(https://www.hypermediamagazine.com)
CRÍTICA (HTTPS://WWW.HYPERMEDIAMAGAZINE.COM/SECCION/CRITICA/)
El funcionario totalitario
Henry Eric Hernández (https://www.hypermediamagazine.com/author/henry/)
Septiembre 11, 2020
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ara los cuadros políticos de la cultura, la censura es un mal menor cuyas buenas
P
intenciones exaltan lo consabido
(https://www.hypermediamagazine.com/columnistas/ ebre-de-archivo/censuraideologica-y-cultura-de-la-cancelacion-una-historia-personal/): según Isabel, agente
de la Seguridad del Estado que atiende el Consejo Nacional de las Artes Plásticas (CNAP), “el
destino histórico de la Revolución”; para Jorge Fernández, cuadro en función de director del Museo
Nacional de Bellas Artes, “el momento frágil que vive la Revolución”.
Hablo del cuadro profesional del Partido, quien según la de nición guevariana se distingue por su
disciplina ideológica y administrativa, a través de la cual ejerce el llamado “centralismo
democrático”. En cualquier ámbito de la sociedad cubana, el cuadro hace valer su autoridad política
combinando dicha disciplina con su capacidad para el sacri cio y sus cualidades como vigilante.
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En el entorno del arte y la cultura, donde dominan las producciones simbólicas, el cuadro y la
cadena de mando a la que pertenece, sus superiores y subordinados —los especialistas de la
institución que dirige—, tienen bien asumida su función censoria.
La voluntad censoria del cuadro está encantada por el sentimiento de bene cencia: él cree
ciegamente en las intenciones puri cadoras de la censura, a la vez que insiste en la generosidad y
compasión burocráticas respecto a las víctimas.
De esto se retroalimenta —como argumenta la colega María de Lourdes Mariño
(https://www.hypermediamagazine.com/dosieres-hm/las-formas-de-la-violencia/sobre-artepropaganda-y-violencia/)— la maquinaria de estabilización ideológica que son las instituciones
culturales cubanas, disponiendo cíclicamente arbitrariedades ante las que nada ni nadie resulta
imprescindible, y sistematizando la idea de que los individuos, los objetos y los eventos, conforman
una totalidad sacri cial: todo puede ser intercambiado, sustituido y destruido.
Estas arbitrariedades suelen señalar las faltas sin tener que demostrar las causas ni considerar los
efectos; connaturalizan una de las características del autoritarismo: la creación de chivos
expiatorios.
Lleva razón Claude Lefort cuando subraya que el enigma totalitario consiste en que continuamente
consigue presentar el autoritarismo como una emanación del pueblo y a la vez como su agente
depurador. Dilucidar tal enigma conlleva admitir el secuestro de la unanimidad, en cuyo nombre el
autoritarismo dicta y ejecuta tal o más cual cosa (lo que no exime a cada cubano de su
responsabilidad por consentir esta o aquella decisión, y hacerla unánime). Y conlleva también
destacar el hecho de arse de los cuadros políticos una vez que determinan dónde, cómo y
cuándo, pero sobre todo contra qué o contra quién, implementar dicha unanimidad.
La prepotencia de sociedades disciplinadas y colectivizadas como la cubana se basa en la garantía
mimética del porte, los ademanes y el despotismo del soberano por parte de los cuadros: ellos son
la correa de transmisión entre aquel y la sociedad.
Mimetismo instruido en las Escuelas de Formación de Cuadros: instituciones que potencian el
abuso de la con anza por la burocracia política; pero abuso en el sentido más avieso, pues se trata
de la con anza que la sociedad deposita en ellos. Hablo de instituciones que legitiman el castrismo
como modelo de liderazgo y método de gobernabilidad
(https://www.hypermediamagazine.com/sociedad/por-que-mis-vecinos-apoyan-al-castrismo/).
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En de nitiva, la renuncia de cada cubano al gozo de su individualidad jurídica, política y cívica, ha
provocado el desentendimiento social en cuanto al uso y abuso que hace el cuadro de la con anza
que se le entrega, permitiéndose propiciar ciclos de descon anza.
Pienso en el ciclo de descon anza creado por la burocracia cultural a raíz de la primera edición de
la 00 Bienal de La Habana (mayo, 2018) (https://www.hypermediamagazine.com/arte/artesvisuales/el-arte-de-la-resistencia/), en la cual participamos el colectivo de artistas Celia-Yunior y
yo con una obra en colaboración.
