VERSOS DE BARRO. POEMAS EN PROSA DE BLANCA VARELA
VERSOS DE BARRO. POEMAS EN PROSA DE BLANCA VARELA
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«Blanca Varela es un poeta que no se complace en sus hallazgos ni se embriaga con
su canto. Con el instinto del verdadero poeta, sabe callarse a tiempo. Su poesía no
explica ni razona. Tampoco es una confidencia. Es un signo, un conjuro frente, contra
y hacia el mundo, una piedra negra tatuada por el fuego y la sal, el amor, el tiempo
y la soledad. Y, también, una exploración de la propia conciencia». Estas palabras
frecuentemente citadas de Octavio Paz, del prólogo con el que publica el primer volumen, titulado Ese puerto existe, de Blanca Varela (1929-2009) en México en 1959,
son sumamente reveladoras, puesto que resumen con perspicacia los ingredientes
esenciales de la poesía de Varela.
Blanca Varela (1929-2009) es uno de los poetas más originales y más enigmáticos de la
poesía peruana, a quien es casi imposible de encasillar en cualquiera de las categorías
tradicionales, como no es una voz femenina sencilla, intimista, ni estetizante o comprometida. Sus versos son profundamente filosóficos, pero al mismo tiempo, muy fuertemente ligados a la materialidad. Blanca Varela siempre sorprende con su panteísmo
representado por medio de un lenguaje naturalista, conciso, lacónico, que es capaz de
enunciar algo esencial sobre la existencia, el ser humano, el mundo y también sobre la
propia poesía. La poesía de Blanca Varela, a nuestro modo de ver, es una voz fronteriza
desde varios puntos de vista. Las clasificaciones no funcionan, tal como la poeta limeña
misma ha expresado varias veces, por su parte, no admite la distinción entre «poesía
pura» y «poesía social». Para ella toda poesía es social, en tanto que se refiere a un individuo de la sociedad, en su calidad de autor o tema del poema, y la pureza depende únicamente del nivel estético de la obra (entrevista con Roland Forgues 1991, en Guerrero
15). El contenido social y el tema metapoético están presentes paralelamente, estamos
siempre en el límite de los dos. Todo intento –hasta el momento– de vincular la poesía
de Blanca Varela con algún movimiento estético ha fracasado. Ella misma expresó la
incertidumbre de su adhesión tanto al surrealismo como al existencialismo, aunque tal
vez el segundo pueda ser más acertado (entrevista con Edgar O’Hara 1985, en Guerrero
22). Imágenes insólitas que rondan por visiones surreales, o mejor dicho, de un «clima
parasurrealista» (Paoli 15) que a la vez se impregnan por «el canto solitario» (Paz 10)
y que siempre denotan la carencia ontológica como punto de referencia.
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Blanca Varela halla su voz poética en París, lejos de su país, donde se encuentra con
los intelectuales de la posguerra, franceses (Sartre, Jean Genet, Henri Michaux, Simone de Beauvoir) y latinoamericanos (Octavio Paz, Carlos Martínez Rivas, Rufino
Tamayo, Cortázar, Cardenal y también con Eielson) (Guerrero 22). Pero la dicotomía
no solo se constituye en el espacio, sino también en el tiempo. Es precisamente ahí en
París donde se profundiza su sentido de la historia y la cultura ancestral de su tierra.
También es indudable su constante atracción hacia lo pictórico y lo visual, constatada
muchas veces por la crítica (véase, por ejemplo, el estudio de Modesta Suárez 2003).
Varios poetas contemporáneos son artistas plásticos, con los que se reconoce en una
comunidad generacional, la llamada generación de los 50. Javier Sologuren, Jorge
Eduardo Eielson, o Fernando de Szyszlo, con quien se casa antes de su viaje a París.
El libro de barro (1993) marca asimismo una ruptura en la trayectoria de la poeta.
