SECCIÓN
GENERAL
RELACIONES 115, VERANO 2008, VOL. XXIX
RELACIONES 115, VERANO 2008, VOL. XXIX
MÉXICO EN EL ALMA DE LUIS VILLORO
LA RAZÓN RAZONABLE, ALTERNATIVA A LA VIOLENCIA
IDEOLÓGICA
Mario Teodoro Ramírez∗
Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo
En este artículo se propone interpretar el pensamiento de Luis Villoro (al menos,
sus propuestas más relevantes) como una respuesta a la “problemática” que le
planteó al filósofo mexicano, desde los años de su juventud, la realidad de nuestro país. Como miembro del grupo filosófico Hiperión (que existió alrededor de
1950), que se propuso hacer una “filosofía del mexicano”, Villoro publicó dos libros, uno sobre el tema del indigenismo y otro sobre el movimiento de independencia de 1810. En ambos se presentan elementos para una reflexión teórica, filosófica y política sobre los problemas de la ideología, la interculturalidad, la
relación entre ética y política, etcétera, de los que se ha ocupado acuciosamente
Villoro a lo largo de su trayectoria filosófica, y donde el leitmotiv mexicano nunca
ha dejado de estar presente.
(México, indígena, Independencia, ideología, razón)
éxico aparece como una motivación y un motivo permanente en el filosofar de Luis Villoro. En cierta medida, como
el leitmotiv de su indagación filosófica, probablemente la
clave secreta que permite dilucidar las orientaciones y reorientaciones de su trayectoria durante cerca de sesenta años de trabajo
teórico sostenido.
Para la comprensión de la realidad mexicana, Villoro pone en juego,
ante todo, una visión histórica. No se trata sólo del aspecto, importante
M
*
[email protected]
149
MA R I O T E O D OR O R A MÍ R E Z
sin duda, de contribuir a los estudios históricos de nuestro país.1 Se trata
de asumir una perspectiva filosófica de acuerdo con la cual la realidad
mexicana no se puede comprender de manera meramente empírica, fenomenológica o psicológica (Uranga, Portilla, Ramos), describiendo
conductas y modos de pensar de manera aislada, históricamente descontextualizada, como si siempre hubieran existido o como si hubieran
surgido ayer. Tampoco podemos ignorar lo que hemos sido y lanzarnos
sin más a elaborar grandes proyectos ideológico-culturales (Caso y Vasconcelos). Villoro cree que sólo podemos pensar y hacer propuestas intelectuales para afrontar la problemática del país si asumimos una comprensión de largo alcance de la realidad nacional.
Ahora bien, el problema que plantea México a un filósofo vitalmente
comprometido como Villoro es el de su viabilidad misma como sociedad, como comunidad histórica, y, concomitantemente, el de la función
y la tarea del pensamiento a ese respecto. Al abocarse a las entrañas más
profundas de la realidad mexicana, Villoro constata la presencia omino-
1
Como filósofo con fase de historiador, Villoro ha reflexionado sobre el sentido y
valor del conocimiento histórico. Cfr. Luis Villoro, “El sentido de la historia”, en Varios,
¿Historia para qué?, México, siglo xxI, 1980.
Con la influencia de Samuel Ramos y su análisis crítico de la conducta del mexicano, y con otros elementos teóricos, se formó en México a fines de los cuarenta del siglo xx
el grupo filosófico “Hiperión”, que se proponía llevar a cabo una “filosofía del mexicano”, esto es, una aplicación de las categorías más conspicuas del pensamiento filosófico
universal a la realidad de México. Cabe recordar los aportes de Leopoldo Zea, Emilio
Uranga y Jorge Portilla. A diferencia de todo ellos, y del mismo Ramos, el aporte de Villoro al grupo (al que perteneció) se singulariza en su insistencia en buscar la gnosis mexicana mediante el análisis histórico, si bien se trata de un análisis filosóficamente orientado.
Cfr. Los siguientes estudios sobre estos pensadores: Guillermo Hurtado, El hiperión,
México, UNAM, 006; Abelardo Villegas, La filosofía de lo mexicano, México, UNAM, 1979;
Mario Teodoro Ramírez (coord.), Filosofía de la cultura en México, México, Plaza y Valdés,
1997; Rubí de María Gómez Campos, El sentido de sí. Feminismo y filosofía de la cultura en
México, México, Siglo xxI, 004; Marco Arturo Toscano, Una cultura derivada. El filosofar
sobre México de Samuel Ramos, Morelia, UMSNH, 00; Jaime Vieyra, Utopía, legado y conflicto,
Morelia, Jitanjáfora, 007.
Antonio Caso y José Vasconcelos son los fundadores de la filosofía mexicana moderna. No solamente porque valoraron esta disciplina en su ser propio y autónomo, también porque no dejaron de hacerlo en el marco de una comprensión de las tareas filosóficas de cara a la compleja problemática nacional.
150
MÉ XI C O E N E L A L MA D E L U I S V I L L ORO
sa y persistente de la violencia –el fracaso humano propiamente– en la
constitución histórico-social de nuestro país. Violencia como negación y
desconocimiento del otro, violencia como ideológica negación de la realidad, como intento de evadir la irremediable contextura temporal de
nuestro ser; violencia como injusticia inamovible, como desigualdad sin
límite; en fin, violencia como incapacidad de comprender, de conocer,
de razonar, esto es, de pensar. Por esto, la solución filosófica que el pensamiento puede aportar a la problemática de México consiste, ante todo,
en asumir como tarea la necesaria incorporación del acto crítico-reflexivo en esa realidad, la integración de la racionalidad filosófica al proceso
de la praxis colectiva y a la discusión pública de nuestros problemas y
posibilidades como sociedad.
Desde su juventud, Villoro nunca ha dejado de plantearse el asunto
de las relaciones entre la actividad filosófica y el contexto histórico-social de México. Temprano buscó asumir una postura intelectual consecuente, que lo alejara tanto del pensamiento filosófico puro, abstracto y
desarraigado, como de las soluciones ideológicas de moda, superficiales
y coercitivas. Villoro hizo de la teoría y la crítica de la ideología uno de
sus principales signos de identidad filosófica. Para el caso de México su
posición era clara: la historia del país ha estado dominada por diversas
formas de pensamiento ideológico; en verdad, por la forma de la ideología como tal, y lo que nos corresponde, bajo una perspectiva seriamente
crítica, es tratar de construir una alternativa no ideológica a la praxis
social, un ejercicio de la razón crítica capaz de alumbrar adecuada y eficazmente nuestra realidad histórica.
Ahora bien, aun cuando estuvo vinculado a la filosofía analítica, y
reconoció el valor del saber científico y la defensa del pensamiento racional, Villoro no permaneció en una postura ingenuamente “cientificista”. No se contentó con oponer la ciencia a la ideología. Transitó hacia la
crítica ético-política del pensamiento ideológico, mostrando de manera
más contundente el carácter de la ideología en cuanto instrumento de
dominación y control social. A la vez, fue evidente que la alternativa al
pensamiento ideológico no era tanto una filosofía de la “razón teórica”
como una filosofía de la “razón práctica”; en general: una concepción de
la “razón” más abierta, vital y plural que aquella puramente intelectual
y formal que había conceptualizado la filosofía moderna.
151
MA R I O T E O D OR O R A MÍ R E Z
Consideramos que las primeras aproximaciones que hace Villoro al
problema de la ideología –en sus estudios sobre la situación históricosocial de México– ofrecen un dato indispensable para una comprensión
adecuada tanto de lo que ha de significar la crítica de la ideología en cuanto tarea filosófica, como del sentido propio del ejercicio de la racionalidad en cuanto posibilidad de la praxis sociopolítica. Si no se recuerda la
dimensión histórico-social de la que parte Villoro, y también, si no se
asume la dimensión ético-política (práctica) a la que arriba, la teoría de
la ideología que propone en un momento dado resulta insuficiente; no
parece clara la superación de una definición puramente epistemológica
y hasta cientificista de ese huidizo concepto. Visión histórico-crítica y visión ético-política constituyen los parámetros definitivos desde donde
debe darse la comprensión, la crítica y la superación de la ideología.
Esto es lo que nos proponemos hacer ver en este ensayo, cuyo propósito
no es otro en principio que contribuir a la dilucidación del sentido de las
propuestas teóricas y práctico-sociales de una de las figuras más destacadas del pensamiento mexicano (y latinoamericano).
