Cultura, educación, aprendizaje y desarrollo personal
M. Miras e E. Onrubia
De acuerdo con las tesis vygotskyanas, el reconocimiento del carácter específicamente social y cultural del comportamiento humano como elemento particular y diferenciador de nuestra especie supone, desde nuestra perspectiva, el punto de partida más adecuado para avanzar en la resolución del complejo problema de las relaciones entre desarrollo personal y educación.
Parece difícilmente cuestionable, en efecto, que el medio más importante en el desarrollo personal es el medio humano, el medio social, y no el medio físico o material. Ello no implica que los objetos o los estímalos físicos no sean importantes en el comportamiento o el desarrollo humanos, sino que la relación que los niños establecen con los objetos está en gran parte mediada por la intervención de los adultos (a veces de manera directa, inmediata, y a veces de manera indirecta, mediata, como cuando los adultos deciden qué objetos van a dejar al alcance del niño y cuáles no), intervención que tiene, en buena medida, un componente de carácter social y cultural; así por ejemplo, los objetos que los adultos consideran adecuados y dejan al alcance del niño varían de unas culturas a otras y de unos momentos históricos a otros. En este sentido, resulta plausible sostener que el desarrollo humano tiene lugar en interacción con un medio social y culturalmente organizado, que difícilmente cabe calificar de “natural”.
Las prácticas educativas como contextos de desarrollo
Desde este planteamiento, la interacción del ser humano con el medio en que se desarrolla está mediatizada por la cultura desde el mismo momento del nacimiento, y los padres, los educadores, los adultos y en general las personas que rodean al niño actúan desde el principio como agentes de esta mediación. A partir de las múltiples oportunidades que se le presentan de establecer relaciones interpersonales con estos agentes mediadores, el ser humano puede llegar a desarrollar los procesos psicológicos superiores. De acuerdo en este punto con las tesis vygotskyanas, estos procesos aparecían en primer lugar en la vida de las personas en el ámbito interpersonal o intermental, sufriendo por tanto las consecuencias de la mediación cultural. El crecimiento personal es, así, el proceso mediante el cual las personas hacen suya la cultura del grupo social al que pertenecen. El desarrollo de las distintas capacidades psicológicas que les permiten interpretar el medio físico y social, actuar en él y elaborar la propia identidad personal estaría, pues, fuertemente vinculado al tipo de patrones culturales dominante en su entorno, al tipo de prácticas sociales en que se plasman esos patrones y al tipo de aprendizajes específicos realizados en el marco de dichas prácticas.
Estas afirmaciones resultan coherentes con una concepción del desarrollo humano como un proceso esencialmente plástico y abierto al aprendizaje; una concepción que se apoya justamente en las capacidades y características de nuestro equipo biológico como especie. Cuando avanzamos en la escala de complejidad de la vida biológica (reflejada en el desarrollo cerebral), la rigidez de la herencia se va atenuando y el código genético pasa de determinar de manera completa y rigurosa el comportamiento a eliminar fundamentalmente una serie de potencialidades y posibilidades de adquisición, dejando una cada vez mayor apertura al aprendizaje. En este sentido, el comportamiento se hace menos estereotipado y predecible a priori, ganando en plasticidad. En la especie humana, con un nivel considerable de desarrollo cerebral, la plasticidad, la apertura al aprendizaje y, en definitiva, la capacidad de adaptación al medio son las características más sobresalientes del comportamiento y del desarrollo.
Al mismo tiempo, las afirmaciones anteriores suponen adoptar una posición particular (también cercana a la apuntada a este respecto por Vygotsky) sobre las relaciones entre aprendizaje y desarrollo. En particular, supone rechazar la idea de que existen procesos evolutivos y procesos de aprendizaje químicamente puros y que, por tanto, las relaciones entre unos y otros sólo pueden entenderse en términos de subordinación de uno a otro tipo de procesos (subordinación del aprendizaje al desarrollo o subordinación del desarrollo al aprendizaje). Por el contrario, desde la perspectiva en que nos situamos, es imposible concebir un desarrollo personal correcto sin la realización de unos determinados aprendizajes específicos, e inversamente, la capacidad para desarrollar aprendizajes específicos depende del nivel de desarrollo personal alcanzado. Contraponer la realización de aprendizajes específicos a la promoción del desarrollo personal supone, desde esta perspectiva, un error, porque los dos aspectos están íntimamente entrelazados y son impensables el uno sin el otro.
Esta visión de las relaciones entre aprendizaje y desarrollo lleva a caracterizar este último como un proceso que no se agota en los cambios universales, resultado de la maduración orgánica del individuo y controlados más o menos directamente por los componentes más cerrados del código genético. Implica más bien considerar que los procesos de desarrollo incorporan diversos tipos de cambios, en la dirección propuesta por Vygotsky a partir de la distinción entre la línea natural y la línea social y cultural del desarrollo.
Pese al innegable valor heurístico de esta conceptualización del desarrollo, es cierto que, hoy por hoy, una definición y explicación más precisa de este proceso choca con una serie de dificultades y lagunas que conviene considerar. En nuestra opinión, por ejemplo, la caracterización de la línea natural del desarrollo propuesta originalmente por Vygotsky puede considerarse como excesivamente restrictiva y debe ser revisada, incluyendo no sólo elementos ligados a la maduración biológica y al desarrollo neurofisiológico, sino también regularidades como las descritas por Piaget en relación al desarrollo cognitivo, o también determinadas preadaptaciones a la interacción social puestas de manifiesto por los autores de inspiración ecológica y por la psicología del procesamiento de información. De la misma manera, y en lo referente a la linea social y cultural, estamos lejos de disponer de una visión articulada e integrada de lo que Vygotsky denominaba las funciones psicológicas superiores (la tradicional escisión en la investigación psicológica entre los aspectos cognitivos y afectivos de la conducta es un buen ejemplo a este respecto). Igualmente, la especificación de las relaciones entre los distintos tipos de cambios que forman el desarrollo humano y de la interconexión e influencia mutua entre sus respectivos factores explicativos se mantiene como uno de los problemas pendientes más complejos en nuestra comprensión del desarrollo, más allá de las afirmaciones generales sobre el carácter unitario y global del desarrollo, o sobre el carácter esencial de la interacción entre factores genéticos e influencias ambientales en los procesos de cambio evolutivo.
En este marco, las reflexiones actuales sobre el concepto de cultura y sus implicaciones en el desarrollo permiten avanzar, a nuestro juicio, un poco más en la comprensión del impacto del entorno en dicho proceso. Las culturas, entendidas en el sentido amplio que los antropólogos otorgan al término, suponen, en esta perspectiva, formas de organización específica del medio en función de la experiencia acumulada por los diferentes grupos sociales. Las distintas culturas se estructuran a través de prácticas culturales, es decir, secuencias de actividades recurrentes, orientadas hacia determinadas metas, que comportan la utilización de ciertos tipos de tecnología, ciertos sistemas de conocimientos y determinadas actividades específicas. Mediante la organización de estas prácticas culturales, las diferentes culturas modulan de manera decisiva los procesos de desarrollo de sus miembros, estructurando, organizando y apoyando explícitamente las acciones posibles de los sujetos y los aprendizajes específicos que pueden realizarse. Así, por ejemplo, las culturas promueven la aparición o no de determinados entornos específicos de resolución de problemas (se posibilita o no que los niños participen en actividades de caza o en actividades de lectura, por ejemplo); organizan la frecuencia con la que se produce una determinada clase de acontecimientos (cuántas veces se va a cazar o cuántas veces se lee, por ejemplo); determinan la aparición simultánea de ciertos acontecimientos (como el uso combinado de determinados tipos de instrumentos); regulan el nivel de dificultad de las tareas, impidiendo o restringiendo determinados tipos de errores o fallos (se controla y gradúa la utilización de instrumentos considerados peligrosos como un cuchillo o un hacha, por ejemplo).
En el marco de esta estructura, las culturas ayudan específicamente a los nuevos miembros del grupo a dominar los saberes de todo tipo que se consideran relevantes para participar activamente en las diversas prácticas; incluyendo la utilización de los sistemas simbólicos de mediación. El conjunto de formas de ayuda mediante las cuales un grupo social trata de asegurar que sus miembros adquieran la experiencia cultural socialmente elaborada e históricamente acumulada de dicho grupo es, precisamente, lo que denominamos educación. Las prácticas educativas pueden conceptualizarse, entonces, como auténticos contextos de desarrollo personal. Por “contextos” entendemos determinados patrones organizados de actividades, roles y relaciones interpersonales, enmarcados habitualmente en un cierto escenario físico, en los que participan las personas en desarrollo (Bronfenbrenner, 1987). En tanto que contextos de desarrollo, las prácticas educativas (en la familia, en la escuela, en el trabajo, en el tiempo libre...) hacen posible que los niños observen y se incorporen a patrones de actividades, roles y relaciones progresivamente más complejos, conjuntamente o bajo la guía directa de otros más expertos, así como que las practiquen más adelante de manera autónoma. De este modo, los niños y niñas pueden aprender y apropiarse de los saberes y destrezas imprescindibles para su desarrollo.
Las prácticas educativas, por tanto, se convierten en el puente básico entre la cultura y los procesos de aprendizaje y desarrollo: mediante determinadas actividades y prácticas educativas, las culturas ayudan a los individuos a adquirir nuevos aprendizajes específicos y, a través de ellos, a acceder a determinadas capacidades y competencias psicológicas. Con ello, la educación se configura como una pieza clave en el proceso de desarrollo personal, un factor determinante del mismo, sin cuya intervención el desarrollo y el crecimiento humanos, tal como los conocemos, no serían posibles.
De la educación al desarrollo: mecanismos sociales de ayuda para la promoción del desarrollo en la interacción educativa
El esquema explicativo que acabamos de presentar justifica la afirmación de que el papel de la educación es el de generar y crear desarrollo. Sin embargo, y de acuerdo con el carácter activo y constructivo del sujeto humano en sus procesos de aprendizaje y desarrollo (siguiendo en este punto tanto a Vygotsky como a Piaget, entre otros muchos), la educación sólo puede cumplir adecuadamente este papel si se apoya en el nivel de desarrollo previamente existente para facilitar la construcción de nuevos aprendizajes y capacidades. Dicho en términos vygotskyanos, la educación, para ser promotora de desarrollo, debe siempre tomar en consideración el nivel de desarrollo efectivo en que se encuentra la persona para crear Zonas de Desarrollo Próximo que permitan al sujeto ir más allá de ese nivel, ya sea a través de la interacción social directa (“cara a cara”) o una interacción de carácter mediato (a través de formas de influencia indirectas como la selección y disposición de las prácticas culturales y las tareas a que nos hemos referido anteriormente).
Algunas nociones y constructos teóricos propuestos por diversos autores permiten especificar algo más los procesos y mecanismos a través de los que puede producirse este proceso de creación, asistencia y avance a través de las Zonas de Desarrollo Próximo, así como las caracteristícas de la actuación de los adultos y las niños (en general, las personas que actúan como agentes educativos y los sujetos en desarrollo) en tales Zonas. El punto central de todos ellos es la consideración de la calidad de la interacción educativa, es decir, la forma específica en que proporciona y combina ayudas y soportes al sujeto en desarrollo como elemento clave para posibilitar, en términos de Palacios, Coll y Marchesi (1990, p. 376), “la transformación de la educación en desarrollo”. Una breve referencia a dos de estas nociones, particularmente ilustrativas, a nuestro juicio, del trío de procesos y mecanismos sociales de ayuda que pueden permitir la promoción del desarrollo mediante la interacción educativa, nos permitirá profundizar algo más el esquema explicativo general sobre las relaciones entre educación y desarrollo personal propuesto hasta el momento.
La primera de estas nociones, ya clásica, es la metáfora del “andamiaje”, propuesta originalmente por Wood, Bruner y Ross (1976). Planteada inicialmente como una descripción idealizada de las características de la actuación estratégica más eficiente de un tutor para conseguir resolver conjuntamente una tarea compleja con un niño pequeño en situación de interacción diádica, la metáfora del andamiaje puede extenderse para definir un tipo complejo de actuación de ayuda de los adultos o agentes educativos a los niños o sujetos en desarrollo, delimitado por tres grandes rasgos:
Permitir al niño/aprendiz insertar su propia actividad desde el inicio mismo en el marco del conjunto global de la tarea a realizar, haciendo que asuma algún tipo de responsabilidad al respecto, incluso si tal responsabilidad debe ser, en un primer momento, muy reducida y parcial, y aunque el nivel inicial de competencia y conocimiento del aprendiz en relación a la tarea sea muy bajo; se trata, en definitiva, de aprovechar el hecho de que el aprendiz puede participar en la situación sin necesidad de comprenderla de manera completa, “protegido”, por así decirlo, por la organización y la estructuración de la misma que puede hacer el adulto/experto.
Ofrecer un conjunto de ayudas y soportes “contingentes” al nivel de competencia del aprendiz, es decir, ayudas más importantes cualitativa y cuantitativamente cuanto menor es el nivel de competencia del aprendiz, y paulatinamente una menor ayuda cualitativa y cuantitativa conforme se incrementa dicha competencia; ello implica que el adulto/tutor esté realizando una evaluación constante del nivel de competencia del niño/aprendiz, observando y valorando sus acciones a lo largo del proceso.
Retirar las ayudas y soportes ofrecidos de forma progresiva, a medida que (y promoviendo que) el aprendiz vaya asumiendo mayores cotas de autonomía y control en el aprendizaje, hasta desaparecer por completo y posibilitar la actuación independiente del aprendiz al final del proceso; en otros términos, se trata, por parte de adulto/experto, no sólo de asegurar la resolución de la tarea, ni siquiera únicamente la resolución compartida, sino una forma de resolución compartida que posibilite la progresiva autonomía del niño/aprendiz en futuras resoluciones de la tarea.
Estos tres rasgos suponen un conjunto de formas específicas de ayuda y apoyo por parte del adulto/tutor: atraer el interés del niño/aprendiz hacia la actividad, simplificar la tarea en pasos y subpasos, mantener el objetivo final a lo largo de todo el proceso (tanto en términos cognitivos como motivacionales), ofrecer un modelo idealizado de las acciones a realizar, señalar discrepancias críticas entre la actuación del niño/aprendiz y ese modelo, controlar la frustración y el riesgo en el proceso de resolución de la tarea, etc. Pero sobre todo, implican que esas ayudas se combinan e interrelacionan entre sí de acuerdo con determinadas características, que son las que permiten avanzar al niño/aprendiz más allá de su nivel de partida.
La segunda de las nociones que queremos apuntar es más reciente, y supone proponer un mecanismo general que describa la forma en que los adultos orientan y apoyan el aprendizaje y el desarrollo personal en las situaciones cotidianas. Se trata de la noción de “participación guiada”, propuesta y desarrollada por Rogoff (1986, 1990). Para esta autora, los procesos de avance y asistencia en las Zonas de Desarrollo Próximo que promueven el desarrollo como procesos de participación guiada comportan cinco características generales:
Proporcionan un puente entre las habilidades o información familiares para el niño o aprendiz y las habilidades o informaciones necesarias para resolver los nuevos problemas que se le plantean; los adultos o compañeros más expertos ayudan al niño a encontrar conexiones entre lo ya conocido y lo necesario en las nuevas situaciones, asegurando un punto de partida básico para éstas.
Ofrecen una estructura para organizar los procesos de resolución de problemas; los adultos o compañeros más expertos estructuran las áreas deter-minando el problema a resolver, el objetivo, y la manera de hacerlo subdividiéndolo en objetivos más manejables.
Implican la transferencia de responsabilidad en la gestión de la resolución de problemas; el niño/aprendiz toma, en los procesos de participación guiada, un rol cada vez más importante en la resolución de los problemas, tanto en términos “microgenéticos” (en la resolución puntual de tareas y situaciones específicas) como de manera global en el curso general del desarrollo, hasta llegar a la resolución independiente de las situaciones.
Suponen la participación activa tanto del niño-aprendiz como del adulto o compañero más experto; la insistencia en la aportación conjunta de adulto y niño y la gestión compartida del proceso es una caracteristica específica de la noción de participación guiada.
Pueden implicar formas de instrucción no sólo explícitas sino también tácitas, particularmente a través de la organización e interacciones cotidianas entre niños y adultos; la guía tácita del adulto al niño puede manifestarse a través de formas de comunicación de información y ofrecimiento de ayuda en el contexto de situaciones prácticas de actividad diaria -vs. situaciones explícitas de instrucción- y también en aspectos de la relación adulto-niño que no implican interacción directa: estructuración de situaciones para el niño, selección de actividades y materiales con los que entrará en contacto, propuesta de modelos...
Estas cinco características, a la vez que retoman muchos de los elementos presentes en la noción de andamiaje, apuntan algunos rasgos adicionales que les confieren, a nuestro juicio, un particular interés para la discusión que nos ocupa. Así por ejemplo, a partir de su insistencia en las formas más distales y tácitas de ayuda educativa, la noción de participación guiada permite incorporar adecuadamente a la explicación de la manera en que la educación genera o crea desarrollo la influencia de situaciones que no suponen interacción social directa cara-a-cara como, por ejemplo, los momentos en que el niño interactúa aisladamente con los objetos, o también mecanismos como el aprendizaje por observación o el modelado. Igualmente, la importancia que atribuye Rogoff a la actividad del niño en el proceso permite incorporar a su explicación muchos de los conocimientos recientes que la psicología del procesamiento de información o la perspectiva etológica han elaborado respecto a las aportaciones que los niños realizan, a partir de sus “pre-equipos” básicos, en sus procesos interactivos con los adultos. Por último, la noción de participación guiada supone apelar explícitamente a los procesos de comunicación y de elaboración por parte del aprendiz de significados (representaciones sobre la realidad) cada vez más cercanos a los que manejan los adultos o miembros más competentes, y más cercanos a los proporcionados por la cultura a la que pertenecen. En términos de la propia Rogoff:
Por debajo de los procesos de participación guiada se encuentra la intersubjetividad: la posibilidad de compartir focos de atención y propósitos entre los niños y sus compañeros más expertos (...). A partir de la participación guiada, que implica la comprensión compartida y la resolución compartida de problemas, los niños se apropian de una comprensión de los problemas cognitivos de su comunidad y de una capacidad de enfrentarse a ellos cada vez más avanzadas. (Rogoff. 1990, p. 8.) (La traducción es nuestra.)
Sin embargo, y pese a su indudable relevancia, nociones y constructos como los de andamiaje y participación guiada (y otros que se han propuesto en términos similares por parte de distintos autores), no agotan aún la explicación de las relaciones entre educación y desarrollo personal. En otros términos, no nos permiten aún, pese a la información que aportan, una comprensión completa y detallada de las formas “finas” en que los procesos educativos crean desarrollo en las diversas situaciones y sobre los múltiples contenidos implicados en el desarrollo. A este respecto, dos tipos de cuestiones permanecen abiertas en gran medida y pueden considerarse, a nuestro juicio, ámbitos prioritarios de trabajo e investigación. Por un lado, parece necesario ampliar nuestra comprensión de los factores responsables de la promoción de desarrollo en la interacción educativa, en la línea de las nociones y constructos que acabamos de presentar. Dimensiones como la continuidad y persistencia a lo largo del tiempo de las influencias educativas, o un determinado tipo de implicación afectiva y emocional por parte del niño y del adulto basada en el interés, la confianza, la seguridad y la aceptación mutuas, y otros que probablemente nos son aún desconocidos, deben incorporarse o integrarse al conjunto de esa comprensión. Por último, parece necesario profundizar en el análisis especifico de los distintos tipos de prácticas educativas y de sus características diferenciales como contextos de desarrollo, así como avanzar en la comprensión del modo en que actúan los distintos factores y mecanismos en cada uno de esos tipos de prácticas y en los distintos contenidos que se encuentran implicados en el desarrollo personal.
La organización social de la educación: practicas educativas y desarrollo humano
Este capítulo supone una recapitulación de contenidos ya trabajados pero necesarios para abordar el análisis de algunas prácticas educativas concretas. En primer lugar, consideraremos el carácter social y socializador de la educación en el contexto de sus relaciones con los procesos de desarrollo y aprendizaje. A continuación, nos centraremos en la caracterización de las prácticas educativas, atendiendo de manera prioritaria a las que son propias de las sociedades desarrolladas.
La naturaleza social y la función socializadora de ia educación
Tal como ha quedado establecido en la segunda parte, el desarrollo de las personas se debe a la interacción entre el bagaje biológico-hereditario y el bagaje cultural propio del grupo que acoge al ser humano, cuya responsabilidad recae, en primera instancia, en sus cuidadores más próximos y, en una dimensión más amplia, en las instituciones, los valores y la organización social del grupo.
La criatura humana llega al mundo con una herencia y un calendario madurativo. Su código genético es notablemente abierto y fija poco o muy poco lo que constituirá su comportamiento. Los aspectos hereditarios marcan más posibilidades y limitaciones que materializaciones concretas. Estas dependen tanto de la oportunidad de aprender y de las experiencias que se les presentan, como de aquellas en que se les permite participar dentro de los márgenes en que se mueve dicha participación.
De esta manera entendió Vygotsky (1979) el desarrollo, como la encrucijada entre la línea natural del desarrollo (configurada por aspectos de carácter hereditario y las regularidades en el calendario madurativo) y la línea cultural del desarrollo, que constituye una auténtica herencia cultural mediante la cual los aprendizajes realizados por una generación pueden transmitirse, ser reinterpretados y profundizados (aunque también obviados) por la generación posterior. Para este autor, esta línea, de evidente naturaleza social y cultural, es la responsable de la aparición de los procesos psicológicos superiores propios de los humanos.
De este modo, los miembros de la especie humana aprenden los rasgos característicos de las personas: el uso del lenguaje como medio de comunicación y herramienta de pensamiento; la regulación y control progresivo de la conducta, los sentimientos y las emociones; la competencia social; el sentido de individualidad y, al mismo tiempo, de pertenencia y vinculación a diversos sistemas y grupos sociales... y un largo etcétera. Se trata de aprendizajes inseparables de los procesos de socialización, de culturización social, de interacción con los otros; de aprendizajes que se realizan en el contexto de las relaciones sociales: en la familia, en la escuela, con el grupo de iguales, a través de los medios de comunicación, etc.
En relación con el nuevo miembro que se integra, todos estos grupos, instituciones, sistemas, tienen diversas finalidades encaminadas a satisfacer determinadas necesidades básicas de los individuos: de subsistencia, de afecto, de compañía y de amistad, de autoestima... y cada uno prioriza unas sobre otras. Ahora bien, todas tienen un punto en común: ayudar al individuo a asimilar diversas parcelas de la cultura de su grupo.
A través de las experiencias educativas que posibilitan (experiencias diversas, relativas a contenidos diversos y con grados diferentes de sistematización, con finalidades más delimitadas o difusas), este individuo se convierte en un miembro activo y participativo de su grupo, a medida que va compartiendo su cultura. Al mismo tiempo, los aprendizajes que realiza, porque así se lo permiten las experiencias en que se ve inmerso, constituyen el motor a través del cual se desarrolla en todas sus capacidades (afectivo/relacionales, de equilibrio personal, de inserción social, cognitivas y motrices). Podemos entonces afirmar que gracias a los aprendizajes que le posibilitan las diversas experiencias educativas, se irá configurando como una persona que comparte con los otros determinados y fundamentales aspectos, pero que es única e irrepetible, porque también son únicos los contextos específicos en que vive e idiosincrásica la manera que tiene de apropiarse de los mecanismos culturales.
Así, como ya quedaba establecido en la segunda parte, el concepto de desarrollo humano es inseparable del concepto de cultura. Esta determina en buena parte lo que somos, quiénes somos y cómo nos relacionamos. El proceso de desarrollo es el proceso mediante el cual el ser humano hace suya, incorpora (y se incorpora a) la cultura del grupo al que pertenece, hecho que explica que sus capacidades, en todos los ámbitos, se concreten de manera estrechamente vinculada a los aprendizajes específicos que ha debido realizar, a las relaciones que ha tenido que construir y a la imagen que, a lo largo de estas construcciones, ha podido componer a propósito de sí mismo.
