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Memoria, verdad
e historia oral
Memoria, verdad e historia oral
Por Mauricio Archila*
Resumen: Colombia está viviendo un momento histórico debido a la superación del prolongado
conflicto armado. En este artículo se reflexiona sobre uno de los componentes centrales de los
acuerdos de paz de La Habana: el derecho de las víctimas colombianas a la verdad, la justicia,
la no repetición y a una vida digna. Este tema se conecta con la historia oral, pues ella juega un
papel clave en la reconstrucción de las memorias de las víctimas y, en general, de los grupos subalternos. En consecuencia, este texto responderá a tres preguntas: ¿de qué memorias hablamos y
cómo se relacionan con la disciplina histórica?, ¿cuál es la verdad a la que apuntan los trabajos de
la memoria?, ¿qué papel juega la historia oral en estos procesos? De esta forma, los historiadores
y estudiosos del pasado no están ausentes en este momento crucial del país.
Palabras clave: memoria, verdad, historia oral, víctimas, historiadores.
Historical memory, truth and oral history
Abstract: Colombia is going through a historical moment after overcoming a prolonged armed conflict. This article reflects on one of the central components of La Habana peace accords: Colombian
victims’ rights to truth, justice, no repetition, and a dignified life. This issue is connected with oral
history, since it plays a key role in reconstructing the victims’ and, on the whole, subaltern groups’
historical memories. As a result, this text will answer three questions: What kind of historical
memories are we referring to, and how are they related to History as a discipline? Which truth
do historical memory studies aim at? What role does oral history play in these processes? Thus,
historians can take part in this crucial historical moment for our country.
Keywords: historical memory, truth, oral history, victims, historians.
Cómo citar este artículo: Archila, Mauricio (2017). Memoria, verdad e historia oral. Revista Controversia, 209, 21-39.
Fecha de recepción: 25 de julio del 2017
Fecha de aprobación: 15 de noviembre del 2017
*
Ph. D. en Historia, profesor titular de la Universidad Nacional de Colombia, sede
Bogotá, e investigador asociado del Cinep.
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“[…] los historiadores son algo así como los custodios no solo del pasado,
sino de la ‘conciencia histórica’ de la ciudadanía” (Carretero, 2007, p.175).
Introducción
C
olombia está viviendo un momento crucial en su historia, pues
está ad portas de superar el conflicto armado que por más de sesenta años la ha consumido. Los estudiosos del pasado no están
ausentes en esta coyuntura histórica y, como señala Mario Carretero,
hablando de los usos públicos de la Historia, tienen varias funciones
que cumplir, especialmente en relación con la “conciencia histórica”
de la ciudadanía. Tal es el trasfondo de las reflexiones de este artículo.
Es cierto que los acuerdos de La Habana con las farc (Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia)1 sufrieron un golpe con la derrota del
plebiscito aprobatorio por un pequeño margen el 2 de octubre de 2016
y que, de todas formas, no significan el fin de toda violencia política,
pues aún se está negociado con otra guerrilla histórica, el eln (Ejército
de Liberación Nacional), y, además, subsisten grupos paramilitares y
bandas narcotraficantes, pero sin duda estamos ante una oportunidad
única. En este artículo reflexionaremos sobre uno de los componentes
centrales de dichos acuerdos: el derecho de las víctimas del conflicto armado colombiano a la verdad, la justicia, la no repetición y a una vida
digna. Las víctimas son casi una cuarta parte de la población del país,
8 000 000 de personas —la gran mayoría son desplazados internos—,
y, generalmente, se ubican en los sectores sociales más explotados y excluidos de la sociedad. Pretendemos conectar este tema con la historia
oral, pues ella juega un papel clave en la reconstrucción de las memorias de las víctimas y, en general, de los grupos subalternos. De dichas
memorias saldrán los múltiples relatos del pasado, algo que es un reto
ético y político para los historiadores. Todo ello en el marco de la construcción nacional de memoria histórica, especialmente de las víctimas,
1
Hoy llamadas, en singular, Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común.
Memoria, verdad e historia oral
a través de la recién creada Comisión de Esclarecimiento de la Verdad,
la Convivencia y la No Repetición (cev de ahora en adelante), fruto de
los acuerdos de La Habana. En consecuencia, este texto responderá a
tres preguntas: ¿de qué memorias hablamos y cómo se relacionan con
la disciplina histórica?, ¿cuál es la verdad a la que apuntan los trabajos
de la memoria?, ¿qué papel juega la historia oral en estos procesos?