La alternativa que Villoro propone al dominio de la ideología implica necesariamente una nueva o distinta manera de entender el sentido y
alcance del acto racional. Nos ocuparemos de ello en la tercera parte de
este ensayo (“La razón razonable”). En las dos primeras analizaremos
los sendos estudios sobre la realidad histórica de México con los que Villoro inició su trabajo intelectual, Los grandes momentos del indigenismo en
México (1950) y El proceso ideológico de la revolución de Independencia (195),
bajo la hipótesis de que su tema común es el de la violencia ideológica:
bien, respectivamente, como (1) negación de la alteridad sociocultural
que nos constituye como país, bien como () negación de la alteridad
temporal a la que irremisiblemente está sometida toda praxis social y
política. Negando estas negaciones, esto es, abriéndonos tanto al reconocimiento del otro como al reconocimiento de la finitud y temporalidad de
nuestro actuar histórico, estaremos en condiciones de definir los términos de una racionalidad razonable –no cientificista, no obtusamente racionalista, digamos–, única capaz de poder guiar la vida social concreta y
de devolvernos la esperanza en la construcción de una sociedad racional, sin violencia, sin dominación, sin ideología. Hacemos ver también
en qué puede consistir una alternativa no simplemente teórico-intelec152
MÉ XI C O E N E L A L MA D E L U I S V I L L ORO
tual sino práctico-vital a la forma del pensamiento ideológico (del que, a
la vez, subrayamos más sus rasgos como discurso de dominación que
sus rasgos como discurso epistémicamente deficitario).
LA NEGACIóN DEL oTRo
Los grandes momentos del indigenismo en México consiste en una verdadera
toma de conciencia histórica de la alteridad indígena que conforma profundamente a la vida nacional, y que a lo largo de la historia hemos sido
incapaces de comprender y asumir cabalmente. Se trata, ciertamente, de
una cuestión de justicia histórica y social, pero sobre todo de justicia humana y de ejercicio congruente de la racionalidad y el pensamiento. No
podemos comprender lo que somos como sociedad (lo que vale para
cualquier sociedad y no sólo para la nuestra) si nos concebimos ficticiamente de manera monolítica, si nos seguimos creyendo aquello que se
ha dicho y se dice que somos. Que somos una sociedad y una cultura
uniforme, acabada y compacta resulta no sólo evidentemente falso sino
también ideológicamente interesado. Nos conduce a una visión equivocada de nosotros mismos. Debemos pensar lo que somos más bien a partir
de los puntos problemáticos, resistentes de nuestro ser histórico, de nuestras zonas opacas o mal resueltas; a partir de la “diferencia” –de la alteridad y la pluralidad– y no a partir de la pura y siempre redundante “identidad”. Tal es la apuesta teórica y cultural de Villoro en su primer libro.
Para pensar la alteridad indígena Villoro propone en primer lugar
revisar las maneras en que históricamente se le ha pensado –o, más bien,
“no se la ha pensado”–. Esta revisión nos dará luz tanto sobre los modos
como nos hemos comprendido a nosotros mismos –en cuanto mexicanos– como de los límites de nuestra comprensión de lo otro –lo indígena–. Villoro define tres posibilidades, y tres épocas histórico-culturales
correspondientes, de esos modos: 1) de forma puramente negativa y
destructiva, la época de la conquista, desde la perspectiva cristiano-occidental del europeo; ) de forma positiva pero irrealista y meramente
especulativa, la época de la Colonia y de la Independencia, desde la
perspectiva racionalista del criollo; y ) de forma positiva, aunque bajo
un modelo acríticamente integracionista, la época posrevolucionaria
153
MA R I O T E O D OR O R A MÍ R E Z
bajo la perspectiva del indigenismo nacionalista mestizo. Son las tres modalidades en que ha operado en nuestro país el indigenismo en cuanto
forma de pensamiento ideológico.
Respecto al primer momento, Villoro asienta con visión aguda y desprejuiciada la complejidad, la ambivalencia incluso, de la actitud del
conquistador español ante el mundo indígena. No se puede definir esa
actitud de manera unívoca y concluyente. Tanto Hernán Cortés como
Bernardino de Sahagún –personajes paradigmáticos del momento según la interpretación de Villoro– no resisten el asombro ante la originalidad y, en varios aspectos, superioridad de la cultura indígena. Pero a la
vez, como fieles representantes del mundo cristiano-europeo, tampoco
pueden resistir enunciar un juicio categóricamente negativo sobre el
mundo indígena, al que consideran alejado de Dios y dominado por el
demonio. Villoro conceptualiza esta actitud contradictoria en términos
de la oposición, vivida por el conquistador, entre los datos de una visión
natural –la realidad rica, concreta y compleja del mundo mexica– y las
exigencias de una visión sobrenatural –que requiere necesariamente ubicar
a la cultura indígena en los marcos teológicos del drama cristiano–. “El
perfil natural nos revela un pueblo elevado y sutil, lleno de hermosos
conceptos y de recta vida; el sobrenatural, en cambio, nos lo presenta
como demoníaco y nefando”.4
El primer momento del indigenismo consiste en una negación de lo
indígena relativamente dialéctica: si bien se le reconoce su particularidad e irreductibilidad cultural, el conquistador europeo no tiene otra
opción frente a aquello diferente que se le presenta que tratar de ubicarlo, definirlo e integrarlo en la estructura (mental y práctica) de la visión
cristiana del mundo.5 La idea de la conversión, a diferencia de la mera
destrucción, del asesinato, implica ya un mínimo reconocimiento a los
rasgos humanos del conquistado, una cierta, discreta, valoración de su
modo de vida y cultura, sin lo cual la búsqueda de su conversión a la fe
cristiana no tendría sentido ni posibilidad. Pero la manifiesta actitud
piadosa de la conversión sigue escondiendo a fin de cuentas un afán de
4
Luis Villoro, Los grandes momentos del indigenismo en México, México, SEP, 1987, 81.
Cfr. Luis Villoro, “Estadios en el reconocimiento del otro”, en Id., Estado plural, pluralidad de culturas, México, Paidós/UNAM, 1998, 155-168.
5
154
MÉ XI C O E N E L A L MA D E L U I S V I L L ORO
dominación, de imposición, sigue consistiendo básicamente en una negación de la otredad del otro. Sólo se acepta al indígena con la condición
de que renuncie a ser lo que es y se haga uno “de los nuestros”, y aún así,
la aceptación seguirá siendo regateada. Con esta ambivalencia nació
México y con ella ha vivido hasta hoy día.
Pero la conciencia mexicana avanzó y la ideología indigenista fue
cambiando de significado y referencia. Dos siglos después de la conquista encontramos una concepción totalmente distinta y hasta opuesta
a la anterior (el segundo gran momento). Ya no hay ambigüedad ni ambivalencia, y el juicio sobre el indígena no es más negativo, incluso llega a
parecer en algún caso desproporcionadamente positivo. Se trata ahora
de la visión del “criollo”, cuya recuperación y valoración de las culturas
indígenas es consonante con el proceso de emancipación e independencia del país del régimen colonial que se cumplirá en las primeras décadas del siglo xIx.6 Pero al indígena que se revalora, que se le mistifica incluso, es al del pasado, al que existió en la época de la gran civilización
mesoamericana previa a la llegada de los españoles. Al igual que el primer indigenismo –el del conquistador–, el indigenismo criollo comprende la alteridad indígena desde un marco y una visión ajenos al de la
conciencia y la visión indígena. En este caso, desde los marcos del pensamiento moderno en sus distintas vertientes: ya el humanismo ilustrado de Clavijero, el romanticismo libertario de fray Servando, o el naturalismo aséptico, “científico”, de Manuel orozco.
El segundo momento del indigenismo habla del indígena en su ausencia: sea para reivindicar su historia y cultura, para ensalzarlo o para
neutralizarlo como hecho histórico. A los grupos indígenas supervivientes y presentes se les considera tristemente decadentes, aislados y marginados, un pálido reflejo apenas de aquella grandeza indígena que habría
6
Villoro se detiene en la exposición y análisis de tres figuras clave de este segundo
indigenismo: Francisco Javier Clavijero (171-1787), fray Servando Teresa de Mier (1765187) y Manuel orozco y Berra (1816-1881), quienes pertenecen, respectivamente, a las
postrimerías de la Colonia, al movimiento de Independencia y la época del positivismo
liberal. Con diferencias profundas en sus bases teóricas y enfoques metodológicos, los
tres coinciden sin embargo en la actitud objetivante respecto al ser del indígena, en la
medida que lo observan desde una posición esencialmente externa y distante.
155
MA R I O T E O D OR O R A MÍ R E Z
quedado enterrada en el pasado. Y sin embargo, los grupos indígenas
conformaban la mayor parte de la población del país en el siglo xIx. No
podían seguir pasando desapercibidos. El tercer gran momento del indigenismo mexicano tendrá que abrir los ojos a esta realidad.
