco. Después verem os. —¿Verem os?. De sus oj os salió una luz parecida al fuego del volcán. —¿Por qué se enoj a?. Un ser sobrenat ural no se enoj a. No sé lo que haré para olvidar sus oj os, est a playa, est e cielo. ¿Qué m e ha sucedido?. ¿El rest o de m i vida ya no cuent a?. ¡Volveré a vert e! . No viviré hast a ese m om ent o. ¿Me com prendes?. —Ya verem os —dij o ella, y sin levant arse dio una zam bullida y desapareció en el fondo del m ar—. 133 Aquella noche no hubo sueño alguno para él. Toda la noche se pregunt ó si aquella frase " Ya verem os" . sería una agresión o una invit ación. Debaj o de los t am arindos durm ió y asist ió a la salida del sol m irando el punt o fij o donde la vio desaparecer. Pasó el día esperando que llegara la hora, que era para él la concert ación de ot ra cit a. Ent ró en una confit ería que quedaba sobre la escollera. Se sent ó frent e a una m esa. Vio que los m osaicos del piso eran azules y verdes. Ya no había m odo de olvidar el color de esos oj os. Pidió una bebida. El vaso en que se la sirvieron era verde, pero a la alt ura del líquido el vidrio se volvía verde azulado. Advirt ió que en el cent ro de la m esa había un ram it o de cent áureas. ¿Por qué recordaría aquel nom bre sugest ivo?. ¿Su m adre se lo habría dicho?. ¿Un cat álogo ilust rado se lo reveló?. Los est am bres de esa flor le parecieron pest añas azules. Perseguido por aquellos colores llegó a la playa con la sensación de haber dado la vuelt a al m undo corriendo. No era afect o al aerobism o, pero los que lo veían pasar creían que lo ej ercit aba para com pet ir en algún cert am en. Tím idam ent e am inoró la m archa al sent irse adm irado. Después que pasó ese largo día, ella llegó. El diálogo que t uvieron fue t an parecido al ant erior que ni vale la pena repet irlo, pero el am or crecía, y el fulgor azul y verde de los oj os se había apoderado de él. Cont em pló el m undo que lo rodeaba. Se inundó de sal, de yodo, de am or; est udió la cost a, los líquenes, las algas, la escollera, las rocas. Oyó el grit o inolvidable de las gaviot as. Se com pró una cám ara fot ográfica. Ret rat ó a su am ada. Conservó el ret rat o. Se sint ió am ado, ineludiblem ent e fiel. Durm ió con ella en el agua. No es t an difícil. Ni siquiera im posible, declaró el enam orado. ¿Y ella?. Que alguien del fondo del m ar cont est e. El D e st in o El Dest ino era una de las panaderías m ás lim pias y ordenadas del barrio. Mej or hubiera sido no conocerla nunca. Esa m añana que fue el com ienzo de m i desvent ura, fui com o siem pre a com prar pan con la canast it a que m e regaló Ada para las com pras. Me det uve en el m ost rador hast a que vino Roque para at enderm e con la cara em polvada de harina, con el guardapolvo alm idonado, buen m ozo com o siem pre. Yo t enía el pañuelo celest e con enanit os anudado a la cola de m i pelo. En ese m om ent o llegó Silvio y, sin m irarm e, ordenó a Roque: —Dam e un pan casero, t res sacram ent os. —Sobre el t aco del pie izquierdo giró, se acom odó al m ost rador y m e clavó los oj os. —Som os com pañeros de siem pre, yo y Roque. A vos, a veces, siem pre, t e veo aquí. ¿Cóm o t e llam ás?. Me hice la t ont a, m iré para ot ro lado, com o si creyera que no m e dirigía esa frase. —¿El gat o t e com ió la lengua?. Me t rat aba com o a una nena. El t al Silvio, que no es m i t ipo, abrió el paquet e que acababa de hacer Roque, con sus m anos grandot as de m ono. —La verdad —dij o— que m e m uero de ham bre. Se com ió al hilo los t res sacram ent os y pidió ot ros t res. Roque acarició un rat o el pan casero ant es de envolverlo. ¿Quién t iene esa delicadeza de envolver 134 pan sin que se lo pidan, m áxim e cuando acaban de deshacerle un paquet e?. Roque m e m iraba con esos oj os que m e dan calam bres, fij os com o dos cuent as azules. Encendió un cigarrillo y m e lo ofreció. Dij e: —No fum o, gracias. Siem pre fue m i “ Test e" desde que t enem os nueve años, y siem pre m e em ocionó porque es, digám oslo francam ent e, buen m ozo. —Conozco un sit io ideal —dij o Roque—. Pensé que m e hablaba a m í y lo m iré asom brada. —No es a vos que t e hablo —dij o—, es a Silvio. " La pucha que soy t ont a" , pensé. " La pucha" . dice siem pre m i m am á cuando no quiere decir put a. —¿I deal para qué? —pregunt ó Silvio. —¿No t e acordás?. —Palabra que no m e acuerdo. —Delant e de la piba no se si podré decírt elo. —Si las pibas nacen sabiendo. Pero ahora m e acuerdo. —Est a vez va en serio. —Cóm o son, dale. —Una es m ás divina que t u herm ana. Te la cedo. —Podrem os ent recam biarlas. Cuando yo t enga una, vos la ot ra. ¿Cóm o es?. Vam os. —Alt a, un poquit o rubia, no m ucho, no vas a creer, con oj os azules com o los m íos, una vocecit a de palom a. Parecería que arrulla. —No m e gust a —prot est ó Silvio. —Ent onces la ot ra, que es t odo lo cont rario, t iene que gust art e: pelo negro, est at ura m ediana, una piel que parece de t erciopelo, unos bucles que le rodean la cabeza com o un gorro, ni m ás ni m enos. Cuando los suelt a parece una leona, y lim pia hast a decir bast a. —¿Cóm o se llam a?. —¿Qué puede im port art e?. —Me im port a. Si se llam a Josefa, la est rangulo a la prim era vuelt a; Joaquina, la m at o a pat adas. Las conozco a esas t ipas. Em pecé a darm e cuent a de que hablaban de " m uj eres de la vida" , com o las llam a m i t ía. Me fui escondiendo en la som bra del m ost rador. Sent í un golpe en el corazón y después com o si lo est ruj aran del m ism o m odo que a una esponj a. —Sos loco vos —dij o Roque—, ¿qué t ienen que ver los nom bres?. A ést a la llam an Preciosa, pero su nom bre es Albina Mont em ayor. Parece una est at uit a. Se hace la nena, para ser m ás puerca. —Hay gust os para t odo. ¿Y el sit io?. —Es un baldío. Lo vi ayer. Bast ant e lim pio. Hay past o y un m uro donde recost arse. Ningún foco de luz; el m ás próxim o est á a una cuadra. —¿No hay porquerías, papeles sucios?. Porque m irá que si m e ensucio los zapat os, t e m at o. Ni Dios le quit a m ierda de perro o de hom bre a un zapat o. Yo, que no puedo oír decir cara de culo a nadie, aunque m e gust ara decirlo, t uve que oír esa palabrot a. —No t engas m iedo. Soy bast ant e delicado para esas cosas —cont est ó Roque—. Sin ir m ás lej os, los ot ros días, plaf, m et í el pie en una porquería de color café; era dulce de leche, pero igual m e dio asco. Eran m is m ej ores zapat os. 135 Trat é de lim piarlos con una hoj a, pero se les había m et ido dulce en esos aguj erit os por donde pasa el hilo de la cost ura. I m posible lim piarlos. Hast a probé con un cepillo de dient es. No m e los puse m ás. Los vendí, quieras o no quieras creerlo. Eran de charol, nuevit os. Soy así. Qué querés. —¿Para cuándo es la cit a? —pregunt ó Silvio—. —Est a noche a las ocho, cuando cierro el negocio. Puedo dem orarm e un poco, pero es m ej or que nos esperen, que esperarlas nosot ros. —Bueno, vendré a buscart e, Roque. Sos piola. ¿Com o las descubrist e?. —Y bueno, buscando con paciencia. No t e olvides que est oy em parent ado con cada una. La gringa es m uy servicial: cualquier cosa que le pidas, ella cum ple, para sacar algún provecho, nat uralm ent e. Pobre Rocha, si supiera que la m uj er anda en eso, qué chasco. Silvio palm eó el hom bro de Roque y se fue. Roque lo ret uvo en la puert a y lo llevó de nuevo al int erior de la casa, frent e a un espej o redondo donde se det uvo y lo m iró. Yo pensé que m e había vuelt o som bra, pues ninguno de los dos m e veía ni m e olía ( uso un perfum e m uy fino) , ni m e oía respirar. —¿Te parece que m e cort e el pelo?. —pregunt ó Roque. —Est ás chiflado. —Pero m iram e bien la nuca; m irás para ot ro lado, pensando Dios sabe qué. —No sé. Pregunt ale a las chicas: no es a m í que debes pregunt ar. —¿Pero est os rulos m e los hago cort ar?. —Vam os. Est á bien. En el t iem po de María Ant oniet a se usaba largo y con rulos. ¿No vist e en el cine?. Y hast a Crist o lo usó, pero lacio, porque en la iglesia est á así ret rat ado. Pensar en eso t odo el t iem po, parece cosa de loco. ¿Qué querés que t e diga?. ¿Vas a t rabaj ar en el cine?. En ese m om ent o t uve que esconderm e, pero a la hora convenida ent raría a la panadería de nuevo, com o una som bra, resuelt a a seguirlos para saber qué haría Roque con la porquería de t ipa que m ás le gust ara. De m i conduct a ya no respondía, porque la pasión y el odio podían cegarm e. Y chau la paz cuando m e enoj o. Nunca pasé una t arde t an larga, devanando una m adej a de lana colorada, para t ej er una bufanda que había pensado regalar a Roque. Cualquier día se la iba a regalar al sinvergüenza. Sin em bargo, m e parecía de m al agüero seguir t ej iendo lana de ese color. A las ocho de la noche, la oscuridad era casi t ot al en el barrio, porque los chicos habían apedreado los faroles. Nadie m e vio ent rar en la panadería: No soy curiosa, pero, cuando algo m e int eresa, soy capaz de m at ar para averiguar lo que quiero; soy capaz hast a de volverm e invisible, que era lo que había conseguido ya: invisible y silenciosa, cont em plando las últ im as m edialunas. Roque est aba bien vest ido, bien peinado, con una bufanda de lana, aunque hacía calor. Me había dicho que sudar t ant o, cuando am asaba el pan y lo echaba al horno, le daba después frío. Silvio llegó y su vest im ent a no era m uy elegant e, aunque de feo no t iene nada. Traía un pant alón gris de pana, bast ant e arrugado. Fueron cam inando hast a el baldío, hablando de m uj eres. No valía la pena esconderm e en los zaguanes: no veían. La noche est aba oscura. Fum aban un cigarrillo t ras ot ro. Les oía la voz. No se m e escapaba una palabra: —Parecem os luciérnagas —dij o Roque—. ¿Sabés por qué?. Las luciérnagas andan con luz, cuando buscan una m ina; cuando la encuent ran se apagan. —¿Quién t e cont ó esas m acanas?. 136 —Marna. Me cazó una luciérnaga, que guardó cinco m inut os en la m ano, com o en una j aulit a, y ese día m e cont ó la hist oria. No usó la palabra m inas, dij o novia. Me gust ó t ant o que no la olvidé. Encendieron ocho cigarrillos ant es de llegar al baldío. Los cont é. —Est arán ya esperando —dij o Silvio, consult ando el reloj ; relinchó, no se río—. —Seguram ent e —dij o Roque—. Las m uj eres son punt uales. La Lila siem pre llega a la hora. Es m ás aburrida que un vaso de agua t ibia. Yo soy Lila, pensé ( com o si hubiera sido ot ra persona) , y no acept é que m e considerara aburrida. Era una inj ust icia. Siem pre t engo una risa en la gargant a. Llegaron al baldío; m e escondí det rás de una t apia y perdí un poco de la conversación. Por suert e el lugar est aba lim pio, de ot ro m odo Roque no lo hubiera elegido. Miré a m i alrededor, nadie. I deal para la cit a. —Qué bien vinieron —le grit ó de pront o Silvio a Roque—. —Esperat e, viej o. —No est oy para esperar; los haraganes siem pre esperan. —De t odos m odos no t e hubiera gust ado. —¿Qué decís?. —¿No dij ist e, si se llam a Josefa la est rangulo; Joaquina, la m at o a pat adas?.. —¿Ent onces m e engañast e?. ¿No conseguist e a ninguna?. —¿No t e das cuent a?. Qué piola sos. Su voz bruscam ent e dulce m e llam ó la at ención. Era com o oírlo vender pan al final de la t arde, cuando ya no quedan ni m iñones ni flaut as. —Me has engañado. No habías arreglado nada con las t ipas —grit aba el brut o de Silvio—. Sos una porquería. —Apaguem os los cigarrillos, com o las luciérnagas –cont est ó Roque, y se le acercó con su am abilidad de siem pre—. —Te voy a dar luciérnagas. Parecían dos perros que había vist o el día ant erior en la esquina, uno t odo negro, el ot ro rubio. De pront o Silvio sacó el cuchillo que llevaba siem pre en el cint o. Ciego de rabia, am enazó. Tardé en com prender, se le acercó de at rás. Roque se volvió bruscam ent e, com o para recibir con m ás ím pet u la cuchillada. Debía de ser el asom bro que así lo desfiguró. No era brom a lo que parecía brom a. Silvio clavó el cuchillo. Cerré los oj os y vi t odo a t ravés de m is párpados. Cuando los abrí, y no t ardé m ucho, vi a Roque t endido en el suelo com o un t rapo, con hebras que le colgaban del color de la lana de m i bufanda. Silvio, com o un m aniquí de la t ienda Los Miraflores, clavado en la t ierra. Dios m ío, si lo hubiera vist o en el cine, las m anos m e hubieran sudado de m iedo. Se m e helaron, se m e pusieron blancas cuando quise recoger del suelo m i pañuelit o con los enanos que se m e había solt ado. Y era en la oscuridad desde donde vi t odo eso, com o si cada cuerpo t uviera su luz int erior, com o el Niño Jesús que m e regalaron para Navidad, que alum bra m i cuart o, de noche. Corrí a casa y m e m et í en la cam a, a llorar. No m iré los diarios del día siguient e, ni oí la radio, ni vi la t elevisión. Yo era un vaso de agua t ibia para Roque. 137 Em prendí m i vida de siem pre. Fui a confesarm e y el cura no m e oyó. Me cerró la port ezuela del confesionario, sin at enderm e. En la m ercería, cuando fui a com prar alfileres, la vendedora se ret iró después de m irarm e, com o si fuera de vidrio. En una revist a, poco t iem po después, apareció la not icia en grandes t ít ulos: " Un panadero asesinado en un baldío" . Silvio, fot ografiado, confiesa su crim en: " Soy un asesino, y por encim a de t odo, después de haber m at ado a un perro, salgo en los diarios com o un am oral, por defender la m oral. Eso es la j ust icia. A veces en la cárcel m e ofrecen pan, guiñándom e un oj o. ¿Pero quién com e el pan?. El desgraciado que m e lo ofrece" . En la prim era página, la fot o de Roque, m uy sereno, parecía dedicarm e su m irada, com o a una persona y no com o a un vidrio. A Roque le hubiera gust ado verse fot ografiado en ese papel brillant e. Si pudiera m at ar, com o puedo besar en fot ografías, m at aría a Silvio, pensé. Alguien sacó de m is m anos, com o de una m esa, la revist a. M e m or ia s se cr e t a s de u n a m u ñ e ca Hace m ucho que la vida m e t rat a com o a una m uñeca la t rat a una niña, sin at enciones que no sean pasat iem pos. Soy com o soy, sin pret ensiones, ni siquiera para conseguir algo que sería im port ant e dent ro de m i celda, pues vivo com o en una celda donde nadie puede ent rar, salvo yo m ism a con m is innum erables exigencias, a veces im posibles, ot ras t an posibles que parecen a veces de niña. Mi vida t ranscurre com o la vida de una m onj a, sin que las privaciones m e duelan o m e den t rist eza; est o no significa que soy indiferent e a las bellezas del am or o de la dulce am ist ad. Quisiera ser clara para cont ar m i vida y la sensibilidad de m i corazón. Muchos creen que soy un ser apart e de t odos los que viven en est e m undo t an desprest igiado. Espero que sepan int erpret arm e de m odo racional y despoj ado de coquet ería. La soledad m e vuelve t ot alm ent e sincera y lo que escribo se vuelve t ot alm ent e increíble para gent e que vive en una sociedad herm ét ica. Soy independient e y libre de pensar y sent ir com o sient o, sin la m enor vergüenza. Un día, t al vez, salga de m i secret o, feliz de im aginar ot ros m undos m ás decorat ivos y audaces, que asom bran a cualquiera, con la profundidad de m i confianza. Soy lo que quiero ser para la et ernidad im pert urbable. Nada m e pert enece de est a casa. Quiero describir su geom et ría: un hall enorm e de form a hexagonal une los cuart os. Un pasillo penet ra en cada habit ación. Tengo un alt ar con sant os, una cocinit a con ollas, cucharas, cuchillos y t enedores. Vivo en un m undo en que el agua se apoderó de la t ierra. Hace una sem ana que llueve sin cesar y est os lugares de la ciudad se anegaron t ot alm ent e. La elect ricidad no funciona, no hay agua pot able en las casas, sólo se ve en la inundación agua podrida. Algo m e alegra porque de est e m odo nadie m e baña. No funcionan los t eléfonos, no funciona el gas en las cocinas. " Hay que resignarse" , dice una viej it a que se alegra, pues para ella la resignación es su única esperanza. ¿Resignarse?. ¿Qué significará esa palabra?. La he oído en algún sueño en que nadie encuent ra lo que busca ni se ent rist ece porque no lo encuent ra. Yo pienso que se parece a la esperanza, aunque dicha en dist int o t ono de voz podría parecerse m ucho a esa capit alización t an ext raña de los hom bres de m i infancia. ¿Habré sido chica alguna vez?. No t engo vest idit os chicos, ni zapat it os, ni som brerit os que prueben que he sido chica, ni j uegos de m uebles dim inut os, ni carrit os. No, no he sido chica, o no puedo recordar cuando lo fui. Mi j uego es la com put adora. Sin em bargo cuando yo era chica, t an chica que nadie m e veía, ni siquiera m e m iraban ni alababan m i pelo rubio lacio, ni m i 138 peinado, ni m i vest ido ni m i m odo de hablar, yo asist í a una inundación. Dorm í sobre el agua com o sobre un colchón m uy suave y líquido, que podía beber; veía las casas sum ergidas en el agua, levant aba los pies, para que respiraran, y la cabeza, y alguien grit ó en la calle: " Es un ángel. Miren el ángel" . Una persona a la que no puedo nom brar, porque he sabido que la gent e es perversa y podría int erpret ar m al m is palabras, m e salvó del agua donde flot é durant e unas horas. Era cerca de Olivos, en el baj o, donde había sauces y hort ensias azules. La persona que m e salvó m e llevó en sus brazos hast a su casa sin averiguar quién era m i dueña o m i dueño, porque una m uñeca es com o un perro que pert enece a alguien m uy seriam ent e. Me llevó a su casa que quedaba en las barrancas, desde donde se veía el río. Corrió al baño de la casa en busca de t oalla y servillet as; m e secó los pies con una t oalla celest e y el pelo con una servillet a blanca llena de bordados. Me quit ó el vest ido, creo que lo planchó y m e lo volvió a poner, con ínt im o cuidado. En sus brazos oí su voz diciéndom e: " Bárbara, t e llam as Bárbara, no lo olvides, y serás m ía." Pasaron dos o t res días sin que nada nos pert urbara. Ella m e conocía, yo la conocía. " Me llam o Bárbara" , le dij e un día, " pero vos ¿cóm o t e llam ás?” . " Me llam o Andróm aca" , m e dij o ret eniendo su respiración; " un nom bre t al vez raro, pero es m ío desde que m e baut izaron y espero que siga siendo raro hast a que m e m uera" . “ Tú nunca m orirás" , le cont est é. " Ant es m oriré yo" . Y así fue com o esperam os un día de prim avera para cort ar flores y dist ribuirlas en los floreros de la casa. Jazm ines, hort ensias, crisant em os, corona de novia; los nom bres no nos falt aban y así m e enseñó a conocer las flores y los perfum es y los colores. Se sent ó en una silla y m e dij o: " Voy a colm art e de caram elos y de vest idos y de j uguet es, pero no lo digas a nadie, a nadie" . Ent onces m e besó y puso su lengua en m i boca. Parecía una frut illa recién cort ada. " Dorm irás conm igo en m i cam a, ¿m e com prendes?. No t e hagas la bebit a ni cierres los oj os cuando t e hablo." El prim er día dorm im os la siest a j unt as. Era ext raño despert ar en esa casa t an diferent e, en un m undo lleno de personas desconocidas y de ext raños páj aros en las j aulas doradas. " Espero que m e quieras com o yo t e quiero o t e m at aré" . Cerró los oj os al decir est as palabras y yo abrí los m íos. " No t e asust es, nunca t e m at aré porque soy razonable. Míram e bien en el fondo de m is oj os" . La m iré y ella m e m iró. Pero la felicidad no puede durar. Los relám pagos y los t ruenos llenaron el cielo. Algo sucedió ese día de t orm ent a. Había vuelt o el m al t iem po. Era la hora de la siest a. En su cuart o com o en un sueño descubrí una m uñeca dist int a a t odas; est aba vest ida de sult ana, se m ovía, cerraba los oj os, grit aba. Est aba en la casa de Andróm aca. Era t an linda que no m e at reví a m irarla y le di un beso com o el que m e dio a m í. Pero Andróm aca la t om ó en sus brazos y la acunó hast a que se durm ió t ot alm ent e. " ¿Sabes lo que Andróm aca significa?. Felicidad en el m at rim onio" , exclam ó. Yo prot est é: " Pero no sos casada" . " Me voy a casar ahora m ism o" . " Pero no es posible" dij e. " Es t an posible que aquí est a el anillo" . Se oscureció el día y caí desm ayada. Nunca volví a revivir porque el cuart o desapareció. El que m e lea pensará que m ient o y que Andróm aca nunca exist ió. Est as palabras est án dent ro de m i cuerpo. " Ábranm e si se at reven. Tal vez hoy, t al vez m añana, t al vez nunca m e t iraré de est a vent ana" . Se acercó a la vent ana, la abrió y m iro a su alrededor. " Mírenm e" , dij o. Dio un salt o y cayó por el aire. Se disolvió com o un t errón de azúcar. Sólo quedó el azul de sus oj os perdidos en la ext raordinaria soledad de los celos. Pero aquí no t erm inó m i vida. La vida sigue ya sin cuerpo y se int erna ent re las plant as aspirando los perfum es de cada flor. La vida sigue con sus curiosidades. Se vuelve det ect ive. Ent ro de nuevo en la casa de Andróm aca de noche. Ent ré en su cuart o. Abrazada a la m uñeca que no era una odalisca, era 139 una sult ana. Las dos dorm ían. Un dúo de ronquidos llam ó m i at ención ant es de que cant aran los zorzales; t enía que oírlo, t enía que desencant arm e t ot alm ent e para poder olvidar m i t rist eza. En m edio de los relám pagos que las ilum inaban, m e t iré al suelo para m irarlas m ej or y con el últ im o relám pago que cayó sobre la casa, grit é con un grit o sordo. Me pareció salir del fondo de la t ierra cuando quedam os fulm inadas las t res, yo sin cuerpo, ellas con sus cuerpos llenos de esperanzas, sin fut uro, sin cielo ni infierno, para la et ernidad de m i conciencia. En e l bosqu e de los h e le ch os En el bosque infinit o de los helechos, donde acam paban los gladiadores, sin aclaración de t iem po ni de lugar, m e perdí un día, hace t ant os siglos que no puedo rem em orar ni la hora, ni el color del cielo, ni la t em perat ura del aire. Yo t endría once años, no puedo im aginar ot ra edad. ¿Cóm o llegué a esos sit ios del m undo?. Nunca lo sabré. Tengo recuerdos de una m adre que m e quería m ucho y que no m e descuidaba; de un padre que m e m iraba apenas. ¿Cóm o llegué a ese bosque ext raño, t an lej os del lugar de m i nacim ient o?. Tal vez m e enam oré de un gladiador, que después de violarm e bruscam ent e, m e regaló un caram elo. No había caram elos en esas épocas pero, por cost um bre, llam o caram elos a t odo lo dulce y pegaj oso que hay en la nat uraleza: un higo bien m aduro, roj o com o el corazón abiert o de una niña. El gladiador no m e am aba ni t rat é de seducirlo, pero no m e separé m ás de su lado y durant e unos m om ent os, con dificult ad, lo t om aba de la m ano izquierda, t an áspera, que yo grit aba de dolor. —¿Por qué grit as? –pregunt ó—. —Porque m e duele. —La próxim a vez t e dolerá m ucho m ás. —No quiero —prot est ó la niña—. —Ya verás —le dij o el gladiador—, t e hará doler m ás. No t endrás ganas de reír ni de llorar ni de dorm ir, m e pedirás que m e quede cont igo. Y con est as palabras se dorm ía, hast a que un día t uvo m iedo y se fue corriendo al bosque de los helechos para rezar y com er raíces, que eran su único alim ent o. Est a niña se llam aba Agnus; nunca se sabrá por qué. Sólo lo supe después, no por el lecho que siem pre buscaba para dorm ir, sino por los helechos del bosque que siem pre la seducían con sus blandas plum as verdes, t an alt as que nunca las alcanzaba y que brillaban en el cielo. Un día, ent rada la noche, Agnus se acost ó en unas preciosas rocas que m ant enían int act as las voces de las personas que por ahí habían pasado. Algunas voces cant aban, ot ras susurraban, ot ras ut ilizaban los plum erit os de los helechos para hablar con una voz t an clara que Agnus se quedaba las horas y las horas escuchándolas con am or. Para oírlas bien t enía que pegar su orej a a la t ierra. Fue ent onces cuando la revelación se produj o: alguien la llam aba con la voz del gladiador. Era una voz perfect a, replet a de dulzura, que nunca t uvo para ella. Se incorporó para oírla m ej or. —Est oy acá, en el bosque de los helechos Est os helechos son m ás alt os que los árboles m ás alt os de t oda la creación. Te busco, m i am ada, han pasado dos m il años de m i m uert e. Yo había nacido para m orir en est e bosque; donde t e encont ré por fin. Dos m il años no arrugaron m i cara. Once años de m i vida son los t uyos. Escúcham e. Nadie m e escucha, salvo el vient o at roz del invierno y la blancura de la nieve, para recordar la piel de t u m ej illa divina donde apenas una rosa dej ó un día su color. Soy el alm a del silencio. De t odos los países m e 140 quisieron echar. No quieren a gladiadores y yo t e pregunt o a t i que m e has abandonado ¿qué hago...?. Si has desaparecido, ayúdam e; cont ést am e, voz adorable del helecho: m oriré cont igo si lo acept as. Ahora, t an envej ecido est oy que no m e reconocerás. Sólo si m e arrodillo a t us pies, com o ant año. Porque t e am o ni m i cuerpo ni m i alm a ni m is m ovim ient os envej ecieron. Vivo con la et ernidad porque nunca he exist ido ni exist iré. Sólo el sent im ient o que m e obligó a violart e una noche de abril quedó ent re los helechos que aspiro, y yo, débil com o un niño, ando vagando por los bosques donde nadie m e ve ni m e adivina, ni cont est a m i silencio. El ce r r a j e r o Llegó el cerraj ero. Sin m ayores esperanzas lo recibí. ¿Abriría la caj a de hierro sin rom per la cerradura?. No soy curiosa, pero la cuest ión m e preocupaba. Durant e m inut os, que parecían horas para m is oj os asom brados, el cerraj ero m ovía con levedad el dest ornillador. Tornillaba y dest ornillaba: parecía que no acabaría nunca. Com o inst rum ent os de t ort ura, las llaves abrían, cerraban, hast a que por fin algo, en el cent ro int est inal de la caj a de hierro, apareció de golpe. El cerraj ero, sin hablar, guardó dest ornilladores, palancas, m art illos m inúsculos, alam bres, clavos, clavit os, t odo lo indispensable para su t rabaj o, y no m e dij o: " Ya est á" . Me present ó la cuent a. Abrí los oj os y le pregunt é: —¿Ya est á?. No cont est ó. Me m ost ró el papel y con el índice dij o lo que no decía con la m irada. " Gracias." Pero cóm o decirle, sin exagerar, que era un gran cerraj ero. Yo ignoraba el cont enido de la caj a de hierro. Tom é la llave que él m e t endió, la int roduj e en la cerradura: un pequeño sonido en las bisagras, com o de violín, y la puert a se abrió sin dificult ad. En la oscuridad de la caj a había lo que nunca hubiera esperado: una nube de palabras escrit as en color azul, que no ent endí. Ni siquiera supe a qué lengua pert enecían. El cerraj ero frunció el ceño y m iró el papel; parecía ent enderlo, pero no dij o nada. Luego sonrió y m e pasó de nuevo el papel cubiert o de let ras. Me m iró y yo sonreí, com o si t am bién ent endiera. Se secó las m anos con un t rapo sucio; después m e pregunt ó dónde podía lavarse; lo llevé hast a una pilet a; se lavó com o un m édico, at ent am ent e, y m ient ras se secaba las m anos, dij o: —¿Tant as palabras guardadas en una caj a fuert e servirán para dar felicidad?. ¿Qué quiso decir?. Lo ciert o es que se fue, llevándose los papeles en una bolsa de nylon. Aunque los papeles hacen ruido cuando se j unt an, yo nada not é en el m om ent o; después m e pregunt é por qué se los habría llevado. Pensé que no volvería a verlo. No era vecino nuest ro; yo no sabía cóm o se llam aba. En verano, la gent e del barrio se va a veranear: la casa de elect ricidad est á cerrada, la frut ería est á cerrada, el alm acén est á cerrado, y en caso de necesidad uno recurre a cualquiera. Durant e un largo año busqué en vano al cerraj ero. Un día apareció inopinadam ent e. Ni siquiera t ocó el t im bre. Eran las once de la m añana. Me dij o: —¿Se acuerda de m í?. Yo le cont est é: —¡Cóm o no m e voy a acordar! . Ust ed abrió la caj a fuert e. Quedé adm irada. No m e di cuent a de que se llevaba los papeles. Lo esperé. Lo hice buscar por la policía. —No le creo. 141 —¿Por qué no m e cree?. —Eran cart as com prom et edoras —se rió—. Yo t am bién m e reí. —Ent re los papeles había una cart a m aravillosa. Por lo m enos, se m e ocurre que es una cart a. Dorm ía con ellos, en el cat re ( yo no duerm o en cam a, sino en cat re) , hast a que un día m i m uj er m e descubrió y m e dij o: " Voy a quem ar esa basura. Por eso no m e querés" . No cont est é nada y le dej é m i ropa para que la lavara. Ya no t engo paciencia para est as cosas. Aquí le t raigo los papeles. Ninguna cerradura m e dio t ant o t rabaj o com o est os papeles. —¿Los descifró?. —¿Yo?. No, aunque m e devane los sesos, le aseguro. —Y ahora ¿qué piensa hacer?. —I rm e del barrio. Aquí encont ré a dem asiada gent e nefast a. —Ust ed nunca vivió en est e barrio. Me lo dij o la prim era vez. ¿Sabe lo que est á diciendo?. ¿Sabe que significa nefast o?. —No sé realm ent e, pero ¿no puede explicárm elo?. ¿Será algo que t rae m ala suert e?. —Para sim plificar las cosas, nefast o es algo que t rae m ala suert e, en efect o, y para m í significa eso y nada m ás. Ot ras personas pueden darle ot ro significado. —Ent onces, ¿para qué sirve hablar?. —Para confundirse, ¿ve?. Est as son las sut ilezas del idiom a. Sin hablar, uno vive en un m undo t urbio, confuso y nada es t an aburrido. Un perro, ¿qué hace un perro?. Lo m ej or que puede hacer es m irar por la vent ana o m order cuando un int ruso abre la puert a o t rat a de ent rar en una casa, sin pedir perm iso. Los anim ales a veces m e dan lást im a y m e quedó m irándolos, t rat ando de adivinar qué sient en, que t ram an, qué esperan. Si en la Biblia Dios hubiera hablado de ellos cuando invent ó el m undo, ot ra suert e hubieran t enido. Por qué no exist ió en aquellas épocas rem ot as un perro o un m ono, un caballo, heridos o m uert os de ham bre y que alguien los salvara: puso un burro para cuidar al Niño Jesús en la cuna, pero no sé si est os nacim ient os m odernos corresponden exact am ent e al nacim ient o del Niño Jesús. ¿De qué hablábam os?. ¿Qué nos llevo a sent ir lást im a por los anim ales?. Ust ed m e hace hablar. ¿Por qué será que hablo t ant o?. —No sé. Prefiero el silencio y la quiet ud. Hablar nos priva de pensar; pensar, a m í, m e priva de hablar. Si yo dij era qué bonit a es est a silla, la m iraría y m e daría cuent a de que es bonit a y que de pront o la he rot o poniendo m i pie en el barrot e. Después de t odo, no es t an bonit a. Me avergonzaré t al vez por no saber explicar por qué m e pareció bonit a. En realidad es incóm oda est a silla. Prefiero el suelo. Pero m ej or no decirlo ahora, es claro. Tom é en m is m anos los papeles, los m iré con indiferencia: algunos eran cuent as, ot ros eran m ult iplicaciones infinit as, ot ros un largo poem a, casi rot o en pedazos, ot ros una cart a. Miré al cerraj ero. —¿Est o es t odo lo que había?. —Era t odo. No soy t ram poso ni engañoso ni ladino. Espero que el m undo m e t rat e com o lo t rat o. —¿Por qué se fue con los papeles, ent onces?. —Porque m e parecían basura y ust ed no los reclam ó. ¿Qué precio podían t ener?. Ust ed m ism a m e los dio y no m e dij o " guárdelos" o " t írelos" ; sim plem ent e m e los dej ó y por eso, t al vez un poco t arde, se los devuelvo. Pensé que podrían servirle y m e m olest ó, no sé m uy bien por qué diablos. Ahora que los t raigo, ni siquiera los m ira. 142 —Es ciert o. Ent re esos papeles hay algo m ío. Est aba enam orada. Lleva t iem po enam orarse, y desenam orarse m ucho m ás. ¿Ust ed nunca lo est uvo?. —¿Yo?. Nunca, ni siquiera en el cine, cuando una chica m e m iraba a pesar de la oscuridad y del calor, cuando hacía calor. No m e im port aba, aunque fuera bonit a o sim pát ica. Mient o, espérese un m om ent it o. ¿Le m olest a que le hable?. Una vez, ahora m e acuerdo, una chica con el pelo parecido al suyo, desgreñada, sin ser graciosa ni divert ida, m e conm ovió. Tenía una cara est úpida, com o de bebé recién nacido y m e pareció at rayent e. La convidé a un helado de frut illa. Acept ó. Se puso colorada ( no sé si era por la luz) . Después de probarlo con la lengua, porque no t enía cucharit a, m e lo ofreció y lo probé, y se lo devolví, y así durant e diez m inut os. Eso fue t odo. Ahora, a veces, en los adornos de las cerraduras, veo su cara. No sé cuál es su nom bre. Me pasó lo que le pasó a ust ed. Le escribí un poem a para reírm e de un am igo. —¿Sabe ust ed lo que es un poem a?. —Esa cosit a que no sirve para nada. Todas las revist as est án llenas. Ahora m ism o Buenos Aires se llenó de poem as. No se sabe lo que dicen, por lo general. —Pero ust ed progresó m ucho. ¿Se acuerda que no ent endía nada de nada, cuando la conocí?. —Es ciert o. Pero fue t an fácil aprenderlo. Todo lo aprendí de ust ed. —Y el poem a, ¿cóm o es ese poem a?. ¿No m e lo regala?. Tal vez m e dará un pedacit o. —Ni un pedacit o. Créam e que m e cost ó hacerlo. Lo publicaré en un diario, para que pueda leerlo lent am ent e, com o hago con m is hij os, para que les gust e la poesía. En el fondo, cualquiera com pra un libro de poesías. —Ust ed se ríe de la poesía, pero no com prende lo difícil que es escribir. Ust ed dice que puede abrir t odas las puert as de Buenos Aires, y yo que t rabaj o día y noche para conm over a cualquiera, no consigo conm over a nadie. Escúchem e, cuando se lo diga, cierre los oj os; no piense en quien lo escribió, en quien lo sient e, en quien lo sufre, porque puede hacerm e sufrir. Podrá abrir t odas las caj as de seguridad, pero ésa no se abrirá si ust ed no es sensible. Ya sé que su t rabaj o es im port ant e, m ás im port ant e que el m ío. Cuando Barba Azul agit a sus llaves, al volver a su casa, el corazón le palpit a. Cuando era chica, los cuent os m e gust aban porque los invent aba por curiosidad, absurdam ent e. Las puert as de su cast illo, alt as de t res m et ros, al abrirse em it en sonidos en que se reconocen las m úsicas preferidas; las bisagras de esas puert as nunca se engrasaron y de lej os se oye la m úsica del cast illo, pot ent e com o una orquest a. Ahí se m ezclan t odos los est ilos: Beet hoven se m ezcla con Schum ann, Bach con Wagner, Tchaikowsky con Prokoviev, Mozart con Mendelssohn, St ravinski con Chopin, Carissim i con Haendel, Pergoles¡ con Schubert , Debussy con Ravel. —¡Cóm o ent iende de m úsica! . —A veces se det ienen los t ranseúnt es para oír aquella pot ent e e insólit a m úsica los días de t orm ent a, y est o se explica porque los dueños de casa son m uy dej ados, nunca aceit aron ni pusieron vaselina en las bisagras, por las horm igas. Las horm igas adoran el aceit e. Cuando Barba Azul vuelve al cast illo, pregunt a siem pre si las puert as est án bien cerradas, y por qué hacen t ant o ruido. ¡Llam a ruido a la m úsica! . Y si vendrá el cerraj ero a poner llaves en las cerraduras. Por eso el cast illo en la noche da t ant o m iedo. Un m iedo t an m ort al com o m e da el cerraj ero est a noche. Para t erm inar su t rabaj o m e pidió un cuchillo filoso. ¿Será para m at arm e?. —¡Qué herm oso m undo el de la m úsica! . —dij o el cerraj ero—. —¿Ust ed cree en Dios?. 143 —Creo en Dios. Se fij a en los anim ales. —No m e im port a lo que ust ed sient e ni lo que pueda sent ir, ¿m e ent iende?. ¿Para qué quiere un cuchillo?. Dígam e. Me parece raro. —Para acabar con est o, que nunca he sent ido ni quiero sent ir. Huyo com o la ot ra vez. La sangre t iene gust o a t int a. Con est a t int a m ía escribiré la hist oria de lo que pasó. " Llegó el cerraj ero. Sin m ayores esperanzas lo recibí” . Cor n e lia fr e n t e a l e spe j o De t odo el m undo m e despido por cart a, salvo de vos. La casa est á sola. A las ocho Claudio cerró con llave la puert a de la calle. ¡Cornelia! . Mi nom bre m e hace reír. Qué quieres, en los m om ent os m ás t rágicos m e río o enciendo un cigarrillo y m e echo al suelo y t e m iro com o si nada m alo t uviera que suceder. Ciert as post uras nos hacen creer en la felicidad. A veces est ar acost ada m e hizo creer en el am or. —Soy espej o, soy t uyo. Desde que cum plist e seis años, por m i culpa quisist e ser act riz; t u padre, con su cara de prócer, t u m adre, con su cara de república, se opusieron. Qué absurdas son las personas respet ables. Cuando guardas las pieles y los fielt ros en alcanfor renace t u desconsuelo; en realidad la gent e se opone a nuest ra vocación, es com o la polilla, hay que com bat irla día t ras día, año t ras año. —¡Es ciert o! . Pero no m enciones las polillas ni el alcanfor ni las pieles ni a m i fam ilia, ni siquiera m i nom bre. Qué ridículo m e parece. Podría llam arm e Cornisa, sería lo m ism o. Lo he escrit o en las paredes del cuart o de baño m ient ras m e desnudaba para bañarm e ant es de salir para el colegio; lo he escrit o en la gloriet a del j ardín de San Fernando cuando aprendí a escribir; lo he escrit o sobre m i brazo izquierdo con un alfiler de oro. Vivim os com o si fuésem os a vivir m il años, cepillándonos el pelo, t om ando vit am inas, cuidándonos las uñas y las pest añas, eligiendo y eligiendo com o en las liquidaciones de Gat h y Chávez. Hace m ucho que t e conozco, desde los prim eros m eses, no, t al vez después cuando usaba un flequillo m al cort ado y cint as en el pelo del color de m is vest idos. Desde hace unos días, en cuant o t e veo aparecer, com o si t e viera por prim era o por últ im a vez, m i corazón acelera sus lat idos. Eres un com pendio de las personas a quienes he am ado. Est ás rodeado de una at m ósfera líquida, est ás com o en el int erior del agua, en la luz donde nadan los peces de las grandes profundidades del m ar o en la superficie de un lago t ranquilo. Sólo t u voz m e hace querert e. Vivo en un m undo opaco, m at erial, sin aire, un m undo de t alleres; com prenderás que en lugar de sueños t enga a veces pesadillas. —La avaricia, con su cara filosófica... —¡Nunca fui avara! . —Lo fuist e de un m odo original. El orgullo, con sus esm eraldas llenas de j ardines. —¡Mi m adre es orgullosa! . Yo, nunca. —La luj uria, con su recua de alum nos m ás sagaces que sus m aest ros. ¡La luj uria! . Cuánt as veces buscast e esa palabra en el diccionario; m anchast e la página con dulce. Eras precoz, t enías ocho años y veint e orgasm os diarios. —Yo fui m ás precoz al descubrir t u om bligo. La pereza con su resignación soñadora. Soy perezosa. 