Por otro lado, lo que consideramos “desarrollo” es también una construcción social y cultural. Como ha señalado Rogoff (1993), sociedades más o menos tecnificadas y sofisticadas poseen ideas diferentes respecto de lo que significa alcanzar las metas máximas del desarrollo y, consecuentemente, estructuran y organizan situaciones y relaciones que permiten este logro. Todas las sociedades educan a sus miembros, en la medida en que,
los grupos sociales ayudan a sus miembros a asimilar la experiencia culturalmente organizada y a convertirse, a su vez, en miembros activos y en agentes de creación cultural, o lo que es lo mismo, favorecen su desarrollo personal en el seno de la Cultura del grupo, haciéndoles participar en un conjunto de actividades que, globalmente consideradas, constituyen lo que llamamos Educación. (Coll, 1987, p. 28.)
Con esta perspectiva, quedan claros las vínculos entre el desarrollo, el aprendizaje y la cultura, apareciendo la educación como la clave que explica estas relaciones. Es evidente la función socializadora de la educación, que nos permite conservar, compartir y profundizar en nuestra cultura, nos hace partícipes del conjunto de valores, normas, estrategias y conocimientos propios del grupo social que nos acoge. También es evidente su naturaleza social; educar supone la participación del aprendiz y la presencia, más o menos directa y vehiculada de diferentes formas, de alguien que puede enseñar aquello que en un momento dado se constituye como objeto de conocimiento que, naturalmente, también ha de estar presente y reconocible. La educación tiene una dimensión de relación social innegable. De la misma manera que está capacitada para organizar e institucionalizar, la educación es una creación social. En el siguiente capítulo, nos referiremos más concretamente a estos aspectos.
Prácticas educativas y ámbitos de educación en las sociedades desarrolladas
Como acabamos de exponer, todas las sociedades educan a sus miembros, y cada una dispone de los medios idóneos para que se alcancen las máximas cotas en lo que se considera desarrollo. Como se ha señalado en numerosas trabajos, en el caso de las sociedades más o menos desarrolladas, hay una diferencia fundamental en esta disposición. Muy a menudo, en estas sociedades, pueblos que viven de la caza, la pesca, de actividades artesanales, las habilidades necesarias para asegurar la subsistencia y competencia social de las personas se aprenden mediante la participación de los niños en las actividades de los adultos. Esta participación toma diferentes formas: desde la observación discreta y distante, hasta la interlocución directa con el experto; pero, en cualquier caso, el aprendizaje no se realiza en contextos diferenciados de aquellos en los que se da la conducta experta, es decir, contextos reales de actuación cotidiana.
Si nos fijamos en sociedades como la nuestra, caracterizada por un nivel de desarrollo científico y tecnológico muy sofisticado, nos daremos cuenta que, en ellas, las prácticas educativas han ido adquiriendo unos rasgos muy diferentes a los que acabamos de comentar. Desde muy pequeños, los niños comparten las experiencias vividas en otros ámbitos con la familia, a quien nadie niega su función formativa, pero en un sentido determinado, Se trata de actividades que tienen lugar en contextos específicamente creados con la finalidad de enseñar y aprender determinadas cosas, separadas de las actividades cotidianas y habituales. Aunque subsisten ámbitos de formación profesional donde se adquiere la experiencia necesaria pasando por diferentes fases: el aprendiz, el ayudante, el oficial de primera, el maestro (para ejercer como sastre o en el ámbito de la peluquerfa, por ejemplo). La progresiva sofisticación, los cambios impuestos por la tecnología y la producción a gran escala, han propiciado la creación de ámbitos educativos que sustituyen al aprendizaje más ligado a un contexto concreto donde se ha de mostrar el dominio, o bien lo reducen a un espacio de prácticas en un currículum formativo que concentra buena parte de sus esfuerzos en instituciones educativas.
Estas diferencias entre sociedades con diferentes grados de complejidad, que se concretan también en el ámbito de las prácticas educativas, tienen consecuencias muy importantes en todos los órdenes: antropológico, económico, tecnológico... Las tienen también desde el punto de vista psicológico, que es el que nos interesa aquí. Por un lado, la separación estricta entre actividades de adultos y actividades educativas comporta una prolongación del período infantil o, mejor dicho, del aprendizaje que en sociedades tecnificadas y desarrolladas como la nuestra, tiende cada vez más a alargarse indefinidamente: aprendemos intensamente durante un largo e importante período de nuestra vida; de hecho, nos dedicamos básicamente a aprender. Pero la necesidad de una formación permanente se formula, hoy en día, con mucha intensidad para ámbitos muy diferentes.
Por otro lado, en las sociedades occidentales, la creciente necesidad de formación para llegar a ser un miembro de pleno derecho en el grupo social al que se pertenece, multiplica tanto los ámbitos de formación como los esfuerzos que adultos y niños han de emplear en la adquisición de los conceptos, de los valores y de los procedimientos básicos de la cultura. Así se explica la prolongación de escolaridad obligatoria en todos los paises occidentales y la progresiva inclusión, en el currículum escolar, de contenidos que hasta hace muy pocos años estaban ausentes (pensemos, por ejemplo, en la informática o en la ecología). Pero todavía un apunte más: se plantea la necesidad de establecer vínculos y relaciones entre lo que se aprende en unos y otros contextos, entre la escuela y la familia, por citar el caso más obvio, así como la de “controlar” influencias educativas diversas y más difusas, como las que nos llegan mediante los medios de comunicación, que tanto pueden reforzar como contradecir los valores y principios que se intentan aportar a través de las prácticas educativas mejor establecidas.
Sin lugar a dudas, la educación es ciertamente un fenómeno complejo y comprender su impacto en el desarrollo de la persona obliga a tener en cuenta la globalidad de las prácticas educativas en que ésta se halla inmersa. A continuación, nos ocuparemos de las diversas prácticas educativas presentes en la sociedad occidental, para pasar después a preguntamos si cualquier escenario o ambiente en el que viven los niños y en el que se ponen en marcha determinadas prácticas educativas puede considerarse un contexto potencial de desarrollo.
Prácticas educativas diversas: caracterización y dimensiones de análisis
Hemos comentado que la educación, entendida en sentido amplio, es un fenómeno difícil de aprehender y que, en ningún caso, se reduce simplemente al efecto de escolarizar. Es un fenómeno complejo por las finalidades que persigue (desde nuestra óptica, cabe recordar la socialización e individualización progresiva) como por los medios de los que se dispone para lograrlos, medios que difieren en cada grupo social, por sus condiciones y por aquello que se considera “persona desarrollada” en cada uno.
Ahora bien, que sea un fenómeno complejo no impide que se intente conceptualizarlo. De hecho, encontramos diversos análisis, algunos de los cuales comentaremos a continuación. Trilla (1993), en una tradición compartida por otros autores que provienen del ámbito disciplinar de las Ciencias de la Educación, considera que es posible establecer tres categorías diferenciadas en lo que se denomina “universo tripartito de la educación”: educación formal, educación no formal y educación informal.
La educación formal designa los procesos específicamente y diferenciadamente diseñados en función de objetivos específicos de instrucción, dirigidos a la obtención de los grados propios del sistema educativo reglado (lo que normalmente entendemos por “escolarización”). El mismo autor considera que cuando se trata de procesos también específicos y diferenciados que persiguen unas finalidades de instrucción situadas al margen del sistema educativo (por ejemplo, educación del tiempo libre, educación de adultos en algunos de sus ámbitos), estamos hablando de educación no formal. Es conveniente observar que tanto en la educación formal como en la no formal hay una clara intencionalidad y un proceso organizado, más o menos planificado y sistemático que se pone al servicio de los objetivos que se persiguen.
Trilla se refiere también a la educación informal, que incluye aquellos procesos educativos que se producen de manera indiferenciada, y subordinada a otros objetivos y procesos sociales; aquellos en que la función educativa no es la dominante; aquellos que no poseen una especificidad. Son procesos en que la educación se produce de una manera difusa (muchos autores utilizan indistintamente las expresiones “educación informal” y “educación difusa”).
Ésta y otras clasificaciones son, sin duda, útiles desde el punto de vista estructural, y desde la perspectiva del estudio sistemático de la educación, principalmente en su dimensión de fenómeno social. Por consiguiente, como señala el mismo autor, no resulta fácil establecer con precisión la frontera entre la educación informal y las otras dos:
Según el primer criterio (intencionalidad del agente), todos los procesos intencionalmente educativos quedarían del lado de lo formal y no formal, y, consiguientemente, los no intencionales quedarían ubicados en el sector informal. Desde luego, es claro que la educación formal y la no formal son intencionales (...). Sin embargo, lo que resulta mucho más cuestionable es que toda la educación informal sea no intencional (...). El caso de la familia es especialmente significativo. La mayor parte de autores sitúen a la familia en el marco de la educación informal y, sin embargo, es obvio que no cabe aducir que los padres siempre que actúan educativamente lo hacen sin intención de educar. (Trilla, 1993, pp. 25-2.).
En realidad, la precisión respecto a la educación que se recibe en la familia se puede hacer extensiva a otras prácticas educativas: en la escuela, donde se aprenden muchas más cosas de las previstas por el currículum oficial; a través de los medios de comunicación, que a veces contribuyen a la obtención de un título propio del sistema educativo.
Añadiremos, además, que utilizar como criterio diferenciador de la educación formal y no formal el hecho que se dirijan o no a la “provisión de grados del sistema educativo reglado”, siendo legítima y útil desde un punto de vista estructural y sociológico, es menos pertinente desde un punto de vista psicoeducativo, considerando que las características de los procesos que ambas implican pueden ser muy similares. En cualquier caso, la distinción (y la dificultad de establecerla) ayuda a mostrar el amplio abanico de situaciones al que nos referimos cuando hablamos de educación, así como de sus similitudes y diferencias.
Desde la perspectiva de la psicología de la educación, y a partir de las relaciones que hemos postulado entre cultura, aprendizaje, educación y desarrollo, lo que nos interesa es caracterizar los contextos en que estos constructos aparecen indisolublemente vinculados, contextos de desarrollo porque, mediante las experiencias educativas que proporcionan, estimulan el aprendizaje, la apropiación personal de la cultura, que ha creado también los propios contextos. Puede parecer un tanto complejo, pero esta complejidad responde a la realidad de los hechos.
Scribner y Cole (1982) hablan de la “educación formal de la escuela”, de la “educación formal en contextos no institucionales” y de la “educación informal”, conceptos que se complementan parcialmente con los utilizados por Trilla (1993), pero que los autores utilizan para delimitar formas de educación que posibilitan sistemas de aprendizaje diferentes, y que pueden tener repercusiones cognitivas para sus destinatarios. Este trabajo, que podemos considerar clásico, pone el dedo en la llaga del problema de la discontinuidad que, a menudo, se establece entre los diversos contextos educativos de los que participa el niño y reclaman una visión amplia de la educación, que no ignore el papel de la familia o de otros ámbitos educativos no escolares (algunos de estos aspectos serán retomados en el cuarto capítulo, “La educación escolar y sus relaciones con otras prácticas educativas”).
Miras (1991), a partir de los trabajos realizados en el ámbito de la antropología y, en el terreno psicológico, por autores que se incluyen en la corriente de la psicología cultural (el ya comentado de Scribner y Cole, 1982; Cole y Wakai, 1984), considera que, aún teniendo en cuenta las importantes variaciones que existen en la forma de organizar la educación en diferentes grupos humanos, a las cuales ya nos hemos referido más arriba, hay algunos puntos en común.
De manera bastante general, el proceso de desarrollo de los críos se inicia en la familia, siendo los padres, a la vez, los primeros cuidadores y educadores. Es el primer contexto de desarrollo, que en todas las culturas se ve, más tarde o más temprano, progresivamente ampliado. Los niños participan así en otros contextos y se interaccionan con otras personas en una diversidad de modalidades. Cole y Wakai (1984, citados por Miras, 1991) consideran la existencia de cuatro grandes ámbitos educativos en las sociedades desarrolladas:
La educación familiar.
La escolarización (en todos sus niveles).
La educación profesional (programas de educación profesional suplementaria, de reciclaje laboral, etc.).
El ámbito que los autores denominan “School education”, que incluye la formación de adultos, cursos y seminarios organizados por instituciones diversas... (estos programas formarían parte de lo que Trilla [1993] considera “educación no formal”, y serian asimilables a lo que, en ocasiones, se designa como “animación sociocultural”).
Probablemente porque los autores distinguen “ámbitos educativos” y no se ocupan de los “medias” a través de los cuales la educación se difunde, Cole y Wakai no contemplan la influencia educativa de los medios de comunicación. Actualmente, sin embargo, es ampliamente aceptada la idea de que los medios de comunicación son medios muy potentes de educación (fundamentalmente informal pero no exclusivamente, ya que algunos de sus programas formarían parte del universo no formal o de otros universos, incluido el formal).
Lógicamente, no todos estos ámbitos tienen la misma naturaleza, universalidad (dentro de un mismo grupo social), ni el mismo impacto en la vida de las personas. No todos son igualmente importantes desde la perspectiva de la psicología de la educación, ni tenemos el mismo grado de conocimiento respecto de cada uno.
Resulta evidente, por ejemplo, que en la actualidad sabemos muchas más cosas del ámbito de la educación escolar que de los otros; también es cierto que éste y el ámbito de la educación familiar, por su carácter “general” en las sociedades desarrolladas, por las finalidades que tienen atribuidas y por las posibilidades de aprendizaje que tienen los niños mientras viven y participan de ambos contextos, tienen una significación psicológica diferente de los otros, y no por ello dejan de ser menos importantes. Como veremos, la “agenda” de la psicología de la educación, que se ha ido ampliando progresivamente, incluye todos estos ámbitos, así como otros que no aparecen en la descripción de Cole y Wakai. Aunque son diferentes, como acabamos de señalar, nos interesa remarcar dos aspectos.
En primer lugar, en cada uno de los diferentes ámbitos propuestos, la persona en desarrollo entra en contacto con parcelas específicas de su cultura y con otras personas que, de maneras diferentes, la ayudan a acercarse a ellas. Se transforman, por lo tanto, en “intermediarios culturales”, cuya responsabilidad es evidente, desde la perspectiva en que nos situamos. Siguiendo a Bronfenbrenner (1987), podemos considerar que cada uno de ellos configura un microsistema:
Un microsistema es un patrón de actividades, roles y relaciones interpersonales que la persona en desarrollo experimenta en un entorno determinado, con características y materiales particulares.
Un entorno es un lugar en el que las personas pueden interactuar cara a cara fácilmente, como el hogar, la guardería, el campo de juegos y otros. Los factores de la actividad, el rol y la relación interpersonal constituyen los elementos o componentes del microsistema.
A continuación, veremos qué condiciones ha de cumplir un microsistema para convertirse en un contexto de desarrollo. Antes, sin embargo, analicemos la segunda consideración que habíamos anunciado: e! hecho de que el desarrollo, entendido en su doble faceta de socialización e individualización, no se da en uno sino en diversos micosistemas. Nos educamos, vivimos en diferentes contextos y, en ellos, participamos de experiencias educativas diversas. ¿Qué es lo que los hace diferentes, más allá de lo estrictamente visible y fenoménico? Algunos datos nos pueden ayudar a este análisis, aunque no son exhaustivos ni se encuentran exentas de dificultad en su definición y aplicación.
En cuanto a lo que podríamos considerar como “núcleo” de cualquier práctica educativa, es decir, el triángulo que tiene en sus respectivos vértices el aprendiz, el intermediario cultural y la parte de la cultura a la que, de manera más o menos intencionada, dirigen sus esfuerzos, vemos que pueden adoptar valores diversos:
En cuanto al aprendiz, éste puede tratarse tanto de un bebé como de un adulto experimentado, en todas las posibles variantes y fases. Esto esboza unas características específicas (capacidades, conocimientos y experiencias previas, intencionalidad, etc.) que influyen, sin duda, en el aprendizaje. Por otro lado, el aprendiz puede ser fundamentalmente aprendiz (alumno) o puede combinar este rol con otro: trabajador, madre, etc.
En lo que respecta al intermediario cultural, algunas características importantes pueden oscilar entre grados mínimos y máximos, pasando por todos los estados intermedios. Ello sucede con el grado de especialización para realizar la labor educativa (que podemos considerar mínima en un progenitor inexperto y máxima en un maestro experimentado); con el tipo de intervención, que puede ser muy directa o muy indirecta; con la conciencia de intencionalidad.
En cualquier campo de la cultura que se trate, puede oscilar entre lo que podemos denominar “cultura popular” (costumbres, formas de vida, valores e ideologías no sistematizadas ni organizadas en corpus de conocimiento) y los “conocimientos específicos” (disciplinares, cientificos, académicos, profesionales, tecnológicos..,).
En lo que afecta a las relaciones que se establecen entre el aprendizaje y el intermediario cultural en torno a la parcela de la cultura, pueden ser fundamentalmente diádicas o fundamentalmente grupales, y estar teñidas emocionalmente de grados e intensidad diversos,
Además de estas dimensiones de tipo interno, que afectan al núcleo o sistema primigenio de interacción, hay otras dimensiones de carácter más estructura/social que ayudan a distinguir las prácticas educativas en las que participan. Entre estas dimensiones, señalaremos las siguientes:
El alcance social de la práctica (en un mismo grupo social). Oscila entre las que pueden considerarse de alcance general (educación escolar obligatoria) y las de alcance específico (formación en un grupo de catequesis; formación en un grupo de boy scouts).
La organización, sistematización y control social de la práctica. Hay prácticas educativas totalmente y explícitamente regladas y expuestas a control público, como las propias del sistema educativo. Existen las que se encuentran sobre todo implícitamente normativizadas y con escaso control público, y las que se dan en la familia. Aun así, otras prácticas se encuentran prácticamente exentas de reglamentación y control externo (aunque puedan estar internamente muy normativizadas), como puede suceder con un grupo de recreo.
La diferenciación respecto a otras actividades presentes en el mismo contexto en que se da la educación. En este caso, las prácticas educativas pueden tener carácter definitorio por el contexto, y estar específicamente diferenciadas de otros contextos, como es el caso de la escuela, la universidad, etc. También podemos encontrar contextos donde las prácticas educativas se supeditan o conviven, siempre o con frecuencia, con otras finalidades, como pasa con la familia, donde la atención, el afecto pueden encontrarse por encima de finalidades educativas.
La institucionalización. Algunas prácticas educativas se llevan a cabo en instituciones creadas para esta finalidad. Otras, en cambio, intervienen en contextos cuya finalidad no es estrictamente la de educar.
El período temporal que alcanza la educación. En algunos casos es estable y se encuentra claramente determinado. En otros casos, es sumamente inespecífico.
Las diferentes prácticas educativas de nuestro grupo social en las que participamos poseen, en cierta medida, estas características, aunque a veces sea dudosa la atribución. En su conjunto, nos permiten entender sus características, su alcance y limitaciones y el grado en que se encuentran “participadas” socialmente. Nos dan una visión global de aquello que potencialmente permiten aprender y en qué condiciones. Pero, trazar los parámetros de las oportunidades que ofrecen a los individuos para interactuar entre ellos y la cultura, para desarrollarse, nos lleva a un análisis más interno, que iniciaremos seguidamente.
Las prácticas educativas como contextos de desarrollo
Hasta ahora, hemos estado considerando el papel de la educación para explicar las relaciones entre la cultura y el desarrollo individual. Nuestras reflexiones nos han llevado a concluir que la educación tiene múltiples formas y que éstas se despliegan no en uno, sino en diversos contextos en los que la persona vive y participa. Hemos podido identificar la presencia de lo que hemos denominado “núcleo primigenio de interacción” en las diversas prácticas educativas que recordamos a partir de la descripción de Cole y Wakai, así como otras variables de índole más social/estructural que nos permiten caracterizarlas. Queda ahora la cuestión crucial: ¿cuándo y por qué podemos considerar que el entorno en que se da una práctica educativa constituye un contexto de desarrollo? O formulada de otra manera: ¿en qué condiciones una práctica educativa llega a ser un contexto potencial de desarrollo para un crío?
Desde la perspectiva que hemos adoptado, los diversos contextos en que crecemos nos ponen al alcance, de manera más o menos intencionada, experiencias educativas mediante las cuales podemos ir aprendiendo elementos de la cultura popular y científica. Estas prácticas educativas promueven el desarrollo personal, porque el aprendizaje que realizamos es una construcción, una apropiación personal de alguien que existe objetivamente y que nos lleva a reestructurar el conocimiento de que disponemos.
Pero las nuevas posibilidades que permiten disponer de nuevos conocimientos, conceptos, procedimientos, estrategias, valores, normas... no terminan en el nivel cognitivo. Todo lo contrario, se amplían también las posibilidades de relacionarse con otros de manera constructiva, de insertarse de manera satisfactoria en grupos e instituciones sociales y contribuye, en definitiva, a verse uno mismo como una persona competente, a tener un autoconcepto positivo. En la medida en que el aprendizaje nos permite representarnos el mundo y a nosotros mismos, de manera cada vez más ajustada y compleja, en esta medida podemos decir que el aprendizaje es el motor de nuestro desarrollo.
Por lo tanto, conviene rechazar la idea de que cualquier contexto o cualquier práctica educativa que en él se ponga en funcionamiento tiene el mismo potencial de desarrollo para un crío; o que la misma práctica redundará en el mismo beneficio para dos críos diferentes. La importancia que damos a las experiencias que los otros ofrecen no nos ha de confundir, toda vez que el intermediario último del aprendizaje es el propio aprendiz. Su disposición, el interés que le despierta determinada propuesta, los medios que ha aprendido para apropiarse de nuevos conocimientos y para superar los retos que se le presentan, su autoestima.. son variables que intervienen de manera decisiva en aquello que podrá aprender y resolver, y en cómo interpretará los resultados de su actuación.
Así, no hemos de esperar una respuesta automática y preestablecida por una propuesta, sino, mejor dicho, una respuesta personal, fruto tanto de la propuesta como de la interpretación que de ella se puede hacer mediante las experiencias, disposiciones y conocimiento con que se aborda.
Dicho esto, que nos recuerda el importantísimo papel del aprendiz, podemos detenemos ahora a considerar las características de la propuesta, de la experiencia educativa que ofrecemos para que tenga potencial de desarrollo.
Bronfenbrenner (1985) considera que los diversos ambientes en que vive el niño (el autor habla en el artículo de referencia de la familia y de la escuela) han de cumplir dos condiciones complementarias para poder ser considerados contextos de desarrollo:
Posibilitar que el niño observe y pueda incorporarse a patrones de actividad progresivamente más compleja, con la ayuda y la guía de alguien más experto.
Posibilitar que el niño pueda implicarse en las actividades que ha aprendido con la ayuda de los otros pero, ahora ya, de forma independiente.
Únicamente cuando se dan estas condiciones, el microsistema funciona como contexto de desarrollo. Condiciones que, de otro lado, se corresponden perfectamente con el concepto de actuación en la Zona de Desarrollo Próximo, que ya ha sido revisado en la segunda parte, y que hace énfasis en cómo la interacción social o la relación intrasubjetiva permite la reestructuración a nivel intrasubjetivo y, por lo tanto, el progreso en la etapa de desarrollo. Bronfenbrenner otorga gran importancia, como vemos, a la actuación independiente y autónoma, que no supone la repetición mecánica de lo que se ha hecho anteriormente con ayuda de otros, sino, más bien, la comprensión profunda del proceso seguido y la posibilidad de contextualizarlo en nuevas situaciones.