1) Memorias e historias
Para los historiadores es claro que el pasado está relacionado con el presente y, de alguna manera, desde allí se proyecta al futuro. El presente
sería esa intersección entre lo que Koselleck (1993) llama el espacio de
la experiencia y el horizonte de expectativas. No en vano los fundadores de la escuela de los Annales, en su disputa con el historicismo decimonónico, reclamaban que toda historia es presente. En ese sentido,
la historia se nutre de él y vuelve a él para, en palabras del historiador
marxista británico Eric Hobsbawm, impedir que el presente sea una
mera repetición del pasado (1998). Por su parte, Enzo Traverso dice: “la
memoria se conjuga siempre en presente” (2007, p. 18), en consecuencia, se trata de invocar un radical “nunca más”, ahora en el terreno de
la historiografía.
Pero no pensamos en cualquier memoria, resaltamos la de los que genéricamente se llaman los vencidos, los excluidos de la historia, cuya
voz ha sido silenciada por la “enorme condescendencia de los tiempos”
(Thompson, 1963, p.12). Hoy hablaríamos de los subalternos y de las
víctimas, quienes, por medio de los “trabajos de la memoria”, quieren
salir de la condición que los vence, excluye y victimiza, y, por ese camino, buscan controlar su presente desde el reconocimiento del pasado
para así proyectar un futuro distinto. Pero hilando más delgadito hay
muchos matices de la memoria, pues ella no es una sola, incluso si se
trata de la de los subalternos. Brevemente resumiremos esos matices
para luego elaborar sobre sus relaciones con la disciplina histórica.
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Convencionalmente se entiende la memoria como el recuerdo del pasado traído al presente. Es algo más que un reflejo pasivo ante un estímulo externo como un olor o un color; se trata de una acción, un “trabajo”
intencional de revivir el pasado en el presente (Ricoeur, 2008). Pero no
es todo pasado, sino aquel que es significativo para un individuo o para
un colectivo. Es una materia viva que parte de la experiencia subjetiva, se recrea y transforma según los contextos, intereses y poderes del
presente. Para Maurice Halbwachs (2004) la memoria, si bien se puede
ejercer individualmente, siempre está inscrita en marcos sociales.
Para mirar los matices de la memoria retomamos la distinción que Enzo
Traverso (2007, cap. 2) hace entre memorias “fuertes” —generalmente
oficiales o hegemónicas— y memorias “débiles” —aquellas ocultas o reprimidas y, en todo caso, subordinadas, que algunos llaman memorias
disidentes (Gnecco y Zambrano, 2000)—. Evidentemente, esto refiere
a disputas por el significado del pasado que reproducen las luchas por
el poder en una sociedad determinada. Y hay casos de inversión en los
que la fuerte se debilita y la débil se fortalece. Lo ocurrido en Occidente
con el Holocausto puede ser un ejemplo de una memoria disidente que
se vuelve hegemónica. Pero habría que aclarar que no toda memoria
sobre el Holocausto es hegemónica, pues una es la que se fortalece en
torno, por ejemplo, al museo en Washington DC —a despecho de la
ausencia de museos sobre la esclavitud o el aniquilamiento de los indígenas norteamericanos— y otra la memoria cada vez más débil, según
Traverso (2007, p.91), del antifascismo. Pero no nos adelantemos a la
necesaria crítica que debe hacerse de cualquier memoria.
Otra distinción útil es entre memorias excluyentes e incluyentes. Según
Elizabeth Jelin (2003), las primeras están referidas a la experiencia particular, mientras las segundas son más generales2. La autora utiliza la
2
Ella trae a colación dos palabras guaraníes que significan ambas “nosotros”, pero
con distinta cobertura: “ore” es el nosotros comunitario y “Ñande” el más amplio
que incluye también a los cercanos (Jelin, 2003, p.45).
Memoria, verdad e historia oral
terminología de Tzvetan Todorov, quien distingue entre memoria “literal” —la que no va más allá del testigo y es intransferible— y la “ejemplar” —que busca ir más allá de la anterior para generalizarse—. Ahora
bien, la apuesta de Todorov (2000) es ligar memoria con justicia, por lo
que tiende a privilegiar la “ejemplar”, puesto que esta permite ligar el
pasado con el presente para propiciar la explicación de lo ocurrido.