Días antes de realizar nuestra intervención pública, el padre y el hermano de la artista Celia
González, coronel jubilado y teniente coronel cesado de la Seguridad del Estado respectivamente,
profesan su autoridad en nombre de lo que llamaron “Operación 00”. Los o ciales citan a la madre
de Celia en el parque de H y 21, Vedado, para informarle que su hija “estaba metida en actos
contrarrevolucionarios”, por lo que ella tenía que persuadirla para que no participara en dicha
bienal, pues “podría terminar en prisión como Tania Bruguera
(https://www.hypermediamagazine.com/seccion/columnistas/poliglotas-politicos/)”.
La madre cuenta a Celia el incidente. Celia llama a su hermano por teléfono y le prohíbe molestar a
su madre con tal tema; el hermano le explica: “Lo que pasó fue que Jorge Fernández habló con
Gladys [Collazo]” —presidenta del Consejo Nacional de Patrimonio Cultural, y ex esposa del
hermano—, “para que ella me dijera que hablara con tu mamá y que entonces ella te aconsejara”.
Celia le replica a su hermano que en todo caso era Jorge quien tenía que haberla llamado. Sin venir
a cuento y gritándole, el hermano responde: “No seas boba, que Jorge es de la Seguridad del
Estado. Él es un subordinado de Gladys y también pertenece a la Seguridad”.
Es válido re exionar sobre el Caso Celia, pero no porque el clímax chismográ co de la Seguridad
del Estado haya puesto en evidencia a Jorge Fernández como uno de sus colaboradores o agentes,
pues sabido es que todo cuadro político tiene asimilado su deber de vigilar e informar. De hecho, el
mérito de cuadros como Jorge Fernández no radica en que ame el arte, sino en que su precepto
ideológico y su cometido político están por encima de todo, lo cual incluye cualquier pasión por el
arte.
El Caso Celia expone las convenciones sociales, políticas y legales, de la reprobación preventiva
totalitaria: la anteposición incondicional del obrar político al afecto familiar; la prepotencia de la
Seguridad del Estado para intervenir a su antojo (https://www.google.com/url?
sa=t&rct=j&q=&esrc=s&source=web&cd=&ved=2ahUKEwjKlfnVqN3rAhVLk1kKHWJ7Do4QFjABegQIAhA
%2Fes%2FEnrique-Del-Risco-ed%2Fdp%2F1978373295&usg=AOvVaw3O jGPXYMFGUMBV3bbBEl funcionario totalitario
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HtX); la implementación de presiones psicopedagógicas hasta calar el amor más incondicional; la
activación del odio diferenciador del enemigo y la utilización del chisme politizado para formular
censuras y normalizar castigos.
El Caso Celia refresca el legado fundamental del archiconocido Caso Padilla
(https://www.hypermediamagazine.com/yomequedoleyendo/la-mala-memoria/): la
institucionalización del tándem victimario compuesto por la burocracia cultural y la Seguridad del
Estado. Tándem cuya misión es intervenir en el ámbito cultural para controlar qué se dice y qué se
hace, e intentar reeducar a quien es prevenido, censurado o condenado, antes de reanudar su vida
pública.
Pero, sobre todo, el Caso Celia esclarece la potestad de la Seguridad del Estado para utilizar al
cuadro, en tanto portador de un “criterio autorizado”, como patente de corso para persuadir,
coaccionar o desacreditar artistas.
Por eso lo importante no es si Jorge Fernández realmente le pidió a su superior Gladys Collazo que
le dijera a su ex esposo, hermano de Celia González y o cial de la Seguridad del Estado, que
coaccionara a la madre de la artista para que exigiera a la misma no participar en la 00 Bienal de La
Habana. Lo relevante aquí es que, lo haya o no pedido, Jorge Fernández tiene que asumir que lo
hizo porque la Seguridad del Estado esgrime su nombre para salvaguardar “el destino histórico de
la Revolución”.