Nos interesa remarcar que las condiciones de que habla Bronfenbrenner no se asimilan a una manen exclusiva y única de actuar. Al contrario, en nuestra opinión, una característica positiva de esta descripción radica en el hecho que permite introducir la diversidad de caminos a través de los cuales las personas aprendemos: lo hacemos porque nos implican con otros más expertos en la resolución práctica o en la negociación; porque nos ajustamos y, progresivamente, comprendemos las normas que regulan la vida y las relaciones. A veces, porque se nos aplican sanciones; porque somos capaces de explorar autónomamente objetos y situaciones; porque observamos e imitamos el comportamiento de otras personas. Además, frecuentemente todo esto aparece integrado: pensemos, por ejemplo, en la madre y el hijo que se disponen a hacer una tortilla juntos, o a ordenar una habitación, o a escribir en el ordenador, y veremos como a lo largo de la secuencia todas estas posibilidades aparecen, y son responsables de la progresiva competencia que demuestra el aprendiz.
De este modo, los contextos de desarrollo no se caracterizan por su rigidez, sino por su plasticidad; por la capacidad que tienen de dar entrada a las capacidades de los críos y significación a sus realizaciones, por el hecho que pueden poner los medios para “estirarlas” y favorecer la actuación autónoma. En esta perspectiva, el constructo de “participación guiada”, acuñado por Rogoff (1993), adquiere todo el sentido para explicar la actuación compartida, que puede tomar formas diferentes, pero que se orienta al desarrollo del niño en el sentido marcado por la cultura:
La participación guiada se presenta como un proceso en el que los papeles que desempeñan el niño y su cuidador están entrelazados, de tal mantra que las interacciones rutinarias entre ellos y la forma en que habitualmente se organiza la actividad proporcionan al niño oportunidades de aprendizaje tanto implícitas como explícitas. (p. 97.)
(...) es posible que la participación guiada esté ampliamente extendida por todo el mundo. Aunque existen diferencias culturales en relación con la forma en que se organizan las actividades de tos niños y la comunicación con ellos. Dichas diferencias se relacionan, sobre todo, con las metas del desarrollo —qué lecciones se deben aprender— y los medios que están al alcance de los niños, bien para observar y participar en actividades que tienen especial valor en esa cultura, bien para recibir enseñanza fuera del contexto específico de las actividades que exigen poner en práctica destrezas específicas (p. l49).
En definitiva, entonces, la potencialidad de las prácticas educativas que se estructuran en los diferentes contextos de desarrollo de los niños dependen del grado en que le faciliten el aprendizaje y el dominio autónomo de aquellos elementos de la cultura a que se refieren. Como ha señalado también Bronfenbrenner (1987), el desarrollo de una persona no depende sólo de las propiedades intrínsecas de los diferentes microsistemas en que este proceso toma cuerpo; depende en buena medida de las relaciones y los acuerdos que entre ellos pueden establecerse (debemos pensar, por ejemplo, en el caso de la familia y la escuela). Aunque los contextos educativos varían, la persona y su proceso de desarrollo son únicos. De aquí la importancia no únicamente de los microsistemas, sino también del mesosistema, que define las interrelaciones entre dos contextos en que el crío vive y participa activamente.
Ahora bien, tomar en consideración los contextos para explicar el desarrollo obliga, además, a tener en cuenta no únicamente aquellos entornos o contextos de los cuales se participa directamente, sino también aquellos en que se producen hechos que afectan al entorno más directo de participación. Bronfenbrenner habla del exosistema para referirse a estas fuerzas que afectan a lo que sucede en los microsistemas primarios (por ejemplo, el lugar y la naturaleza del trabajo de los progenitores; las relaciones que mantiene su maestro con el resto de miembros del claustro, etc.). Naturalmente, a un nivel más externo y estructural, los contextos de desarrollo de un niño se ven influenciados por el macrosistema, que se refiere ya a condiciones sociales, culturales y estructurales que determinan en cada cultura los rasgos generales de las instituciones, los contextos y que establecen unas características comunes entre ellos y diferentes de las que se pueden observar por las mismas instituciones en otras culturas.
Comprender el desarrollo, en una perspectiva ecológica, supone prestar atención a estos diferentes niveles que constituyen el “ambiente ecológico” en que las personas crecemos y nos hacemos miembros activos de nuestro grupo social. Por nuestra parte, estos contractos y otros a los que nos hemos referido anteriormente nos llevan a estudiar un poco más profundamente las características de las prácticas educativas que se ponen en marcha en determinados contextos y las de la educación que se conduce a través de medios específicos.
Las prácticas educativas familiares
Ignasi Vila
Desde los años 80, prácticamente todos los manuales de psicología evolutiva (Fontana, 1981, Sylva y Lunt, 1982, Fogel, 1984, Osofsky, 1987, Shaffer, 1989, Silvestre y Solé, 1993) incorporan en sus contenidos capítulos o apartados con el nombre de interacción adulto-niño, maternazgo, contexto familiar, teorías de los padres y pautas de crianza, etc. para explicar determinados aspectos del desarrollo humano. El énfasis en el estudio de las prácticas educativas familiares y sus implicaciones en las capacidades humanas está muy relacionado tanto con el empuje de la psicología cultural como de la perspectiva ecológica de Bronfenbrenner (1987). Sin embargo, una gran parte de estas investigaciones se han realizado desde una perspectiva evolutiva y no psicoeducativa. Es decir, se ha enfatizado el estudio de los mecanismos psicológicos generales implicados en la interacción como fuente de desarrollo y se ha prestado poca atención al estudio de los mecanismos de influencia educativa que operan en la familia. Por eso, una gran parte de los trabajos realizados se ha de asumir con prudencia ya que se presta al mismo tipo de problemas de aplicar —en el sentido de trasladar— principios psicológicos generales sobre el aprendizaje o el desarrollo a las aulas escolares. Solé (1997), desde una reflexión similar, concluye que:
aunque en los últimos años se han realizado numerosos esfuerzos para elaborar conocimientos y teorías especificas sobre las prácticas educativas familiares, hay que ser prudente y considerar que es un campo de investigación y de teorización incipiente, cuyos frutos, sin embargo, son prometedores» (1997:179).
En cualquier caso, pensamos que vale la pena sistematizar algunas de las ideas que han surgido desde dichos estudios e intentar discutirlas desde una perspectiva psicoeducativa. Para ello, analizaremos diversos trabajos que estudian las actividades que se realizan en el contexto familiar y sus implicaciones en el desarrollo infantil, las relaciones que existen entre las creencias de los padres y sus pautas de crianza, etc. Todo ello en un marco más amplio que intente aclarar las características y funciones de la familia con especial énfasis en la sociedad occidental. Por último, también nos referiremos a la relación entre las prácticas educativas familiares y otras prácticas educativas con especial énfasis en las prácticas educativas escolares.
Características y funciones de la familia
Tradicionalmente, la sociología ha abordado el estudio de las familias sobre la base de considerarlas como un sistema social con tres roles básicos: esposa/madre, marido/padre e hijo/hermano. Es lo que se ha denominado la familia nuclear como oposición a la familia extensa. De hecho, la inmensa mayoría de trabajos se han realizado en familias nucleares, aunque en los últimos años hay un interés creciente en el estudio de las familias extensas (Wilson, 1986; Doumanis, 1988).
Ciertamente, la familia nuclear es la norma en las sociedades urbanas occidentales, pero aún existen familias extensas y, evidentemente, éstas son la norma en otras partes del mundo. Así, frente al trío de roles básico descrito en la familia nuclear, la familia extensa está compuesta por otros muchos roles ya que acostumbran a vivir juntos o en un espacio cercano, tíos, abuelos, primos, nietos, etc. En este tipo de familia, la responsabilidad en el mantenimiento de la casa con todas sus funciones asociadas es compartida y, por tanto, los roles que se establecen en el seno del sistema son muy diferentes. Por ejemplo, en la familia extensa, el cuidado de las criaturas no toca exclusivamente a los padres biológicos , sino que es asumida por el conjunto de la comunidad. Igualmente, en la familia extensa, los conocimientos femeninos sobre el cuidado del propio cuerpo o del cuidado infantil son trasmitidos por las abuelas y las madres a las mujeres cuando se quedan embarazadas o van a tener una criatura o cuando la tienen.
Si bien, generalmente, la sociología distingue estos dos tipos de familia como sistema social desde el punto de vista de los roles que llevan asociados parece claro que, en nuestras sociedades, los cambios producidos en el sistema de valores y creencias han comportado cambios importantes en la propia familia nuclear. Así, fenómenos como el divorcio, la separación o la procreación por mujeres solas que constituyen una familia van en aumento y caracterizan, por lo tanto, otro tipo de familias y, sobre todo, formas de vida muy distintas para los niños y las niñas.
En concreto, en USA, en 1980, cerca del 50%, de las niñas y los niños pasaban bastante tiempo durante la semana en una casa con un único progenitor. Este fenómeno crece en las sociedades occidentales, incluida la sociedad española, y parece, al menos con los datos actuales, imparable. Roussel (1992), sobre la base de cuatro índices demográficos —fecundidad, cohabitación, divorcio y natalidad fuera del matrimonio—, distingue, en Europa occcidental, cuatro tipologías de familias.
CUADRO II
Tipología de las familias europeas según sus características demográficas
Grupo A sur
Grupo B oeste
Grupo C norte
Grupo D centro
Características discriminantes
F: baja
D: baja
C: baja
NFM: baja
F: baja
D: alta
C: baja
NFM: media
F: semialta
D: alta
C: alta
NFM: media/alta
F: muy baja
D: alta
C: media
NFM: baja
Países que corresponden a estos criterios
España, Italia, Grecia, Portugal
Francia, Noruega, Países Bajos, Reino Unido
Dinamarca, Suecia
Alemania, Austria, Bélgica, Suiza, Luxemburgo
F: fecundidad; C: cohabitación; D: divorcio; NFM: natalidad fuera del matrimonio.
Roussel (1992) afirma que aún existen diferencias entre los distintos países de Europa sobre las tipologías familiares implicadas, pero que se observa un proceso de homogeneización de modo que, en el sur, crecen los divorcios, las familias monoparentales y las parejas de hecho fuera del matrimonio, mientras que, en el norte, se estabilizan o disminuyen los divorcios y las familias monoparentales, a la vez que aumenta la fecundidad.
En definitiva, parece que en nuestras sociedades se observa una tendencia a que la familia aparezca como un sistema social diversificado en el que conviven tipologías distintas que pueden ir desde un pequeño número de familias extensas a un gran número de familias nucleares y un número, ni muy grande, ni muy pequeño, de familias monoparentales. A la vez, el número de familias nucleares reconstituidas da la impresión que, en un futuro no muy lejano, puede ser alto.
Otra característica de las familias de las sociedades occidentales que nos interesa destacar se refiere al número de niños de cada familia y la edad de los padres en el momento de tener hijos. Así, en los últimos años, se observa una tendencia creciente a tener únicamente un hijo y a tenerlo más tarde que, por ejemplo, hace 20 años. Ello comporta que el núcleo familiar sea más reducido y que una gran cantidad de niños y niñas no tenga hermanos. Además, el hecho de que las parejas tengan cada día las criaturas más tarde se relaciona también con que cada vez más familias necesitan servicios educativos que atiendan a sus hijos, durante sus primeros años de vida, ya que trabajan la madre y el padre. En concreto, en la Europa occidental, la tendencia es que el trabajo se concentre entre los 25 y los 50 años de edad y que se haga de forma equitativa para hombres y mujeres, lo cual implica que las personas tienen hijos cuando trabajan y, por tanto, necesitan servicios que atiendan sus necesidades.
La diversidad de tipologías y situaciones implicadas hace difícil concretar las funciones que, en la actualidad, cumple la familia, aunque evidentemente es posible destacar alguna de ellas. Tradicionalmente, la familia —la familia extensa— cumplía funciones tan diversas como el cuidado de sus miembros —niños, ancianos, enfermos, etc.—, producía y consumía bienes y servicios con un claro papel económico, ocupaba un lugar determinante en la reproducción de la especie y, además, desde la familia —progenitores y otros miembros— se producía el proceso de individualización y socialización de las criaturas a través de prácticas educativas enormemente diversas. Ciertamente, hoy en día, en las sociedades occidentales, han cambiado bastante cosas y algunas de las funciones de la familia extensa han sido asumidas por el Estado o la iniciativa privada como, por ejemplo, el cuidado de los ancianos. Sin embargo, desde el punto de vista del proceso de individualización y socialización, podemos distinguir tres funciones básicas (LeVine, 1974) que son comunes en un gran número de culturas: supervivencia, económica y autoactualización.
La función de supervivencia se refiere a crear las condiciones físicas y de salud que permita vivir a los más pequeños hasta que ellos mismos tengan la posibilidad de tener criaturas. La función económica se relaciona con proveer las habilidades y capacidades que permitan a las niñas y los niños autoabastecerse económicamente cuando sean adultos. Por último, la función de autoactualización remite al uso de prácticas educativas en las que la infancia desarrolla capacidades cognitivas y domina procedimientos para maximizar los propios valores culturales como la moral, el prestigio, la religión, la autoestima, etc.
LeVine (1974), tras estudiar con detalle las prácticas de cuidado y crianza infantil en sociedades en las que la mortalidad infantil antes de los dos años es muy alta, relaciona jerárquicamente las funciones antes descritas. Así, considera que, inicialmente, los adultos maximalizan que el niño sobreviva y cuando consideran que ello ya es posible inician prácticas relacionadas con el lenguaje, el contar y semejantes. Una vez que el niño domina suficientemente las habilidades para una autosuficiencia económica, los adultos se centran en prácticas relacionadas con el estatus, el prestigio, etc. Psicoeducativamente, es difícil pensar en los tres dominios como completamente separados, aunque, de hecho, LeVine (1974) tampoco lo hace y, en su jerarquía, recalca el predominio de unas prácticas sobre otras a lo largo de la vida. En la misma línea de pensamiento, Brazelton (1979) cree que los comportamientos parentales encontrados por LeVine (1974) pueden significar prácticas institucionalizadas en aquellas sociedades con una elevada mortalidad infantil a lo largo del primer año de vida, de modo que hasta que los padres no tienen una cierta seguridad de que sobrevivirá su bebé no lo “tratan” como un ser humano.
En las sociedades occidentales las cosas son, evidentemente, muy distintas, aunque existen trabajos (Kohn, 1979) que apoyan las ideas de LeVine (1974). Por ejemplo, LeVine (1974) hipotetizó que las clases medias de nuestras sociedades incorporarían muy pronto en las prácticas educativas familiares conductas dirigidas a promover la independencia y la autonomía infantil ya que estas familias tenían recursos suficientes para promover la seguridad económica de sus criaturas. De hecho, las investigaciones citadas (Kohn, 1979) dan la razón a LeVine (1974) y este autor encontró índices que permitían predecir prácticas más tempranas en relación con dichos aspectos en las familias de clase social media que en las familias de clase social baja.
Cataldo (1991) considera cuatro funciones de la familia, vinculadas con el cuidado y la educación de las niñas y los niños, en las sociedades occidentales que, de hecho, son compatibles con las propuestas por LeVine (1974). En primer lugar, las familias proporcionan “cuidados, sustento y protección a sus hijos” (1991:49). En segundo lugar, la familia socializa al niño “en relación a los valores y roles adoptados por la familia” (1991:49). En tercer lugar, otra función de la familia es “respaldar y controlar el desarrollo del niño como alumno y ofrecerle preparación para la escolarización” (1991:49). Por último, la familia apoya “el crecimiento de cada niño en el camino de llegar a ser una persona emocionalmente sana” (1991:50).
En definitiva, los distintos autores enfatizan varias funciones familiares relacionadas con el proceso de individualización y socialización infantil que toman cuerpo en las prácticas de cuidado y crianza infantil. Por eso, el estudio de dichas prácticas desde un punto de vista psicoeducativo tiene importancia tanto para avanzar en nuestra comprensión de cómo transcurre la influencia educativa en la familia como para poder desarrollar programas de intervención que las optimicen (Vila, 1997, 1998).
Familia, infancia y desarrollo
La nueva configuración familiar, especialmente en las sociedades occidentales, ha promovido numerosas investigaciones que tenían por objeto conocer los efectos de las nuevas tipologías familiares en el desarrollo infantil. Estos trabajos se han realizado numerosas veces desde una posición romántica en la que se valoraba en exceso lo perdido —la familia extensa o la familia nuclear clásica—y se cuestionaba el papel actual de la familia para cumplir funciones relacionadas con el bienestar y el desarrollo de capacidades infantiles. Así, se ha intentado mostrar el efecto perjudicial del divorcio sobre los hijos o las implicaciones negativas para el desarrollo infantil —por ejemplo, la identidad sexual— de vivir en una familia en la que los roles de madre y padre no estuvieran claramente delimitados. Incluso, se ha intentado anatemizar que las criaturas sean cuidados unas horas al día por personas distintas a la madre durante los primeros años de vida.
Actualmente, existe un amplio corpus de investigaciones y datos empíricos que muestran que los efectos de la familia sobre el desarrollo infantil no dependen tanto del tipo de familia sino de las relaciones que el niño establece con sus cuidadores. Schaffer (1990), tras una exhaustiva revisión de las investigaciones realizadas sobre la relación existente entre tipología familiar y capacidades infantiles, concluye que:
Como hemos visto en el comentario sobre familias monoparentales y las diferencias entre familias tradicionales y no tradicionales, la estructura de familia a la que pertenece el niño guarda poca relación con su adaptación. La desviación psicológica no es en absoluto inevitable sólo porque forme parte de una estructura no convencional: los hijos de familias monoparentales, por ejemplo, presentan una conducta más adecuada que los de familias tradicionales pero conflictivas; los hijos de hogares lesbianos no parecen estar afectados negativamente; la ausencia del padre en sí misma no produce distorsiones inevitables en la identificación de género; y no se ha comprobado que la inversión de papeles, cuando el padre se convierte en el principal responsable de los cuidados de los hijos, produzca consecuencias negativas. Es la calidad de las relaciones que se mantienen en el hogar el factor principal que se debe analizar en cada caso y ningún tipo de estructura familiar posee el monopolio de unas buenas relaciones interpersonales (o de unas malas relaciones interpersonales). Ambas existen en la convivencia con padres naturales o adoptivos, vaya la madre a trabajar o no, sea el padre el que asume el papel materno o no, estén los padres casados o solteros, etc.» (1990:228-229).
Pero, ¿qué caracteriza la calidad de las relaciones interpersonales? El propio Schaffer (1990) señala que definirla presenta una dificultad nada despreciable. En cualquier caso, calidad no es cantidad o, en otras palabras, “una buena maternidad o una buena paternidad no se define por el número de horas que la madre o el padre dedica a la criatura, sino por el tipo de interacción que fluye cuando está con ella” (Schaffer, 1990:229-230).
Solé (1997) considera que los aprendizajes que realizan los niños en las familias surgen en un entramado de relaciones y sentimientos de afecto y vinculación mutua. Como Schaffer (1990), también cree que “los componentes emocionales y afectivos son la llave que explica el desarrollo y el aprendizaje de las personas” (1997:189). En este sentido, cuando Schaffer (1990) intenta establecer algunos criterios sobre la calidad de las relaciones interpersonales que se establecen en el seno de la familia, muestra la importancia de la doble “direccionalidad” y de la sensibilidad de los cuidadores a la individualidad infantil.
Shaffer (1989) critica la idea, presente durante mucho tiempo en los investigadores, que la influencia de la familia sobre el desarrollo infantil se establece en una única dirección: de la familia hacia el niño, de modo que la conducta de los padres determina la conducta de las criaturas. Por contra, frente a la direccionalidad de sentido único, Shaffer (1989) muestra que, probablemente, en todas las relaciones sociales, existe una mutua influencia, de modo que:
dos padres influencian sin duda la conducta de sus hijos Pero, a la vez, los niños tienen un papel importante en modelar Las prácticas de cuidado y crianza que utilizan sus padres» (1989:564).
Desgraciadamente, aún no sabemos por qué existe una gran diversidad de reacciones infantiles ante la misma situación, pero ello es así y, por ejemplo, hay criaturas que rechazan el contacto físico, mientras que otras lo buscan continuamente (Schaffer y Emerson, 1964). Si en un caso o en otro, los progenitores no perciben la individualidad infantil y se comportan de manera inadecuada se produce una falta de ajuste y, por tanto, surgen los conflictos. En relación a ello, la mutua influencia comporta sensibilidad a la individualidad que constituye cada niño. Las relaciones que se establecen entre el niño y sus cuidadores son asimétricas en el sentido que es el adulto, en último término, el responsable de su mantenimiento. Por eso, son las madres y los padres los que deben sintonizar con la individualidad infantil para que se produzca el ajuste y se creen unas relaciones interpersonales adecuadas.
Otro aspecto que se relaciona con la “calidad de las relaciones interpersonales” se refiere a que las niñas y los niños necesitan “atención y cuidados consistentes” (Schaffer, 1990:234). Probablemente, este aspecto es de enorme importancia para comprender los efectos en la conducta infantil de las prácticas educativas familiares. Un gran número de trabajos (Tizard, 1977; Schaffer, 1990) muestran que la inestabilidad a lo largo de la infancia es perjudicial para el desarrollo infantil. Así, niños ingresados en centros de acogida que llegan a tener más de 50 cuidadores en cuatro años muestran trastornos de conducta, explicables porque probablemente es difícil que 50 personas se muestren consistentes en sus prácticas educativas. Igualmente, determinados trastornos asociados con criaturas de familias divorciadas se explican porque la nueva situación no implica únicamente dejar de ver a un progenitor, sino que se acompaña con un cambio de casa, de barrio, de escuela, de amigos, de estilo de vida al disminuir los ingresos familiares, etc. Probablemente, como dice Schaffer (1990), “estos cambios aislados tienen poca importancia; en conjunto pueden sumar más de lo que un niño es capaz de soportar” (1990:234).
La consistencia en el cuidado infantil no significa mantenimiento permanente de la situación de vida sin introducir ningún tipo de cambio. Si ello fuera así, el desarrollo infantil se vería también limitado en alto grado al no incorporarse habilidades para adaptarse a nuevas situaciones y personas diferentes. La consistencia significa no introducir modificaciones permanentemente en las conductas que se sigue con las criaturas, ni tampoco forzar situaciones, más allá de sus capacidades de adaptación, que impliquen desconcierto y confusión.
Por último, otro aspecto importante de la situación familiar que induce a prácticas problemáticas para el desarrollo infantil se refiere a la continuidad de las desavenencias familiares o a la permanencia de la inestabilidad familiar. Episodios familiares considerados hasta hace poco como traumáticos no tienen influencia, más allá del momento, si el niño continúa viviendo en una situación “consistente”. Por contra, el mantenimiento de la inestabilidad familiar o de peleas conyugales permanentes resultan problemáticas para el desarrollo infantil. En este caso, las relaciones interpersonales que se establecen y las prácticas asociadas acostumbran a traducirse en criaturas agresivas, desobedientes y con claros trastornos de adaptación social (Emery, 1982).
El interés suscitado en los últimos años por aclarar las características de la relación entre prácticas educativas y desarrollo infantil ha suscitado un gran número de investigaciones en distintas culturas y clases sociales con el intento de evitar el sesgo cultural introducido, muchas veces, por el síndrome de “clase media de los paises industrializados”.
CUADRO III
Estudios transculturales
Estilos paternos
Clase paterna
Relaciones familiares
Implicación parental = resultados positivos
Canadá: Mitic (1990)
X
X
China: Zhengyuan y al. (1991)
X
X
Reino Unido: Plewis y al. (1990)
X
X
España: González (1993)
X
X
X
X
Hong Kong: Man (1991)
X
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India: Sudhir y Sailo (1989)
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Irán: Hojat y al. (1990)
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Japón: Yamasaki (1990)
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Puerto Rico: Rubio-Stipec y al. (1991)
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Sudráfica: Cherian (1991)
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Tailandia/Malawi: Lockheed y al. (1989)
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Estados Unidos: Buriel y al. (1991)
Coombs y al. (1991) Zitzow (1990)
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Heath (1995) realiza una revisión de éstos y otros trabajos y concluye que:
al revisar las investigaciones transculturales sobre relaciones padre-niño aparece claramente un rasgo. A mayor implicación de los padres y/o mayores expectativas en relación a la conducta de sus hijos, los niños tienen resultados mejores... la implicación parental es activa, no pasiva. No se mide sólo por la cantidad de tiempo que los padres y los niños están juntos, sino sobre todo por cómo pasan el tiempo juntos. Un padre implicado no es el que se pasa cerca de su hijo la mayor parte del día, pero que raramente interactúa con él. Es, sin duda, el padre que utiliza oportunidades para compartir con su hijo actividades como enseñarle un oficio local, leer juntos o fomentar una estrecha relación de apoyo basada en el afecto. Este padre activo e implicado tiene muchas más probabilidades de criar un hijo feliz... Estas pautas emergen cuando examinamos las relaciones padre-hijo versus padre-hija, las relaciones de familias en países en vías de desarrollo versus familias de países desarrollados y las relaciones padre-hijo en familias de culturas occidentales versus familias de culturas orientales» (Heath, 1995:181).