En la terminología construida a raíz del Holocausto, se suele asociar la
memoria “literal” con el “musulmán” —la víctima que no puede hablar
de su experiencia, pues encarna lo indecible— y la “ejemplar” con el
“sobreviviente” —el testigo que habla para que otros oigan—. En los
planos más amplios de la construcción testimonial se asocia a la memoria “literal” con la víctima, y a la “ejemplar” con el observador, en
muchos casos el historiador o el científico social, pero también puede
ser el intelectual “orgánico” de los movimientos sociales, es decir, todo
aquel que trace una distancia con la experiencia vivida, así simpatice
con la víctima. Mucho antes del Holocausto, o de que este se conociera
públicamente, Walter Benjamin distinguía entre la experiencia vivida
y la transmitida. Él presintió que la modernidad occidental ponderaría
cada vez más la primera por los traumas que soportaría a lo largo del
siglo xx (Traverso, 2007, pp.14-15).
Aquí es necesario afirmar con Jelin (2003, cap.5) que ninguna memoria
es más verdadera que otra, son distintas formas de rememorar el pasado. Para Dominick LaCapra, la distinción es entre memoria primaria
—“la de una persona que ha pasado por acontecimientos y los recuerda
de una determinada manera”— y memoria secundaria —“el resultado
de un trabajo crítico con la primaria”—(2009, p. 35). A su juicio, ambas
se influyen mutuamente y la secundaria puede ser internalizada por
la primaria. Por ello “ningún recuerdo es puramente primario”, pues
siempre estará mediado por elementos externos (LaCapra, 2009). La memoria “literal” o primaria de las víctimas puede servir para fortalecer lazos comunitarios y construir identidades frente a los externos, mientras
la “ejemplar” o secundaria puede hacer más universal la experiencia y
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fortalecer alianzas con los otros distintos. La primera parece estar más
cercana a posturas esencialistas en la construcción de identidades, mientras la segunda se acerca a cierto pragmatismo antiesencialista en la labor identitaria y es ciertamente un puente con el trabajo del observador.
Vistos los distintos acentos sobre las memorias subalternas —especialmente entre la primaria, vivida o literal, y la secundaria, transmitida o
ejemplar—, conviene abordar la relación entre la disciplina histórica y
la memoria. Digamos de entrada que, si bien ambas elaboran el pasado,
lo hacen en forma diferente. La razón occidental tradicionalmente ha
sospechado de la subjetividad, particularidad e inmediatez de la memoria por lo que exige una disciplina —la Historia— para contextualizarla,
criticarla y, sobre todo, para hacerla comprensible en forma más universal. Así, la memoria recordaría, la historia explicaría. La primera es
un acto subjetivo para darle sentido a la existencia individual y colectiva, la segunda hace parte del campo científico y pretende ser objetiva.
Hoy en día algunos teóricos plantean que historia y memoria tienen
una relación complementaria o de colaboración, pues ambas trabajan
el pasado, mientras otros enfatizan el antagonismo entre ambas por su
distinto acercamiento a lo pretérito. Los enfoques varían, no solo por
la perspectiva teórica de los autores, sino por las prácticas para reconstruir el pasado. Veamos.
Dentro de la primera perspectiva se suele recurrir a Paul Ricoeur, para
quien la memoria es la madre de la Historia —ambas trabajan la “presencia del ausente: el pasado” (2008, p.118)—, pero terminan diferenciándose cuando la última se conforma como campo disciplinar. La
memoria como labor de recordar está ligada a la experiencia subjetiva, mientras la Historia es un ejercicio académico que toma distancia
de esa experiencia en su afán de comprenderla. Según el historiador
español Julio Aróstegui (2004, p.158), son dos tipos de “registros” del
pasado, con distintos niveles interpretativos, porque ambos interpretan.
Tanto la memoria como la historia —al menos en la versión actual de
esta disciplina— buscan ofrecer relatos verdaderos del pasado, pero la
Memoria, verdad e historia oral
primera se liga a la experiencia (subjetiva) y la segunda a la comprensión distanciada (no necesariamente “objetiva”).
