RÍO DE LAS CONGOJAS:
UNA OBRA PARA REPENSAR LA HISTORIA
Florencia ABBATE
CONICET/UBA
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1.
Río de las congojas es un libro notable y no muy conocido, uno de los puntos más altos de un
proyecto literario que resulta original en términos formales y estéticos, y coherente y pionero en
cuanto a sus temas y posiciones ideológicas; sin embargo, bastante olvidado, como el resto de la
obra de la escritora argentina Libertad Demitrópulos. La primera edición de la novela es de 1981,
tiempos oscuros, la sistemática política de exterminio y desaparición –con la eficacia y la rapidez
que tuvo su aplicación en la Argentina- ya estaba muy avanzada y pronto llegaría, como “broche
de oro”, el momento demencial de la Guerra por las Islas Malvinas. En aquel contexto,
Demitrópulos publica lo que en términos de etiquetas del mercado podría presentarse como “una
más” de las “novelas históricas de la conquista”. Pero si bien se desarrolla en esa época, su
núcleo argumental se anuda a algo mucho preciso: una revolución fallida; aquella insurrección
mestiza que había acontecido en la antigua ciudad de Santa Fe 400 años antes, y que hoy se
conoce como la “Revolución de los Siete Jefes”. En junio de 1581, los mestizos que habían
combatido bajo el mando del conquistador Juan de Garay para fundar Santa Fe, decepcionados
por haber quedado al margen de la posesión de tierras y derechos políticos en la nueva ciudad,
aprovecharon la partida del gobernador a Buenos Aires y, en su ausencia, se aliaron con el
gobierno de Tucumán y tomaron el poder; pero aquel alzamiento resultó velozmente sofocado y
los rebeldes fueron fusilados. Rio de las congojas no recurre demasiado a las convenciones
formales del paradigma genérico de novela histórica. Los recursos formales privilegiados en esta
novela son la polifonía, la oralidad, la prosa lírica y el tratamiento no lineal del tiempo narrativo.
El principal narrador de la novela es un mestizo que participó de la fundación de Santa Fe y luego
de aquella posterior sublevación. La mitad de los capítulos (12, de un total de 24) están narrados
por este personaje, Blas de Acuña. Las dos voces narrativas secundarias pertenecen a mujeres
que cobran la misma importancia que el narrador principal, son protagonistas: Isabel Descalzo,
con quien el mestizo se niega a casarse, aunque a ello se vea obligado porque ese casamiento es
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la condición para heredar una chacra; y la legendaria María Muratore, de quien está
profundamente enamorado. Los hechos más distintivos del contexto se visualizan a través de las
tres perspectivas (la Blas, la de María y la de Isabel) y los relatos de estos protagonistas asumen
un tono íntimo, concentrándose en contar sus historias personales y los problemas que sufren.
Los problemas de los tres narradores están atravesados por una misma lógica de opresión social:
ser mestizo, ser pobre, ser mujer. La autora elabora los materiales históricos sobre el apoyo
fundamental de esta estructura polifónica vinculada al registro oral de los oprimidos. Si
retomamos el sentido original del concepto de polifonía, su sentido musical, se diría que el texto
permite escuchar diferentes registros de la partitura histórica, elevando los sonidos hasta
entonces menos escuchados. Los efectos de sentido del texto destellan en la frontera entre una
conciencia y otra. En ese umbral, Demitrópulos consigue desplegar la compleja problemática de
la dominación y del sometimiento, así como también la relación entre opresores y oprimidos, y
todo eso lo elabora a partir de procesos dialógicos, interdiscursivos, donde cualquier ontología
del Yo se propone dialogizada en una frontera. Formalmente, las imágenes del pasado se
presentan mediante un montaje de voces que cuentan las experiencias de distintos sujetos
subalternos y construyen la imagen de los que dominan desde esta perspectiva. Pero además,
otro punto original de la novela es que pone en primer plano la cuestión de la opresión de
género, algo poco corriente en la narrativa argentina de comienzos de los años 80 1.
2.
Para bosquejar someramente el contexto en el cual se desarrolla la trama de género resulta
propicio recordar que la institucionalización de la familia patriarcal, como reafirmación de la
propiedad privada y de la división del trabajo por sexo, se implantó durante la Colonia,
especialmente en el sector blanco y mestizo. Desde entonces, la mujer latinoamericana pasó a
ejercer tareas de carácter servil. Mientras en las culturas precolombinas la mujer había sido
considerada como valor humano indispensable y pilar de la organización social, a partir de la
Conquista comenzó a ser calificada de ser secundario, débil o inferior por naturaleza,
1
Tanto la mirada de género como el interés por la reelaboración de materiales histórico-políticos
correspondientes a contextos muy reconocibles también están presentes en las otras novelas de la autora.