Así, si utilizamos el término de Heath (1995) y Schaffer (1990), la implicación activa de los progenitores se asocia con niñas y niños mejores en China y Japón, buen rendimiento académico en el Reino Unido, India, Sudáfrica, Tailandia y Estados Unidos, autoestima y autoconfianza de las criaturas en Hong Kong, Irán y Puerto Rico, disminución de la delincuencia juvenil y del consumo de drogas entre los adolescentes en Canadá y Estados Unidos, etc. Sin embargo, es evidente que las dimensiones implicadas aún son excesivamente amplias y, en la medida en que seamos capaces de desarrollar una investigación psicoeducativa que establezca subdimensiones en las prácticas educativas familiares, probablemente aparecerán diferencias entre dichas prácticas a lo largo del mundo.
En resumen, es difícil establecer qué significa “calidad de las relaciones interpersonales”, pero la investigación ha permitido subrayar algunas características que, como decía Solé (1997), tienen como base la afectividad y la vinculación mutua. La comprensión de las prácticas educativas familiares desde la influencia recíproca implica sensibilidad y, a la vez, un clima de estabilidad y afecto en el que los niños construyen su propia individualidad y se socializan.
Sin embargo, no siempre es fácil para las familias desarrollar unas relaciones interpersonales de calidad. Así, hay madres y padres que con sus criaturas tienen una carga suplementaria en el sentido de que los valores y expectativas que normalmente se relacionan con el cuidado infantil no son aplicables. Es el caso, por ejemplo, de progenitores de niños prematuros, con trastornos genéticos o con malformaciones. En estas situaciones, la asunción por parte de las madres y los padres de una nueva manera de hacer resulta determinante para que se establezca una relación interpersonal adecuada.
Igualmente, en las sociedades industrializadas, especialmente, se han producido cambios culturales importantes sobre la infancia que también repercuten en las prácticas de cuidado infantil. De una parte, ha aumentado la conciencia sobre el niño como sujeto de derechos, lo cual se ha traducido en la Convención de la ONU sobre la infancia suscrita por 120 países y en otro tipo de actuaciones como la figura del “defensor de los derechos del niño” de Noruega. Esta concepción se ha traducido también en numerosos programas de intervención cuando hay malos tratos físicos o psíquicos, abuso sexual, abandono, etc. Así, han crecido los centros y las familias de acogida que conllevan una serie de implicaciones sobre prácticas educativas y desarrollo infantil. Desgraciadamente, existen muy pocos trabajos sobre cómo se configuran las prácticas educativas en estas situaciones desde el punto de vista de la “calidad de las relaciones interpersonales” que se establecen.
De la otra, se ha divulgado una concepción sobre la infancia según la cual las primeras experiencias eran determinantes para el futuro de la persona. Afortunadamente, hoy poseemos un gran número de datos, como ya hemos dicho, que manifiestan la falsedad de dicha presunción. Vale la pena escuchar a Schaffer (1990) sobre esta cuestión:
Existe otra tendencia popular a creer que todo lo que pasa durante los primeros años de vida deja secuelas permanentes... Cuanto menor es el niño, mayor es su grado de susceptibilidad y si lo que se vive es negativo, poco es lo que puede hacerse para ayudarle.
Esta creencia es equivocada... los episodios de cualquier tipo de privación, abandono y maltratos no tienen por qué constituir, por sí solos, un handicap únicamente porque ocurrieran a corta edad (1990:239-240).
Evidentemente, ello no significa que las experiencias infantiles sean irrelevantes para su desarrollo. Significa colocar las cosas en su sitio y entender que el desarrollo y el aprendizaje van parejos a lo largo de la vida y, por tanto, de lo que se trata es de abolir las prácticas permanentes y prolongadas en el tiempo que desconciertan y confunden a las criaturas —y, también, a los adultos—.
De cualquier forma, esta creencia tiene efectos importantes en determinadas conciencias familiares, de modo que la protección y el “cuidado” infantil no se realiza porque el niño es un sujeto de derechos como cualquier otra persona, sino por las implicaciones psicológicas para su futuro adulto (Bassedas y al., 1993). Además, este tipo de concepción lleva pareja otra idea que resulta también enormemente problemática y que dificulta la socialización del niño en la familia. Así, cada vez está más generalizado que es “muy difícil educar”, junto con un bombardeo publicitario relativo a que las familias ya no educan, que “delegan” sus obligaciones en los maestros, etc. Cada vez la educación de las criaturas aparece como algo más complejo, complicado y, desgraciadamente, tecnológico, de modo que comienza a haber “expertos” que deciden lo que es bueno y es malo para un niño y, por tanto, premian o castigan a las familias en función de que se adecúen o no a unos supuestos criterios preestablecidos. Muchas familias sienten que no son un modelo válido para sus niñas y sus niños, pero, a la vez, tampoco tienen construido otro modelo con lo cual las dudas, las angustias, los temores, etc. forman parte de su quehacer cotidiano con sus hijos. Ello se agrava más en el caso de familias con una sola criatura sin prácticamente apoyos sociales para llevar adelante las tareas de cuidado y crianza del niño. La sensación de “incompetencia” que tienen muchas madres y muchos padres no responde, desde nuestro punto de vista, a la realidad, sino a una representación social sobre la infancia que los torna incompetentes y, a la vez, dependientes de los expertos. En general, en estos casos, las prácticas educativas familiares que se siguen acostumbran a ser inconsistentes, ambiguas, con falta de acuerdo entre el padre y la madre, etc., lo cual conlleva trastornos de la alimentación y del sueño, problemas de obediencia, falta de normas, etc. En otras palabras, la insistencia en cuestionar la diversidad de modelos existentes e intentar construir un único modelo comportamental que se considera el más adecuado para el futuro psicológico del niño no sólo no ayuda a las familias, sino que, desde nuestro punto de vista, dificulta su labor educativa y, por tanto, el desarrollo infantil. Una vez más hemos de insistir que unas prácticas educativas familiares adecuadas se caracterizan por la calidad de las interacciones establecidas cuyas características más notables son la reciprocidad, la sensibilidad y la consistencia. Es decir, tienen poco que ver con que el niño se acueste a las 9 o a las 11 de la noche, que coma solo o con la ayuda de sus padres, que lea cuentos del Teo o de Mickey Mouse, que haga puzzles o se divierta con las cajas de zapatos, etc.
A modo de conclusión, podemos decir que las prácticas educativas familiares no son “mejores” o “peores” en función de las características y la tipología familiar. Ciertamente, dichas características inciden en su concreción y realización, pero lo que determina su calidad son aspectos más globales que no están determinados por la tipología familiar. En este sentido, algunas concepciones sociales sobre la infancia, especialmente las que colocan el futuro de las criaturas en manos de los expertos, dificultan que las familias puedan cumplir las funciones que hemos descrito en el apartado anterior.
La familia como sistema social
Una gran parte de las investigaciones realizadas sobre las prácticas educativas familiares se ha limitado a estudiar la interacción adulto-niño y, especialmente, la interacción madre-niño. Sin embargo, como hemos visto en las discusiones anteriores, el estudio de le influencia educativa en la familia debe abordarse desde su consideración como un auténtico sistema social (Belsky, 1981; Shaffer, 1989; Moreno y Cubero, 1990; Solé, 1997). Por ejemplo, Belsky (1981) muestra que la familia, incluso la constituida únicamente por tres personas, es una entidad enormemente compleja, de modo que no sólo el niño tiene relaciones recíprocas con cada uno de los progenitores cuando está solo con ellos, sino que la presencia de ambos progenitores transforma la díada adulto-niño en un sistema en el que las relaciones que se establecen son esposa/marido, madre-hijo y padre-hijo.
FIGURA 1
Fuente: Belsky, 1981
Relaciones matrimoniales
Hacer de padres
En la misma línea de Belsky (1981), diversos autores (Hwang, 1986; Gjerde, 1986; Liddell y al., 1987) han mostrado que las interacciones del niño con su madre se modifican con la presencia del padre y viceversa. Igualmente, la cualidad de las relaciones matrimoniales incide también de forma importante en las interacciones de las madres y los padres con las criaturas (Shaffer, 1989; Moreno y Cubero, 1990). Por eso, para comprender la influencia educativa de la familia se debe estudiar sobre la base de tener en cuenta cada una de las acciones en el sistema de actividad conjunta implicado.
La incorporación de un nuevo miembro a la familia —por ejemplo, el nacimiento de otro hijo o la venida de un familiar— implica un desequilibrio ya que se introducen nuevos subsistemas y, por tanto, se necesita un nuevo equilibrio sin que, por otra parte, se renuncie completamente a los referentes implícitos en el equilibrio anterior.
Otras situaciones como, por ejemplo, el divorcio, la separación, etc., comportan también nuevas adaptaciones en forma de familias reestructuradas, familias monoparentales, etc. Es evidente que, en el mundo cambiante en que nos encontramos, si tenemos en cuenta las tendencias apuntadas anteriormente estas situaciones serán cada vez más frecuentes y, por tanto, el estudio de la influencia educativa requiere de diferentes disciplinas, junto a la psicología, como la sociología o la antropología.
"Bidireccionalidad" en las influencias familiares
La concepción de la familia como un sistema social implica que lo que allí ocurre no pueda explicarse como la suma de las partes sino que comporta la percepción de la totalidad. Cada miembro de la familia incide en la conducta de los demás y, simultáneamente, las relaciones que tienen dos miembros de la familia pueden influenciar indirectamente las relaciones entre todos los miembros de la familia. La socialización y la individualización, en la familia, “no es únicamente una carretera de doble vía. Se puede describir con más precisión como la confluencia concurrida de muchas avenidas de influencia” (Shaffer, 1989:570). En este sentido, para comprender la influencia educativa en la situación familiar se debe tener en cuenta la organización de la actividad conjunta, los diferentes subsistemas que la componen y las relaciones entre todos ellos. En este apartado, únicamente nos vamos a referir a uno de ellos: la “bidireccionalidad” de influencias que se establece entre los progenitores y su criatura. Más adelante, abordaremos otros aspectos como, por ejemplo, el subsistema implicado en la relación entre hermanos.
El niño influye en la conducta de sus progenitores —y de sus hermanos— antes de nacer. Así, éstos piensan en un nombre, modifican la casa, arreglan una habitación, preparan a los demás miembros de la familia sobre lo que vendrá, etc. Evidentemente, las influencias no son las mismas si el hijo es deseado o no, si la pareja tiene apoyos sociales o no, etc. En cualquier caso, las influencias existen, aunque pueden ser muy distintas y afectar de forma diversa al propio entramado familiar y, con ello, a las relaciones ya establecidas.
La llegada de la criatura implica nuevas influencias tanto en los miembros individuales de la familia como en las relaciones entre ellos. Las preguntas que nos podemos hacer son varias. ¿Los cambios que experimentan los progenitores afectan su forma de captar el recién nacido? ¿Hay progenitores más capaces que otros para establecer un intercambio bidireccional y sensible desde el inicio de la vida? ¿En qué consiste dicha capacidad si es que existe? ¿Cuál es su origen?
Aún estamos lejos de contestar a estas preguntas, pero podemos aproximarnos a ellas desde el punto de vista de cómo afecta a las relaciones de pareja en la situación familiar. En primer lugar, uno de los efectos de la llegada de un hijo consiste en sentirse, tanto los hombres como las mujeres, más femeninos si se implican en las actividades de cuidado y crianza de la criatura. Si, por contra, el cuidado es asumido exclusivamente por la mujer, es ella quien experimenta este sentimiento, mientras que en el hombre se acentúa la sensación de “protector” (Cowan y Cowan, 1987). Estadísticamente, por otra parte, está ampliamente comprobado que la llegada de una niña o un niño al hogar comporta que, si ambos progenitores trabajan, sea la mujer la que deje el trabajo y se ocupe principalmente del cuidado de la criatura.
En segundo lugar, muchos sociólogos caracterizan con el nombre de "crisis" la llegada del primer hijo al hogar. En concreto, afirman que la nueva situación creada —menos intimidad, menos tiempo libre, modificación de los hábitos de vida, mayores gastos económicos, etc.—influye negativamente en las relaciones de pareja, de modo que se produce un mayor número de conflictos y, de modo general, una pérdida de calidad en las relaciones personales. Diversas investigaciones (Bassedas y al., 1993; Belsky, 1981; Belsky y al., 1985) han mostrado que esta suposición es cierta sólo en parte y que se deben tener en cuenta otros factores. Primero, las personas que experimentan mayores dificultades en las relaciones de pareja acostumbran a ser las mujeres y no los hombres o, al menos, las mujeres las experimentan más profundamente que los hombres. Las razones son diversas. Por ejemplo, en las grandes ciudades, muchas de las mujeres que tienen su primer hijo trabajan de diversa forma: trabajos poco remunerados, trabajos a media jornada, etc. que, además, acostumbran a ser recuperables tras el primer o el segundo año de vida de la criatura. En esta situación, muchas mujeres dejan de trabajar para poderse dedicar al cuidado de su hijo por dos motivos. Uno, tienen ganas y, dos, no les resulta rentable económicamente continuar trabajando y llevar a su hijo a una escuela infantil o tener un canguro en casa. El abandono del trabajo implica, en muchos casos, la ruptura y la pérdida de un mundo social distinto al de la familia, el recluirse en casa prácticamente todo el día con el niño, la percepción de falta de comunicación con el marido porque cuando llega del trabajo está cansado y sólo quiere ver la televisión, etc. En definitiva, se incrementa la sensación de soledad, de falta de apoyos sociales y, a la vez, el marido pasa a ser “alguien” que tampoco apoya su labor de cuidado y crianza de la criatura con las consiguientes rupturas que ello comporta.
Segundo, no todas las parejas experimentan los mismos sentimientos sobre sus relaciones. Así, hay parejas que no viven el recién nacido con excesivo estrés y rápidamente lo incorporan a la vida familiar sin excesivos cambios en sus relaciones. Curiosamente, ello ocurre en las parejas cuanto más mayores son y cuanto más tiempo hayan estado viviendo juntos sus componentes antes de decidirse a tener una criatura (Belsky, 1981). Nuevamente, las razones pueden ser muy distintas. Por ejemplo, en las parejas más mayores, especialmente las que llevan más tiempo juntas, probablemente, se junten factores como que los hijos sean más deseados, que, de hecho, hayan podido disfrutar de una vida íntima no condicionada a un bebé o un niño pequeño durante bastante tiempo y, por tanto, no haya asignaturas “pendientes” —viajar, salir a cenar, irse de vacaciones con los amigos, etc.—, que exista una mayor estabilidad emocional que en las parejas recién constituidas, que existan recursos económicos más consolidados que en las parejas jóvenes, etc. Seguramente, ninguno en especifico y todos juntos explican por qué las parejas jóvenes viven su primer hijo de forma peor en sus relaciones que las parejas con más años.
Evidentemente, otra fuente de influencia en las relaciones de pareja son las propias características individuales de los bebés. Varias investigaciones (Sirignano y Lachman, 1985; Levitt y al., 1986; Wilkie y Ames, 1986) muestran que los progenitores de niñas y niños temperamentales experimentan más desajustes en sus relaciones que las madres y los padres de criaturas fáciles. Por último, los progenitores de niñas y niños que requieren cuidados especiales también consideran que sus relaciones de pareja se ven dificultadas tras el nacimiento de su hijo, aunque las mismas investigaciones (Gath, 1978; Cain y al., 1980) encuentran progenitores de niñas y niños que necesitan cuidados especiales que afirman que sus relaciones de pareja han mejorado notablemente tras dicho nacimiento.
Los trabajos que muestran la influencia de las criaturas en el propio sistema social que implica la familia relativizan numerosos trabajos sobre la crianza de los niños en los que se establece una línea unívoca de influencia de las madres y los padres hacia los niños como, por ejemplo, diversos trabajos sobre las teorías de los padres sobre el desarrollo infantil (Palacios, 1987a). Las prácticas educativas familiares, entendidas como aquello que hacen los adultos para enseñar con mayor o menor conciencia diversos saberes a sus criaturas, no se pueden comprender únicamente desde la unidireccionalidad sino que deben ser estudiadas a partir de la influencia mutua que ejercen todos los implicados.
Más allá de las influencias comentadas, las madres y los padres simultáneamente influyen en la conducta de sus criaturas a través de un sinfín de prácticas distintas. Usando la terminología de Bronfenbrenner (1987), la familia es el primer microsistema en el que las niñas y los niños experimentan el crecimiento de sus capacidades sociales, emocionales, intelectuales y morales. Las investigaciones, centradas en la interacción adulto-niño, que dan cuenta de ello representan un largo listado difícil de sintetizar en este trabajo (Schaffer, 1990; Gardner, 1993; Rogoff, 1993; Lacasa, 1994, 1997). Basta simplemente recordar que hemos defendido que no existe el desarrollo al margen del aprendizaje y, por tanto, los cambios que experimentan las criaturas no responden únicamente a su proceso madurativo, sino a aquello que aprenden y a las relaciones que establecen. En este sentido, la familia aparece como una situación única en la que las niñas y los niños pueden experimentar libremente con los objetos y las personas, participar de situaciones rutinarias en las que encuentran sentido —y significado— a las acciones que se realizan, recibir aprobaciones y desaprobaciones de sus conductas, etc. Como dice Solé (1997):
En el curso de estas experiencias, aprenden valores culturales, nociones, conceptos, maneras de hacer y de ser. De forma muy importante, aprenden como pueden aprender: preguntando, probando, participando en actividades con otras personas... y recibiendo unas o otras respuestas, que estimulan a continuar preguntando por ejemplo, o que orientan hacia actitudes más reservadas. Como han constatado todos los profesionales de la educación, criaturas muy pequeñas pueden mostrar diferencias importantes en cuanto a la curiosidad que muestran, en cuanto a la tendencia a probar, indagar, preguntar... Parece sensato pensar que estas diferencias pueden tener relación con las experiencias que se viven en la familia» (1997:190).
Cada familia constituye un sistema social único y, por tanto, más allá de constatar que existen unos aspectos comunes —reciprocidad, sensibilidad y consistencia— en las características de las prácticas que se ejercen acordes con el desarrollo infantil, no cabe duda de que lo que caracteriza las prácticas educativas familiares es la heterogeneidad frente a la homogeneidad. Así, como todo sistema social, la familia evoluciona y, por tanto, no sólo cada familia es distinta, sino que una misma familia modifica sus prácticas en el tiempo y, en consecuencia, no se comporta de la misma forma con cada uno de sus hijos. Por eso, las diferencias no sólo se encuentran en los genes, sino también en algo, probablemente más importante, la sociedad y la cultura, en la que la familia constituye una institución central.
Para acabar este apartado, queremos recordar algo ya comentado anteriormente: el entramado de aprendizajes que realizan las niñas y las niños lo hacen desde unas relaciones positivas basadas en el afecto, el cariño y la vinculación mutua. Ya, en 1981, Belsky proclamó que el afecto y la sensibilidad de los progenitores “es la dimensión más influyente del maternazgo en la infancia: no sólo promueve un funcionamiento psicológico saludable durante la infancia, sino que también sienta las bases de lo que será construido en el futuro” (Belsky, 1981:8).
Pautas de conducta, tipologías familiares y desarrollo infantil
Erikson (1963) destaca dos dimensiones de análisis en las conductas paternas relativas a la socialización e individualización de los niños. De una parte, los adultos deben limitar las conductas de sus criaturas con el objetivo de promover su autocontrol y su adecuación social. De la otra, deben promover la iniciativa y la curiosidad de sus hijos y, a la vez, animar en ellos sentimientos de competencia personal. Diferentes trabajos han estudiado cómo se distribuyen los progenitores según ambas dimensiones y qué repercusiones tiene en las conductas infantiles. En concreto, las dimensiones asumidas son: permisividad/restricción y proximidad/distancia.
La dimensión permisividad/restricción describe la cantidad de autonomía que las madres y los padres permiten a sus criaturas. Los progenitores restrictivos limitan las expresiones de sus hijos e imponen normas y reglas que deben ser seguidas. Los permisivos colocan pocas restricciones y aceptan sin problemas las decisiones de sus hijas y sus hijos sobre el curso de sus actividades. La dimensión proximidad/distancia describe la cantidad de afecto y aprobación que un progenitor dirige hacia su criatura. Los progenitores “próximos” son los que sonríen y animan a sus criaturas a la vez que realizan pocas críticas y castigos sobre sus conductas. Por contra, los “distantes” se muestran menos afectivos y ejercen más críticas y castigos sobre la conducta de sus criaturas. Ambas dimensiones se han de entender a lo largo de un número significativo de situaciones, de modo que no responden a conductas puntuales de las madres y los padres en una situación determinada. Igualmente, ambas dimensiones son relativamente independientes, de modo que un padre puede ser muy cálido y, a la vez, restrictivo e, igualmente, una madre puede ser fría y muy permisiva.
Las dos dimensiones propuestas por Erikson (1963) se han desmenuzado con el paso del tiempo y, de hecho, hoy en día, se consideran cuatro aspectos distintos en las conductas de los progenitores: grado de control, comunicación padres-hijo, control de madurez y afecto en la relación (Moreno y Cubero, 1990; Solé, 1997). La dimensión “grado de control” se relaciona con las conductas paternas dirigidas a que las criaturas dominen patrones de conductas estándares. Las estrategias que utilizan, entre otras, son afirmar el poder, retirar el afecto o inducir reflexiones en el niño sobre su conducta. La segunda dimensión se refiere a la dinámica introducida por las madres y los padres según la cual es posible o no razonar sobre las normas y decisiones que afectan a los distintos miembros de la familia. La tercera dimensión se relaciona con los retos y exigencias que los progenitores imponen a sus criaturas. Por último, el “afecto en la relación” designa el mayor o menor interés y afecto explícito por el niño y su bienestar.
Otra forma de conceptualizar las prácticas paternas proviene del concepto de poder potencial de los progenitores para influenciar la conducta de su hijo en una dirección distinta a sus deseos (Hoffman, 1984; Heath, 1995). De modo general, las investigaciones consideran dos áreas en las que se manifiesta dicho “poder potencial”. La primera, remite a la distinción poder de recompensa/poder de castigo y se refiere a la habilidad de los progenitores para utilizar recompensas o castigos para introducir modificaciones en la conducta de sus criaturas de acuerdo con los deseos de los padres. La segunda se relaciona con la dimensión poder experto/poder legítimo y se refiere, respectivamente, al conocimiento de los progenitores y al ejercicio de la autoridad paternal. Así, el poder experto se relaciona con las prácticas que utilizan las madres y los padres para enseñar una habilidad determinada a sus criaturas y el poder legítimo tiene que ver con, por ejemplo, arreglar la boda de las hijas y los hijos en la cultura islámica o enviar a los niños y las niñas a la escuela en nuestra cultura. Las investigaciones realizadas desde esta perspectiva muestran que la aceptación por parte de los jóvenes del poder de los padres se asocia con elevados niveles de identificación con los progenitores (Heath, 1995).
Las investigaciones de Baumrind (1967, 1971, 1977) sobre comportamiento infantil y tipología familiar se han convenido en un clásico del tema. La autora estudió la conducta de 134 niños y niñas menores de 3 años que estaban escolarizados en casa y en la escuela. Las madres y los padres eran entrevistados y, a la vez, se observaba la conducta con sus criaturas mientras se realizaba la entrevista. Los resultados de Baumrind muestran tres tipos de formas mediante las que los progenitores controlan la conducta de sus hijos: autoritarios, democráticos y permisivos.