Ahora bien, la relación entre memoria e historia no es siempre vista
como colaboración. No faltan quienes insisten en que la idea de comprender la experiencia o de “historizar la memoria” —según expresión
de Aróstegui (2004)— es una visión occidental que conlleva una supuesta superioridad de la disciplina histórica, lo que no es otra cosa que “colonizar” la memoria. Aunque existe el riesgo de esta colonización, para
nosotros, siguiendo a Elizabeth Jelin (2003), se trata de dos regímenes
distintos de verdad, sin que uno sea superior al otro. Beatriz Sarlo va
más lejos al criticar la deificación del testimonio basado en la experiencia personal como si este fuera más verdadero per se: la memoria puede
ser un impulso moral de la historia, pero eso no significa que contenga
una verdad indiscutible (Sarlo, 2005, p.57, ver también p.63). Para ella,
el sujeto que narra en el testimonio se aproxima a una verdad que solo
conoce en fragmentos, por eso se requiere de la otra verdad que entienda esos fragmentos, la verdad de la comprensión. Por tanto, ella pondera
la labor del historiador al afirmar, apoyándose en Susan Sontag: “es más
importante entender que recordar, aunque para entender sea preciso,
también, recordar” (Sarlo, 2005, p.26).
2) Historia oral y las memorias3
Ahora bien, veamos qué papel juega la historia oral en los procesos de recuperación del pasado. Mucho se ha insistido en que, y no abundaremos
en ello, la memoria colectiva da sentido de pertenencia a los grupos
humanos, les refuerza sus raíces, recupera su historia cuando ha sido
negada, y su voz cuando ha sido silenciada. Por esa vía, las memorias
subalternas —que incluyen las de las víctimas— reafirman las identidades colectivas que, como es bien sabido, no son naturales, sino que
3
Para las siguientes secciones retomo elementos del artículo Voces subalternas e
historia oral (Archila, 2005) actualizándolos para el caso colombiano del momento.
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se construyen en medio de los conflictos enfrentados en su cotidianidad (Archila, 2003, cap.7). Por esa vía, reconstruyen la historia de los
llamados pueblos “sin Historia”. Como lo señala Ranahit Guha, a medida que la modernidad occidental fue imponiéndose por la expansión
del capitalismo, fue subyugando a los pueblos sometidos, no solo por
medio de relaciones coloniales de dominación, sino a través de su catalogación como pueblos “sin Historia”, por no tener escritura o, según
Hegel, por no tener un Estado moderno (Guha, 2002). En esta encarnación de la razón occidental se produce una sintomática asociación entre
historia, escritura y Estado, asociación que ha marcado el devenir de
la historiografía como acertadamente critican los subalternistas. Guha
advierte que el Estado de la modernidad occidental, de manera creciente, pretende expropiar el pasado a los pueblos sometidos negándoles
su historia y controlando su memoria —por ejemplo, a través de los
archivos y de los museos estatales—. Pero esa memoria subalterna no
se dejó someter y se convirtió en la reserva de las luchas anticoloniales,
esa que busca expropiar a los expropiadores de su pasado4. Dicha tarea
nunca termina, pues, como dice Walter Benjamin, el “enemigo nunca
ha cesado de vencer” (1995, p.51).
Uno de los mejores caminos para llegar a las memorias subalternas
es la historia oral. Ella es algo más que una técnica de investigación,
4
Algo similar decía Gabriel García Márquez en un congreso de intelectuales en La
Habana a finales de los años ochenta: “[…] Por fortuna la reserva determinante
de la América Latina y el Caribe es una energía capaz de mover el mundo; es la
peligrosa memoria de nuestros pueblos. Es un inmenso patrimonio cultural anterior
a toda materia prima […] Es una cultura de resistencia que se expresa en los escondrijos del lenguaje, en las vírgenes mulatas —nuestras patronas artesanales—,
verdaderos milagros del pueblo en contra del poder clerical colonizador. Es una
cultura de solidaridad, que se expresa ante los excesos criminales de nuestra naturaleza indómita, o en la insurgencia de los pueblos por su identidad y su soberanía.
Es una cultura de protesta […] Es una cultura de fiesta, de trasgresión, de misterio,
que rompe la camisa de fuerza de la realidad, y reconcilia por fin el raciocinio y la
imaginación, la palabra y el gesto, y demuestra de hecho que no hay concepto que
tarde o temprano no sea rebasado por la vida” (discurso publicado en El Espectador, 16 febrero de 1986, p.17, el subrayado es nuestro).
Memoria, verdad e historia oral
pero algo menos que una nueva corriente historiográfica. Por supuesto
cuestiona las disciplinas sociales, al plantear no solo nuevas fuentes de
conocimiento, sino una relación más horizontal con los investigados y,
por esa vía, contribuir a empoderarlos como sujetos de su devenir. Pero
muchos de los que la utilizamos no la consideramos una corriente historiográfica o epistemológica radicalmente diferente de las que existen.