Desde fines del siglo xIx y durante la primera parte del siglo xx se
configura esa tercera posibilidad. Se distingue de la anterior en que ya
no habla del indígena del pasado sino del presente, y en que ya no se
queda en un planteamiento meramente teórico sino que se proyecta en
términos de propuestas político-prácticas: el indígena aparece como un
“problema” que requiere una solución. ¿Por qué y para quién es un problema? Precisamente para el proyecto, caro al siglo xIx mexicano, de hacer del país una nación, esto es, bajo las fórmulas y concepciones del pensamiento moderno-europeo, una comunidad unificada, integrada y
homogénea. El proyecto quiere enfrentar la fuerte dispersión y disgregación nacional y atajar el dominio del grupo social criollo. Es el momento del mestizo.
Diversos pensadores –Francisco Pimentel, Francisco Bulnes, Andrés
Molina Enríquez–, convergen en la idea de que la solución para los problemas del país se encuentra en el mestizaje, esto es, en hacer del grupo
social mestizo la base del Estado y la sociedad mexicanos y el motor
principal del desarrollo nacional. Respecto a los indígenas esta estrategia plantea simplemente la necesidad de su disolución como grupo social separado y de su integración plena a la comunidad nacional bajo la
égida de los mecanismos de la modernización capitalista y de acuerdo
con el mandato del grupo mestizo. Se reconoce al indígena, se le requiere incluso, pero sólo como un medio para consolidar el ser y el proyecto
del mestizo, quien se asume como la propia y verdadera sustancia nacional: “el mestizo ilumina el ser propio del indio y lo revela como una
realidad en la que se dibuja el propio ser del mestizo como trascendencia y como fin autónomo”.7 En fin, el indígena es revelado, reconocido,
pero sólo para ser sojuzgado, utilizado, nuevamente negado.
Pero lo anterior corresponde sólo a la primera parte, la primera época del indigenismo mestizo. Sobre sus límites y carencias se apoyará la
7
Luis Villoro, Los grandes momentos…, op. cit., p. 188.
156
MÉ XI C O E N E L A L MA D E L U I S V I L L ORO
segunda parte de este tercer gran momento del indigenismo mexicano:
el del mestizo indigenista, el “indigenismo actual” (1949), que tiene
como condición histórica el movimiento revolucionario de 1910, que si
bien pudo no haber significado un gran cambio en las estructuras socioeconómicas, sí implicó cambios trascendentales en la dinámica del país
y en las formas del pensamiento: uno fundamental tuvo que ver precisamente con la conciencia indigenista. El carácter ampliamente popular
de la Revolución Mexicana supuso la presencia y participación de amplios sectores campesinos del país ligados naturalmente a los grupos
indígenas tradicionales. La reafirmación nacionalista que siguió al movimiento revolucionario –en la ideología política, la cultura, la educación, etc.– encontró en la explotación del indigenismo una de sus vetas
más productivas.
Ciertamente, el mestizo sigue siendo considerado el sujeto del nuevo indigenismo y el motor de los procesos socio-políticos del país. Pero
hay un cambio fundamental. El mestizo deja de ver al indígena como un
ser ajeno a él, como un objeto, un medio o un referente imaginario. Ahora se identifica vívidamente con él y lo siente parte de sí mismo, una
parte desconocida, oscura o denegada pero ineludiblemente constitutiva de su ser propio. El planteamiento del problema indígena cambia radicalmente en comparación con los momentos anteriores. El mundo indígena llega a ser concebido incluso como el núcleo propio, esencial y
más valioso de la nacionalidad mexicana; su tiempo ya no es el de un
pasado glorioso, pero remoto, ni el de un presente oscuro, de carencias y
marginación, sino el de un futuro luminoso, iluminado por su espíritu
inconmovible y su sabiduría ancestral. Al menos éste es el sentido que late
en los estudios y enfoques de Manuel Gamio y otros pensadores con visión antropológica, con cuya concepción Villoro simpatiza claramente.
El nuevo indigenismo se realiza, según Villoro, de acuerdo con dos
posibilidades: desde el punto de vista de la acción y desde el punto de
vista del sentimiento (el amor). En el primer caso se plantea como lucha
solidaria por la emancipación indígena. Al constatar la discriminación y
marginación que padecen y han padecido los grupos indígenas del país,
el mestizo indigenista no puede sino volver al consabido asunto de la
integración del indígena al proyecto nacional, aunque, ciertamente, ahora se busca una integración equilibrada y respetuosa. Sin embargo, en la
157
MA R I O T E O D OR O R A MÍ R E Z
medida en que la acción indigenista se encuentra posibilitada por una
visión socioeconómica, que conlleva la identificación del concepto de
raza (de etnia o cultura indígena) con el de clase social (el proletariado,
la clase oprimida), el nuevo indigenismo conduce otra vez, independientemente de sus buenas intenciones, al endémico desconocimiento
del indígena y a la reiterada suplantación de su voluntad, a seguir interpretando lo que él quiere y a seguir decidiendo por él. Esta situación es
lo que la vía del amor tratará de evitar. Tal vía consiste en un proceso de
íntima comunicación entre el mestizo y el indígena donde el primero
lleva hasta sus últimas consecuencias la búsqueda y el reconocimiento
de su parte indígena, y así, la afirmación de la irreductibilidad, peculiaridad y valor propio del mundo indígena. Su medio de realización principal es la experiencia estética y la reflexión humanística –la literatura, la
religión, la historia, el estudio antropológico– y algunos de sus representantes más reconocidos son Ángel María Garibay, Héctor Pérez Martínez y Agustín Yáñez. Todos ellos convergen en la necesidad de restituir,
más allá de las visiones racionalistas y objetivistas occidentales, el carácter enigmático del mundo indígena, su sentido altamente espiritual de
la existencia y su profunda y a la vez sutil concepción de lo sagrado.8
Una posible y necesaria síntesis entre ambas actitudes, entre la acción
y el amor, sería para Villoro lo ideal, y la máxima posibilidad que la conciencia indigenista puede alcanzar. Lejos de oponerse, acción y amor
se complementan; más aún se exigen mutuamente. Porque la acción sin
amor arriesgaría hacer violencia al indio, tratarlo como objeto, dirigirlo desde fuera sin respeto para su libertad. Y el amor sin acción podría caer en la
inercia improductiva de una tierna añoranza, o lo que es peor, en la complicidad, por omisión, con aquellos que al indio explotan.9
Tal sería la forma de resolver, o al menos de atenuar un poco, el carácter paradójico ínsito en la estructura misma de la conciencia indigenista.
*
8
9
Cfr. Luis Villoro, “La alteridad inaceptable”, en Id., Estado plural..., op. cit., pp. 169-180.
Luis Villoro, Los grandes momentos…, op. cit., p. 4.
158
MÉ XI C O E N E L A L MA D E L U I S V I L L ORO
Este carácter paradójico tiene que ver, en principio, con el hecho obvio
de que el indigenismo ha sido en México (y en Latinoamérica) un discurso de no indígenas sobre indígenas, y, más profundamente, con el
carácter objetivador, cosificador, que ese discurso ha poseído en todos
sus momentos. Al asumir sin más los supuestos del pensamiento occidental, el indigenismo se configuró simplemente como una estrategia
de encubrimiento, de negación de la alteridad indígena a fin de legitimar su dominación, su exterminio, exclusión o integración forzada. El
indigenismo y, en general, las diversas ideologías que han operado en
México (cristianismo, ilustración, romanticismo, nacionalismo, socialismo), han fungido simplemente como mecanismos de negación de la alteridad, de la otredad que nos constituye como país y cultura. Han realizado un ejercicio básico de violencia simbólica, cuyos efectos y significados
han marcado las posibilidades culturales, sociales y políticas de México.
Han hecho una sociedad cerrada a la comprensión y asunción de su realidad íntima. Para escapar a este desatino fundamental necesitamos un
nuevo ejercicio de razón comprensora, que sea capaz de observar críticamente (autocríticamente) los límites del pensamiento puramente intelectual y reflexivo –que tiende naturalmente a objetivar y cosificar todo lo
que toca10–, abriendo el reconocimiento del espacio práctico-vivencial de
la relación con el otro, la dimensión afectiva (amorosa, fraternal) de la relación interhumana, que es el único modo, según Villoro, en el que podemos acceder al otro sin negarlo, que podemos afirmar su ser sobre el
nuestro. Ahora bien, reconocer esta experiencia no tiene por qué implicar
eliminar el carácter racional de nuestra conducta y nuestro pensamiento.
Debe implicar solamente que asumimos que el pensamiento, la razón, no
lo es todo ni lo puede todo (la creencia contraria es la base de la ideología),
y esta asunción es lo más consonante con una actitud verdaderamente
racional (razonable). Un replanteamiento de nuestra idea de racionalidad
queda aquí apuntado. Definiremos sus condiciones y consecuencias generales, teóricas y prácticas, en el tercer apartado de este ensayo.