144 —La gula, con sus dorados libros de recet as. —¡El m ás horrible de los pecados! . —Te parece horrible porque t e hace engordar. La envidia, con oscuros t erciopelos, con predilecciones inexplicables. —¿Soy o no soy envidiosa?. ¡No sé! . Celos y envidia se confunden. —La ira... —¿La ira?. ¿Cuándo?. —El día en que t irast e las alhaj as de t u m adre al suelo; el día en que rom pist e aquel vest ido de fiest a. La ira, con sus oj os vidriosos de hiena y sus encant am ient os se ha encarnado en t i. —¿Ahora quieres que haga m i exam en de conciencia?. Me ayudast e a disfrazarm e para pedir perdón. ¿Para pedir perdón a quién?. A Dios y no a m is ant epasados. Hay personas que confunden a Dios con sus ant epasados. Siem pre j ugué a ser lo que no soy. Nat uralm ent e que t e conm oví. Tus defect os, t us conflict os son m íos. Cuando robé la cigarrera de oro de Elena Schleider, en aquella casa de cam po que olía a piso encerado, donde nos invit aron a veranear, en el fondo del cuart o t us oj os, com o dos est rellas, m e guiaron para dej arm e robar sola. Sabías para quién y para qué robaba. Pensé que eras hipócrit a: no t e guardo rencor. En un m arco dorado conm igo am ast e y odiast e a Elena Schleider. Cuando m e ponían en penit encia sufría de no vert e, de no t ocar t us m anos envuelt as en una suert e de brum a gelat inosa, esa brum a propia de los espej os. Tu boca es lisa com o la boca del agua y fría com o la boca de las t ij eras. ¡Espej o odiado! . Dent ro de algunos inst ant es no m e verás m ás. Te lo j uro. Tengo el hábit o de m ent ir, pero nunca a m í m ism a. —Esa falda que llevas, esa blusa de hilo verde t e favorecen. Quisiera que t e em balsam aran para la post eridad. No fum es t ant o. Tus dient es m e deslum braban, pero ahora... parecen de m arfil, de vulgar m arfil. —Fuist e m i única am iga, la única que no m e t raicionó después de conocerm e. A veces, m uchas veces t e vi en m is sueños, pero no sent í al t ocart e la presión celest e de est e vidrio. Tenem os veint icinco años. Es m ucho, dem asiado ya. —He vist o a viej os sin arrugas, m i querida, con el pelo violet a, viej os decrépit os que parecían disfrazados, y niños viej ísim os, niños lívidos que se hacían los niños. Venían de visit a. —Siem pre fui en busca de t i para reírm e. Cuando lloraba, para que no m e vieras, m e escondía det rás del biom bo de m adera pint ada, j unt o al calorífero del com edor, donde había olor a frit ura y a naranj as. Sabía que m is lágrim as t e desagradaban. Te gust aba verm e reír, con un som brero de papel de diario, un som brero de burro con orej as o de alm irant e, o con un verdadero som brero. Est e es el que prefiero. Siem pre m e fascinaron los som breros con plum as. Con un som brero de plum as soñé que bailaba La m uert e del cisne. A los once años, m i m adre vio bailar a Pawlova La m uert e del cisne. Desde ese día sueño con ese som brero de plum as y con esa m uert e. Podría t ener cuarent a años; ilusoriam ent e los t engo esos cuarent a años, que j am ás cum pliré; una voz m ás grave, una seguridad, un aplom o, una dignidad m ayor. —Siem pre t endrás una variedad de voces infinit a, desde la m ás grave hast a la m ás aguda. En t u pelo t eñido, cinco hebras de plat a rebeldes t e fast idian. Tus uñas im pecables son rosadas, pero se rom pen; t endrás que t om ar calcio. —Mañana m ism o. Consult aré al doct or I sbert o. —Puedes hacer t odo el m al que quieras sin que nadie lo not e. Todo el m undo cree que eres una sant a, no sólo porque t e escondes en la oscuridad de 145 los cuart os, sino porque t ienes los oj os m uy apart ados el uno del ot ro, lo que t e da una expresión de inocencia y de felicidad desm edida. —Podría ser m uy pobre, en el t ranscurso del t iem po quedar en la m iseria, pedir lim osna en los zaguanes, no vert e m ás, m i ángel, vagar de puert a en puert a y ent rar por fin en una casa para ofrecerm e de lavandera, sin saber lavar. Ent onces m e verías arrodillada, m i espej o universal, con est e t rapo en las m anos fregando el piso, porque los dueños de casa aprovecharían m i falt a de experiencia para hacerm e hacer t oda suert e de t rabaj os. Me verías seducir a los hom bres, a cualquier hom bre que viniera de visit a a la casa, al lechero, al alm acenero, al plom ero, porque las m uj eres que t rabaj an de est a m anera t ienen una belleza en el desaliño, una belleza nat ural que no t ienen las ot ras con sus afeit es. Míram e despeinada, con las m ej illas rosadas. No t e agrada verm e en los brazos de un hom bre porque eres celoso com o yo. Los hom bres son m onst ruos: el am or los t ransfigura. Pero no m e dej o seducir; en m is m anos, con olor a j abón, conservo las predilecciones de m i inocencia. ¿Por qué?. No sé, son com o las piedras preciosas que hay dent ro de las m áquinas de los reloj es, ¡esos rubíes t an necesarios! . Podré barrer los pisos, rem endar las m edias, lim piar las alfom bras m ient ras t u sonrisa m e vigila. Soy virt uosa. Los pobres, aun cuando son crápulas, son virt uosos; si son crápulas t ienen razón de serlo. Tengo las uñas m uy cort as, por eso t us m anos parecen m anos de est at ua de piedra y no de prost it ut a o de señora. Ahora t odo ha concluido: t odas las represent aciones, los escenarios, los t eat ros con sus but acas, t odos los resent im ient os, t odas las obediencias, el t em or a la obesidad, al soborno, al desprecio. —Nunca dej ast e que m e acercara dem asiado, m e t uvist e siem pre a dist ancia, por eso no nos hem os cansado la una de la ot ra. Todos m is recuerdos los com part o cont igo. ¡Cuánt o m e gust aba el pan que com íam os j unt as! . ¡La t aza de café con leche cuyos t ragos pasaban por t u gargant a m ist eriosa con un leve t em blor! . A m enudo dej abas la t aza para m irarm e. A veces, cuando recogías t u pelo lacio y lo t renzabas con cint as, ignorando el curso de las horas nos perdíam os en una suert e de paisaj e donde no int ervenían t us conocim ient os geográficos porque t odos los lugares que recorríam os eran invent ados por t i. ¡Cuánt o t e gust aba la lluvia que había dej ado en t u cara un frío sim ilar al de m i cara! . —¡Cuánt o m e gust aba no sólo lo agradable, sino lo m ísero y t errible, ese dolor en m is ent rañas, en m is hom bros ext asiados, esa venalidad, que repet ías, del cuerpo! . En m i infancia t ardaba una hora en t om ar el aceit e de cast or que m i m adre m e servía con naranj ada t ibia. No sé qué sabor t endrá est e brebaj e. Ant es probaré el agua sola de nuevo. —¡Qué fría, qué suave, qué nueva, qué incont am inada! . ¡Si ent rases a una grut a noct urna con j azm ines, en verano, no sent irías t ant a frescura! . —Es un rem edio que se em plea para la anem ia, en pequeñas dosis. Lo robé en el laborat orio donde Héct or t rabaj a. ¿Est aré soñando?. Oigo ruidos en la casa. Cont igo no t engo m iedo. No quise t irarm e debaj o de un t ren ni al m ar, que es t an agradable, porque no podía llevart e conm igo. Vine a est a casa porque era el único lugar donde nos encont raríam os a solas, pero m e había olvidado de que exist ían fant asm as. No sabes el t iem po que t ardé en conseguir las llaves de est a casa, nadie t iene confianza en m í. Mi t ía creyó que quería ent revist arm e con algún am ant e. —Los sabores, com o los perfum es, t ienen una gran im port ancia para t i. Tu paladar es m uy fino, pero hoy el sabor que pueda t ener est e veneno t e es indiferent e. 146 —Creo que com part es m i indiferencia. Hoy que m e est ás m irando m ás at ent am ent e que de cost um bre, t e am o y t e odio m ás que nunca. ¡Si alguien nos viera, qué diría! . Si nos viera m i padre, por ej em plo. " ¿Qué haces con esa cara de pan crudo?. Pret endes engañar al espej o" , diría eso, pero seguram ent e piensa que soy la m uj er m ás herm osa del m undo aunque en algo m e parezca a m i m adre, por ej em plo en el óvalo de la cara, en el m ent ón, en la form a incongruent e de las cej as. ¡He vivido t ant o t iem po en est a casa! . Tengo un invent ario m ent al de las cosas que m e gust an: el j ardín de invierno donde m e escondía, m e fascina, el cuart o que era el cuart o de plancha y que sirve ahora de depósit o, t am bién. Todo se ha t ransform ado en salón de m odas. Est e salón era una sala. ¿Qué diferencia habrá ent re una sala y un salón?. Yo m e asfixiaba cuando ent raba aquí. Las m anos de t odos los ret rat os que m e m iraban m e est rangulaban, y el com edor, con la araña y la plat ería, y los dorm it orios, el de las cort inas roj as donde nació m i herm ano Rafael. ¡Por no verlos hubiera vivido en el infierno! . Por suert e m i t ía com pró est a casa para aloj ar som breros. La com pra de la casa fue dram át ica. Mi padre necesit aba dinero y m i m adre no se lo perdonaba. Tom aré un t rago ant es de beber t odo el cont enido del vaso. La gent e aconsej a beber de un t rago las cosas horribles, el aceit e de ricino, la m agnesia, por ej em plo, pero yo los bebo lent am ent e. ¡Mi querida, no m e m ires con t ant o pat et ism o! . ¿Recuerdas el día en que t e t raj e aquel perro que lloraba?. Creí que en t us brazos sanaría y t e llam é. Te reíst e porque el perro t enía una venda alrededor de la cabeza, parecía un t urco, y al verse en t us brazos gruñó com o un anim al feroz. No sabía que est aba m uriendo. ¿Sabes ahora lo que m e sucede?. ¿Por qué no t e ríes?. ¿Acaso m i m uert e es m ás im port ant e que la de un perro?. Veo los vidrios roj os y azules de la infancia en la vent ana que daba al pat io. Det rás de los vidrios, ent re las hoj as que los golpeaban, m e escondía para com et er pecados. Después corría a vert e: t e ent regaba m i cara y m is secret os. Fue lo que nos unió. La niñera t ej ía una esclavina violet a, con olor a hum o, y m e dej aba j ugar con los carret eles, después m e lavaba las m anos en una palangana con flores, donde escupía cuando est aba enferm a. Qué ext raño. La puert a de la calle est á cerrada, no hay nadie en la casa, est oy segura. He elegido est e lugar porque m is únicos t est igos son los som breros, las caras at ónit as de los m aniquíes, que t ienen caras y voces de señoras, convengo, pero que son benignos cuando est án solos. —Alguien ha m ovido el picaport e. Juro que lo he vist o m overse. Pero nadie puede venir a est a hora. Mi t ía est á en casa, enferm a. Claudio no t iene llave y si la t uviera no vendría a est a hora. ¡Claudio, m i am igo de infancia! . Qué dirá cuando sepa. Las dos de la m añana. Est oy nerviosa, sin duda. ¿Quién es?. Cont est e. A m í nadie m e asust a; no m e asust a ni el dem onio. Los seres angelicales a veces m e espant an. —¿Qué haces aquí?. ¿Quién eres?. ¿Cóm o ent rast e?. —La puert a est aba abiert a. —¿Para qué ent rast e?. —Quería ver las m uñecas. —¿Qué m uñecas?. —Las m uñecas con som breros. —¿Cóm o t e llam as?. —Crist ina. —Crist ina, ¿nada m ás?. —Crist ina Ladivina, de La Rosa Verde. —Yo m e llam o Cornelia. ¿Y dónde est á La Rosa Verde?. 147 —En Esm eralda. —Eres un fant asm a, una niña perdida, con esm eraldas y rosas verdes. ¿Y t e dej an salir sola a est as horas?. —Me dej an, a cualquier hora. —¿Pero de noche?. —La noche es com o el día; la oscuridad es com o la luz. —¿Qué edad t ienes?. —Diez años. —Eres bonit a. Mírat e en el espej o. ¿Me ves a m i reflej ada?. ¿Y a t i?. —No. —¿Nunca t e vist e en un espej o?. —En el agua, en el barro de los ríos, en el filo de un cuchillo. —Me das m iedo. ¿Y cóm o ent rast e en est a casa?. —El hom bre m e hizo ent rar. —¿Qué hom bre?. —El hom bre que m e m ost ró los m uñecos del escaparat e. —Eres un fant asm a. ¿Sabes que es un fant asm a?. —Alguien que vive y que no vive. ¿Eres un fant asm a?. —No sé. —Y ent rast e para asust arm e, ¿verdad?. ¿He m uert o ya?. ¿Vinist e a buscar m i alm a?. Eres aquella t ía m ía que m urió de saram pión a los diez años, aquella que se llam aba Virginia. ¿Vinist e a buscar m i alm a?. —No. Vine por las m uñecas. —¿Y quién es ese hom bre de que m e hablas?. ¿Dónde est á?. —Ahí. —Nada m e asust a, ni un hom bre con su cara. —¿Est á sola?. —Est aba con esa niña que acaba de ent rar. —¿Con quién hablaba?. —¿Ant es de que ent rara la niña?. Hablaba conm igo en el espej o. Ust ed no puede creerm e, ¿verdad?. —¿Dónde est á la persona que hablaba con ust ed?. —Aquí en el espej o. Mírela. —Diga donde est á. —Revise la casa, si quiere. ¿Y la niña?. —¿Ust ed es la dueña?. —No. Ni quiero serlo. Soy una em pleada. Sobrina de la dueña. —No lo creo. —¿Parezco t an seria?. ¿Tan im port ant e?. ¿Tan respet able com o para m ent ir t an bien?. No m e adule, por favor; adem ás, ust ed no sabe lo que a m í m e agrada, por lo t ant o no sabría adularm e. —Todas son iguales. —¿Quiénes son t odas?. —Las m uj eres. Todas m ient en. —Yo soy diferent e, se lo aseguro. 148 —No le creo. —¿Se ha encont rado con m uj eres com o yo en m uchas oport unidades com o ést a?. —Sht , no hable a grit os. No soy sordo. —Hablo con m i voz nat ural. ¿Quién es esa niña que ent ró con ust ed?. ¿Era realm ent e una niña, o era una enana disfrazada de niña?. —No sé. —¿Ust ed ut iliza a los niños com o escudo?.. Diga la verdad. No quiero pensar m al de ust ed, pero hay cosas que no m e parecen correct as. Por ej em plo: ut ilizar a una niña de diez años para prot egerse. Adem ás ¿ust ed sabe que los niños son m uy sagaces?. Son det ect ives, dim inut os det ect ives. —Cállese. No hable en voz alt a. —Hablo en voz baj a com o en un confesionario. ¿Ust ed nunca se confesó?. —Cont est e y no haga pregunt as. ¿Hay alguien en la casa?. —¿Por qué m ira así?. ¿No m e considera alguien?. —¿Hay alguien fuera de ust ed?. Sht , cállese. —No t enga m iedo. No hay nadie. Sólo yo y el espej o. A veces pienso que hay fant asm as en la casa. Hoy creí que había uno, pero cuando supe que era ust ed y esa niña que parecía un fant asm a, quedé t ranquila. " Por m alo que sea un hom bre, es un hom bre" , m e dij e. —Sht . Le prohíbo hablar. —No hablaré. —¿Dónde est án las llaves de la casa?. —Si m e prohíbe hablar, ¿cóm o puedo cont est ar?. —No se haga la graciosa. —¿Qué llaves? Hay t ant as llaves. —Cualquier llave. —¿Ust ed no sabe cuáles son las llaves que quiere?. Hay m uchas llaves: la del arm ario grande, la del depósit o, las de las alacenas, las de los baúles, las de la caj a de hierro. ¿Cuál es la que quiere?. —Las de la caj a de hierro. —Aquí est án. Mi t ía es m uy im prudent e. No parece rica. —Dém e las llaves. —¿Y después qué hará conm igo?. ¿Piensa m at arm e?. —Es lógico. —¿Con qué piensa m at arm e?. ¿Con ese cuchillo?. ¿Acaso cree que no lo he vist o?. —¿Le im presiona?. —Un poco. No m e gust an las arm as blancas. ¿No t iene un revólver?. —Tengo t odo lo que m e hace falt a. —Ese cuchillo es at roz. ¿Sabe si cort a bien, por lo m enos?. —Es inoxidable. En seguida pasa. —¡Pero el filo en la gargant a! . Ese prim er cont act o helado del acero... Y después... la sangre que corre y que m ancha el piso... y que salpica las t apicerías o los cort inados... ¿No le da náuseas?. —No es en la gargant a ni con el cuchillo com o la m at aré. —¿Con qué, ent onces?. ¿De un balazo?. 149 —Con una hoj a de afeit ar. —¿De esas con que se saca punt a a los lápices?. ¿Y no es m ás práct ico usar el cuchillo?. Porque, después de t odo, el cuchillo se usa m ás que la gillet t e para esos fines. —Es cuest ión de cost um bre. —Yo usaría el cuchillo o un revólver. La espada es m uy larga. Qué disparat e. El revólver, es claro, no conviene porque es ruidoso. El est am pido m e hace daño. Tengo que t aparm e las orej as para no oírlo, por ese m ot ivo nunca pude t irar al blanco, aunque t enga m ucha punt ería. Ni int ent é suicidarm e con un revólver. ¿Ust ed sabe t irar?. ¿Obt uvo prem ios?.Los hom bres saben t irar. Es inút il, por eso van a la guerra y las m uj eres se quedan en sus casas o en los hospit ales at endiendo a los heridos. Soy perm anent em ent e ant icuada. La m uj er nació para quedarse en su casa t ranquilam ent e; el hom bre, para las grandes avent uras, para las em presas peligrosas. —Son nuevit as. Est as hoj as de afeit ar son nuevit as. —Ya sé que ust ed es m uy bueno. Tiene cara de bueno. Todas las caras en el espej o son así. Es claro que la cara no quiere decir nada. En los diarios salen fot ografías de hom bres con caras de asesinos y son sant os, en cam bio salen ot ros con caras de sant os y son asesinos. ¿Prom et e que va a m at arm e?. Prom et a. —Prom et o. Dém e las llaves. —¿Y dónde m e hará la herida?. —Es m uy fácil. Cort aré las venas de la m uñeca, y después se irá en sangre. Si t arda m ucho, la puedo sum ergir en un baño calient e. ¿Hay baño en est a casa?.. —Hay baño, pero no hay agua calient e a est as horas. Em piece. Tenía m uchos deseos de m orir. Ust ed es m uy bueno, ¿pero qué piensa hacer con el cadáver?. ¿Piensa cort arlo en pedacit os y sem brar t odos los pedacit os por la provincia de Buenos Aires?. ¿Piensa llevarm e en una bolsa, com o si llevara carbón o papas?. ¿Piensa dej arm e aquí t endida en el suelo?. ¿Sabe ust ed que hay rat ones en est a casa y que podrían desfigurarm e?. Sería una lást im a. ¿Los oye?. ¿Conoce algún veneno para m at arlos?. Mi t ía est á preocupada: la ot ra noche arrancaron la plum a de un som brero y dos cerezas at adas con una cint a de t erciopelo. Las t ram pas no sirven para nada. ¿Si resolvieran com er la punt a de m is dedos?. ¿Si m e dieran un m ordisco en la nuca o en la gargant a?. ¿Ust ed se da cuent a del dolor que yo sent iría?. —Los m uert os no sient en nada, señorit a. —Eso es lo que ust ed cree, señor. Los m uert os son m uy sensibles. Sient en t odo. Son m ás lúcidos que nosot ros. Si ust ed les ofrece carne o vino no lo apreciarán, pero hágales oír m úsica o regáleles perfum e, y verá. Nunca est án dist raídos. Ven com o las palom as los colores ult raviolet as. Son refinados, sensibles. Y de ot ro m odo ¿cóm o se explica que les obsequien t ant as flores?. ¿Que la gent e se gast e t ant o dinero en flores, en est at uit as, en m isas, en coches?. ¡Qué se yo! . —Ésa es una viej a cost um bre. ¿Cuál es la llave?. —Las cost um bres t ienen una razón de ser. Los m uert os ven las flores, saben dónde est án ent errados, quién los m at ó. Ven el coche fúnebre, los caballos negros de circo, las iniciales blancas sobre el paño negro que los cubre. Señor, ¿no podría t irarm e al m ar?. Adoro el m ar. Det est o las cerem onias, los cirios, las flores, el hervidero de oraciones. Soy m ala. Nadie m e quiere a m í. —El m ar queda lej os. ¿Cuál es la llave?. 150 —¿No t iene aut o?. Podría alquilar uno. ¿Sus herm anos o sus t íos, no t ienen un aut o?. Seguram ent e cont ará con algún am igo. Me coloca en el aut om óvil com o si est uviera viva y m e lleva al m ar. Es t an fácil, y es t an precioso el m ar. Para ust ed sería un paseo. ¿No le agrada el m ar?. —Los cuerpos flot an, señorit a. Salen a la orilla. —Me at a piedras o plom o en los pies. ¿No ha leído en los diarios o en las novelas com o se t iran los cadáveres al agua?. ¿No va nunca al cinem at ógrafo?. Es t an poét ico. —Dém e la llave. —Es una de ést as. No revuelva los papeles que hay en la caj a de hierro. Mi t ía sufre m ucho cuando hay cualquier cosa desordenada en la casa. No t ire la ceniza del cigarrillo al suelo, por favor. Después t engo que barrer. —No se m ueva de ahí. —No m e m uevo. ¿Puede abrir?. A m i t ía le pasa lo m ism o. Nunca puede abrir ningún caj ón, ninguna puert a que est é cerrada con llave. Es una de sus desvent uras. ¿Por qué no se quit a los guant es?. —Abrirás de una vez la puert a, escorpión. —¿Con quién habla?. —Si doy vuelt a a la izquierda, t e t uerces para la derecha; si doy vuelt a para la derecha, t e t uerces para la izquierda, hij a de put a. —¿Habla con las llaves?. —¿Ust ed no hablaba con el espej o?. ¿Qué diferencia hay ent re una llave y un espej o?. —El espej o m e cont est a. —Est as t am bién m e cont est an. Dicen que ust ed es una m ent irosa. —Le j uro que no. ¿Quiere que yo abra?. —Est á m int iendo. —No le m ient o. Las caj as de hierro son difíciles de abrir, pero cualquier ladrón las abre. ¿Ust ed no es un ladrón profesional, señor?. Cuént em e su vida. Ha de ser int eresant e, una vida t an llena de cosas im previst as. ¿Est á casado?. No. Es dem asiado j oven. ¿Nunca est uvo de novio?. ¿Viven sus padres?. ¿Tiene herm anas?. ¿Ha viaj ado?. ¿Dónde pasó su infancia?. ¿Tiene fot ografías de cuando era chiquit it o?. Me gust aría verlas. ¿Conoce la República?. Yo no he salido de Buenos Aires; nunca viaj é. ¿Se da cuent a?. Una m uj er de m i edad. Cuando pienso que exist e la China, la I ndia, Rusia, Francia, Canadá, I t alia, sobre t odo I t alia, m e desespero. Pocas personas m e t ienen sim pat ía. Porque a las m uj eres no les gust a una m uj er con am biciones. En m i adolescencia robé una cigarrera de oro y la vendí por cien pesos. Hay que ser valient e para robar. Los que se dej an robar son m iedosos, ¿no le parece?. Mi t ía, por ej em plo, t odas las noches m ira debaj o de su cam a para ver si hay algún ladrón. Yo, en cam bio, t engo m iedo de los fant asm as. En est a casa dicen que hay fant asm as, un fant asm a vest ido de roj o. ¿Ust ed vio el color de las paredes de la casa al ent rar?. No las habrá vist o porque era de noche. Bueno, el fant asm a est á vest ido de ese m ism o color roj o, roj o anaranj ado, del color de los ladrillos. Es una niña pequeña, la vi con m is oj os. Qué calor hace. ¿No t iene calor con esa bufanda?. ¿Por qué usa esa bufanda?. ¿No le m olest a?. Tiene una quem adura en la frent e. ¿Es sordo?. ¿Por qué no m e cont est a?. —¡Qué noche! . —¿Tiene sed?. ¿Quiere t om ar un vaso de agua?. —El agua es para los peces. 151 —Es bueno t om ar agua cuando hace m ucho calor. —No hago lo que es bueno. Hago lo que quiero. —Hace bien. Yo haría lo m ism o, si pudiera. Pero soy t an m aleducada. No t engo volunt ad. ¿No quiere whisky o gin?. ¿Cubana Brandy?. ¿Manzanilla?. Aquí en est e placard t enem os unas bot ellas. Cuando t erm inam os el t rabaj o, a veces t om am os un t raguit o. —No m e int eresan las bebidas. —¿No quiere?. Nadie m uere por beber un t rago de whisky. —No insist a, señorit a. —¡Qué suert e! . Est e veneno es m ío, quiero que sea m ío. ¡Cóm o brilla en el espej o! . —Aquí hay ot ra llave. —Soy at olondrada. Seguram ent e es ést a. Al fin pudo abrir. ¿Ahora no encuent ra lo que busca?. Nada. Su afán dura un m inut o. Ust ed es m uy original. No t ire t odo al suelo. No hay nada de valor para ust ed pero, para cada persona, cada cosa t iene un valor dist int o. —Ahora sí t engo sed. Me bebería una dam aj uana de agua. Ést a no est á bast ant e helada pero la t om aré. —Ahora t iene que m at arm e. —Cam bié de idea. Adem ás no encont ré lo que buscaba. —Ust ed no buscaba nada. Ust ed es un pobre loco. Tiene que m at arm e. ¿Me oye?. Para redirm irse, t iene que m at arm e. Si no cum ple con su prom esa, lo denunciaré a la policía. Morirá cubiert o de vergüenza. ¡Mírese en el espej o! . —Si quiere denunciarm e, puede hacerlo. Quem é las iglesias, di sangre en los hospit ales, t engo sangre universal. No m e gust a vanagloriarm e, pero no quiero que ust ed piense que soy un inút il. Hice un buen t rabaj o. Ahora m e llam aron para m at ar... —¿A quién?. —Es un secret o. —Est á fat igado. ¿Por qué habla así?. ¿No se sient e bien?. —Est oy perfect am ent e bien. Los secret os se dicen en voz baj a. —Lo llam aron para m at arm e a m í. —No. Trat é de m at arla para pract icar. Me parecía m ás fácil em pezar por una m uj er. —¿Y por qué abrió la caj a de hierro si solo pensaba m at ar?. ¿Y por qué usa guant es?. ¿Y por qué se t apa la cara?. ¿Acaso t iene m iedo de que lo lleven preso?. —Le pedí las llaves para curiosear, para pasar el t iem po. —¿Sabe para qué usa guant es y por qué se t apa la cara?. Yo se lo voy a decir: para no dej ar las m arcas de sus m anos, para que sus cam aradas no sospechen que ust ed es un m iedoso, un inút il, un pobre diablo incapaz de m at ar. Pues ahora t iene que m at arm e, es el cast igo que m erece. ¿Qué diferencia hay ent re m at arm e y decapit ar a Sant iago Apóst ol y su caballo?. Ust ed los decapit ó, ¿verdad?. Si ust ed m at ara m i im agen en el espej o, m e m at aría t am bién a m í. ¿Por qué no t uvo m iedo y ahora t iene m iedo?. Nosot ros, los seres hum anos, som os irreales com o las im ágenes. ¿Qué iglesia quem ó?. —Todas las que pude. No conozco los nom bres. No crea que es t an fácil. Algunas no ardían. —¿A qué vírgenes, a qué sant as golpeó?. 152 —A ninguna. En el m om ent o... —Diga. No voy a despreciarlo m ás ni t enerle m enos lást im a. —En el m om ent o en que iba a cort arle la cabeza a una de ellas, se m e afloj ó el brazo. —¿Por qué?. —No sé. Tengo reum at ism o. Me m iró con sus oj os de git ana, com o si fuera a decirm e la buenavent ura. Era la m ás chiquit a. De est e alt o y no pude golpearla. Los com pañeros se rieron de m í. —¿Y el pedest al no t enía una inscripción?. —No. Sient o no haberle cort ado la cabeza. Ahora la veo siem pre por t odas part es. Com o si fuera una adivina, sigue m irándom e. —Era una adivina. Las sant as son t odas adivinas. Tiene que m at arm e. Ust ed ha bebido un poco del cont enido de est e vaso. En ese vaso había un veneno precioso, que m e cost ó conseguir. Ust ed va a m orir. ¿Nunca rezó?. Todavía est á a t iem po. Tiene que m at arm e inm ediat am ent e. Si no lo hace le escupiré en la cara y llam aré a los rat ones del vecindario para que le com an la lengua y las m anos. Si ust ed rezara, no le sucederían cosas t an desagradables com o las que le est oy prom et iendo. ¿Me oye?. Voy a grit ar. ¡Socorro! . —¿Quién es ust ed?. —¿Qué sucede?. —Nada, nada. Est e señor t enía que m at arm e: m e lo prom et ió y ahora se niega a hacerlo. Va a m orir dent ro de unos inst ant es ¡y no quiere redim irse porque es cobarde! . —Perdonen la int rom isión. Vi la puert a abiert a, oí grit os y ent ré. No soy de la policía, no se asust en. ¿Qué ha sucedido?. —Est e señor ent ró a m at arm e, m e hizo creer que buscaba algo, abrió la caj a de hierro y dej ó t odo t irado. No necesit a robar, es un hom bre rico. No sé qué quiere; él t am poco. —¿Qué debo hacer?. Por favor, dígam elo. —No se aflij a. —Lo hem os dej ado escapar. Es horrible. —Peor sería que no se hubiera escapado. —¿Por qué?. —¿Qué hubiéram os hecho con él, con su enorm e cuerpo?. ¿Quiere decirm e?. —Lo que m erecía: cast igarlo. Tendríam os que perseguirlo. —I m posible. Va a m orir. He oído un ruido. Algo se ha desplom ado en el piso de abaj o. ¡Es él! . Ha m uert o com o un perro. ¿Pero no com prende que ha m uert o?. Bebió un poco de veneno. —No com prendo nada. Ant e t odo vam os a cerrar la puert a de la calle. Si ust ed m e perm it e. Verem os si el hom bre no se ha escondido en algún rincón de la casa. —No veo nada. Voy a encender la luz. —No se aflij a: hay hom bres que t ienen siet e vidas com o los gat os. ¿No envenenaron a Rasput ín m il veces y no se salvó m il veces?.¿Ahora qué debo hacer?. —Debe hacer lo que est e hom bre no hizo: m at arm e. —¿Mat arla?. 153 —Sí, m at arm e. Hace t res noches que no duerm o buscando una form a de suicidio. Ayer conseguí est e veneno y est aba por t om arlo en m edio del silencio de est a casa cuando oí ruidos insólit os. —Y apareció en la puert a el m alhechor, com o en el cinem at ógrafo o en el t eat ro. —No. En lugar del m alhechor apareció m uy silenciosam ent e, det eniéndose en el m arco de la puert a, una niña. —¿Una niña?. Oigo ruidos. —Son los rat ones; racim os de rat ones. Cam inan com o hom bres. —¿Y esa niña ent ró con el hom bre?. —Según m e dij o, el hom bre la hizo ent rar. —¿Y para qué?. —Para que viera est as m uñecas. Est os m aniquíes eran para ella com o enorm es m uñecas. Le pregunt é cóm o se llam aba. —¿Y se lo dij o?. —Sí. Me dij o que se llam aba Crist ina Ladivina. —¿Ladivina o la adivina?. —Ladivina o Ladvina, no sé. Debe de ser un nom bre ruso. Cuando quise averiguar su apellido, m e respondió: Ladivina de La Rosa Verde. Cuando le pregunt é dónde est aba La Rosa Verde, m e dij o: en Esm eralda. —La Rosa Verde queda cerca de aquí. Es un café solit ario, donde los m ozos duerm en en lugar de at ender a los client es. —¡Nunca se m e hubiera ocurrido! . Todo m e pareció t an m ist erioso. En boca de aquella niña la palabra Esm eralda no pareció una calle, sino una piedra preciosa. Al verla, sent í m iedo. Est aba yo t an pert urbada, t an pert urbada que, al det enerm e frent e al espej o con ella, no vi su im agen j unt o a la m ía reflej ada. Y ahora pienso, que en lugar de ver el cuart o reflej ado, vi algo ext raño en el espej o, una cúpula, una suert e de t em plo con colum nas am arillas y, en el fondo, dent ro de algunas hornacinas del m uro, divinidades. Fui víct im a sin duda de una ilusión. ¡Est os días he oído hablar t ant o de las iglesias en llam as! . —¿Y podría decirm e para qué quiere m orir?. ¿Tiene una cit a con alguien en el ot ro m undo?. —Ust ed ¿para qué quiere vivir?. ¿Sabría cont est árm elo?. —Si m e dej ara pensar un rat o, se lo diría. —¿Es difícil?. ¿Tiene que pensar para decírm elo?. —No soy t an espont áneo com o ust ed. —No t enga m iedo al ridículo. —Tengo conciencia de m is lim it aciones, pero la felicidad, la falt a de obst áculos, no m e parecen indispensables para desear vivir. —A m í t am poco. A veces uno t om a una decisión y la cum ple cuando la causa que nos ha obligado a t om arla no exist e. —Ent onces ust ed obra por am or propio. —Por am or propio, no; pero sí por im pulso, por una ilusoria fidelidad a m í m ism a. —¿Quiere que le diga para qué quiero vivir?. No creo que est e sea un m om ent o para pensar en cosas personales. ¿De qué se ríe?. —No m e río. Todos los hom bres dicen las m ism as cosas, hablan de las cosas personales com o si fuera de una enferm edad. 154 —Es una enferm edad. —Siem pre pienso en cosas personales, es ciert o. ¿Me desprecia?. Le adviert o que no m e preocupa. Puede sent arse, si quiere. —Cuando pasaba por est a casa, la vent ana de est e cuart o m e despert ó curiosidad, com o si hubiese present ido lo que iba a suceder est a noche. —Tal vez nos hem os cruzado algún día por la calle. —No sería fácil, pues generalm ent e cam ino m irando la punt a de m is zapat os, sin ver a la gent e que pasa. —Todo el m undo necesit a hablar con algo que no sea una persona; yo, con el espej o; el m alhechor, con las llaves; Crist ina, con las m uñecas; ust ed, con sus zapat os. Yo m iro t odo sin ver nada. Es una cost um bre. La gent e cree que soy m iope. En ciert o m odo lo soy. —¿Vive aquí?. —No. Trabaj o aquí. —¿En qué t rabaj a?. —¿Ve est os som breros?. Los hago yo. De noche est udio y en los recreos leo. Est a es m i bibliot eca, m i cam arín. ¿Y ust ed qué hace?. —Soy est udiant e de arquit ect ura. —Las cint as, las flores, las plum as, los velos son para m í lo que serán para ust ed los edificios. " Ese vals que se oye es el vals de am or de Brahm s. Cuando oigo esa m úsica, m e enfurece la charla de las señoras que vienen a buscar som breros. Y m i t ía las at iende con rem ilgos. Las m ás chillonas hablan así: " Qué bonit o, ay, pero qué bonit o" . " A m í m e gust an los som breros grandes" . " Son horribles, querida, horribles. Mírat e en el espej o. Vert e, ¿no t e asust a?" . " Las cint as, Mat ilde, m e enloquecen" . " ¿Se volverán a usar las cerezas?" . " Ya no se usa la paj a de I t alia" . " Est e som brero es m uy sent ador, a t ravés del velo brillará su cara com o en un fanal" . " Qué caro. Es dem asiado caro" . " Ya no se puede com prar nada, nada, nada" . " Yo t e lo decía" . " ¿Para qué se usan los som breros?. A veces m e lo pregunt o. ¿Por el sol, por la lluvia, por el vient o?" . " Es nuest ro único pudor. Lo usam os para t aparnos la cara, com o las sult anas con velos, para prot egernos de las personas que nos m iran im púdicam ent e" . " No es ciert o. Debaj o de sus alas nos besan con frenesí, o sirven de pant alla" . " ¿No t endrían un som brero de t erciopelo?" . " El t erciopelo no es para est a época, ¿verdad?. Es m uy caluroso. Quiero uno de paj a, am arillo. Uno que t raiga suert e" . " Tengo uno precioso" . " El ideal sería un som brero de m usgo. Det est o la paj a, m e raspa el cuello. Tengo alergia" . " ¿Dónde encont raré un som brero?” . 155 " Vam os, vam os, es t arde. Señora, ¿no podría t raerm e una palangana pequeñit a y un j abón?" . " ¿Quiere pasar al cuart o de baño?" . " Est oy dem asiado cansada y m e sient o m al" . " I ré a buscar la palangana" . " Se ha ofendido. ¿Por qué le pedist e una palangana?" . " Tengo los pies m uy sucios. Me los voy a lavar, con su perm iso" . " Levánt at e y m ira los som breros. Hay m uchos. Alguno t e gust ará. El de m usgo, t al vez" . " Con est e som brero bailaré La m uert e del cisne. A los once años m i m adre vio bailar a Pawlova La m uert e del cisne. Desde ese día sueño con un som brero de plum as y en la m uert e" . " Se ha desm ayado" . " No la despert éis, que duerm e" . " Se ha t ransform ado en un cisne, un cisne verdadero" . " ¿Y dónde est a Leda?" . " Yo soy Leda" . " Levánt at e, cisne, y prepárat e para t us próxim as m uert es" . " Los som breros cam bian, cam bian com o nosot ros" . " La gent e no t iene educación. Est am os apuradas. Nos em barcam os en el August us, el m es que viene. Llegarem os a París en pleno invierno. ¿Tendrán algo práct ico y bonit o, elegant e m ás bien algo en form a de t urbant e o de diadem a o en form a de cloche?” . “ I ré a buscar los som breros de invierno que est án guardados en el depósit o. ¿Quieren t om ar asient o?. Ant es les enseñaré algunos som brerit os que t engo aquí y que pueden servir para el invierno. Harán un viaj e m uy largo?" . " Est arem os ausent es un año. Est a niña sonaba con París. Tiene algunas am iguit as allá, pero pensam os ir a I t alia, nat uralm ent e a I nglat erra" . " Dichosos los que pueden viaj ar. Yo viaj aría siem pre de aquí para allá, de allá para aquí, com o los ingleses. Conozco I t alia, Venecia; ay, Venecia, allí pase t odas las lunas de m iel" . " A m í m e gust a Florencia, con esos m useos, con esos palacios; la seda nat ural, las cam isas, las blusas, las corbat as que allí se com pran por nada, y los perfum es" . " ¿Cóm o habrán sido los prim eros som breros del m undo?" . " Eres preciosa y t odo t e queda bien. El som brero m ás ant iguo es t al vez de origen griego. ¿Conspiran en est a casa?. ¿Se t rat a de algún com plot ?. Tenga cuidado. El som brero griego es el llam ado en lat ín pet asus, som brero liviano y pequeño, que se suj et aba con un cordón. Era prenda de viaj e o de cam po, y los rom anos lo usaban para el t eat ro o para saludar. En China, durant e el I m perio, el uso de ciert os som breros t enía caráct er oficial obligat orio. Y no sólo las m uj eres llevaban est os adornos en los som breros: Felipe I I I , en su Pragm át ica, de 1611, consint ió que los hom bres pudieran llevar en los som breros cadenas, cint illos de piezas de oro, aderezos de cam afeos o hilos de perlas. ¿Conoce la hist oria del som brero de copa?. El som brero de copa fue invent ado en 1782, no, en 1797, por el inglés John Het heringt on, quien fue llevado a los t ribunales y m ult ado por haberse present ado en la calle con un t ubo de seda, alt o y lust roso, sobre la cabeza. La m ult a fue im puest a porque varias m uj eres se desm ayaron y algunos niños quedaron heridos ent re la m uchedum bre que se agolpó para ver pasar a aquel ext raño y t errible obj et o." “ ¡Qué int eresant e! . Todos los m odelit os est án a su disposición" . " Ést e m e gust a. Est e de piel de t igre" . 156 " Es un gat o. Qué am or" . —Est oy preocupado. ¿No le parece que t endríam os que perseguir a ese hom bre, averiguar si ha m uert o?. —Una persona que est á por m orir t rat a de olvidar t odo lo que es desagradable: delincuencia y policía. ¿No m e creyó, verdad?. Cree que ese hom bre era m i am ant e o algo por el est ilo. ¡Desengáñese! . Yo iba a suicidarm e. Yo t endría que est ar m uert a en est e m om ent o; por m ilagro, por culpa de ese hom bre que ent ró a m at arm e, ust ed est á hablando conm igo. ¿Ve ese vaso?. Cont iene un poco de veneno. En el m om ent o en que iba a t om ar ese veneno ent ró el hom bre y dej é el vaso sobre la m esa. El hom bre prom et ió m at arm e de una m anera que no era dolorosa; con una gillet t e. Me pidió las llaves de la caj a de hierro. Se las di. Al principio creí que no podía abrirla, después advert í que no era eso lo que buscaba. Su furia fingida m e inspiró t error e int ent e envenenarlo. Le ofrecí agua. Él bebió un poquit o. Después de abrir la caj a de hierro, m e anunció que m e perdonaba la vida. Prot est é inút ilm ent e. Ahora pienso que el hom bre t iene siet e vidas com o los gat os, y m e da pena. Me confesó que había incendiado las iglesias, que pract icaba o pret endía pract icar asesinat os. —Pero es un hom bre peligroso. —¿Todos los hom bres peligrosos est án libres y los buenos est án presos siem pre?. No quiero que nos lleven presos. No quiero aplazar m i m uert e. Muést rem e ese revólver. —Tenga cuidado. —¡Pero es de j uguet e! .¿Siem pre usa revólver de j uguet e?. —No. Sólo cuando m e encuent ro con ust ed. —Parece verdadero. ¿Qué hubiera hecho el hom bre si no fuera por ese revólver?. —Mat ar a uno de los dos, y si hubiéram os t enido m ucha suert e, a los dos. Est aba asust ado. El m iedo es a veces original. —Era un hom bre cobarde. —¿Hay que t ener m iedo a los cobardes?. —Cuando le hablé de los rat ones y de los fant asm as, se est rem eció. —Pero eso no es un sínt om a de cobardía. Yo t am bién t engo m iedo. —¿De qué?. —De m uchas cosas. —Pero diga de qué. —De est ar con ust ed, por ej em plo, en est a casa. —¿Le parezco t an t errible? —Sí. —¿Ent onces podría prom et erm e una cosa?. —Cualquier cosa. —¿Prom et e m at arm e?. —Prom et o, a condición de que m e cuent e t oda su vida, sin om it ir ningún det alle. —Cont ar m i vida a un int ruso, no m e parece absurdo. En ot ros m om ent os de m i vida hubiera buscado a una persona que m e fuera sim pát ica o que fuera m uy at rayent e, pero ahora ¿quiere que le diga la verdad?. Quisiera envilecerm e para poder m orir t ranquila. —No est á m uy desprendida de la vida. 157 —¿En qué lo adviert e?. —Lo adviert o en la m anera que t iene de j ugar con ese anillo. ¿Lo quiere m ucho?. —Lo quiero m ucho. —¿Quién se lo regaló?. —Nadie. Yo. Los obj et os m e fascinan. —Para poder m orir hay que desprenderse de ellos. ¿Por qué no m e lo da?. —Nunca se lo daría. Ust ed t iene un caráct er m uy violent o. —¿Cóm o lo sabe?. —Por la form a de sus m anos. —¿Se dedica a la quirom ancia?. Com o le decía, falt a m ucho para que se desprenda ust ed del m undo. —No sabe ni ent iende nada. Pero le cont aré m i vida, si se le puede llam ar vida: hace m ucho yo soñaba con el t eat ro, con escaparm e de m i casa. No m e separaba del espej o, donde est udiaba m is m ovim ient os de act riz. ¡Por eso t engo una variedad enorm e de voces! . Podía im it ar la voz de m is t ías, de m is am igas. Tenía once años, t al vez no sea la edad m ás im port ant e, pero para m í lo fue cuando vi a Pablo por prim era vez, en San Fernando. Casi m e desm ayo; fue en casa de Elena Schleider, una persona a quien yo adoraba. Elena era am iga de m i m adre y nos invit aba a veranear. Com o yo era m uy aniñada, t odas las visit as m e t rat aban com o a una chiquilina. Sin em bargo, la act it ud de Pablo m e parecía diferent e. Pablo est udiaba ingeniería, pero se int eresaba por la lit erat ura. A veces m e leía párrafos de alguna novela que est aba leyendo o se escondía conm igo en la cocina para que no nos vieran las visit as, o buscaba m i pie o m i m ano debaj o de la m esa, a la hora de las com idas, para burlarse conm igo de alguno de los invit ados. Solía m irarm e fij am ent e, para hipnot izarm e. En los días t órridos de enero, a la hora de la siest a, en que t odo el m undo se recuest a y se abanica con pant allas, íbam os en biciclet a al río. A veces descansábam os debaj o de algún árbol y hablábam os de Elena Schleider. Pablo m e pedía que im it ara su voz. ¡Cóm o cant aban las chicharras! . ¡Y los grillos a la noche! . Ahora, cuando los oigo, m e parece que revivo esa época. Pablo m e decía: " Van a ponert e en penit encia" . " No m e im port a, no m e im port a y no m e im port a" . " Hace cuarent a grados y t endrías que est ar durm iendo la siest a" . " Ya lo sé. ¿Quién habrá invent ado la siest a?. Lo m at aría. En cam bio, al que invent ó los helados lo abrazaría. ¿Quieres probar?" . " Det est o el helado de frut illa" . " Yo det est o el helado de lim ón. Quiero que pruebes el m ío." Yo le decía, im it ando la voz de Elena: " ¡Hipnot izam e! " . " No m e falt es al respet o. No le pases la lengua" . " ¡Qué est ará haciendo Elena! . Est ará t oda de celest e. Es el color que le gust a. Toda de celest e, debaj o del m osquit ero durm iendo." " Sus siest as son m uy largas" . " A veces sale de su cuart o a las seis y m edia de la t arde, cuando las visit as t erm inaron de t om ar el t é" . " ¿La quieres m ucho?. ¿Más que a t us t ías, verdad?" . " A m is t ías no las quiero" . " ¿Y por qué quieres t ant o a Elena?" . 158 " No lo sé. Tiene m uchos frasquit os de perfum e en su cuart o, y collares y flores y a veces peinet as que parecen caram elo, m uchos libros y m uchas fot ografías. No es com o las ot ras personas. Cuando ent ro en su cuart o, m e dej a t ocar t odo y m e regala cosas. No es porque m e regale cosas que la quiero. Mis t ías t am bién m e hacen regalos. Es cuest ión de sim pat ía" . " Más que sim pat ía. Me parece que la adm iras profundam ent e." " ¿Profundam ent e?. ¡Es ciert o! . La adm iro. ¿Por qué será que la adm iro?. Es com o est ar enam orada" . " ¿Será porque t oca bien el piano?" . " La adm iro por nada y por t odo. Porque est á dent ro de ella m ism a com o dent ro de una casa. Porque no t iene vergüenza. Nunca t iene un barrit o en la cara, ni un grano" . " Cuando seas grande serás lo m ism o" . " No quiero" . “ Eres t ím ida. A t u edad uno se ruboriza por t odo" . " No soy t ím ida. Soy com o soy. Yo siem pre seré lo m ism o" . " ¡Ya se t erm inó! " . " ¿Qué se t erm inó?” . “ El helado! . No dura nada." " ¿Com erías ot ros?" . " Cinco m ás, de t odos colores." " ¿De frut illas y de dulce de leche? ¿Quieres que vaya a buscarlas?” . “ Haré el sacrificio" . " Cinco de dulce de leche y cinco de frut illas. De t odos los colores, salvo de uno del color de la nieve. Ese helado horrible, de lim ón. Quiero irm e a Est ados Unidos para com er t odo el día helados. No. No t e vayas. ¡Hipnot ízam e! ” . " Voy a buscar los helados" . " Prefiero que t e quedes. Tengo t ant as cosas para decirt e" . " ¿Sólo para com er helados quieres ir a Est ados Unidos?" . " En verano, sólo para com er helados. El rest o del t iem po, est udiaría t eat ro. ¡Hipnot ízam e! " . " Serás una gran act riz." " ¿Lo crees?" . " Nat uralm ent e que lo creo" . " ¿En qué se ve que voy a ser una gran act riz?" . " En t u carit a de m ono" . " Qué gracioso" . " En la m anera de m overt e, en la m anera que t ienes de sent art e o de hablar cuando est ás t rist e o alegre" . " ¿Sabes cuándo est oy t rist e o alegre?" . " Es nat ural que sí" . " ¡Qué feliz soy! . Creía que nadie m e com prendía. Elena no m e com prende" . " Ahora sabes que alguien t e com prende" . " ¡No m e parecía posible, Pablo! . ¿Piensas que seré algún día una gran act riz?" . " Est oy seguro" . " Cuando le dij e a Elena que yo quería ser act riz, m e cont est ó que m am á se opondría. Y fue verdad. No soport a que le hable de t eat ros ni de act rices" . " Tu m adre es m uy severa" . " Me odia. ¡Hipnot ízam e! " . " No digas cosas absurdas" . 159 " Verás si no m e odia. Para ella, en prim er t érm ino, est án las ideas m orales, y en segundo t érm ino, yo. Adem ás, es ciega. Es ínt im a am iga de Elena" . " ¿Qué quieres decir con eso?" . " Que Elena no t iene las m ism as ideas m orales que m i m adre, y que m i m adre lo ignora" . " ¿Qué sabes?" . " Se lo oí decir a la planchadora y al j ardinero" . " ¡Qué niña est a! " . " La planchadora y el j ardinero m e quieren m ucho. ¿Cuánt os días falt an para que t erm ine el verano?. ¡Hipnot ízam e! " . " Ya est ás pensando en eso" . " Term ina siem pre m i alegría ese día. ¿Cuánt o falt a?" . " Tengo que hacer la cuent a. Part e de enero, febrero y part e de m arzo. Sesent a días. ¡Qué ext raña eres, Cornelia! . Tan aniñada algunas cosas y en ot ras t an adult a" . " Y t ú t an est úpido" . " Gracias" . " Me llam an" . " ¿Tu m adre no puede com prart e zapat os m ej ores?" . —Así pasé los prim eros años de m i adolescencia: adorando y esperando com o una idiot a la llegada del verano, de Elena Schleider, de Pablo con los j azm ines del cabo, las m agnolias y el cant o est rident e de los páj aros. Durant e el invierno los veía esporádicam ent e. Tardé en darm e cuent a de las relaciones que exist ían ent re Elena Schleider y Pablo. Elena Schleider era t an seria que nadie la creía capaz de com et er un adult erio. Adem ás, se parecía al supuest o ret rat o de Lady Talbot , de Pedro Crist us. En una oport unidad dio lugar a com ent arios el que Elena Schleider no quisiera acom pañar a su m arido en un viaj e de negocios por Europa. Se dij o que est aba enferm a, pero durant e t odo aquel verano, sus m ej illas relucieron con un color m uy vivo, lo que m e llevó a pensar que la fiebre em bellecía a las personas. Conservé durant e un t iem po una horquilla de ella. Recuerdo que m e m udaron de cuart o aquel verano, y que Pablo no salía conm igo a la hora de la siest a com o acost um braba hacerlo. En varias oport unidades m e dij o que fuera a esperarlo a la som bra de un sauce que quedaba bast ant e ret irado de la casa, a orillas del río. Lo esperaba m irando el agua, con im paciencia. Un día resolví volver a la casa, para reprochar a Pablo su conduct a. Cuando llegué a la casa, la puert a de la calle est aba cerrada con llave. Me t repé a un balcón, encont ré la puert a del balcón abiert a y ent ré. En punt illas m e dirigí al cuart o de Pablo. No había nadie. Después recorrí la casa, cuart o por cuart o, hast a que llegué al de Elena Schleider. Eres lo único que t engo en la vida, susurraba la voz t ransform ada de Elena Schleider. En la penum bra prim eram ent e no vi nada, luego, com o la m uj er de Barba Azul cuando ent ró al cuart o prohibido, ret rocedí espant ada. Pablo y Elena Schleider, com o un m onst ruo m it ológico, est aban abrazados, sobre la cam a. Hablaban de una cigarrera de oro, en voz baj a, com o si se confesaran. Era el regalo que Pablo le había hecho a Elena. Salí despavorida al j ardín, baj é al río y m e escondí ent re las plant as. —¿Por qué no sigue?. —No sé. Me parece que hablo en vano. —¡Por favor! .. Me hace olvidar el m undo horrible en que vivim os, las t ort uras. —¿Las t ort uras?. —Sí. Las t ort uras. Siga. —Esa noche m e buscaron con lint ernas y m e encont raron t arde, con el vest ido rot o y despeinada. Dij e que un hom bre m e había violado. I nvent é esa 160 hist oria. Poco después, cuando ya m e había desvest ido para acost arm e, Elena y Pablo ent raron en m i cuart o para ver si ya no lloraba. " Tom a un poco de café. Term ínalo. Va a hacert e bien" , m e dij o Elena. " Por favor, unos t ragos m ás" . " Ahora nos dirás qué sucedió. ¿No puedes decirlo?" . " No nos hagas padecer t ant o. Hace una hora que est am os rogándot e que nos hables" . " No se lo cont aré a nadie. Puedes est ar segura" . " Ni yo t am poco. A nadie. Sé razonable. Hablar no cuest a nada" . " Fue un hom bre, un hom bre horrible. Quiso violarm e" . " Donde aprendist e esa palabra?" . " No la aprendí. La conocía" . " Cornelia lee m ucho. Adem ás, es una señorit a. Siem pre t e olvidas de la edad que t iene" . " ¿Pero qué sucedió?" ." Me rom pió el vest ido" . " No llores. No llores. Tal vez sea un m alent endido. ¿Por qué t e fuist e sola de noche?" . " Me perdí. Est aba j unt ando j azm ines en el cerco de un j ardín. Se hizo de noche, una noche oscura" . " No volverás a alej art e de casa" . " No, a esas horas no volveré a alej arm e" . " Nos asust ast e m ucho. Me duele la cabeza. Est oy enferm a. Eres una inconscient e. Voy a acost arm e. Te dej o con Pablo. A él le t ienes m ás confianza. No t e aflij as. No pienses. Mañana hablarem os con t ranquilidad" . " Tengo m iedo" . " ¿De qué?" . " De que vuelva. Oí pasos en el j ardín" . " Espera. Voy a apagar la luz. No hay nadie. Est ás nerviosa" . " No" . " Dij ist e que la noche est aba oscura. ¿No habrás soñado? Mira el resplandor de la luna, allá arriba" . " No he soñado. Lam ent o no haber m uert o" . " Lo dices para cast igarm e" . " Lo digo porque lo sient o" . " No llores. Eres una chiquilina" . " No est oy bien. Voy a desm ayarm e" . " Cornelia, Cornelia, cont ést am e. Voy a llam ar a un m édico" . " No. Ya est oy m ej or. No t e m uevas. ¿No eres superst icioso?" . " No. ¿Por qué?" . " Oíst e el chist ido de la lechuza?” . “ sí" . " ¿Oyes?. Cuando alguien est á por m orir se oye el chist ido de una lechuza” . “ ¿No est aré por m orir?. Tengo un pecado m ort al." " ¿Qué pecado?” . “ No es uno solo! " . " ¿Mort ales t odos?" . " Todos m ort ales. I ré al infierno. Cuando pienso en el fuego del infierno m e da frío" . 