Y, en ese sentido, no hay razón para decir que la historia oral es superior a otras formas de practicar el oficio de historiador, como tampoco
puede considerársela como una labor inferior o secundaria ante otros
métodos de acercarse al pasado. Todo depende del objeto y enfoque de
la investigación. Yo, de hecho, la he usado como historiador social, y la
he encontrado muy útil en mis pesquisas con grupos o movimientos
sociales que no han dejado mucha documentación escrita o que son
analfabetos. También me ha servido para dar luz a aspectos menos
épicos de la vida cotidiana, especialmente las dimensiones simbólicas y
culturales. En otra parte he hablado de mi experiencia concreta en este
campo (Archila, 1998), aquí quiero concentrarme en los alcances de la
historia oral en la reconstrucción de las memorias subalternas, en las
que incluyo a las de las víctimas.
Algo muy común es proclamar que la historia oral da voz a los sin
voz. Esto lo he comprobado desde la práctica simple de entrevistar
ancianos que sienten que pueden volver a hablar sin ser rechazados,
incluso por sus familias cansadas de oír sus repetitivos “cuentos”. Pero
es justo interrogarse sobre qué significa eso de “dar voz a los sin voz”.
De una parte, es obvio que se trata de algo metafórico, pues en general
los subalternos no pierden la voz, sino que no son escuchados o su
voz ha sido silenciada. Por otra parte, y más a fondo, hay que volver al
desafío que hace años lanzó la filósofa india Gayatri Ch. Spivak (2003):
¿habla el subalterno?, o ¿quién habla cuando habla el subalterno?, o La
segunda pregunta es una forma de responder la primera: a juicio de Spivak el mundo subalterno es irreductible a las categorías hegemónicas
occidentales, y cuando el subalterno las usa para ser escuchado, ya no
habla él estrictamente, sino las formas coloniales de mediación con las
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que se expresa. Por esa vía, que respira la búsqueda esencialista de una
subalternidad pura e incontaminada, podemos llegar al silencio total
del subalterno, algo que nos recuerda la figura del “musulmán” en los
campos de concentración nazis.
Por fortuna no todos comparten esa postura de silenciamiento de los
subalternos, pues no solo anularía el oficio del historiador, observadorsobreviviente, sino que difícilmente se podrían hacer los trabajos de la
memoria “ejemplar” y aun “literal”. Sin responder directamente al desafío de la Spivak, Boaventura de Sousa Santos (2009, cap. 3) nos propone la labor de traducción en un horizonte relacional en el que ninguna
cultura es completa, por lo tanto, necesita de las otras, que también
son incompletas. La razón occidental en forma “indolente”, a su juicio,
se considera completa y, por ello, niega a las otras culturas, crea las
ausencias —los silencios—, las borra de la historia. Para el sociólogo
portugués, la forma de hacer visibles estas ausencias es mediante la traducción entre distintos saberes, sin que por esencia uno sea superior al
otro. Así, el subalterno traduce continuamente, pero todos sabemos que
la traducción tiene algo de traición y puede favorecer al conocimiento
hegemónico, máxime si el diálogo se hace en la lengua imperial.
Más situados en nuestro subcontinente, intelectuales como Paulo Freire, Orlando Fals Borda y los teólogos de la liberación consideran que el
subalterno, el oprimido, no solo puede hablar, sino que debe hacerlo.
Por su parte, la socióloga boliviana Silvia Rivera afirma que el subalterno sí puede hablar, pero no de cualquier forma ni ante cualquier público
“otro”. A ese respecto trae a colación la experiencia del Taller de Historia Oral Andino, en el cual intelectuales aymaras y no-aymaras, hablando la lengua de los primeros, recuperan su pasado, descolonizándolo
no solo en el contenido, sino en la forma. Para ella, el problema no es
si el subalterno habla, sino si es escuchado cuando habla (2004, pp.2126). Y este es el punto clave en el debate con Spivak. Nosotros creemos que el subalterno habla, pero cómo habla y, sobre todo, cómo es
Memoria, verdad e historia oral
escuchado, estas son dos preguntas cruciales para nuestro oficio, preguntas que, a su vez, tienen consecuencias éticas y políticas.
Y es que, como se percibe en estos debates sobre la contribución de las
memorias subalternas a las identidades colectivas, subyace una profunda dimensión política en todos los trabajos de la memoria. No solo
porque ella se inscribe en la disputa por el significado del pasado,
sino porque, para muchos colectivos y movimientos sociales, la memoria es una forma de legitimar su lucha presente. Así lo ha demostrado,
por ejemplo, Joanne Rappaport (1990) para el caso de los indígenas
del Cauca. Para ella, intelectuales como Juan Tama, Manuel Quintín
Lame y muchos de los dirigentes indígenas actuales de la región, no
solo tienen otras nociones de tiempo y espacio, sino que trabajan la
memoria en función de su presente. Incluso, lo hacen explícitamente
para legitimar sus luchas actuales.