10
Sobre la crítica al “pensamiento moderno”, cfr. Luis Villoro, Páginas filosóficas, Jalapa, Universidad Veracruzana, 196; y El pensamiento moderno: Filosofía del Renacimiento,
México, FCE/El Colegio Nacional, 199.
159
MA R I O T E O D OR O R A MÍ R E Z
LA NEGACIóN DEL TIEMPo
El segundo libro de Luis Villoro, El proceso ideológico de la Revolución de
Independencia, es un modelo de reflexión histórica. Su autor afronta uno
de los momentos dramáticamente clave de la historia de México y, armado con diversos instrumentos teóricos, nos ayuda a comprender no
sólo las situaciones históricas, sociales y políticas concretas, sino el significado profundo –humano, filosófico– de este proceso. La obra expone
en realidad toda una teoría de la dinámica social, particularmente del
conflicto social, en el contexto de una reflexión sobre la legitimidad, el
poder, la violencia, la justicia y la libertad, y en el horizonte de una interrogación profunda sobre lo que varios pensadores del siglo veinte han
llamado la condición humana, esto es, la trágica desproporción que nos
caracteriza entre la libertad de nuestro deseo e imaginación, y la limitación y labilidad de nuestro ser temporal e históricamente situado. En fin,
el conflicto, la tensión social fundamental entre proyecto y temporalidad, entre estabilidad y cambio, entre orden y libertad.
Villoro inicia su estudio constatando la complejidad del proceso de
la revolución de independencia iniciado en 1810.11 De ninguna manera
se trató de un proceso simple y unívoco. A lo largo de los más de diez
años que duró el movimiento convergieron en él diversas posturas y
distintas perspectivas, y ni siquiera éstas eran uniformes en sí mismas.
Todo lo cual era el reflejo de la propia complejidad –la diversidad étnica,
los desfases sociales, los conflictos políticos latentes– que caracterizaban
a la sociedad colonial.1
11
Al análisis estrictamente histórico (económico y sociológico) del proceso de Independencia dedicó Villoro el artículo: “La revolución de Independencia”, incluido en:
Daniel Cosío Villegas (coord.), Historia general de México, México, El Colegio de México, t.
I, 1976, 591-644.
1
Villoro se detiene particularmente en observar el tipo de estratificación social que
constituía al orden colonial. Cabe destacar el dato singular, característico de una estructura colonial, del cruzamiento entre determinaciones étnicas y determinaciones socioeconómicas: la clase social dominante está constituida básicamente por europeos (peninsulares); de forma subalterna, aunque también dominante, se encuentra el grupo de los
propietarios y diversos sectores privilegiados conformado por criollos; la clase media la
integran criollos socialmente poco agraciados, mientras que la clase dominada y de me-
160
MÉ XI C O E N E L A L MA D E L U I S V I L L ORO
La crisis del orden colonial es resultado de diversas condiciones,
procesos y circunstancias histórico-sociales. En su aspecto funcional se
presenta como el efecto de un desfase profundo entre las posibilidades
de la dinámica socioeconómica y un orden jurídico-institucional excesivamente rígido y sobrepasado por los hechos. Un acontecimiento externo –la invasión napoleónica en España y la abdicación de Fernando VII
en 1808– pone en suspenso la “normalidad” del régimen colonial y destapa la discusión sobre su legitimidad y viabilidad. Aparecen y se enfrentan dos posturas, que responden a intereses distintos y a concepciones radicalmente diferentes sobre la naturaleza del régimen existente y,
más a fondo, sobre la naturaleza del orden social en cuanto tal. Asistimos –y Villoro lo sabe describir con agudeza y profundidad filosóficas– a algo más que un diferendo ideológico: a la contraposición entre
dos vivencias de lo social, entre dos formas de comprensión de las categorías sociopolíticas fundamentales.
Por una parte, la comprensión simplemente conservadora, burocrático-funcionalista, que concibe la crisis política como un hecho puramente circunstancial que de ninguna manera pone en duda el establecimiento político-social existente. El orden establecido, por el simple
hecho de ser tal, es incuestionable. En contraparte, emerge una comprensión propiamente crítica que, a partir de la crisis surgida, asume la
necesidad y la posibilidad de un replanteamiento de la legitimidad de
las estructuras políticas existentes. Es una perspectiva que “historiza” el
orden social establecido en la medida que lo hace relativo a su origen
(histórico), y, por ende, a sus razones y fundamentos; la sociedad se
comprende, se vuelve a comprender, como un hacer y, ya no –lo propio
de la visión estática-conservadora– como un mero haber, como un patrimonio que requiere simplemente ser administrado, pero sobre el cual no
se tiene ninguna potestad. La perspectiva crítica reencuentra a la socie-
nor nivel socioeconómico la conforman los grupos indígenas y mestizos, población mayoritaria. Todas estas clases y grupos sociales viven diversos tipos de tensiones y conflictos, los cuales estallarán en múltiples direcciones a lo largo de la guerra de Independencia.
No obstante, el sector criollo se convertirá en el centro decisivo del proceso revolucionario. La diversidad de intereses que lo caracterizan dará cuenta también de la diversidad
de los proyectos ideológicos independentistas y de su carácter casi irreconciliable.
161
MA R I O T E O D OR O R A MÍ R E Z
dad –al pueblo– como sustento del poder (del Rey) y a la libertad como
fundamento del derecho, y se plantea, en menor o mayor grado de radicalidad, la posibilidad de refundamentar el orden existente. La postura
conservadora se cierra totalmente a esa posibilidad y, al violentar el orden jurídico-político mediante un golpe (destitución del virrey Iturrigaray), desnuda el carácter puramente instrumental de su concepción de
lo social. Esta situación terminará por abrir enteramente las compuertas
de la violencia revolucionaria.
Lo que en la perspectiva crítica del criollo era solamente una posibilidad especulativamente considerada, esto es, el postulado de la libertad
como fundamento de la vida social, va a ser asumido enteramente como
realidad y acción efectiva por los iniciadores del movimiento revolucionario de 1810. Hidalgo lleva a cabo radicalmente esta asunción. La crítica del orden establecido ha de conducir a su destrucción efectiva y a la
emancipación general de los oprimidos. “Hidalgo pone la libertad por
fundamento y, en ese preciso instante, busca encontrarse con la fuente
originaria de todo orden social: el pueblo”.1 De esta manera, desarrolla
Villoro, “el fundamento real de la sociedad se manifiesta en toda su fuerza. Por primera vez México, volviendo a su origen, el pueblo, se elige a
sí mismo y deroga el orden que se le había impuesto”.14 Los dos sentidos
de la búsqueda del fundamento se dejan oír en el “grito” de Dolores: el
sentido político –la libertad como fundamento del orden institucional– y
el sentido social –el pueblo como fundamento de la sociedad–. Es la
chispa que enciende la llamarada revolucionaria.
En páginas brillantes de su estudio Villoro se detiene en reflexionar
–teniendo siempre como referente histórico-concreto la guerra de Independencia– sobre el significado y los límites de la libertad, el sentido de
la temporalidad propio de la acción libre (el instante), y la naturaleza de
la acción revolucionaria. Consonante con las tesis existencialistas nuestro
filósofo asume consecuentemente el concepto de libertad. Si ésta existe,
emerge, ha de consistir claramente en un acto instantáneo, por definición, irreductible e inexplicable, esto es, incondicionado. “La situación
1
Luis Villoro, El proceso ideológico de la revolución de Independencia, México, CoNACUL-
TA, 1999, 77.
14
L. Villoro, op. cit., p. 80.
162
MÉ XI C O E N E L A L MA D E L U I S V I L L ORO
determina el campo de las posibilidades reales, más no origina el salto
de la posibilidad a la realidad, que sólo es obra de la libertad”,15 argumenta Villoro. La libertad es obra de la voluntad, de la decisión humana;
es irrupción, creación. Siempre va más allá de lo que las condiciones
reales hubieran podido permitir o autorizar.16 Por ende, resulta siempre
“imprevista”, “pronta”, “temeraria”. Es, como decía el propio Hidalgo,
“frenesí”, y no hay mejor palabra para caracterizarla. Pues en el sentimiento que esa palabra designa se conjugan las dos ideas que ante todo
caracterizan a la libertad: “la pasión y el vuelo ligero (inclinación y ligereza)”. La fuerza de querer algo que sólo se sostiene en la propia decisión
de quererlo: “el vuelo apasionado o la pasión ligera, tal es la libertad;
ímpetu, locura, frenesí embriagador de ponerse a sí mismo por fundamento y principio primero”.17 Pecado demoníaco de la soberbia humana, teológicamente hablando, “que no se inclina ante otra determinación
que no sea la suya propia”.18
Pero la acción de Hidalgo no es un acto meramente individual y
aislado, es parte de una experiencia colectiva, de un proceso social. La
filosofía existencialista típica llega aquí a su límite. Más allá Villoro ha
de aventurarse a pensar en el fenómeno colectivo de la acción libre, en la
“experiencia popular y revolucionaria”. Hidalgo es ya “una figura impulsada por una fuerza que (lo) desborda y arrastra”.19 Es el pueblo mismo –particularmente el pueblo desposeído– el que se convierte en el
sujeto de la libertad, del acto vertiginoso de la insurrección. “Al caer en
él, el pueblo se niega a sostenerse en el orden establecido y pone su voluntad por principio y fundamento supremo; sustrae en bloque su sumisión al orden de derecho existente y se constituye en la fuente originaria
15
Op. cit., p. 71.