En 1996, y a propósito del per l historiográ co de la obra del artista Alberto Casado respecto a la
censura en el arte cubano, el crítico Orlando Hernández
(https://www.hypermediamagazine.com/hypermedia-review/conversacion-en-lacatedral/) naliza su texto con el eslogan: “Abajo la censura en todas sus formas”. Así, invitaba a los
especialistas a pensar en la censura si es que querían emprender “una verdadera y real
investigación de la cultura”, proponiéndoles además dimensionar el chisme como un mecanismo
idóneo para comprender la censura y su trascendencia en el entorno artístico cubano.
Orlando Hernández no fue escuchado.
Si echamos una ojeada a antologías cubanas de corte colectivo como Déjame que te
cuente (2002), Antología de textos críticos (2006) y Nosotros los más in eles (2007), o leemos los
índices de compilaciones de autoría individual como Más allá de la crítica (Llilian Llanes,
2008), Mirada del curador (Corina Matamoros, 2009), Agua bendita (Rufo Caballero, 2009) y Fuera
de revoluciones (Mailyn Machado, 2016), no solo queda claro que la censura es un anatema, sino que
el cuadro político, gura esencial de la política cultural cubana, es sagrado.
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Ambas cuestiones también resultan anatemas en publicaciones cubanistas como To and from
Utopia in the New Cuban Art (2011), de Rachel Weiss, y Planet / Cuba. Art, Culture and the Future of
the Island (2015), de Rachel Price. Así mismo sucede, por hablar de un momento de “apertura
política”, con los catálogos de arte cubano producidos durante la “Era Obama” y su resaca.
Quienes estudian el arte cubano no quieren entender que observan un sistema totalitario a cuya
entidad vertebral —el Partido único comunista— pertenece el cuadro político de la cultura: gura a
analizar, más que por su aporte intelectual o su gestión cultural, por consumar disímiles formas de
violencia represiva (https://www.hypermediamagazine.com/seccion/dosieres-hm/las-formasde-la-violencia/).
Tanto los historiadores cubanos como los cubanistas mantienen una indulgencia imaginaria
respecto al cuadro político. Dígase Omar González y Marcia Leiseca, quienes fungían
respectivamente como presidente del CNAP y viceministra del Ministerio de Cultura durante
el Proyecto Castillo de la Real Fuerza; dígase Beatriz Aulet ante el Caso Ángel Delgado
(https://www.hypermediamagazine.com/arte/artes-visuales/la-gramatica-radical-de-angeldelgado/), o Abel Prieto, presidente de la UNEAC, durante el Caso ART-DE.
Una indulgencia que continúa, con relación a cuadros políticos como Rubén del Valle Lantarón,
Fernando Rojas y Jorge Fernández —respectivamente: presidente del CNAP, viceministro de
Cultura y director del Centro de Arte Contemporáneo Wilfredo Lam— durante el Caso Tania
Bruguera, y que sigue enquistada a raíz del Caso Luis Manuel Otero
(https://www.hypermediamagazine.com/seccion/dosieres-hm/solidaridad-con-luis-manuelotero-alcantara/), en el que dicha trinca de funcionarios sustituye a Del Valle por Norma
Rodríguez Derivet.
La ausencia de disertación sobre las formas de la censura ha contribuido a su estigmatización
política: ha canonizado la problemática de la represión en el entorno artístico como una materia
que poco aporta a la historia del arte.
Críticos de arte y cuadros políticos convergen instituyendo un imaginario coactivo: lo que el
cuadro prescribe y violenta en su función de gestor cultural, el crítico lo omite en su escritura de
la historia. Las dos acciones reforman continuamente el mecanismo victimario; ninguna se resiste
a reproducir la violencia represiva; ambas se vuelven artí ces de la culpabilidad del violentado.
Recordemos que a raíz de un artículo publicado en esta revista hace tres meses
(https://www.hypermediamagazine.com/arte/artes-visuales/la-estafa-critica-de-art-cronica/),
en el que llamaba la atención sobre el cruce a la vida profesional con estándares democráticos de
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cuadros políticos con historial de formas censorias como Rubén del Valle Lantarón e Isabel Pérez,
varios especialistas en arte cubano trinaron en Facebook, intentando opacar la cuestión.
Tal conformidad imaginaria no fuerza debate alguno, ni en la esfera pública ni en el ámbito del
conocimiento; antes bien, estrecha y endurece los límites que establecen las formas censorias, ya
sea complementadas con la marginación, la expulsión, el hostigamiento, el encarcelamiento, el
exilio u otros.