La descripción de estas tres categorías ha sido ampliamente difundida (Moreno y Cubero, 1990; Solé, 1997). Por eso, nos limitamos exclusivamente a resumir sus características más significativas con el aviso de que esta tipología representa, de hecho, tendencias más que una clasificación en la que cabe todo el mundo. En la práctica, las cosas son más complejas y es difícil, muchas veces, encasillar a las familias en una u otra tipología. Por eso, más que la tipología lo que tiene interés es el análisis de las distintas dimensiones implicadas en las prácticas educativas y cómo son utilizadas para determinar las formas de la actividad conjunta.
Los progenitores autoritarios introducen un gran número de reglas y normas con sus hijas y sus hijos, esperan obediencia estricta y no explican por qué es necesario cumplir dichas reglas. Los democráticos promueven la autonomía de sus criaturas y, a la vez, imponen normas y reglas con sumo cuidado de explicar las restricciones impuestas y se aseguran de que las cumplan. Los permisivos raramente intentan imponer límites a las conductas de sus criaturas y, consecuentemente, solicitan pocas veces su obediencia o su acatamiento a determinados límites.
Sobre la base de esta clasificación, Baumrind (1971) distingue tres dimensiones en la conducta infantil que se correlacionan con las tipologías descritas. A los progenitores autoritarios les correspondería unos hijos conflictivos/irritables, a los democráticos unos hijos enérgicos/amistosos y a los permisivos unos hijos impulsivos/agresivos. En el Cuadro IV se muestran las características conductuales de cada grupo de criaturas.
CUADRO IV
Pautas familiares y pautas infantiles
Pautas familiares
Pautas infantiles
Progenitores democráticos
Autoconfianza
Autocontrol
Alegre y amistoso
Asume el estrés
Coopera con los adultos
Curioso
Resuleto
Constante
Progenitores autoritarios
Temeroso
Aprensivo
Malhumorado e infeliz
Fácilmente irritable
Hostil
Vulnerable al estrés
Sin objetivos
Poco amistoso
Progenitores permisivos
Rebelde
Poca confianza en sí mismo y poco autocontrol
Impulsivo
Agresivo
Dominante
Poco constante
Sin objetivos
Fuente: Schaeffer (1989)
Posteriormente, Baumrind (19077) estudió la conducta de la misma muestra de niñas y niños cuando tenían 8/9 años de edad y observó que las criaturas de familias democráticas tenían elevadas competencias sociales y cognitivas, las criaturas de progenitores autoritarias se situaban en un nivel medio y las criaturas de madres y padres permisivos tenían los niveles más bajos. Trabajos posteriores (Dornbusch y a1.,1987) han mostrado que, en la adolescencia, se mantenían los mismos efectos.
En la muestra de Baumrind (1967, 1971, 1977) todos los progenitores entraban en la categoría de afectivos. Es decir, se mostraban afectuosos con sus hijos y no expresaban distancia cuando se relacionaban con ellos. Trabajos posteriores en los que se han combinado ambas dimensiones muestran que las criaturas de progenitores restrictivos y distantes son extremadamente reservados e inhibidos y las criaturas de madres y padres permisivos y distantes son extremadamente rebeldes y hostiles (Pulkkinen, 1982).
Estos trabajos se deben de tomar con un cierto cuidado ya que, entre otras cosas, cuando se estudian las características de las prácticas educativas familiares resulta difícil encajarlas de manera inequívoca en una u otra categoría (Bassedas y Vila, 1992; González, 1993). Sin embargo, tiene interés tomar en cuenta algunos aspectos de estos trabajos. En primer lugar, da la impresión —o, al menos, existe acuerdo entre todas las investigaciones— que las prácticas educativas permisivas en las que las niñas y los niños no tienen ni límites, ni normas de conducta, dan peores resultados que las que imponen reglas y normas. Así, las niñas y los niños que participan en dichas prácticas acostumbran a no tener objetivos, ser muy inconstantes en la resolución de tareas y, además, confían poco en sí mismos y tienen una autoestima baja. Segundo, la imposición de normas y límites no implica la arbitrariedad permanente o el uso de procedimientos irracionales para mantener las reglas, sino que cuando ello se acompaña de razonamientos y justificaciones de la regla acostumbra a tener efectos positivos sobre la individualización y socialización infantil. En definitiva, lo que parece deducirse de estos trabajos es que la permisividad total o el autoritarismo irracional produce efectos no deseables y que, además, se incrementan cuando ello se acompaña de distancia y frialdad en las relaciones afectivas.
En el mismo sentido, Weisz (1980) analizó 244 cartas que enviaban niños y adolescentes a un periódico cuya sección se titulaba ¿Por qué mi madre es la mejor? Los resultados muestran que las dimensiones más importantes se refieren al afecto y a la promoción de la autonomía personal, pero, a la vez, los adolescentes aprecian sobre todo el control que su madre ejerce sobre sus actividades. Aparentemente, reconoce Weisz (1980), cuanto mayores son las niñas y los niños aprecian más las restricciones impuestas por su familia a sus conductas y, además, ven en ellas una forma de reflejar el amor y el interés que por ellos tienen sus madres.
De acuerdo con lo expuesto basta ahora, el estudio de la dimensión afectiva implicada en las prácticas educativas familiares muestra que tienen una gran importancia para que se establezca calidad en las relaciones interpersonales. Un sinfín de trabajos encuentran relaciones positivas entre el desarrollo infantil y la vinculación mutua de las madres y los padres con su criatura. En este sentido, tienen especial relevancia las investigaciones realizadas con niñas y niños deseados y niñas y niños no deseados. Si se comparan ambos grupos, aparece que las criaturas no deseadas son más susceptibles a cuadros médicos, rinden significativamente más bajo en la escuela, son más irritables y presentan lazos afectivos más débiles con sus padres y sus madres (Matejcek y al., 1979). Por último, Crook y al. (1981), en un estudio ya clásico, mostraron que la depresión en los adultos se relacionaba con entornos familiares en que tanto el padre como la madre tenían conductas distantes, frías y poco afectivas con sus criaturas.
Para acabar este apartado, queremos resaltar que las clasificaciones estereotipan el estudio de las prácticas educativas familiares y que, por tanto, deben asumirse con cautela, si bien, como hemos visto, el análisis de las dimensiones implicadas en las prácticas educativas tiene gran interés y puede ser una vía prometedora para la investigación en el futuro. De acuerdo con Solé (1997):
todas las clasificaciones tienden a agrupar y estereotipar lo que son realidades muy diversas; por eso, más importante que saber si unos padres son de uno u otro tipo, es conocer las dimensiones presentes en una interacción de cualidad y, especialmente, romper estereotipos. (1997:199).
Creencias y expectativas de las madres y los padres, pautas de crianza y desarrollo infantil
Los factores que explican las diferencias paternas sobre el cuidado y la crianza infantil son muy diversas. Así, en lo que hemos expuesto hemos hablado de las diferencias individuales de las niñas y los niños y de los padres y las madres, del nivel sociocultural de la familia, etc. Incluso, podríamos añadir alguno más como las experiencias previas como padres y como hijos. Sin embargo, en los últimos años, ha tomado cuerpo la idea de responsabilizar a las creencias, expectativas e ideas de los progenitores como el factor principal que explica sus pautas de crianza. En concreto, ello se ha formulado en forma de “teorías implícitas” de los padres sobre el desarrollo infantil (Triana, 1993), de “sistemas de creencias” (Sigel y al., 1992) o sobre la base de dimensiones de dichas creencias como el calendario evolutivo, las expectativas y actitudes ante el desarrollo, el aprendizaje infantil, etc. (Palacios, 1987a; Palacios y al., 1992; González, 1993). Sin embargo, en la actualidad, los mismos investigadores que enfatizaron el papel determinante de las ideas en la crianza infantil son mucho más cautelosos. Por ejemplo, Goodnow (1988), pionera de este tipo de trabajos, reconoce que la relación entre "ideas de los padres" y "pautas de crianza" es extremadamente compleja, de modo que sólo ocurre en algunas familias, bajo determinadas condiciones y en algunas esferas de su actividad. Igualmente, Sabatier (1986), tras un estudio realizado en Francia sobre el impacto de las creencias culturales en las pautas de crianza maternas, concluye que la relación entre pautas de crianza, representaciones de dichas pautas y teorías sobre el desarrollo infantil no se puede explicar exclusivamente por la influencia de los valores culturales, sino que se deben integrar otras dimensiones como condiciones socioeconómicas, ambientales, etc. Desde su punto de vista, el comportamiento materno se debe explicar desde el intrincado de numerosos factores y no, únicamente, desde las creencias e ideas.
A pesar de esta restricción, también es cierto que el conocimiento de la “representación social” de las familias de la infancia es un dato a tener en cuenta para comprender mejor las formas de organización de la actividad conjunta. En este sentido, alguna de las dimensiones implicadas en los trabajos realizados sobre las ideas de las madres y los padres son útiles para abordar el análisis de las prácticas educativas familiares. En concreto, nos referimos a la dimensión modcrnidad/tradición. Por ejemplo, Garnero y Bourguignon (1987) estudiaron la relación entre las pautas de crianza de las madres argelinas y el desarrollo infantil mediante observaciones directas de las interacciones madre-niño, la realización de entrevistas en profundidad con las madres sobre cómo concebían el cuidado infantil y medidas de desarrollo cognitivo y social de las criaturas. Su estudio manifiesta un choque profundo —y conflictivo— tanto para las madres como para las niñas y los niños entre las creencias tradicionales y las que provienen del mundo occidental.
La dimensión modernidad/tradición ha sido contemplada por muchos autores como el factor más importante para discernir las creencias familiares (Schaefer, 1987; Goodnow y Collins, 1990; Palacios y al., 1992; Triana, 1993). En general, el estudio de las ideas, creencias y expectativas de las familias se realiza mediante cuestionarios en los que se incluyen las siguientes dimensiones: ideas sobre las causas de la conducta y los factores que la determinan, ideas sobre el calendario evolutivo de las criaturas, ideas sobre cómo aprenden los niños y las prácticas educativas más adecuadas por parte de los progenitores y las ideas sobre los valores educativos y las expectativas de las madres y los padres. Sobre la base de estas dimensiones, se establecen una serie de preguntas o pequeños problemas con diversas soluciones que el encuestado debe elegir. A partir de las respuestas de los padres, se intenta mediante análisis factoriales encontrar pautas de respuestas que se asemejen de modo que se pueda establecer una tipología de las ideas familiares. Por ejemplo, ideas innatistas versus ideas ambientalistas o pautas educativas basadas en el castigo versus pautas permisivas.
Palacios (19876) y Palacios y al. (1992) encuentra tres tipos de familias: tradicionales, modernos y paradójicos. Los progenitores tradicionales han tenido muy poca información o ninguna sobre el embarazo, el desarrollo y la educación; no enfatizan los aspectos psicológicos de determinadas situaciones y experiencias infantiles —por ejemplo, afirman que la única implicación del juego infantil es la diversión—; explican las diferencias interindividuales a través de criterios innatistas; tienen una percepción muy baja sobre sus posibilidades de influir en el desarrollo infantil; son pesimistas en sus pronósticos sobre las habilidades infantiles —por ejemplo, afirman en un porcentaje muy elevado que el lenguaje del niño no es comprensible para los extraños hasta los 3/4 años de edad— y tienen ideas estereotipadas como, por ejemplo, que tener una sola criatura es malo.
Por contra, los progenitores modernos se caracterizan por una elevada información sobre el embarazo, el desarrollo y la educación; son conscientes de las implicaciones psicológicas de muchas de las actividades infantiles; interpretan las diferencias individuales en términos de herencia y educación; creen que tienen gran influencia en el desarrollo de sus criaturas; tienen expectativas optimistas sobre las habilidades de sus hijos —por ejemplo, un 90% piensa que el feto de 7 meses puede oír la voz de las madres— y la presencia de ideas estereotipadas es muy pequeña.
Los progenitores paradójicos comparten rasgos de los tradicionales y de los modernos. Así, se asemejan a los modernos en que son conscientes de los aspectos psicológicos implicados en numerosas actividades infantiles y, a la vez, a los tradicionales en que consideran que su influencia sobre el desarrollo infantil es limitada. Un aspecto de interés de este grupo de madres y padres es que ha recibido información sobre el embarazo, el desarrollo y la educación, pero muy pocos se acuerdan de aspectos concretos.
Los estudios realizados por Palacios (1987b) defienden que casi el 50% de las familias estudiadas se sitúa en este tercer grupo. Es decir, un grupo que oscila entre lo que el autor denomina padres tradicionales y padres modernos. Tiene también importancia constatar que el grado de heterogeneidad en las respuestas de este grupo es también muy alto. Así, a diferencia de los otros dos grupos en los que un elevado número de respuestas se muestran significativas como identificativas de la tipología descrita, en el caso de los progenitores paradójicos sólo 8 tipos de respuestas alcanzaron una significación del 0'01.
Triana (1993) da cuenta de un cuestionario en el que aparecen cuatro tipos de teorías evolutivas: ambientalista, constructivista, innatista y nurturista. La aplicación del cuestionario a las familias permitió describir también tres grupos de familias. Las primeras —el 50% de la muestra— aceptaban la teoría ambientalista y constructivista y rechazaban las teorías nurturista e innatista. Las segundas aceptaban las teorías innatistas y constructivistas y rechazaban la ambientalista y la nurturista. Por último, las terceras, tras rechazar las teorías ambientalista y constructivista, aceptaban la innatista y nurturista. El análisis discriminante de las respuestas de los progenitores mostró que no sólo discriminan entre las ideas de los distintos enunciados de la encuesta, sino que, además, “son muy coherentes a la hora de configurar sus propias creencias” (Triana, 1993:228). En concreto, los que asumen postulados ambientalistas son muy contrarios a los postulados innatistas y, a la vez, si asumen postulados nurturistas los oponen a los postulados constructivistas. Por último, Triana (1991, 1993) destaca que los padres se muestran de acuerdo con más de una teoría, pero que la mezcla se realiza entre las teorías afines y nunca entre las contradictorias, lo cual le lleva a concluir que “los padres no actúan de forma descerebrada en sus quehaceres educativos” (Triana, 1993:229).
En relación a los factores que configuran uno u otro tipo de ideas tanto Palacios (19876) como Triana (1993) se muestran de acuerdo. Así, las familias de nivel sociocultural alto de las zonas urbanas rechazan el innatismo y la concepción nurturista y defienden su influencia sobre el desarrollo infantil, así como la necesidad de ofrecer ayudas contingentes a sus criaturas. Las familias de nivel sociocultural bajo y de zona rural se muestran, por contra, innatistas y nurturistas y, simultáneamente, rechazan sus posibles influencias sobre el desarrollo infantil.
Palacios y al. (1992) estudian la relación entre el comportamiento de las madres y los padres, el desarrollo infantil y las creencias e ideas paternas en una muestra de 72 familias con niñas y niños cuya media de edad era de 22 meses y medio. En concreto, analizan la relación entre las ideas de los progenitores y su estimulación del desarrollo en una situación de “lectura de libros”, la relación entre las ideas de los padres y la estructuración del hogar medida a través de la escala HOME y la relación entre las ideas de los progenitores y el desarrollo infantil medido mediante pruebas de desarrollo cognitivo y desarrollo lingüístico. En sus conclusiones afirman que:
los padres tradicionales... son los que ofrecen una estimulación más pobre. En el otro extremo, los padres modernos... proveen una rica y adaptada estimulación. Los padres paradójicos... no son pasivos... estimulan, pero no ajustan dicha estimulación suficientemente a los requerimientos de los niños.. (en la situación de lectura de libros) los padres paradójicos se parecen a los padres modernos en algunos aspectos, mientras que en otros se asemejan a los padres tradicionales... (los padres paradójicos) no están en el medio entre los tradicionales y los modemos, sino que unas veces hacen de modernos y otras de tradicionales» (1992:89).
Igualmente, los hijos de los padres modernos crecen en un entorno doméstico más rico que el de los padres tradicionales. Por último, las medidas de desarrollo muestran que las criaturas de familias modernas tienen puntuaciones significativamente más altas que las niñas y los niños de familias tradicionales. Como dicen los autores, “en los diferentes resultados analizados, las puntuaciones se incrementan de los niños tradicionales, a los paradójicos y a los modernos” (1992:90). Por último, para resaltar la importancia de las ideas en el comportamiento de los adultos, los autores muestran que si se agrupa a las familias por su nivel educativo las correlaciones que se establecen son menores; es decir, en su muestra la estimulación positiva correlaciona mejor con los padres modernos que con un nivel educativo alto y viceversa con una estimulación menos positiva y los padres tradicionales o los de nivel educativo bajo.
Triana (1993) muestra que existe una alta correlación entra las teorías implícitas de los progenitores y sus juicios causales y prescriptivos sobre el comportamiento infantil. En concreto, la autora cree que las ideas de las madres y los padres no sólo sirven para interpretar la realidad, sino también para actuar sobre ella.
Estos resultados resaltan el carácter organizador de las creencias que aglutinan tanto información genérica como aquella de carácter más pragmático. Este hecho facilita la interpretación de las distintas situaciones educativas a las que se enfrentan, y moviliza la elaboración de planes de acción adecuadas para tales circunstancias» (Triana, 1993:239).
La relación entre las ideas de los progenitores y el comportamiento de la familia que apoyan Palacios y al. (1992) y Triana (1993) ha sido puesta también de manifiesto por Sigel (1986) y Miller (1988), los cuales han revisado una amplia literatura sobre ideas de los padres y las situaciones de aprendizaje, ideas de los padres y organización del entorno del hogar e ideas de los padres y comportamientos de control/permisividad de la actividad infantil. Sin embargo, Goodnow y Collins (1990) señalan adecuadamente que “la cuestión importante no es si existe congruencia entre ambos aspectos, sino cuando ocurre” (1990:115) y muestran diversos trabajos (Skinner, 1985; Kochanska y al., 1990) en que dicha congruencia existe en diversos momentos y no en otros. Su propuesta, extraída del trabajo de Smetana (1988) sobre la naturaleza y el grado de equivalencia entre madres y padres y adolescentes de diferentes edades que realizaban juicios sobre la responsabilidad de la conducta de los adolescentes, consiste en partir de la “mutua cognición” y, en consecuencia, estudiar cómo interactúan y negocian una tarea determinada díadas con ideas distintas sobre su resolución. De esta forma, Goodnow y Collins (1990) creen que se podría obtener información en relación a cada miembro de la familia sobre la cantidad de argumentación que cada uno asume como razonable para modificar el punto de vista del otro, los momentos en que uno de los miembros de la díada claudica o ambos acuerdan que están en desacuerdo, etc.
De esta manera, podríamos acercarnos al ideal de observar relaciones entre las ideas y las interacciones en una situación en la que las ideas tienen que ver con las interacciones, en donde ambas partes tienen un cierta conocimiento de las ideas de! otro, en donde hay alguna oportunidad para cambiar o resistirse a las ideas del otro y en donde las acciones son de más de un miembro de la familia e implican más de un único acto: de hecho, en las que las condiciones están más relacionadas con las que se obtienen en el parentazgo diario (1990:125-126).
Otra de las cuestiones se refiere a la relación entre las ideas de los progenitores y el desarrollo infantil. En este caso, se plantean numerosos problemas. En primer lugar, están las cuestiones sobre la “bidireccionalidad”, ya discutidas anteriormente, que se establece en la familia y que hace difícil determinar cómo se producen las influencias mutuas o, en otras palabras, hace difícil aceptar que la influencia sea exclusivamente de los padres a los hijos. En segundo lugar, la mayoría de trabajos parten de una única hipótesis que condiciona todo su trabajo. Por ejemplo, en el ámbito de la teoría del distanciamiento de Sigel (1970), diversos autores (Sigel y McGillicuddy-DeLisi, 1984, Palacios y al., 1992) consideran que el nivel de competencia cognitiva del niño —especialmente, su habilidad representacional— está influenciada por el hecho de que las madres y los padres asuman un punto de vista sobre el aprendizaje centrado en el niño en el que éste adquiere conocimiento mediante el descubrimiento y la construcción activa, a través de las preguntas, realizadas por sus progenitores, que le animan a dar un paso más sin contentarse con la respuesta dada por la criatura. Esta concepción determina el tipo de ideas que se investigan y las acciones y las medidas de desarrollo que se seleccionan. Igualmente, Hunt y Pareskovopoulos (1980) asumen que la condición óptima para el desarrollo cognitivo es la existencia de comparaciones entre las expectativas sobre lo que un niño puede hacer y lo que es capaz de hacer. Esta idea ha sido asumida por Boller (1987) en su escala sobre la percepción del desarrollo infantil y por Palacios (1987c) en su noción de “Zona de Desarrollo Percibida”.
Sin embargo, la hipótesis única relativa a la relación entre ideas de las madres y los padres y desarrollo infantil es ampliamente cuestionada en numerosos trabajos (Bacon y Ichigawa, 1988; Barber, 1988; Hess y al., 1980; Stevenson y al., 1985; Stigler y al., 1982) con una perspectiva transcultural en los que se destaca que las relaciones entre las ideas de los padres y los resultados escolares —en la mayoría de trabajos— responden a diferentes hipótesis. Así, entre otras, los investigadores toman medidas sobre las creencias de los progenitores y sus comportamientos relativos a dar instrucciones directas a los niños o fomentar su descubrimiento, sobre ayudar o no a las criaturas en la resolución de sus deberes escolares y cómo hacerlo, sobre atribuciones que realizan los padres que pueden ser asumidas por las niñas y los niños como fuente autorreguladora de sus esfuerzos, etc.
En tercer lugar, es muy complicado atribuir el desarrollo infantil únicamente a la influencia de las ideas de las madres y los padres. Los niños no reciben únicamente influencias de sus padres, sino que participan en diversos sistemas que influyen directamente en sus capacidades y su desarrollo. Por eso, aislar un factor único —las ideas de los progenitores— como determinante no parece una perspectiva adecuada. En este sentido, Goodnow y Collins (1990) proponen la idea de “múltiples voces”. En concreto, consideran que las ideas de los padres devienen más importantes por virtud de ser un punto de vista del conjunto de puntos de vista con que el niño tiene contacto y que se refuerzan o se suplen entre sí. Por ejemplo, Holloway y al. (1988) mostraron que las niñas y los niños mexicanos se veían confrontados con las ideas de sus progenitores y las de sus maestros, pero que ello no les provocaba ningún conflicto, sino que aceptaban las ideas de sus padres en relación a la vida familiar y las de los maestros en relación a la vida escolar. Es decir, las ideas de las madres y los padres pasaban a ser importantes en un único dominio de la vida de las criaturas.
A pesar de estas advertencias, un gran número de autores (Cashmore y Goodnow, 1985, 1986; Schaefer, 1987; Palacios y al., 1992; Vila y Bassedas, 1994) han encontrado relaciones entre las ideas de los padres, su percepción del desarrollo, la organización del ambiente hogareño y el desarrollo infantil. En particular, merece destacar el trabajo de Schaefer (1987) en el que estudia la relación entre numerosas variables obtenidas a los 4 meses de vida de los niños y sus capacidades cognitivas y sociales cuando tenían 5 años. Las variables que utiliza son: las interacciones maternas con sus hijos cuando éstos tenían de 4 y 12 meses, las ideas de las madres sobre el cuidado infantil y la educación, sus valores y su ideas sobre el desarrollo y las prácticas educativas medidas según la dimensión modernidad/tradición, la inteligencia de las madres, la presencia del padre, el nivel educativo de los padres y el tipo de trabajo. La competencia académica de las niñas y los niños —no su competencia social— se podía predecir desde las ideas de las madres y el tipo de interacciones a los 12 meses de vida.