161 " No t iem bles. Te salvaré del infierno" . " ¡No eres Dios para salvarm e! " . " Puedo prot egert e" . " Nadie puede prot eger ni salvar a un pecador" . " Est ás arrepent ida" . " No est oy arrepent ida" . " Est ás nerviosa. Voy a dart e un calm ant e. Tom a" . " No quiero, y no quiero que nadie m e dom ine" . " Nadie pret ende dom inart e. No t e hagas la nenit a" . " Tener once años es peor que ser una esclava" . " ¿No eres feliz?. ¿Nunca eres feliz?. Vam os, no t e hagas la víct im a. Quiero vert e sonreír." " No m e com prendes. No podré dorm ir. Ese hom bre, ese hom bre horrible" . " No llores. Trat a de dorm ir. Tranquilízat e" . " Me t uvo ent re sus brazos. El silencio y la oscuridad ent raron en m í. Dij e la verdad: un hom bre m e violó aquella noche. ¿Qué piensa?" . —La escucho. —Al día siguient e, com o si nada hubiera sucedido, Elena Schleider y sus huéspedes m e llevaron por la t arde al cinem at ógrafo. Elena Schleider hizo algún com ent ario sobre m i palidez m orbosa, sobre la necesidad de cort arm e el pelo y enseñarm e a t ener m ej ores m odales. La odié com o sólo se odia a una persona que uno ha adorado. Ent onces concebí m i venganza. Al día siguient e robé la cigarrera de oro y poco t iem po después la vendí para com prar un anillo a Pablo. Tuve que esperar la oport unidad para regalárselo. Elena Schleider había salido para hacer unas com pras. Todos los huéspedes j ugaban a las baraj as, salvo Pablo. Tem blando m e acerqué a él y le dij e: " Creo que m e odias y no puedo seguir viviendo así" . " Pero m i hij a ¿cóm o puedes creerlo?" . " Ent onces, si no m e odias, t e regalaré est e anillo que conseguí a cost a de m uchos sacrificios. ¿Lo usarás?. Cont ést am e. ¿Me oyes?" . " ¿Qué dices?. Perdónam e. Est oy est udiando una m at eria m uy difícil" . " Conseguí a cost a de m uchos sacrificios est e anillo de oro y quiero que lo uses. ¿Lo usarás?" . " No podría; de ninguna m anera. Nunca usé ni usaré un anillo. Adem ás, es un anillo de com prom iso" . " Qué im port a que sea un anillo de com prom iso" . " I m port a m ucho. No m e gust an los sím bolos" . " Si no quieres usarlo en el anular, ent onces podrías usarlo en t u llavero" . " Es una t ont ería. ¿Quién usa anillos en el llavero?. ¿Quieres decirm e?. ¡Tienes unas ideas! " . " Te arrepent irás t oda t u vida" . " ¿Volverás a llorar?. Cornelia, m i paciencia t iene un lím it e" . " Si no lo usas en t u llavero voy a m at arm e. Hoy m ism o, hoy m ism o” . " No grit es. Toda la casa va a oírt e. Es lo que quieres, ¿verdad?. Dam e el anillo. ¿Est as sat isfecha?. ¿Com ist e dulce? Est á sucio” . " No" . 162 " ¿Qué quieres que haga ahora?. ¿Que m e m at e?. ¿Qué pret endes?. ¿Vuelves a llorar?" . " Tengo que decirt e algo” . " Dím elo pront o. No m e t ort ures" . " Voy a t ener un hij o" . " Lo que m e dices sobrepasa m i ent endim ient o. Est ás loca. Est oy loco. Est am os t al vez t odos locos. Pero creo que m ient es" . " Digo la verdad. Siem pre la verdad. ¿Quieres que m e vaya?" . " Pablo, ¿no m e oías?" . " Est aba est udiando. En est a casa es m uy difícil est udiar. Por no decir im posible" . " La vi salir a Cornelia con los oj os roj os de lágrim as. ¿Qué t iene esa niña, puedes decirm e?" . " Es niña. Conoces esa desdicha. Tú t am bién lo fuist e" . " Siem pre fui feliz. Feliz com o los páj aros" . " Hay niñas que sufren a los once años" . “ ¿Por qué a los once años?. Nunca he ent endido esas cosas. Explícam elas" . " Si no lo sabes, no puedo explicárt elo" . " Piensas que no soy sensible, ¿verdad?. Piensas que m i alegría es un poco absurda, un poco fría" . " No digas cosas que no sient es. Sabes que t e adoro" . " Cuando est am os rodeados de gent e, cam bias. Cam bias horriblem ent e" . " No seas pueril. Est ás m ás linda que nunca. Es la prim era vez que t e veo vest ida de am arillo" . " Es el color de los celos, el color de la ret am a" . " No eres celosa. En t u cuart o, en t u pelo, en t us m anos, hay un olor a ret am a, aun después de que pasó la época de su florecim ient o" . " Fui ret am a en ot ra reencarnación" . " ¿Ret am a o j azm ín?" . " Ret am a y j azm ín" . Me había escondido para escuchar la conversación. Elena Schleider, que m e vigilaba, se ent eró de t odo. Enfurecida, se lo dij o a m is padres, que t enían m uchos hij os y son m uy religiosos; ant e m i im pasibilidad, m e echaron de la casa. El cuent o del hij o fue m ent ira, pero gracias a esa m ent ira, m i t ía quiso prot egerm e y m e t om ó com o em pleada en su casa de m odas, a condición de que no m e dedicara al t eat ro. Elena Schleider am enazó m at arm e si m e encont raba con Pablo. A m i vez, para vengarm e, fingí enam orarm e de ot ro m uchacho; m i venganza result ó nefast a, pues m e enam oré, y Pablo com enzó a perseguirm e. ¡Con un aut om óvil m uy luj oso! . —¿Y t odavía est á enam orada?. —No. ¿Ust ed siem pre lleva bigot es?. —Cuando salgo solam ent e. Para ent recasa m e los quit o. —Quít eselos. —¿Por qué quiere suicidarse?. —¿Por qué lleva bigot es post izos?. —¿Por qué quiere suicidarse?. —No im port a por qué. Ahora t iene que m at arm e. 163 —Me ha cont ado una part e de su vida. ¿Acaso es la m ás im port ant e?. Falt a la ot ra. ¿No t uvo cinco, seis, siet e, ocho, nueve años?. ¿No t uvo viruela o rubeola?. ¿No t uvo m iedo de la oscuridad?. ¿No le cont aron cuent os?. —¿Quiere que m i vida se conviert a en Las m il y una noches?. Las personas a quienes det est am os son las personas a quienes les hacem os confidencias m inuciosas. Frent e a ellas no podem os m odificar nuest ra alm a. Siem pre est án ahí para recordarnos cóm o fuim os. —Me resigno. Para cum plir con m i prom esa, ust ed t iene que cum plir con la suya. —En est e m om ent o no podría seguir. Est oy m uert a. Quisiera ir a La Rosa Verde y llevarle de regalo a Crist ina el m aniquí. Quisiera saber si el hom bre ha m uert o. Es m i últ im a volunt ad. —Salgam os. ¿Podré pasar por m i casa para buscar el revólver?. Un revólver verdadero. —¿Ust ed cree que alguien puede perseguirnos?. —El revólver es para m at arla a ust ed. Prefiero est ar arm ado. Podría est rangularla o abrirle las venas, pero el revólver es m ás im personal. ¿Y est a cart a?. —Es m i cart a de despedida. —Dém ela. Todo lo que se refiere a su m uert e m e pert enece. —Me repugna su m anera de proceder. —¿Por qué besa su im agen?. —Porque inspira el deseo de besarla. —¿Y no hay que reprim ir los deseos?. —No. Mi im agen en el espej o es la m ej or part e de m í m ism a. Salgam os. Espero que apague las luces. ¿Pero qué es esa luz que se ve en las persianas?. —La luz de la luna. Buenos Aires es m i única ciudad desconocida. Siem pre es un puert o, al que acabo de llegar. —Los espej os son m uy im port ant es. Son el alm a de una casa. Los espej os rom anos eran pequeños y a propósit o para t enerlos a m ano. —No m e gust a ver m i perfil. Uno es cruel y el ot ro idiot a. Rom pería t odos los espej os. —¿Nadie oyó hablar del espej o ardient e o ust orio?. Se le dio ese nom bre, en la Edad Media, a un espej o cóncavo o parabólico que recogía t odos los rayos del sol en un punt o llam ado foco, donde el calor era t an grande que quem aba. ¡Qué sabia soy! . ¿No adm ira m is conocim ient os de hist oria?. ¿Arquím edes no abrazó en Siracusa la flot a de Marcelo; y Proclo, ingeniero del em perador Anast asio, no quem ó en Const ant inopla la flot a de Vespasiano, con espej os?. En el sant uario de Dém et er, en Pat ras, había una fuent e sagrada que alim ent aba un est anque, en cuyas aguas, com binadas con un espej o, se hacían adivinaciones. —Yo t am bién creo en la m agia, en los naipes, en la t ransm isión de pensam ient os, en la t elepat ía hum ana. —En un t em plo sit uado cerca de Megapolis, dice Pausanias que t odo el que se m iraba en su espej o se veía a sí m ism o m uy confusam ent e o no se veía en absolut o, pero las im ágenes de los dioses y sus t ronos relum brant es se veían con claridad. ¡Qué ext raña luz rosada ent ra por la vent ana! . Creía que est aba en Megapolis. Creía que era el am anecer. Qué ínt im as son las calles, en verano, aunque nos sint am os forast eros. Me olvidaba del m aniquí. —Me olvidaba de los bigot es. 164 —¿Por qué se disfraza?. —Para no reconocer a la gent e. —No se nada de t i. Creo que la confianza debe ser recíproca. ¿Por qué no m e hablas?. ¿Por qué no m e cuent as t u vida?. —Conozco part es im port ant es de t u biografía, no lo olvides. —Los acont ecim ient os de la vida no form an el caráct er de una persona. —Y la conduct a de una persona frent e a los acont ecim ient os ¿no indican el caráct er de una persona?. —De ningún m odo. Hay personas m uy difíciles de conocer. —Te conozco. A nadie he conocido t ant o. En el fondo quieres ocult art e, ocult ar t u verdadera personalidad. ¿Por qué no m e cuent as t u sueño de anoche?. —¿Qué obligación t engo de cont arlo?. —Es nat ural. ¡Qué púdico! . —Los hom bres son m uy púdicos. —Y las m uj eres m uy desconfiadas. No creo lo que m e dices. —¿Y para qué voy a m ent irt e?. —Para conocerm e un poco m ás de lo que crees que m e conoces. —No t e m ient o. Soñé que m e m at abas. —¿Quieres hacerm e creer que t uvim os el m ism o sueño?. Vam os a ver, t e m at é ¿Y qué m ás?. —Me arrancast e el cuchillo que est aba a punt o de clavart e. Mient ras t e abrazaba m e lo clavast e. —Te com port ast e com o una vulgar reina, en su vuelo nupcial. ¿Y el negro?. Ese negro que t enía un niño en sus brazos ¿quién era?. ¿Por qué usaba una m áscara?. —Era Claudio. Pero era t am bién el incendiario. —¿Cuáles serán t us deseos para que hayas t enido ese sueño?. —Qué absurdo eres. Pensar que pasaba t odas las m añanas frent e a La Rosa Verde y creí que la calle Esm eralda era una vulgar esm eralda. Cuánt os días han t ranscurrido desde ayer. —Pensar que pasabas t odas las m añanas a m i lado, sin verm e, y yo sin vert e. ¿Por qué vinim os a est e sit io?. Preferiría la m ism a prisión, con la vent anit a pegada al t echo, con las pilas de caj as de som breros. —No podíam os quedarnos definit ivam ent e allí. Nos hubieran com ido los rat ones. —Me reconcilié con los rat ones en est a casa. Tenían una m anera de m irar t an graciosa com o los rat ones que obedecían a San Mart ín de Porres. —Tengo m iedo. —¿De qué t ienes m iedo?. —No sé. —Est arás nerviosa porque no has dorm ido. Tienes m iedo del hom bre. ¿Tem es que haya m uert o o que no haya m uert o?. —No es eso. —Tienes m iedo de encont rarm e con gent e. —No. Tem o que Crist ina no viva, que nunca haya vivido. —¿Y ése es un m ot ivo para t ener m iedo?. 165 —Sí. Tengo m iedo de que Crist ina no exist a, que haya sido una aparición. Y si ella lo fuera, t am bién t ú lo serías. —Exist o. Exist es. Exist e el beso que nos dim os. —Jam ás nos dim os un beso. Si crees que nos hem os besado, es que has besado a un fant asm a. —Exist en las pilas de caj as, exist e el depósit o de som breros, exist en los adornos y los fielt ros. —Todo parece t an irreal. Tendría que last im arm e para saber si exist o. —No t e apresures. Siem pre hay algo que nos last im a. —Pero m e refiero a una herida de esas que sangran, a una herida hecha con un cuchillo. Por ej em plo, si t uviera un cuchillo m e last im aría. —No has dorm ido. Est ás nerviosa. —No t ienes im aginación. —Pero t engo m em oria. Tuvim os el m ism o sueño. Mi vida es m uy pobre. Si t e la cont ara, no seguirías cont ándom e la t uya. No hay t iem po para t ant as confidencias. En las sociedades secret as de indios am ericanos sólo se adm it en adept os que hayan t enido ciert os y det erm inados sueños. Sin esos sueños no pueden ent rar en esa sociedad. Nosot ros t uvim os el m ism o sueño... —Es ciert o. ¿No habrem os t enido desde que nacim os los m ism os sueños?. Cuént am e los t uyos. Habrás soñado m ucho ant es de conocerm e. Yo sueño siem pre conm igo. Cuando era m uy niña, t enía conversaciones con m i propia im agen. Le hablaba con un m illón de voces. De noche soñaba con est e espej o; t al vez fuera por influencia de m is lect uras: Alicia en el País de las Maravillas m e fascinaba. Dicen que en el m om ent o de m orir uno recuerda t odos los inst ant es de la vida. Al disponerm e a m orir est a noche, reviví frent e a est e espej o las sensaciones de m i infancia. —¿No piensas com o St endhal que " el am or es el m ilagro de la civilización" ?. —¿Todavía t ienes ilusiones?. —Todavía. —¿Cóm o t e llam as?. —Daniel. —Daniel. Es m i nom bre predilect o. En la Hist oria Sagrada im aginé a Daniel un m illón de veces, en la fosa de los leones. Tus oj os son t an claros que m e hacen creer en la verdad. Lást im a que nos hayam os encont rado el últ im o día. —¿El últ im o día?. —Sí, el últ im o día de m i vida. —A nadie se le ocurriría pensar que acabam os de conocernos y que por eso t endrías que serm e t ot alm ent e indiferent e, com o yo t e soy t ot alm ent e indiferent e. —Si sient es por m í la m ism a indiferencia que sient o por t i, est oy t ranquilo. Pero no j uegues t ant o. No podría hacert e sufrir. Jam ás podría hacert e sufrir. —¿Dej arías t odo por m í?. —Moriría por t i. Y t ú ¿vivirías?. —Hace m uy poco que nos conocem os. Y ahora t oda esa cuest ión del suicidio ¿t e parece absurda, verdad?. —¿Por qué prom et ist e m at arm e?. —Para evit ar un suicidio. ¿Quién es Crist ina?. —Es una niña de diez años. 166 —¿Y qué puede im port ar una niña de diez años?. —Es m ist eriosa, y adem ás t iene diez años, una edad bast ant e m ist eriosa. No sabem os qué hace ni sabem os si exist e. —¿Y qué va a hacer esa niña con el m aniquí?. —Le gust a m ás que una m uñeca. ¿Por qué no m e dices t us secret os?. —Te los diré si consient es en vivir. ¿Consient es?. —¡Cóm o voy a consent ir en cosas que no m e incum ben! . Felices los que m urieron o vivieron en la época en que no exist ían los espej os. Nada les im pedía quit arse la vida com o yo quisiera con est e inocent e vaso. Vet e. Quiero verm e a m í m ism a en el espej o. Lo que m ás m e gust ó en el m undo fue el agua: beberla, m irarla, im aginarla. En est e vaso la t engo presa, aunque est é m ezclada con ot ra cosa m enos pura. Me acercaré a besart e, espej o. Qué fresca, qué incont am inada, qué parecida a nadie eres. Pego m is labios a t us labios com o si nadie pudiera separarnos j am ás. Todas las fot ografías son espej os de lo que fuim os, pero no de lo que som os ni de lo que serem os. Dej a que m e m ire. Soy lo único que no conozco. Voy a beber algo m ej or que la vida. Por suert e ya sé t odo lo que no soy yo. Me acercaré al espej o. Quiero besarm e. Nada m e im pedirá besarm e. Nada m e im pedirá arrodillarm e. Tu boca, espej o, es fresca com o el agua. Me da m iedo. No exist e la dist ancia que nos separa, ni el frío helado de t u superficie lisa. Voy a m orir ahora m ism o. Me desvest iré, y quedaré desnuda. Tot alm ent e desnuda. Si alguien se acerca, que se vaya y m e dej e sola baj o la m irada m ía que pront o se t erm inará. Qué ext raño ruido. ¿De dónde proviene?. Lo oigo venir desde arriba, com o si algo se est uviera rom piendo. Hace t ant o que vengo a est a casa y nunca lo he oído. ¿Los rat ones se habrán m et ido det rás del espej o?. O bien algo se est á despegando en est a m ole gigant esca. ¿Por qué t e t engo t ant o m iedo, espej o, si ant es no t e t em ía?. Ant es m e acercaba, ahora m e alej o. ¿Me vas a m at ar?. ¿Te at reverás?. Moriré baj o t us crist ales. Me arrodillaré a t us pies. Me t aparé la cabeza con m is brazos para no ver caer t u cascada de vidrios. Qué porquería eres. Me buscaré a m í m ism a en t odos t us pedazos: un oj o, una m ano, un m echón de pelo, m is pies, m i om bligo, m is rodillas, m i espalda, m i nuca t an querida, nunca podré j unt arlos. —Poca voz m e queda. Los que m e buscan son las alim añas, los rat ones, el polvo. La m uert e de una persona no es igual a la m uert e de un espej o. No creí t ener est a suert e de m orir cont igo. Soñ a dor a com pu lsiva Había un m illón de m iradas en m is oj os, por eso pensé que un m ilagro m e había hecho nacer en un lugar de rocas y de m ar sin lím it es. Pensé m uchas cosas que no m e acercaban a la verdad y ya cansada dej é de m irar y resolví ent regarm e a la m agia sin t em or y sin rem ordim ient os. Había un m azo de cart as en nuest ra casa; lo t om é y lo ocult é baj o m i abrigo. Nunca nadie m e vio j ugar con naipes, ni m e enseñó ningún j uego... Trabaj aba en casa una m uj er que sabía t ej er y dest ej er y que afirm aba que el t ej ido se parecía ínt im am ent e a la m agia, y que cualquier t ej ido podía llevarm e a la adivinación del porvenir, sin dificult ad. Acept é la idea y así em pezó m i carrera de adivina. Todas las cosas que aquí relat o, o casi t odas, las soñé ant es de vivirlas. Guardo el m azo de cart as debaj o de la alfom bra del cuart o. Si m i m adre lo encuent ra, m e pone en penit encia. Yo no hago ningún m al en adivinar las cosas. Los ot ros días, al salir para la escuela, se m e acercó una señora m uy bonit a con la que soñé y, acariciándom e el pelo, m e dij o: 167 —Me han dicho que sos adivina, ¿es verdad?. —Es verdad, pero m am á no m e dej a serlo. Dice que el m undo es m uy inm oral y que no t engo por qué ent erarm e de lo que hacen las personas m ayores. ¿Por qué voy a ent erarm e?. Si yo adivino, adivino, y nadie m e cuent a nada. En m is sueños descubro t odo y los sueños no son pecado. La señora m e m iró sonrient e. —Esas son cosas de personas m ayores —dij o—. Si vos no fueras la hij a de t u m am á, esa señora no t e hubiera dicho esas cosas. A lo m ej or t iene m iedo de que adivines los secret os de su casa o de sus am igas. A m í m e parece m uy nat ural. Yo est oy de acuerdo con vos y m e parece que vas a ser una persona m uy im port ant e, porque van a venir a consult art e de t odas part es del m undo. Ahora ¿vas al colegio?. —Sí. Tengo que apurarm e. Son las ocho. —Miré el reloj de pulsera y vi que eran las ocho m enos cinco—. —Tengo que correr. La señora se agachó y m e dij o: —Me llam o Lila. ¿No t e olvidarás de m í, verdad?. ¿Te gust an las flores?. Ent onces t e acordarás de m í cuando pienses en las lilas. ¿Y vos cóm o t e llam ás?. —Me llam o Luz. Y com o ust ed siem pre est ará viendo la luz, se acordará de m í, ¿no es ciert o?. La señora m e dio un beso y yo salí corriendo. Cuando llegué al colegio, pensé que era t arde. Me disculpé con una m ent ira. Dij e que m e había caído y para que pareciera real m e at é un pañuelo alrededor de la rodilla, com o en m is sueños. En cuest iones de hist oria y de geografía, m i don de adivinación no funcionaba. En m at em át icas, t am poco. Yo necesit aba algo hum ano, apasionado y lleno de com plicaciones. Est udiar no m e gust aba. Cuando volví a casa, m i m adre m e esperaba en la puert a. Me pidió que le m ost rara los cuadernos. —Qué desprolij a —m e dij o—. Nadie dirá que est e cuaderno es de una chica de once años. No com prendo por qué no sigues nuest ra cost um bre de m ant ener t odo en orden. Yo la oía hablar pensando en ot ra cosa. Pensaba en la señora que m e había t rat ado t an bien en la calle y que m e adm iraba por m i sabiduría. Mi m adre frunció el ceño y m e dij o: —Si seguís así, voy a t ener que ponert e en penit encia. Creés que sos una persona m uy im port ant e, a t u edad. ¿No sabés que el orgullo es el peor de los pecados?. Le cont est é: —¿Por qué va a ser el peor?. La concupiscencia es peor, el coit o. —No hables de cosas que no sabés. Durant e est a conversación, dist raídam ent e, pues soy m uy dist raída, levant é con la punt a del pie la alfom brit a de m i cuart o, donde est aban escondidas las baraj as. Mi m adre m iró con espant o. —¿Por qué t enés encondidas esas baraj as?. Son las baraj as de t irar a la suert e. Las usan las adivinas. Por algo las has escondido. Vos no das punt ada sin nudo. Me arrodillé para j unt ar las baraj as por donde se asom aba la reina de corazones, igualit o que en m is sueños. Mi m adre m e dij o: —Dam e las baraj as inm ediat am ent e. —No t e las puedo dar porque m e las prest ó una chica del colegio. —Dám elas inm ediat am ent e. 168 —¿Quieres que m e port e m al con ella?. Le prom et í devolvérselas y no dárselas a nadie. —No m e int eresan t us prom esas. ¿Cóm o se llam a la chica?. —Rufina Góm ez. —No m e dij ist e que esa chica era am iga t uya. —¿Acaso voy a pedir perm iso para t ener una am iga?. —Perm iso no, pero ocult arlo t am poco. —Sépaselo que yo no ocult o nada. Si ust ed no adivina, no es m i culpa. Más buena eras en m i sueño. —¿Dónde aprendist e a hablar con t ant o orgullo?. —En est a casa. Ust ed es la única orgullosa. —Est e diálogo ridículo t iene que t erm inar. Dam e las baraj as. Le di las baraj as. Son unas baraj as m uy bonit as. Rufina Góm ez casi nunca j uega con ellas, ni siquiera aprendió a t irar las cart as. Adem ás, es facilísim o, porque cada cart a lleva escrit o en francés lo que le va a pasar a la persona que le t oca la cart a. Uno no sabe nada, en realidad; sim plem ent e baraj a varias veces, coloca una por una sobre la m esa y, después de cont arlas una por una, va saliendo la cart a que pert enece al consult ant e. Es divert idísim o. Pero ya no podía t ener esas cart as y m e arreglaría lo m ism o con cualquier t ipo de cart as. En el fondo, la adivinación es una cosa m uy fácil: las personas que t e consult an t e dicen sim plem ent e lo que les va a pasar, el caráct er que t ienen, la edad, las enferm edades, los peligros que les am enazan, t odo, t odo lo sabe el consult ant e y t e lo dice pregunt ándot e: " ¿Ust ed cree que voy a ser desdichada?" o " ¿Ust ed cree que voy a ser m uy feliz?" o " ¿Ust ed cree que m e voy a enam orar?" o " ¿Ust ed cree que m e van a ser infiel?" . Todo est á ya adivinado. Uno no t iene que hacer ningún esfuerzo. Aquella noche m e acost é pert urbada. No por rem ordim ient o, lo confieso. Pensé que m i m adre est aba t an alej ada de m í que ni siquiera sabía que m e había ofendido. Tengo once años. ¿Cóm o es posible que se m e hable en est a form a?. En est a época en que vivim os, a los niños se los respet a com o a los grandes. ¿Con qué derecho m e hablaba de esa m anera?. Si le digo a m i m adre que m i carrera es la adivinación, creo que m e insult a. Trat aré de decírselo en m i sueño. No sé el t iem po que t ardaré en ser una persona respet able, pero creo que esperaré con paciencia. Buscaré un lugar ret irado para inst alar m i consult orio, y t odo el m undo vendrá a pedirm e consej os y yo usaré las baraj as com unes, para que no digan que lo hago por diversión. Apago la luz. Quiero dorm ir y no puedo. No pienso en ot ra cosa que en el t ipo que m e habló el ot ro día en la calle. Ant es de verlo personalm ent e lo vi en un sueño. Era rubio, era alt o; pero no era eso lo que m e gust aba: era el color de sus oj os azules verdes violet as. Nunca sabré de qué color eran sus oj os. Tal vez si lo supiera no m e gust arían t ant o; pero t am bién su voz era única, esa inflexión ext raña cuando decía: " Qué t al, cóm o t e va" o " Querés que t e lleve al cine; no, porque sos m uy chica. Seguram ent e no t e dej an" . Y vos ¿cuánt os años t enés?, le pregunt é. Cont est ó: " ¿Yo? Diecisiet e. ¿Qué t e parece?" " A m í, nada. ¿Qué querés que t e cont est e?" . Después de est a conversación no nos vim os. Tendría que averiguar su nom bre. Voy a consult ar las cart as. Mezclé las baraj as y las ext endí sobre la m esa. Mam á había salido. Cerré los oj os: es la m anera m ás segura de adivinar. Cerré los oj os y abrí las m anos. ¿Cóm o se llam ara? pensé, pero ningún nom bre venía a m i m ent e. Trat é de soñar. Si est a vez adivino, soy una adivina. Pensé en t odos los nom bres que exist en hast a que llegue a uno solo: Narciso. No es porque m e gust a. Ninguno podría cont ent arm e salvo ést e. No com prendo por 169 qué. Busqué a m i alrededor t odos los nom bres hast a encont rar el que buscaba. Finalm ent e m e dej é caer en un sillón y pensé que se llam aba Arm indo. ¿Por qué Arm indo?. Me di cuent a, no t enía que dudar de m i int uición. Al día siguient e a salir del colegio lo vi venir hacia m í. Me dij o: —Cuánt o t iem po que no t e veo. ¿Sabés que t e ext raño?. —Arm indo, yo no t e ext raño —le cont est é—. —¿Cóm o sabés que m e llam o Arm indo?. —Un sueño m e lo dij o. Arm indo es un nom bre com ún. Cualquiera se llam a Arm indo. —Yo no soy cualquiera. —Yo t am poco. Nos despedim os sin m irarnos y sin la esperanza de volver a vernos. Yo m e encerré en m i cuart o, y m am á m e pregunt ó: —¿Por qué t e encerrás?. —Porque m e gust a est ar encerrada. Hay t ant a gent e en est a casa. Prefiero el silencio absolut o. —Pero no t enés edad para im poner t us gust os. —¿Hay una edad?. —No sé, pero creo que una niña de t u edad no t iene el derecho de hacerlo, de ningún m odo. Me levant é del asient o y corrí fuera del cuart o porque no m e int eresaba el diálogo. Me asfixiaba. En el colegio las cosas no andaban bien. Le dij e a m am á que est udiar no m e gust aba y m e cont est ó con la m ism a insolencia de siem pre. —Seguirás est udiando hast a que t e recibas. Fue aquel día cuando t uve un sueño ext raño. Soñé con un perro que m e seguía por t odas part es. Lo adopt é. Era divino, blanco, con m anchas negras y m e hablaba. Me hablaba de su vida, com o una persona grande. Durant e el día no hice m ás que ext rañarlo. Hast a que de pront o, com o por encant o, en un m om ent o en que alguien dej ó la puert a de la calle abiert a, apareció. Se acercó a m í y se acost ó a m is pies. Tenía un collar de cuero con clavit os y su nom bre escrit o en let ras doradas: Clavel. " Clavel" le dij e, le di un beso, no en la boca porque m i m adre no m e lo perm it e, y lo acaricié hast a la hora de dorm ir. Le preparé una cam a con un alm ohadón y una sábana pequeña. Mi m adre m e dij o: —¿Dónde encont rast e est e perro?. ¿Alguien t e lo regaló?. —No, m am á. Nadie m e lo regaló. —Ent onces... ¿cóm o se llam a?. —Clavel —le dij e—. Es m ío y nunca lo olvidaré. Est a circunst ancia nos unió a m am á y a m í. No nos pelearíam os m ás. Dej ó que el perro durm iera conm igo y es raro im aginar que m i m adre em pezara a creer en m i poder de adivinación no se por qué m ist erio y m e pregunt ara, si alguien se enferm aba: —¿Qué t endrá esa persona?. ¿Qué rem edio le daré?. Yo le aconsej aba rem edios raros que había oído nom brar, y ella en seguida los aplicaba con éxit o y m e agradecía. Un día m e present ó a la fam ilia. Yo no sé si era en brom a o en serio. —Aquí les present o a nuest ra pequeña adivina. Consúlt enla. Ella sabe t odo lo que va a suceder. 170 Fue así com o m e volví abiert am ent e adivina y salí unos años después en un diario con Clavel. Anunciada con un t it ular en let ras grandes LA ADI VI NA COMPULSI VA. Pero t engo que relat ar los vast os experim ent os de m i vida. Ust edes saben que yo t enía un pelo m uy bonit o y enrulado, unos oj os t an m ist eriosos que t odo el m undo que los m iraba no los olvidaba nunca. Mi m adre t enía una bout ique donde vendía ant igüedades invent adas y a veces verdaderas. Trabaj é para ella y recuerdo que m is invenciones t uvieron m ucha suert e. Un ángel que arm é con cart ón y plum as de palom a fue m uy solicit ado. Me respet aban no sólo por adivinadora sino com o art ist a. Ganam os m ucha plat a. Una fam ilia nort eam ericana m e encargó varios adornos, que form é con m is m anos. I nvent é baraj as para adivinar la suert e y t odas fueron especialm ent e inst ruct ivas. Una t arde, en la bout ique, donde ayudaba a m i m adre en la vent a de obj et os, apareció Arm indo, com o en m is sueños. Se dirigió direct am ent e a m í. De pront o m e dij o: —¿Qué hacés aquí?. Te esperé varios días en la esquina de t u casa pensando que no m e habías olvidado. Tam bién t e esperé a la salida del colegio. ¿Crees que por ser una niña cualquiera puedes perm it irt e insolencias com o las que t e perm it es?. A m í no m e gust a t u m anera de ser, com o no m e gust an t u peinado ni t us oj os ni los adornos que llam an ant igüedades en la bout ique de t u m adre. No m e gust a nada de lo que se refiere a vos. Me acerqué t apándom e las orej as. ¿Dónde est aría el encant o que yo le había descubiert o el prim er día en que lo vi?. Le dij e con una voz difícil de reconocer: —Váyase de aquí inm ediat am ent e —y, viendo que no obedecía m is órdenes, llam é a Clavel y le dij e en alem án fass, que significa " chúm bale" . Clavel salió de debaj o del piano donde est aba dorm ido y se abalanzó sobre Arm indo. Le m ordió un brazo hast a que brot ó sangre. Herido por el perro, Arm indo salió grit ando: —Me las vas a pagar, put a del diablo. Salió de la bout ique. Nadie quiso int ervenir en la ridícula disput a y Clavel volvió a su lugar debaj o del piano. Por suert e m i m adre no oyó la palabra " put a" , que no le gust a. A m í t am poco. Aquella noche t uve un sueño prem onit orio. Dorm ía en m i cam a t ranquilam ent e cuando ent ró Arm indo con el propósit o de violarm e. ¿Traía un cuchillo en su abrigo?. ¿Yo lo sent ía?. Si Clavel le ladraba, Arm indo ¿lo iba a m at ar?. Nada de t odo eso sucedió. Mis sueños ya sabían que yo no les obedecía. Arm indo se acercó a m i cam a, sacó el cuchillo y m e lo clavó en el corazón, única m anera de m at arm e; pero no m e m at ó ni sent í dolor. Me reí de él hast a las lágrim as. Cuando despert é, la vida siguió su curso y fue después de m uchos días en que la noche no m e perm it ía dorm ir cuando llegué a la convicción de que Arm indo m e am aba incont rolablem ent e y que yo era una adivina que peleaba cont ra sus sueños. Soñé que subía al alt illo, con una canast a con bot ellas. La escalera era m uy em pinada y en la oscuridad perdí pie; fui cayendo del quint o piso, del cuart o piso, del t ercer piso, del segundo piso y seguí cayendo, sin pisos ya, en la oscuridad. No era un sueño, era una pesadilla. Al caer sent í ruido del ascensor, los cables se ent rechocaban, m e envolvían, m e dest ruían. Pensé que nunca m e despert aría y m e pareció que m e encont raba en la iglesia. Cuando despert é, no sabía dónde est aba. Tem blando m e levant é de la cam a. Ent onces resolví inflexiblem ent e ir cont ra m is sueños. 171 Nunca subía al alt illo. Al día siguient e resolví subir llevando una canast a, com o en m is sueños. Subí con cuidado. Llegué arriba aliviada. No m e pasó nada. Pocos días después volví a subir con libros, cien libros y revist as. Subí con cuidado, un infinit o cuidado. Día t ras día subí descalza por la escalera del alt illo llevando diferent es cosas y cada vez lo hacía m ás rápidam ent e, sint iendo el alivio de desobedecer a m i sueño. Mat aba m is sueños. Fui dest ruyendo m i poder de adivinación para no m orir j am ás. Clavel m e seguía. Arm indo vino a buscarm e varias veces en sueños. Después, al despert ar, no quise verlo. Soñé que m e casaba. El sueño de m i boda quedó fot ografiado en las paredes de m i dorm it orio. Cerré los oj os. Sólo acept é un vest ido precioso que t engo puest o y una pulsera de oro verdadero. ¿Qué adivina t iene la fot ografía ant icipada de un am ado de oj os azules verdes violet as que m e sirven de noche de velador?. ¿Qué adivina ha logrado que sus sueños queden fot ografiados en las paredes de su dorm it orio?. Soy una adivina m uy especial, sin duda. Y a pesar de ir cont ra m is sueños, sigo siendo, pobre de m í, una adivina. En la escuela m e pusieron el sobrenom bre de ext rat errest re. Mi caráct er había cam biado. Ya no m e im port aba nada. Era m uy at revida y recuerdo que, en los j ardines donde había colum pios, m e lanzaba en el aire com o si t uviera alas. Mis sueños com enzaron a cam biar. No soñaba con Arm indo ni con m is am igas; t odo se parecía a lo que veía en el cine y en el t elevisor. Pensé que podría invent ar una hist oria que despert ara la curiosidad de t odo el m undo, pero t enía que vivirla, porque cont arla no era bast ant e. Fue en aquella época cuando m e saqué un prem io en los j uegos para niñas de los concursos de la t elevisión y m e saqué un pasaj e a Bariloche, con pat ines para pat inar en la nieve. En m i sueño, en cam bio, el calor era horrible. Había que bañarse en el agua del Río de Janeiro. No quería vivir aquel sueño. Un conj unt o de ropa t ej ida incluía el prem io. Mi m adre m e regaló una valij a m uy bonit a, que t odavía conservo. Ahí puse la ropa de lana, el gorrit o y los guant es. La noche del día en que recibí el prem io, no pude dorm ir. Teníam os que t om ar el m icro de excursión a las siet e de la m añana. A las cinco ya est aba list a, pero las ot ras chicas llegaron t arde y, com o yo ya no dependía de m i sueño para guiarm e, visit é el lugar donde llegan los t renes, en Const it ución. Tom é un café m uy calient e y, aunque digan que el café pone nerviosas a las personas, m e t ranquilizó. No m e había despedido de m i m adre, pero eso no m e preocupaba, de m odo que, cuando subí al m icro, m e sent í liviana com o un páj aro y t an feliz que t odas m is com pañeras m e envidiaban. " ¿Envidiarm e? ¿A quién im port a que la envidien?" . A m í m e parecía m uy divert ido y que form aba part e de m i avent ura. Me olvidé de m i casa, del j ardín, de t odas las flores: iba a conocer ot ro m undo, m ucho m ás divert ido, ot ras caras. Si los hom bres se est uvieran viendo t odo el t iem po t al vez nunca llegarían a quererse. Habría que ver t odos los días a personas dist int as. D e l color de los vidr ios ¿Hay algo m ás t errible que perder algo? ¿Poseer algo? ¿Encont rar lo que hem os perdido? ¿Volver a poseer lo perdido?. Todo por m om ent os parece t errible, pero en ese preciso inst ant e se t rat a de haber perdido lo que m enos vale: he perdido un cuent o y es t an im port ant e ahora que m e hace olvidar t odo el rest o de cuent os infinit os que he perdido. Perder algo es un poco com o t om arse unas vacaciones, siem pre que uno olvide la inquiet ud que produce. Lo m ás t errible es sent ir en nuest ra vida, en la que t odo parece repet irse, la 172 incapacidad de volver a escribir un cuent o que hem os perdido. Lo perdido est á inexorablem ent e perdido porque la luz que ent ra por la vent ana es ot ra, porque la pena o la dicha de vivir que t enem os es ot ra, porque la gent e que querem os y nos rodea, de pront o es ot ra y aunque sea la m ism a, porque la perra que t eníam os ha m uert o y ot ra palabra le diríam os para consolarla y el desorden del cuart o en que la m iram os es ot ro, porque el pan que nos t raen y la frut a es ot ra. Pero el cuent o t am bién en la m em oria se va m odificando hast a llegar a ser el m ej or cuent o del m undo. ¡Con qué nost algia lo recordam os! . Qué insulsos result an los cuent os de Las m il y una noches, los policiales de Chest ert on, los t an sensibles de St evenson, los de Dino Buzzat i, que no t odos m e gust an, los de Kafka. ¡No! Los de Kafka nunca dej an de ser los m ej ores del m undo, podrían com pet ir con cualquier cuent o m ío perdido en un cofre m ágico que acent úa sus virt udes, com o algunas fot ografías donde éram os m ej or de lo que som os, no porque fuéram os m ás j óvenes, sino porque no habíam os t odavía adquirido la m ala cost um bre de parecernos a nosot ros m ism os, por inercia, increíblem ent e, por inercia, aunque haya m ot ivos para creer que es por volunt ad propia y por conveniencia, ya que siem pre la personalidad est á de m oda y la seguim os involunt ariam ent e, con ciert a m algast ada inocencia. Sea dicho de paso: perder las cosas est á de m oda. ¿Los am ericanos no han invent ado un m illón de cosas descart ables?. Los plat os, las j eringas, los senos, los oj os ( o part e de los oj os: el crist alino por ej em plo) , las servillet as con su m ant el floreado. ¿No será para educarnos que han invent ado ese subyugant e infierno descart able?. Pero que les t oque a los cuent os esa m elancólica suert e duele, com o duele la ext racción del crist alino. Y da la casualidad que m i cuent o se t it ula " El cuent o de vidrio” y no de crist al, porque dem asiado luj oso es y m i cuent o se refiere al vidrio de las bot ellas y no del crist alino. En una casa bast ant e abandonada, así em pieza el cuent o, de noche o a dist int as horas del día, se oye ent rechocar bot ellas. Son las bot ellas que llegan a la casa donde vive I nés, que est á de novia y t an enam orada que no se ent era de nada de lo que sucede en la casa ni fuera de ella. Durant e un t iem po indet erm inado viví en una casa de cuat ro pisos const ruida en la época de los m ont aplat os, de los m osaicos decorados con figuras de flores y de plum as, y de los pat ios con j azm ines frescos o m archit os. No diría que es una casa de inquilinat o porque en m i fam ilia no se usa la palabra; m ás bien se usa la palabra pet it hot el, o casa am ueblada, o algún ot ro apelat ivo cariñoso o no, que le corresponde. Yo era " el encargado" ; nunca se sabe lo que est a palabra quiere decir, pero represent a algo m uy im port ant e para m í. Todo nació de m is celos, que nadie adivina. Yo t enía quince años, y ahí em pezaron las vent aj as de las desvent aj as. Aunque sea buen m ozo, parezco un viej o. No supo ningún m édico dar un diagnóst ico adecuado para buscar el m odo de corregir m i defect o; t am poco pudo revelar de dónde provenía el m al que m e aquej aba. " Aproveche, aproveche, señor" , se lim it ó a decirm e con sum o respet o el facult at ivo. " Mi diagnóst ico es senilidad precoz. Busque un t rabaj o de responsabilidad bien rem unerado; t iene quince años y parece de cincuent a o t al vez m ucho m ás. Si en m i bolsillo t engo quince m il pesos y descubro que est os quince m il pesos son m ás de sesent a, ¡qué alegría! " . Y para m í qué t rist eza. Fue así com o m e nom braron encargado de la casa. En verdad que era un t rabaj o de gran responsabilidad. Si se com et ió un robo, " hay que decírselo al encargado" ; si hay rat ones, " hay que decírselo al encargado" ; si se rom pe un caño o se com et e un crim en, " hay que decírselo al encargado" . ¿Y yo a quién se lo decía?. Me lo t ragaba. Sufrir es m i especialidad y por eso el am or significa para m í, m ás que un placer nat ural, una cura de reposo, porque m i novia es j oven, cariñosa, m e adora, de m odo que a m is preocupaciones responde con " qué im port a. Lo 173 im port ant e es el am or" . La cuest ión es que m e preocupé por t odo, porque soy, a pesar de la influencia benéfica de m i novia, honest o y observador. Desde hacía algún t iem po la casa —ej em plo del orden y de la lim pieza, gracias a m is cuidados— em pezó a llenarse, no digo de rat ones: de bot ellas, algunas con rest os de algún líquido, ot ras vacías. Est o fue un secret o que m ant uve sin com unicarlo a nadie porque m e parecía la obra de un fant asm a y m e da vergüenza creer en fant asm as. A decir verdad, al principio no m e preocupé dem asiado; adem ás, com o es difícil conseguir buenas bebidas, j uzgué que esa invasión de bot ellas convendría para conseguir con m ás facilidad y m ás econom ía, con t ant os envases vacíos, cualquier bebida. Un hom bre corpulent o y at revido las t raía y las dej aba en la dependencia de la cocina, pero nunca averigüé quién había m andado a ese hom bre con esa carga, y de dónde venía. Las bot ellas t enían vida propia. Paulat inam ent e, con sagacidad ( diría) , invadieron ot ras part es de la casa, pero, debido a que siem pre elegían lugares oscuros, pasaban inadvert idas. De noche em pecé a oír el ent rechocarse de las bot ellas que subían por el ascensor y recibían golpes cuando se abrían y se cerraban las puert as. Est o sucedía en lo m ás profundo de la noche, cuando la gent e dorm ía. En varias oport unidades m e levant é para revisar la cocina y sus dependencias y alguna vez creí ver dos bot ellas que se m ovían solas; no lo com ent é con m i novia porque t em í que m e t rat ara de em bust ero o de loco. Es ciert o que la m andaba con bot ellas a la calle, sin consideración, para que las sacara de la casa. Adm it o que era un abuso de confianza. Yo no t enía t iem po de ocuparm e de t ant as bot ellas. Las llevaba en una bolsa de fibra y baj aba con el cargam ent o por el ascensor, pero por cada bot ella que sacaba le j uro que aparecían t res m ás, com o si les hubieran dicho " creced y m ult iplicaos" y hubieran obedecido inm ediat am ent e. Yo oía a m is vecinos exclam ar: " El viej o degenerado anda con una chica; hast a le regala bot ellas. A qué degeneración ha llegado el m undo con est a libert ad sexual" . Mi novia t ardó un t iem po en advert ir la invasión que azot aba la casa, pero nunca se alarm ó ni se disgust ó. Nunca pensó que t uvieran la culpa m is celos. Generalm ent e a m edianoche conversábam os en el hall de ent rada, al pie de una escalera int erior, apart ada del lugar donde ent raba y salía la gent e. Nada m e avergonzaba. Nos t om ábam os de la m ano y conversábam os en secret o y el t iem po se dem oraba y t ransform ábam os cinco m inut os enriquecidos de cariño en una larga noche ent era. Un día m i novia quiso que nos viéram os en el sit io donde había m ás bot ellas; era un lugar m ás solit ario y t al vez se había propuest o prodigarm e, o que yo le prodigara, caricias m ás at revidas, pero su nat ural t im idez, unida a la m ía, la ret enía siem pre con algún pret ext o y est a vez fue el color delirant e de las bot ellas. La luz que proyect aban era en efect o t an ext raordinaria que em pecé a reconciliarm e con esos obj et os. Por haberm e sent ido culpable durant e t ant os días de la inesperada aparición de las bot ellas, cuya proliferación no podía evit ar, m e había puest o nervioso, casi huraño. Aquel día olvidé el desagrado y m e abandoné al placer de cont em plarlas. Me sent í feliz de que fueran m uchas, y m ías, y herm osas. Concebí, sin saberlo, la idea de ut ilizar para algún fin esas bot ellas, cuyos vidrios t enían el color de t odos los verdes, desde el verde veronés al verde esm eralda; de t odos los am arillos, desde el am arillo lim ón al am arillo anaranj ado; de t odos los m arrones, desde el m ás oscuro hast a el ocre m ás claro. Hice m arcos con pedacit os de vidrios rot os, que parecían piedras preciosas; hice vasos con incrust aciones en form a de flores, con diferent es t onos de vidrios; hice una m acet a capaz de deslum brar a cualquiera que no supiera cóm o la había 174 hecho; aun hice un barco, que m et í adent ro de una de las bot ellas de cuello m ás ancho. —En est e m undo ya hay casas de vidrio. No es una novedad —le oí decir a una viej it a—. —No m e pert urbe, señora. ¡Qué m ierda m e im port a lo que ust ed ha vist o! —Mis nervios m e llevaban a hablar de m al m odo—. Poco a poco, insensiblem ent e, advert í que, al pasar por los t errenos baldíos o por las plazas donde hay am ont onam ient o de basura, m i novia y yo, com o siguiendo un m andat o, buscábam os bot ellas con nuevas form as, nuevos colores, nuevos t am años, nuevas t ransparencias. Un día ent ré en un negocio, donde había vist o en el escaparat e una bot ella de form a y color t an ext raños que m e vi obligado a com prarla a pesar del precio. Cuando llegué a la casa vi que t enía, at ada al cuello, una t arj et a, con un nom bre. ¿Sería un nom bre?. Leí claram ent e Kafka. Subí a la azot ea para rom per la bot ella. Pensé que a m i novia no le gust aría descubrir ese nom bre. Me daba vergüenza que alguien oyera el est am pido de un vidrio que m e había cost ado t an caro. Pero el ím pet u de la creación, en un art ist a inspirado, puede ser cruel. Tom é la bot ella, la est rellé cont ra la pared de la azot ea, cubiert a por una enredadera; del cont enido se desprendió un perfum e que m e gust aría t ener en el m om ent o de abrazar a m i novia. En el oj al de m i cam pera coloqué una ram it a em papada en el perfum e. El olor se desvaneció en seguida. Debía de ser un perfum e falsificado. Ot ro día, en una casa de ant igüedades, vi unas bot ellas ext rañas, alineadas en un est ant e, de color caram elo. Una t enía la form a de una m ano em puñando un revólver, ot ra de una señora vest ida con una larga t única, ot ra de un perro sent ado, con las orej as erguidas. Ent ré a averiguar los precios: eran carísim as. Para pagar la bot ella que t enía la form a de una m ano em puñando un revólver y que resplandecía com o si fuera de oro, vendí una cadenit a que m e había regalado m i m am á. El color de esa m ano, t al vez se debiera al agua con anilina que cont enía, com o los frascos que se usaban ant iguam ent e para decorar los escaparat es de las farm acias. Cuando com pré la resplandecient e bot ella en form a de m ano, el vendedor le quit ó el agua con anilina; no por eso el vidrio perdió su fulgor. Llegué a la casa com o la ot ra vez, con el paquet e ent re m is m anos: subí corriendo la escalera que llevaba a la azot ea, con t an m ala suert e que el paquet e se m e cayó, j ust o en el m om ent o en que ent raba la dueña de casa, que venía a vigilar el est ado del est ablecim ient o. El est am pido de crist ales fue t an evident e, que la dam a subió a m i encuent ro. Al ver m i pert urbación, quiso saber qué había dent ro del paquet e y t uve que abrirlo. Sólo quedaba int act o el revólver de crist al. La dam a frunció el ceño y pregunt ó: " ¿De dónde proviene est e adorno t an valioso?" . Le respondí la verdad, pero no llegué a decirle para qué lo había com prado, ni el sacrificio que significó para m í. Hice m al, porque sin duda la dam a creyó que lo había robado. " Me parece que est e t rabaj o no es para vos" , m e dij o m irando los pedazos de crist al com o si fueran el sím bolo del bochorno de la casa y agregó despreocupadam ent e: " Hace t iem po que lo vengo pensando. Luego hablarem os. Llám alo a Ram ón para que barra los vidrios" . Ram ón es el peoncit o que hace la lim pieza. " Yo puedo hacerlo" , prot est é alarm ado, t em iendo que pudiera robarm e algún pedacit o de vidrio. " At endé a t u t rabaj o. Gat o con guant es no caza rat ones" . Miré m is m anos. Tenía puest os los guant es que m e regaló m i novia. ¡En qué podían ofenderla m is m anos enguant adas! . A los pocos días m e avisaron por t elegram a que quedaba despedido. No lloré; guardé m is lágrim as para ot ras cosas. 