Por un lado, porque contiene únicamente poemas en prosa, veintitrés en total, género
fronterizo por excelencia, y por otro, porque se caracteriza por una voz nueva, un
tono que sorprendió en su momento a la propia Varela (entrevista con Charo Núñez
1995, en Guerrero 69). Ella misma destaca cierto misticismo en el libro, la búsqueda
de una forma de expresar lo trascendental, o tal vez lo sagrado, un retorno a los orígenes, una experiencia vital de los elementos naturales, pero que tal recorrido no deja
de ser muy personal e íntimo. No en vano la autora definió su libro como «diario»
(entrevista con Edgar O’Hara, en Guerrero 70). El título del volumen ha sido explicado en varias ocasiones: hace alusión a las tabletas de barro de Mesopotamia, y así se
vincula con la escritura primigenia (entrevista con Efraín Kristal 1995, en Guerrero
71). Por otra parte, se asocia con un templo precolombino de barro al norte de Lima,
en Sechín, con sus bajorrelieves misteriosos que representan miembros corporales:
brazos, cabezas, piernas, vísceras (Guerrero 71). El género mismo del poema en prosa está presente también desde el primer momento en la obra de Varela, ya en el primer volumen aparece y luego reaparece en varias ocasiones, pero será este El libro
de barro donde será género exclusivo (Susti 2010b). La crítica ha señalado su carácter
híbrido, transgresor, mutante, polimórfico, interartístico, fronterizo de por sí. En el
caso particular de Varela se agregan los calificativos «antitético», «oximorónico» a su
definición, o más bien, a su resistencia a formalizarse como género autónomo (Susti
2010a 19). Se posiciona en el linde entre prosa y verso, y por añadidura, esta frontera
que –en palabras de Ágnes Nemes Nagy, poeta destacada húngara contemporánea
de Blanca Varela– durante siglos daba la impresión de mantenerse sólida, segura y
clara, a partir de los inicios de nuestro siglo1 se convirtió en algo borroso y discutido
(175). Con el fin de establecer una distinción entre los dos, las teorías de la lira recurren a los conceptos del ritmo, de la intensidad y de la forma (Szepes-Szerdahelyi
166-169). El ritmo de la prosa, a diferencia del del verso, introduce el orden métrico
textual, pero no llega hasta el nivel de las sílabas, sino que opera con unidades un
tanto mayores, de oraciones o de sintagmas. Por lo tanto, con respecto de la prosa no
podemos hablar de «ritmo fónico», sino más bien de un ritmo realizado a nivel de la
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Entiéndase: el siglo XX.
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expresión lingüística. Sin embargo, la naturaleza lírica de un texto en prosa no alude
a las características formales del mismo –que por cierto, son propias del verso–, sino
que, en este caso, el lirismo se constata como cualidad estética y artística que se
atribuye tanto a la lira como a la prosa. El paso siguiente inevitablemente debe ser la
diferenciación genérica y poética entre poema en prosa y verso libre, ya que ninguno
de los dos se distingue rítmicamente de la prosa. Mientras la maquetación formal del
poema en prosa se diseña entre los bordes de la hoja, el verso libre mantiene los versos en líneas compaginadas (ib.) Con el objetivo de diferenciar el poema tradicional
del verso libre, Ágnes Nemes Nagy toma en consideración tres criterios: compara
la visualidad de la diferencia, el ordenamiento retórico-estilístico, y la plasticidad
expresiva (180-182). Basándose en tales aspectos, llega a conclusión de que el verso
libre se diferencia en mayor medida del poema tradicional porque aprovecha de las
posibilidades tipográficas en mayor medida. Pero en cuanto al ordenamiento, es menos ordenado porque no está limitado por normas métrico-formales ni retóricas tan
rigurosas, y la plasticidad del verso libre está orientada a algo distinto; además, opera
con herramientas diferentes de expresión. A modo de ejemplos, Nemes Nagy menciona la cadena de asociaciones libres tan típicas de la poesía vanguardista, o bien,
el uso frecuente de las comparaciones complejas (ib.) Siguiendo las pautas teóricas
de la poeta húngara, podemos deducir que en el caso del poema en prosa saltará a
la vista enseguida la diferencia visual con respecto del verso libre, ya que se alejará
aún más de las formas métricas establecidas, sin embargo, en orden y en plasticidad
mostrará características semejantes al mismo. No obstante, en caso de compararlo
con la prosa, no cabe duda de que precisamente lo contrario va a ser cierto, en tanto
que la diferencia formal no va a emerger como rasgo distintivo, pero en cuanto a su
plasticidad, a su expresividad aumentará de manera considerable, en otras palabras,
la intensidad emotiva, o bien, el lirismo del poema en prosa lo distinguirá del texto
prosaico. Francisco López Estrada, refiriéndose a los poemas en prosa de Baudelaire,
afirma que el género del poema en prosa constituye el instrumento de la complejidad
formal y temática de la lira moderna, es decir, se comprende como el medio más
apropiado para expresar la intensidad de la visión alterada del mundo moderno (8889). Veremos cómo Blanca Varela encuentra en el género del poema en prosa una
herramienta fructífera para transmitir un sentimiento de tal índole.