¿Por qué tal dependencia entre el discursar del crítico y la acción del cuadro político?
¿Por qué los críticos connaturalizan la anomalía de no considerar la violencia política y lo explícito
que acarrea, desde las formas de censura hasta la violación de los derechos humanos
(https://www.hypermediamagazine.com/seccion/dosieres-hm/las-formas-de-la-violencia/), o si
se quiere, de los principios de la dignidad humana?
¿Por qué continuar otorgándole, a la historia de las artes visuales, la exclusividad de no elaborar
antítesis críticas ante las formas del mal dispuestas por la burocracia política?
Menciono, sin intención de responder estas interrogantes, causas elementales de tal indulgencia
imaginaria:
Para peregrinos políticos y cubanistas, se debe a la nostalgia por experimentar la utopía nunca
vivida, lo cual entraña cuidar la imagen que de ella imaginan y reproducen. Cuidado que, desde una
perspectiva crítica, responde al temor a represalias por determinadas discrepancias: ya sea la
denegación de entrada a Cuba, la acusación de servir al gobierno estadounidense, o la declaración
de persona no grata.
Pensemos en la denegación de entrada a Cuba a la investigadora y artista Coco Fusco; o en
experiencias semejantes vividas por los críticos y curadores Holly Block y Kevin Power, a quienes
en su momento también se les negó la entrada al país.
Infundir el miedo es consustancial a la existencia de la sociedad totalitaria
(https://www.hypermediamagazine.com/literatura/ensayo/risa/). Para el crítico y otros
especialistas del entorno cultural cubano, el miedo inducido es un motivo connatural que paraliza;
esto se traduce en cuidarse de no ser advertidos o requeridos sobre lo que ya se sabe: las críticas
han de hacerse dentro de la Revolución, y reservadamente a sus cuadros.
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Dichos especialistas deben velar igualmente por no ser censurados en los medios de publicación y
promoción estatales, o no ser expulsados de las instituciones en las que laboran, padeciendo la
difamación sobre su persona y el descrédito profesional a cargo de los cuadros políticos, sus
colegas de trabajo y las organizaciones políticas y de masas correspondientes.
También están quienes remedian el miedo contrayendo pactos fácticos y narrativos, sea porque
han sido censurados antes y luego aceptan una reinserción profesional condicionada, porque se
imaginan en la experiencia de algún colega violentado, o porque desde el principio
eligen conservar el imaginario crítico establecido.
Percibir la ritualización de formas censorias y represivas disciplina el pensamiento hasta tal punto
que, aun siendo compilados y publicados sus artículos fuera de Cuba, ciertos críticos cubanos y
cubanistas se cuidan de no tocar anatema alguno, predispuestos por la inquisidora lectura de la
burocracia cultural.
He aquí la paradoja: no llevar a discusión lo que te coacciona a no hablar de ello, es miti car tal
coacción ad in nitum.
Carácter de in nitud mani esto en el sentido “interminable” con el que el funcionario Fernando
Rojas —durante la reunión para revisar las sinrazones del Decreto 349 en el CNAP
(https://www.hypermediamagazine.com/video/adrian-pose-un-milagro-contra-el-decreto349/) en 2018—, anula cualquier pregunta sobre la reprobación contra el artista Ítalo Expósito por
su participación en la 00 Bienal de La Habana.
Por descontado que interminable es otro eufemismo frente a lo que resulta inexplicable para Rojas
y la burocracia cultural: la autonomía de pensamiento y gestión que representa dicha bienal.
Ítalo Expósito organizó una exposición en su Taller/Galería Yo Soy El Que Soy. En represalia, los
cuadros del Ministerio de Cultura y el CNAP censuraron dicha exposición, invalidaron el Carné del
Registro del Creador (https://www.hypermediamagazine.com/video/adrian-pose-un-milagrocontra-el-decreto-349/) de Expósito reduciendo su estatus al de “artista ilegal” y, en conjunto con
la Policía nacional, lo sancionaron con una multa de 3000 pesos.
En la mencionada reunión, Rojas y Norma Rodríguez Derivet, directora del CNAP, escurrían la
mirada e incluso evitaban el movimiento de cabeza hacia Expósito, cada vez que algunos de los
presentes requeríamos explicaciones sobre su caso.