175 Mi novia llegó esa noche con el bolet o de una rifa. Había ganado una casit a prefabricada en Berisso. " Nos casarem os" , dij o. Nunca la había vist o t an resuelt a. Prot est é: " No puedo, no puedo; m e han despachado de m i t rabaj o" . " Podem os" , respondió m i novia. " Vam os a vivir en Berisso. Trabaj arás con el cam ión am arillo de m i t ía" . Nos casam os sin inconvenient es, pues habían falsificado la fecha de nacim ient o de m i cédula de ident idad. De la casa enorm e sacam os t odas las bot ellas y chucherías que había fabricado y que llevam os en el cam ión, con una cam a. ¡Qué cam a! . Los vecinos creyeron que llevábam os escom bros en las bolsas cargadas de vidrios rot os. Mi volunt ad se cum plía. Nos inst alam os en Berisso. I nst alarse es una m anera de decir, porque sólo disponíam os de la cam a. Recibim os regalos: m uebles viej os y rot os, que arreglam os pacient em ent e. De pront o se m e ocurrió una idea ext raordinaria. Hacer una casa con pedazos de bot ellas rot as, pedazos de t odos los colores y de t odas las form as. Trabaj é en su const rucción desde m is quince a m is t reint a años. Vendim os la prefabricada, para com prar m ás bot ellas. Toda la casa es de vidrio por dent ro y por fuera; por dent ro los m uebles, los pisos y los cielos rasos, vent anas y puert as; por fuera t odo el frent e. A t odas horas el público nos verá haciendo t odo lo que se hace en la int im idad: arrodillarnos, lavarnos, peinarnos, bañarnos, buscar envases de polvos y de agua de Colonia, barrer, cocinar, rem endar, lavar, planchar. —¡Qué indecent es! —grit an de afuera las voces curiosas—. Vinieron a ver nuest ra obra m uchas personas, de t odas part es de la República. Las im ágenes que veían eran raras. Las raj aduras de los vidrios deform aban los cuerpos, las post uras, los m ovim ient os. Si besaba la boca de m i novia, para los observadores de afuera, besaba su zapat o; si acariciaba su frent e, acariciaba una bot ella; si aspiraba el perfum e de su pecho, aspiraba el perfum e de un pañuelo, com o si llorase. Las raj aduras del vidrio invent aban post uras, las m ult iplicaban, pero nunca reflej aban la verdad. Los t urist as t om an el óm nibus con un guía que les explica la m iseria en que hem os vivido durant e t ant os años hast a const ruir la casa; la variedad de bot ellas, aun la m arca y el año del agua de Colonia que hem os ut ilizado. Lo que no sabían era que t odo fue obra de m is celos. Para realzarlo, agregué años a nuest ro t rabaj o; pusim os un precio elevado para las ent radas y perm it im os visit as m uy breves. Ganam os dinero. Tuvim os que colocar cort inas con dibuj os especiales, que nos cost aron m ás que el rest o de la casa, para que en algún m om ent o del día no nos vieran de afuera, porque som os celosos de nuest ra int im idad. A la puest a de sol, la casa parece const ruida con piedras preciosas. Quien no la vio no sabe lo que es la belleza. Som os t an felices que a veces nos inquiet am os y exclam am os: " ¡Qué nos irá a pasar! " . Bueno, viene algo, una sorpresa: los hij os que vam os t eniendo, t odos con oj os del color de los vidrios m ás preciosos que brillan dent ro y fuera de nuest ra casa. No queríam os que fueran t ant os, pero si Dios los m anda t enem os que acept arlos; es ciert o que no nos dan ningún t rabaj o porque fascinados por el brillo y el color de los vidrios duerm en, o cant an o ríen t odo el día. Se last im an a veces un poquit o con la punt a de un vidrio, pero el color de la sangre roj a sobre el verde o el naranj a obra com o sort ilegio; al verla dej an de llorar inm ediat am ent e. 176 Nuest ra am bición fue hacer una Virgen de Luj án en la puert a de ent rada, pero el celest e del m ant o ¿dónde encont rarlo?. Toda dificult ad se vence cuando uno cree que va a vencerla, y desde luego encont ram os el vidrio de una bot ella celest e para el m ant o. La felicidad, com o la desdicha, no t iene lím it es. Nuest ra casa ha adquirido una part icularidad fant ást ica: en nuest ra im aginación se desplaza. No depende de nuest ra volunt ad ni de nuest ros proyect os el lugar adonde vam os. Un día est am os en San I sidro, ot ro en Dolores, ot ro en Las Flores, ot ro en Rosario. Tenem os t arj et as post ales y fot ografías. Todo est o nos da prest igio. Últ im am ent e llegam os a Córdoba, a Mendoza, a Tucum án; salim os de nuest ro t errit orio, visit am os las cat arat as del Niágara ( se nos llenó la casa de ruidos est ruendosos de agua, se nos m urieron los canarios rosados) , pero com prendim os que est os vuelos eran m eros vuelos de ensayo y que pront o nos encont raríam os en Europa, en África, en Aust ralia, en España, ¡ah, España! , en cualquier part e del m undo. Soñar es irse sin rum bo, sin dificult ad. En nuest ra vida las sorpresas cont inúan. Nuest ros hij os se diviert en m ucho: de pront o se ponen a reír y se t iran al suelo com o si fuera el agua, después se elevan com o palom as en el aire, lent am ent e se posan m oviendo los brazos. Cuando sean grandes serán bailarines, sin duda, o acróbat as; m e apena un poco porque yo esperaba que uno de ellos fuera arquit ect o, la ot ra m édica. No se puede hablar de t odo con m i m uj er, porque ella quisiera que nuest ros hij os fueran siem pre niños. Aunque parezca m ent ira a cualquier cient ífico, no sent im os ni frío ni ham bre. A veces nos pregunt am os si no est arem os soñando. Mis hij os dicen que no, yo digo que sí, m i m uj er dice que sí y que no. Pero yo pienso que un sueño no dura t ant o, o por lo m enos no es t an real. Según m is hij os, est aríam os en el espacio int erplanet ario. Las provisiones de alim ent os que t enem os son int erm inables: en cuant o las com em os, las fuent es vuelven a llenarse. ¿Por qué será que la dicha y la desdicha inspiran el m ism o t em or?. Hay punt os en que no est am os de acuerdo con nuest ros hij os, por ej em plo: haber preservado la int im idad de nuest ros act os; que el m undo no pueda observarnos desde afuera, com o un espect áculo cinem at ográfico, o de t elevisión o, sim plem ent e, de t eat ro, por la m era m agia del vidrio. Los libr os vola dor e s Había m uchos libros en aquella casa, t ant os que nadie pudo cont arlos, porque t odos los días aparecían nuevos ej em plares que se aloj aban en los anaqueles sin que supieran quién los t raía ni dónde est arían. Pero de noche los libros seguram ent e se levant aban, cam biaban de sit io o se j unt aban para parecer m ás num erosos. Ent onces yo, con una curiosidad ridícula, resolví m irarlos en la t enue oscuridad, para ver en el silencio si se m ovían, en cuant o em pecé a sospechar. ¿Qué pasaba con esos libros de noche, cuando el sol se acost aba, los sonidos de la calle m orían m et iculosam ent e y las hoj as, que no eran hoj as sino páginas, se m ovían con rum ores de alas y de nidos en los est ant es?. A m i herm ano le gust a j ugar con ellos, pero papá dice que es un pecado y m e m ira a m í. Yo t enía cinco años, m i herm ano siet e, y el rest o de la casa eran personas m ayores. En lugar de m esit as t eníam os libros apilados; en lugar de banquit os, sillones, sofás o sillas, t eníam os libros y, en lugar de t ener la ropa y los zapat os en los roperos, t eníam os libros dent ro de los roperos. Todo el m undo cree que som os desordenados y no se equivocan. Llegó un m om ent o en que ni siquiera la 177 cocina sirvió para cocinar. En una m esa de libros pusieron un calent ador para hacer dist int os plat os, aunque ya el gust o por la cocina se había perdido. Me cont aron que en una oport unidad unos hom bres resolvieron asalt ar la casa, viéndola de afuera t an linda, pero no pudieron llegar a la cocina, donde creyeron que sería fácil ent rar, ya que en el cam ino varios libros se habían subido los unos sobre los ot ros, form ando una barricada. No podían im aginar ot ra m anera de asalt ar una casa t an im penet rable y se fueron diciendo m alas palabras con los m ás horribles punt apiés que propinaron a cuant o libro encont raron: grandes, chicos, de papel de Biblia, de papel de arroz, de papel de diario, de papel de t ornasol, de papel de plum a, de est raza, de m adera, de t isú, de papel grueso y ordinario para niños. Yo cont em plé el desast re cerrando los oj os, pensando qué había ret enido de esos libros y t rat ando de cont ener las lágrim as, que parecían de papel, ya secas en las m ej illas. Fue ent onces cuando nuest ros padres resolvieron que nos m udáram os de casa y nos inst alam os en un depart am ent o, con j ardín. Porque éram os am biciosos regalam os los libros para una bibliot eca que llevaría nuest ro nom bre. Pero t odo era un engaño para ent usiasm arnos. Dorm í t ranquilam ent e la prim era y la segunda noche en la nueva casa. Habían com prado algunos libros lindos, llenos de figuras, un diccionario en ocho volúm enes, m uy raro, con árboles y flores, y anim ales de t odos los colores y de t odas las razas. Yo pensaba que esos libros no ocuparían lugar. Ent onces m e dediqué a m irarlos con m ayor int erés. No salía a pasear, ni iba al cine para m irarlos, para im aginar qué pensarían al ver cóm o yo los colocaba en los desvanes de la casa, en los lugares m ás solit arios y vacíos. ¿Dónde est arían los libros pornográficos?. Eso m e preocupaba un poco. El t iem po fue pasando. Yo apenas lo sent í. Cóm o podía im aginar que en t an poco t iem po se acum ularía un m undo de libros, t odos idént icos a los ant eriores, con las m ism as t apas, las m ism as prim eras hoj as, las m ism as enorm es, resignadas apariencias. No podía creer que el t iem po, t an ingenioso, hubiera pasado y que m e viera preso en un m undo idént ico al ant erior y acorralado de nuevo en una desordenada bibliot eca. Siem pre hay que t em er las ocurrencias del t iem po. Desde m i nacim ient o lo sent í. Vi plant as, alm ohadones, lám paras verdes que en la ot ra casa no había. Vi un cupido de m árm ol, con som brero de paj a, luchando cont ra el vient o, con los pies desnudos, pero los m ism os libros grises, azules, colorados, violet as est aban. ¡Yo no sé qué decir de est e m ilagro! ¿Cóm o pasó el t iem po?. El t iem po pasa sin hacerse ver, m e dij o m i t ía; sólo dej a líneas en la cara y pelo blanco en la cabeza. Habría que nom brar det ect ives no sólo para los crím enes, sino para m uchas ot ras cosas: para vigilar a los m édicos y a sus enferm os, para vigilar el t iem po y a sus víct im as, para vigilar la vida clandest ina de los libros. Yo no sirvo para vigilar el m ovim ient o de cosas t an precisas. ¿Quién dirá que est os libros quieren vivir?. A m í m e est án m at ando. La vida est á en ellos. Parece que vivieran, com o si t odo fuera a redim irlos. La casa ya t iene m uebles hechos con libros: una repisa, una ensaladera de libros, un reclinat orio de libros, una cam a de libros. Ya progresó el m undo, desaparecen los colores; la luz int ensa del am anecer no es la m ism a. Tengo en m is m anos un libro. Tiene voces, no t iene let ras. Nunca se m e ocurrió quedarm e en éxt asis oyéndolas. ¿Moriré porque los libros de pront o hablan sólo de m uert es o de crím enes?. A veces escucho las voces de dos libros que se m ezclaron. Son voces angélicas: una es la voz de un Narciso, m e dij o un am igo, que abraza el agua, t oda la largura del agua; era un loco, se enam oraba de sí m ism o; ot ra, la voz cont raria de san Gabriel, que abraza el m undo. Y creo que podré vivir, pero no sé si es verdad o si será verdad. 178 Lo m ás incongruent e o dram át ico de t odo fue cuando los libros se unieron. Me llam aba la at ención la posición que adopt aron algunos. No se separaban. A cualquier hora est aban j unt os. Recuerdo que aparecieron unos libros chiquit os, t an chiquit os que eran ilegibles. Est aban Baudelaire, Rim baud, Racine, Verlaine y algunos pensam ient os de Pascal. I nm ediat am ent e im aginé que eran los hij os de nuest ros libros, sin descart ar la idea de la copulación, t an im port ant e. Trat é de reunir algún libro y m ezclarlo con el que t enía al lado, pero era m uy largo de hacer y adem ás result aba casi im posible. Sin em bargo, t rat é de olvidar est a idea absurda que se m e había ocurrido. ¿Realm ent e los libros copulaban o se m e había ocurrido a m í dent ro de t odos los argum ent os que siem pre m e perseguían?. Fue ent onces cuando m i padre buscó a un psicoanalist a para que m e analizara. Yo t endría siet e años, la idea le parecía dem asiado inocent e y com plicada, casi peligrosa. Mezclé a escrit ores de diferent es épocas o edades; result aron m uy pint orescos, pero nunca salió un recién nacido de est as m ezcolanzas, ni nada que pudiera parecerse a la realidad. Tuve que adm it ir que m e había equivocado y renunciar a m i fant asía. ¡Yo era dem asiado chico! . Un día el cielo se lleno de nubes y la casa est aba a oscuras. I lum inados por relám pagos los libros no cesaban de aum ent ar; hablaban, discut ían con fervor, con esa t rem enda voz que t ienen las personas cuando se enoj an. No puedo decir que t uve m iedo. No podía sent ir m iedo ant e sem ej ant e disparat e. ¿Est aría soñando?. Nunca sient o que sueño cuando ocurre algo anóm alo. Sient o que m e he vuelt o loco o que el m undo ya no es el m ism o y m e som et o a cualquier t ipo de resignación o de fervor. Vi que los libros se m ovían, que la agit ación era profunda com o en las m anifest aciones polít icas. Com prendí que algo t errible sucedía. Me acerqué a dos libros que est aban m oviendo las prim eras páginas con pasión. Hablaban de suicidio colect ivo. Se acercaban a las vent anas m ás alt as de la casa. Sin m irar por dónde avanzaban, t ropezaban con las sillas, de donde caían libros t ras libros, y finalm ent e ret om aban sus verdaderas posiciones, volviendo a los anaqueles. Ent onces, m uy ent rada ya la noche, em pezaron a caer de los balcones los libros, t an infinit os que nadie podía cont arlos. Yo t rat aba de salvarlos, en vano. Miles y m iles cayeron, grandes y chicos, con t apas gruesas y blandas. Me asom é a m irarlos desde arriba. De pront o sent é que m orían. Mont ones de libros en el suelo, sobre flores caídas, sobre el barro, en t odas part es, hast a que el últ im o que vi com enzó a volar com o un ext raño páj aro, y así uno t ras ot ro, hast a que el cielo se cubrió de una ext raña nube. Baj é a la calle. El pueblo se había reunido para ver la nube de libros voladores. Vieron t am bién ot ro m ont ón de libros sin alas, en el suelo, y eran t al vez m ás num erosos que los ant eriores, com o aquellos que volaban con t ant o alborozo. Alguien pregunt ó: —¿Y est os libros?. —Son los libros que nadie supo escribir. —¿Alguien pudo leerlos?. —Nadie supo leerlos. Fue com o si em pezaran a leer. Por eso los quem aron. Hicieron grandes fogat as de libros. —¿Por qué no sabían escribir aquellos que los escribieron?. —No sabían lo que era un adj et ivo ni un verbo ni un pronom bre. —Pero algo t enían que decir. —Eso no bast aba. Tenían que escribirlo de un m odo lógico, de un m odo claro, de un m odo perfect o. Todo había cam biado; los buenos libros no servían. Lo at ribuyeron a causas polít icas. Servían com o caj as de bom bones cuando venían las polillas, ¿cóm o m at arlas sin m at ar los libros?. —¿Es t an difícil escribir? ¿Más difícil que vivir?. 179 —Menos arduo pero m ás difícil. —¿Más divert ido? ¿Menos real? ¿Menos ciert o?. —Hay que conform arse. Vam os a ver qué hacem os con los libros que quedan, porque ya la casa vuelve a llenarse de libros. No son perros, no bast a decirles " fuera de aquí" . Nunca se van ni se irán. ¿Acaso se acost um braron?. Pero ahora exist e la t elevisión. Nuest ra casa se llenó de casset t es. ¡Es lo único que falt aba! . Yo defiendo los libros hast a la m uert e. Dej aré de ser chico, seré grande y llevaré baj o el brazo un libro. ¡Es t an decorat ivo! ¡Tan cóm odo! . Si alguien m e pregunt a ¿qué hacés?, cont est o: Est oy leyendo. ¿Tenés los oj os baj o el brazo?. I diot a. Ja r dín de in fie r n o I l exist e un grand m yst ére: l'hom m e sait ce qu'est le bonheur, pourquoi va—t —il dans le sens opposé? Se llam a Bárbara. No com prendo por qué m e casé. ¿Por conveniencia?. De ningún m odo. ¿Por am or?. No necesit aba. Por aspirar a una vida m ás t ranquila, t am poco. Y ahora es t arde para arrepent irm e. Me adora, se preocupa por m í. Me da t odos los gust os; nat uralm ent e que est a agradable sit uación t iene sus lím it es. Suele ausent arse m uchas veces y cada vez que se va de viaj e m e hago est as m ism as pregunt as, para llegar a ninguna conclusión. Est e enorm e cast illo solit ario m e asust a y se llena, cuando m e quedo solo, de ruidos. Las angost as y alt as vent anas dej an ent rar un poco de luz sobre m is libros de est udio. Ya la filosofía no m e int eresa com o ant es, pero t endré que seguir est udiando, recibirm e para independizarm e un poco de la vida conyugal. Est udiar se vuelve difícil cuando uno est á preocupado por algo. Ni un poet a ni un pint or puede realizar su obra en el est ado de inquiet ud en que m e encuent ro; m enos puede un est udiant e de filosofía prest ar at ención a un t ext o incorrect am ent e insulso. Tengo que est udiar cont inuam ent e; las let ras del libro bailan. Oigo el paso de m i m uj er, que sube las escaleras para despedirse. Se m e acerca y m e acaricia el pelo. " Qué pelo irreduct ible t enés, lo peino de un lado y se va para el ot ro. Míram e. Aquí t e dej o las llaves de la casa. Ést a es la del sót ano, ést a la de la bohardilla donde est án los dibuj os, ést a la del cuart o de roperos, ést a la de la despensa, ést a la del cuart o de plancha y est a chiquit it a, m irala bien, la del cuart o que est á j unt o al j ardín de invierno, que llam o, no sé por qué, j ardín de infierno. No ent res en est e cuart o; no abras la puert a por nada, aunque t e parezca, cuando llueve, que hay got eras o un incendio. Est e cuart o t e est á vedado y dart e su llave dem uest ra la confianza que t e t engo" . Al decir est as palabras la besé largam ent e. Recogió su m alet a y se fue. En vano quise acom pañarla hast a la puert a. Quedó, com o siem pre quedaba en circunst ancias parecidas, pregunt ándose por qué su m uj er se había casado t ant as veces. Dio una vuelt a por los largos corredores del palacio buscando indicios de ese m undo ant erior a su llegada, que desconocía. Buscaba fot ografías de j óvenes que correspondieran en edad a la edad de su m uj er. Encont ró una que lo llenó de celos: un j oven t an herm oso que ni en un ret rat o pint ado por Rafael habría encont rado su igual. Lo que ant es le result aba soport able em pezó a dolerle de m anera violent a. En su m ano le quem aba la llavecit a secret a, a t al punt o que t uvo que ponerse com presas de óleo calcáreo. Cuando llegó la dueña de casa, inm ediat am ent e le pidió las llaves ant es de quit arse el abrigo y de dej ar su m alet a. Tem blando ent regó las llaves. 180 —¿Por qué t iem blas? —inquirió ella—. —Porque t engo frío. —¿Frío? ¿No est am os en verano? –cont est ó—. —Llevast e un abrigo, por algo sería. Miró las llaves una por una, com o buscando la respuest a. —¡Qué ext raño sos! . Se fueron a com er y después a dorm ir. Al día siguient e volvieron a despedirse de igual m odo. Las escenas se repit en. Volvió el m anoj o de llaves a las m ano del m arido. Volvieron a darle las m ism as inst rucciones Volvió a despedirse. Ella volvió del viaj e con la m ism a prisa; con la m ism a pert urbación t om ó las llaves. En un lugar del cast illo, que parecía siem pre t an desiert o, había un cuart o cerrado con llave, llave que est aba en el llavero consuet udinario. El hecho de que ese único cuart o est uviera cerrado em pezó a preocuparle gravem ent e. De noche salía al j ardín a pesar de los perros feroces, que ladraban por la insólit a hora en que salía. Exam inó una por una las persianas para ver si había luz. Le pareció ver un resplandor en una de ellas. Por est e m ot ivo pregunt ó a su m uj er, en un m om ent o propicio: —Bárbara, ¿alguien m ás vive en est a casa o cast illo, com o quieras llam arlo?. —Qué pregunt a indiscret a. —Vi una luz indiscret a la ot ra noche en la vent ana. —¿Qué hacía ust ed a esa hora indiscret a en el j ardín?. —Miraba la noche. Buscaba m is est rellas predilect as. En una palabra, paseaba. —Más bien dicho, espiaba. —¿Quiere ser ant ipát ica conm igo?. —De ninguna m anera podría hacerlo. —Qué fe se t iene. —Pues ese cuart o t iene una luz const ant e que lo ilum ina. Nadie vive en él. —Me alegro. —¿Por qué se alegra? —Que cont est ación infant il la suya. —No t odos podem os ser t an m aduros com o ust ed. —¿Por qué se casó ust ed conm igo?. No conviene aloj ar m aridos en un solo cast illo y de un m odo t an incóm odo. —Me dij o que por am or ust ed haría cualquier cosa por m í, dorm ir en el suelo o en el aire. —Es ciert o, pero quiero t ener yo solo esos privilegios, pues soy exclusivo. De ot ro m odo la m at o o m e m at o. —Por m í se puede m at ar. —¿Est e cast illo m e pert enece?. —Nat uralm ent e. Tam bién yo, t am bién el perro. —¿Tam bién la persona que vive en el cuart o cerrado?. —At ilio Flores se llam aba. No era com o los ot ros. Murió. Vivía en ese cuart o que conserva su recuerdo. —Su fort una, dirá. 181 —La fort una m ás grande que yo he conocido: est e cast illo, est e m undo, est e am or. —¿Y m e dirá por qué no puedo ent rar en ese cuart o?. —Porque ahí est án alm acenados t odos los t esoros, que t e dest ina la suert e, pues m e he enam orado de vos, y ésa es m i única felicidad, felicidad que t engo que agradecert e de un m odo m at erial, porque en t us oj os veo brillar la codicia; pero no m e desencant a porque t e adm iro y t e considero el hom bre m ás herm oso del m undo. Un día, con m ás t ardanza que de cost um bre, recorrió el palacio de punt a a punt a. Buscaba indudablem ent e aquel ret rat o que iba a revelar el secret o que le corroía. Por últ im o, después de observar las llaves, t om o la m ás chiquit a y, en un arranque de furor, corrió hast a la puert a prohibida. Con sum a dificult ad pudo int roducir la llavecit a en la cerradura. Dio un suspiro de alivio al sent ir que la llave no giraba correct am ent e. Tuvo, por un m inut o, la esperanza de no poder abrir j am ás la puert a. Pero est a sensación duró poco. La curiosidad lo inst igó a probar de nuevo y est a vez con éxit o. Dos vuelt as dio la llave. Abrió la puert a. En la oscuridad no vio al principio nada, luego seis cuerpos de varones colgados del cielo raso. Tem blaba t ant o que de la m ano se le cayó la llave, que se m anchó de roj o. A part ir de ese m om ent o t rat o de quit arle la m ancha a la llave. Fue im posible. Ni arena ni querosén, ni naft a pudo lim piarla. Se oyó el coche que t raía a la m uj er. Ella ent ró com o siem pre y, con el m ism o ím pet u, pidió las llaves. Pero su m arido no est aba. Alarm ada, fue al cuart o, donde las encont ró. Abrió la puert a. En un papelit o pegado a la pared pudo leer: " Aquí est oy. Colgado ent re ot ros j óvenes. Prefiero est a com pañía. Tu últ im o m arido" . El pia n o in ce n dia do Em pecé por las fot ografías: eran de 1950. Las m iré con horror, luego m e conm ovieron y llegué a ver a niños vest idos de blanco, con los delant ales recién planchados, en un t eat ro de post uras y m ovim ient os. Miré m i cara. Lo que m ás m e gust ó fueron los oj os. Tenían un color indefinido, azul, verde, violet a. No puedo explayarm e sobre el color de los oj os. Los oj os son lo m ej or que t enem os, pero el color desaparecía en esa fot o borrosa. Qué lindos oj os t enía ent onces. Ahora se not a el t iem po, que arrugó los cont ornos de los párpados y dej ó el rest o casi borrado. La fot o de m i abuela, t an fam osa por su belleza, no t enía belleza alguna para m i gust o. Un vest ido largo, que parecía un bat ón, la cubría hast a los pies. El pelo, aparent em ent e rubio, t renzado, no la favorecía. Pobre, cóm o se enoj aría si supiera que no m e gust a est e ret rat o. La fot o de papá era horrible, con esas m anchas de hum edad que lo afeaban; la de m am á, en cam bio, era t an preciosa que durant e m edia hora la m iré at ent am ent e, sin sacar los oj os de encim a. Est aba acodada al balcón, sola, com o si no exist iera ot ra persona que la quisiera; los oj os t rist es, la boca ent reabiert a, m irando m ás allá de donde es posible m irar. A m edida que iba buscando nuevas fot ografías y que se alegraba el t iem po con polleras m ás cort as y pequeñas t ravesuras en los t ablones de las faldas, surgió de pront o Herm inia, con ese rost ro que no dej aba saber si era buena o m ala o sim plem ent e dist raída. Nada en el rost ro ant icipaba la t rist eza profunda que m e t raj o a lo largo de los años. Pensé que era ( com o siem pre pensé) perversa, pero no por su culpa, sino por la culpa t errible del t iem po que va deform ando lo bueno y caricat urizando lo m alo. Qué t rist e m undo nos unía y 182 nos desunía. Qué haría yo para alej arm e de su lado, sino los subt erfugios que Dios m e ofrecía. Dediqué t oda m i vida a quererla, sin pedirle nada, ni siquiera el am or que no era am or sino at ención, at ención por t al cosa o t al ot ra; y así fue cóm o llegam os a una sit uación desparej a, en que ella reinaba sobre m í, porque, debo confesarlo, yo la odiaba. Poco a poco advert í que la odiaba. No podía soport ar que m e t ocara para pedirm e un vaso de agua o un t errón de azúcar; t am poco que m e agradeciera por haberlos t raído. El odio subió en m í con su efervescencia, hast a el día en que Herm inia ( t al vez por ser m ayor que yo) se unió a una gent e en un rincón de la casa donde había un piano negro, de cola. Que un piano sea m aligno no parece posible; el nuest ro, en ese m om ent o, lo fue. En una m esa de vidrio había m iles de vasos de dist int as bebidas. Lo prim ero que pensé fue cuál sería m ás inflam able. ¿Por qué pensé eso?. Herm inia, con desenvolt ura, se sent ó frent e al piano. Salieron los acordes m ás arm oniosos que oí en m i vida. Herm inia, en vez de m irar el piano, m iraba a un j oven a los oj os com o si fuera la m úsica. Ent onces, sin saber lo que hacía, m e acerqué y le dij e: —Si sigues t ocando el piano, lo incendio. No parecieron oír m i voz. Apoyado en el piano, el j oven escuchaba con at ención. Tan rápida com o silenciosa, fui al ant ecom edor y busqué una t ela y un frasco de alcohol, algo para incendiar el piano. ¿Para qué hice est o?. En el m om ent o m ás ínt im o, sin que nadie m e viera, pensé colocar dent ro del piano, que t enía la t apa abiert a, la t ela em papada en alcohol. Pensé incendiarla y esperar. Pero ahí est aban los vasos, las bebidas. Dej é caer el alcohol de algunos vasos, rocié el piano. No t ardó en arder, pero nadie lo not ó. Est aban ent regados al deseo de oír. Por últ im o alguien grit ó: —Se incendió algo en est e cuart o. ¿No sient en olor a quem ado?. Nos asom am os para m irar el piano y vim os llam as alt ísim as. Herm inia y el j oven se asom aron al balcón, abrieron t odas las vent anas, buscaron un balde con agua. Todo fue inút il. El piano se quem aba. Yo m e t iré al suelo y recé. Nadie m e m iraba, porque m iraban el fuego. El fuego ardía m enos que yo. Ent onces sucedió lo increíble. Herm inia se arrodilló a m i lado y m e dij o: —¿Te das cuent a?. Toqué el piano con t ant a pasión que se incendiaron las not as. Advert í que el j oven la t enía de la m ano. Mi odio creció, com o crecen las plant as cuando han est ado m ucho t iem po sin agua y se les da de beber. Cuando se apagó el fuego ( cost ó m ucho t rabaj o apagarlo) quedaron unas pocas not as que t odavía sonaban, com o si fuera en un sueño. Durant e algún t iem po se habló del piano m ist erioso. Nadie pensó que alguien lo había incendiado. Bast aba im aginar el rest o, y m uchos lo im aginaban: la colilla de un cigarrillo, un fósforo encendido, cualquier cosa. ¿No se incendian los cam pos ent eros sin que nadie sepa por qué?. Yo prefiero no im aginar nada y dej ar que la gent e siga suponiendo cosas realm ent e absurdas. ¿Qué era lo que el piano t ocaba y que podía por sus propios m edios incendiar?. Todo era Brahm s, los valses de Brahm s. Nunca sabré cuál era, aunque podría hast a cant arlo, pero si lo cant o alguien m e cont est a: " Est o no es de Brahm s" y, si lo cant o a ot ra persona, dice que es Schum ann o Grieg, pero yo sigo con m i m úsica dent ro de m i oído, sin poder saber si es ésa o si cant ando desafino t ant o que la gent e no la reconoce. Qué bueno sería reproducirla y que alguien m e dij era: " Mirá, aquí la t engo, no busques m ás” , sin saber que las not as se fueron en el fuego para siem pre. Recordé sin em bargo las canciones serias, profundas, que duelen. Creo que nadie olvida ni el aire dula voz que las cant a ni el acom pañam ient o solo, t rist e, en el piano. Creo que se t rat a de dos obras: una la voz, ot ra la voz del 183 piano, que la acom paña. Si alguien sient e la gran t rist eza de est as canciones sin resucit ar, no sient e el valor de la m úsica. Hay algo en el dolor t an idént ico al m ás gran goce que sólo un m úsico puede apreciar, y por eso, cuando m e piden de cont ar t oda la hist oria del piano incendiado, la cuent o a m i m odo. No fui yo quien lo incendió, fue él m ism o el que produj o fuego con sus acordes, y m e dej ó un recuerdo t an lleno de am or que sólo así puedo cont arlo de un m odo m ás real y m ás ínt im o, m ás penet rant e, ya que no puedo recurrir a la m ism a obra, pues perdí su t ít ulo, su part it ura, t odo lo que perm it iría dem ost rar su grandeza, su inim it able perfección. Pienso que a veces sólo con m úsica puedo descubrirlo, sin saber de qué aut or es la m elodía que recuerdo. Probablem ent e le cam bio el t ono y la voz y siem pre vuelvo a int erpret ar la aut ént ica m elodía, dando con la verdadera luz que la ilust ra. No creo que el am or a la m úsica sea único, com o t al vez no creo que la pint ura de un cuadro se parezca a la de ot ro. En el m undo de un cuadro o de una m úsica, de ese m undo visual surge la faz del am or en una resolución perfect a que da un goce inasible, com o la luz que sale de una com posición lograda. Yo quisiera m orir un día de la perfección de un cuadro o de una m úsica o de un poem a. La m á sca r a Soy com o un árbol sin belleza, pensaba; las m arcas que dej ó el t iem po se borran, pero peores son las m arcas de las m arcas. Hay hoj as en est e árbol que podrían ser preciosas, pero quién descubre belleza cuando descifrarla lleva paciencia y t iem po, t ant o t iem po que se em peora el m al. Soy un m ero disfraz de m í m ism a. Si algún crim en com et í, ¿est aré pagándolo?. Exist ía en una viej a casa un arm ario con innum erables ant ifaces, caret as, dom inós, vest idos con capuchón de raso que inundaban los est ant es. Había un vest ido largo, am arillo de un lado y negro del ot ro; brillaba; era m i preferido; pero a m í m e t ocaba siem pre, para carnaval, el disfraz de diablo, que no m e gust aba; o el de holandesa, dem asiado abrigado; o el de m anola, dem asiado luj oso. Todos los años aparecía algún nuevo disfraz en el arm ario; disfraces nacidos de un alm ohadón o de una cort ina que servirían de m ant o o de falda, pero yo nunca conseguía el am arillo de un lado y el negro del ot ro; era para personas grandes y yo era chica. En alguna oport unidad se habló de achicarlo para m i t alle, pero se ret ract aron diciendo que sería un crim en, puest o que era de seda nat ural. —¡De seda nat ural, ya ni los ángeles se vist en! Alguien dij o: —Guárdenlo para una fiest a. Y la fiest a un día t uvo lugar en el salón de un hot el, pero no m e disfrazaron con el célebre dom inó negro y am arillo, sino con el vest ido de holandesa: un aut ént ico t raj e de aldeana. Las t renzas de lana que m e pusieron y la falda abrigada y la cofia y el delant al, t odo era de lana, salvo la caret a, que era de sult ana. Era verano y m e m oría de calor. " No se diviert e est a chica" , dij o alguien, al ver m i inm ovilidad. Se est aba derrit iendo m i caret a. Me m iré en un espej o. No m e reconocí. En vano cam bié la posición de la caret a sobre m i cara: a la alt ura de la boca, para poder t irar la lengua, quedaron los oj os, para ver m ej or. La m áscara im pávida no condescendía a obedecerm e y seguía m irándom e sin verm e, con sus oj os ocult os. Las m ej illas palidecían, el dibuj o de los párpados t am bién. Debaj o del cart ón, el sudor cayó de m i frent e a m is oj os, prorrum piendo casi en llant o, pero nadie veía lo que pasaba det rás de ese cart ón, duro e int erm inable com o la m áscara de hierro. Poco a poco la caret a 184 em belleció un poco; la m iré de nuevo en el espej o, creyendo que el cam bio se debía a que ent onces m e m iraba en un espej o diferent e. Pensé que habría obrado la m agia. Me acerqué hast a t ocarlo, lo sent í frío sobre m i frent e, t ierno de pront o com o un abrazo. La hum edad del sudor m e refrescó. Sent í renacer el t riunfo de una pequeñísim a belleza en aquella m áscara ext raña, porque se había hum anizado. Nunca fui t an linda, salvo algún día de ext raordinaria felicidad en que t uve una cara idént ica a ot ra cara que m e gust aba. Con pa sión Hast a después de su pubert ad, nadie advirt ió la pasión que la dom inaba: el deseo de inspirar com pasión. Y ese deseo era t an fuert e en ella que cont raj o varias enferm edades volunt ariam ent e y consiguió verse abocada a sit uaciones que correspondían a una suert e de enferm edad para despert ar la m ás profunda com pasión en el prój im o. Haré después una sínt esis de los act os que m e hicieron descubrir el fondo de sus m óviles. Fue así cóm o m e enam oré de ella: est aba en una playa veraneando por azar y la vecindad de su carpa m e perm it ió no sólo conversar con ella, com part ir sus baños, sino alcanzarle la t oalla para que se secara el pelo, el espej o para que se peinara, convidarla con un sándwich y sacarle una fot ografía com plet am ent e desnuda ent re los t am ariscos. Una t arde m uy lum inosa, en que los bañist as podían bañarse de noche, llegó despeinada y m alt recha, con sangre en los labios, a decirm e que cinco j óvenes la habían violado ent re los t am ariscos. Quise consolarla. Me t uvo rencor por el hecho de haberla fot ografiado desnuda, porque, aunque est uviera de m oda la desnudez, los j óvenes no est aban habit uados t odavía a esas licencias y el hecho de verla desnuda había incit ado a est os cinco a violarla. Lloró t ant o que t uve que acom pañarla al oculist a al día siguient e. —Nadie va a querer casarse conm igo —m usit aba ent re sus sollozos—. —¿Pero eres virgen? —m e at reví a pregunt arle—. —Aunque lo repruebes —m e cont est ó redoblando su llant o—. —Pero hoy día no t iene im port ancia la virginidad —le dij e—, adem ás podrías conseguirla fácilm ent e con el auspicio de un ginecólogo. —Nunca engañaría a un hom bre al que am o —m e cont est ó—. Me enam oré de ella porque su belleza era t an im periosa que no pude resist ir a sus encant os. Por incom prensibles que fueran sus sent im ient os y sus palabras: ahí est aban sus oj os verdes, ahí est aba su boca, ahí est aba su perfil de ángel, ahí est aban sus m anos sensibles, ahí est aba su orej a para no desm ent irlos. ¿Algún día seré feliz con ella?, m e pregunt aba. ¿Tendrem os hij os, vivirem os en una casa con un j ardín?. Era una m uj er rica, vivía en una casa luj osa, pero nunca pensé en su fort una al im aginarm e casado con ella; ni el int erés de m ej orar m i posición social t uvo preponderancia en m is deseos de casarm e con ella. Soy pobre, pero no envidio a la gent e que vive con m ás com odidades que yo. Mudarm e de m i pobreza m e arredraba cuando logré est ar a punt o de casarm e. Duerm o con un perro, ella no lo querría; t engo un canario, ella no lo t oleraría; com o cebolla cruda, le daría asco; soy desordenado, m e reprendería am argam ent e; m e gust a usar una cam isa azul, que parece siem pre la m ism a, ella m e haría cam biar, usar una rosada; no uso corbat a ni para ir al cine, m e im pondría la corbat a; m e cort o el pelo una vez al m es, por ella t endría que hacerlo cuat ro veces al m es. " Sos un cochino" , m e dij o en ciert a ocasión cuando com ía salchichón. No com er salchichón m e parece im posible. 185 Mej or no casarse cuando uno no t iene los m ism os gust os, t ot al se vive el am or con igual pasión casado o solt ero, cuando la am ada se ent rega a uno. A t ravés de largas ent revist as, en que lo m ás im port ant e eran las despedidas, fui conociéndola. No olvido la t arde de carnaval en que se disfrazó de cam pesina holandesa. El t raj e era sum am ent e abrigado, de paño lenci, con t res faldas superpuest as y dos chalecos: uno de algodón blanco y ot ro de t erciopelo. Dos t renzas de lana am arilla com plet aban el peinado. Transpiraba t ant o que no dej aba que la t ocara. En plena fiest a t uvo un desm ayo: cayó al suelo com o un género; una vez en el suelo ent orno los párpados de m anera que sólo se le viera la part e blanca de los oj os. Creí que est aba m uert a. Con voz inaudible, m e dij o: —Sient o que la vida se m e va; com o en ot ro m undo oigo lej os las voces y veo t odo borroso; com o en el día del apocalipsis, que leí en la Biblia. Me llam ó la at ención que pudiera pronunciar una frase t an larga en el est ado en que se encont raba. Lloré de desesperación, de im pot encia. En algún m om ent o creí que se insinuaba en su rost ro una sonrisa de sat isfacción, pero deseché la idea y lo at ribuí a la bienavent uranza de la agonía. La cuidé hast a las cinco de la m añana, dándole got as de coram ina y alguna t acit a de café que m e prepararon en la cocina, con ot ras t azas de cedrón. Luego, a m edida que m i aflicción crecía, pareció m ej orar. Le dij e que la am aba ent rañablem ent e, cosa que nunca le había dicho ni sent ido la necesidad de decirle. La vida cam bió para m í. Pensé seriam ent e en el m at rim onio. —Qué t rist e est e m undo —dij o cuando la vist ieron de novia—. Hizo llorar a t odo el m undo cuando, al peinarse el flequillo, rasgó el velo que le habían colocado. —Est o es de m al augurio —exclam ó, recogiendo part e de los azahares que se habían caído—. Nunca serem os felices —m e dij o, m irándom e a los oj os—. —¿Por qué sos t an superst iciosa? —le pregunt é—. ¿No crees que así se at raen las desdichas?. —Si no se at raen, vienen solas —m e respondió, y sonrió con la m ism a sonrisa que yo le había sorprendido cuando m e vio llorar—. Cuando nos casam os, ent re ot ras calam idades —un golpe que se dio al pat inar sobre el hielo y la pérdida de un anillo valioso—, logró enferm ar. Le diagnost icaron, según m e dij o, porque nunca m e perm it ía que la acom pañara al m édico, los m ales de un virus filt rable. La enferm edad era m uy rara, pasaba de una gran euforia a la m ás profunda depresión acom pañada de náuseas y de dolores de cabeza. Est uvo una sem ana en cam a, sin perm it ir que le abrieran las persianas para que el sol no perj udicara la claridad de sus oj os ni la seda de las cort inas. Cuando se levant ó parecía m ás bonit a y delicada. La llevé a pasear en coche por los lagos de Palerm o. Nos det uvim os frent e al pat io andaluz, donde com im os un helado. Los t urist as que pasaban nos m iraban con insist encia. Lo at ribuyo a m i facha de facineroso. La convivencia result o fácil de sobrellevar. Nos t eníam os una m ut ua confianza. En un secrét aire ella guardaba sus papeles. No t enía inconvenient e de que yo leyera las cart as que a veces, debo confesar, m e llenaban de curiosidad. Un día descubrí un sobrecit o que llam ó m i at ención por el t am año y por el color. Abrí el sobre. Leí la cart a: " Querido Niño Jesús: se acerca el día de Navidad y yo est oy m uy t rist e. Me last im é la rodilla con un vidrio y el dolor es com o est ar en el infierno. La herida que t engo es m ás grande que la rodilla. Para consolarm e del dolor quisiera t ener una casit a de m uñecas y una am bulancia con una enferm era, t am bién un equipo de enferm ería. Firm o m oj ando la plum a en m i sangre. Felicia. Navidad de 1955" . 