En verdad, la libertad es lo “ahistórico” en el corazón de la historia; para captarla
hay que inocular el virus de la especulación filosófica (el sentido del acontecimiento, el
recuerdo del “milagro”) en el espíritu empírico-positivo del historiador.
17
L. Villoro, El proceso..., op. cit., p. 74.
18
Op. cit., p. 76. La escandalosa excomunión del cura Hidalgo por la jerarquía eclesiástica resulta plenamente “explicable”: su acto de rebeldía atentaba contra los fundamentos más recónditos del sistema de poder establecido.
19
Ibid., p. 77.
16
163
MA R I O T E O D OR O R A MÍ R E Z
de todo derecho”.0 Pero se trata, igualmente, de una soberanía instantánea e inmediata, “inmediatista”. El pueblo insurgente vive en el presente la realización de su poder y parece no tener visión para el después,
“como si se gozara en sí mismo, embriagado por su propia fuerza”. La revolución aparece como un fin en sí, como la misma consagración de la
liberación, “como un desorden que se busca y justifica a sí mismo”,1 y
donde el pueblo originario, preestratificado, “caótico”, se revela y expresa en cuanto poder total, inmensurable e inalienable. Poder instantáneo que “no espera el advenir para cumplirse; él es una plenitud en que
se encierran pasado y futuro”, en que “revive el ayer primero y, a la vez,
la hora postrera. Porque el pasado remoto se une, en el instante, con un
futuro de promisión largamente esperado”. Pasado mítico actualizado
y paraíso próximo se tocan en la experiencia “instantaneísta” de la revolución popular. Resulta claro por qué el pueblo comprende su misión en
términos escatológicos, teológicos, esto es, como realización del “reino
de Dios”, como “fin de la historia”. Villoro interpreta esta autocomprensión popular en los siguientes términos:
Para el pueblo, el acontecer histórico de la Colonia significaba la reiteración
del sufrimiento y la permanencia de un orden basado en la distinción de
clases. En la actitud instantaneísta ambos caracteres parecen abolirse. Al
sufrimiento sucede la sensación de renacer a una vida nueva, enteramente
liberada; al orden, la violenta afirmación del caos originario en que toda
distinción se suprime para dar lugar a la íntima comunión entre los hombres.
Tal es el sentido liberador de la acción revolucionaria. Tal es –el “instantaneísmo”– su condición y su límite.
El movimiento espontáneo y fulgurante de la libertad tiene una faceta ampliamente negativa, extremadamente destructiva. La acción libre
no es inocente. Poco antes de su inmolación Hidalgo se duele de sus
0
Ibid., p. 79.
Ibid., p. 80.
Ibid., p. 8.
Ibíd., p. 85.
1
164
MÉ XI C O E N E L A L MA D E L U I S V I L L ORO
decisiones y acciones, del curso de los hechos desencadenados por su
osadía. No es pesar ni arrepentimiento lo que su supuesta “retractación”
significa, aclara Villoro: es remordimiento. Mientras que el primero –el
pesar– consiste en dolerse por no haber alcanzado los objetivos propuestos, el segundo –el arrepentimiento– consiste en dolerse al observar que
los objetivos eran incorrectos. El sentimiento de Hidalgo no es ninguno
de éstos. Es el remordimiento: el dolor por la inadecuación de los medios escogidos para alcanzar el fin, la “responsabilidad” por las consecuencias no queridas de la acción, por la destrucción y la muerte ocasionadas. La conciencia, pues, del carácter no absoluto ni unívoco de la
libertad, la conciencia de que la acción humana es también ambigua,
equívoca, situada, y que somos responsables del significado subjetivo y
positivo de nuestros actos tanto como de su significado objetivo y de sus
diversas consecuencias e implicaciones. El acto de la libertad no es imposible, pero no se efectúa en otro lugar, sino en el de la vida histórica
real. No es incólume. La revolución no es absoluta ni incuestionable.4
En la “autocrítica” que asume Hidalgo quedan apuntados los elementos
de una concepción no ideológica de la acción y de la libertad. Su “retractación” es parte de su herencia; la enseñanza última de un “padre” benévolo y responsable.
El proceso revolucionario, con su concepción instantaneísta de la acción, también arriba a un límite: la línea destructiva y anárquica de la
libertad puede volverse contra ella misma y aniquilar al propio movimiento insurgente. Se hace necesario entonces plantearse el sentido positivo de la libertad, buscar orientar positivamente la rebelión, esto es, definir formalmente sus propósitos y plantear alguna idea sobre el nuevo
orden social que se pretende alcanzar. El intento será difícil de realizar,
pues conlleva a su vez el germen de la negación de la revolución (la pacificación). Por otra parte, la discusión sobre el sentido y los objetivos de
la Independencia vuelve a poner en la palestra la irreductibilidad de
intereses y posiciones ideológicas que conforman la sociedad mexicana.
Al interior del propio movimiento revolucionario se presentan diferen4
El antídoto de “realismo” que el historiador ofrece siempre como freno a la desmedida especulación filosófica y, en general, a la irrefrenable voluntad humana de “acción
y libertad”.
165
MA R I O T E O D OR O R A MÍ R E Z
cias y puntos de vista encontrados (Allende contra Hidalgo, Rayón contra Morelos) que tarde o temprano afectarán su misma viabilidad como
movimiento.
Inicialmente, subsiste la oposición entre las dos concepciones acerca
de la Independencia. Por una parte, la postura criolla, restauradora, que
se propone, desde los años previos a 1810, salvaguardar el orden de la
sociedad novohispana frente a la invasión napoleónica y la influencia
del pensamiento ilustrado moderno. Busca en la historia propia y en la
tradición del pensamiento político hispánico las fuentes de su concepción de la legitimidad política, y se aleja de cualquier idea de ruptura
radical con el pasado. Por otra parte, la concepción “innovadora”, que
se alimenta del liberalismo moderno y, particularmente, del liberalismo
español gaditeano, y que interpreta el movimiento revolucionario como
una etapa en la lucha general contra el despotismo y por la creación de
un nuevo orden social. Se trata de dos posiciones extremas, dentro de las
cuales caben diversos grados y mezclas. Los líderes de la revolución
(Hidalgo, Morelos) coinciden con la primera en su defensa del catolicismo pero se acercan a la segunda en cuanto comparten la crítica al
clericalismo corrupto y aliado al poder. Finalmente, no se acomodan a
ninguna.
No obstante, a partir de cierta convergencia o continuidad natural
entre las posiciones extremas se va configurando lo que según Villoro
será la ideología típica del movimiento de Independencia: un liberalismo de corte nacionalista (aunque él no usa tal denominación). De regreso en regreso, la postura conservadora llega incluso al origen indígena
del país, a la afirmación del pasado propio, esencial y verdadero. Por su
parte, al negar el pasado inmediato y el orden colonial en general, el liberalismo modernizador se encuentra con aquella afirmación original
de lo propio pero la proyecta ahora al futuro, a un futuro incólume y
totalmente perfecto, el de una nación rica, poderosa, libre y justa. Negación de la realidad actual, repetición del origen verdadero, y libre elección de un nuevo orden: estos tres momentos constituyen la actitud de
la clase media ante la historia. En esencia, explica Villoro, hablan de una
conversión, de un salto a lo distinto. Tal es el “futurismo” puro, la esperanza en lo totalmente nuevo que fluye en el caudal ideológico más impetuoso del movimiento de Independencia.