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Situaciones como esta hacen a la víctima sentir vergüenza, pero no porque se considere culpable
del delito que le han adjudicado, sino por la impotencia que le genera saberse protagonista de un
proceso de expiación, y percibir que la prepotencia de sus victimarios —al amparo de la impunidad
estatal— es tan inmensa como grave es su padecer. Motivo por el cual, Expósito abandonó la
reunión en menos de una hora.
Tal es el funcionamiento del ethos totalitario: un sistema culturalmente organizado a partir de las
emociones políticas y su respaldo al autoritarismo. La afectividad totalitaria tiene su arraigo en la
astucia con que el inconsciente va in ltrando dichas emociones en el individuo, sustrayéndole
valiosos comportamientos que podrían ayudarle a enjuiciar el mal y no arrogarse situaciones de
linchamiento. De la signi cación otorgada a este, y de la implicación individual en el mismo,
depende la sucesión de las emociones políticas y los estados de apego colectivo que reproducen; lo
que anima la repetición del linchamiento hasta concretar ciclos de animosidad empática.
Como recomienda Alain Badiou: es primordial aceptar que la plani cación del mal es una
modalidad de pensamiento, pues solo así se consigue desarticular inmejorablemente los procesos
de absolución y detener la hipostasia del juicio.
Únicamente reconociendo que el mal consumado no necesita la venia de la intención, puesto que
es objetivo —se vive como víctima o victimario, como observador o guardando silencio, formando
multitud o retrayéndose—, se frena dicha repetición.
Vale reconocer la violencia represiva como principio y n de la concientización de una ilustración
política fanática. De esta nace la cultura afectiva de los cuadros y su conjugación de dos
sensaciones políticas básicas: el odio y la ira. La primera acarrea la aversión hacia lo ideológica y
políticamente inadmisible, la segunda aporta la irritabilidad indispensable para implementar la
violencia que lo elimina.
La ira política aumenta o disminuye de acuerdo con las reacciones de la víctima: su irreverencia
pací ca altera la ira del cuadro; su noble perseverancia después de haber sido violentada,
multiplica dicha alteración. El círculo afectivo se cierra: la ira se convierte en odio político.
Operación esencial para la jación de la ideología correccional de los cuadros.
El Caso Ítalo muestra el carácter de contingencia que toma la animosidad empática: la afectividad
que entretejen Norma Rodríguez Derivet y Fernando Rojas, al hacer notar prejuicios sobre ellos una
vez que son interpelados por sus responsabilidades en la violencia contra Expósito.
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Las emociones a lian; los cuadros se unen solapando los sentimientos humanitarios con los
políticos e ideológicos: primero materializan su ira en violencia, luego la recomponen como objeto
de lástima. La sensación lastimosa de Rodríguez Derivet y Rojas usurpa el lugar del sentimiento de
angustia de la víctima; la pena que sienten por sí mismos parece emparejarse con la de Expósito.
Pero no es así, pues pese al “mal rato”, Rodríguez Derivet y Rojas gozan de su impunidad. Una vez
que Ítalo Expósito se retira de la reunión —lo cual no signi ca que renunciara a su inocencia—, la
ira de Rodríguez Derivet y Rojas retoma su espacio de confort: la praepotentia.
La ira burocrática no desaparece, porque es identi catoria. Los cuadros políticos basan su
militancia en una máxima planteada por Peter Sloterdijk: “Quien quiera tener presente su ira debe
guardarla en conserva de odio”.
La afectividad circular de ambas emociones se multiplica cuando la víctima aboga noblemente por
su dignidad, por ejemplo: desobedeciendo el tratamiento pedagógico que le ofrecen sus victimarios
después de sacri carla. En el Caso Ítalo: un debate, que no es tal, sobre el Decreto 349.
La ira política podría erradicarse solamente si quienes agreden admiten sus injusticias. Pero
reconocer haber implementado la violencia es darse a la reciprocidad de la scalización, así como
conferir piedad burocrática a la víctima puede anular la pretensión de durabilidad de la institución.
Con ambas decisiones, el cuadro político estaría exponiendo su desconcierto personal y dejando
indefensa su interioridad humana.
La indulgencia imaginaria no solo resulta igual de instrumental que la violencia, sino que se vuelve
el instrumento por excelencia de esta. Una y otra exigen y producen protagonismo y justi cación.