186 —¿Qué edad t enías cuando escribist e est a cart a?. ¿Siet e años?. —Yo no la escribí. Lo hizo m i t ía. —¿Pero vos la firm ast e?. —Claro. Y con m i sangre. —¿Y el Niño Jesús t e t raj o t odo lo que le pedist e?. —Todo, salvo la am bulancia, que era m uy cara porque había que sum arla a la casa de m uñecas, que era carísim a. La a lfom br a vola dor a Enam orados cam inaban sobre una alfom bra de pét alos, t an suave que una nube del m ism o color com parándola con esa alfom bra hubiera parecido m uy dura. El cielo no est aba arriba, est aba abaj o, ilum inándoles los pies. El diálogo apenas se oía porque se m iraban los pies ent re los pét alos. —¿Te gust a est e color violet a?. La punt a de un pie señalaba unos pét alos. —Quisiera que el m undo fuera t odo de est e color. La punt a de ot ro pie señaló ot ros pét alos. —Hay colores horribles, es claro que dependen del que t ienen al lado, pero ést e se bast a a sí m ism o. Es el color de la perspect iva. El color lej ano de las m ont añas al at ardecer t ransform a la t ierra en agua, pero m ás que nada el color del iris de t us oj os... Te confieso que prefiero el anaranj ado. —Odio el anaranj ado. No pises las flores del j acarandá que es un sant o. —¿Odiar un color? ¿Por qué?. De pront o el suelo se llenó de charcos donde flot aban pét alos lilas en la luz del alba. —¿Est arem os soñando? —dij eron al m ism o t iem po. No volvieron a verse. El zor za l A m i rey del bosque cordobés le gust aba com er carne cruda, le gust aba im it ar el ruido que hace un t rapo cuando lim pia los vidrios de las vent anas: ése era su cant o y por eso dej é que se fuera y adopt é un zorzal cordobés, recién nacido, que no acept ó la libert ad, por m ás que se la brindara con la j aula abiert a. 187 No quiso dej arm e: fue su t iranía. En vano le enseñaba a volar, lanzándolo al aire. En su vuelo m ás prolongado se posó un día en el t echo de la casa. Volvió y corrió a m is pies, buscando su caut iverio. Así vivió, com o un perro con alas, que m e seguía hast a el fondo de la casa y que salía al j ardín cuando yo salía. A m í t odo est o m e pert urbaba. Lo llevé a San I sidro. Me ocupaba de él. Le hablaba. Abría la j aula. El zorzal salía, pero nunca se escapaba. Y qué hubiera hecho, yo pensaba, ent re páj aros desconocidos y ext ranj eros. ¿Cóm o viviría ent re árboles?. Siem pre m e preocupaba las vidas de los anim ales com o si fuesen de m i especie. Mi padre se enferm ó gravem ent e en m i casa, y yo pensé que era por culpa del zorzal. Por una sem ana dej é de verlo y m e fui a San I sidro. Cuando lo visit é quiso clavarm e el pico en la m ano. Tant a furia m e espant ó. No podía reconciliarm e con él. Tres días después volví. Había abiert o los barrot es de la j aula y se había ido. Miré al cielo y pensé que no volvería a t ener un zorzal porque no volvería a recuperar la am ist ad de ese único zorzal, que m e t ort uraría con su cant o t odos los veranos. El sillón de n ie ve Por el cam ino de la m ont aña que llega a Megéve, en el m es de enero, en pleno invierno, avanzaba el aut om óvil, com o sobre algodón. Desde hacía t reint a años, m e dij eron, no nevaba t ant o en Francia. Subía el aut om óvil com o si volara por la soledad del cam ino blanco bordeado de abet os, de pinos, de cipreses. Un precipicio a un lado, perfect o com o una t apicería; la piedra abrupt a del ot ro, cubiert a de nieve, leve com o plum as de cisne, perfeccionaban la soledad. Pero la nieve no es t an buena com o parece. De pront o un convoy ext raordinario, así lo llam an en Francia, lent am ent e det uvo su m archa. I ba adelant e ocupando casi t odo el ancho del cam ino. Las huellas que dej aban las ruedas del cam ión hacían pat inar las de nuest ro aut om óvil y nos em puj aban hacia el abism o. Cuando se det uvo el cam ión y t uvim os que frenar, se deslizó ligeram ent e el aut om óvil. Caía la noche. Í bam os a baj ar del coche para pedir consej o al cam ionero. Me calcé las bot as: la izquierda en el pie derecho, la derecha en el pie izquierdo. " Dicen que t rae m ala suert e" , m usit é at errada cuando vi, pegados casi al vidrio de la vent anilla, cuat ro farolit os que parecían de biciclet a. Que ext raño, pensé, ciclist as a est a hora, a est a alt ura, con est a nieve. Los farolit os subían y baj aban en el aire. Pensé que t am poco la acrobacia ciclist a convenía a ese clim a. Me saqué la bot a izquierda, luego la derecha. Me calcé las bot as, cada una en su pie correspondient e. Cuando volví a m irar por la vent anilla m e pareció que los farolit os eran oj os, t al vez de gat o o de perro. No m e equivoqué: eran oj os, pero de lobos. Recordé que había leído en alguna part e que los lobos salt an alegrem ent e cuando se preparan para un fest ín. Ent reabrí la vent anilla y grit é al cam ionero: " Señor, ¿ést os son lobos o perros? ¿Perros o lobos?" , repet í cam biando el orden de las palabras. Durant e unos inst ant es pregunt é en francés, con m i m ej or pronunciación: " Loups ou chat s? Chat s ou loups?" . No advert ía que en lugar de perro decía gat o, t an grande era m i sust o. Creería el hom bre que yo lo insult aba, porque en francés se arm onizaban m al las palabras. Un lobo no parece un gat o; evident em ent e el hom bre no m e t om ó en cuent a. Nadie cont est ó. Conect am os la radio, m ovim os los diales. Oím os algo de Schum ann. Los oj os súbit am ent e desaparecieron. El " convoy ext raordinario" se puso lent am ent e en m archa, pero en el m om ent o de arrancar por poco se nos viene encim a. Det rás de esa m ole peligrosa, y de algún m odo prot ect ora, reanudam os el viaj e. Y ya casi arrepent ida de llegar t an pront o ( porque el m iedo es a veces un elem ent o m ágico) , llegam os a Megéve, ent re m uros de nieve a cada lado de los cam inos donde pasaban las barredoras y hom bres con palas que lim piaban los surcos. No se podía ent rar en el hot el por la puert a lat eral que com unicaba 188 con el hall, cuya inm ensa t erraza se vislum braba por las alt as puert as corredizas de vidrio. Allí est aban en rueda los sillones, com o enfundados en la nieve. Adm iré un m om ent o la blancura de esa soledad. Tuve un present im ient o. Salí a la t erraza a respirar el olor de la nieve. Después, m ás t arde, subim os a un t rineo cuyos cascabeles llenaron de m úsica soñada ant eriorm ent e la noche ilum inada por el hielo. Pero pront o m e di cuent a de que seguía encerrada en el aut om óvil y que ya los lobos habían ent rado por la vent anilla ardient es de ham bre, y de un salt o m e habían devorado. ¿Cuánt os lobos eran?. Nunca lo sabré, pues dorm ida quedé sent ada en un sillón forrado de nieve del hot el, en m i sueño. Ar á cn ida s Una araña reluce en est e cuart o, la m em oria de m uchos días queda en sus caireles, cuando part o at esoran ot ras; no alcanzan m is oj os a dist inguir cuál es la luz del reflej o y cuál la de las lam parit as. No puedo im aginarm e ciega porque t oda oscuridad m e parece un ret rat o del espacio infinit o en las form as. Mis oj os m e enseñaron la diferencia que exist e ent re el reflej o y la luz, sólo veo la luz del reflej o y no la luz de las lam parit as vanidosas que en algo se parecen a los diam ant es. Cuando un t em blor de t ierra ent rechocó los caireles un repiquet eo com o de cam panas colm ó el cuart o de alegría. Recogí un pedacit o rot o del suelo. Am aba los t errem ot os que t an graciosam ent e hacen t em blar la t ierra. Alguna vez prom et í m orir en un cat aclism o. Ahora m e pregunt o por qué se llam a araña est e adorno que cuelga del t echo y que m e inspira est úpidas frases. En la casa de cam po de m i infancia ant iguam ent e había un plum erit o de largo m ango que servía para lim piar el cielo raso, lo llam aban el plum ero de las arañas. Casi t odas las noches alguna araña at raída, se diría, por los plum erit os se anidaba en alguna m oldura. Las arañas parecían int uir que aquella arm a m ort al podía con m enos riesgo 189 servir de guarida y t om aron la cost um bre de esconderse adent ro del plum erit o que t enía aparent em ent e el m ism o color y la m ism a t ext ura. No quise asist ir al descubrim ient o de la prim era t elaraña insert ada delicadam ent e en el plum erit o que parecía una peluca. Era frecuent e oír est a frase al anochecer: " ¿Dónde est á el plum ero de las arañas?" y que alguien cont est ara “ ! Qué se yo! Se lo habrán llevado" . Llegué a creer que algunos plum eros pert enecían a las arañas y no a los que lim piaban los t echos. Y hoy m ism o lo creería si volviera a oír aquellas frases, luego, sent iría la incongruencia de la vida que busca a veces am paro en el arm a que nos va a m at ar. El ba n qu e t e Era el día fij ado para el banquet e. Élida Fraisj us, sobrenom bre inspirado por los j ugos frescos que pregonaban en Francia, era una de las organizadoras; se vest ía para la fiest a. Adivinaba en el cielo rosado del at ardecer de daguerrot ipo el advenim ient o de un cat aclism o, pero, de igual m odo que una sinfonía em pieza a veces con sim ilares acordes a los que la t erm inan, pensó que esa t ransparencia inusit ada de la at m ósfera no era ot ra cosa que el anuncio de un epílogo feliz. Frent e a los espej os alt os y circulares de su cuart o, elegía las m áscaras que colgaban de un hilo dorado ent re el rest o de los at uendos que parecían m iniat uras. La m áscara era para ella lo m ás im port ant e, si bien las bot as caladas color carne y con uñas nacaradas la preocupaban t am bién bast ant e. Colgadas de ese hilo dorado que m arcaba sus lím it es con un resplandor de diam ant e, las m áscaras se dest acaban: era casi lo único que se veía en el cuart o. Esperaban que la dueña se las calara, pues ant es de elegir una se probaba varias porque nunca sabía m uy bien cuál elegiría. Era una m uj er t an rápida que a pesar de sus vacilaciones se dem oraba apenas. Un m ot ivo de am argura para ella era sent irse fea. Le pareció que era t an fea con m áscara com o sin m áscara, cosa que no adm it ían sus am igas. Tenía una voz ronca, su acent o la m ult iplicaba de m odo que cuando hablaba parecía que hablaban varias personas. Pensaba: " Est o no se corrige y se adviert e en la cara a pesar de la m áscara" . Élida era una m uj er ant icuada: esos problem as ya no exist ían y m uchas am igas se burlaban de ella. No había personas feas ni viej as, m e at revo a decirlo ( por ese m ot ivo nadie quería m orir, salvo Elida) , lo cual era cont raproducent e, porque m ucha gent e se suicidaba por m iedo de m orir. Aunque est e hecho conviniera en ciert o m odo a la hum anidad, varias veces los gobiernos est uvieron a punt o de prohibir el uso de las m áscaras a las personas m enores de cincuent a años. Pero la ley fue rechazada gracias a las m anifest aciones y los act os de violencia que se produj eron. Había gavillas de adolescent es que las usaban a escondidas. Descubrieron un arsenal de m áscaras im púdicas: los m enores de edad las alm acenaban. El escándalo se propagó hast a en los colegios donde los alum nos 190 las consiguieron para los exám enes, de m odo que casi t odos result aban im post ores. Saber cóm o se preparaban esas m áscaras y de qué m at erial est aban hechas result aría m acabro y prefiero referirm e ahora al banquet e que iba a t ener lugar en esas próxim as horas. El banquet e era para celebrar el m arem ot o de Tirreno, en las vast as zonas del Hiro donde corren los afluent es del Arpón y del Tuyar: m illones de personas m urieron en la cat ást rofe. Según los cient íficos era ést a la sum a necesaria para que el m undo no sufriera la privación del aire y el ham bre que los est aba cercando. Con el banquet e celebraban pues el acont ecim ient o m ás im port ant e del año. De no ser por esa cat ást rofe, el m undo habría incurrido en ot ra cat ást rofe peor; la ej ecución del proyect o del doct or Chiksa de dism inuir la est at ura de los hom bres por un proceso parecido al de los arbolit os j aponeses, pero sin m ant ener las proporciones adecuadas. No m enos de t res generaciones llevaría el cum plim ient o del plan si a t oda cost a m ant enían las proporciones. De ese m odo cruel, pero eficaz, el cost o de la vida se reduciría a la cuart a o quint a part e, pero no resolvería del t odo el problem a vigent e, que alarm aba al m undo. Después de la m isa rit ual, celebrada en un recint o cerrado, donde Élida t uvo la prim era claust rofobia de su vida por culpa de la m áscara color café con leche, para quedar bien con los negros y los blancos, la concurrencia pasó a la sala de audiencias, donde los discursos le quit aban el aire. Después, los invit ados pasaron a los com edores. Un m undo se agolpaba en busca de asient os alrededor de la enorm e y girat oria m esa cuyo m ecanism o no funcionaba bast ant e lent am ent e para algunos glot ones que querían repet ir de cada plat o ( com o si no hubiera ot ros, y ot ros y ot ros m ás apet ecibles) . La verdad es que, una vez probado el prim er plat o, el t em or a que el próxim o fuera m ás pesado hacía que la gent e se volviera a servir blandiendo las cucharas con avidez, ya que siem pre servían lo m ej or prim ero y dej aban lo peor para los post res. ¿El t um ult o de voces no dej aba oír los discursos o Élida se sent ía m al?. Una m uj er sensible, siem pre duda de sus experiencias; Élida m ás que cualquiera. Su propia voz, t an disonant e en el silencio, en el t um ult o le pareció arm ónica: —En est e día de em ociones y de esperanzas nos hem os reunido para llorar, deplorar y fest ej ar la desaparición de m il m illones de habit ant es de la Tierra. Sin duda la m uert e es resurrección para nosot ros y est o es lo dram át ico del asunt o. A part ir de est e m om ent o respirarem os m ej or, nosot ros, los desvent urados que vivim os. Élida, sint iéndose m ás bonit a, se ahogaba. Dij o dos o t res frases que, si alguien las hubiera recogido, serían célebres, pero no la escucharon porque escuchaban al m inist ro. —...podrem os com er m ej or —prosiguió el m inist ro. Élida sint ió que se le cerraba la gargant a, con la últ im a banana que com ió. —Todos los adelant os de nuest ra civilización podrán aprovecharse al fin de cuent as. —La rapidez con que hablaba el m inist ro decreció. Sus oj os ent recerrados parecían dos lagrim ones. Alguien lo int errum pió bruscam ent e para decirle algo al oído y se despabiló. — Por desgracia, ninguna alegría llega sola. Señores, est am os cercados por una pest e. —Hubo un zum bido de m oscardón en la sala. —En las calles se est án m uriendo cent enares de personas por los efect os del agua pút rida de los pant anos de las inundaciones. La pest e la propagan los m osquit os cont ra los cuales hem os luchado t ant o, para ext inguirlos y revit alizarlos. Est a not icia que acabo de recibir, dem uest ra t al vez que nos hem os ant icipado en la organización de los agasaj os para la cual t rabaj ó t ant o la señora Élida Fraisj us com o sus colaboradoras. Los aplausos ahogaron las últ im as palabras del m inist ro y Élida alcanzo a oír su nom bre. Se arrancó la m áscara para que Dios le viera la cara, la edad de su 191 piel y el color, y para que uno de los m osquit os la picara, pero se pregunt ó en los últ im os m om ent os ¿por qué est e afán por m orir?. Y su propia voz ronca le respondió: " Ya ves, la et ernidad no es dist int a" . Los r e t r a t os a pócr ifos Cuando est oy sola no est oy t an sola, porque m iro las cosas que m e gust an. A veces lo que prefiero no es lo que am o. Lo que m e hace bien t am poco es olvidar. A veces pienso que m orim os porque nos gust a est ar acost ados. Si los hom bres cam inaran acost ados com o los gusanos, no m orirían nunca. Vivir se vuelve int olerable cuando conocem os las t ret as de la m uert e: dem asiado sinuosas o sim ples. Mirar un papel bonit o com o la t apa de una libret a se parece a un viaj e que nunca hicim os, ni siquiera en un sueño. Lo desm esurado puede encerrarse en una m iniat ura m ás grat a que lo desm esurado. Un día que apenas recuerdo posé para una m iniat ura, inspirada en m i parecido con un cuadro de Reynolds, La edad de la inocencia. El m iniat urist a pudo copiar el cuadro. ¿Y yo la cara de la inocencia?. Pero m i inocencia est aba en m is pies enrulados. Me conm ueve com o si yo no hubiera sido yo. Esa m iniat ura se ha perdido y sient o que, si no la encuent ro, perderé para siem pre m i inocencia, la m ás at revida puest o que m e llam aron I nocencia. La caricat ura est á de m oda y es una redundancia decir siem pre est uvo de m oda. Ant es una caricat ura no era una caricat ura. Toda persona es en ciert o m odo una caricat ura de sí m ism a, de acuerdo con las m ás horribles caricat uras de est a época. Si dibuj am os una cara herm osa, puede ser t am bién una caricat ura. Mej or sería exagerar la belleza de una cara que no t iene belleza, o la fealdad de una cara que no t iene fealdad. Toda m i vida dibuj é com o una alum na de Dios, preparándom e para hacer un enorm e cuadro. Est e cuadro t enía que ser el principio de una serie de cuadros con los m ism os personaj es y proporciones. No realizarlos m e quit a las ganas de m orir t ot alm ent e. De la casualidad surge lo m ej or de nuest ra vida: buscar. Sólo se encuent ra lo que se busca, cuando se ha olvidado lo que se busca. Envej ecer t am bién es cruzar un m ar de hum illaciones cada día; es m irar a la víct im a de lej os, con una perspect iva que en lugar de dism inuir los det alles los agranda. Envej ecer es no poder olvidar lo que se olvida. Envej ecer t ransform a a una víct im a en vict im ario. Siem pre pensé que las edades son t odas crueles, y que se com pensan o t endrían que com pensarse las unas con las ot ras. ¿De qué m e sirvió pensar de est e m odo?. Espero una revelación. ¿Por qué será que un árbol em bellece envej eciendo?. Y un hom bre espera redim irse sólo con los despoj os de la j uvent ud. Nunca pensé que envej ecer fuera el m ás arduo de los ej ercicios, una suert e de acrobacia que es un peligro para el corazón. Todo disfraz repugna al que lo lleva. La vej ez es un disfraz con adit am ent os inút iles. Si los viej os parecen disfrazados, los niños t am bién. Esas edades carecen de nat uralidad. Nadie acept a ser viej o porque nadie sabe serlo, com o un árbol o com o una piedra preciosa. Soñaba con ser viej a para t ener t iem po para m uchas cosas. No quería ser j oven, porque perdía el t iem po en am ar solam ent e. Ahora pierdo m ás t iem po que nunca en am ar, porque t odo lo que hago lo hago doblem ent e. El t iem po t ranscurrido nos arrincona; nos parece que lo que quedo at rás t iene m ás realidad para reducir el present e a un int eresant e precipicio. En la infancia m e gust aban los viej os: eran com o países o caj as de m úsica para m í; no form aban part e del m undo com ún. Cuando m iraban algo ext raían de los m ás m odest os obj et os un secret o im port ant e, que t al vez nos com unicaran 192 un día, si los escuchábam os con at ención. Ahora m e gust an los j óvenes porque son m ás rápidos y m enos precavidos. No los envidio: ser j oven m e t ort uraba t ant o com o t ort ura ser viej o. Hast a el aire se ocupa de hacer propaganda con lo escrit o. Hay que pensar en secret o, porque t oda idea se vuelve plagio. Conocí a un escrit or que j am ás escribió sus m ej ores páginas, por m iedo al plagio. No era generoso: decía frases que despreciaba, para guardarse las m ej ores. La pobreza era su riqueza o, después, la riqueza fue su pobreza. ¿Cuándo sufrió m ás?. Ni siquiera lo supo, porque no fue bast ant e t iem po ni pobre ni rico. Conocí a un escrit or t an perverso que escribía m al para deslum brar a sus am igos m ás queridos. ¿Se pierde m ás t iem po en ser una criat ura de pecho que una criat ura de desecho?. La prim era en la cuna, ¿qué piensa?. La segunda en su silla, ¿qué t ram a?. Muchas veces t erm inam os de vivir. De m orir, nunca. En algunas personas, haber sido un anim al originalm ent e las vuelve m ás sut iles; en ot ras, m ás brut as. Dej ar de ser am ado duele m enos que dej ar de am ar. Cuando buscas algo, encont rarás lo que buscabas ant es. Nunca pensé que era j oven cuando era j oven. Nunca pienso que soy viej a ahora que soy viej a; es un ej ercicio dem asiado brut al est e cam bio inm erecido. Nada se m odera ni se suaviza en la m em oria, que im agina y adorna cada m om ent o. Nada se despoj a, salvo la indiferencia. Ant es decía: no m e olvides; ahora, olvídam e, por favor. En el olvido est á m i esperanza, en el recuerdo m i t ort ura; pero lo m ás horrible de t odo es que prefiero el recuerdo ant es que el olvido, y la t ort ura ant es que la esperanza. Y con est a palabra llegam os a París. Francia era m ía, en aquel t iem po. Vendían en la calle ram it os de t aco de la reina y pensam ient os de t odos los colores. ¡Todo eso qué bien lo recuerdo! El idiom a era m ío. Yo m iraba a las colegialas que iban a la escuela y las envidiaba porque parecían m uy felices. Pero no es ciert o, nevaba y yo no vi a esas colegialas. En vez de lluvia yo decía pluie, en vez de perro chien, en vez de gat o chat , en vez de vidrio yerre, en vez de cielo ciel, en vez de flores fleurs. ¡Qué fácil era hablar francés! . Todo era cort o, era agudo, salvo la t arde, l'aprés—m idi; m e gust aban las palabras. No m e acordaba de Buenos Aires ni del lago de Palerm o, con cisnes. Todo sucedía en Francia; ni siquiera en Francia, en París, en el Hot el Maj est ique, que ni sé si exist e. Mi herm ana, la m ás bonit a, con cara de ángel o de sant a, era la elegida por t oda la fam ilia para que le hicieran un ret rat o. Yo quería que ella fuera un ángel y no una sant a, porque las sant as sufren m ucho, t ienen caras t rist es; en cam bio los ángeles son felices, t ienen caras alegres. Pero, si era un ángel, t enía que t ener alas y ¿cóm o podían levant arse sobre el vest ido?. Renuncié a det erm inar si era sant a o ángel. El pint or se llam aba Vallé Bison. El ret rat o t enía de fondo el cam po con sus caract eríst icas bien m arcadas: plant as, hierbas silvest res m ovidas por el vient o en un banco im provisado, dos t roncos gruesos y una enredadera que los unía, est aría sent ada m i herm ana, vest ida con un vest ido de verano, et éreo, con un som brero de paj a, adornado de rosas o de dalias, algunas que parecían rosas. En sus m anos, sost enidas por dos brazos sum am ent e redondos, un ram o de flores brillaba t an sut ilm ent e que uno quería t ocar las flores para saber si eran reales o si alguien las había puest o frescas, recién cort adas, sin sospechar que podrían m archit arse. Pensé que m i herm ana, sant a o ángel, con sus oj os azules, su pelo t renzado y su act it ud t an recat ada, esperaba la t erm inación del cuadro con im paciencia. Dónde est arían las flores, dónde las m anos que sabían rezar, dónde el pliegue del vest ido, dónde la luz del ram o de flores en sus faldas. Nada exist ía hast a el m om ent o en que est aría la figura t erm inada, con sus adit am ent os, list a para un lugar Dios sabe dónde; en un nicho de iglesia, en un sit io de vast os 193 corredores donde llueve t al vez los dom ingos o en la sala m ás bonit a del refect orio de una escuela. ¿Est aría alguien esperando el cuadro en casa, en Buenos Aires, ciudad lej ana?. ¿Alguien est aría en el puert o?. ¿Alguien le daría la bendición?. Un cura seguram ent e; pero las cosas eran m uy dist int as. Yo esperaba saber dónde iría a quedar el cuadro, en qué lugar del m undo. Trat ándose de una sant a o de un ángel, t al vez t odo era posible. Pregunt é. Me at reví a pregunt ar: —¿Y el cuadro?. —¿Qué cuadro?. —El cuadro. No pasaba de esas palabras. El cuadro t enía que expresar m i sent im ient o de angust ia y el conocim ient o de la gent e m ayor. Ent onces esperé, com o se espera t ant as veces en la vida, t rat ando de esconder el asom bro. El cuadro, con su pesado m arco dorado, llegó un día, pero no sé en qué m om ent o ni cuándo. En la m em oria hay lapsos en que nos perdem os. No sé si el encuent ro se produj o en París o en Buenos Aires, pero recuerdo que al verlo m e arrodillé. No lo m iré, baj é la cabeza. Me dij eron: —¿Por qué t e arrodillás?. —¿Es ángel o sant a? –m usit é—. —¿No est ás viendo que es t u herm ana? —prot est ó una voz de soprano—. Me puse de pie, avergonzada. Para m í el cuadro era de una belleza not able, así por lo m enos m e parecía, y no lo podía m irar m ucho t iem po, sin cerrar los oj os. Pasaron los años sobre m í y sobre el cuadro, que est aba arrum bado en el últ im o lugar de la casa; y viendo que nadie lo quería lo reclam é y dij e que era el m ás bonit o de t oda la colección que había en la casa. Ent onces t odo el m undo aspiró a t enerlo. —Parece una calcom anía, qué horrible, yo ni de m uest ra lo t endría — susurró una m al educada. —Miren los colores, yo lo quiero —dij o ot ra—. —Es m uy pesado el m arco. ¿Dónde lo pondríam os?. Es divino —dij o ot ra—. Y así creció la discordia ent re gent e que se quería m ucho y que pret endía conseguir el cuadro. Finalm ent e no se llegó a acuerdo alguno y decidí ( al ver que lo habían dej ado en el garaj e) llam ar a dos changadores para que lo subieran donde est oy viviendo. Prim ero t uvim os que sacar el m arco, luego el vidrio; la t ela era m uy grande. Cuando la t ela quedó sin m arco, los hom bres la cargaron y la subieron al quint o piso. Durant e la t rayect oria, a pesar de las recom endaciones que hice, al rozar una puert a se borró t oda la cara, un brazo, y las flores en ot ra puert a. Quedé espant ada al ver el desast re. ¿Qué hago? Dios m ío, qué hago. No m e cost aba rezar. Ahora t am poco. Recé. ¿Volvería a pint ar la cara?. ¿Podría?, m e dij e a m í m ism a, en secret o. Busqué colores en m i m esa. Vi que había m uchos rosados y ocres en una caj a de pint uras al past el. Conservaba los colores. Había est udiado pint ura durant e m uchos años. Me encom endé a Dios. Recé, recé, recé, pint é las m ej illas t an rosadas, los oj os t an celest es, las com isuras de los labios, las flores del som brero, t an dibuj adas. No dorm í en t oda la noche. Seguí pint ando hast a quedar ciega. Pregunt é: —¿Est oy ciega?. —No, no est ás ciega. 194 Las rosas de la m ano las dibuj é, t am bién los preciosos volados de las m angas, el pelo rubio, las m aderas sobre las cuales la figura se apoyaba. Seguí pint ando. ¿I r a dorm ir sin t erm inar el cuadro?. I m posible. Seguí en la oscuridad del cuart o, sin ver casi nada. Cuando t erm iné, di un profundo suspiro de perro, si un perro pint ara. ¿Dónde est aban el m arco y el vidrio para que nadie supiera lo que había sucedido?. Ahí est aba el m arco, con sus racim os de uvas, sus infinit os t razos en oro pálido. Todo est aba ahí. Coloqué el vidrio, arm é las varillas del cuadro. El m arco es una prisión para la im agen. Usé un pañuelo con pint ura. Quedaron alrededor de m is oj os los signos de un colorido, leve com o un polvo, pero de im perecedera pint ura al past el. Ya no era el ret rat o de m i herm ana con cara de ángel; era de una herm ana acróbat a, con vest ido et éreo, sent ada en un banco de ram as, en un cuadro de Picasso, que no era de Picasso. El cuadro de Picasso t odavía exist e; la m iniat ura de la edad de la inocencia nunca. Los ce losos I rm a Peinat e era la m uj er m ás coquet a del m undo lo fue de solt era y aún m ás de casada. Nunca se quit aba, para dorm ir, el coloret e de las m ej illas ni el rouge de los labios, las pest añas post izas ni las uñas largas, que eran nacaradas y del color nat ural. Los lent es de cont act o, salvo algún accident e, j am ás se los quit aba de los oj os. El m arido no sabía que I rm a era m iope; t am poco sabía que ant año se com ía las uñas, que sus pest añas no eran negras y sedosas, sino m ás bien rubias y m ochas. Tam poco sabía que I rm a t enía los labios finit os. Tam poco sabía, y est o es lo m ás grave, que I rm a no t enía los oj os celest es. El siem pre había declarado: —Me casaré con una rubia de pest añas oscuras com o la noche y de oj os celest es com o el cielo de un día de prim avera. ¡Cóm o defraudar un deseo t an poét ico! I rm a usaba lent es de cont act o celest es. —A ver m is oj it os celest es de Madonna —exclam aba el m arido de I rm a, con su voz de barít ono, que conm ovía a cualquier alm a sensible—. I rm a Peinat e no sólo dorm ía con t odos sus afeit es: dorm ía con t odos los j opos y post izos que le colocaban en la peluquería. El bat ido del pelo le duraba una sem ana; el ondulado de los m echones de la nuca y de la frent e, cinco días; pero ella, que era habilidosa, sabía darles la gracia que le daban en la peluquería, conj ugo de lim ón o con cerveza. Est e m ilagro de duración no se debía a un afán económ ico, sino a una sensualidad am orosa que pocas m uj eres t ienen: quería conservar en su pelo las m arcas ideales de los besos de su m arido. ¿Y cóm o los conservaba, si su m arido no usaba lápiz labial?. En el perfum e de la barba: el pelo de la barba, m ezclado al pelo de su cabellera de m uj er, form aban un perfum e m uy delicado e inconfundible que equivalía a la m arca de un beso. I rm a, para no deshacer su peinado, dorm ía sobre cinco alm ohadones de dist int os t am años. La posición que debía adopt ar era sum am ent e forzada e incóm oda. Consiguió en poco t iem po una seria desviación de la colum na vert ebral, pero no dej ó por ese m ot ivo de cuidar su peinado. Se m andó hacer el alm ohadón com o chorizo relleno de arroz que usan los j aponeses. Com o era m uy baj it a ( hast a dij eron que era enana) , se m andó hacer unos zuecos con plat aform as que m edían veint e cent ím et ros de alt o. Consiguió que su m arido se creyera m ás baj o que ella. Ella nunca se sacaba los zuecos, ni para dorm ir, y su est at ura fue siem pre m ot ivo de adm iración, de com ent arios sobre las t ransform aciones de la raza. Com o am azona se lució y, com o 195 nadadora, en varias oport unidades, t am bién. Nadaba, es nat ural, con un pequeño salvavidas; y al caballo que m ont aba su cuidador le daba una buena dosis de narcót ico para que su m ansedum bre fuera perfect a. El caballo, que se llam aba Arisco, quedó un día dorm ido en m edio de una cabalgat a. La caída de I rm a no t uvo m ayores consecuencias ni puso en peligro su vida; lo único desagradable que le sucedió fue que se le rom pió un dient e. La coquet a volvió a su casa fingiendo t ener una afonía y no abrió la boca durant e un m es. Tam poco quiso com er. Buscó en la guía la dirección de un odont ólogo. Esperó dos horas, cont em plando los países pint ados en los vidrios de las vent anas, que le sugerían fut uros viaj es a los bosques del sur, a las cat arat as del Niágara, a Brasilia o a París; ya en los últ im os m om ent os de la espera, cuando le anunciaron: " Puede pasar, señora" , el dent ist a la saludó com o un gran señor o com o un gran payaso, agachando la cabeza. Señaló la silla de las t ort uras, sobre la que se acom odó I rm a. Después de un " vam os a ver que le pasa" , cont em pló la boca, no m uy abiert a por coquet ería, de la señora. —Es est e dient e —grit ó I rm a—. Se m e rom pió en un accident e de caballo. —De caballo —exclam ó el dent ist a—. Que t érm inos violent os. No será para t ant o. Vam os a exam inar est e collar de perlas dij o—. ¿Y cóm o dice que se produj o?. Algún t arascón, sin duda. —El dent ist a gim ió levem ent e al ver la perla quebrada. —Qué pena, en una boca t an perfect a. Abra, abra un poco m ás. " Si m i m arido est uviera en el cuart o de al lado" , pensó I rm a, " qué im aginaría, él que es t an desconfiado" . —Habrá que colocar un pivot —dij o el dent ist a—. No se va a not ar, se lo puedo garant izar. —¿Saldrá m uy caro?. —Para est as perlas nada result aría bast ant e valioso. —Sin brom a. —Sin brom a. Le haré un precio especial. —¿Especialm ent e caro?. Tal vez se había excedido en las brom as, pues el facult at ivo le guiñó el oj o y le oprim ió la pierna com o con t enazas ent re las de él, lo cual provocó un gem ido, pero t odo est o lo hizo m uy respet uosam ent e, sin ningún alarde ni vacilación. Después de concret ar, en una t arj et a rosada, la hora en que se em pezaría el t rabaj o, I rm a recogió sus guant es, la t arj et a, su bufanda y la cart era y, corriendo, salió del consult orio, donde t res enanas la m iraban con envidia. Transcurrieron los días sin que el m arido lograra arrancar una palabra a su m uj er. De noche, ant es de acost arse y de besarlo, apagaba la luz. —¿Cuándo oiré t u voz m elodiosa, deidad de m is sueños?. Un arrullo de palom as le cont est aba con el encant o habit ual, porque, hablara o no hablara, la gracia era una de las especialidades de I rm a. —Te not o ext raña —le dij o un día su m arido—. Adem ás nunca sé adónde vas por las t ardes. —Loquit o, adónde voy a ir que no sea para pensar en vos. —Por lo m enos hablaba. —Me parece m uy nat ural, inevit able casi podría decir, pero no creas que m e quedo t ranquilo. Sos el t ipo de m uj er m oderna que t iene acept ación en t odos los círculos. Alt a, de oj os celest es, de boca sensual, de labios gruesos, de cabellos ondulados, brillant es, que form an una cabeza que parece un soufflé, de esos bien dorados, que despiert an m i alm a golosa. ¡La pucha que m e da m iedo! . Si fueras una enana o si t uvieras oj os negros, o el pelo pegot eado, m al peinado y las pest añas descoloridas... o si fueras ronca, ahí nom ás; si no t uvieras esa 196 vocecit a de palom a. A veces m e dan ganas de querer a una m uj er así ¿sabés?. Una m uj er que fuera lo cont rario de lo que sos. Así est aría m ás t ranquilo. —¿Qué sabés? ¿Acaso no hay ot ras cosas que la alt ura, el pelo, los oj os celest es, las pest añas?. —Si lo sabré. Pero, asim ism o, convendría que fueras m enos vist osa. —Vam os, vam os. ¿Querés acaso que m e vist a de m onj a?. —Y ese collar de perlas que se ent revé cuando sonreís, es lo m ás peligroso de t odo. —¿Querés que m e arranque los dient es?. El m arido de I rm a cavilaba sobre la belleza de su m uj er. " Tal vez t odo hubiera sido dist int o si no fuera por la belleza. Me hubiera convenido que fuera feít a com o Cora Pringosa. Era agradable y no m e hubiera inquiet ado por ella, pues a quién le hubiera gust ado y, si a alguien le hubiera gust ado, a quién le hubiera im port ado" . ¿Adónde iría I rm a por la t arde?. Salía con prisa y volvía escondiéndose. Resolvió seguirla. Es bast ant e difícil seguir a una m uj er que se fij a en t odo lo que la rodea. Fracasó varias veces en sus int ent os, porque se int ercept ó ent re él y ella un aut om óvil, un colect ivo, unas personas y hast a una biciclet a. Logró por fin seguirla hast a Córdoba y Esm eralda, donde t om ó un t axi hast a la casa del dent ist a. Ahí baj ó y ent ró sin que él supiera a que piso iba. No había ninguna chapa indicadora. Esperó en la plant a baj a, fingiendo leer un diario. Subía y baj aba el ascensor. Se sent ó en un escalón de m árm ol de la escalera. Aquella t arde en que se aproxim aba la prim avera, el dent ist a acom pañó a I rm a hast a la puert a del ascensor. Al pasar j unt o a los vidrios pint ados de las vent anas, el odont ólogo m urm uró: —¿No sería lindo pasear por est os paisaj es?. A I rm a le pareció que la abrazaba en una cam a de hot el. Se ruborizó y, al ent rar en el ascensor, no dij o adiós. —¿Est á enoj ada?. ¿Le hice doler?. Sonría. Muést rem e m i obra de art e, — exclam o el odont ólogo asust ado. El ascensor se llevaba a la pacient e ent re sus rej as com o a una prisionera. Fuera llovía, ya est aba su m arido apost ado con un paraguas cerrado en la m ano. Había oído las frases pornográficas pronunciadas por esa voz de barít ono sensual. Ciego de rabia blandió el paraguas y, al asest ar a I rm a un golpe en la cabeza, le rom pió el prem olar recién colocado y sim ult áneam ent e se le cayeron los crist ales de cont act o, las pest añas, los post izos de su peinado; las sandalias alt as fueron a parar debaj o de un aut om óvil. No la reconoció. —Discúlpem e, señora. La confundí. Creí que era m i esposa —dij o pert urbado—. Oj alá fuese com o ust ed; no sufriría t ant o com o est oy sufriendo. Apresurado se alej ó, sint iéndose culpable por haber dudado de la int egridad de su m uj er. El m i, e l si o e l la Alm a Best iglia no era sim pát ica; t al vez dedicara sus dones de sim pat ía a sus anim ales dom ést icos, pues nadie la quería, salvo m i m adre, que t am poco la quería, así lo sospecho pues nunca le daba un beso ni la m ano al saludarla, 197 aunque le llevara las sobras de las com idas de nuest ra casa para que alim ent ara su j ardín zoológico, com o ella llam aba al grupo de anim ales que había seleccionado y que aloj aba en el pat io. Vivía en una casa pequeña en las afueras de la ciudad, con dos perros, un gat o, t res canarios naranj ados, una gacela, un papagayo y un t ero. A veces sacaba los canarios de las j aulas y los dej aba suelt os m ient ras t ej ía o rem endaba la ropa, siem pre cant ando, pues t enía voz de soprano, m uy llam at iva, aguda com o flaut a. En la casa de su bisabuela había una fot ografía de María Barrient os, de quien le cont aban la biografía, pero ella quería parecerse a Maggy Tait e, de quien había oído un disco inolvidable. Paulo Ricci, el vecino, decía a t odo el m undo que Alm a podía cant ar, con el t iem po, en el Teat ro Colón, en vez de est ar encerrada en esa casucha, ent re anim ales, com o una infeliz. Suposición grat uit a: Alm a era feliz, pero la felicidad t erm ina, aunque dependa de anim ales y no de hom bres, que son t an t raicioneros. El favorit o de Alm a era Terco, el gat o de oj os azules: dorm ía a sus pies, com o una perfect a alfom bra. Ella lo perfum aba con su vaporizador. Durant e el día, Terco se acost aba en el alm ohadón de la m ecedora, y sobre la cam a a la hora de la siest a o por la noche. Salía a la calle, com o un perro, det rás de ella, cuando ést a iba al m ercado, al dent ist a, a la m ercería, a com prar hilos y aguj as, o a la carnicería, al alm acén o a la farm acia. Alm a, después de cam inar t res cuadras, cargaba a Terco en sus brazos, de m iedo que se le perdiera en el cam ino. Terco era t an bonit o que la gent e no se reía de ella, al verla pasar con aquel incongruent e felino que parecía un perro. Terco, que en la som bra parecía la m it ad de un gat o por ser negro de un lado y at igrado del ot ro, llam aba la at ención de su dueña, que era, si se la m iraba bien, de una volupt uosa belleza, que sin recurrir a los afeit es deslum braba a quien t uviera la paciencia de m irarla. Una t arde Terco desapareció de la casa, al oír una not a aguda, un si o un m i o un sol prolongado, que Alm a dio en su canción. Dicen que los gat os al oír un si, un m i o un sol, no sé si sost enidos o bem oles, lo dej an t odo, aunque est én en el m ej or de los sueños, en lo m ej or de una cópula o com iendo un alim ent o que les gust e m ucho, para irse en busca de una avent ura. Hacía calor aquella noche y est aban las persianas ent reabiert as. Durant e m ucho t iem po Alm a deploró ese descuido; pero Alm a no sabía que nada en el m undo puede det ener a un gat o que oye el sonido de una not a, un la, un si, un sol. Terco no volvió a aparecer. A Paulo Ricci se le hizo el cam po orégano: pensó que podía ocupar el sit io de Terco en el corazón o en el alm a de Alm a, que no le había concedido nunca sus favores. Alm a prim ero esperó, después se resint ió, después se ent rist eció, lloró y finalm ent e hizo lo que hacen t odas las m uj eres cuando las han abandonado: se vengó, volcó su cariño sobre Nardo, el perro ovej ero, que hast a ese m om ent o no había significado para ella m ás que un guardián de la casa o un vigilant e de la esquina. Nardo, al sent ir el cariño que le prodigaban, com prendió en seguida que pasaba a ser el preferido de la casa. Venció el asco que le producía el olor a gat o del alm ohadón de la m ecedora y de la cam a de Alm a, que ocupó. Alm a cant aba sin que su voz provocara cat aclism os. Fueron días felices. Alm a y Nardo paseaban por las calles. Nardo era un verdadero perro, que nunca parecía un gat o. La felicidad no dura. Del color de la noche, una noche volvió Terco. Ent ró por la vent ana, con un salt o t riunfal, pero se det uvo com o un esput o ruidoso y se arqueó al ver el espect áculo. Su pelo em it ió luz, lo dij o Paulo Ricci lo cual m e dej a m ucho que pensar porque ¿acaso había presenciado la escena?. Nardo est aba despiert o, pegado a Alm a, y Alm a dorm ía; eran la im agen de la inocencia. Com o un relám pago Terco salt ó sobre el cuello de Alm a para ult im arla y Nardo se 198 abalanzó sobre Terco para defender a Alm a, y lo m at ó a t iem po, pues, de haberla defendido un poco m ás t arde Alm a hubiera m uert o. Alm a quedó sin voz para el rest o de sus días. La pobrecit a escribió en el papel, al volver en sí: " Est oy frit a. Llam en al ot orrinolaringólogo" . De la gent e que acudió a socorrerla, al oír t ant os ruidos, nadie supo descifrar la palabra ot orrinolaringólogo: creyeron que era el nom bre de un nuevo anim al y alguien corrió a la j aula del pat io, donde había un m ono recién adquirido. Terco había cort ado las cuerdas vocales de Alm a, el t esoro de sus encant os, pero Nardo no necesit ó de la voz de Alm a para acudir y obedecerla y le obedeció m irándole los oj os hast a el fin de sus días, pues Alm a m urió ant es que Nardo m uriera exhaust o de t ant o vigilar aquellos párpados que no volvieron a abrirse. Él pa r a ot r a Esperaba verlo pero no inm ediat am ent e, porque hubiera sido dem asiado grande m i pert urbación. Siem pre post ergaba nuest ro encuent ro, por algún m ot ivo que él ent endía o no. Un sim ple pret ext o para no verlo o para verlo ot ro día. Y así pasaron los años, sin que el t iem po se hiciera sent ir, salvo en la piel de la cara, en la form a de las rodillas, del cuello, del m ent ón, de las piernas, en la inflexión de la voz, en el m odo de cam inar, de escuchar, de colocar una m ano en la m ej illa, de repet ir una frase, en el énfasis, en la im paciencia, en lo que nadie se fij a, en el t alón que aum ent a de volum en, en las com isuras de los labios, en el iris de los oj os, en las pupilas, en los brazos, en la orej a escondida det rás del pelo, en el pelo, en las uñas, en el codo, ¡ay, en el codo! , en la m anera de decir ¿qué t al? o realm ent e o puede ser o ¿a qué horas? o no le conozco. No, Brahm s no, Beet hoven, bueno, algunos libros. El silencio, que era m ás im port ant e que la presencia, t ej ía sus int rigas. Ningún encuent ro, que no fuera t ot alm ent e absurdo, se producía: un m ont ón de paquet es m e cubría y él, com iendo pan y em puñando una bot ella de vino y una de Coca—cola, pret endía est recharm e la m ano. I nvariablem ent e alguien t ropezaba y el adiós result aba ant erior al ¿qué t al?. El t eléfono llam aba, equivocado siem pre, pero la respiración de alguien correspondía exact am ent e a su respiración, y surgían ent onces, en la oscuridad del cuart o, los oj os de él, en el color aparecía el t im bre de aquella voz sin fondo, una voz que la com unicaba con el desiert o o con algunas ram ificaciones de un río que corre ent re las piedras sin llegar j am ás a su desem bocadura, un río cuyo nacim ient o, en las m ás alt as m ont añas, at raía a los pum as o a los fot ógrafos que venían de m uy lej os a ver esas m aravillas. Me agradaba ver a personas parecidas a él. Algunas que t enían m irada casi idént ica, si ent recerraban los oj os; o un m odo de cerrar t ot alm ent e los párpados, com o si algo doliera. Me agradaba t am bién hablar con personas que solían hablar con él o que lo conocían m ucho o que irían a verlo en esos días. Pero ya el t iem po corría, com o un t ren que t iene que llegar a dest ino, cuando el guarda golpea la puert a del pasaj ero que est á durm iendo o anuncia la est ación próxim a, el t érm ino del viaj e. Teníam os que encont rarnos.Tan acost um brados a no vernos est ábam os que no nos vim os. Aunque no est oy segura de no haberlo vist o, siquiera por la vent ana. En aquella luz t enebrosa de la t arde, sent í que algo m e falt aba. Pasé frent e a un espej o y m e busqué. No vi dent ro del espej o sino el arm ario del cuart o y la est at ua de una Diana Cazadora que j am ás había vist o en ese lugar. Era un espej o que fingía ser un espej o, com o yo inút ilm ent e fingía ser yo m ism a. Ent onces sint ió m iedo de que se abriera la puert a y que él apareciera en cualquier m om ent o y que t erm inaran las post ergaciones que m ant enían vivo su am or. Se echó al suelo sobre la rosa de una alfom bra y esperó, esperó a que dej ara de sonar el t im bre de la puert a de la calle, esperó, esperó y esperó. 