Ello era más significativo en el caso de las criaturas blancas que en el de las criaturas negras, las cuales habían tenido, en sus primeros cinco años de vida, una situación de vida más inestable que las criaturas blancas.
Sameroff y al. (1987) realizan también un amplio estudio longitudinal en el que tienen en cuenta variables semejantes a las del trabajo de Schaefer (1987). Sin embargo, sus resultados son mucho más cautelosos por no decir contradictorios. El número de variables consideradas fue de 10 —ideas de las madres, salud mental, ansiedad, nivel educativo, tipo de trabajo, estatus minoritario, interacciones madre-niño, tamaño de la familia, presencia del padre, número de sucesos estresantes a lo largo de cuatro años— y la primera cosa que destaca es que existe una relación lineal entre el número de factores y las puntuaciones de las niñas y los niños. Es decir, las puntuaciones se explican mediante varias variables. En segundo lugar, diferentes clusters organizan las variables y sólo en uno aparecen las ideas de las madres asociadas con su nivel educativo y su estatus minoritario. Además, este cluster no se diferencia de los demás clusters para explicar las diferencias en las puntuaciones infantiles. Sameroff (1987:347) concluye que “es la combinación de múltiples variables” las que explican los resultados infantiles. En este sentido, también concluye que lo importante no es buscar relaciones causales entre las ideas de los padres y las capacidades infantiles, sino intentar averiguar el peso que tienen las ideas de los padres entre el conjunto de factores que explican el desarrollo infantil.
Laosa (1982) en un estudio con 50 familias con hijas e hijos de 3 años de edad encontró también que el desarrollo cognitivo de los niños era el resultado de múltiples factores, uno de los cuales eran las expectativas maternas sobre el futuro escolar de sus criaturas.
Para terminar, diremos que la concepción de asumir las ideas de los progenitores como una medida del “macrosistema” en términos de Bronfenbrenner (1987) y establecer relaciones directas y causales con el desarrollo infantil y las pautas de crianza no parece muy adecuada. Si bien algunas investigaciones establecen dicha relación lo hacen fundamentalmente desde un punto de vista único sobre el desarrollo y, en consecuencia, utilizan medidas del comportamiento parental y de sus creencias relativamente sesgadas. Otras investigaciones que introducen más factores muestran que las ideas de los padres son un factor más a tener en cuenta, pero no es determinante ni en relación a las pautas de crianza, ni en relación al desarrollo infantil.
Pautas de crianza, nivel sociocultural de las familias y diferencias culturales
La distinción modernidad/tradición que hemos analizado en el apartado anterior se ha relacionado en una gran cantidad de estudios (Maccoby y Martin, 1983; Palacios, 1987a; Triana, 1993) con el nivel sociocultural de las familias. Así, las investigaciones ponen de manifiesto que las familias de nivel sociocultural bajo y medio/alto se diferencian en cuatro aspectos:
Las familias de nivel sociocultural bajo acentúan la obediencia y el respeto a la autoridad, mientras que las de nivel sociocultural alto enfatizan la curiosidad, la ambición, la independencia y la creatividad.
Las familias de nivel sociocultural bajo son más restrictivas y autoritarias que las familias de nivel sociocultural medio/alto, las cuales son más permisivas o democráticas.
Las familias de nivel sociocultural medio/alto hablan más con sus hijos, les ofrecen un lenguaje más complejo que las de nivel sociocultural bajo y razonan más con ellos que estas últimas.
Las familias de nivel sociocultural medio/alto se muestran más cariñosas y cálidas con sus hijos que las de nivel sociocultural bajo.
Así, da la impresión de que, en términos medios, las familias de nivel sociocultural bajo son más punitivas e intolerantes ante la desobediencia que las de nivel sociocultural medio/alto. Las razones de ello pueden ser diversas. En primer lugar, las condiciones de vida de las personas de nivel sociocultural bajo son, en general, más estresantes que las condiciones de vida de las clases medias lo cual puede significar, para las madres y los padres, una menor atención a las necesidades de sus hijas y sus hijos. En segundo lugar —y en relación con el punto anterior— hemos de referirnos a la propia influencia del niño. Así, las madres de familias de nivel sociocultural bajo acostumbran a ser más jóvenes, estar menos informadas y tener menos controles a lo largo del embarazo, lo cual se traduce también en un número mayor de niños prematuros o de complicaciones neonatales. En consecuencia, también puede haber más niños irritables o con otras dificultades que complican su cuidado y lo hace más difícil.
Por último —y, a nuestro entender, el punto más imponante— las diferencias entre las prácticas educativas familiares en familias de clase social baja y familias de clases medias se puede explicar en relación a su funcionalidad en una situación social y cultural determinada. Ogbu (1981), en un excelente trabajo sobre los adolescentes en los “ghettos” urbanos de Estados Unidos, muestra las características de la “subcultura” en que deben vivir y discute la propiedad de las prácticas educativas familiares para sobrevivir y promocionarse en dicho medio. En concreto, Ogbu (1981) afirma que las madres de estos niños se muestran extremadamente cariñosas y afectuosas, pero que, a la vez, compatibilizan el cariño con prácticas autoritarias cuando sus niños alcanzan la edad de 2/3 años y posteriormente. Su discusión se relaciona con la “funcionalidad” de dichas prácticas en el contexto social y cultural en que se desarrollan. Así, desde su punto de vista, este tipo de prácticas son las que permiten que estas criaturas desarrollen habilidades para hacerse respetar en una situación en la que la lucha, el combate y la pelea están al orden del día. Ogbu (1981) critica la concepción de prácticas mejores que otras y discute su relevancia cultural y social en una situación determinada. A la vez, como ya hemos señalado anteriormente, el autor acentúa los aspectos afectivos y de consistencia de las prácticas familiares como los criterios que las deberían diferenciar.
En el mismo sentido, Kohn (1979) afirma que las familias de nivel sociocultural bajo utilizan prácticas educativas familiares que acentúan valores como la obediencia, el respeto al poder, etc., mientras que, en las clases medias, se destacan valores como la ambición, la curiosidad, la creatividad, la autonomía, etc. En su discusión, Kohn (1979) también incide en la funcionalidad de dichos valores en función de las propias expectativas familiares y considera que, en una economía como la norteamericana, este tipo de valores tienen una clara funcionalidad en relación al tipo de trabajo que las familias esperan que unos y otros tengan.
Sin embargo, como muestra Bronfenbrenner (1958), esto no era así hace 50 años. En concreto, Davis y Havighurst (1946) mostraron que las familias de nivel sociocultural bajo eran más permisivas en sus prácticas educativas que las familias de nivel sociocultural alto. Diez años después, las cosas ya habían cambiado y, en un estudio realizado por Sears y al. (1957), los resultados indicaban justamente lo contrario. Bronfenbrenner (1958) realiza una discusión sobre la modificación de las prácticas educativas en función de la modificación de las pautas sociales y relaciona la inversión producida por los cambios dramáticos y rápidos que se suceden en Estados Unidos tras la Depresión y la Segunda Guerra Mundial.
No hace falta decir que el término “reproducción” utilizado por Bourdieu (1977) se relaciona directamente con nuestra discusión. La reproducción no se efectúa únicamente desde el contexto escolar, sino que desde la propia familia se tiende a perpetuar el sistema de vida y de valores. Evidentemente, ello comporta un gran número de problemas que se relaciona fundamentalmente con el consenso social en forma de discurso que legitima una situación determinada.
Laosa (1981) también discute esta cuestión desde una perspectiva diferente. En concreto, muestra las diferencias culturales asociadas a términos como clase social, etnicidad, etc. y critica que, en muchos estudios, se confunden los distintos términos. Por ejemplo:
muchos investigadores han comparado... una muestra chicana con una muestra anglo-americana cuando el estatus socioeconómico de las familias chicanas era más bajo que el de las familias anglo-americanas. Claramente, esta manera de entrelazar y confundir las variables étnica y de dase conduce a resultados que son difíciles o imposibles de interpretar porque no permiten una separación válida de los determinantes culturales y socioeconómicos de la conducta» (1981:130).
Tras discutir numerosas investigaciones, Laosa (1981) se centra en las diferencias étnicas y critica la concepción del mejor maternazgo en un sentido general y hace suya la afirmación de LeVine (1978) para quien la decisión sobre si las mujeres son o no unas “buenas madres” sólo se puede hacer mediante las pautas relevantes de su propia cultura. Igualmente, introduce los términos de cultura, subcultura y sociocultura para describir la variabilidad existente en una misma sociedad y afirma que:
la mayoría de visiones de la conducta maternal ha tratado con la variabilidad sociocultural ignorando o invocando el concepto de “déficit” o “patología social”. Típicamente, la competencia maternal se ha definido como un conjunto unitario de normas, y casi sin excepción, las normas en los Estados Unidos han tendido a representar las características del modo de vida de las mujeres blancas de clase media. Una mujer es juzgada como madre competente si sus características maternales se adecuan a este conjunto de normas; las mujeres que se desvían de ellas se consideran “deficientes” o “patológicas” (Laosa, 1981:162-163).
Su propuesta consiste en introducir el relativismo cultural y eliminar la concepción etnocéntrica ya que, como también dice Ogbu (1981), las habilidades que son necesarias en una subcultura no lo son en la otra y viceversa. No hace falta decir que dicha propuesta ha tenido notable éxito y se han propagado términos como “respeto a la diferencia”, “interculturalismo”, etc. Sin embargo, esta concepción tiene, a nuestro entender, problemas importantes.
El relativismo cultural presupone que cada sociedad posee sus propios criterios intransferibles de comprensión y explicación de la realidad, que cuenta no sólo con su propia moral y sus propias creencias, sino también con una lógica y una racionalidad inaccesibles a los ajenos a esa sociedad. Además, se añade que es deseable preservar en la mayor medida los distintos universos culturales. Evidentemente, esta forma de entender la cultura parte de la idea que las culturas son una totalidad armónica e integrada y que los cambios introducidos desde el exterior son negativos porque amenazan trastocar el equilibrio interno.
Son diferentes las críticas que se pueden hacer a esta concepción. En primer lugar, tal y como muestra la antropología, resulta difícil determinar los límites de una “comunidad cultural”. En segundo lugar, las culturas no constituyen un todo armónico, sino que tienen un elevado grado de conflicto interno y, por tanto, resulta complicado decidir cuáles son las prácticas y los valores auténticos. En tercer lugar, es poco defendible que una práctica determinada o un valor concreto se deba mantener porque es tradicional o auténtico y no pueda ser sustituido por otro valor o otra práctica que no esté legitimada por la tradición. Por último, desde el relativismo cultural, como muestra Ruiz Manero (1988), no se pueden inferir valores como, por ejemplo, la tolerancia. Si, tal y como afirma el relativismo ético, los conflictos básicos entre valores no se pueden solucionar racionalmente, tampoco se puede inferir del relativismo ningún valor universal.
Sostener que a partir del relativismo ético puede fundamentarse racionalmente el valor de la tolerancia, o cualquier otro valor es inconsistente con el propio relativismo ético, que defiende precisamente la imposibilidad de fundamentar racionalmente nuestras opciones valorativas. (Alvarez-Dorronsoro, 1993:127).
Sin embargo, la crítica del relativismo no implica olvidarse de la existencia de culturas y subculturas diversas. Significa sustituir el relativismo por otra concepción bastante más sensata que es el pluralismo cultural. En este sentido, se trata de aceptar y, sobre todo, de tolerar la existencia de prácticas y valores distintos en una misma sociedad, pero, a la vez, no dar por bueno que todas las prácticas y valores son compatibles y armonizables entre sí.
Por eso, cuando se discuten las diferencias entre familias de nivel sociocultural bajo y nivel sociocultural medio/alto o entre familias de la mayoría cultural o de las minorías culturales se trata de tener en cuenta la situación sociocultural en que se producen, pero no darlas necesariamente por buenas porque son funcionales en la reproducción del mismo tipo de prácticas y valores. En este sentido, no compartimos la formulación de LeVine (1978) que hemos expuesto anteriormente y que se apoya en el relativismo cultural.
La idea de incidir en la mejora de las prácticas educativas familiares no puede limitarse a promocionar aquel tipo de prácticas que son las más adaptadas para reproducir el mismo tipo de vida y los mismos valores que definen un grupo social o cultural. A la vez, es necesario reflexionar sobre los valores y las formas de vida con el objeto de estudiar cuáles son las prácticas educativas que las favorecen. Evidentemente, como ya hemos repetido numerosas veces, esta investigación debe hacerse teniendo en cuenta también la situación sociocultural en que se producen y, por tanto, teniendo en cuenta a qué tipo de discurso responden. En definitiva, tan mala puede ser una práctica educativa que promueva la ambición y el poder como forma de realización de la especie humana entre las clases medias como la que promueve el acriticismo y el sometimiento en las clases sociales bajas y, simultáneamente, tan buena puede ser una práctica educativa que acentúe la autonomía y la creatividad infantil en las clases medias como la que promueve la solidaridad en las clases sociales bajas.
El efecto de los hermanos en el sistema familiar
Al inicio de este capitulo nos centramos en los cambios inducidos en las familias en los últimos años y, posteriormente, discutimos diversos aspectos relacionados con las pautas de crianza. En este apartado querernos retomar otro aspecto, distinto a los tratados, que se deriva de nuestra concepción de la familia como un sistema social. En este sentido, las influencias sobre un niño en particular no se realizan exclusivamente a través de la madre y el padre, sino también a través de los hermanos. Parece claro que dicha influencia es mucho más notable en las familias extensas —como en el caso de la comunidad gitana—que en las familias nucleares, pero, no por ello, deja de ser importante. Por ejemplo, Laosa (1982) encontró que uno de los factores importantes para explicar el éxito escolar de las niñas y los niños de 3 años que tenían hermanos mayores se relacionaba con las situaciones de lectura conjunta que tenían entre ellos.
La naturaleza de las relaciones entre hermanos puede calificarse como paradójica (Shaffer, 1989). De una parte, numerosos investigadores (Dunn y Kendrick, 1982; Dunn, 1986) han puesto de manifiesto la rivalidad existente entre los hermanos. Pero, de la otra, también hay investigaciones (Buhrmester y Furman, 1987) que afirman que los niños asignan a sus relaciones con los hermanos un lugar central en sus relaciones sociales —en concreto, más importante que sus relaciones con los amigos—. Además, incluso en la adolescencia se mantiene la tendencia de considerar al hermano como confidente y una fuente de apoyo.
No nos detendremos en analizar las diferentes causas y factores que los investigadores invocan para explicar la naturaleza paradójica de las relaciones entre hermanos y nos centraremos en describir sus efectos, especialmente los efectos positivos que son los que están más presentes en la literatura. Así, se han estudiado tres aspectos distintos: los hermanos como figura de apego, los hermanos como modelo social y los hermanos como enseñantes.
Varios trabajos muestran que el hermano o la hermana mayor es una figura de apego y que, por tanto, juega un papel de apoyo emocional en situaciones diversas en las que no están los padres. Igualmente, además de proveer seguridad y facilidad para explorar situaciones nuevas, los hermanos mayores también representan un modelo social a imitar por parte de los pequeños.
Pero, probablemente, uno de los efectos más importantes sobre el desarrollo de ambos hermanos se relaciona con el papel de enseñantes que los hermanos mayores adoptan. La investigación de Laosa (1982) antes citada es un ejemplo. Brody y al. (1982) muestran que los hermanos mayores cuando juegan con sus hermanos pequeños asumen el papel de enseñantes y de directores de la acción en curso. Incluso, cuando hay amigos presentes, el control del hermano pequeño es realizado por el hermano mayor. Da la impresión que los hermanos mayores, especialmente cuando juegan solos con el hermano pequeño, asumen un claro papel instruccional y, por ejemplo, se ha visto que niñas y niños bastante pequeños que eran capaces de leer sin excesivas dificultades habían jugado numerosas veces “a la escuela” con sus hermanos mayores (Norman-Jackson, 1982; Laosa, 1982).
Pero, el beneficio de dichas relaciones no es únicamente para el hermano pequeño, sino que los hermanos mayores también se benefician. Por ejemplo, aquellos niños que hacen de “tutores” de sus hermanos aumentan su rendimiento académico. Al igual que para su hermano, da la impresión que aquellos niños que asumen un papel de enseñantes en el juego con sus hermanos aprenden a través de la tutorización y, a la vez, su hermano, como hemos visto, se beneficia de sus enseñanzas.
Dunn (1986) señala que la influencia educativa entre hermanos depende en alto grado de la calidad emocional de su relación y de la forma en que ésta encaje en la trama de las demás relaciones en la familia. Estas afirmaciones concuerdan con lo expuesto anteriormente, de modo que, en una familia, en la que el afecto y la comunicación está en el centro de sus relaciones no sólo redunda en las relaciones de los padres con sus hijos, sino también en las que se establecen entre los hermanos.
Para acabar con este capítulo, hemos de decir que el tema de las prácticas educativas familiares no acaba en los temas que hemos comentado. Hay cuestiones que en los últimos años han sido ampliamente tratadas y que, en nuestra exposición, sólo hemos tocado lateralmente. Por ejemplo, el papel del padre en la organización familiar y su influencia en el desarrollo infantil, las cuestiones relacionadas con el divorcio y las familias reconstituidas —la custodia, la fase crítica, etc.—, los temas relacionados con los malos tratos infantiles y las familias desestructuradas, etc. Muchos de los temas referidos constituyen ámbitos de actuación psicoeducativa que, en un futuro muy cercano, serán cada vez más relevantes. En este sentido, es necesario profundizar en el estudio de las prácticas educativas familiares, distinguiendo sus diferentes tipos y sus implicaciones en el desarrollo infantil.
Puntos de partida: educación y sociedad
Juan Delval
Hay una serie de presupuestos que están implícitos a lo largo de todo este libro, y de los cuales partimos, por lo que me parece conveniente hacerlos explícitos desde el primer momento.
Creo que la escuela es una institución que va a seguir existiendo durante largo tiempo y que hoy por hoy resulta necesaria. Es difícil ver de qué manera se podría transmitir la cantidad de conocimientos que son necesarios en la sociedad actual y también qué se podría hacer con los niños durante el largo período en que no están plenamente incorporados a la sociedad de los adultos. Diversas razones, que quedarán bien patentes a lo largo de las páginas que siguen, hacen inviable que el aprendizaje pueda realizarse en la casa de cada niño o que sea sustituido por otros vehículos, como los actuales medios de comunicación. La escuela tiene una función insustituible como lugar para aprender a pensar de una manera crítica, a reflexionar sobre los problemas sociales, y para adquirir las normas que rigen las relaciones con los otros.
La escuela actual resulta insatisfactoria porque no realiza las funciones que aparentemente tiene encomendadas. Aunque sus objetivos no están formulados con suficiente precisión, lo que podemos ver es que no permite una socialización adecuada de los niños, realiza una transmisión de conocimientos muy pobre, no hace feliz a los individuos que asisten a ella. Por el contrario, fomenta la sumisión y el respeto por el orden establecido y también realiza la función de tener a los niños ocupados varias horas al día durante muchos años.
La escuela actual no aprovecha el enorme potencial que tienen los niños para aprender, que la escuela despilfarra o canaliza en un sentido poco adecuado. El niño es un organismo enormemente activo, está siempre buscando nuevas experiencias y es una poderosa máquina de aprender que puede ser prácticamente insaciable. Pero para desarrollar esas características que pueden considerarse desde un cierto punto de vista como muy positivas es necesario colocar al niño en un ambiente adecuado que favorezca esas capacidades, que son las que en último instancia han hecho al hombre un animal único en la naturaleza (Delval, 1994).
Toda escuela está profundamente ligada a la sociedad en la que existe y es difícil que haya una gran distancia entre una y otra. Lo que proponemos aquí está pues ligado a un tipo de sociedad hecha para satisfacer las necesidades del hombre, y las necesidades de la mayoría de los hombres, no sólo las de unos pocos. Una sociedad en la que no haya tremendas desigualdades y sobre todo en la que los hombres sean cada vez más dueños de su propio destino, limitado sólo por lo inevitable y no por la voluntad de otros individuos. Una sociedad en la que la racionalidad ocupe un lugar importante y no se trate de fomentar los elementos más irracionales y contradictorios del hombre para enfrentar a unos contra otros en beneficio de terceros. Además, una sociedad en la que el placer ocupe un lugar importante. Pensando en una sociedad de esas características generales y vagas es como hemos redactado estas páginas.
Esto hace muy difícil cambiar la escuela sin que cambie paralelamente la sociedad. El cambio de una está ligado al cambio de la otra, pero sin que tenga necesariamente que producirse una transformación total. Por esto es posible un cierto margen de maniobra y quizá, en alguna medida, el cambio de la escuela pueda contribuir al cambio de la sociedad. Esta es una esperanza de todos los que trabajamos en relación con la educación.
La socialización de las nuevas generaciones
La educación es quizá el mayor invento que han realizado los seres humanos (Bruner 1997; Delval, 2000a), pues a ella deben buena parte de su éxito adaptativo como una especie animal más entre las que pueblan la tierra: les ha permitido transmitir a las nuevas generaciones las adquisiciones de las anteriores, sin que cada individuo tenga que descubrir por sí mismo lo que ya sabían sus antecesores. A través de la educación los niños y jóvenes pueden partir con un bagaje semejante al que tienen sus mayores, lo que hará posible que lleguen más lejos que ellos.
Cada sociedad trata de perpetuarse en los nuevos individuos que nacen dentro de ella e intenta transmitirles todas las tradiciones, normas, valores y conocimientos que se han ido acumulando. En principio busca producir individuos lo más parecidos a los que ya existen y para ello los socializa de forma sistemática haciéndoles que se identifiquen con los ideales de esa sociedad, o con los ideales del grupo dominante que tratan de imponerse a todos. Aunque existan elementos comunes en los sistemas educativos actuales, posiblemente la educación que se da a los distintos grupos sociales en una misma sociedad no sea la misma y haya diferencias, que pueden ser muy sutiles, e incluso imperceptibles si no se analizan con gran cuidado, entre la educación que se proporciona a unos grupos y a otros, aunque se pretenda que vivimos en una sociedad democrática e igualitaria.
Lo que sucede es que la educación es un fenómeno tan amplio, tan complejo, y que es realizado por instancias tan diferentes, que puede decirse que no hay un designio explícito y único. Es una institución social que se encuentra en la intersección de diversas fuerzas sociales que no actúan necesariamente en el mismo sentido. Puede ser el resultado de tensiones entre grupos sociales y por ello presentar un carácter externamente contradictorio. Podríamos decir que es una actividad multideterminada. Son muchas las instancias que se ocupan de la educación: los padres, los adultos en general, los profesores, los medios de comunicación, las instituciones políticas, el Estado, las instituciones religiosas, las instituciones económicas, en definitiva la sociedad toda, y esas distintas influencias no siempre tienen que ir en el mismo sentido.
Posiblemente fue el sociólogo francés Emile Durkheim el primero que desarrolló de una forma sistemática la idea de que la educación es una institución social, que aparece estrechamente vinculada con el resto de las actividades sociales y que, por tanto, no tiene un fin único y permanente sino que ese fin cambia con el tipo de sociedad, e incluso con la clase o el grupo social al que pertenece el educando. Por eso propone la fórmula siguiente:
La educación es la acción ejercida por las generaciones adultas sobre las que todavía no están maduras para la vida social. Tiene por objeto suscitar y desarrollar en el niño cierto número de estados físicos, intelectuales y morales, que exigen de él la sociedad política en su conjunto y el medio especial al que está particularmente destinado (Durkheim, 1911, p. 70).
Y a continuación resume su fórmula de la siguiente manera: “La educación consiste en una socialización metódica de la generación joven” (p. 71).
En todo caso, la presión social para la educación es irresistible. Como recuerda Durkheim:
Es inútil creer que podemos educar a nuestros hijos como queremos. Hay costumbres con las que estamos obligados a conformarnos; si las desatendemos demasiado se vengan en nuestros hijos. Éstos, una vez adultos, no se encuentran en estado de vivir entre sus contemporáneos, con los cuales no se hallan en armonía [...]. Hay, pues, en cada momento del tiempo, un tipo regulador de educación, del cual no podemos apartarnos sin chocar con resistencias vivas, que contienen las veleidades de disidencias (Durkheim, 1911, p. 62).