166
MÉ XI C O E N E L A L MA D E L U I S V I L L ORO
Frente a esta actitud y este proyecto se define la postura antagónica:
la que lucha simplemente por mantener el pasado como tal, la actitud
meramente “conservadora”, que Villoro denomina “preterismo”, y dentro de la cual distingue dos variantes: el preterismo estático y el preterismo dinámico. El primero es el sostenido por el grupo español y los sectores más privilegiados del antiguo orden colonial. Pretende únicamente
mantener las estructuras económicas y sociales de la colonia y defender
el derecho de España sobre el país. Aunque esencialmente defiende la
misma postura, el preterismo dinámico busca, sin embargo, acomodarse
a las circunstancias, sacar provecho de ellas y obtener el triunfo de su
postura. Lo que logra efectivamente. El grupo social que sostiene el preterismo dinámico, el de los criollos privilegiados, es el que, mediante un
ardid político que le permite acercarse a los sectores medios ligados al
movimiento revolucionario (el Plan de Iguala), consuma la Independencia. Pero este acercamiento, esta alianza, durará apenas poco y los sectores medios, liberales, radicalizarán su lucha contra el conservadurismo.
El conflicto entre estas dos posturas –conservadurismo (preterismo)
y liberalismo (futurismo)– marcará el nacimiento y desarrollo de la nación mexicana. Cada postura expresa intereses y propósitos sociales
distintos, pero expresa sobre todo una concepción distinta del orden social y del proceso histórico. “Los dos movimientos tienen una dirección
exactamente inversa”, explica Villoro, mientras que el liberalismo “parte de la posibilidad elegida para transformar la realidad”, el conservadurismo “toma pie en esa realidad y retrae a ella la posibilidad”.5 Ambos cometen algún tipo de violencia. “El uno tiende a violentar la realidad
al tratar de elevarla hasta el proyecto; el otro suele esclavizar la posibilidad para sobajarla hasta la realidad. Al conjuro del futuro adviene la
violencia, a nombre del pasado perdura la esclavitud: antinomia fundamental que aparece una y otra vez bajo distintas formas”.6 Cierto, cada
postura defiende algún tipo de valor y, en esta medida, no es fácil decidirse por una y juzgar en bloque a la otra. El conservadurismo defiende
el valor de la paz y del orden, su “realismo” conlleva una enseñanza:
5
6
Luis Villoro, op. cit., p. 14.
Op. cit. Loc. cit.
167
MA R I O T E O D OR O R A MÍ R E Z
hay en toda sociedad realidades y modos de ser que no se pueden modificar fácilmente y a voluntad. El liberalismo defiende los valores de la
libertad y de la innovación, su utopismo enseña a la sociedad a mantenerse viva, activa y creadora. Pero cuando cada postura absolutiza el
bien que pregona y elige unívocamente cae irremediablemente en el mal
que dice querer combatir.
Elegir la libertad en abstracto, una libertad absoluta e intransigente, implica
aceptar el mal concreto: la violencia y, por tanto, la anarquía. A la inversa,
elegir como valor exclusivo la concordia y la paz, un orden igualmente
ideal, en el cual no hubiera sombra de violencia, implica sostener en concreto la opresión, la ignorancia y la esclavitud.7
¿No hay solución?
La búsqueda de una síntesis o un punto medio entre las dos posturas
extremas orientará el desarrollo del México independiente y hasta nuestros días. Será un tema que Villoro también retomará en diversos momentos de su desarrollo intelectual y en los distintos planos teóricos en
que su pensamiento se desenvuelve. En la conclusión de la obra que estamos analizando, nuestro filósofo subraya la posibilidad de una síntesis práctica, que puede alcanzarse mediante el ejercicio de un pensamiento más racional, más razonable, esto es, moderado y prudente. Un
justo medio entre los extremos que además mira a profundidad, en concreto. Como señala Villoro: “la síntesis de los términos opuestos, es decir, la realización de un orden con libertad, empieza a hacerse posible
cuando la elección se realiza en concreto, tomando en cuenta las imperfecciones que impone la situación”.8 Es decir, cuando sabemos poner en
suspenso las posiciones pura y duramente ideológicas y nos abrimos a
la comprensión de la realidad tanto en su dinamismo como en sus inercias, en su unidad tanto como en su diversidad y complejidad. Ésta es la
tarea del reformista social –cuyo paradigma intelectual sería, para Villo-
7
8
Ibid., p. 18.
Loc. cit.
168
MÉ XI C O E N E L A L MA D E L U I S V I L L ORO
ro, José María Luis Mora–, cuyo ámbito de acción ya no se dirige sólo a
las instituciones políticas sino que se abre a las estructuras socioeconómicas y culturales. Rehúye las posturas extremas y asume la falibilidad
o labilidad humanas: “hay que resignarse a la propia imperfección si se
quiere servir”, dice Mora. Su concepción, desarrolla Villoro,
pretende progresar sin evadir las limitaciones que impone el ser histórico. La reforma se dirigirá a la situación económica. Haciendo eficaz la libertad, tratará de evitar la anarquía, no por la lisonja del orden existente,
sino por la aplicación lenta y gradual de reformas adecuadas a las circunstancias.9
*
Las ideologías son formas de pensamiento social que en cuanto expresan y articulan el interés de un sector social, que se asume naturalmente
como incuestionable, tienden a absolutizar el conjunto de suposiciones,
ideas y valores con el que elaboran la comprensión del mundo y la vida
social concordante con aquel interés. De ahí el carácter esencialmente
estático, acrítico, desfasado y tendencialmente dogmático de toda ideología; su condición de discurso abstracto, incapaz de adecuarse a los
procesos efectivos de la realidad social. De ahí también el fracaso de la
ideología –ya conservadora, revolucionaria o liberal– para orientar correcta y efectivamente la praxis de los movimientos sociales. Como hemos dicho, para Villoro toda ideología implica algún tipo de violencia
– la violencia silenciosa, autoritaria, del orden social existente; la violencia destructora, anárquica, de la acción revolucionaria pura; la violencia
desestructuradora de costumbres y modos de vida del liberalismo modernizador–. En última instancia, toda ideología violenta el sentido temporal, inexcusable e ineludible, de la condición humana. olvida, niega y
deniega el ser temporal al que nuestra vida y acción se encuentran irremisiblemente remitidas. Ya porque se quiera, en un instante único, resolver toda la vicisitud social-humana (el intantaneísmo o presentismo revolucionario), ya porque se elimine una de las dimensiones temporales
9
Op. cit., p. 5.
169
MA R I O T E O D OR O R A MÍ R E Z
(uno de los tempora) a favor de las otras: negación del pasado a favor de
un futuro absoluto en el que se subsume enteramente al presente (el
utopismo, el futurismo), o negación del futuro a favor de un pasado
absolutizado del que el presente es sólo su continuación y salvaguarda
(conservadurismo reaccionario). Fijada así en alguna de las dimensiones
de la temporalidad humana, la ideología abdica de la conciencia humana de la temporalidad y, por ende, del sentido de la finitud, el transcurrir, la progresión... Al desentenderse del tiempo, la conciencia ideológica
se desentiende de la realidad, de la experiencia, de la razón. Sólo busca
–y por cualquier medio– hacer valer su visión, su interpretación, “su”
tiempo. Está condenada al fracaso. Por más logros parciales que pueda
alcanzar, y que aparenten confirmar la validez de sus supuestos, terminará en algún momento por chocar de frente con la realidad, por anquilosarse, disolverse, o por mantenerse con el recurso de medios puramente autoritarios.
El conflicto ideológico que acompaña el proceso de la revolución de
independencia expresa no obstante una problemática real, una situación
humana que requiere ser alumbrada y analizada. Es, como nos lo hace
ver Villoro, el conflicto social-humano fundamental entre los valores del
“orden” y la “libertad” (entre lo que posteriormente llamará el conflicto
entre dos modelos de sociedad, la “asociación para el orden” y la “asociación para la libertad”0), que es, pues, el conflicto entre el autoritarismo de las sociedades jerárquicas tradicionales y el liberalismo de las
sociedades ilustradas modernas. En la época de la guerra de Independencia este conflicto se vivió como irreductible, las distintas posturas
resultaron prácticamente inconmensurables. Es hasta años después que,
con el reformismo social liberal, se vislumbrará algún tipo de mediación, de solución. Ésta quería apuntar, a través de la reestructuración de
la organización económico-social, a crear las condiciones materiales
para que una sociedad libre (orden con libertad) pueda emerger progresivamente. Una de las vías para poner en práctica este reformismo social
0
Cfr. Luis Villoro, El poder y el valor. Fundamentos de una ética política, México, FCE/El
Colegio Nacional, 1997, Cuarta parte.
170
MÉ XI C O E N E L A L MA D E L U I S V I L L ORO
consiste, en principio, en buscar alternativas a las formas de pensamiento pura y abstractamente ideológicas. Villoro sólo insinúa esa vía cuando cita: “aun para hacer el bien –dice Mora sabiamente– se requiere
oportunidad”.1 La sabiduría de José María Luis Mora que Villoro aprecia consiste precisamente en tener ese sentido de la temporalidad (de la
ocasión) que ya Aristóteles consideraba como un requisito de la sensatez
humana, del ejercicio práctico de la razón (la phronesis), y que es a lo que
primero renuncia el pensamiento ideológico (hecho precisamente para
conjurar, con fórmulas acabadas, todo elemento “ocasional”).