199 Esperó que se fuera la últ im a luz del día, ent onces abrió la puert a y ent ró el que no esperaba. Se t om aron de la m ano. Se echaron sobre la rosa de la alfom bra, rodaron com o una rueda, unidos por ot ro deseo, por ot ros brazos, por ot ros oj os, por ot ros suspiros. Fue en ese m om ent o cuando la alfom bra em pezó a volar silenciosam ent e sobre la ciudad, de calle en calle, de barrio en barrio, de plaza en plaza, hast a que llegó a los confines del horizont e, donde em pezaba el río, en una playa árida, donde crecían las t ot oras y volaban las cigüeñas. Am aneció lent am ent e, t an lent am ent e que no advirt ieron el día ni la falt a de noche, ni la falt a de am or, ni la falt a de t odo por lo que habían vivido esperando ese m om ent o. Se perdieron en la im aginación de un olvido —él para ot ra, para ot ro ella— y se reconciliaron. Am é die cioch o ve ce s pe r o r e cu e r do sólo t r e s Para una vida de cuarent a años, pensándolo bien, no es m ucho: no prueba ni inconst ancia ni falt a de seriedad am ar dieciocho veces. Prueba sólo la im posibilidad de vivir sin am or. El prim er am or fue una parej a que m e cuidaba, de m odo que yo am aba cuat ro oj os en vez de dos, dos bocas en vez de una, cuat ro m anos en vez de dos, cuat ro brazos en vez de dos, cuarent a dedos en vez de veint e, dos cabelleras en vez de una, dos om bligos en vez de uno, dos narices en vez de una, dos lenguas en vez de una, de dient es no sabría decir el núm ero, sabría de los órganos int ernos y ext ernos y de ot ros det alles que form an part e del cuerpo hum ano, pero no ent raré en t ant os porm enores. Toda est a enum eración parece del t odo vana, pero no lo es, si se piensa que cada par de oj os est á expuest o a la conj unt ivit is, al glaucom a, a la ceguera; cada hígado a la cirrosis o a la hepat it is, cada corazón al infart o o al paro cardíaco; sin cont ar los m ales m enores que se dem oran en las uñas o en las plant as de los pies, com o los hongos; en la gargant a, com o las am ígdalas, et c. Que dos personas se ent iendan sin que algo ande m al, ya sea físico o psíquico, es m uy difícil; que t res personas se ent iendan es casi im posible, ya que una sola persona a gat as se ent iende. Exist en ot ros m ales que no m encioné, com o la envidia, los celos, la desconfianza, el m alent endido; t odo est o pesa sobre la vida del am or m ás perfect o y capaz de sacrificio. En el fondo, ¿quién com prende a quién?. Nadie lo sabe. Por eso la Trinidad es una de las m ás sublim es perfecciones de la religión cat ólica. Se llam aba Anaisidro a veces, ot ras veces I sidroana, según la hora en que lo frecuent aba, que era a t odas horas. Para hacerm e dorm ir, t ocaba el piano a cuat ro m anos o cant aba a dos voces. El piano obraba com o un hipnót ico sobre m i organism o, por m ás que quisiera oír un poco m ás de lo que había oído, m e vencía el sueño t ot alm ent e. El dúo ej ercía un efect o dist int o: m e desvelaba, y el llant o que salía de m i gargant a reclam aba una bebida inm ediat a y t ibia, que no t ardaba en llegar en una bot ella cuyo color era de piedra de luna. Por m ás que digan que la piedra de luna t rae m ala suert e, a m í m e ent ernece cont em plarla porque m e recuerda los m ist erios de la prim era nut rición, cuando la gargant a sabe que est á t ragando la vida, la energía, el fut uro, el dest ino. A veces prefería a I sidroana, a veces a Anaisidro, t odo dependía del género de la bat a o de la vest im ent a que llevaban, cuyo colorido caut ivaba m i alm a hast a hacerm e grit ar de goce o de t error. Dependía t am bién de un sonaj ero que represent aba el m ovim ient o rít m ico de una m aj ada o de un j abón cuyo perfum e rosado com pet ía con el gust o de la naranj ada o del durazno aplast ado con un t enedor sobre un paisaj e donde corría un río con cisnes plácidos que yo no sabía que eran cisnes, pero que present ía que est arían 200 ligados a Leda en la m it ología griega, con un cuello t an sensual que serviría de brazos, de hum ano acercam ient o, acoplam ient o m ás bien, en un calidoscopio en cont inuo m ovim ient o. Jugaba conm igo. El j uego era m uy agradable, cuando no era dem asiado violent o. Cuat ro m anos pueden j ugar a la pelot a con un niño que parece de gom a: y así lo hicieron. El j úbilo es t an grande que no t iene lím it es. De aquel j uego caí al suelo, m uert o: así lo anunciaron los vecinos. Pero la m uert e no quiso de m í aquel día. Se arrodilló. Me m iró. Y, sin saludarm e, se fue en busca de un m uert o de frío m ás digno de sus at enciones. El segundo am or fue casi una m edia persona. Para reanim arse, t enía que beber dos lit ros de leche al día. Le falt aba un brazo; en lugar de brazo t enía una palet a de yeso para escribir a m áquina o un gancho para el ping—pong. Le falt aban las dos piernas; est a circunst ancia hacía que pareciera una est at ua, ya que el rest o de su cuerpo era perfect o y lo m ovía con t ant a gracia y aplom o que despert aba la envidia de hom bres y m uj eres que la cont em plaban. Había que visit arla en el I nst it ut o de Rehabilit ación, con un perm iso especial. Era m uy difícil encont rarla, porque volaba por los corredores del I nst it ut o en un cochecit o de ruedas. Cuando la encont raba, después de m uchas corridas, subidas y baj adas en el ascensor, llegaba girando la dicha prom et ida en las ruedas de su cochecit o, pues m e t repaba a sus exiguas faldas. " Servim e de brazo." Corríam os hacia el caram elero. Yo elegía el paquet e de caram elos m ás llam at ivo. De su bolsillo, de acuerdo con sus indicaciones, yo sacaba la plat a y pagaba com o una persona im port ant e; desenvolvía el caram elo elegido y, baj o sus órdenes, se lo ponía en la boca; luego ella, con sus oj os, elegía ot ro para m í, que yo desenvolvía para m et érm elo en la boca. " Ahora corré" , m e decía. " Mové las ruedas." De un lado m i m ano, del ot ro la de ella, hacía girar las ruedas del cochecit o. Y después venía lo m ej or. " Peinam e" , m e decía. " En m i bolsillo est á el peine. Buscalo." No lo encont raba. " Buscalo, buscalo" , insist ía, sacudiendo su m elena de león y, cuando yo lo encont raba, le desenredaba el pelo com o una m adej a de seda negra, para m í sola. Un aplauso m e hacía creer que era una gran peluquera, pero el aplauso indicaba el fin de las horas de visit a. El día en que m e regaló su anillo fue el día de nuest ro com prom iso; ese día m e dem oré m ás t iem po m ost rando el anillo a t odo el m undo, y salí del edificio cuando el cielo rosado m e obligó a com er un helado de frut illas. Se llam aba Rousa Longo. El t ercero era un enano. " Te quiero t e quiero t e quiero" , cant aba pasando j unt o a m í, fum ando una pipa con un horrible olor a hum o negro. Tenía los pies m uy grandes. El pelo ensort ij ado le cubría un oj o azul. ¿Por qué lo am aba si t enía feo olor, adem ás de ser m uy m alo?. Nada j ust ificaba nuest ro cariño que, en aquella época, era m uy m al vist o. Treint a años m ayor que yo, t enía nueve hij os y una m uj er que había recogido en un t erreno baldío, sin docum ent os de ident idad. Es ciert o que t ocaba bien el violín y que conocía el nom bre de t odas las est rellas, pero nada j ust ificaba esa fascinación que ej ercía sobre m í cuando pasaba por las calles en un aut om óvil azul oscuro, con un perro am arillo, que ladraba cont inuam ent e a quien lo saludara. Och o a la s En una fría m añana de sept iem bre, en el bosque de Palerm o, vi una m ariposa de int enso color naranj a. Me acerqué, m e arrodillé, para m irarla m ej or. Nada podía volverla m ás brillant e ni m ás preciosa. ¿Cóm o hacer para cazarla?. Sus m uchas alas com plicaban m is m ovim ient os de cazadora. Una de las alas parecía sobrar. Si lograba que no sobrara, ot ra de inm ediat o aparecería. ¿Qué hacer para que no sobrara?. Est as dudas llevaban t iem po y pensé que la m ariposa se iría volando ant es de que yo t erm inara de pensar. La m ariposa no 201 se cansó; yo m e cansé. Preparaba m is m anos para cazarla, el índice y el pulgar ext endidos correct am ent e, pero t uve escrúpulos. ¿Le rom pería las alas?. Perdería en m i m ano el polvillo cuando yo la t ocara, y perdería la fuerza necesaria para volar. ¿Cóm o se llam a el polvillo que t ienen las m ariposas en las alas?. Lo ignoro. Es t an sut il que no perm it e t ocarla sin un t errible m alest ar. Varias veces había capt urado m ariposas con ext rem o cuidado. Al sent ir en m i m ano el polvillo y la liviandad de las alas, t em blaba de pena, las solt aba. Com probaba ent onces que ya no volaban com o ant es, sino inclinadas para un lado o para ot ro, com o si algo les doliera o les falt ara. Sólo para una caj a de coleccionist as serviría est a m ariposa arruinada. Tuve la penosa convicción de haber com et ido un pecado, cuando la t oqué. Por levem ent e que lo hiciera, el act o iba acom pañado de esa vulgaridad de la que nunca se ve libre el ser hum ano frent e a cualquier insect o, los inofensivos y los que deliberadam ent e se vengan dej ándonos un brazo hinchado o un párpado roj o. Arrobada por su herm oso colorido quedé m irándola. Había vient o aquella m añana y en vano t rat é de cazarla. Qué difícil, qué ridículo: m i em oción, el vient o, las alas que se abrían y se cerraban... ¿Qué haría con el ala oct ava? Parecía desprendida de las ot ras. Trat é m il veces de t om arla ent re m is dedos, pero resbalaban. Era dem asiado difícil. Trat é de olvidarla. Seguí cam inando hast a que el vient o m e la t raj o de nuevo. Hast a ese m om ent o pensé que para una m ariposa era m uy nat ural, pero incóm odo, t ener ocho alas. Cuando yo est aba al acecho, preparada para dar el m anot ón, advert í que eran dos m ariposas copulando. Mi corazón lat ía, y t am bién, seguram ent e, el de las m ariposas. No parecían ent erarse de lo que había sucedido; no se defendían. Sim plem ent e sent í un lat ido, no sé en qué cuerpo, quizás en los dos, com o el lat ido de un corazón, que m e conm ovió. Tenían dos cabezas, indiscut iblem ent e, una en la som bra, ot ra en el sol; una parecía un ant ifaz, la ot ra una m áscara radiant e. ¿Dos cabezas no era dem asiado?. Las solt é. Sobre el m ism o cam ino de piedrit as, t em blando de dej arlas, m e alej é lent am ent e, com o si no pudiera irm e hast a que las dos se separaran o no se separaran nunca. Volví a cam inar en el vient o y vi alej arse esos barcos de vela ext raordinarios, las m ariposas en el vient o. Me alej é y m e dist raj e, hast a que volví de nuevo en busca de las ocho alas. El vient o las arrast raba, las m ovía, las sacudía, las em best ía; ellas no sent ían nada de lo que sucedía a su alrededor, indiferent es a la realidad en su abst racción. Venciendo m i t im idez, pensé que las llevaría a casa, que las pondría en el balcón y después ¿cóm o dej arlas? ¿Para ellas sería la m uert e? ¡Si cruzan el At lánt ico! Son fuert es, no se m orirían. Las capt uré. Mi corazón lat ía locam ent e. Llegué a casa con m is m anos de asesina ( así las sent ía por haber int errum pido el goce del am or, un orgasm o infinit o) . Las puse en el balcón donde el vient o arreciaba. Alm orcé. ¡Cóm o pude alm orzar! . Le pedí a m i m arido, que es fot ógrafo, que les sacara una fot ografía. Sacó la fot ografía m il veces para conseguir una sola bien lograda. Buscam os el m odo de conservar la im agen. Term iné de alm orzar y fui al balcón. Ya no est aban, pero sient o t odavía el lat ido com o un pulso y esa unión t an cerrada y m usical com o ninguna ot ra m úsica del m undo. ¿Qué hace la cám ara fot ográfica ant e una escena com o ést a? ¿Qué le prest a a la im agen? ¿La m at a, la conserva?. Pensé en el dolor de una im agen de arena que est á ent re los libros de la bibliot eca. Alguien pensó que era un relieve egipcio, griego, rom ano. No reconocerlo era una vergüenza. El ignorant e m iró en silencio la fot ografía, pero nadie supo que dent ro de ese cuerpo algo m ás que la vida yacía; algo infinit am ent e inasible, com o la vida m ism a de est as m ariposas, con t ant o olvido del m undo, con ocho alas anaranj adas. La pr óx im a ve z 202 Ella est aba m uriendo, im aginando su propia m uert e. La luz de la t arde bañaba los obj et os en un brillo ext raordinario. Nunca los había vist o t an nít idos. Tam bién vio las caras que venían a visit arla. Una se dist inguía ent re t odas. No lloraba. ¿Por qué no lloraba? Est aba apoyada cont ra una pared con cuadros que reproducían a los m iem bros m ás im port ant es de la fam ilia. Una curiosidad m alsana se apoderó de ella, una irrit ación que no podía cont rolar. Su corazón lat ía vert iginosam ent e, a t al punt o que no podía m ant ener sus oj os quiet os. La que no lloraba est aba devorando con sus m iradas a alguien; no se m ovía de su puest o de observación. ¿A quién m iraba?. Quiso incorporarse para ver lo que no alcanzaba a ver, pero, aún m oribunda, se desplom ó. Presint ió lo que sucedía. Det rás del biom bo de la sala apareció la m ist eriosa persona que invit aba a t odos los oj os a m irarla. Sint ió que se le paralizaba el corazón. Se besarían t an furt ivam ent e que nadie lo advert iría. Y así fue. Cóm o pudieron alej arse del lugar t om ándose de las m anos, com o dos niños lúbricos. En su im aginación t om ó la plum a para escribir lo que est aba viendo, pero una m oribunda no puede escribir por m ás que t rat e de hacerlo. Recorrió los det alles m ás m inuciosos del ocaso, del vest ido que m iraba. " Moriré" , pensó, " pero ahora no, por favor, Dios m ío. Tengo que ver el final de est e encuent ro, que m e m at a." Ya el m undo había cam biado, las flores se habían m archit ado con el m urm ullo de las voces. Lej os, lej os com o a t ravés de un invert ido ant eoj o de largavist a, vio el m undo con t odas sus perspect ivas. El am or era lo único que se dest acaba. No, no m oriría est a vez, sino la próxim a... " Dios m ío, no t engo valij as, baúles donde llevar m is m anuscrit os y prefiero m orir m il veces ant es que perderlos" . Pe r m iso de h a bla r Las voces se anunciaban por m edio de una m aravillosa dist ribución de colores. No sé si eran eléct ricas o sim plem ent e nat urales. Ant es de que prohibieran las voces, la ciudad quedaba casi a oscuras e inm ediat am ent e reverberaban las luces roj as, verdes, violet as, am arillas, celest es, a rayas o a pint it as que anunciaban el perm iso de hablar. Ent onces se oía una det onación com o de t rasat lánt ico que se hunde y com enzaban a urdir los m ás desaforados enredos, y em pezaban las voces a hablar, algunas int répidas, ot ras t ím idas, ot ras sonoras, im periosas com o en un claust ro, ot ras desent onando o casi t rist es o apagadas, ot ras furiosas at rayendo risas o llant os por la precipit ación del perm iso de hablar, t an esperado. Sim ult áneam ent e se ilum inaban grandes avisos PERMI SO DE HABLAR. No saben los cient íficos que t odos los desast res de est e m undo se deben a la locuacidad de la gent e. Por algo los anim ales no hablan. Ningún volcán en erupción es t an fuert e com o las voces. Cuando los cart eles que indican PERMI SO DE HABLAR dej an lugar a ot ro, con la palabra SI LENCI O, y el silencio baj a sobre el m undo con sus alas grises y celest es, un recogim ient o dulce invade las casas; las cort inas se abren solas, para no hacer ruido, y los niños se vist en para ir a la escuela. El piano funciona pianísim o. El llant o nunca fue considerado com o palabra: hubo un conflict o porque nadie se ponía de acuerdo sobre est e t em a y los que m ás necesit aban hablar em it ían llant os, casi t an incóm odos com o las palabras. Los prohibieron. Sobrevinieron los suspiros, m ás flagrant es que las palabras. Los suspiros t am bién se prohibieron. Ent onces el universo en silencio explayó su belleza. Era 203 un silencio claro y perfect o. Hast a los perros habían com prendido que no t enían que ladrar. Acost ados sobre la pat a derecha inclinaban la cabeza y de vez en cuando silenciosam ent e suspiraban. Apenas se oía aquel suspiro t an m edido, t an escondido ent re los pelos negros de las pat as. Ninguna nost algia en su corazón de perro adult o. —No recordaba conversación alguna de am or ni de odio, sim plem ent e una nost algia de perro que llora por sus últ im os hij os y por un plat o de pollo. El suspiro apenas se oye por est e m ot ivo, pero no es m enos profundo que el suspiro de un hom bre por su m uj er que lo ha t raicionado. Est e conciert o, t an bien esclavizado, despiert a al que duerm e. Tengo que vivir, piensa el soñador a quien sólo despiert a el silencio, nunca el ruido. Algunas personas aprendieron a hablar sin palabras. Era t an incóm odo hablar en aquel bullicio que hacía la gent e y era t an agradable el silencio de cuando nadie hablaba que Rom ina, la vecina de nuest ra casa, int ent ó hablar sin palabras. En los prim eros m om ent os nadie la com prendía y cuando le explicó a su m aest ra de cant o la suert e que elegía, la m aest ra furiosa t iró las m úsicas al suelo y dij o: " Yo no enseño a gorriones ni a perros pilas por int eligent es que sean. Hay que cant ar con palabras, para eso las t enem os" . Aquel ej em plo bast ó. Su t im idez la im pulsaba a buscar a am igas que pensaran com o ella, pero era difícil, t an difícil que ut ilizaba la nariz para em it ir un sonido ínfim o que la ayudaba a pronunciar palabras m ent alm ent e, pero cuando alguien descubrió est a efím era t ret a, le dij eron que era incorrect a y que no había que engañar al m undo cuando el m undo ya no ut ilizaba sonidos ni palabras para expresarse. Rom ina se resignó. Con el t iem po se enam oró de un sordom udo: Teodoro Mudo. Rom ina ya no supo hablar. Aprendió a m anej ar las let ras con sus m anos, olvidándose del sent ido de las palabras. Teodoro Mudo la m iraba ext asiado. Qué sacrificio hace una m uj er cuando olvida las palabras que quiere decir a su am ado. Tom ó un libro. Dafnis y Cloe, y con la lapicera fue m arcando las líneas m ás conm ovedoras. Fue ent onces cuando ocurrió el m ilagro. Teodoro Mudo pronunció las frases m ás apasionadas, j ust o en el m om ent o en que apareció PERMI SO DE HABLAR. El ruido ensordecedor de la gent e no dej ó oír su voz. Rom ina palideció, volvió a abrir el libro. Dos m uj eres, que se peleaban con voces m uy alt as, int ercept aron la voz de Teodoro Mudo. Rom ina les dio la vuelt a a las páginas del libro. Baj o las órdenes de SI LENCI O Teodoro leyó una página del libro. Rom ina t rat ó de decir algo. Ningún sonido salió de su gargant a, sólo se oyó un suspiro, el suspiro que m arca la época en que desapareció esa cost um bre de anunciar el derecho de hablar y del silencio. A Rom ina acabaron por llam arla la Sirena de Andersen, que, al hablar y al m overse, sent ía que le clavaban cuchillos en los pies y que nunca pudo declarar su am or al príncipe. I n t e n t é sa lva r a D ios Aquí escribo lo que sent í. A veces m uero sin saberlo, y m e pregunt o si no est án ent errándom e en est e preciso m om ent o. Son las seis de la t arde. El sol oblicuo ilum ina el corredor de la casa, que veo a t ravés de una vent ana. Uno puede, en cualquier m om ent o, m orir y de ese m odo fij ar en la et ernidad una escena desagradable o inm ort al. ¿A qué serviría m i m uert e?. Al fin y al cabo soy una part ícula de Dios, una m era indefensa part ícula, que podría un día salvar el m undo ( aunque t al vez sea im posible) . No he vivido bast ant e para deshacerm e de t odo lo perverso que hay en m í. Desprovist a de afect os, podría redim irm e, pero es t arde. Est oy m uriendo. Cuando vivía, o creía vivir, pensé invocar o recrear una religión, esfuerzo t an difícil que m e t raj o un insoport able dolor de 204 cabeza. Para com bat irlo, pensé que un dolor se anula con ot ro dolor en ot ra part e: m e dolió un pie, un brazo, la gargant a. Todo en vano. Pensé en cam bio dos frases: ¿Qué hice de m i vida? ¿Qué cast igo m e corresponde, ya que un prem io nadie m e debe? Pensé en Dios, com o lo hacía en m i infancia. Durant e t oda m i infancia pensaba en Él ( es verdad, aunque parezca una m ent ira para at raer a los lect ores) . Pensaba en Dios obsesivam ent e, com o después pensé en ot ras cosas, pero, siendo Dios el personaj e que est aba en j uego, t odo parecía m ás serio, m ás t errible y perdonable. Siem pre pensé que Dios era dem asiado grande. Aunque invisible, su grandeza nos dest ruía, nos aniquilaba, nos agot aba por m ucho que nos perdonara. Días de sol, días de lluvia, de frío, días opacos, días sin horas, días ocupados por un m illón de m inut os o sillones con m iles de días sin alegría o con pesar, pensaba en Él. No m e at revía a im aginar su cara, ni sus m anos dando gracias, ni sus pies t ranquilos, sin zapat os, ni su voz silenciosa ni su bondad. Me parecía dem asiado grandioso, rect o, inm óvil com o un granadero de San Mart ín. Me parecía dem asiado serio para equivocarse. A veces pensé m edirlo con un cent ím et ro, porque los hom bres siem pre se m iden o se pesan y discut en su est at ura. Algunos decían: " Yo soy m ás grande que papá, soy t res cent ím et ros m ás alt o" , pero no eran dioses y nunca lo serían, porque los hom bres son desdeñables, no porque sean m alos, envidiosos o ridículos, sino porque sin m olest arse en probarlo se creen m ás perfect os que sus congéneres. Ent onces, para cont rarrest ar las inj ust icias de la vida, invent é una religión sum am ent e sim ple, sum am ent e com plicada. Si no m e equivoco, yo t enía siet e años cuando int ent é salvar a Dios. Pensé en Dios: t an arm onioso, no podía sobrevivir en un universo com o el nuest ro; el día de la creación se pert urbó. Dios, que no es visible, que es capaz de t odos los m ilagros y que puede dividirse al infinit o. En cada edad, en cada m om ent o del m undo, en cada ser de est e universo, en cada país, en cada raza, en cada circunst ancia, podrá dar una parcela dim inut a de sí, t an poco visible com o Él, pero con los m ism os defect os, con las m ism as virt udes, con las m ism as esperanzas. Porque Él no pensó nunca en una sit uación com o la act ual, no encont ró la salida que se m e ocurre a m í. Pero esas part es infinit esim ales, en cada generación m ás pequeña, est án desapareciendo y provocan hechos favorables o no, en que hay un eco de nost algia. Todo est o se m e ocurrió arm ando un rom pecabezas; era fácil: dos o t res piezas, un lago con dos cisnes blancos que nadaban sobre un fondo azul. Com o ninguno de los creyent es es capaz de poner orden en un caj ón, libros, lápices, horquillas, peines, cepillo, alicat es, fot ografías, t odo confundido, yo no puedo poner orden en el universo. ¡Pensar que en un part ido de fút bol grit a y se arrodilla m ás gent e que en una de las procesiones! . Es ciert o que arrodillarse en esos part idos es part e del rit o, y grit ar, t al vez m ás. ¿La libert ad será un anim al salvaj e?. Al oír a los cant ant es, el público ulula y cant a, y las chicas se desm ayan. Por Él no se desm ayan. Ant es, cuando éram os puros, su t rabaj o era m ás fácil. Ahora la gent e no sabe rezar. Cuando rezam os, no sé qué est am os diciendo. En cada palabra hay un plural que m e est rem ece. ¡En la que m e he m et ido! ¡Yo que siem pre rezo! ¡Perdónam e com o si yo fuera vos y vos fueras yo, Dios m ío! . ¿Pero cuál sería, Dios, la salvación?. Cuando t rat o de explicarla t odo se confunde y no puedo acudir a m is siet e años, cuando est uve t an segura de lograrla. Tal vez algún día... La n u be 205 Í bam os a cazar una nube. No es fácil, cualquiera lo sabe. Era una nube blanca, rodeada de past o y de flores. Cazarla era im posible. ¿Cuál era la nube? Est o era lo difícil. Las nubes est aban en el horizont e, m uy lej os; había que alcanzarlas en coche, en aut om óvil, en avión. ¿Pero quién dispone de un avión, de un aut om óvil, de un coche? Más fácil sería ir a caballo, galopando, o en biciclet a. Pero t odo era im posible. Una vez llegados al horizont e, ¿qué hacíam os? Nos quedam os m irando la nube que no había cam biado de form a, aunque sus com pañeras fueran bast ant e dist int as y fáciles de confundir ent re ellas. Nos quedam os m irando aquella nube hast a que cayó la noche azul, azul com o el int erior de uno de los j uguet es, el m ás im port ant e y seduct or de t odos; un j uguet e vulgar, si se quiere, pero raro. El j uguet e era ext raño, no puedo describirlo pero se t rat aba de una bolsa de m at erial plást ico, que no exist e en est e m undo, en form a de raquet a; cont enía un m ar azul, t an azul que no parecía ciert o com o el azul de la noche. Cuando el m ar se agit aba surgían ot ros paisaj es, de países dist int os. El agua que llevaba la bolsa era de m ar, t al vez, y los paisaj es nunca se repet ían, y eran preciosos. —Soy propiet aria de la nube —dij o la m ás t ont a de m is am igas— y es m ía. Yo m e quedaré hast a que desaparezca. Lo dij o con t ant a seriedad que t odo el m undo la creyó. —Nunca desaparecerá —dij o una señora cubiert a de plum as, com o si quisiera im it ar a los indios. —Ent onces m e quedaré para siem pre —declaró la niña. Y quedó para siem pre en aquel lugar, que no sé m uy bien dónde se encuent ra. Nadie lo conoce. Se llam a la Nube o se llam a Descubrim ient o de Ot ro Mundo; pero nadie sabe dónde est á, ni en qué est ación aparece. A veces la nube se t ransform a en un lecho donde cruza el cielo, un lecho rosado y m ullido, que no t ienen las lluvias ni los t em porales, y duerm e durant e horas hast a que el sol la despiert a y ella, ágil com o una liebre, salt a de su lecho y baj a a la t ierra; alguien la espera, alguien que no sabem os quién es. Est e es el m ist erio que hay que descubrir. ¿Quién la espera? ¿Un j oven herm oso, un perro, un anim al feroz? Nunca lo sabrem os. Cuando baj a y at erriza, m e aseguran que oye un gruñido que la asust a. ¿Una nube que gruñe? En los prim eros t iem pos creyó que sería la t orm ent a... Una t orm ent a nunca gruñe. Después em pezó a dudar; el gruñido era acaso de una best ia ant ediluviana. Rápidam ent e opt ó por averiguar de dónde provenía. Lo buscó desesperadam ent e y olvidó los libros que t enía que revisar y recuperar porque le pert enecían, porque ella los había descubiert o. Buscó a t odas horas, en t odas part es, olvidando lo que t enía cerca de su m ano. Ya no com ía, ni dorm ía ni descansaba. El m undo ya no era el m ism o. Se arrodilló finalm ent e sobre el past o e invent ó una oración. Cerró los oj os y la dij o noche y día, día y noche, hast a que recuperó la quiet ud. Nunca supo cuál era el anim al que gruñía. ¿Un lobo, un zorro, un j aguar, un t igre? Com o est aba t an cerca de las nubes, no podía dist inguirlas. Vist as de cerca, las nubes eran enorm es... Nunca supo cuál era la best ia, pero sí que esa best ia la m at aría si no abandonaba la nube de su invención. Y ést a es la única verdad de est e cuent o. M ir e n cóm o se a m a n Adriana dej ó caer su m irada sobre sus pechos; el vest ido era de lana gruesa, bordado con flores, las m angas est aban m al pegadas y le daban en t odo 206 el cuerpo una sensación incóm oda, de ahogo, sem ej ant e a la del encierro en ascensores de m adera, det enidos en un ent repiso. El desayuno est aba list o sobre la m esa; siem pre t om aba el desayuno levant ada y ya vest ida en los cuart os de los hot eles, por las m añanas. Y ent onces, a esa hora desnuda de cant os en la ciudad, abría la puert a del cuart o vecino, donde dorm ía Plinio. Plinio ent raba anunciándole la m añana, con una corrida de piernas t orcidas, com o si de cada lado de sus brazos llevara colgado el cansancio de m uchas personas, de m uchos baldes de agua o de m uchos canast os de frut as. Sus oj os eran t rist es de m alicia y de im it ación. Adriana lo sent aba sobre sus faldas desnudas y le daba t errones de azúcar t odas las m añanas de su vida. A veces se pregunt aba si no era realm ent e gracias a él por lo que había ent rado en esa com pañía de circo o bien si era gracias a ella m ism a y a sus núm eros de acrobacia. Pero las exclam aciones de adm iración la perseguían a lo largo de los viaj es, en los barcos, en los andenes, en las vent anillas de los t renes hast a donde le llegaban las voces asom bradas de " ¡oh, m iren la chica con el m ono! " ; t odo eso no iba dirigido a ella ni a su gorro de lana roj o, ni a sus anchas espaldas. Que un m ono fuera capaz de andar en biciclet a asom braba al público, que un m ono hiciera equilibrios sobre una silla, era un prodigio, y Plinio sabía hacer t odas esas cosas. Es ciert o que Adriana había desplegado t oda su paciencia: con las m anos pegaj osas de t errones de azúcar se había pasado horas enseñándole pruebas. Y sin em bargo, durant e las represent aciones, los aplausos eran para Plinio, y ella, en cam bio, con sus núm eros de acrobacia, con las piernas hinchadas envuelt as en m allas rosas, con los brazos t rem endam ent e desnudos, t enía que ant icipar los aplausos después de cada prueba, t enía que forzar los aplausos con una corrida de gran art ist a, dist ribuyendo besos de cada lado de las gradas. Adriana había sufrido en los prim eros t iem pos los salt os m ort ales de su corazón com o el t am bor que anuncia las pruebas peligrosas: los pechos se le hinchaban en form a de sem illas, debaj o de un cuello roj o at ravesado de venas sinuosas, y, cuando t erm inaba la represent ación, se dej aba caer sobre la cam a de algún cuart o desm ant elado. Sent ía los lat idos de su corazón, que le recorrían en punt os rot os, a lo largo de la m alla. La salud le robaba la com pasión de los dem ás; podía t ener el cuerpo desgarrado de cansancio, pero sus m ej illas perm anecían rosadas. La com pañía del circo Edna había pasado los años yendo de un pueblo a ot ro y se m ant enía gracias a la m edia docena de elefant es, que sabían cam inar con una pat a en el aire, que sabían hacer gárgaras de arena con ruido de t rom pet as, que sabían sent arse en ruedas furiosas sobre barriles y cam inar encim a del enano, delicadam ent e, com o bailarinas, sin aplast arlo; gracias t am bién a Plinio, que levant aba lluvias com pact as de aplausos y a un m alabarist a j aponés. Adriana t rabaj aba desde los diez años; había crecido ent re paisaj es de t rapecios y redes girat orias, ent re pat as rugosas de elefant es am aest rados. Nunca había vivido en el cam po. No conocía m ás anim ales que los que vienen encerrados en j aulas. Un día, hacía poco t iem po, la habían invit ado a un pic—nic en el Tigre; después de andar en lancha de excursión baj aron en un recreo llam ado Las Violet as. Adriana se durm ió debaj o de una palm era. Cuando despert ó, vio la pat a rugosa de un elefant e apoyada cont ra su cuerpo; sus oj os subieron por la pat a del elefant e hast a que llegaron a la alt ura de las palm as verdes; el aire no est aba t am izado de aserrín y de arena, y acont eció la cosa m ás increíble de su vida: un día de cam po. Nada ext raordinario había sucedido en su vida. Vivía en soledad de desiert o sin cielo. Se dorm ía en los bancos, esperando su t urno, con los oj os ribet eado de un fuego int enso de sueño ( por eso sus com pañeros la llam aban " la dorm ilona" ) . 207 Plinio la despert aba, le t iraba de la falda, le sacudía los brazos, m ient ras el público pasaba, en los ent react os, a visit ar los anim ales. Y ent re t oda esa gent e, un día, en que est aba en esa post ura de sueño, que algodona los brazos, que agranda los párpados list os a caerse com o dos enorm es lágrim as, que ent reabre la boca y pint a las m ej illas de roj o, est am pando el apoyo de un bordado, de una est erilla o de una m ano abiert a, un hom bre se enam oró de ella. Para él en ese inst ant e se volvieron reales los m ovim ient os acrobát icos, incandescent es, de esa m uj er dorm ida; cada brazo, cada pierna era un envolt orio de m úsculos dorm idos y blandos, com o un abrazo. Ese hom bre en su infancia había vist o en el circo serafines rubios disfrazados de acróbat as; por eso quizá se det uvo y m iró largam ent e a la pruebist a, resucit ada de su infancia. Y ella, det rás del sueño, lo vio lej os, lej os, en las gradas m ás alt as, guiñándole el oj o det rás de dos bigot es de cej as rarísim as que llevaba sobre la frent e. La int ensidad de la m irada debió de ser t an grande que Adriana despert ó, pero no vio a nadie. " Plinio, ¿quién era ese hom bre?" Plinio se asom ó a espiar por las cort inas y volvió t am baleando, sin respuest a. Hast a ese día había vivido en la soledad de desiert o sin cielo, luego, ese cielo ausent e se cubrió de alas de m ariposas coleccionadas en Río, que aquel desconocido le m andó de regalo —fue Plinio el que recibió los besos de agradecim ient o—. Ent re los t rapecios y las sillas apiladas, las grandes m anos redondas de Adriana rezaban de alegría, una sem ana después, cuando un hom bre alt o, de t raj e azul violáceo, se acercó a saludarla. Después de ese breve encuent ro se vieron t odos los días en un t axi, donde Adriana descubrió que el am or era una especie de m at ch de cat ch—as—cat ch— can. En seguida el novio quiso llevarla a una am ueblada, pero no consiguió llevarla sino a un bar alem án, con vuelt as de Danubio Azul desafinado, que los induj o al noviazgo definit ivo. Ella t enía que int errum pir punt ualm ent e sus ent revist as para ir hast a la pieza del hot el y dar de com er a Plinio; era una ocupación sagrada que m ant uvo aun en el día de su com prom iso. Su novio, encarcelado est a vez dent ro de un t raj e a rayas, ensom brecía su frent e diciendo: —Voy a concluir por ponerm e celoso. —¿De quién? —pregunt ó Adriana. —De Plinio. Una risa breve los envolvió dent ro del baile. Hacía m ucho frío afuera esa noche, y el int erior del bar alem án abrigaba con olores espesos a gent e, a cerveza, a frit uras. En el m edio de las m esas había florerit os de m et al angost ísim os y alt os con t res flores m uert as. A veces, cuando Adriana volvía a su habit ación y lo encont raba a Plinio esperándola, creía oír su voz que decía: —¿No t e casarías conm igo?. Ella, asom brada, creyendo que había soñado esa voz y esa pregunt a, vacilaba y luego le cont est aba avergonzada: —Te quiero, pero no lo bast ant e com o para casarm e cont igo. Luego exclam aba com o hablándose a sí m ism a, refregándose los oj os: —Me parece que he soñado. —La vida es un sueño para los enam orados —decía Plinio. —Pero yo no est oy enam orada. —Yo, sí. Est os diálogos repet idos em pezaron a parecer nat urales a Adriana. 208 Para Adriana los días eran cort ísim os; para su novio, int erm inables. Y de pront o en la oscuridad de una ausencia brillaron los oj os culpables de Plinio. El novio pensó en la inut ilidad de dism inuir su voz, hast a m odularla com o la de un cura diciendo m isa, para sant ificar las proposiciones de llevar a su novia a una am ueblada. Le pareció que por falt a de t iem po sus frases no eran convincent es. Y Plinio era el culpable. Era él quien le robaba la novia; a él Adriana dedicaba su t iem po, enseñándole ( im púdicam ent e, en cam isón) a andar en biciclet a. Para darle de com er se iba, t odos los días, de t odas part es, corriendo. En los diarios de Buenos Aires est aba anunciada la despedida del circo Edna, pero t odas eran funciones de despedida. Esa m añana Adriana salió t em prano del hot el, para hacer com pras, y volvió j ust o a las doce, para dar de com er a Plinio. En el zaguán del hot el hizo el adem án de det ener los lat idos de su corazón, o com o si t ragara, sin agua, una píldora m uy grande. Ent ró en el dorm it orio, abrió la puert a que com unicaba con el cuart o vecino: un desorden com plicadísim o, de sillas y m esas volt eadas, rodeaba a Plinio, t irado en el suelo, com o un m uert o. El, que había hablado siem pre t an poco, ahora que est aba m uert o necesit aba hablar. Adriana se arrodilló y después de acariciarlo vio que sus m anos quedaron ensangrent adas. Vio ent onces una herida abiert a en el pecho de Plinio y se puso a llorar desconsoladam ent e. Lo creía m uert o. La voz de Plinio volvió a resonar de un m odo m ist erioso: —Te casarías conm igo?. Adriana le cont est ó con el m ism o asom bro, pero decidida: —Te am o y m e casaré cont igo. Al oír est as palabras, Plinio se incorporó y salió de su piel para t ransform arse en príncipe. Adriana ext asiada lo m iró y se abrazaron. —Ext raño t u piel, t us oj os, t u m odo at revido de m irar. —¿Te at raía m ás ant es?. —Creo que sí. Tom ándolo de un brazo, Adriana le dij o: —Vam os, es la hora en que apareces en la pist a. Te llam a el público. —No alent arán a un príncipe en lugar de un m ono. Verás que nadie aplaudirá. —Explicarás al público lo sucedido. Le pedirás perdón por habert e t ransform ado. —Nadie com prenderá. Nadie aplaudirá. Me arroj arán naranj as. —Mej or. Est án caras. Ent ró un enano y levant ó el cort inado, para dej arlos pasar. Plinio y Adriana ent raron en el picadero, abrazados. Apareció el novio de Adriana, que pregunt ó: —¿Dónde est á Adriana?. —En la pist a, con Plinio, t ransform ado en príncipe. —¿No m urió Plinio?. —Plinio se t ransform ó en príncipe. Ant e el asom bro del novio, el enano exclam a t riunfalm ent e: —Siem pre hay una bella para una best ia y una best ia para una bella. Se oyó el silbido furioso, que venía de las gradas, y voces que grit aban: —Mono sí, príncipe no. Mono sí, príncipe no. Se oyó, t am bién, la pot ent e voz de un dom ador, que hizo el papel de m aest ro de cerem onias: 209 —Señoras y señores, verán un espect áculo nuevo: el príncipe vuelve a ser m ono en los brazos de su am ada. Miren cóm o se am an. Los aplausos fueron at ronadores. El público grit ó: —Mono no, príncipe sí. Mono no, príncipe sí. Mono sí, príncipe no. Mono sí, príncipe no. Color de l t ie m po Desde la m añana oí el cant o de aquel páj aro. Son t ant os los páj aros que no puedo cont arlos. Me puse m i vest ido m ás precioso azul t urquesa, a rayas, con círculos. Me m iré en el espej o. Las rayas, cont agiadas, aparecieron en m i cara. A pesar de ser bonit a, pensé que el color azul t urquesa desfigura. Busqué polvos de un rosa pálido y m e em badurné la cara y el cuello. Ahora deslum bro a cualquiera. No t engo culpa de ser casi bonit a. Tam poco la t endría si fuera fea. No llegué a la edad de las arrugas ni de los pliegues. Ningún papel de seda m e envuelve. Es nat ural. Est oy enam orada: eso reem plaza la belleza. Cuando m e m iran, t iem blo de am or. No t engo present im ient os, pero aquella noche de fiest a m e asust a. Soy capaz de m orir en ot ros brazos, aunque m e m at en cien veces las alas azules, afiladas. Afuera, oigo cant ar un ruiseñor; creo que es un ruiseñor. Trat a de deslum brarm e, pero soy fiel a m is principios. Hoy int ent aré un poem a sin palabras y lo diré, con voz t rém ula, ant e el público, sobre una t arim a dest art alada, y m e desvest iré en el proscenio, con los oj os cerrados. Debaj o de m i cam isa t engo plum as azules, t an azules com o el m ar, que no conozco. No puedo desvest irm e. Moriré com o m uere una prisionera m irando la caída de la noche y pensaré: " Qué lej os, corazón, t e fuist e de m i alm a y de m i vida" . Moriré, sient o el filo del cuchillo. Me alegra m orir alguna vez, ant es de m orir realm ent e. Un ruiseñor o t ordo m e llam a: fue m i am ant e. Se llam a ruiseñor azul y en una vent ana abiert a, de noche, hablam os hast a que el sol nos despert ó. ¿De que hablábam os? No podría decirlo. Decía inolvidables cosas. Su voz era t an exigua que apenas se oía. No sé si era él o yo, pero la voz era casi la m ism a, aunque cam biara de t ono. He perdido la vida pero no sé si él la perdió. Tan solit ario era su cant o. " Páj aro azul del color del t iem po vuelve a m is brazos. ¡Oh inm ort al! Vuelve" . Déj am e llorar m is pecados. Tengo una red de cazar m ariposas, no alcanzaría para apresarlos, pero fue el m ás pequeño de m is pecados, el m ás incongruent e, el m ás escurridizo, el que huye com o una m ariposa. Dios lo perdone... y yo río, m uero, y no puedo renacer porque sé que exist o y que seguiré exist iendo m ient ras exist a est a m anera rara de com unicarm e, est e m undo apenas nacido que nadie com prende ni com prenderá. Huí de su lado. Huyó el ruiseñor. ¿Sería un ruiseñor?. Hace t ant o t iem po que exist en. Se fue, se fue de m i j ardín. Lo busco. —¿Lo oyó ust ed?. —Sí —le dij e—, m uést rem elo. Cant a de noche. Venga a buscarm e m añana. El hom bre vino a buscarm e. Lo seguí. Me acerqué a la j aula, vi una pelam bre oscura. Era un m ono dim inut o pero precioso. Medía cincuent a cent ím et ros. Cant aba, para siem pre lo oiría, para siem pre porque fue el prim ero de m is sant os. —¿Lo com pra? —m e pregunt ó. —Nat uralm ent e —cont est é. Pagué y m e fui llevando el corazón en m is brazos. Si alguien lo quiere, yo t engo una grabación int act a. Gracias. Est á grabada en m i corazón y esa grabación sirve. 