Se ha constatado también distintas veces ya que los motivos recurrentes y constantes
de Varela (mar y cielo, corporalidad y sobre todo, cuerpo fragmentado, piedra, oscuridad, polvo, sangre, visión y vacío) se originan del primer poema publicado, titulado
«Puerto Supe» (1959). Es incuestionable el carácter fundacional del inicio poético en
este sentido.
El título del volumen, El libro de barro, entonces, pone en marcha una serie de mecanismos que recorren todo el libro: concretamente, el tema metapoético, concerniente
a la escritura, al libro, y también el carácter ancestral, el material de barro, de las
antiguas edificaciones sagradas, que en un principio plasman la memoria, o sea que
resaltan la persistencia duradera de la tradición y reafirman el enlace con el origen.
Sin embargo, el barro, en su estado blando, también implica cualidad moldeable, y
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cuando se seca con el tiempo, será frágil, porque se rompe con facilidad, y así produce una ruptura en la continuidad (Muñoz Carrasco 200). De esta forma, podemos
incluso inferir que la metáfora del título en sí funciona como signo del mecanismo
fundamental, en tanto que cada elemento es afirmativo y negativo a la vez, a cada
significante corresponden al menos dos significados, si no más, y probablemente contradictorios (como fragilidad y constancia, en este caso). La dualidad provocará una
oscilación continua, una tensión interna que se mantiene a causa de la ambivalencia
de la palabra poética, de las imágenes creadas. Los temas planteados por la fuerza
simbólica del título, continúan en el poema inicial, donde en la primera oración se
reafirma el protagonismo del elemento de la tierra (arena), en que se hunde la mano
(de la escritura) y se encuentra la vértebra perdida. La vértebra sobresale aquí como
indicio del soporte vital del cuerpo, que parece estar fragmentado, ya que se alude a
la ausencia del enlace («vértebra perdida»).
Como ejemplo paradigmático merece la pena comentar más en detalle el último poema del libro, pero tampoco podemos descartar la hipótesis de que cualquiera de las
23 poesías conduciría a una conclusión semejante.
En el último poema, se hace aún más explícita la intención de formular una especie
de ars poetica: «Hasta aquí –seda oscura y ripiosa su voz– tu vida, ha dicho. Ésas
fueron sus letras». El sujeto lírico se distancia y aparece una tercera persona que
constata el término del ciclo, aquí claramente equiparado con la vida misma. El «yo»,
por lo tanto, está identificado con el «viandante», término que implica transición,
o sea, el hecho de estar en mitad del camino. Además, se manifiesta una segunda
persona, un «tú», que posiblemente sea idéntico al «yo», y así el discurso mismo se
concibe como un monólogo dirigido hacia sí mismo, pero interpretado por la tercera persona. Con lo cual, el enunciado se torna polifónico, en el que no solo las
voces sino también las perspectivas se triplican, muy de acuerdo con la forma, la
segmentación tipográfica del texto. Las tres estrofas o los tres párrafos se separan,
constituyendo de tal manera una analogía con la diversificación de las personas de
la voz poética. El primer segmento contiene el núcleo semántico y discursivo de los
dos siguientes: empieza con una afirmación rotunda del final de las enunciaciones,
con una forma de vocativo: «Basta de anécdotas, viandante» (1996 239). A continuación hace referencia al mar detenido, imagen poco usual del elemento natural, cuyo
carácter insólito evidentemente llama la atención y cobra un significado simbólico.
A renglón seguido, se explicita el paralelo con la vida que aparentemente también ha
llegado a su término: «Hasta aquí tu vida, ha dicho» (ib.) En esta oración figuran las
tres instancias enunciadoras juntas: el yo sujeto de la enunciación, el tú vocativo, y
la tercera persona del estilo indirecto. Estas dos oraciones («El mar se ha detenido.