No obstante, el gran tema pendiente del reformismo liberal del siglo
xIx va a ser el de la igualdad, el de la posibilidad de una “asociación para
la igualdad”, esto es, de una sociedad capaz de superar la pobreza material y la injusticia socio-económica y cultural existentes, precisamente
el leitmotiv olvidado, el fermento del movimiento revolucionario de Independencia: las exigencias, necesidades y esperanzas del pueblo mexicano, de las clases sociales más oprimidas que respondieron al llamado
de Hidalgo y que terminaron por correr su misma suerte: inmolarse ante
el curso implacable de la historia. La desatención, el desconocimiento de
esta realidad profunda y persistente en la historia de México hasta hoy,
mantendrá el carácter ideológico de todo proyecto posterior.
LA RAZóN RAZoNABLE
Remisión a la experiencia vital y concreta de la alteridad social, valoración del ejercicio práctico de la racionalidad humana, es, pues, lo que
Villoro opone a la ideología. En primer lugar, a las diversas ideologías
indigenistas que, a lo largo de la historia de México, han servido para
cubrir antes que develar la alteridad radical que conforma a la sociedad
1
Luis Villoro, El proceso..., op. cit., p. 9.
En todo el pensamiento de Villoro de las últimas décadas está expuesta, aun de
modo indirecto, una alternativa para México –filosófica, cultural, social, política–. Aquí
expondremos solamente su base teórica general. La totalidad de su propuesta merecería
una amplia y sistemática exposición.
171
MA R I O T E O D OR O R A MÍ R E Z
mexicana. En segundo lugar, a las ideologías políticas que, desde el
movimiento de Independencia, absolutizan ideales y valores particulares, ignorando la complejidad concreta y la temporalidad siempre fluyente de la praxis humana. Ante el fracaso de las ideologías, de la forma
de pensamiento ideológica en general, Villoro considera y asume implícitamente que la alternativa para nuestro país se encuentra por el lado
de la filosofía, esto es, por el lado de una indagación rigurosa sobre las
condiciones de una forma de conciencia adecuada, y sobre el sentido y
el papel que puede cumplir la razón en la vida social.
La crítica de la ideología se convirtió en un tema central en la reflexión
filosófica y en la intervención pública de Villoro posterior a sus estudios
sobre la historia de México. Desde la década de los sesenta sometió a una
aguda crítica los supuestos de la ideología nacionalista que daba sustento al régimen autoritario que vivió México por más de 70 años.4 Igualmente cuestionó, si bien con ánimo comprensivo, los supuestos ideológicos de ciertos planteamientos marxistas y de algunas corrientes de la
filosofía latinoamericanista.5 En todos los casos, Villoro insiste en subrayar el doble carácter del concepto de ideología, y de las ideologías mismas, esto es, por una parte, el carácter sociológico –la ideología como una
forma de pensamiento que expresa los intereses de un grupo social– y,
por otra, el carácter epistemológico –la ideología como una forma de falsa conciencia, esto es, como un sistema de creencias irreflexivo, donde el
sujeto es incapaz de sustentar en razones objetivas las posturas que asu-
Villoro tuvo que esperar más de cuarenta años para ver aparecer el “cuarto gran
momento” del indigenismo mexicano: el de la rebelión indígena neozapatista de 1994.
Un movimiento crítico cuyo “sujeto” es, por fin, el propio indígena (aliado con algunos
mestizos, ciertamente) y que dirige al país entero el reto de una reforma social y política
radical donde se conozcan y reconozcan los derechos y la dignidad innegociable de las
comunidades y culturas indígenas de México. Villoro ha participado activamente, sin
renunciar a su postura crítica de base, en las discusiones y propuestas surgidas del movimiento neozapatista. Algunas de las consignas y visiones del EZLN han quedado plasmadas en las reflexiones y los textos villorianos –sobre ética, filosofía política, filosofía de la
cultura– de los últimos años.
4
Cfr. Luis Villoro, Signos políticos, México, Grijalbo, 1974.
5
Cfr. los textos sobre Adolfo Sánchez Vázquez y Leopoldo Zea, en: Luis Villoro, En
México, entre libros. Pensadores del siglo xx, México, FCE/El Colegio Nacional, 1995.
172
MÉ XI C O E N E L A L MA D E L U I S V I L L ORO
me–. Ambos rasgos deben integrarse en un concepto complejo, propone
Villoro. La concepción puramente sociológica de la ideología –donde
todo criterio de verdad y objetividad es puesto en suspenso– conduce al
relativismo, al dogmatismo y a la anulación del pensamiento crítico. La
concepción puramente epistemológica de la ideología –que, en cierto
momento, a Villoro le importó destacar más– tiene su límite, no obstante, en que no puede explicar por qué creencias injustificadas e irracionales logran mantenerse socialmente. De esta manera, nuestro filósofo
propone la siguiente definición –completa– de ideología:
Las creencias compartidas por un grupo social son ideológicas si y sólo si: 1)
no están suficientemente justificadas; es decir, el conjunto de enunciados
que las expresan no se funda en razones objetivamente suficientes; ) cumplen la función social de promover el poder político de ese grupo; es decir,
la aceptación de los enunciados en que se expresan esas creencias favorece
el logro o la conservación del poder de ese grupo.6
Al observar las insuficiencias de una concepción puramente epistemológica de la ideología, al tener clara conciencia de la funcionalidad
política de las creencias ideológicas, Villoro se distancia de cualquier
interpretación meramente cientificista de su perspectiva teórica. Él considera falsa la alternativa “ciencia o ideología” –tópico de la discusión
marxista de los setenta–, y asume que más allá de estas formas de pensamiento, “entre la fascinación por la mentalidad científica y las intoxicaciones ideológicas”,7 se encuentra, como tercera opción, la filosofía:
forma propia de pensamiento que conlleva otra posibilidad de ejercicio
de la racionalidad distinta de la ciencia y otra forma de comprender y
actuar en la vida pública distinta de la pura ideología.
En el enfoque más sociopolítico y práctico del problema de la ideología, Villoro vuelve (quizá sin proponérselo) a los temas que dieron origen a su enfoque crítico de la ideología: sus estudios sobre la realidad
histórica de México. Esto es evidente en el conjunto de ensayos que con-
6
7
Luis Villoro, El concepto de ideología y otros ensayos, México, FCE, 1985, pp. 8-9.
L. Villoro, op. cit., p. 15.
173
MA R I O T E O D OR O R A MÍ R E Z
forman el libro Estado plural, pluralidad de culturas, de 1998, donde el filósofo mexicano defiende, respecto a los problemas del multiculturalismo
y la interculturalidad, una postura crítica tanto, de las ideologías universalistas, uniformadoras (al servicio de la globalización capitalista), como
de las formas de relativismo cultural y las ideologías nacionalistas o etnicistas, y sus peligrosos efectos retardatarios. Frente a ambas posturas,
Villoro aboga por un reconocimiento de la pluralidad cultural y una
práctica de las relaciones entre las culturas según las orientaciones de
una comprensión crítico-racional y una visión ética de la cultura, de
acuerdo con los principios de autonomía, autenticidad, valor y racionalidad. En este marco, aboga concretamente por el reconocimiento de las
culturas y las comunidades indígenas del país, y por una reforma constitucional que permita transitar de un Estado homogéneo, monolítico y
autoritario, a un Estado plural, sustantivamente democrático e igualitario, un Estado –y una sociedad– donde se superen en definitiva las formas históricas de discriminación y negación de la alteridad indígena
constitutiva de nuestro país.
Más allá de la racionalidad teórica, que nos ayuda a liberarnos de los
errores y falacias del pensamiento ideológico, sólo la racionalidad práctica
puede permitirnos ir de la emancipación mental a la emancipación sociopolítica, liberarnos de la dominación y de la injusticia. En El poder y el
valor, Villoro da cuenta de los rasgos de esta otra racionalidad. En función
de la realidad histórica de México que hemos tratado, nos importa destacar dos de sus características fundamentales: 1) En primer lugar, el carácter intersubjetivo de la comprensión y el sentido de objetividad de los
valores –bases de toda razón práctica–.8 El subjetivismo axiológico (autocontradictorio en realidad) queda superado sin necesidad de tener que
postular ningún tipo de objetivismo o realismo metafísico: vale no “lo
deseado” (por alguien en particular), vale “lo deseable” (por cualquiera,
por todos). La conciencia ética sólo se alcanza y se realiza a través de la
conciencia del otro, de los otros en general. ) En segundo lugar, la razón
práctica es necesariamente “prudencial”.9 No puede operar de manera
8
Cfr. L. Villoro, El poder y el valor, op. cit., Primera parte.