La educación es el sedimento de la evolución de la humanidad y de una sociedad determinada. Lo que determina la educación son las vicisitudes por las que ha pasado esa sociedad y su constitución en un determinado momento.
Las sociedades no suelen formular de manera explícita los objetivos de la educación, las características deseables de la generación joven, pero hay mecanismos sutiles que llevan a la reproducción de las características de los adultos con gran exactitud, y que éstos ejercitan perfectamente sin ser conscientes de ello. Los padres, los maestros, o los adultos en general, tienen un modelo de aquello que debe permitirse y que no debe permitirse en los niños, lo que debe apoyarse y lo que debe combatirse, frecuentemente sin percatarse de lo que están haciendo. Es como si operaran mecanismos automáticos, que hacen posible a los adultos participar eficazmente en la tarea común de socialización. Pero también actúan otros mecanismos sociales, que tienen que ver con la organización social y con las relaciones de producción, que interfieren en los modelos inconscientes que tratamos de seguir. Así, aunque pretendamos que nuestros hijos o alumnos participen de nuestros valores, la organización de la vida social puede influir para que se adhieran también a otros, que nos parecen menos deseables. En esto tiene que ver también el conflicto necesario que se produce en la adolescencia, cuando los jóvenes tratan de establecer su propia identidad (Delval, 1994).
La definición de Durkheim nos ayuda poderosamente a entender qué es la educación, pues nos muestra que no hay un fin universal al que encamine la educación, como no hay fines en la naturaleza, y que cada sociedad tiene sus propios fines. Lo único que se mantiene constante entre unas sociedades y otras es la función, pero no los contenidos. Educar y ser educado son componentes esenciales de la naturaleza humana, aunque varíen los contenidos y, como decimos, cada sociedad, y generalmente cada individuo dentro de la sociedad, los ejercita de manera muy precisa de acuerdo con los objetivos sociales, aunque no los conozca explícitamente y nunca se haya planteado que existan. Es un mecanismo implícito pero de una precisión asombrosa.
En ciertas sociedades sí se han formulado de una manera más o menos explícita algunos de los objetivos de la educación y distintos autores han expresado cuáles serían algunas de las características deseables de los hombres. Hay tratados religiosos o viejos libros de contenido moralizante que se planteaban diseñar al niño modelo, contenían los desiderata educativos. Pero la mayor parte de los ideales se mantienen de una manera mucho más oculta, aunque estén inscritos en la conducta de los mayores.
Lo que podemos observar es que en nuestras sociedades modernas se ha vuelto más confusa la meta hacia la que se tiende. En otras sociedades el fin era mucho más explícito, quizá porque se trataba de sociedades mas simples, con unos fines más unitarios. Esta mayor imprecisión de los objetivos de la educación tal vez sea el resultado de las tensiones sociales que existen en nuestro mundo y de la mayor complejidad que tienen nuestras sociedades, como resultado de la existencia de grupos en conflicto con intereses contrapuestos.
En la Edad Media parecía claro que la educación debía tender a implantar el Reino de Dios en la Tierra y que la vida del hombre no era más que una preparación para la vida futura, para la vida eterna. Pero ese carácter religioso de la educación se ha ido perdiendo y no ha sido sustituido de una manera coherente por otros fines. Sin embargo, han seguido manteniéndose de forma soterrada muchos de esos objetivos, aunque se hayan desterrado externamente. Esto es lo que explica que se hable de un “curriculum oculto” que aparece como subyacente a las prácticas educativas, y que se realiza de una manera vergonzante, o muchas veces ignorándose por parte de los individuos que lo ejecutan. La educación actual contiene todavía muchas huellas del pasado, incluso algunas que se ha pretendido eliminar de forma explícita. Para descubrir esas huellas puede ser interesante realizar una breve excursión por algunos capítulos de la historia de la educación.
El peso de la historia
La educación que se practica en la actualidad no es simplemente el resultado de las necesidades sociales del presente, sino que también responde a la historia de la función educativa, y por ello depende bastante del pasado.
Todas las sociedades humanas conceden una enorme importancia a la educación en su sentido más amplio, es decir a la socialización de los jóvenes, pues es la responsable de la supervivencia del grupo. Los niños tienen que aprenderlo prácticamente todo de los adultos a través de su propia experiencia, pero guiados por los mayores. Hay entonces que transmitir las técnicas que permiten la supervivencia, es decir, la manera de procurarse el alimento, la vivienda y satisfacer las necesidades más elementales.
Pero también se transmiten las normas, los valores y las creencias del grupo. No sólo hay que garantizar la supervivencia de los individuos sino también la de la comunidad, pues el individuo sólo puede desarrollarse dentro de ella. La supervivencia de la comunidad es esencial para los individuos, que adquieren su identidad haciendo suyos unos valores comunes. Sentirse de un país, de una nación, de una aldea, de una etnia, es vital para los hombres que llegarán a dar su vida por la defensa de los valores y de los intereses de la comunidad (o de los intereses de los que mandan, pero disfrazados de los intereses de todos).
En las sociedades tradicionales la educación se da en el propio grupo y no hay instituciones especializadas para realizar esa socialización. Los adultos en general, o el grupo de coetáneos, colaboran en esa tarea. Diversos ritos y ceremonias suelen establecerse para dar fe de la admisión del joven como miembro de pleno derecho del grupo y para reforzar los lazos entre los miembros.
De lo que venimos diciendo se desprende que lo más esencial en toda comunidad son los valores compartidos y que los miembros de la comunidad participen, acepten y defiendan esos valores, en oposición, muchas veces artificial, a los grupos vecinos. Sentirse norteamericano, francés, o shipibo es lo primero que hay que procurar. Eso se consigue sintiendo y viendo el mundo como los otros miembros de la comunidad.
Algunas sociedades han establecido, sin embargo, instituciones socializadoras específicas, como son las escuelas. La civilización griega, de la que somos herederos, está entre las que concedieron una mayor importancia a la educación. Allí la educación primaria se realizaba en el hogar y sólo a partir de una cierta edad el niño empezaba a asistir a la escuela. Pero durante la época helenística, al menos, existía una clara distinción entre lo que era la formación moral, del carácter y los valores, que estaba a cargo del “pedagogo”, una especie de criado que vigilaba al niño y le hacía compañía, y la transmisión de conocimientos, reducidos fundamentalmente a la lectura, la escritura y la numeración, que corría a cargo del maestro y es la que se realizaba en la escuela. En realidad el maestro no precisaba tener grandes conocimientos, y se trataba ya de una actividad mal pagada. Como dice Marrou:
el maestro de escuela se encarga de un sector especializado de la instrucción: el maestro equipa técnicamente la inteligencia del niño pero no es él quien lo educa. Lo esencial de la educación es la formación moral, la formación del carácter, del estilo de vida. El 'maestro' se limita únicamente a enseñar a leer, lo cual es mucho menos importante (Marrou, 1954, p. 178).
Además se prestaba también una considerable atención a la formación deportiva y gimnástica, que constituía una preparación para la guerra. El cultivo del cuerpo es uno de los rasgos de la cultura griega, que dentro de ella tiene una clara utilidad social.
Durante la Edad Media existieron tres tipos de escuelas, las monásticas, las episcopales y las parroquiales (Durkheim, 1938; Bowen, 1981). En todas ellas se dio una gran importancia al conocimiento de la lectura y la escritura como enseñanzas explícitas, pero en realidad el objetivo fundamental era poder leer las Sagradas Escrituras y los Textos Sagrados, así como copiar los manuscritos que recogían la palabra divina y las normas religiosas. Se trataba inicialmente de mantener el espíritu del cristianismo y de propagarlo, para lo cual la lectura y la escritura eran instrumentos fundamentales. Ni que decir tiene que la formación religiosa y moral constituía el centro de lo que se consideraba valioso en el aprendizaje. Todas estas enseñanzas las recibían sólo unos pocos y la mayor parte de los individuos permanecían al margen de la escuela.
Si damos un salto y nos situamos ya en los comienzos de la instauración de la escolaridad obligatoria en el siglo XIX, vemos que ésta está ligada a la no necesidad de mano de obra infantil en el trabajo industrial (Delval, I990a). Esas escuelas para todos eran sobre todo un lugar donde mantener entretenidos a los niños y donde darles una formación moral que sus padres no podían proporcionarles porque estaban trabajando en las fabricas. Tampoco convenía dejarlos solos, abandonados a ellos mismos en las calles. Probablemente hay que añadir a esto el hecho de que la revolución industrial había supuesto alteraciones profundas en la vida social en las ciudades y que podía ser necesario incrementar la formación moral y los valores para evitar la descomposición social.
Muchos se alzaron entonces contra la idea de proporcionar educación para todos, ya que sostenían que podia ser perjudicial y podría llevar a que muchos quisieran abandonar el lugar que por su nacimiento les correspondía. Pero, frente a ellos otros sostuvieron que la escuela es precisamente el lugar en que se pueden unificar los valores, y ésta es la idea que ha terminado por imponerse. La escuela se ha convertido en el gran unificador de los valores y en un instrumento importante para el surgimiento de las naciones modernas. La idea nacional se ha reforzado y se sigue reforzando todavía en las escuelas y en muchos países los actos patrióticos y cívicos ocupan un lugar importante en las actividades escolares, como cantar el himno nacional o izar la bandera todos los días.
Este breve recorrido por la historia de la educación nos deja ver con claridad que la instrucción, el conocimiento, y la felicidad del niño nunca han estado entre los objetivos principales de la actividad educativa. Por el contrario, a lo que mayor atención se ha prestado siempre es a los valores, a las creencias compartidas, a formar ciudadanos y sobre todo súbditos, gente dócil y obediente.
Sólo desde finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, por obra de algunos pioneros que han insistido y han defendido los derechos del niño y la creación de una escuela de otras características se ha tratado de dar una significación distinta a la actividad escolar. El siglo XX pretendió ser “el siglo del niño” y se defendió que existieran escuelas que estén a su servicio y que contribuyan a su desarrollo. Pero creo que ésta idea sólo ha sido aceptada por unos pocos y que, inconscientemente al menos, no es compartida por la mayoría de la humanidad. Muchos han visto al niño corno un ser que necesita ser domesticado, como un depósito de malas tendencias, y así lo había considerado una buena parte de la tradición cristiana (Grusec, 1997). Esa desconfianza hacia al niño es la que obliga a mantenerlo sujeto y a domar sus malas inclinaciones. La escuela debe tratar, ante todo, de doblegar las tendencias naturales para hacerlo social, una idea que de alguna manera aparece también en los escritos de Freud.
Así pues, puede decirse que para muchos la función explícita que tiene la escuela es ante todo la de formar individuos sumisos. Esto es lo que explica que se aprenda de una manera dogmática y que se conceda tanta importancia a la autoridad del maestro o a la autoridad del libro de texto. La forma de aprendizaje es, lo queramos o no, autoritaria y los aprendizajes quedan en segundo lugar, lo que explica el escaso rendimiento que tienen los escolares en su aprendizaje. En realidad la escuela no está hecha esencialmente para aprender más que algunas cosas instrumentales y la tradición que viene desde Grecia se sigue manteniendo.
Hay otro aspecto de la tradición griega que también pervive en las escuelas y es la importancia que tiene en ellas la palabra, el texto escrito. Escuela y alfabetización son casi sinónimos en todos los países del mundo y en todas las culturas y épocas. Los griegos consideraron que las actividades prácticas, el trabajo, era algo denigrante para el hombre libre; los hombres libres se dedicaban a la política, a participar en la vida ciudadana o incluso a la reflexión y la especulación. Había entonces dos tipos de enseñanza: la de los textos escritos, la que se realizaba en las escuelas, y el aprendizaje de los oficios, de las tareas prácticas, que se realizaba directamente con alguien que lo conocía. Así se adquiría la formación artesanal. Esa dicotomía entre dos tipos de formación ha seguido manteniéndose. La actividad práctica está prácticamente ausente de las escuelas, que tienen su centro en la lectura y la escritura. Hasta el siglo XVII, hasta la época de Comenius (1658), no se introducen las imágenes en los libros escolares. Pero el trabajo y la experimentación han permanecido durante mucho más tiempo fuera de las escuelas y todavía hoy están casi completamente ausentes de ellas a no ser que se consideren como actividades marginales, como actividades complementarias. Pensemos en el tratamiento que se da a toda tecnología en la escuela. Hoy dentro de la escuela se puede dibujar, se puede hacer cerámica, o lo que se denomina pretecnología. Pero el dibujo se considera simplemente como una forma de expresión artística que se practica sobre todo en los primeros años escolares y luego se pierde mientras que las otras actividades son siempre un trabajo complementario no vinculado con las actividades escolares importantes. La mano no ocupa ningún papel importante en la escuela, como no sea para escribir (Delval, 1990c).
El aprendizaje en diferentes contextos
Pero aunque las escuelas hayan ido ocupando un papel cada vez más importante en la educación de los jóvenes, es evidente que ésta se realiza también en otras situaciones y en muchos ambientes distintos. Esto es lo que algunos denominan los contextos educativos (Rogoff, 1990).
Desde el nacimiento los adultos tratan de que la conducta del niño se adecue a las normas sociales y a lo que resulta esperable que haga en cada edad. Por ejemplo se intenta que el bebé empiece a seguir unos ritmos de comida y de sueño, en los que la vida cotidiana está regida por una serie de rutinas que se repiten regularmente. Más adelante se pretenderá que aprenda a controlar sus esfínteres y que adquiera una serie de hábitos referentes a la alimentación, los horarios, las actividades que le están permitidas y que le están prohibidas. Dentro de todo esto ocupa un papel central la formación de las conductas relativas a los otros, las conductas morales y la adquisición de las convenciones sociales que regulan las relaciones habituales con otros niños y adultos. Por tanto podemos decir que desde el comienzo de la vida de los adultos están tratando de implantar normas y valores acerca de cómo conviene comportarse, y la familia es el primer ámbito el que eso se produce. Fernando Savater escribe a este respecto:
En la familia que el niño aprende —o deberla aprender— actitudes tan fundamentales como hablar, asearse, vestirse, obedecer a los mayores, proteger a los más pequeños (es decir, convivir con personas de diferentes edades), compartir alimentos y otros dones con quienes les rodean, participar en juegos colectivos respetando los reglamentos, rezar a los dioses (si la familia es religiosa), distinguir a nivel primario lo que está bien de lo que está mal según las pautas de la comunidad a la que pertenece, etcétera (Savater, 1997, p. 55).
Pero la socialización de los sujetos tiene lugar en otros muchos ambientes. Los niños están en contacto con otros niños, y en esas comunidades infantiles, se produzcan en la escuela o fuera de ella (por ejemplo con los vecinos o los hermanos), el niño recibe un tipo de socialización extremadamente importante en la que tiene que aprender a cooperar y a competir con los otros, como sucede por ejemplo en los juegos simbólicos colectivos y sobre todo en los juegos de reglas. El grupo de iguales es muy importante para la formación de la reciprocidad, y promueve la descentración, es decir poder colocarse en el punto de vista de otro. Piaget (1932), completando y corrigiendo las ideas de Durkheim (1925), mostró cómo el grupo de iguales es una fuente de formación de la conciencia moral que contribuye a la creación de normas autónomas (cf. Delval y Enesco, 1994). En muchas sociedades los niños se integran desde que son pequeños en un grupo de niños y jóvenes en el que adquieren muchas de las capacidades necesarias para la supervivencia, que no le son transmitidas directamente por los adultos.
Pero también los adultos, aparte de los miembros de la propia familia, ejercen una función socializadora, ya sea mediante instrucción directa, o como modelos que son imitados por los niños. Entre los adultos desempeñan un papel fundamental los profesores dentro de la institución escolar, ya que no sólo transmiten conocimientos sino que también se convierten en modelos para sus alumnos.
En este momento los medios de comunicación, y sobre todo la televisión, son también instrumentos socializadores muy poderosos, transmitiendo valores, normas, formas de conducta, así como una visión del mundo y una ideología (nos ocuparemos de ello en el próximo capítulo).
La participación en actividades religiosas también puede tener una influencia importante en los niños que asisten a ellas, ya que se les trata de transmitir una ideología determinada. Y podemos pensar igualmente en la participación en actividades extraescolares, clubes de ocio, etc., que son vehículos educativos que conviene tener en cuenta.
Por tanto la función educadora se ejerce por todas panes y los niños y jóvenes se socializan, en mayor o menor medida, en todas las actividades en las que participan: en la familia, en la escuela, en la calle, en los centros comerciales, en los restaurantes, en los cines, en las discotecas, en eventuales trabajos, etc. Posiblemente cada uno de esos contextos transmite primordialmente un tipo de elementos y la escuela es uno de ellos que parece encaminado especialmente a formar los conocimientos y también a adquirir normas de conducta. Pero no debemos olvidar que los niños y jóvenes adquieren normas, valores, informaciones, o explicaciones sobre funcionamiento de la realidad en muy diversos ambientes y no sólo en la escuela. Conviene tener en cuenta además que la influencia de ésta ha disminuido en su papel de transmisora de conocimientos respecto a las funciones que ejerció en épocas anteriores.
Las funciones de la escuela
Hemos venido señalando que la educación tiene una función conservadora, sin atribuir a esta palabra nada peyorativo, pues trata de transmitir a los jóvenes las adquisiciones de la sociedad adulta en la que están creciendo y de hacerles partícipes de los valores, actitudes y creencias que dominan en esa sociedad para que contribuyan en su día a perpetuarla. El hecho de que el hombre durante su infancia sea extremadamente plástico y que tenga que aprenderlo casi todo, frente a otros animales, incluso a los más próximos en la escala biológica, concede especial importancia a la educación.
Si preguntamos a diferentes personas para qué asisten los niños a la escuela, la primera respuesta que obtenemos es que van para aprender, para adquirir conocimientos que les resultarán necesarios en su vida futura. Algunos se extenderán sobre la necesidad de aprender en nuestra sociedad y la difícil situación que tienen los que no asisten a la escuela o los que son analfabetos. También algunos señalan que los niños tienen que hacer algo mientras sus padres trabajan.
A esto añadirán otros que es preciso adquirir los valores del grupo social a que pertenecen, y que también necesitan una formación para el trabajo futuro. Por tanto, las funciones que se atribuyen a la escuela son múltiples y trascienden con mucho la simple transmisión del conocimiento. Los padres esperan que en la escuela sus hijos adquieran hábitos de trabajo, aprendan a ser respetuosos con la autoridad y a tener una conducta socialmente aceptable. Pero atender cada una de esas funciones exige en la escuela un determinado tipo de organización, y muchas veces pueden existir contradicciones entre esos diversos fines. Vamos a examinarlos con un poco más de detalle y para ello ]os hemos agrupado bajo cinco rúbricas. Debo dejar claro que éstas son algunas de las funciones que desempeña la escuela, sin pronunciarnos todavía sobre las que debería desempeñar.
Guardar a los niños
Quizá ésta pueda parecer una función secundaria, pero guardar a los niños mientras los padres están en el trabajo tiene una utilidad social fundamental, sobre todo como consecuencia de los cambios en las formas de vida, la incorporación de las mujeres al trabajo y la progresiva urbanización de la sociedad. Antes de la urbanización y la industrialización el problema no se planteaba, y así sigue sucediendo en las sociedades sin escuela, que cada vez son menos. En esas sociedades los niños se incorporan a las actividades de los mayores desde muy pronto. Pero cuando se empezó a extender el trabajo en las fábricas comenzó a plantearse el problema, aunque inicialmente estaba parcialmente resuelto por-que los niños trabajaban también en las fábricas. La prohibición del trabajo infantil llevó al establecimiento de escuelas que, entonces sí, tenían como función fundamental y explicita guardar a los niños. Ésa fue precisamente una de las razones que desbarató los argumentos de los enemigos de extender la educación a todos (Delval, 1990a).
Mientras las mujeres no trabajaban, y seguía existiendo una familia extensa de la que formaban parte abuelos, tíos u otros familiares el problema no era grave, pues los niños podían permanecer en la casa. Pero la creciente incorporación de las mujeres al trabajo y la reducción del tamaño de la familia está llevando a que los niños necesiten permanecer en algún lugar fuera de la casa, lo que ha dado lugar a la aparición de guarderías y de escuelas infantiles a las que los niños se incorporan cada vez más precozmente. La importancia de esta función de la escuela se pone claramente de manifiesto cuando se produce una huelga de profesores, lo que origina grandes problemas sociales, pues algunas madres (suelen ser las madres las que se tienen que hacer cargo de los niños) dejan de asistir al trabajo, otras llevan a sus hijos consigo, mientras que otras los dejan en casa de algún pariente o amigo. Pero el desorden social que se produce suele ser considerable. También se manifiesta la importancia de esa función durante el período estival, cuando los niños empiezan sus vacaciones y los padres siguen todavía trabajando. Mientras que muchos problemas de fondo de la escuela apenas se discuten públicamente y no aparecen en los medios de comunicación, los problemas relativos a horarios escolares levantan vivas polémicas y dan lugar a posiciones difíciles de compaginar. Creo que eso muestra el papel fundamental de almacén de niños que realiza la escuela.
Socialización
Otra función importante de la escuela es la de socializar a los niños, es decir hacerles participar en la vida social, relacionarse con otros niños de la misma edad y adquirir las formas de interacción con los otros. También esas capacidades se adquieren en las sociedades sin escuela a través de la participación en las actividades conjuntas de la vida social. En ellas los niños, no sólo participan directamente en muchas de las actividades de los adultos, sino que también forman grupos con niños de distintas edades que tienen una cierta autonomía. Los niños más pequeños aprenden muchas cosas de otros compañeros mayores.
Actualmente en las grandes ciudades los niños tienen muy reducida su movilidad y la calle no es un lugar seguro, siendo el tráfico y la falta de espacios los problemas más inmediatos. Por ello la comunicación y relación entre los niños es más problemática que en las zonas rurales. La reducción del tamaño de las familias limita también las posibilidades de una niña o niño de interaccionar con otros chicos.
La escuela es un lugar que hace posible que los niños se encuentren con otros e interacciones con ellos. Sabernos que esa interacción resulta muy importante para el desarrollo infantil, pues promueve la cooperación, la posibilidad de ponerse en el punto de vista de otro, la reciprocidad, y además los niños aprenden de sus compañeros muchas cosas importantes para la vida. Junto con lo anterior, en las sociedades modernas, y como efecto de haberse producido esa falta de participación en las actividades de los adultos, los niños, si no asistieran a la escuela, no estarían en contacto con otras instituciones sociales que no fueran la familia (o si acaso la iglesia). La escuela viene entonces a realizar el papel socializador que en las sociedades primitivas desempeña todo el grupo social. El aprendizaje del funcionamiento dentro de las instituciones es un aspecto esencial del proceso de socialización.
Pero la escuela hace más, pues mientras que las relaciones dentro de la familia son fundamentalmente de tipo personal, entre individuos que mantienen relaciones en tanto que individuos, relaciones gobernadas por el afecto (o la enemistad), la dependencia, la subordinación, etcétera, en la escuela se establecen relaciones propiamente sociales, es decir relaciones entre individuos que desempeñan un papel. En la escuela los niños tienen el papel de alumnos, mientras que los adultos hacen el papel de director, profesor, conserje, etcétera. También para la educación moral resulta importante la escuela, como mostró claramente Durkheim (1925). La moral regula las relaciones entre los individuos en sus aspectos más básicos que tienen que ver con el bienestar; la justicia, la libertad y los derechos de los otros. En el seno de la familia se establecen los fundamentos de la conducta moral, pero la moralidad tiene un aspecto universal de respeto a los derechos de los otros que no puede establecerse únicamente en el seno de la familia, en donde las relaciones personales ocupan el papel primordial.