Es cierto que las memorias subalternas tienen límites. Las “literales”,
ligadas a la experiencia vivida de la víctima, pueden ser no solo excluyentes, sino encerrarse y volverse intransmisibles. A su vez, las “ejemplares” arriesgan perder el calor de la experiencia terminando en una
nueva abstracción de la subalternidad, cuando no en la banalización
de las víctimas. En todo caso, se impone un trabajo de crítica a las
memorias subalternas sin deificarlas, lo cual no las anula como formas
legítimas de representar el pasado. Esta crítica, por supuesto, debe extenderse al uso de toda fuente, sea escrita u oral.
3) Verdad(es)
Mucho hemos hablado sobre la existencia de distintos regímenes de
verdad, tanto entre memoria e historia como dentro de las distintas
memorias subalternas, especialmente la literal o vivida y la ejemplar o
transmitida. Es bueno preguntarse qué entendemos por verdad.
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Partimos del supuesto de que, como dice Eric Hobsbawm (1998), los
hechos no son pura ficción y se produjeron más allá del historiador. De
entrada, esto marca distancia con corrientes posmodernas que insisten
en que los hechos tienen mucho de ficción literaria y son construcción
de los colectivos humanos y especialmente de los historiadores. De ser
así nos quedaríamos, usando una metáfora de Laurence Stone (1991,
p.217), en un cuarto de espejos mirando la proyección infinita de nuestra imagen, pero sin considerar lo que está más allá de los espejos, eso
que solemos llamar la realidad.
Ahora bien, que los hechos existan o hayan existido más allá de los
historiadores no quiere decir que podamos llegar a ellos como si calcáramos la realidad. Ese sueño positivista de la escuela de Von Ranke
no es posible. La verdad histórica es reconstruida a partir de las huellas
que dejaron los hechos, pero también de las preguntas e hipótesis que
formulen los historiadores. Como bien lo ha expresado E. P. Thompson
(1981), se trata de un diálogo no exento de tensiones entre dato empírico y teoría. Más aún podemos decir que casi desde que se produce el
dato o la huella, ya hay alguna interpretación por parte del testigo o del
escribano. Luego, el almacenamiento y clasificación de esas fuentes en
los archivos también está marcado por lecturas del pasado, en este caso
desde las agencias estatales y los intereses privados que promueven
tales depósitos de la memoria. Y, en fin, el trabajo del historiador consistirá en interrogar esas fuentes y tratar de comprenderlas desde sus
hipótesis y elementos teóricos. Y, por supuesto, la validación del conocimiento producido pasa por las comunidades involucradas, entre ellas
las de los académicos. En ese sentido, la verdad histórica es múltiple y
plural, por eso será siempre vano el intento de hacer una historia única
y oficial. Pero al mismo tiempo los historiadores no cejamos en buscar
esas verdades, pues de eso se trata nuestro oficio (Archila, 1999).
Obviamente, esa búsqueda hace parte de las disputas por el pasado
que encierran luchas por el poder. El mismo Hobsbawm ha mostrado el
potencial destructivo que tiene el uso y el abuso del pasado a favor de
Memoria, verdad e historia oral
causas raciales o nacionalistas. El negacionismo, por supuesto, afectará
la credibilidad del trabajo histórico, por ejemplo, ante el Holocausto
(Habermas 1989), o en el caso colombiano, la negación de que existe
un conflicto armado. En estos casos no solo se busca hacer una historia
que moldea los hechos “negativos” para volverlos “positivos” —que
puede ser un cierto tipo de “revisionismo” (Traverso 2007, cap. 6)—,
sino que incluso ignora los hechos. Eso último es el extremo del negacionismo. Algo similar ocurre hoy con la famosa “posverdad” que no
es sino la reencarnación del viejo adagio de “mentir, mentir contra toda
evidencia”; obviamente se lanza con fines políticos, como incentivar el
odio racial y construir muros contra la inmigración en el imperio del
norte, romper la Unión Europea y toda la idea de cosmopolitismo que
allí se encerraba para exacerbar el viejo nacionalismo, o enterrar los
acuerdos de paz con la insurgencia en Colombia para retroceder a una
época de guerra que beneficia a unos pocos halcones militares, políticos
y empresariales.