Hasta aquí tu vida, ha dicho») se repetirán en el segundo y en el tercer segmento. La
segunda unidad consta de una sola frase: «A grandes pasos se ha detenido llegando a
todas partes y ha repetido lo mismo» (ib.). Por un lado, el mar se ha vuelto inmóvil,
sin embargo, en este punto se completa con dos atributos –sin duda, sorprendentes,
claramente contradictorios– que subrayan su naturaleza dinámica y capaz de llenarlo
todo: «A grandes pasos [...] llegando a todas partes». Esta capacidad de extenderse
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del mar se anticipa en la estrofa anterior, aunque ahí es el cielo que «ha inundado
paredes y ventanas». Paredes y ventanas nos impulsan a la imagen de una casa, que
justo en el poema anterior quedó identificada con la muerte misma, donde se refiere «esta casa mortal», que encima se compara con «el linde entre lo que no es y lo
que no será» (1996 238). Esta penúltima pieza gira en torno a la memoria, donde se
actualizan ambas acepciones del «barro», la de material para construir un edificio,
y la de las tablas antiguas que sirven para conservar conocimientos ancestrales. La
memoria, de tal manera, es un instrumento que sirve para luchar contra la muerte,
pero también, por otro lado, es la capacidad evocadora de algo que ya no existe, es
decir, del no ser. Por eso emerge como una instancia colindante entre ser y no ser,
como «fuego perecedero, arcano», pero que al mismo tiempo será la vida misma que
«brota por vez primera entre las núbiles piernas» (ib.), en su materialidad más pura.
Se añade incluso la constatación de la propia repetición, que se puede interpretar al
menos en dos sentidos: en el sentido directo, referente al mar que se encuentra en un
perpetuo movimiento, a pesar de su detención, y en el sentido figurado, o más bien,
metapoético, al describir precisamente la figura retórica aplicada en el texto poético,
la repetición como tropo literario.
Es, además, importante notar la reiteración de la forma verbal del pretérito perfecto
(«Se ha detenido» y «ha dicho» aparecen dos veces cada uno, «ha inundado», «ha
repetido»), que en realidad es la forma predominante en esta estrofa, y que por la
analogía evidente, sugiere la identificación de mar, cielo, la enunciación acerca del
término de la vida (de tercera persona), y repetición, acto metaartístico –visual y verbal– al mismo tiempo. Por eso salta a la vista en seguida el contraste que se produce
en la última oración con el indefinido: «Ésas fueron sus letras» (239). Con esta afirmación, la analogía de cuatro partes se completa con una quinta, las letras, referencia
a la escritura. El adjetivo «ripioso» referente a la voz en la última oración, justifica de
nuevo la ambigüedad semántica: es una rima que fácilmente se consigue y degrada
así considerablemente la calidad estética, y por otro lado, es material de relleno, de
desperdicio, de poco valor (trozos de ladrillo y piedras). Estructuralmente hablando,
el volumen clausura un ciclo, puesto que desde el título hemos visto la intención indudable de plasmar una vinculación entre vida y arte. El círculo se cierra, pues, con
la palabra «letras» que se iguala en este punto con la vida, idéntica al mar y el cielo,
o sea, el universo mismo. El universo que por supuesto es infinito, como el mar y el
cielo, con lo cual es absolutamente abierto. La dicotomía detención/inundación, término/continuidad, en ningún momento conduce a una afirmación segura ni autosuficiente. Nos quedamos con la impresión de metamorfosis y confluencia incesante de
dimensiones, entre lo corporal, lo material y lo trascendental, lo espiritual, lo poético.
En suma, basándonos en el estudio inmanente de las piezas de este volumen hermético, podemos concluir que el género del poema en prosa en Blanca Varela corresponde al modelo «poema iluminación» definido por Suzanne Bernard (Susti 2010a 26),
donde el atributo principal –aparte de la brevedad y la unidad orgánica– es la negación de las categorías temporales, espaciales y todo razonamiento lógico de causa y
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efecto, con el fin de construir un «todo», cerrado en sí mismo, fundamentado, en el
principio de la tensión (íd. 28).
El ciclo de poemas en prosa de El libro de barro se constituye como el arte poética por
excelencia, que para la propia poeta representa una frontera, una ruptura, un cambio
radical en su trayectoria con respecto de su poesía anterior. No en vano señaló Blanca
Varela misma con respecto de este segundo libro que publica en el año 1993, junto con
Ejercicios materiales: «estoy muy sorprendida con él porque no sé qué cosa es. Tiene
una escritura muy suelta, es tal vez algo místico, pequeño, y me parece que puede continuarse siempre, porque tiene una primera página y una última que pueden contener
muchas otras o ninguna» (entrevista con Charo Núñez 1995, en Guerrero 69). Blanca
Varela es la poeta del silencio, del mutismo. Sus vocablos pronunciados, aparentemente sencillos, abren puertas a otras dimensiones, donde cabe todo el universo –no
pronunciado o no pronunciable– en su condición contradictoria propiamente dicha.
Tal pluralidad semántica se manifiesta en la libertad formal del género del poema en
prosa, y en el juego dinámico de los enunciados verbales y no verbales.
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