210 El m ie do Querida Alej andra: acude a m i m em oria la calandria del bosque, aquella que m e salvaba con su cant o de t odos los m iedos. Tenías m iedo y m e dej abas por eso la puert a abiert a. Me obligabas a dej arla abiert a. Yo la dej o cerrada porque t engo m iedo. Est oy en una casa enorm e, casi deshabit ada. En el prim er piso, la gent e se fue de vacaciones; en el segundo, nadie habit a porque est á el piso en refacción; en el t ercero, nadie, porque est á en vent a; en el cuart o, dos personas ent re una m ult it ud de cuadros; en el quint o, yo; en el últ im o, lavaderos im predecibles. De t odos lados se puede ent rar en est a casa: por la azot ea, que t iene num erosas puert as de vidrio; por el piso baj o, que t iene varias ent radas arbit rarias abiert as; por las vent anas sin persianas que se abren sobre un j ardín abandonado. ¿En qué part e del cuerpo se localiza el m iedo? ¿En qué part e se m ult iplica? ¿En el cent ro del pecho?. En el nacim ient o de la gargant a va baj ando hast a el est óm ago, se dem ora en las piernas, en las rodillas preferent em ent e, y llega hast a los pies, sube de nuevo y cast iga los brazos, le pone guant es a las m anos y un corpiño aj ust adísim o al pecho. Yo aconsej aría no consult ar ningún espej o cuando el m iedo coloca la m ano sobre la gargant a. La supresión del m iedo causa est ragos, no perm it e que el pelo obedezca a ningún cepillo, a ningún peine. Arrodillarse no es posible, sent arse t am poco, ponerse de pie no es adm isible, aunque uno quiera huir a t oda cost a e int ent e hacerlo. La pet rificación es inevit able. La sensación de ser piedra o de ser hielo o de ser obj et o herido que envidia la suert e de cualquier hom bre que est á pasando por la calle. El corazón lat e, único signo de vida que no dej a respirar. Las m aderas cruj en, suena un t im bre. ¿Quién es?. Al aproxim arm e a la puert a, el t im bre dej a de sonar. ¿Quién?. Nadie cont est a. Vuelve a sonar. ¿Quién llam a?. Nadie cont est a. Ent onces, ent onces, ¿qué se m e ocurre?. Nace la idea de la salvación, para no est ar sola, porque la salvación est á en conseguir que el m iedo resida t al vez en gran part e en la soledad. Si una voz no cont est a, surge el m iedo que responde. Quise ardient em ent e ser dos personas. Nunca Dios ha desoído m is súplicas. Me apliqué durant e años en ser dos personas. Que nadie diga que soy frívola o m ent irosa. Hay m uchos m iedos, t ant os com o pelos t enem os en la cabeza, que han invadido la t elevisión que hast a dan ganas de no escribir sobre ellos ni pensar en ellos. El m iedo a la oscuridad, a la luz, a la nit idez, a la vaguedad; el m iedo al conocim ient o y a la ignorancia; el m iedo a esperar, a dej ar de esperar; el m iedo a la infancia, a la m adurez, a la vej ez, a ninguna edad; el m iedo a uno m ism o, al obj et ivo panorám ico, al obj et ivo m icroscópico, al desplazam ient o, a la desaparición, a la penum bra, a la inm ovilidad, a los hom bres con cara de anim ales, a los anim ales con cara de hom bres, a las ent rañas de la t ierra, a las propias ent rañas, al silencio absolut o, al ruido, a lo que ven nuest ros oj os, a lo que se esconde, a lo que palpa la m ano, a la violencia de la inercia, a la sociedad, al apet it o, a veget ar, a rem em orar, a olvidar, al conglom erado de la nada, a lo divino, a lo diabólico, a ser o no ser, a los ast ros, a lo sobrehum ano, a lo hum ano, a bram ar, a la t ransform ación, a la t ransm igración del llant o, prólogo de la ausencia, al t em blor próxim o de la presencia, al polvo que oblit era las form as, a la aspiradora que las renueva, al alarido, a t odas las form as de los reloj es y de los espect áculos, al reino de los insect os y de la crueldad, disfraz de la bondad que nadie percibe, a las j oyas con dos caras y dos colas, al paisaj e que nunca volverá, a las palabras que pierden el sent ido y que se ocult an dent ro del m ás sereno de los pensam ient os, com o en una caj a de fósforos, los fósforos ya usados, o los est am bres de las m agnolias dem asiado abiert as. 211 ¿Cóm o se logra esa dualidad?. No es fácil. Se logra sin querer, a veces. No son agradables los ej ercicios a los que hay que som et erse. Se em pieza por la som bra proyect ada sobre la arena, que se alej a y se acerca, para lograr que la som bra t enga su individualidad; luego, a t ravés del sueño, hay que renunciar a una part e im port ant e de la nut rición; a las naranj as, si t e gust an las naranj as, a la espinaca, si t e gust a la espinaca, com o decía m i am iga, al sent im ient o de la posesión absolut a, al placer, a la habilidad para recrear por cualquier art e a la m úsica, a la am ist ad en el am or. Después de varios años de sacrificio se agrega a nuest ro ser ot ro ser com o un m ellizo que nadie ve pero que est á lat ent e con su voz propia, con los apet it os, con su dom inio; pero est o se logra después de un núm ero infinit o y sucesivo de orgasm os que van form ando la vida de ese ser abst ruso. De est e m odo logré el orgullo m ás absolut o, el de ser dual, no el orgullo de no t ener m iedo. Deam bulé por casas inm ensas, vacías, durm iendo sobre la frialdad de las baldosas o de las alfom bras. Penet ré en bosques donde la luz del cielo no llegaba, sin m iedo porque iba acom pañada, donde las enredaderas eran anim ales prehist óricos. Me aloj é en un hot el sin aire, donde los paisaj es y el cielo pint ado eran vent anas que no se abren, y los sillones eran brazos y pies de personas, los baños m illones de m osquit os que proyect aban cocodrilos dim inut os que lanzaban un agua verde por las fauces. Llegué a una ciudad donde los hom bres no hablaban, sólo gest iculaban quej ándose, sin m iedo porque nos reíam os j unt os de la voz gut ural de los habit ant es ext raños, vest idos con plum as. Cuando no hay m iedo no hay ganas de m orir y lo at roz se vuelve herm oso, de m odo que t odo lo que no m e había gust ado ant es em pezó a gust arm e. La felicidad nació. Todo es felicidad porque lo abst ruso gobierna al m undo, lo im posible t am bién. Decim e ahora si vale la pena m orir. En m i próxim a cart a t e cont aré m is avent uras de est e m undo. Át r opos Desde los cinco años t enía ideas ext rañas sobre la m uert e. Nadie se las había inculcado sino ella m ism a. No quería m orir, pero no era por m iedo a la m uert e ni por el aspect o desdichado de At ropos; era por un sent im ient o ext raño: después de m orir, ¿Qué había que hacer? ¿Cuál era la obligación prim era, la segunda, la t ercera?. La vergüenza de m orir era lo prim ero que se le ocurrió y perm aneció definit ivam ent e en su corazón, com o en el despert ador el lat ido de la hora en que hay que levant arse aunque parezca que hay que acost arse j ust o a esa hora. ¿Cóm o se vest iría? ¿Qué zapat os se pondría, blancos, negros? ¿Qué peinado le harían? ¿La raya al m edio, dos t renzas, ninguna raya, el pelo est irado para at rás, con ondas que las t renzas dej an?. I nt errum pist e el j uego con las m uñecas, sospechando que en la oscuridad de la noche las m uñecas pensaban en vos y ¿qué m ayor cast igo que dej arlas solas, sin acordarse de ellas en ningún m om ent o?. Algo t e sucedía sin duda, por eso t e pregunt aban: " ¿No j ugás?" " No" . " ¿Por qué?" " Porque no" . Que pensaría t u m am á al oírt e decir cosas t an lej os de la verdad. Pensaba que algo t e pasaba, pero nunca llegó a saber cuál era el m ist erio de t u angust ia y fingía una alegría m uy desm edida, al cant ar una canción, golpeando en la m adera de la cam a el rit m o del cant o. ¿Pensabas que algún día serías grande?. Nunca lo pensast e, pues para t i t odo era absurdo, la vida de la gent e m ayor, las cost um bres, los m alos ant ecedent es. Preveía los desencuent ros, las m alas cost um bres, la m aldad, ¿por qué no?, la falt a de respet o por t odo lo que no era ellos m ism os. Y así sucedió que ent re los j uguet es m ás perfect os que no eran de ella sino de la herm ana m ayor, siguió creciendo hast a que las ideas la llevaron a preferir ant es que a un hom bre, un perro, una palom a, un t igre; quién sabe qué anim al 212 prehist órico, com o las sirenas o el rezagado m am boret á o la ínt im a ballena, que m eneaba su cuerpo en la t elevisión de los dom ingos. No era fácil vivir en la soledad ausent e del j ardín ni en los cuadernos de prim er grado o del j ardín de infant es. Jugaba, pero j ugaba con sabiduría, sin saber qué hacía, com o nosot ros escribim os sin saber qué escribim os. Mi hij a se parece a m í, pero es en realidad m i m adre, aunque yo la llam e m i hij a. Resolví sacrificar m i vida por ella y una t arde de t orm ent a en que los árboles se desplom aban, la invit é a salir. Acept ó y sin cubrirnos la cabeza ni los pies salim os baj o la t orm ent a, con los oj os cerrados, com o si el m undo hubiera desaparecido. Ent onces sent í que la fuerza ínt im a del ser t enía que desaparecer y dej arnos frent e a frent e com o dos ángeles felices. Y así fue com o llegam os al cielo, creyendo que era el infierno, abrazadas com o dos am igas de la m ism a edad, para siem pre. Y el j ardín del cielo era precioso. Y yo m iré en un espej it o, que m am á m e dio baj o la t orm ent a. Y m am á m e dij o: —¿Ves que som os felices? ¿Qué ot ra felicidad querrías?. —Ninguna, salvo la de vert e com o t e veo ahora m ism o, t an bonit a y t an buena com o siem pre lo fuist e. Cuando era chica no sabía hablar. Ahora hablo com o los ángeles, que t am poco saben hablar. —Voy a ser m uy feliz com o en la t ierra. Pero ahora no nos dam os cuent a de lo felices que som os, com o ent onces t am poco nos dábam os cuent a de est a felicidad. ¿Volverem os a nacer?. —Volvam os a nacer. Cerrem os los oj os. Ést e es m i sueño. Ést e es t u sueño. Nuest ro sueño. Pero no era m i sueño ni t u sueño ni nuest ro sueño. Todo era diferent e a cualquier sueño. Una sensación de bienest ar se apoderó de m í. Pensé que el cielo esgrim e sus fuent es para engañarnos siem pre de algo herm oso, de algo que nos asust a, com o no nos asust a ni siquiera el t igre de la j ungla, pero que sabe recat adam ent e que nuest ra vida est á ent re sus garras siem pre benefact oras, aunque al final nos m at a, feliz de m at ar a quien lo espera, com o aquel t igre que m i hij a am aba. El e n cu e n t r o Hacía calor. ¿Quién olvida ese det alle de la t em perat ura en una experiencia im port ant e de la vida?. Era en la calle Juncal donde m e est aban esperando, no m uy lej os de la iglesia del Socorro. Tenía que subir al últ im o piso. Oprim í el bot ón para llam ar el ascensor. No había nadie, pero m uy pront o alguien llegó. No podría decir de qué color era su t raj e, ni sus oj os que cam biaban al m enor m ovim ient o de la luz com o si un secret o ent endim ient o los uniera. Podría haber un color m ás allá de lo hum ano en el fondo de la m irada, no en el iris, sino en la m irada. Parecía que el ascensor no llegaba nunca, pero, cuando llegó, parecía que llegaba dem asiado pront o. Ent ram os casi al m ism o t iem po, de m odo que rocé su ant ebrazo con m i hom bro y m i pie izquierdo con su pie derecho. Dij im os casi al m ism o t iem po: —¿A qué piso va?. —Al oct avo. Saqué un papelit o de m i bolsillo para consult ar la dirección donde est aba anot ado el piso correspondient e. Quise encender la luz para leer el papelit o. 213 Andaba o andaba apenas, lo poquit o de luz que quedaba iba dism inuyendo con el m ovim ient o del ascensor, hast a que quedó parado. Me reí al decir: —Qué horror. Un cort e de luz. ¿Le da m iedo?. —Es claro —grit ó. Encendió el encendedor para m irarm e y no para buscar, com o él decía, el núm ero del piso en que est ábam os det enidos y que a veces est á m arcado en la pared, cuando se ve la pared. —Pensem os que es nuest ra casa. ¿Qué haría ust ed a est a hora en su casa?. —Me recost aría con un libro. —¿Por qué no lo hace?. —No t engo libro ni lugar. ¿Me considera una enana para que est e sit io m e sirva de cam a?. —Me parece que es de un t am año ideal. Me quit é el abrigo y lo coloqué com o alm ohada en el suelo. Me acost é. —Tiene razón —le dij e—. Uno puede acost arse aquí. No es t an chico el lugar com o creía. ¿Y ust ed qué piensa hacer?. —Acost arm e a su lado, nat uralm ent e. No pret enda que m e pase la noche de pie a su lado, com o un sereno o un guardián de plaza. Est oy cansado, créam e. ¿Pero quedarem os t oda la noche encerrados aquí?. Yo m e m uero. Generalm ent e los cort es se prolongan t oda la noche, si suceden a est as horas, porque no hay lugar donde se pueda hacer reclam os. Las oficinas cierran. Es nat ural, los t eléfonos no com unican. ¿Puedo acost arm e a su lado?. —¿Y por qué no va a poder? No soy convencional hast a ese punt o. —A nadie diré que m e acost é, puede est ar segura. Ni conozco su nom bre. Est á claro que m e lo dirá. Si m iro sus pies, soy capaz de enam orarm e. Los pies son lo m ás sincero que t enem os. Est án t an escondidos, t an olvidados, a veces. —Tengo las m edias puest as. —Ni m e di cuent a. El color de las m edias, t an igual a la piel, revela su coquet ería. —No m e gust a esa palabra. Los únicos coquet os son los hom bres. —¿Ust ed es casada?. —¿Qué le im port a?. —Me im port a relat ivam ent e, pero parece conocer profundam ent e a los hom bres. —¿En qué?. —En la fam iliaridad con que est uvo dispuest a a acost arse a m i lado. Una m uj er que no es casada no acept aría m i proposición. Por lo m enos se resist iría. —¿En qué época vive ust ed?. —En la nuest ra. —No lo parece o, por lo m enos, no ha vivido ent re gent e civilizada o anim ales dom est icados. —Soy un anim al dom est icado. Est e ascensor m e parece una j aula. Perm it e la nat uralidad de cualquier act o. —¿Por ej em plo?. —El act o sexual, sin m ayores alt ernat ivas. Acost ém onos, de est e m odo, m añana est arem os list os para cualquier ot ro t rabaj o. —¿Est o es un t rabaj o para ust ed?. —Es m uy posible. Todo es un t rabaj o. Así m e enseñaron desde que nací. Ahora m e acuerdo de t ant os t rabaj as inút iles que hice. 214 —¿Para qué? Hay veces en que uno cum ple con un deber sin proponérselo. —Se equivoca. Ust ed es una m uj er pet ulant e. —¿Cóm o lo sabe?. —Est oy m irando su m ano. Se dedica a la quirom ancia. —Claro que sí. ¿Quién no adivina el caráct er por las m anos?. —Yo. Yo adivino por la boca, por el pelo, por la voz. —Est á bien. Pero ya verá que es m ej or guiarse por las m anos, en la noche. —La noche. Es t an larga la noche. —Es ciert o. Adem ás, quien nos dice que no durará t oda la vida est a sit uación. —Todo es posible. Yo siem pre lo he pensado, depende de un hilit o para que algo cam bie o sea lo m ism o. Bueno, m e acost aré si m e lo perm it e. —No es m i cam a. No t enga esos prot ocolos sim plem ent e para acost arse. —No sabe ust ed si es sim plem ent e por acost arm e que t engo t ant as am abilidades con ust ed. Mis int enciones podrían ser m uy dist int as. —¿Le m olest a m i abrigo o quiere cubrirse con él?. —Todavía no t engo frío. —Yo t am poco, ni en los pies. —Tiene los pies desnudos. Me da frío. Duérm ase. —Sí, m e duerm o. —Le cont aré t odo lo que m e sucedió. —Cuént em e. Lo escucho. Pondré m i cabeza sobre su hom bro. —Yo pondré m is m anos sobre sus pies. —Por favor. Prefiero sobre m i corazón. No t engo t ict ac. Tengo un corazón de cuarzo. —¿Est á segura?. —Segurísim a. —Un reloj sin t ict ac m e espant a. —Hay que acost um brarse a t odo. —A t odo se acost um bra uno. —Voy a desvest irm e para no arrugarm e el vest ido. —¿Quiere que la ayude?. —De ninguna m anera. Es m uy sim ple. La falda no im port a. Me acost aré con facilidad, aunque est e reduct o es m uy incóm odo, por lo est recho. —¿Qué le m olest a?. —Una persona que m e m ira m ient ras m e desvist o. Es m uy absurdo, pero es verdad, m e m olest a. —No sé de qué hablarle, ayúdem e. —No podem os quedar en silencio. —Claro que no, pero para algo son las palabras. Es absurdo. Los e n e m igos de los m e n digos Sunt uosos para ella, con el at ado de ropa, el bast ón y la barba, 215 los m aravillosos m endigos llegaban. Llegaban hast a la casa en cualquier época del año; las sirvient as le decían: " No se le acerque, ese que viene es un hom bre disfrazado de m uj er. Tiene viruela o t endrá lepra. Est á lleno de pioj os. Ni los m osquit os lo pican." No le im port aba. Su sim pat ía era m ayor que su t em or. Era ciert o que los m osquit os no picaban a los m endigos. Aquellos m endigos eran del color de las hoj as secas; no eran de carne, eran del color de la t ierra, no t enían sangre; el pelo les crecía com o m at a de past o y los oj os est aban en sus caras com o el agua de las fuent es en los j ardines; por eso le gust aban. Algunos eran ciegos, con oj os del color de los ópalos o de las piedras de luna, ot ros rengos o m ancos dando pasos de baile, ot ros m arcados de viruela, ot ros con la m it ad de la cara com ida com o est at uas de t erracot a, ot ros ebrios con m anchas coloradas. Cuando se iban, se iba un poco de su alegría, un poco del cant o est rident e de los páj aros. " ¿Lepra?" ¿Qué era la lepra?. Alguien se lo explicó, pero no le dio m iedo. ¿Acaso los árboles t enían lepra?. Los m endigos eran com o los árboles. Durant e el verano, t repada a un cedro, com iendo t errones de azúcar con lim ón, los veía llegar cuando la casa est aba cerrada y las personas grandes aún consagradas al rit o de la siest a. Baj aba del árbol y salía corriendo. Ent raba en la casa por la puert a lat eral de servicio. Era ésa la puert a que le gust aba. Algo grit aba con alegría: 216 " Llegaron los m endigos, llegaron los m endigos" . Recuerda com o una gran dicha haberles servido a algunos, con la com plicidad de un sirvient e, t azas de café con leche y pan y haberles pregunt ado: “ ¿Le gust a así o con m ás leche, señor? ¿Ot ro t errón de azúcar?" com o pregunt aba el sirvient e de com edor a las visit as; o " ¿Quiere un poquit it o m ás? ¿Ot ro t erroncit o?" , con m ucha deferencia. ¡Cuánt o m ej ores eran que los sirvient es! ¡Que las visit as y que las m uñecas! Un día una de las sirvient as la encont ró, en un m om ent o de descuido, con una m endiga que le m ost raba un pecho y un m uslo con llagas y que le decía " Vea m is llagas, niñit a Jesús" . Tan absort a quedó ant e el apelat ivo cariñoso y con las llagas que parecían de m árm ol, que no advirt ió la presencia de la sirvient a. Est a ent regó a la m endiga un paquet e preparado con pan y sobras de las com idas y agriam ent e le dij o: " Váyase, váyase pront o, m uj er" . Hacía m ucho calor. Las chicharras cant aban violent am ent e. —Podré t om ar agua —balbuceó la m endiga a punt o de ret irarse. —En la ent rada del port ón —dij o la sirvient a—, en el bebedero de los páj aros, pero cuidadit o con t ocar las plant as con esas m anos. ¿Acaso la m endiga t enía ot ras m anos? pensaba. Las chicharras dej aron de cant ar. Luego, com ent ando las llagas de la m endiga, la sirvient a dij o a su m adre, m irándola, que debía de ser una ladrona porque había ent revist o debaj o de su falda un m onedero lleno de m onedas de oro. Esa sirvient a, que siem pre guiñaba un oj o al chuparse un dient e, se llam aba Herm it as de Tabaco. A ella j am ás la quiso, por m ás que la llam ara m uñeca o m uñequit a; aunque le cant ara, 217 dando vuelt a la m ano sobre la m esa, t ant as veces com o la golpeaba con la ot ra: " Est e panaderit o que est á en la esquina, que est á en la esquina, t odo el pan que vende es de buena harina, es de buena harina" , o bien: " Por ser aplicadit a, por ser aplicadit a, m e ha dado m am á, m e ha dado m am á, ocho duros en oro, ocho duros en oro, los quiero gast ar, los quiero gast ar" . Sus m anos parecían rellenas de algodón y capit onés, com o los sillones de la sala. El anillo de casam ient o le ceñía el dedo anular haciendo resalt ar ot ro anillo de carne alrededor del verdadero anillo. Baj o el sol deslum brant e a la hora de la siest a llegaban de nuevo los m endigos: rubios, con m ucho pelo de color de arpillera, solos, salvo cuando t enían un hij o o un perro. —¿Qué es aquel bult o que se ve allá? ¿una plant a, un gat o o un m endigo? Decían los enem igos de los m endigos. Corría a saludarlos y les llevaba, en cuant o podía, com idas que les reservaban y, envuelt as en papel, unas m onedas grandot as ( no sé si le parecían grandes porque era chica o si eran realm ent e grandes) . A veces se arrem angaban los pant alones para m ost rar una llaga o se desabrochaban la cam isa para m ost rar una púst ula. Ent onces com prendía que exigían m ás lim osna, por lo m enos un pant alón o una cam iset a, o un som brero de paj a, una alcancía en form a de durazno o de m anzana, y corría a la casa para reclam ar algo que sanara la llaga o la púst ula que le habían m ost rado. 218 No siem pre conseguía el som brero; el pant alón o la cam iset a eran m ás accesibles pero aunque los consiguiera, algún enem igo de los m endigos, ent re la servidum bre, arrebat aría los present es, exclam ando: —A ese bribón m ej or no darle confianza. Después se nos vendrá a inst alar debaj o de las plant as. Coserá su ropa, el ladino, para hacerse el t rabaj ador. Una t aza de leche con nat as, pan y azúcar, t odo eso les llevaba y era para ella com o llevar el Espírit u Sant o en una copa. A veces surt ía efect o su convicción. Las m endigas eran m ás ast ut as, así decían los enem igos de los m endigos. Se quedaban horas en el fondo del j ardín: un ingenioso m im et ism o las t ransform aba en banco, en carret illa, en m acet a, en dam aj uana, en est at ua o se hacían las desm ayadas con las caras com o granadas abiert as j unt o a una canilla que no cerraban para que el t anque de agua se vaciara. —Por m aldad, por m aldad —decían los enem igos de los m endigos. Una que llegó un día con paraguas y bolsa desdeñó la canilla y se dirigió sin vacilar hacia la ent rada de la casa y golpeó las m anos im periosam ent e. —Ave María —dij o—. Ave María –repit ió—. Corrió a verla. Tenía la cara pint ada con rayas negras, llevaba un pañuelo m oj ado sobre la frent e. Era una im post ora: así la j uzgaron las enem igas de las m endigas. Elegant e com o una reina deshollinadora cerró el paraguas, se sent ó en el suelo, desparram ó sus pilchas y le dij o: —Niña ¿no t enés? —se dist raj o un m om ent o—. —Niña, ¿no t enés ret azos de brocat o?. —¿Bro qué? –int errogó—. 219 —Brocat os. En t u casa, niña, t iene que haber. —¿Bro qué, bro qué?. Corrió y le t raj o pan, m uy t rist e porque pensaba que pedía bocados de carne o de albóndigas, algo com o un niño envuelt o o ropa viej a, com idas ext rañas que recordaba. La m endiga repart ió el pan ent re los páj aros. —Niña, ¿no t enés un ret azo de brocat o, de dam asco? Uno. —señalaba al cielo con el índice —aunque m ás no sea chiquit it o m ost raba el m eñique que era gordísim o —com o est o. Corrió a la cocina y le t raj o unos dam ascos que encont ró. La m endiga los com ió con desgano; eran verdes. Escupió. —Dem asiado ácido —dij o—. Niña, si no t enés brocat os o dam asco, un ret azo de t erciopelo sería lo m ism o. Una cort ina de t erciopelo habrá. Com prendió. Corrió a la casa, subió hast a el cuart o de cost ura; quedaba en el últ im o piso. Abrió una caj a de bom bones enorm e, donde acum ulaban desde hacía varios siglos rest os de géneros, punt illas; escogió los ret azos m ás chicos evit ando cuidadosam ent e el t erciopelo y baj ó corriendo hast a donde est aba la m endiga parada j unt o a la puert a, esperando; le dio los ret azos. —Niña, gracias —dij o y sin ot ro com ent ario eligió un dam asco verde con galoncit os dorados. Subrept iciam ent e levant ó la enorm e falda que ocult aba sucesivas enaguas. Abrió las piernas e int roduj o el ret azo. Buscó ot ros ret azos en el m ont ón; eligió el m ás bonit o o el m ás cuadrado, o el m ás ovalado o el m ás suave. No com prendía m uy bien en qué consist ía la virt ud requerida 220 y repit ió la m ism a operación con la m ism a rapidez. Desde la casa una enem iga de los m endigos la llam ó a grit os. Cuando la t uvo cerca inquirió: —¿Qué hacía? Esa loca hacía cosas feas. ¿Por qué m irabas?. ¿Qué hacía con los brocat os?. Sacudió la cabeza. —¿Y t ardó t odo ese t iem po para hacer eso?. Se alej aba el paraguas negro y la falda se m ovía. No dij o que llevaba en sus pliegues ocult os t ant os brocat os, dam ascos, t erciopelos. La ca j a de bom bon e s La señora Eufrosina recibió para su cum pleaños, ent re ot ros regalos, una preciosa caj a de bom bones. Los bom bones, que no eran pocos, parecían m uchos, por lo bien arreglados que est aban ent re brillant es t irit as de papel plat eado y dorado. Enrique ent regó el regalo a su m adre y le pidió que abriera el paquet e ant es de que llegaran las visit as. En cuant o Enrique vio la caj a abiert a, cont ó los bom bones y le dij o: —¡Qué pocos! Son diez, m am á, y nosot ros serem os doce. —Angurrient o. —Es por ust edes —cont est ó Enrique, previendo que no alcanzarían para las visit as si los com ían los chicos, com o él esperaba. En efect o, doce chicos llegaron m ás t arde; algunos con sus m adres y ot ros solos o acom pañados por un perro de confianza, que los esperaba en la puert a. ¿Eran doce chicos para com er diez bom bones? No. Debaj o de la engañosa y brillant e capa de papel dorado y plat eado que albergaba los prim eros bom bones, había ot ra bandej it a de bom bones discret am ent e ocult os ent re papeles finos, com o pelos de plat a, para dar m ayor placer a los golosos. —¡Qué felices son los chicos! —suspiraban algunas m adres, y las señoras que no t enían hij os se lim it aban a decir " Qué am or, qué am or, qué am or" , en el m om ent o en que, t om ando el t é, al dej ar la t aza sobre el plat illo floreado, m iraban por la vent ana cóm o j ugaban aquellos angelit os, t an parecidos a los que decoraban la porcelana. La señora Eufrosina de pront o se excusó. I nút ilm ent e las visit as le alabaron el peinado para que no se fuera. —Eufrosina, qué herm osos bucles t e has hecho —le decían—. Qué divino color de canela t iene t u pelo. Eufrosina fue a su dorm it orio, buscó la caj a de bom bones. Acudió, corriendo, al pat io, abrió la caj a y grit ó a los chicos: —Tengo una sorpresa para ust edes, niños. La palabra niño era de buen o de m uy m al augurio. Los chicos la rodearon, m ás bien rodearon la caj a de bom bones, pues ya habían sent ido el olor a chocolat e. —Elij an, hay que saber elegir, elij an —dij o sin probar un solo bom bón. Así son las m adres. 221 Pero los chicos m et ían la cabeza o t rat aban de m et erla adent ro de la caj a, sin decidirse. ¿Quién se decide a elegir ent re t ant as cosas bonit as? —¿De qué son? —pregunt aban t odos a la vez. —Est e es de licor, ést e es de avellana, ést e es de alm endra, ést e es de m ent a, ést e chiquit o es de cerveza, ést e es de dulce de leche, ést e de café, ést e de chocolat e, no, es de nuez; qué le vas a hacer si no t e gust a, ést e de t urrón, ést e de no sé qué. Vam os. Elij an. Ninguno de los chicos se decidía, pero Pepe, que adem ás de parecer t ont o era m uy int eligent e, pensó que el m ej or m odo de elegir era t rat ar de im aginar el anillo o el broche que podrían hacer con cada uno de los papelit os brillant es que los envolvían. Pepe eligió el bom bón de envolt ura m ás deslum brant e, sin preocuparse de su cont enido. —El gust o de com erlos se va en seguida —dij o—, pero los papelit os sirven de anillos o de broches, de m edallas o de condecoraciones. —Vam os. Elij an de una vez, o m is visit as se irán si las dej o t ant o t iem po solas —prot est ó la dueña de casa. Los chicos ent rechocaban sus cabezas para m irar m ej or el int erior de la caj a, t odos al m ism o t iem po, com o si t uvieran cabezas dim inut as o com o si la caj a fuera m uy grande. —Yo quiero el rosado, porque va bien con m i vest ido —dij o Felisa. Sabía que los rosados eran los m ás grandes. —Yo, el naranj a —dij o Francis— porque, aunque m e digan que es de avellana, creo que es de naranj a. De ot ro m odo, ¿por qué sería naranj a el papel? Voy a hacerm e un anillo de coral. —Yo quiero el de pint it as —dij o Robert —. Parece un huevit o de Pascua. —Yo quiero el de no sé qué —dij o Alej o, con sonrisa filosófica. —Yo, el violet a —dij o Flam inia—. Me gust a porque es feo. Cuant o m ás feo m ás rico, decía m i niñera, porque t enía un novio feo. —Yo, el verde —dij o Esm eralda— porque m e llam o Esm eralda. —Yo, el dorado —dij o Elisa—. Me gust a m ás el oro que la plat a. —Yo quiero el celest e —dij o Livia. —No hay celest e —dij o Ram ón—. Y si hubiera sería para m í. —Hay, hay, hay. —No hay que pelearse, porque hoy es el cum pleaños de m am á —dij o Enrique—. Est e es celest e y bast a. —Es lila. Bueno, es lo m ism o —dij o Ram ón. —Yo quiero el azul —grit ó Albert o—. Me lo revent aron. ¿Quién le clavó un dient e?. Parecem os m uert os de ham bre. Cada chico t om o su bom bón, casi t odos cont ent os, porque por un m ilagro de la suert e, que nunca falt a, cada uno pudo elegir el que m ás le gust aba. Salvo uno, que no quiso elegir ni com er, porque no le gust aban los bom bones. Se llam aba Conrado. El prim ero en probar fue Alej o. Con la boca llena, dij o: —Es bárbaro. Cuando t erm inó de com erlo, enrolló el papel brillant e, a rayas, y se hizo un anillo que pegó con saliva al dedo, para que no se deshiciera. I nm ediat am ent e se llenó de cascabeles y de cint as y com enzó a dar brincos en el aire. Se colgaba de los m arcos de las puert as com o si fueran t rapecios y salt aba sobre los m uebles con rapidez ext raordinaria. No había form a de seguir sus m ovim ient os, y t an 222 acelerados eran que en su vért igo parecía no uno solo, sino varios acróbat as. Las visit as m iraban desde la vent ana a est e inesperado salt im banqui. —¿De dónde lo sacast e? ¿De un circo? —pregunt ó una señora a la dueña de casa—. ¡Qué fiest a! . Hast a con acróbat as, y qué vest im ent a. Haces bien, querida. La dueña de casa no quiso desilusionar a sus invit adas y las dej ó que pensaran que el acróbat a, que parecía varios, era cont rat ado. Al cabo de un rat o el acróbat a se cansó y felizm ent e perdió el anillo. La segunda fue Esm eralda, que devoró el bom bón para hacerse con m ás prisa el anillo. —Es de esm eralda —dij o. En cuant o se lo puso, em pezó a coser en una m áquina eléct rica que encont ró en el cuart o de cost ura. De una cort ina hizo un gigant esco vest ido, de un m ant el dos pant alones, de un canast o de m im bre un som brero. Por suert e, la dueña de casa no la veía, porque, a pesar de su habilidad, verla t rabaj ar con t ant a rapidez inspiraba m iedo. Flam inia, después de com er su bom bón, se hizo un broche m uy bonit o y se lo prendió al cuello. No t uvo t iem po de recibir felicit aciones de los ot ros chicos, que t enían la boca llena y no podían hablar, porque ya est aba volando a la alt ura del prim er piso, agit ando la m ano com o un pañuelit o. En cuant o com ió su bom bón y se puso el anillo de coral rosado, Felisa corrió al piano; con t ant a perfección t ocó los valses nobles y sent im ent ales que las visit as creyeron que era una pianist a cont rat ada para la fiest a. Eufrosina recibió las felicit aciones con agrado. Albert o, con su anillo azul, dibuj aba líneas m ás graciosas que las que se ven en los dibuj os anim ados. —Flam inia, Flam inia, no vueles t an alt o —grit ó Enrique, que no se había puest o ningún anillo, porque era m uy t orpe para hacer t rabaj os m anuales. El m alabarist a, por girar sobre un dedo com o un t rom po, se lo last im ó. El prest idigit ador había rot o un florero. ¿La eficacia de los anillos y broches no era, pues, perfect a com o parecía a prim era vist a?. Enrique subió corriendo las escaleras hast a el quint o piso, donde vivían ot ras personas. Pidió perm iso a los inquilinos, ent ró y se asom ó a una vent ana por donde casi pudo t ocar a Flam inia, que iba y venía en el aire com o un páj aro. Vio que el broche t an bonit o se le había enredado en el pelo enrulado. —Sent at e sobre el balcón y sacat e el broche —le grit ó, est irando el brazo. —No puedo —cont est ó Flam inia—, ¿no ves que vuelo con los brazos?. Enrique, exponiendo su vida, se asom ó al balcón, t om ó a Flam inia de la m ano y con t odas sus fuerzas la at raj o hast a el borde del balaust re, quit ándole con una m ano el broche del pelo. Sin last im arse, cayó Flam inia en el balcón. La fiest a no se int errum pió en el piso baj o, porque las personas grandes, com o suele suceder, no se daban cuent a de nada. Aclam aron la llegada de Flam inia y Enrique, por una coincidencia: com o iban t om ados de la m ano parecían novios. —Si la casa quedó sin cort inas fue una suert e —dij o una de las invit adas—. Eran de género de vest idos y quedaban m al. Pero lo dij o porque quiso consolar a la dueña de casa, que las había cosido con su propia m áquina de coser. Había aún bom bones en la caj a y Alej o, con sonrisa filosófica, los ofreció a las invit adas, diciéndoles que después les harían anillos. 223 —Engordan —dij o la invit ada que est aba dispuest a a acept ar. —No engordan. Son m ágicos —cont est ó Alej o—. ¿No ve cóm o brillan?. —No t odo lo que brilla es oro —cont est ó la invit ada, que había regalado los bom bones. —Pero no es oro, es chocolat e. —Chocolat e por la not icia. —¿Todavía se dice eso?. —¿Dónde est án nuest ros anillos? —clam aron los chicos—. Est a vez vam os a aprovecharlos m ej or. —¿Para qué? —pregunt ó Alej o. Buscaron y buscaron, pero no los encont raron en ninguna part e. Las invit adas sonrieron, pues no sabían lo im port ant e que había sido t ener esos anillos y después perderlos. Se dej aron t ent ar por el brillo de los bom bones, por el olor del chocolat e. Tardaron en elegir el bom bón que m ás les gust aba, porque varias querían el m ism o y est iraban la m ano para t om arlo y luego la ret iraban por educación, por no quit ar a la ot ra lo que a ellas t am bién les gust aba. Finalm ent e t odas com ieron un bom bón. Alej o recogió los papeles, form ó los anillos que las señoras, para seguir el j uego, se pusieron. No bien t erm inó de dist ribuir los anillos, cosa que Alej o hizo con rapidez de relám pago, las invit adas em pezaron a inflarse, revist iéndose de una finísim a envolt ura de colores brillant es. Ni una arruga en la t ersa piel, ni una m ancha. Una de las invit adas alegrem ent e se m iró en el espej it o de su polvera. —Qué gorda est oy. No m e reconozco. —Es nat ural. Som os hiperbóreas. —¿Qué quiere decir?. —¿Que no som os de est e m undo?. —Som os de la zona circum polar sept ent rional. —Van a volar, van a volar —grit ó Albert o, con j úbilo. —¡Qué inj ust icia! dij o Francis—. Ninguno de nosot ros fue globo. Voy a com er un bom bón y a ponerm e un anillo. Francis com ió un bom bón y en vez de volverse globo, se volvió helicópt ero, lo que fue m ás divert ido. Los globos sonrieron sin advert ir el peligro que los am enazaba: el de volar hast a el cielo. Uno que est aba fum ando un cigarrillo, lo escupió. Ot ro se t ragó un carozo. Ya em pezaban a desprenderse del suelo. Todos eran lindísim os, con sus caras redondas. —Sáquense los anillos, los broches, las condecoraciones —grit ó Esm eralda— , los aprovecharem os nosot ros. Las invit adas nunca habían hecho nada con t ant a rapidez: se quit aron los anillos, los adornos y se desinflaron. La fiest a result ó un éxit o. Nunca se repet iría ot ra igual. Pero Francis, la valient e, no quería quit arse el anillo, y llegó hast a el pat io volando. Allí se le cayó el anillo, por suert e. Esm eralda, que era t enaz, sacó de la caj a el últ im o bom bón, el que había desdeñado Conrado, y se lo dio a uno de los perros, que esperaba en la puert a y con el papel hizo una condecoración, que le colgó del collar. Lo que sucedió fue m aravilloso, pero t errible: el perro salió volando de la casa y hast a el día de hoy hay personas que lo ven volar sobre las casas, en días m uy claros. Tal vez 224 volverá alguna vez. Est ará m uy cont ent o de ser, o m ás bien de llam arse com o lo llam an. El prim er perro hiperbóreo; pero a Conrado se le cayeron las lágrim as, porque era el dueño del perro y lo quería m ucho. ¡Yo nunca olvidaré aquella caj a de bom bones! . Le ye n da de l a gu a r iba y El aguaribay cam inaba: I rineo nos m ost ró el t ut or que había puest o el día en que lo plant ó a un m et ro y m edio del rem anso; m idió con una ram it a lo que había avanzado. ¿Sería ciert o? " Quería beber agua" explicó I rineo, " por eso se acercó al río" . El aguaribay cam inaba de noche. En los días de vient o se oían sus pasos. ¿Se quej aba? Alguien pegó la orej a al t ronco y exclam ó: " Se quej a, por eso, algunos lo llam an sauce llorón" . A la hora de la com ida la fam ilia hablaba m ucho para no oír los pasos del árbol y el quej ido. Los pasos daban m iedo. Pasaron los años y el árbol llegó al borde del rem anso, pero no le pareció que est aba bast ant e cerca; se inclinó para beber agua. I rineo dij o que sorbía com o caballo a veces, ot ras com o perro. Una noche de t orm ent a en que el rancho cruj ía y volaba la paj a del t echo se oyeron con claridad los pasos del árbol. Era pleno verano y Daniel el hij o m enor de I rineo había salido con sus am igos a pescar m oj arrit as en el río. Era t arde. No volvía. El vient o com enzó a soplar. 225 I rineo salió en busca de su hij o. Al salir advirt ió que el aguaribay cast igado por el vient o se había desprendido de la t ierra. Al ver el árbol caído en el agua I rineo se inclinó para m irar la cabellera de hoj as verdes: ent re dos de las ram as que form aban una horquet a vio a su hij o sano y salvo. El aguaribay había salvado a su hij o. Pero siguieron llorando para siem pre t odos los sauces de su est irpe en m em oria de aquel que cam inó com o una persona para cum plir con su dest ino. La be gon ia ch in a De acuerdo a una begonia china, una dam a abandonada por su novio que ya no la quería pasó años sola, de pie, en su j ardín, llorando. De sus lágrim as por fin creció la flor en el lugar que ella regó con sus lágrim as cont inuam ent e. Esa dulce flor apareció... Y para consolar su rot o corazón fue la prim era de t odas las begonias. La seducía el gust o de sus lágrim as, y cuando apareció el novio, fielm ent e m urió en el past o en el lugar que ella m ism a regó con lágrim as. Pero la begonia con sus pét alos encendidos la recuerda. La n a ve Para dorm ir siem pre im aginaba una nave, que t erm inaba por volverse real. No m e cost aba m ucho. Ahora t am poco. La puedo vislum brar a t ravés de la vent ana de m i cuart o. Una vez que la he m irado con insist encia, im aginando sus escaleras y su t am año, penet ro en ella con at revim ient o. No m e im port a que la gent e m e m ire, que m e vea subir las escaleras, dirigirm e a alguna part e con seguridad, com o si alguien m e est uviera esperando. La t im idez depende de no 226 pensar en lo que los ot ros piensan de nosot ros. La valij a que llevo es liviana y cuelga de m i hom bro cóm odam ent e. Los hom bros no sient en el peso de los obj et os. Yo no sé lo que llevo en m i valij a. Un t esoro del Lago Nem orensis ¿de qué siglo? No pesaría ni m ás ni m enos, y m e dirij o a cualquier part e de la nave con la seguridad de no perder nada en el próxim o viaj e y en ningún viaj e de est a nave t ransparent e que, al m ost rar lo que lleva en sus arcas, m e revela la belleza de t odo el m undo. ¿Por qué? No sé por qué, pero t al vez sient o la proxim idad del cielo, t an parecido al m ar; un m ar sin olas, cuya única definición es la int em pest iva finalidad del t iem po. En una nave no exist e el t iem po, no exist e el lugar donde nacim os ni las personas que am am os; no exist e el reloj que m arca el t iem po, ni los inst rum ent os de m úsica que darán conciert os en ot ras part es del m undo. No busquem os recuerdos, t odo se ha borrado y seguirá borrándose, com o las sillas m ult icolores de los puent es, que se alinean para parecer m ás at ent as y, súbit am ent e, baj o el ruido de las t orm ent as, exigen una verdadera disciplina que t odos los m arineros escuchan y obedecen, con las m anos im plorando a las velas la obediencia im puest a por la cost um bre. Pues sí, el t iem po o las velas de la nave t am bién t ienen cost um bres y el m undo lej ano lo sient e. Que vengan las sirenas y nos expliquen cuáles son las cost um bres de est a nave. Y si no son las sirenas, los m arineros; y si no son sirenas ni m arineros, que aparezca un m onst ruo celest ial; no digo Ulises ni la Reina del Mar, pero que alguien m e t om e de la m ano y m e haga descender al fondo de los cam arot es donde un desconocido, con olor a t abaco, duerm e, soñando con lo que nunca pudo im aginar, ni siquiera en los port ales de la m ás absolut a indiferencia. He perdido m i pasaport e. ¿Quién m e lo devolverá? ¿Nadie? He perdido m i árbol genealógico, t oda m i docum ent ación, con núm eros, fechas y señales. Sólo encont ré una fot ografía de m i cara. ¿Sería realm ent e m i cara o la de ot ra persona? Nunca m e m iré m ucho en el espej o. Me parecía inút il. Es claro que a veces pasaba un peine por m i pelo, pero sin m irarm e, pensando en ot ra cosa. Mi pelo es lo que prefiero de m í m ism a, porque cam bia de color y de posición. El rest o no m e int eresa dem asiado. Los oj os podrían ser de ot ra persona, los labios t am bién; en cuant o al m ent ón, es m ej or olvidarlo. Guardé la fot ografía en el bolsillo. ¿Si m e piden el pasaport e, qué haré? Tendría que averiguar. Prefiero el olvido. Si alguien m e gust ara, lo m iraría con insist encia, con t ant a insist encia que llegaría a m irarm e. Y no sé m uy bien qué sucedería; algo que siem pre he buscado; pero m ej or quedarm e quiet a y m irar algo diferent e. El barco es inm enso, según m i opinión; bien pint ado, lleno de luces y de com part im ent os. El m ej or barco del m undo, en el que uno puede em barcarse t ranquilam ent e, sin m ost rar docum ent os. Eso m e alegra. Est oy subiendo una escalera. Veo, a los lados de la nave, gent e que se despide; parecen leones incaut os que vigilan los puert os y que yo nunca vi ant es. Hay m uj eres que ofrecen bom bones, past illas de m ent a y banderit as de cualquier color. Qué ext raño m undo, t odo cubiert o de m áscaras y bocas m ascando past illas de m ent a. Las et iquet as revelan el nom bre de los caram elos, m ás im port ant es que el nom bre de los hom bres que perdieron sus nom bres. Qué bonit a luz baña las caras oscuras de los hom bres que no serían negros, sino m oros ext rovert idos que saludan, y yo cont est o el saludo con una sonrisa que sólo un espej o sabría int erpret ar. A decir verdad, nada m e im port a, salvo la nave, que parece dibuj ada no sólo por un ángel, sino por un sant o, cuyas cost um bres han cam biado a t al punt o que nadie sabe a qué se dedica. Ser sant o es com plicado. A m í m e result aría im posible, pero m ás im posible es baj ar de est a nave y m ezclarse con el gent ío. La nave t iem bla. Un ruido ensordecedor la sacude. Es la sirena que da el golpe de alarm a. Va a salir. Nadie sube por las 227 escaleras, nadie se at reve a nada. Los pañuelos se agit an en el aire. ¿Quién dice adiós? Los árboles y los rascacielos. Vam os, por favor, levánt at e. Llegarás al fondo del abism o; t e hundirás en el vient re de la nave. Tengo ham bre, quiero com er. Tengo un sándwich en m i bolsillo. ¿No hay com edor? No hay sala de baile. De qué m e acuerdo, si nunca he vivido ant es de est e m om ent o; m om ent o del t iem po que se alej a. No t engo ningún recuerdo. Se quedó acá. Ya t erm iné la preparación del viaj e. Ahora es el m om ent o m ás im palpable. Llega el m om ent o de j unt ar las flores que huyeron de las m anos de las personas que dicen adiós. " Vam os a irnos" , grit ó una nube, que no era una persona. Sigo subiendo la escalera, después ot ra, después ot ra, después ot ra, m ás frágil, m ás perfect a; se balancea con el vient o. Quiero baj ar, quiero visit ar los cam arot es. " No podem os baj ar" , dice la escalera m ás frágil. " ¿Y adónde llegarem