Pues bien, existe una antigua relación entre historia y justicia, sobre todo
en vertientes que hacen explícita su opción ética por un conocimiento
del pasado que impida su repetición. Durante mucho tiempo se asimiló
el papel del historiador con el del juez. Más aún, ambos comparten la
búsqueda de la verdad y, principalmente, la necesidad de la prueba.
Pero como dice Carlo Ginzburg (1993, p.21), el historiador no es el juez:
su tarea no consiste en juzgar, sino en comprender5. Y complementa
Traverso, la verdad del historiador “no tiene un carácter normativo, es
imparcial y provisional, jamás definitiva ([…] en cambio) la verdad de
la justicia es normativa, definitiva y coactiva” (Traverso, 2007, p.66).
En síntesis, es una verdad de comprensión y explicación, no de juicio y
sanción. En ese sentido, la prueba tendrá distintas implicaciones para el
5
Más adelante dice: “El camino del juez y el del historiador, coincidentes durante un
tramo, luego divergen inevitablemente. El que intenta reducir al historiador a juez,
simplifica y empobrece el conocimiento historiográfico; pero el que intenta reducir
al juez a historiador contamina irremediablemente el ejercicio de la justicia” (Ginzburg, 1993, p.112).
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juez o para el historiador: para el primero será más positiva y demostrativa, para el segundo será más conjetural y explicativa6.
Evidentemente cuando esto se traslada a una instancia oficial, o al
menos pública, como una comisión de verdad creada para cerrar un
conflicto armado, se vuelve más complejo, pues hay expectativas de
las víctimas de uno u otro bando para que se esclarezca la verdad. Y
aunque hay experiencias en que el enfoque de esas comisiones ha sido
más judicial, por lo común obran en el terreno de la verdad histórica,
aunque con implicaciones penales (González y Varney, 2013).
Según un experto del Centro Internacional para la Justicia Transicional,
una comisión de la verdad es “una comisión investigadora autónoma,
centrada en las víctimas, establecida ad hoc en un Estado (y autorizada
por el mismo Estado), cuyas funciones primordiales son 1) investigar
e informar sobre las causas principales y las consecuencias de patrones amplios y relativamente recientes de severa violencia o represión
que hayan ocurrido en dicho Estado durante un período determinado
de régimen autoritario o de conflicto armado, y 2) presentar recomendaciones para corregir dichas violaciones y prevenir que ocurran en
el futuro” (Freeman , s.f)7. De modo que las tareas principales de tal
comisión son investigar las causas y consecuencias de los hechos de
6
7
Los acuerdos de La Habana acertadamente crean un Sistema Integral de Verdad,
Justicia, Reparación y no Repetición en el que los trabajos de la cev se articulan con
los de la Justicia Especial de Paz —jep— y con la Unidad de Búsqueda de Personas
Desaparecidas. Así, el componente histórico y el judicial caminan de la mano para
fortalecerse mutuamente en favor de las víctimas. Esta novedad no se había presentado en anteriores comisiones de estudio de la violencia (Jaramillo, 2014).
El autor es Mark Freeman y el artículo se titula “África y sus comisiones de verdad y reconciliación”. Apareció en el Boletín de la Acnur, Hechos del Callejón (sin
año). Consultado el 21 de junio de 2017 en http://www.acnur.org/t3/uploads/
pics/1720_2.pdf?view=1
Memoria, verdad e historia oral
violencia y dar recomendaciones para que esos hechos no se repitan8,
no tanto condenar a X o Y victimario.
Pero además no sobra recordar que, por lo hasta ahora señalado, difícilmente reconstruiremos una verdad única y menos oficial de una historia tan compleja como lo es la de la violencia en Colombia9. En nuestro
caso, y haciendo eco de algo expresado por el jefe de los negociadores
de La Habana, Humberto de La Calle, es urgente pensar más que en una
verdad que arroje conocimiento sobre el conflicto armado, que siempre
será necesaria, en una verdad de “reconocimiento” del conflicto armado, de las víctimas y de los victimarios, una verdad “reparadora” que
nos permita iniciar un camino de no repetición y de convivencia.