Por supuesto que es sensato equiparar la representación a la violencia: no solo porque lacera el
conocimiento y la memoria, sino porque sus imágenes se vuelven tan hostiles para con la víctima
como el acto violento en sí. Una vez pasado tal acto, los discursos heredados de las imágenes
siguen haciendo caso omiso a las secuelas que acompañan a la víctima, al drama que viven sus
allegados y al recuerdo que perdura en la sociedad.
A la opinión ilustrada corresponde discernir la culpabilidad política y moral y las responsabilidades
éticas y profesionales del cuadro político de la cultura. Sobre todo porque concebir corpus
textuales, como el antes citado, es establecer modelos de entendimiento, disponer pautas críticas
e historiográ cas y, lógicamente, conformar públicos y comunidades imaginarias.
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A estas comunidades —sean estudiantes de artes visuales e historia del arte; sean estudiosos,
coleccionistas, curadores u otros gestores que viajan a Cuba o se interesan por el arte cubano
desde otros lugares— se les debe mostrar que el funcionario de la política cultural es designado
por el partido único, nunca surge de una convocatoria pública basada en un currículo profesional y
otros procesos democráticos.
Las aptitudes y actitudes del cuadro político cultural responden a su capacidad para representar al
aparato ideológico del Estado ante el entorno cultural, y no los intereses de las élites que
componen dicho entorno ante el Estado (aun siendo intelectuales que devienen cuadros).
No hablo de una denuncia al uso de responsabilidades y culpabilidades; me re ero también a
cuestionar la impunidad estatal que ampara al cuadro político, no solo al formar parte de procesos
represivos, sino al abrirse camino profesionalmente apartando a especialistas más cuali cados.
Pues, de no ser designados por dicho aparato ideológico y responder a él, la mayoría de los
cuadros políticos de la cultura no harían carrera como directores, curadores, profesores,
especialistas o gestores de arte. Y mucho menos ganarían in uencia hasta crear una red
profesional que, al terminar sus funciones como cuadros políticos del sistema totalitario —
pensemos en ex presidentes del CNAP como Rafael Acosta de Arriba y Rubén de Valle Lantarón—,
les permita insertarse, como he dicho antes, en actividades de contextos internacionales
simulando estándares democráticos.
Simulación que también activa el cuadro cuando es an trión de algún extranjero interesado o
especializado en arte que visita a Cuba. Pienso nuevamente en Jorge Fernández, durante la
conferencia de la curadora e investigadora Chus Martínez en el Museo Nacional de Bellas Artes, en
julio de 2018.
Después de que los artistas Hamlet Lavastida
(https://www.hypermediamagazine.com/author/hamlet/) y Reynier Leyva Novo
(https://www.hypermediamagazine.com/author/reynierleyvanovo/) intercambiaran
públicamente con Chus Martínez un par de preguntas y respuestas concisas sobre la actualidad
cubana, la necesidad de dialogar democráticamente y el peligro que corren los artistas de ser
censurados y estigmatizados como disidentes, Jorge Fernández —sentado junto a la conferenciante
y entonando voz de cuadro— asume su papel de ideólogo y cierra la sesión diciendo: “Bueno,
quedó muy bien el debate”; y apostilla: “Tenemos que hacer más debates como este”.
Fernández imaginó un debate que nunca fue; su imaginación canceló la discusión que debió ser; su
voluntad de funcionario dominó su deseo intelectual de encauzar el diálogo público.
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Como he dicho en otra ocasión: el totalitarismo no se permite debates intelectuales que afecten su
hábito correccional; a su burocracia le cuesta digerir el libre pensamiento por estar aferrada al
fetichismo ideológico; a sus cuadros políticos les incomoda dialogar, porque actúan como
inquisidores.
La estafa crítica de Art Crónica
(h ps://www.hypermediamagazine.com/arte/artesvisuales/la-estafa-critica-de-art-cronica/)
Henry Eric Hernández (http://www.editorialhypermedia.com)
Creada sobre bases de independencia económica y autonomía de pensamiento, parecía que Art
Crónica iba establecer un entorno plural para repensar la historia del arte cubano. Varios colegas
pensamos que Art Crónica sustituiría el controlado ámbito discursivo de la revista Arte Cubano por
uno más inclusivo, o al menos, no tan reprobatorio.
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