os? " Al cielo" , m e cont est ó. La voz de la escalera no t em blaba, y m e di cuent a de que no t enía m iedo. Hay que ser perro, para no t em blar. ¿Adónde m e lleva est a nave? Si pudiera huir com o huyen los perros, lo haría, pero m e quedaré para siem pre. ¿Por qué decir siem pre será un act o de confianza? En un bosque no pret endo olvidar lo que nadie olvida, el cant o de los páj aros que oyó Sigfrido al am anecer. ¿Quién podrá olvidarlo? Yo puedo y eso m e obligará a quedar aquí, com o siem pre esperar que en una nave se oiga el am anecer de Sigfrido, lleno de páj aros. En est a nave est á m i vida, t odo lo que perdí y recogí de nuevo, t odo lo que era m ío y vuelve a ser m ío; no sólo el repet ido am anecer, sino el cant o de las hoj as. Sigo subiendo las escaleras que no concluyen nunca, m e det engo en un lugar frío, donde puedo sent ir el invierno con su lim pieza, con su blancura. No hay cam bios de est aciones en la nave; apenas se sient e en est e inst ant e algo que recuerda el frío; pero no im port a, ya m e acost um bré a vivir sin cam bio de est aciones, y espero que en el fut uro hayan pasado a la hist oria y no m e preocupen m ás, aunque se diga que es m alo para la salud vivir et ernam ent e en el m ism o clim a. Me gust aría acost um brarm e a ést e, pero ya m uero de angust ia. La angust ia se present a de dist int as m aneras. ¿Qué es lo que m e m at a o m e dej a vivir? Sigo subiendo est as escaleras int erm inables. ¿Adónde llegarán? Dios m ío, t engo una incert idum bre... Dej é a t ant a gent e en m i casa, rodeada de un j ardín frondoso. Nadie se ha ocupado de regar las plant as, ni de sacar los yuyos. Me preocupan las plant as. El rest o sabe cuidarse. Pero en un m undo t an aireado por ideas est úpidas, m e pregunt o qué sucederá. Ya est oy t ranquila, t an t ranquila que no m e reconozco y que sólo m e falt a un espej o pequeño para m irarm e cuando sient o cosas aj enas a m i m odo de pensar. Ahora, cuando llegue a la últ im a escalerit a, m e det endré un rat o para m irar el m ar. Ya llegué. El m ar t iene part es de m árm ol que m e seducen. Es un m ar agit ado que em plea su energía en producir diferent es colores; la espum a no siem pre es blanca, es t urbia; el verde se m ezcla al azul, al azul m arino se m ezcla un oscuro azul lleno de hilachas, donde nadan los peces. Cuando el m ar est á quiet o es negro; t ranquilo, es de m árm ol azul o verde. Pero cuánt as escalerit as t endré que subir ant es de llegar al cielo, ya que el cielo es el t érm ino de est e viaj e. No parece lógico no encont rar alguna let ra, algún núm ero que m e guíe. Sin em bargo, cuando subí a la nave t odo m e parecía t an fam iliar que no precisaba que m e explicaran nada. Ahora el ham bre m e acosa. Recordé una com plicada cocina que vi en Buenos Aires. Allá no sabía cocinar, pero aquí la sit uación es peor, no habrá quizá cocina ni m at eriales que sirvan para cocinar. Cuando yo era chica, invent é los ñoquis. Los hice con nada. Est aba j ugando en el j ardín y j unt é hoj as húm edas, pedazos de papel, past o y alguna ot ra basura: los puse en una ollit a de j uguet e. Mi herm ana m ayor 228 encendió el fuego. " ¿Qué hicist e?" , m e pregunt ó. " Ñoquis" , cont est é, " ¿quieres probar?" Le m ost ré el plat o que había preparado, y ella: " No, gracias." Probé los ñoquis y exclam é: " Qué rico" . Nadie quiso probarlos y quedé t al vez desalent ada. Era fácil cocinar, t an fácil que una basurit a cocinada bast a, pensé para m is adent ros; pero m e dolía la barriga. Ahora, m ient ras recordaba t odo est o, pensé que ninguna basurit a del barco serviría y resolví esperar m ej or suert e, y seguí subiendo la escalerit a, siem pre m ás exigua y m ás perfect a. Pocas veces he subido t ant os escalones en m i vida; t enía que ser en un barco com o ést e. Sin em bargo, las escaleras siem pre fueron im port ant es. En el cent ro de una casa donde yo vivía, había una escalera de m árm ol y de bronce. Por esa escalera baj aron m is herm anas cuando se casaron, y yo a veces t am bién, pues form aba part e del cort ej o. No m e gust aba, parecía t eat ral. " ¿Por qué" , pensé, " si no soy art ist a, m e hacen desfilar en un cort ej o?" Ést os son m is recuerdos, y nadie puede vivir sin ellos. Y dij e que ya no t enía recuerdos cuando llegué a est a nave t ransparent e. En el m undo t odo es t eat ral y m ent iroso. Mej or olvidarlo y no pensar que exist e, cuando uno navega por el m ar. Unas nubes violet as aparecieron en el horizont e. ¿Qué podía suceder?. Baj é por la escalerit a y corrí por los puent es en busca de alguien que m e reconfort ara. No encont ré a nadie. Caía la noche y vi en la superficie del m ar una alet a negra, que m e alarm ó. Se m ovía pausadam ent e, com o si no t uviera nada que ver con el m ar ni con el cielo, ni con los relám pagos. ¿Sería un t iburón o una orca? En Buenos Aires había vist o en fot ografías alet as sim ilares a la que t enía ant e m is oj os. ¡Ah, qué lej os est aban! Qué lej os Buenos Aires, las alet as, el m ar im pert érrit o. Qué lej os yo m ism a, las personas que m e am aban, el silencio rasgado por los t ruenos. Lo prim ero que pensé: m orirm e, pero nunca caer en el m ar, presa de un t iburón em bravecido. Me arrodillé para rezar, para m irar m ej or. Me persigné y coloqué m is dedos haciendo la señal de la cruz. Hast a el cielo necesit a un com pañero, hast a el t em or m ás inexplicable necesit a de alguien que lo escuche. Quise grit ar, pero la voz no salía de m i gargant a. Los t ruenos eran t an fuert es que el ruido de las olas y del vient o no se oía. Todo el cielo se puso de color violet a oscuro y m is m anos relum braron com o lám paras. Est o m e llenó de coraj e y huí hast a la proa de la nave. ¿Tendría un m ascarón de proa? Lo encont ré aferrado al barco. Aprecié la ondulación de su pelo. Corrí hast a el borde de las cuerdas que sost enían las velas; ahí m e sent é, subiendo y baj ando, m ecida por el m ovim ient o de la nave, arrast rada por el vient o, sin m ano que la guareciera. Muy pront o, por m ilagro, apareció el sol, que ilum inó el m ar, y m e di cuent a de que la alet a había desaparecido. Ni siquiera hoy m e acuerdo de aquella alet a negra. Podré verla en fot ografías, pero ya no m e conm overá porque t odo ent ró en el olvido y sólo recuerdo est e m om ent o, privilegio del olvido. ¿Llegaré a conocer los peces de est e m ar? Nunca, t al vez. Me gust ó siem pre el cuerpo ret orcido de los peces, cuando salen del agua, prendidos al anzuelo, com o un collar; el color iridiscent e de la piel y de las escam as que brillan com o brillan, supongo, las perlas recién sacadas del m ar. Yo quisiera t ener algo en m i cuerpo, t an blanco com o las escam as; t engo el blanco de los oj os, pero nada se asem ej a a la blancura soñada, esa blancura de la luna, de algunas nubes que irradian belleza; esa blancura de los lirios, de los j azm ines, de la lana de algunas ovej as blancas o de alguna liebre o de la nieve. Busco la escalerit a que dej é hace un inst ant e. La busco. Era m aravillosa. Por favor, señores m arineros, ángeles sirenas de est a nave, ayúdenm e a buscar la blancura que busco; es una blancura que, en el m undo, nadie conoce. Para encont rarla, hay que em barcarse valient em ent e en una nave y, si no la encuent ra uno ahí, t endrá que pensar que no exist e en part e alguna del m undo, porque es la blancura indescifrable que los oj os no ven. 229 Tengo ham bre, est oy débil. Se acabaron las past illas de m ent a y los paquet es de gallet it as. ¿Com eré pescado? ¿Cóm o haré para conseguirlo? No hay t ripulación en est e barco. Hoy decidí revisar t odo el barco. Llegué al sót ano baj ando por las escalerit as por las que había subido. En una sala grande, un verdadero cinem at ógrafo, pasaban un film . Su t ít ulo era La nave sola o algo por el est ilo. Est uve un rat o m irando fascinada. Después inspeccioné la sala. Nadie m anej aba el proyect or, ni había nadie a quien hacerle pregunt as. En m edio de m i perplej idad vi, en el fondo oscuro de la sala, un perro, que se acercó. Lo acaricié largam ent e. Cansado de t ant as caricias se alej ó de m i lado y no volví a verlo. Tam poco lo busqué. En su collar había vist o su nom bre, pero no t rat é de leerlo ni de recordarlo. ¡Todo en la nave se olvida! . Oigo un t am bor m arcial, com o uno que oía desde m i casa. No quiero m orir, pero el redoble del t am bor m e lleva a pensar en la m uert e, ¿por qué? Por haber oído ot ros que anunciaban la m uert e de salvaj es en un desiert o o en un bosque espinoso; pero en el silencio de est e barco, ¿qué puede haber que no m e asust e? El t am bor cont inúa con su rit m o que evoca la m uert e del salvaj e. El sol se ocult a det rás de una nube. La nave se dirige al anochecer. Hay part ículas de luz en las olas. Tant o silencio invent a ruidos. Algo se quej a en la penum bra. ¿Es un llant o? Es un quej ido furioso de anim al escondido. ¿Hay a bordo un anim al escondido? ¿Quién lo cuida? ¿Quién lo t raj o? El anim al se quej a, profiere un largo alarido. Los grit os de los anim ales m e gust an, pero ést e m e da m iedo. Es com o si el grit o naciera de m i pecho; vuelvo a subir las escaleras, una t ras ot ra, una t ras ot ra, hast a recorrer el t recho que m e separa de m i t ranquilidad. Pero el gem ido o el grit o se agranda cuando subo, y cuando baj o, y no se adónde ir. Alguien m e dij o que la voz del lince es aguda. Me la describieron. La que ahora oigo, es igual a la de esa descripción. " Quédat e quiet a" , m e dij o, " nada t e va a pasar." Un lince es m iedoso. " ¿Com o yo?" , pregunt é. La voz que no exist ía cont est ó: " Com o vos" . Hay que olvidar est os det alles inút iles. Sin duda, t odo recuerdo es doloroso. Más vale pensar en lo act ual, en lo que est am os viendo. En ciert o sent ido, podría decir que no hay cosas ext rañas o inesperadas. Todo es lo de siem pre, lo m ism o. Por ej em plo: descubrí que en la nave había infinidad de voces, que habían quedado presas en el t ranscurso de no sé cuánt o t iem po. Bast aba m over una puert a o una silla, para que aparecieran voces dist int as, voces de niñas, de anim ales. La del ascensor era ronca. ¿Quién lo m anej aba? Nadie. No ext raño la t ierra ni el m undo, ni la gent e, ni la basura, ni la abundancia. No ext raño las cam inat as por la playa, pero sí el baño de m ar. Desde la nave m e zam bulliría, pero ¿a quién le pido perm iso? ¿Cóm o hago para volver, si m e t iro al m ar? Si la nave se alej a cuando m e baño, Dios m ío, sabré que la he perdido, que volveré a est e sit io donde t odas las voces m ezcladas form an una sinfonía. Creo que en m at eria de aparat os eléct ricos, el m undo evoluciona y progresa. Pero no pensem os en m áquinas prodigiosas. Me m uero de ham bre. Con las redes azules, verdes, roj as que uso para m arcar las ondas de m i pelo, hice una t ram pa para cazar los peces. Con la fuerza de m i im paciencia llegué a no dorm ir. Junt é piolines, pedacit o t ras pedacit o, los at é a las redes que arroj é al m ar. El prim er día t uve m ucha suert e; m iles de peces cayeron en las redes. Eran t an rut ilant es que m e dolía m at arlos, pero no podía seguir sin alim ent o y m e resigné a m i involunt aria crueldad. Tirada en la cubiert a del barco, ¿quién hubiera dicho que m e nut ría de lo que m ás adm iraba: los peces que t odavía se m ovían com o si t em blaran de m iedo? Junt aba agua dulce en unas vasij as; nunca m e falt ó ni m e falt ará agua, así lo espero, porque alim ent arm e de 230 pescado da sed. Llegué a pasar el día lam iendo el piso. ¿Quién lo había lavado? Nadie: una m ezcla de salit re y de rocío, un ant iguo recuerdo a suela de zapat o lust rado o de arrast radas alfom bras de m uchos navegant es que buscan lo nuevo en lo m ás viej o, cuando el pie t orcido se levant a en post ura de baile, y nadie negará que el baile exist ió desde que exist en los pies, que son art esanos del cult o de la belleza, del olvido de lo " t uyo" y lo " m ío" , de la propiedad y de t odo lo que facilit a el crim en y aquella larga esperanza llam ada fidelidad. No sé a qué m undo pert enezco. He perdido la noción absolut a de t odo lo que respet o en la m ort alidad o m oralidad del hom bre. Podría ser una crim inal, una prost it ut a, una sant a con igual facilidad, con igual fervor. No pret endo ser diferent e ni t alent osa en m is gust os art íst icos. Soy nat ural com o est e pescado que est á en m is m anos, que yo m ism a saqué del agua y que iba a com er porque t engo ham bre; realm ent e est oy m uert a de ham bre. Pero al ver t ant os pescados idént icos m e dij e que no valía la pena com er uno. Lo dij e en hom enaj e a t odos los ot ros. Abandoné las escalerit as y avancé por las cubiert as. De pront o descubrí lo m ás inesperado: una est at ua. Me acerqué. Parecía de m árm ol, pero no era de m árm ol. No sé qué represent aba. No era griega, ni egipcia, ni rom ana. En su peinado brillaban dos est rellas pequeñísim as, que no m e ayudaban a descubrir su sexo ni quién era. No era sím bolo de pat riot ism o ni de m ist icism o. ¿De qué siglo sería? Ningún arco en su m ano, ninguna flecha indicaban la época en que vivió. Recliné m i cabeza sobre su hom bro. La sent í m overse. Creí que eran los lat idos de su corazón. Era la nave que se m ovía. ¿Podría yo, en m i est ado de soledad, im it arla? Si ya t oda im it ación m e est á vedada, ¿por qué no ensayar con est e ser privilegiado, que se salva de la m iseria hum ana, un acercam ient o? " Lirio de m i corazón" , dij e a las dos flores que encuadraban su cara. Me m iró sin benevolencia, perdida, con sus oj os vacíos, en la plenit ud del aire, sin rest ricciones, sim plem ent e con la nat uralidad que le correspondía. Trat é de hablarle. No ent endía m i lenguaj e. Para conquist arla, m e m ost ré indiferent e. Vaciló con ciert a gracia, pero luego su cara expresó una severidad t errible. No sé qué sucede en el rest o del barco. A veces m e inclino sobre la baranda de los puent es, m iro el m ar con avidez y sólo descubro la espum a siem pre nueva. Quisiera que algo int errogara el cielo para int errum pir est a ignorancia que sigue su curso. No t engo libros, recuerdo frases, alej andrinos a veces, que preferí durant e años, t oda m i vida t al vez. Pero si algo del m undo desaparece, yo preveo lo que vendrá, aunque no t enga palabras para anunciarlo. Ya el zorzal m e m iró con severidad y sé lo que dice y conozco el lenguaj e de las flores. ¿No hay nadie que viva en est a nave, salvo la est at ua? ¿Nunca la im it aré, com o im it aba a m is congéneres, para seguir viviendo? No hay respuest a a m is pregunt as, sólo el silencio que responde com o quiero. Lloré, t irada en el suelo, y m is lágrim as fueron al m ar, t odo el m ar desencant ado. ¿Cuánt a agua t ragué? Me rest ablecí dent ro del agua, ¡cuánt os lit ros! . ¿Cóm o fue el naufragio? La est at ua no recuerda; sin em bargo, era la prot agonist a. Nadie m e dice cóm o sucedió, pero yo im agino. Era una noche llena de luces. Noche t an bien ilum inada, que era casi m ediodía. En ciert os lugares del océano hay sit ios privilegiados por la luz. La espum a florida del agua, com o una bebida dem asiado gaseosa, hervía. Yo no puedo im aginar la escena sin t em blar. La est at ua se ocult aba. No pensaba luchar, dej aba que la m anej aran los m arineros. El m ar est aba calm o, pero de pront o una rupt ura en el t iem po alt eró t odo, y las sogas la encerraron en una j aula. ¿Qué había pasado? Un fuego se inició en el cuart o de m áquinas y devoraba las frágiles envolt uras de la nave. Me m udaron de barco, y del nuevo barco a ot ro barco. 231 Apareció un páj aro que huía de la t orm ent a y t odo cam bió. Por fin un ser vivo, nat ural. Le di en m i m ano, pan, m igaj as que com ió con avidez. Eran viej as m igaj as. Cayó desm ayado por el brusco calor. Lo abaniqué con una palm a que encont ré en el suelo y revivió. Le cant é una canción de cuna, hast a que abrió los oj os. Nos despert am os en ot ra nave, m i nave. No sé qué páj aro era el que se durm ió ent re m is brazos. Tal vez un zorzal, t al vez un zorzal m it ológico, del libro de Ovidio. Cuando dej é de ser yo m ism a m e dio m iedo, com o da m iedo de cualquier ser, cualquier ot ra persona, por pequeña que sea, y m e pareció m uy difícil vivir de ot ros alim ent os. Cant é y advert í que t odo el m undo m e escuchaba con los oj os cerrados para oír m ej or, com o si fuera un ruiseñor. Me escuché a m í m ism a. Resolví no alim ent arm e de pescado. No podía soport ar la idea de sacrificarlos en una form a t an cobarde. Tiré al m ar las redes que había cosido a ot ras redes y los piolines que las ret enían. Así pasaron m is días, sin que ningún pez viniera a despert arm e. Cerré los oj os y crucé las m anos. Sent í que m e debilit aba paulat inam ent e. Mi pelo claro se oscureció, m i piel t om ó un t rist e anacarado, y com o sólo disponía de un espej o redondo, veía part es de m i cuerpo en porciones dim inut as y em pecé a olvidarm e del conj unt o. No com prendía qué sucedía con m i cuerpo, que siem pre fue t an fuert e y t an resuelt o. Ya no podía subir las escalerit as y t irarm e en el piso de la cubiert a. Penosam ent e el m undo giraba a m i alrededor y al t ocar m is m anos sent ía la sal que las carcom ía y les daba consist encia de est at ua. Algo se rem ovía en ellas: la form a incólum e de su cuerpo blanco com o la sal, que es indest ruct ible. Pasó una bandada de golondrinas. Est ábam os cerca de alguna cost a, sin duda. ¿De dónde salieron las golondrinas? Tam poco sé m uy bien de dónde salió o cuándo em barcó el j oven que vi apoyado en la borda, m irándom e com o si m e conociera. Sim ult áneam ent e nos acercam os. Pude adm irar sus oj os. No le pregunt é nada; nada m e pregunt ó. Buscó una silla de lona y se sent ó a m i lado. ¿Para qué? Si yo no est aba sent ada. Ahora adviert o que es fácil reconocer a est os seres, aunque la diferencia con nosot ros sea m ínim a. Cuando lo m iraba bien, una part e de la cara se desvanecía; oyendo con at ención, part e de sus palabras desaparecieron. Me cont ó su vida: las cosas que falt aban eran las m ás im port ant es, y lo que m e cont aba no era real, y desaparecía com o desaparece la m it ad de su cara cuando lo m iro. Sin em bargo, t uve una profunda alegría cuando prom et ió no olvidarm e. ¿Cóm o se com unicó conm igo? No sé explicarlo. El j oven desapareció ant es de que nuest ra am ist ad creciera, ant es de adquirir recuerdos, ant es de que m i m ano t ocara la de él, ant es de que m is suspiros se m ezclaran a los suyos. No t engo a quién im it ar. Díganm e ust edes que exist en a quién puedo im it ar. Ni un sonido sale de ot ra boca. No quiero ser Narciso; quiero huir de est a nave; hundirm e en el agua, com o un t errón de azúcar; revivir com o reviven los perfect os ángeles que no conocen el m undo. Ahora com prendo t us m ovim ient os, est at ua; hacías el am or, nadie t e com prendía. Ahora im agino que nadie puede im it ar t us m ovim ient os. Me alej aré, pero ¡adónde iré para no encont rart e! En t odos los rincones est arás esperando con paciencia. No era el cielo ot ro cielo. Reconozco el puent e de donde salí. No t engo reloj . Sé que la m archa del reloj m e dism inuye. Había una hora para cada cosa: el desayuno, el alm uerzo, el piano, el baño, la pint ura, el encuent ro con una am iga, el m iedo, la oscuridad, el ángel, el dem onio, la cara del apóst ol, la cint ura de un acróbat a, el adiós, la llegada. Todo t enía su hora, salvo la m uert e, de oj os indiferent es. " Míram e" , dij o. Esperaba com o plant a que espera la lluvia. Levant aba las cort inas. En el cielo ninguna nube. Un cielo perfect o. Todo era dist int o y nada anunciaba nada, salvo un conglom erado de 232 cosas idént icas. Me despert ó el reloj , que no t engo. Lo acerqué al oído. ¿Qué podría decirm e que no fuera ciert o? Lloré. Puse el reloj inexist ent e sobre m i corazón. Lat ían de igual m odo. ¿A cual t enía que escuchar? El m ar est aba cerca. Uno aconsej aba no pensar en nada. Ot ro aconsej aba no olvidar nada. ¿Qué cam ino seguir? ¿El de las rocas ilum inadas? ¿el del silencio resuelt o? Miré a t odos lados. ¿Quién m e salvaría de m í m ism a? ¿Quién del t ict ac del reloj ? ¿Quién de los pét alos de la m argarit a? ¿Quién del deber cívico? ¿Quién? De nada, ni siquiera del adiós, ni siquiera del " t e quiero m ucho" , ni siquiera del " olvidam e si podés" . Ah, qué lej os huye el caballo; ah, qué lej os de m i alm a se esconde ent re el barro del cam ino y relincha, t an lej os de m i m uert e, ahora a m i lado, com o un m aest ro de baile, en el circo indiferent e. ¿Por qué, si en m i corazón llevó t ant os ret rat os, no puedo reproducirlos? ¿Por qué, si am o al hom bre que t iene los grandes oj os ast ut os de un dibuj o de Leonardo Da Vinci? Junt o a la Virgen, ¿qué prevalecerá de m í? Es difícil im aginar el próxim o m undo. Est e m e bast a. Vivo cont inuam ent e en el present e y en el fut uro. El pasado se hundió en m i olvido y const ruye lent am ent e el fut uro: un fut uro t em ido, pero lleno de invent os que se pueblan de int em pest ivo esfuerzo. Los invent os furt ivos son espléndidos; los conocí en la infancia cuando nací y abrí los oj os. Nadie m e previno cont ra el orden y el conciert o de las cosas. Pensé que t odo era igual, com o pienso hoy: igual los hom bres, igual las predicciones, igual el t em or y el coraj e, el t errible am or, el denigrant e am or; la quiet ud y la rapidez. Nada, ni un avión es rápido ni acelera el t iem po de la llegada o de la part ida, o del definit ivo descanso. " No t e vayas" , le dij e al agua. Se fue. " No t e quedes" , le dij e a la m úsica, y quedó. Pero nadie m e oye. Y ahora exist ir es t an difícil com o dej arse m orir o dej arse, con t ant a pasión, vivir. No com prendo el m undo que m e espera ni, aquel ya conocido. Tengo que crear un Dios para que m e invent e ot ra vida o m e invent e de nuevo, sin regist rar lo que exist e. No quiero ser única ni dist int a, quiero desaparecer com o desaparece una nube de colores brillant es cuando t erm ina el día o se prepara para una t em pest ad que vencerá al m undo y exam inará la cara de los hom bres con indiferencia. Si t iene un oj o m ás pequeño que el ot ro, no m e llam ará la at ención; si su voz al hablar es m ás sonora que el silencio, no m e enam orará. La voz es lo que prefiero de los seres hum anos. Un perro que ladra no m e asust a y puedo m irar un t igre hast a el fondo de su alm a. Est o no quiere decir que m e haya enam orado. El vulnerable am or t iene alas y vuela. Morir no es nada. Todo fin es principio de ot ra cosa. Nada im port a, salvo esa luz inm at erial de una m irada, la voz sonora de un grit o que nos llam a. Hay m om ent os en que m i som bra m e parece m ás ciert a y real que yo m ism a. Abrupt am ent e m e doy la vuelt a; ella t am bién se da la vuelt a. Nunca nos encont ram os. Tengo sueño. Me t iro en el piso del puent e. Trat aré de dorm ir. ¿Hace m ucho que no duerm o? Para dorm irm e afloj aré piernas, brazos, cuello, m andíbula. Me duerm o. ¿Desde cuándo duerm o? Vuelvo a despert arm e. Hace un siglo que duerm o. Tengo el pelo rizado cuando despiert o. ¿Qué sucede? Mi piel cam bió de color. No m e at revo a t ocarm e. ¿Qué cam bió en m í? Tengo m iedo. Ant es nada m e daba m iedo; ahora sé que t odo se repit e y un m iedo palpit a m i corazón. Miré m is m anos. La piel est á oscura. Paso la lengua sobre m i piel. Tiene un sabor que nunca conocí. Me arrodillo, palpo m is oj os, los abro para ver m ej or y digo: " No quiero m orir" . Si m e acaricio, nadie m e am ará. Me pongo de pie. " Te am o" , dij e en silencio. Mi som bra se est rem eció, se puso de pie y m e dij o al oído: " Querem e" . " No" , cont est é. " Ni pienso cont est ar a una som bra." Cerré los oj os. Ent onces sent í sobre m i cuerpo la som bra ent rem ezclada y sent í m i corazón que lat ía con pasión. No podré alej arm e de aquel cuerpo que era el 233 m ío, una som bra con una voz profunda que m e est rechaba sin t ocarm e, sin m irarm e, sin quererm e, lej ana com o yo m ism a. " No insist as" , dij e. Abrí los oj os. No había nadie. La nave exist ía y apenas se m ovía baj o la luz del sol. Suspiré. ¿Dónde est ará m i espej it o rot o? En est a nave no hay ningún espej o. Es inút il que lo busque. Miro m i piel; puedo definir el color que t iene. Es un color ext raño que nunca t uve, un color oscuro, ent re avellana y chocolat e. Me paso la m ano sobre la piel, de nuevo. Yo, que siem pre fui t an blanca, m e habré por fin quem ado. Miré m is piernas, m is pies, de nuevo; no parecen m íos. Me acuerdo de una m uj er, en un cinem at ógrafo, que t enía est e m ism o color. No quiero ser negra, sin em bargo t rat é de serlo por t odos los m edios; con pom adas, con t int uras y nunca pude serlo. Ahora, ¿por qué m e volví negra? Cant é para oír m i voz. Pensé que t endría que ser de negra, pero no lo era. Mi voz era la de siem pre, m ás aguda t al vez, m ás perfect a. Abrí la boca com o la abren las negras y sent í que m e volvía negra. Me levant é y lloré com o pueden llorar las negras. Tengo un sueño que no llego a ver, un sueño lleno de personas. Ant es no había nadie; ahora t odo el m undo se m e acerca y m e pregunt a cosas. Quiero olvidar las caras que m e ofrecen. Subo por las escaleras. Llego arriba. La nave ha fondeado frent e a una isla. Hay m iles de personas que parecen esperarm e. ¿Se agachan o se arrodillan? Dios m ío, qué difícil es discernir si est án arrodilladas o paradas. Salgo de la nave, casi desnuda, porque soy negra. Todos m e saludan y m i som bra m ás que nadie, arrodillada a m is pies. Y com prendo la belleza del m om ent o y cont est o riéndom e. ¡Soy reina de la selva! Nunca pensé que est o pudiera suceder. Mi piel es lisa com o la piel de algunas hoj as oscuras de árboles, com o la piel m arrón de la m agnolia cuando se abre y dej a ver desfallecida el color gast ado de sus pét alos. Soy perfum ada com o las flores que se abren sin saber cuánt o van a durar. Soy lo que nadie esperaba, una m uj er enam orada, que la vida est ruj ó ent re los dint eles de la m uert e, con un apasionado desgano. La m uert e no m e busca ni m e asust a. Yo sé que no exist e, que no exist irá nunca, porque t odo renace y se t ransform a en ot ra cosa t an perfect a que nadie podrá reconocerla; ni siquiera en el renacim ient o. Sólo oigo el aplauso de la gent e que m e aclam a. Mi nave se volvió m ariposa. No cont aré m is experiencias en la isla. Cuando volví a la sala de la nave, t odos se precipit aron a saludarm e. Yo buscaba m i cara, la expresión de m i cara, en t odos los vidrios. Ahora que no la conocía, ¿en qué se había t ransform ado? En un cuadro que recordaba de m em oria, en un cúm ulo de negros que bailaban bailes inexplicables, cant ando ent re las rocas para una negra t an negra que era casi azul, con reflej os violet as, que era yo m ism a, al fin libre de m í m ism a. Ok n o, e l e scla vo Mi m iedo, cuando es m ío, m e int im ida. De noche preparo m i t error fut uro de la aurora, apago las luces. Est oy en m i sala de t rabaj o. La luz de la t arde y la luz eléct rica de las habit aciones const ruyen edificios com plicados. Todas las part es de los edificios son diferent es. Hay uno alt ísim o que parece un calabozo. Hay ot ro, en la ent rada de un t eat ro, profunda ent rada, que no da ganas de ent rar. Hay lugares m ás hum ildes, con ot ras proporciones, pero infinit os, con curvas y recovecos en t odas part es. Todo est o, t odas est as m aravillas invent a la luz, apenas percept ible. Yo alzo la m irada para recobrar m i t ranquilidad. El m iedo pert urba los sent idos y la perspect iva. Hay una hilera de vent anas hexagonales, con claridad en el cent ro. Ningún herraj e, ningún picaport e m uest ra donde se pueden o se pudieran abrir las vent anas y las puert as. No hay cort inas de 234 ninguna especie, ni persianas. Una casa que se prolonga en su edificación m oderna, con ant iguos port ales, ext raños vit rales, m arcos de m am post ería con list as de oro en las esquinas, que puedo im aginar. No hay nada que im aginar. Todo est a ahí, ant e los oj os y el oído que escucha. En el prim er piso, un perro grande corre o m ás bien descansa de sus correrías. Oigo su respiración anhelant e, apenas int errum pida por segundos. Un perro se repone m ej or que un hom bre cuando ha corrido. Unos m inut os bast an para descansar. Vuelve a repart ir su respiración por los cuart os, recorre un largo t recho, casi hast a el fondo de la casa, si la casa t iene fondo, y vuelve sobre sus pasos, j adeant e, y apura el rit m o de su respiración. No es un hom bre. Yo diría que el perro podría m orir si sigue respirando en esa form a. ( Un hom bre t am bién) . Sin em bargo, sigue devorando el espacio con su respiración. Nadie quiere a ese perro. ¿Qué t rabaj os le hacen hacer?. Oigo un ruido de m aderas que se ent rechocan y luego algo m ás duro, que se deposit a en el suelo. Una caj a, t al vez; después ot ra. De nuevo la respiración del perro, que vuelve de la plaza, que ha corrido y respira sin rem isión. Si yo conociera a alguien im port ant e que ocupara un puest o en la m unicipalidad, le pediría que prohibiera la t enencia de anim alit os, a m enos que fueran feroces, pero a est e pobre anim al, t an suave, que ya conozco por sus pasos, ¿cóm o puedenhacerlo sufrir?. Lo oigo llevando, t rayendo cosas pesadas, llenas de clavos y de punt as que se le clavan en las pat as, adent ro de la piel. ¿Le darán agua?. En ningún m om ent o oigo la voz plañidera de su lengua sorbiendo el agua y las got as que caen de la pobre gargant a. Escribiría un conciert o de piano y violín para ilust rar el t ono ardient e de la voz que pide agua después de haber corrido; pero ahora, una int erm it encia en los sonidos, un grit o desgarrado m e hace pensar que el perro desapareció o m urió. Pido a Dios que sea pura im aginación. El ruido cam bió de rit m o. Es un ruido fem enino, de t rapo de piso que pasa sobre la m adera; apenas se oye. ¿Un ruido de perro puede com pararse a un ruido veget al? A la plant a la conozco. Es una plant a luj osa, del prim er piso. Por las m añanas la veo porque la colocan sobre las baldosas del pat io, pero no quiere est ar al sol. Su m anía es el t iem po. No quiere que la rieguen, no quiere el sol. Yo, en la sem ioscuridad del cuart o, adivino las form as que m e rodean. Me ha crecido una pat a. Respiro com o el perro. Preferiría ser plant a. Tengo puest a una falda. ¿Seré m uj er? En m i pelo t engo las hoj as de la plant a, con su m anía del t iem po. ¿Qué quiere? Casi nada. Mirar el sol, seguir viviendo. ¿Qué es vivir? ¿Ust edes lo saben? La plant a lo sabrá, pero no t iene idiom a ni lengua, ¿cóm o lo explicaría? El hom bre adquirió una cost um bre del t odo inút il. Todo t iene que explicarlo; si es ciert o lo que explica, no im port a; lo que im port a es que lo com unique y salga, si es posible, en los diarios. Los diarios sin duda t ienen gran influencia sobre el hom bre. No hay hom bre que no consult e el diario para saber qué t iem po hará hoy o m añana; est á viendo el día, pero eso no le bast a, t iene que leerlo en el diario. Ent onces adviert e que los inform es se equivocan: si anuncian buen t iem po, em piezan a caer got as de lluvia; si anuncian m al t iem po, el sol raj a las paredes y se ent reabren los zócalos de las est at uas o la canast a de flores del j ardín de aclim at ación, y el buen t iem po se vuelve m al t iem po, com o en la vida; siem pre lo cont rario de lo que esperam os t riunfa sobre lo que no esperábam os, o viceversa. ¿Hay algún m ot ivo para creer lo que digo? Ningún m ot ivo. Dios hizo el m undo para dar felicidad. ¿Pero dónde est á la felicidad? Dios la escondió con m ucha gracia y sabiduría. Yo sólo puedo alabarlo por las m aravillosas confusiones en que nos dej a la m ayor part e del t iem po. Nadie puede sim plificar lo que es t an sim ple. Recorrerán el m undo, en busca de 235 anest ésicos o de rem edios sublunares: t odos est án a sus pies. " No busquen" , grit a alguien, pero nadie escucha. De una equivocación siem pre puede surgir una solución, t al vez ext raña pero int eresant e. El hom bre se alarm a o se regocij a inm oderadam ent e, com o la plant a que no adm it e el riego porque prefiere est ar baj o la som bra de algún árbol, o el perro que solo se labra una ext rem a t ranquilidad, porque t iene un solo am o y si pudiera aplaudir aplaudiría, pero nunca lo pudo hacer, salvo agit ar la cola para expresar su alegría. ¿Pero quién vive de t ant as nim iedades?. Yo creo que t odo es m uy ext raño. ¿Habrá ot ro m undo t an raro, t an cont radict orio?. Est oy m irando la pat a que m e ha salido. No sé lo que sucederá cuando se encienda la verdadera luz y dej e de est ar en est a sem ioscuridad, t an llena de sorpresas, t an rica en invenciones. " El m iedo de m i m iedo m e da m iedo." Est a frase absurda es una frase m em orable, la recordaré: los ladrones presos, los crim inales que no han sido descubiert os, las m uj eres que am an a ot ro hom bre, que es el engañado, los niños en la oscuridad t rem enda de la noche o sobre una m ont aña alt ísim a que ofrece el suicidio a cualquiera. ¿Sabrán los perros qué es el m iedo? Los he vist o t em blar, los he oído m ás bien, y est a vez el perro est á t em blando, vuelve con su respiración t errible, de anim al salvaj e; en lugar de respirar con apasionada angust ia, ahora t iem bla. Oigo su t em blor apoyado sobre las m aderas del piso, oigo el suspiro im pacient e de su esperanza. ¿Qué espera? ¿Nunca he sabido lo que puede esperar un hom bre; cóm o podría ahora saber lo que espera un perro? Un perro que no conozco, que sólo oigo por las t ardes, cuando t erm ino m i t rabaj o. ¿En qué t rabaj o, m e pregunt arán ust edes? Dibuj o y escribo. Escribo y dibuj o. A veces un dibuj o m e obliga a escribir un cuent o o un poem a, ot ras veces un cuent o m e obliga a dibuj ar algo, algo que nunca pensé dibuj ar. A veces dibuj o sin m odelo, ot ras veces escribo un cuent o sin gent e. Ahora dibuj aré un perro. El perro del piso de arriba de est a casa. ¿Cóm o se llam a? Okno. I m agino el color de su pelo: blanco en la frent e, su cuerpo casi rosado, con pinceladas grises. Cuando encienda la luz eléct rica veré si el color del pelo es igual al que describo. No busco t odavía los lápices, ni la carbonilla ni el past el. Todavía no sé cóm o lo pint aré o si sim plem ent e lo dibuj aré en grandes t razos oscuros cóm o los prim eros dibuj os de m i infancia, cuando la m aest ra m e ponía en una m ano la carbonilla y en la ot ra la m iga de pan para borrar. Muchas veces yo com ía la m iga de pan o borraba sin querer lo m ej or del dibuj o y repasaba con la carbonilla las líneas m ás equivocadas, que corregía echando m i cabeza para at rás, ent ornando los oj os, gest o que veía hacer a los pint ores o a m i m aest ra. Me puse de pie, encendí la luz eléct rica. La pat a que m e había salido est aba a m is pies, reem plazando uno de m is pies. Sin duda era una pat a de perro, preciosa, con las uñas curvas, el pelo blanco y gris salía de las garras. No m e asom bró. El perro respiraba, su pecho se elevaba y baj aba con el m ovim ient o espasm ódico de su ansiedad. Me arrodillé a su lado, lo acaricié, le dij e algo en el oído. Me m iró con sum isión. Yo no quería sum isión, quería com pañía y cariño. Le dij e: " Quédese quiet o" . Busqué el lápiz y el papel y com encé a dibuj ar m uy seriam ent e. Él m e lam ió la m ano, para t raerm e suert e. Pero yo no sabía qué hacer de esa pat a inexorable que est aba t ransform ándom e en perro. Le dij e: " Transfórm am e de nuevo en m uj er, com o en el m om ent o en que t e conocí" . Me m iró, pero no dij o nada. Yo com prendía. Ent onces m e t iré a sus pies y pensé: " ¿Se dará cuent a de que soy un perro?" . Me quedé dorm ida en el suelo, con la cabeza apoyada sobre las baldosas del piso, t an profundam ent e que no sent í que habían puest o la m esa para servir la com ida, y que alguien se asom ó a la puert a y pregunt ó: " ¿No hay nadie?" . Y yo: " ¿Nosot ros som os nadie?" . " No creo. Discúlpem e. Creía que sólo el perro 236 est aba aquí. ¿Me equivoco?" " No. Qué se va a equivocar. Aquí hay perros y personas y los perros valen com o las personas." Dij e el ot ro día que, si conociera a alguien que ocupara un puest o im port ant e en la m unicipalidad, aconsej aría prohibir la t enencia de anim alit os y ot orgaría el perm iso de t ener anim ales salvaj es. ¿Tengo o no razón? " Claro que sí" , declaró una m uj er a quien no conozco. Acaricié al perro, y cuando lo acaricié sent í que su pelo era suave com o el past o que m e seduce cuando llueve, y salí de m i cuart o corriendo, com o si Dios m e hubiera ayudado a ser perro. Yo no era la m ism a persona. Me cubrí de pelos y de pat as, con uñas afiladas, y m i respiración volvió a vivir con la m ism a pasión, y la sent í golpear dent ro de m i pecho, con vehem encia. No m e despedí de la sala de t rabaj o ni de dibuj o, ni de nada, salvo de m i libert ad absolut a. Es claro que era un perro. Un perro esclavo de su am o parece enam orado. Cuando est á solo m ira por la vent ana, pero si la voz que él espera lo llam a, de un salt o cruza el abism o inexplicable de la ausencia y perdura. An ot a cion e s El día en que m e m uera caerán de m is oj os lágrim as y de m i boca palabras. Nunca se cont radicen. ¿No volveré a I t alia? ¿No llegaré en góndola a Venecia? ¿No oiré las cam panadas de las siet e y los acordes de la t arde? Las cam panadas dicen: t al vez las oigas y t al vez llegues a Venecia pront o y t al vez se ilum ine el cielo y t al vez el m undo se t ransform e abrupt am ent e. ¿En qué? En Venecia. I ré corriendo por la plaza San Marco, por t odas las edades, y no m e reconoceré en ningún espej o, por m ucho que m e busque, y que m e busquen. No seré una niña de siet e años, ni una j oven de quince, ni una colum na de la iglesia, ni un caballo de m árm ol, ni una rosa de est uco, ni una m uñeca de 1880, ni un cuadro de Guirlandaio ni de Rafael, y llegaré al Palazzo Ducale y lloraré; nadie sabe por qué, ni yo m ism a. Lloraré oyendo las voces de los gondoleros, t rist es en la noche. No veré los cisnes de m i infancia nadando en un lago de San I sidro o en la cost a del Río de la Plat a, rodeado de sauces, ni el precioso bosque de m adreselvas asesinas, que se com en los árboles. ¡La t orre del reloj sin fin! No veo la hora. ¿Serán las ocho? Serán las dos m enos veint e? ¿Qué hora será? Toda hora m e da m iedo, com o m e da m iedo la hora en que quedó clavada, con sus aguj as, la m uert e dé Murena. Las ocho en un reloj que no andaba y no andaría nunca. And let m e look at you as I can look at som et hing else som eone I do not know. Hace años, en un hot el veneciano, donde dorm im os, quise correr las cort inas al despert ar. Puse t ant a fuerza para abrirlas, que súbit am ent e cayó t odo el cort inado, con el sost én alt ísim o, de hierro. Si hubiese caído sobre m í, m e hubiera asesinado, ¡un peso que nadie puede sost ener! Casi m uero en Venecia. La cort ina era de t erciopelo m arrón, con flores prot uberant es y por fort una los dobleces no t raían un cuchillo en la m ano. Let m e st ay here for ever and ever. Am en. Forgive m e, I will wait for you at nine. I t is so lat e, I can not im agine t hat you will be here at nine. Please, com e back. I can not wait t ill nine 237 t oday. Wit h m y eyes full of Carpaccio I im agine t he rest of t he world and t his world full of wat er. I f you were a sad person, as m yself, I would die in your arm s, if you want . I would be an assassin wit h blood in m y hands. I would kill wit hout knowing who or knowing what crim e has com m it t ed t he person I killed. Only a m urder before dying. I would pray for hours and hours during all t he rest _of m y life looking at your pict ures, t he pict ures of Raphaél, his port rait s of children. Arrodillada rezo. ¿Alguien, con desesperanza, rezó t ant o com o yo? No lo creo. El ret rat o de un t igre, con una m uj er pálida, en el fondo del follaj e, donde m uero por ver un color de cielo at ardecido. I would love your gardens and your flowers and every person t hat loves you like I do. Every t hing can t ake you away from m e: eyes, arm s, words, lies, a bench wit h flowers, m y real self, a drink, a sad t hought , hist ory, t he sea, t he waves, t he eart h, t he st ars, t he glass, Venice, only Venice. No est oy aquí. Podría m orir hoy m ism o, no conocer a nadie ni a m í m ism a. ¿Qué soy? Ni siquiera una horm iga. Cuánt as vent anas, nunca las cont aré, porque m is oj os se pierden de t ant o m irarlas. ¿En cuál aparecerás riendo o llorando o t an serio que serás ot ra persona? Cuánt as vent anas dan a m i cielo t u luz, cuánt as colum nas oj ivales. Los barcos; el que prefiero t iene velas y lo vi en una nube inm ensa, de la t arde; quise acercarm e, se alej ó; quise seguirla, desapareció. Los barcos de m i infancia aquí est án. ¿Saldrán? ¿Cuándo? Cuando no piense en ellos... Si no llegas a las siet e m e m uero, y vos llegarás sin saber que he m uert o t an delicadam ent e que nadie lo advirt ió. Una perspect iva com o un espej o sin t érm ino y sin preocupación. Te adoro, Venecia. Quiero m orir de noche. De noche nada se ve, ni la m uert e ni el color de los oj os, ni el color de la esperanza, ni el color del olvido. Quiero oír el cant o de t us ruiseñores y que el rocío caiga com o ot ro cant o y darm e ent era a la t arde. Es t an fácil decir adiós, sin decirlo, m over la m ano apenas y m irar para ot ro lado, sin apuro, y caer al suelo y desaparecer para el m undo. Madonna della Salut e, m íram e piadosam ent e. ¿Cóm o es la piedad? En la com isura de los labios se arquea suavem ent e una línea apenas percept ible. Por hoy solam ent e el gust o de los higos m aduros y de las ciruelas, sin vos no exist en. ¡Ah! prim avera m ueres con la rosa, t u j uvenil y dulce m anuscrit o se cierra, el ruiseñor cant a ent re las ram as. ¡Ah! Cuándo y dónde de nuevo se fue. Si no vuelvo, no t e asust es. Est aré en el aire, siem pre, com o un recuerdo, y baj aré y subiré, y baj aré de nuevo com o la espum a. Déj am e m irart e, im agen de 238 m i alm a, un día llegaré a conocert e com o conozco t u am or o t u m irada, t u enoj o o t u gracia. Y aquí m e det engo para m irart e. Qué pena t engo de no ser lo que pude ser, ot ros días. Redim ida por lo m enos una vez. Bast a una vez. Y aquí avanzo con la velocidad de una t ort uga que espera, sin esperar una t orm ent a. ¡Sálvam e con t us brazos de agua una vez! Y para siem pre soñaré con vos en las largas noches de m i exilio. Y aquí en el agua m e m uero sin esperanzas de encont rar algo m ej or que el agua, soy una exiliada. The only t hing I love, A.B.C. " t he rest is lies" . Y aquí m e quedaré com o un ángel que vive de los ot ros, que vive de un m undo aj eno, incom prensible. Para siem pre un barco perdura, navega, llega, no llega, se acerca, así es la vida. El barco se alej a, pero yo nunca t engo m ás de m il rem os que vuelven a llevar al punt o de part ida. No volveré. ¡Que no m e esperen! . No hay diferencia ent re el viej o y el niño. El viej o y el niño son iguales. Quisiera escribir un libro sobre nada. FI N 239