“Una voluntad ética considera los valores objetivos por realizar en cada caso. Sus
elecciones y decisiones son concretas. En cada circunstancia debe ponderar los valores
9
174
MÉ XI C O E N E L A L MA D E L U I S V I L L ORO
impositiva ni unilateral. La tesis básica de este libro es precisamente que
“poder” y “valor” han de jugarse, limitarse y complementarse mutuamente. El único poder válido es el que logra sustentarse, legitimarse, en
algún tipo de valor. Y, por su parte, el valor tiene que articularse a la
praxis política real si quiere producir algo más interesante que “buenas
conciencias”. Villoro se opone por igual a las posturas pragmatistas, a la
operación injustificada de la dominación, como al moralismo trasnochado, a la conciencia moral que se encierra en sus creencias privadas y se
despreocupa de todo compromiso real con el mundo. La alternativa moral que quiere reponer no es acrítica, y se deslinda de cualquier visión
puramente moralista. Nuestro filósofo considera que de la misma manera que no existe crítica y teoría política válida sin la concomitante crítica
moral, tampoco existe ésta, de forma válida, si no sabe articularse con la
crítica y la acción política. La crítica moralista de hechos sociales y políticos se vuelve superficial y renuncia a la necesidad de explicar y entender
aquello que se juzga, esto es, el sistema de relaciones sociales, económicas y políticas en que se inserta cualquier acontecimiento. La crítica moral abstracta y sin compromisos efectivos fácilmente puede caer en lo
contrario: la inmoralidad real. Como lo explica Villoro:
la elección moral que se detiene en la conducta externa e inmediata, sin tomar una actitud sobre las condiciones reales que la hacen posible, es una
elección hipócrita y ciega. Hipócrita porque elude ver el trasfondo de los
actos, para no comprometerse; ciega porque se oculta la dimensión profunda de los actos que juzga. Pero ese modo de juzgar es moralmente erróneo:
sirve para encubrir la responsabilidad plena de nuestros actos. Sólo si una
moral implica ciertas opciones políticas, es coherente y genuina.40
distintos que entran en conflicto, las posibilidades de su realización y sus consecuencias
previsibles. Esa reflexión no puede regirse por leyes generales, es obra de un conocimiento personal guiado por la prudencia. Responde a una racionalidad de juicio contextual”.
Luis Villoro, El poder y el valor, op. cit., p. 47.
40
Luis Villoro, Signos políticos, op. cit., pp. 6-7. Véase, paradigmáticamente, la explicación sociopolítica que propone Villoro del fenómeno de “inmoralidad” pública por
excelencia: la “corrupción” (en el caso, ya proverbial, de México).
175
MA R I O T E O D OR O R A MÍ R E Z
Ahora bien, la mediación, el equilibrio preciso, entre poder y valor
no se encuentra garantizado de ninguna manera (en una “racionalidad
racional”). Es necesario poner atención cada vez y obrar un ejercicio sutil y cuidadoso de la razón, esto es, reconocer la historicidad irremisible
de nuestra condición (una “racionalidad razonable”41). En esto consiste,
para Villoro, la particularidad propia de una conciencia ética adecuada,
de ahí su oposición fundamental tanto a la forma del pensamiento ideológico como a la forma del pensamiento utópico.4 Contra el primero, la
conciencia ética mantiene un ejercicio crítico disruptivo con todo orden
de dominación; contra el segundo, la conciencia ética no se enajena en
una idea de sociedad perfecta, sino que transforma su apertura en un
compromiso irrenunciable y permanente por la transformación de la
sociedad existente. La conciencia ética, y en esto radica su principio de
racionalidad, no renuncia al ideal en pos de la realidad dada, ni renuncia
a la realidad dada en pos de un ideal incólume –ficticio, fantasmal en
última instancia. Su sabiduría es la sabiduría de la mediación, del “encuentro” o de la realización–.4
Así entonces, sólo una conciencia ético-política, comunitaria, práctica y crítico-racional es capaz de hacer frente a la violencia del pensamiento ideológico, a las formas de violencia ideológica omnipresentes
en la historia de México. Sólo ella nos puede permitir superar en definitiva las formas de ocultamiento y negación de la otredad sociocultural,
indígena, humana en general, estableciendo las condiciones para una
vida comunitaria justa, libre y respetuosa; en verdad, para la conformación de un nueva forma de Estado (el “Estado plural” igualitario) y de
una nueva forma de convivencia social e interhumana (el ideal comunitarista). Y sólo ella puede permitirnos una comprensión amplia y realis41
“Una racionalidad razonable no se refiere a una razón única y pura, sino a las distintas maneras como su ejercicio, en cada situación variable, permite acercarnos a cumplir con los fines que perseguimos”. Luis Villoro, “Lo racional y lo razonable”, en Id., Los
retos de la sociedad por venir, México, FCE, 007, 1.
4
Cfr. L. Villoro, El poder y el valor, op. cit., Tercera parte.
4
“Una ética aplicable a la política tiene que tener una función regulativa de la acción
concreta, es decir, debe poder orientar la realización de valores elegidos, pero hacerlo, en
medio de una situación de poder existente”. L. Villoro, “Ética y política”, en Id. (coord.),
Los linderos de la ética, México, siglo xxI, 000, 16.
176
MÉ XI C O E N E L A L MA D E L U I S V I L L ORO
ta de la complejidad de la praxis colectiva, sociopolítica, y superar en definitiva toda visión parcial, dogmática y sectaria de la vida social. Pues, en
última instancia, el problema histórico de México, como alguna vez lo
dijo Antonio Caso, es un problema moral: es el problema de nuestra incapacidad para ver, asumir y actuar ante la profunda injusticia que padecemos, ante la intolerable desigualdad que nos ha caracterizado y sigue caracterizando como sociedad y como cultura. En fin, sólo un compromiso
racional y una acción razonable puede permitirnos afrontar y superar –por
lo menos atenuar– esa situación a todas luces, y desde siempre, inaceptable.
En general, la alternativa que Villoro propone para la vida sociocultural de México, no es otra que la defensa y ponderación del propio
ejercicio de la racionalidad humana (de la racionalidad filosófica en primer lugar). Esta alternativa se realiza, y en esto radica su especificidad,
a través de una concepción “plural” (pluralista) de la razón, que se desenvuelve en tres momentos dialécticamente interrelacionados: a) una
razón teórica al estilo más clásico, que actualiza y mantiene los valores
del pensamiento discursivo, metódico, crítico y analítico; b) una razón
práctica, que defiende la dimensión axiológica de la praxis humana, bajo
una idea de la unidad ético-política en la vida social; y c) una razón hermenéutica (no elucidada así por Villoro) que reconoce y asume los “límites” de la razón, y se abre a la interpretación y comprensión de las formas “no racionales” de la experiencia humana y de las tradiciones
culturales: la experiencia místico-religiosa, la estético-artística, y la erótico-amorosa. Reconocer los límites de la razón es lo que hace que un
pensador, además de racional, sea “razonable”. Ese pensador ha querido ser, lo ha sido en muchos sentidos, Luis Villoro.
En términos práctico-institucionales la alternativa de Villoro, su concepción tridimensional de la razón, se puede especificar en tres ámbitos:
a) la conformación de una tradición intelectual y filosófica mexicana capaz de asumir su propio contexto histórico-cultural y de participar activamente en la evaluación y discusión de la problemática del país; b) la
proyección de una nueva forma de “Estado”, de organización e integración de la sociedad, conforme con la realidad histórica y sociocultural
nacionales, con la diversidad cultural que nos caracteriza como sociedad, y con los valores de democracia, justicia, igualdad y libertad; c) la
177
MA R I O T E O D OR O R A MÍ R E Z
revaloración de las formas de vida e interacción comunitaria y rescate
de las dimensiones afectivas, eróticas, estéticas y religiosas de la experiencia humana; esto es, una visión amplia e integral de la cultura, de la
condición humana, un “humanismo” crítico y generoso a la vez.
En fin, lo que Villoro propone para México es la construcción de un
nuevo proyecto civilizatorio, político, ético y sociocultural, histórica y
filosóficamente comprendido y elaborado, y del que la propia reflexión
y praxis filosófica sea una parte sustantiva, ineludible.
FECHA DE RECEPCIóN DEL ARTíCULo: 17 de septiembre de 007
FECHA DE ACEPTACIóN Y RECEPCIóN DE LA VERSIóN FINAL: 19 de febrero de
008
178