Conclusión
Los trabajos de la memoria desde las víctimas y la sociedad en su conjunto son cruciales para la búsqueda de verdad, justicia y reparación. Si
en la Europa de la segunda posguerra fue más largo el silencio sobre el
trauma —algunos autores dicen que solo hasta los años sesenta afloró
8
9
En el caso colombiano, los acuerdos de La Habana agregan la función de estimular
la convivencia para producir la reconciliación nacional: “la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad (cev) deberá garantizar la participación de las víctimas,
asegurar su dignificación y contribuir a la satisfacción de su derecho a la verdad, y
en general, de sus derechos a la justicia, la reparación integral y las garantías de no
repetición. Lo anterior debe contribuir además a la transformación de sus condiciones de vida” (Preámbulo del Decreto 588 de abril de 2017, por el cual se organiza
la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición).
Acertadamente, el Grupo de Memoria Histórica colombiano —gmh— en su informe general titulado Basta Ya dice: “Este informe no es una narrativa sobre un
pasado remoto, sino sobre una realidad anclada en nuestro presente. Es un relato
que se aparta explícitamente, por convicción y por mandato legal, de la idea de
una memoria oficial del conflicto armado. Lejos de pretender erigirse en un corpus
de verdades cerradas, quiere ser un elemento de reflexión para un debate social y
político abierto” (gmh, 2013, p.16). A juicio de Jefferson Jaramillo (2014), las contribuciones del gmh son indudables y serán un insumo sustancial para la cev, que
debe partir de los análisis de caso para buscar patrones comunes de victimización
y debe integrar el trabajo académico del mismo gmh y de muchos violentólogos con
el mundo de las víctimas.
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públicamente la memoria—, en los países del Cono Sur que sufrieron
dictaduras entre los años sesenta y los ochenta el silencio no fue tan
prolongado, aunque se obstaculizó la rememoración en aras del espíritu
de concordia que presidía las transiciones democráticas, al menos en
los años noventa. Si en la Europa de la posguerra y en el Cono Sur de los
ochenta, se quiso “normalizar” la sociedad domesticando el pasado, es
decir, silenciando lo negativo, en los últimos tiempos lo “normal” en
esas sociedades es, según Elizabeth Jelin, “confrontar y abrir la caja del
pasado” (2007, p.333).
En Colombia, el trauma aún está vivo, porque no hemos salido del
conflicto. No se ha dicho todo lo decible y lo indecible sobre él. No se
ha hecho el duelo necesario. Pero lo más grave es cómo a esa memoria
“débil”, subalterna o reprimida de las víctimas se le intentan superponer versiones oficiales que niegan o banalizan el daño, aduciendo
que no hay conflicto armado, sino una guerra del terrorismo contra
la sociedad; o que si existe dicho conflicto es marginal, pues los paramilitares se entregaron y la insurgencia está aniquilada. Tampoco faltan voces oficiales para las cuales la violencia política es un problema
de celos o de roces entre vecinos. Igualmente, no se permite el duelo
porque muchos han “desaparecido” y no se sabe de ellos; porque al
haber una impunidad generalizada no aparecen los responsables, y, si
se denuncian, no son juzgados, y, si son juzgados, escasamente son
condenados. Además, cuando unos pocos son condenados, suelen ser
conducidos a prisiones de lujo o se les da “casa por cárcel”. En suma,
se quiere “normalizar” a la sociedad colombiana cuando aún el trauma
está vivo, y no solo en la memoria del pasado, sino en la vida cotidiana
del presente: los grupos paramilitares siguen existiendo así el Estado no
los reconozca como tales y eufemísticamente los llame Bacrim (Bandas
Criminales). Las farc se han desmovilizado y desarmado —¡esto es
un hito histórico! —, pero van surgiendo disidencias mientras la otra
guerrilla, el eln, inicia diálogos de paz con muchos tropiezos y con un
calendario electoral encima. Por todo lo anterior, en Colombia todavía
es difícil creer en un “nunca más”…
Memoria, verdad e historia oral
Pero hay razones para tener un moderado optimismo: estamos ante una
posibilidad única de romper la maldición de nuestros cien años de soledad, para así tener una segunda oportunidad sobre la tierra y construir
la sociedad que soñamos —al menos una en la que no nos matemos por
nuestras diferencias políticas o ideológicas—. En ese orden de ideas,
es fundamental el trabajo de reconstrucción de las diversas memorias
apuntándole a una verdad histórica que nos permita entender lo que
pasó, complementada con una verdad judicial que condene a los responsables y permita generar una nueva conciencia ciudadana, capaz de
reconocer a las víctimas y de llegar a la superación de la cultura excluyente que nos caracteriza. Tal es el horizonte que tiene trazada la cev,
allí será fundamental la colaboración de los estudiosos del pasado en el
espíritu de las palabras iniciales de Mario Carretero.
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