Entonces en la escuela el niño y la niña aprenden las regulaciones abstractas. No son normas como las de la casa, personales, variables, modificables. Por el contrario, en la escuela hay normas que no son negociables, las horas de clase y de recreo, los períodos lectivos, las tareas a realizar. La autoridad del maestro es también mucho más impersonal que la de los padres, pues, en definitiva, su autoridad proviene de la sociedad. Así, la escuela constituye una preparación para el trabajo y la vida futura. Allí el alumno aprende a someterse a los horarios, a establecer una diferencia entre los períodos de trabajo y de descanso, a someterse a la autoridad de otro, a hacer cosas que le mandan contra sus deseos, sin que puedan discutirse, y muchas cosas más a las que tendrá que someterse más tarde cuando tenga un trabajo dependiente.
La escuela es también un vehículo para transmitir la ideología, como resulta fácilmente comprensible, ya que una de sus pretensiones es socializar a los individuos en todos los aspectos. En principio la escuela nacional debería ser un ámbito para adquirir una forma de pensamiento científica y autónoma y no para transmitir ideologías partidistas. Pero la escuela es también un instrumento al servicio del Estado, y los Estados totalitarios han tratado de hacer de ella el camino más eficaz hacia el adoctrinamiento. En una sociedad democrática se debería pretender que la escuela no transmitiera un tipo de ideología determinado. Sin embargo, la escuela se convierte muy a menudo en el ámbito para transmitir una formación nacionalista, frecuentemente excluyente de la de otros individuos, en la que la patria se coloca por encima de todo. En España hemos tenido ocasión de ver cómo con la organización autonómica del Estado, en muchas Autonomías se ha querido hacer de la escuela un ámbito para la transmisión no sólo de la lengua propia, sino de una ideología nacionalista estrecha, que lleva al desprecio de otras identidades, y que puede convertirse en una fuente de fanatismo.
Las escuelas privadas se tienden a constituir en muchos casos, no para contribuir al desarrollo y la autonomía de los alumnos, sino también para la transmisión de una ideología, lo cual es particularmente claro en el caso de las escuelas religiosas. En los países desarrollados, la creación de una escuela no puede compararse con una actividad privada lucrativa como instalar un restaurante o crear una fábrica, y por ello la motivación que está detrás de los establecimientos privados es sobre todo realizar una forma de adoctrinamiento, que hará a sus alumnos menos libres y autónomos. Una escuela para la autonomía tiene que ser una escuela laica.
Funciones de la escuela
Funciones
Asquisiciones
Guardar a los niños
Socialización
Adquirir normas básicas de conducta social
Conciencia de la identidad nacional
Adquirir conocimientos
Preparar para el trabajo
Ritos de iniciación
Mantener a los niños ocupados mientras sus padres están en sus actividades
Ponerlos en contacto con otros niños
Adquirir las habilidades básicas instrumentales: leer, escribir, expresarse, aritmética.
Adquirir el conocimiento científico
Transmitirles una ideología
Adquirir los recursos fundamentales para insertarse en el mundo del trabajo.
Someterles a pruebas que sirven de selección para la vida social.
Establecer discriminaciones entre ellos.
Por todo esto la escuela asume una función muy importante en la socialización de los niños que antes estaba distribuida entre todo el grupo social.
Adquirir conocimientos
En tercer lugar, la escuela tiene la misión de transmitir conocimientos. Como también hemos dicho anteriormente, en las sociedades tradicionales esa función la realiza toda la comunidad. En contacto con los adultos los niños adquieren los conocimientos básicos para la supervivencia. En las sociedades actuales, algunas de esas cosas las siguen aprendiendo los niños en la casa, pero otras se han transferido a la escuela. Pero lo que caracteriza a las sociedades actuales es la enorme cantidad de conocimientos que se han acumulado y que resulta preciso adquirir. La lectura y la escritura, que en muchas sociedades no existen y que en otras eran privilegio de unos pocos, han pasado a convertirse en conocimientos básicos sin los cuales es difícil sobrevivir en las ciudades. En éstas, un analfabeto es un individuo incompleto, un marginado que no puede integrarse plenamente en la vida social. Pero además de eso resulta necesario aprender otras muchas cosas y la escuela ocupa un papel fundamental en la transmisión del conocimiento científico, que es una forma de conocimiento muy especializado y bastante alejado de la vida. Los padres, no sólo no disponen de tiempo para ocuparse de la educación de sus hijos, sino que en el terreno del conocimiento científico tampoco disponen de competencia para ello: la mayoría de los padres no saben las cosas que estudian sus hijos, sobre todo cuando avanzan en su escolaridad.
Podemos comprobar fácilmente que los alumnos sólo aprenden una pequeña parte de la enorme cantidad de conocimientos que se transmiten, y cuando ha pasado cierto tiempo han olvidado muchas cosas. Este es un fenómeno muy llamativo, del que mucha gente es consciente, pero que o bien no parece preocupar mucho o no se es capaz de tomar medidas adecuadas para resolverlo. Por eso tenemos que colegir que probablemente esos conocimientos que se olvidan rápidamente deben cumplir alguna otra función. Posiblemente, el que se mantengan tantas exigencias y esa carga de trabajo considerable, que a primera vista parece inútil, tenga una función de selección e integración social que en las sociedades primitivas se realiza por otros medios.
En todo caso, lo que parece claro es que la escuela debe desempeñar una función importante en adquirir una forma de analizar los problemas y de pensar con la que resulta difícil familiarizarse en otros lugares. Es la función que más adelante hemos caracterizado como la de ser un laboratorio desde el que aprender a analizar el mundo.
La preparación para el trabajo
La formación que se da en la escuela debe contribuir también a adquirir las competencias que serán necesarias para el desempeño de las funciones futuras que se van a realizar, pero esto hay que entenderlo siempre de una manera genérica cuando nos referimos a la enseñanza obligatoria. Creo que es preciso proporcionar una formación genérica y no específica.
La posibilidad de encontrar trabajo está bastante relacionada con la asistencia a la escuela y los que han completado una escolaridad más larga tienen más oportunidades de colocarse. Esto no quiere decir que la obtención de un título garantice encontrar trabajo. Ni siquiera tener un título universitario garantiza encontrar trabajo en esa actividad, pero si examinamos las estadísticas de empleo en relación con los estudios vemos que el porcentaje de desempleados es mayor entre los que tienen menos formación. Sin embargo, muchas veces las empresas no confían en la formación recibida y realizan ellas mismas la formación. Pero también es frecuente que para muchos trabajos se exija cada vez más un título universitario. Esto parece paradójico, pero tiene sentido en relación con lo que hemos venido señalando. El que ha pasado con éxito muchos años en centros educativos ha tenido que superar una serie de pruebas que, en todo caso, garantizan una capacidad de adaptación y de plegarse a las exigencias que se nos imponen. No sólo los hábitos de hacer determinadas tareas cuando está establecido, sino seguir las instrucciones del profesor y adaptarse a ellas, pasar los exámenes, etc., constituyen una garantía de capacidad de adaptación equivalente a los ritos de paso, de los que hablaremos a continuación. Por tanto, muchas de las exigencias que se establecen en las instituciones escolares hay que verlas desde esa perspectiva. La superación de cada nivel educativo supone la entrada en un grupo nuevo a través de una serie de ritos, como puede ser el examen de ingreso en la universidad, en los lugares en que existe.
En relación con esto se encuentra el problema del tipo de formación que se debe impartir en la escuela, o en los centros de enseñanza en general. Hay algunos que son partidarios de dar una enseñanza que sirva de preparación para el futuro trabajo, mientras que otros defienden que la educación, y sobre todo la educación obligatoria, debe tener un carácter general y comprensivo, y debe orientarse también hacia promover una buena integración social.
La formación para el trabajo tiene que hacerse en los propios centros de trabajo, mientras que los centros de enseñanza deben proporcionar habilidades básicas para tratar de entender el mundo y de relacionarse con los demás de una forma adecuada. En el mundo cambiante en que vivimos, donde se están generando continuamente nuevos conocimientos, se crean nuevas profesiones, y nuevas exigencias en las capacidades, resulta imposible preparar a los sujetos para la tarea que tendrán que desempeñar en el futuro, que puede que incluso ni siquiera exista en este momento. Por eso, lo que les será de más utilidad es una preparación general que les capacite para resolver problemas nuevos, mediante el hábito de buscar explicaciones para los problemas y de resolverlos.
La escuela como rito de iniciación y selección
En muchas sociedades tradicionales, todos los cambios de estatus social dentro de la comunidad van acompañados de rituales, a veces muy complejos, que resaltan simbólicamente ese tránsito, tanto para el que cambia como para el resto de la comunidad. El nacimiento, la primera dentición, la adolescencia y la entrada en la sociedad adulta, el matrimonio, el acceso a un estatus determinado o la muerte, van acompañados de ritos que refuerzan el sentimiento de unión entre los miembros del grupo y la conciencia social. Esas sociedades se suelen caracterizar porque la vida social está muy reglamentada, las costumbres —que se remontan a épocas lejanas— se cumplen rigurosamente y el no cumplirlas es reprobado o sancionado fuertemente. Eso hace que las normas sociales determinen el curso de la vida de cada individuo de una manera bastante precisa, y se deja poco espacio para la ambigüedad, para elegir por sí mismo. Al mismo tiempo, el sentimiento de participación y de vinculación del individuo con la comunidad es muy intenso y el individuo es menos individuo que en las sociedades occidentales.
El antropólogo francés Arnold van Gennep (1908) reunió, hace ya muchos años, en un estudio clásico, las características de esas ceremonias que se denominan ritos de paso. Las semejanzas de esos ritos entre culturas muy distintas son bastante notables.
Uno de los tránsitos fundamentales es la incorporación a la sociedad de los adultos, y Van Gennep señala que hay que distinguir la pubertad física de la pubertad social, que es lo que podemos denominar adolescencia. Es ésta, y no los cambios físicos, la que se señala mediante los ritos de paso, que suelen incluir ofrendas, aislamiento y mutilaciones o marcas corporales que ponen de manifiesto hacia el exterior el nuevo estatus. Aunque las variaciones entre unas culturas y otras son grandes, sin embargo, se tiende a marcar siempre en esos ritos de paso el corte con la vida anterior, dejar de ser niña o niño, para convertirse en adulto.
En las sociedades occidentales los ritos de paso aparentemente han desaparecido. Pero probablemente parte de las actividades escolares han asumido ese papel. Se subraya que se han cumplido unos determinados requisitos que permiten entrar en una nueva categoría y desempeñar un nuevo papel social. Ese tipo de ritos se ven mucho más claramente en las ceremonias de los pueblos primitivos y en el equivalente entre nosotros, las ceremonias religiosas. Por ejemplo, los ritos para la ordenación de sacerdotes, que son tan parecidos en muchas culturas. Pero a esa misma categoría pertenecen los ritos de graduación, entrega de notas, entrega de diplomas, etc. Es evidente que esos ritos sirven para fortalecer los lazos sociales y para poner de manifiesto la solidaridad social y la participación del individuo en un complejo entramado social: la sociedad está con él y le está respaldando. Los distintos exámenes y las diferentes pruebas de ingreso o de acceso, los exámenes finales de la enseñanza secundaria, etc., pueden desempeñar esa función de ritos de iniciación o pruebas que el neófito tiene que sufrir. En algunos países se celebran fiestas de graduación ligadas a la terminación de los estudios. Algunas pruebas tienen una gran repercusión social y reciben amplio tratamiento en los medios de comunicación, como los exámenes para el ingreso en la universidad. Es cierto que también se mantienen algunos ritos menos ligados a la escuela y así se realizan, por ejemplo, en algunos países de Iberoamérica, la tradición de la “fiesta de los quince”, para marcar el ingreso de las muchachas en la sociedad de los adultos. A partir de ese momento pueden acceder a ciertas prerrogativas que las niñas no tienen, como ir a bailes, a ciertas películas y es más aceptado maquillarse o tener novio.
Ese carácter de rito de iniciación que presenta la escuela —y los diversos niveles del sistema educativo— se manifiesta en que lo importante para salir airoso de la situación es ir pasando las distintas pruebas, que en última instancia lo que representan es que el individuo ha sido capaz de someterse a una serie de normas, de renunciar a sus propios deseos, de someter sus pulsiones a la disciplina social, encarnada en el maestro, y por tanto que puede tener acceso a ciertas actividades sociales. El que ha recibido el título de “graduado en educación secundaria”, “bachiller”, “licenciado”, “doctor” o cualquier otra categoría socialmente establecida es en última instancia alguien que ha tenido que pasar por una serie de situaciones, y las ha superado con éxito, haciendo lo que se esperaba de él, lo que está en las normas. Eso supone una garantía que le dará acceso a ciertos trabajos. Por eso para ciertas labores se exige el título de bachiller o de licenciado. La demanda de un título no se basa en lo que se haya podido aprender (muchas veces no se especifica el tipo de licenciatura, sino que cualquiera vale) y los empleadores suelen desconfiar mucho de la enseñanza recibida en la universidad a la que consideran de poco valor práctico. Pero el que ha pasado por el bachillerato o por la universidad, por la escuela en general, ha sido sometido a un tipo de doma que hace que las cosas sean más fáciles con él.
Como digo, lo importante es el entrenamiento social y las pruebas a las que se ha estado sometido, más que los conocimientos recibidos. Por eso, lo que resulta muy importante en la escuela es la manera cómo se aprende y cómo se somete uno al profesor. En la escuela, lo que los niños aprenden más es a interpretar los deseos del profesor y saber qué es lo que se espera de ellos en los exámenes. El éxito en éstos no está tanto en saber la materia como en lo que se debe decir y cómo hay que decirlo.
El curriculum oculto
Todas esas funciones que desempeña la escuela, y otras más que podrían mencionarse, están muy entrelazadas, y cada objetivo que se pretende alcanzar participa de ellas, pero como hemos visto van mucho más lejos que simplemente enseñar conocimientos.
Porque actualmente en la escuela se enseñan muchas más cosas de las que aparecen de forma explícita. Posiblemente lo más importante de la escuela es lo que aparentemente no se enseña, lo que no figura en los currícula y que incluso los profesores, los padres y los alumnos desconocen, o no le prestan atención. La escuela transmite valores, formas de comportarse, y una ideología muy poderosa. Ivan Illich (1973) ha utilizado la expresión “currículum oculto” para referirse a esto y hoy es una expresión ampliamente utilizada. Según él, la estructura de la escuela:
Transmite indeleblemente el mensaje de que el individuo sólo puede prepararse para un papel de adulto en la sociedad a través de la escuela; lo que no se enseña en la escuela merece poca atención y que lo que se puede aprender fuera no vale la pena saberlo. A eso yo lo llamo el curriculum oculto de la escolarización, ya que constituye la inalterable estructura del sistema en el que tienen lugar todos los cambios de programas (Illich, 1973, p. 18).
Y más adelante continúa precisando:
Lo importante del curriculum oculto es que los estudiantes aprenden que la educación es valiosa cuando se adquiere en la escuela a través de un proceso de consumo en grados; que el nivel de éxito que el individuo gozará en la sociedad depende de la cantidad de aprendizaje que consume; y que aprender 'sobre' el mundo es más valioso que aprender 'del' mundo.
Según Illich, el currículum oculto supone que el aprendizaje pase de ser una actividad a convertirse en una mercancía cuyo mercado está monopolizado por la escuela. Estas ideas son las que organizan y constituyen la institución escolar en su forma actual y tienen una gran importancia respecto a cómo se organizan las cosas dentro de ella.
Lo curioso es que la idea que aparece en el currículum oculto es que hay que adquirir grandes cantidades de conocimientos, pero en definitiva, en la escuela lo que se aprende carece de importancia, lo más importante son precisamente estas ideas acerca del valor del conocimiento escolar y de someterse y admitir todos los procedimientos que se utilizan en la escuela para adquirirlos, que consisten en la sumisión a la autoridad del profesor y en una actividad pasiva de almacenamiento de datos en vez de una capacidad de búsqueda.
Coll (1988) afirma que el estudio de las prácticas educativas familiares realizado a lo largo de los años 80 se asemeje a los estudios realizados desde la psicología de la educación en los años 50 en relación con las practicas educativas escolares.
Además, una gran parte de los trabajos realizados se han hecho en familias de clase social media de las sociedades occidentales con la suposición, en muchos casos, que dichas prácticas eran “mejores” que las que se observaban en otras culturas o en otras clases sociales. De hecho, hoy tenemos suficientes datos para afirmar que lo que calificamos como “competente” en la cultura de las clases medias de nuestras sociedades puede ser muy “incompetente” en otros contextos culturales.
Por ejemplo, en España, la familia gitana es una familia extensa y, en el campo, aún quedan familias de este tipo.
No debe olvidarse, sin embargo, que Suiza presenta una frecuencia bastante alta de cohabitación, pese a su baja natalidad fuera del matrimonio. (La nota es del autor).
Las familias “reconstituidas” son aquellas familias formadas por personas separadas o divorciadas que viven con una nueva pareja, de modo que las criaturas que forman parte del hogar no son necesariamente hijos biológicos de los dos cónyuges.
Esta afirmación debe relativizarse en el sentido de que los trabajos de media jornada son ocupados fundamentalmente por mujeres —en 1991, en Europa, sólo un 2% del conjunto de hombres, padres de familia, que trabajaba lo hacía a media jornada—, mientras que los hombres eran mayoría en los trabajos de jornada completa. Además, hay todavía bastantes países de la Europa occidental —entre ellos, España—en que, a pesar de esta tendencia, todavía existen enormes diferencias entre el número de mujeres y de hombres que trabajan.
Una gran cantidad de sociedades en todo el mundo relegan con el nombre de “bastardos” a los hijos nacidos fuera de la familia.
Por ejemplo, los padres raramente sonríen a sus hijos antes del primer año de vida ni les hablan, aunque, por otra parte, se pasan prácticamente las 24 horas del dia juntos.
En muchos casos, la atribución de roles era absolutamente arbitraria y respondía a estereotipos y prejuicios sociales.
Bell y Chapman (1986) han mostrado que, en algunos casos, las conductas de los niños pueden afectar más a la conducta de los padres que viceversa.
Por ejemplo, el suicidio del padre, la muerte de la madre, el abandono de un cónyuge del hogar familiar, la hospitalización en edades tempranas, etc.
El término matrimonial re refiere a las relaciones establecidas en una pareja independientemente de sus características.
Belsky (1981) emplea el término “parenting” que hemos traducido como "hacer de padres".
El término “femenino” se utiliza entre comillas porque denota una concepción social estereotipada en la que domina la creencia de que valores como la sensibilidad, el cariño, la ternura, etc. , forman parte de la mujer frente a otros valores como la competitividad, el esfuerzo, etc. supuestamente masculinos. Utilizo el término de “concepción social estereotipada" para demarcarme explícitamente de concepciones como la “teoría de la diferencia” que, justamente, desde dicha creencia pretende su re-producción y mantenimiento entre las mujeres.
El término de protector no es exacto y, por eso, está entre comillas. Con él, queremos señalar que se acentúa la creencia de sentirse necesario, especialmente desde un punto de vista material —ganar dinero, tener trabajo, etc—, para el futuro de la familia.
El término “tipología familiar” se usa, en este caso, de forma distinta al utilizado anteriormente. No se trata de distinguir las familias como nucleares, monoparentales, reconstituidas, etc., sino distinguirlas en función de sus pautas de crianza.
De hecho, la dimensión se relaciona con la implicación paterna en la interacción con sus hijos, de modo que hay padres más cálidos y próximos y otros más fríos y con distantes.
La autora utilizó únicamente la dimensión de análisis permisividad/restricón. Ciertamente, en dicha dimensión, entendida según Erikson, se incorporan aspectos de la dimensión “grado de control”, “comunicación” y “madurez”.
Independientemente de la mayor o menor adecuación de las familias a dicha tipología es importante considerar otro aspecto. Así, se tiende a considerar que las “mejores” prácticas educativas familiares son las que corresponden a los padres democrátas, lo cual se relaciona con muchas de las prácticas educativas de las familias de nivel sociocultural medio/alto. Ello puede implicar un sesgo etnocéntrico notable. Así, puede ser que las habilidades que se describen en los niños, hijos de familias democráticas, son las "mejores para el tipo de vida que se les exige en la “subcultura” de las clases sociales medias de las sociedades industrializadas. Pero, es discutible que sean las “mejores” en otras subculturas de las mismas sociedades y, evidentemente, en otras culturas. No se trata de discutir en esta nota la cuestión de la “reproducción” (Bourdieu, 1977), pero parece claro que imponer desde una “subcultura” lo que es mejor o peor a otras subculturas resulta abusivo.
Son trabajos realizados con mujeres que deseaban abortar y, por diversas razones, no llegaron a hacerlo. La mayoría de estas invesvgaciones se han realizado en Paises del Este.
El nivel sociocultural incluye un gran número de aspectos, como el nivel educativo, las condiciones de vida, el tipo de vivienda, etc.
Enfatizamos conscientemente el término de °representación social" sobre la infancia y, por tanto, huimos de otro Tipo de etiquetas como "teorías implícitas”, “sistemas de creencias”, etc. Evidentemente, para conocer la “representación social” hace falta investigar determinadas áreas relativas a las creencias, las ideas y las expectativas.
La terminología no es muy afortunada, pero intenta establecer dos polos en relación con los consensos sociales sobre la infancia. Así, “tradicional” se referiría a concepciones, importantes en el pasado, pero con un menor peso social y “modernidad” se referiría a las concepciones sociales que se abren paso con el tiempo y que, probablemente, serán mayoritarias en un futuro.
La concepción nurturista se refiere a la primacía en las creencias de los progenitores de los aspectos relacionados con la salud y la alimentación del niño para un desarrollo psicológico adecuado.
Wozniak (1993) asume una posición semejante.
Los resultados son semejantes a los obtenidos por Palacios et al. (1992) en el sentido de mayor éxito en hijos de padres modernos que en hijos de padres tradicionales.
Una parte importante de las ideas de este apartado han sido utilizadas como parte de la asignatura Entorn social i familiar i intervenció psicopedagògica de la Universitat Oberta de Catalunya..
El término “autoritario” se utiliza para describir prácticas en las que no se razona una decisión determinada -y, en ese sentido, no se tiene en cuenta el punto de vista del niño-, sino que se impone por criterios de autoridad.
Los datos se recogieron en 1943.
Pensemos, por ejemplo, en la práctica de la ablación del clitoris que tiene un clara funcionalidad cultural y está presente en muchas culturas africanas.
En un estudio realizado sobre las prácticas de cuidado infantil en 186 sociedades distintas se mostró que, en c157% de ellas, los hermanos mayores eran los principales cuidadores de los niños pequeños (Weisner y Gallimore, 1977).
De hecho, los trabajos sobre la influencia de las relaciones entre hermanos como fuente de desarrollo para ambos y de efectos indirectos en el conjunto de la familia han sido muy poco estudiados.
En los últimos años, bajo el epígrafe de “educación familiar” se han desarrollado un gran número de programas, la mayor parte con una clara orientación social y poco psicoeducativa.
Decimos esto frente a los pronósticos de algunos autores acerca de que la escuela va a desaparecer, ya sean los defensores de la desescolarización, o los que nos anticipan que la función de la escuela va a resultar innecesaria ante el auge de los ordenadores y de otras nuevas tecnologías que pueden servir para transmitir información, como el uso de internet.
Difiero bastante, sin embargo, de los contextualistas, que tienden a poner un gran énfasis en la importancia de los contextos como determinantes del desarrollo cognitivo, porque la idea que subyace en su posición es que cl individuo es moldeado por los contextos, pero en cambio atribuyen una importancia mucho menor ala labor constructiva que tiene que realizar el sujeto para formar sus conocimientos.
Actualmente, durante los períodos de vacaciones se empieza a plantear abrir las escuelas algunas horas para que los padres puedan dejar en ellas sus hijos, pero esto no se hace por razones de tipo educativo, sino para que cumpla precisa-mente esa función de guardería.
La familia como sistema social
RELACIONES
MATRIMONIALES
CONDUCTA
INFANTIL
Y DESARROLLO DESARROLLO
HACER
DE PADRES