Entre ellas podemos destacar Sabotaje en el álbum familiar (1984), donde aborda el contexto de la
proscripción del peronismo y la llamada “resistencia” a partir de la historia de un linaje familiar que se
remonta a una mujer, Doña Waldina, de origen indígena, y lo hace asimismo mediante recursos como la
polifonía y el trabajo con la memoria, tomando además –como lo hace con Juan de Garay en Río de las
congojas- algunos personajes históricos reales, como John William Cooke. Otras novelas de la autora que
pueden vincularse también con Río de las congojas en cuanto a su afán de representación de relaciones de
opresión/dominación de género, clase, etnia y/o raza, son La flor de hierro (1995) y Un piano en bahía
desolación (1994).
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determinado principalmente por una función procreadora, de fuerza de trabajo doméstico y de
objeto sexual. En relación al nombre de la heroína de la novela, cabe mencionar que los
conquistadores españoles y portugueses fueron los portadores del mito de la virgen “María”, un
fenómeno sumamente extraño para las mujeres indígenas al comienzo de la Conquista. La Iglesia
consagró a la virgen María en Madre de Dios, en modelo de las mujeres; extraño estereotipo de
la “Naturaleza” femenina, con una maternidad misteriosamente virginal y una virginidad
misteriosamente maternal. María, “sirvienta” del Señor, se convertiría poco a poco en una suerte
de modelo abstracto de femineidad, “sin mancha” y, por encima de todo, mujer-madre. Así la
representaron los colonizadores en los primeros altares que levantaron en las iglesias americanas
(Cf. Viale, 1981).
María Muratore se encuentra signada por varios estigmas: además de ser mujer, es mestiza, es
hija ilegítima, no es virgen, es fuerte y apasionada y no ambiciona casarse ni procrear.
Abandonada por su madre -una española que arriba a la costa del Brasil con la expedición de
Juan de Sanabria-, no reconocida por su padre biológico -un despiadado traficante de esclavos
nacido en Portugal-, cuando muere su “padrino” se queda sin hogar y se ve obligada a huir a la
“calle del Pecado”, una zona marginal, de prostitutas –en su mayoría indígenas guaraníes
esclavizadas sexualmente- donde logra refugiarse en la casa de Isabel Descalzo, su modista, una
mujer cuyo objetivo en la vida es salir de la pobreza: casarse con el hombre apropiado, darle
hijos y ser ama de casa. Muratore no encaja ni con las mujeres del prostíbulo ni con aquellas a
quienes Isabel representa. No admite ponerse al servicio del sistema patriarcal: ni como objeto
sexual (la prostituta), ni como objeto para la reproducción del trabajo doméstico, la perpetuación
del apellido y la conservación del patrimonio (la buena esposa). En un contexto que no lo
permite, Muratore intenta posicionarse como sujeto de deseo y no meramente como objeto del
mundo masculino. Su acción hacia el final parece ir adquiriendo una dimensión heroica: “Quiso
ser libre, siendo mujer” (p. 150). Así, la novela no sólo contradice al discurso tradicional que
instituye la heroicidad de los conquistadores -propio de cierto tipo de narrativa histórica-, sino
que apunta a rescatar el protagonismo de la mujer en la historia y su propia tradición de lucha.
Alicia Poderti (1999) señala que el acto de Muratore al matar con su arcabuz a dos hombres que
pretenden llevarla por la fuerza para saciar la sed del gobernador Juan de Garay debe ser leído,
en el contexto de la historia de la novela latinoamericana, como una inversión de los roles
asignados a la mujer por la historia y la cultura.
Demitrópulos logra actualizar con un máximo de potencia las voces femeninas y su condición de
sujetos oprimidos, pero lo más importante es que el texto no se deja leer desde ninguna
concepción esencialista del género. Antes bien, permite interpretar la cuestión de género en los
términos en que la analiza Judith Butler (1998), mostrando su origen cultural, su carácter de
contingencia producida por dispositivos performativos. En esa línea de lectura, no es menor el
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dato de que aquello que le permite a Muratore disputar un lugar diferente frente a los hombres
sea la educación que recibió, justamente, de un hombre. El padrino de Isabel Descalzo
(Celestino) le enseña a Muratore a manejar las armas, a leer y a escribir. Si ella goza de la
posibilidad de no ubicarse ya en un rol de sumisión, es en parte gracias al rol performativo que
ha tenido este personaje masculino en la formación de la heroína, brindándole “herramientas”
que les estaban vedadas a las mujeres. La originalidad de la trama reside en que no cae en
ninguna una polarización binaria. También el personaje de Blas de Acuña presenta una
complejidad que no se limita a invertir los dualismos feminidad-masculinidad sino que abre lugar
a la dinámica de la diferencia. O el casamiento forzado o perder la chacra que Celestino Descalzo
le ha dejado en herencia, tal es la disyuntiva vital del mestizo; como hombre, también a él le toca
padecer la opresión que conlleva la lógica económica del sistema patriarcal.
3.
Además de su fuerte impronta lírica –prueba de la notable intensidad estilística que acompaña la
poética de la autora-, el otro aspecto formal relevante es la no-linealidad del tiempo narrativo. El
desarrollo de los relatos de estas tres voces se caracteriza por un uso constante de prolepsis y
analepsis; a tal punto que la novela comienza cuando ya todo acabó. “Yo me quedé a acompañar
a mis muertos”, dice Blas de Acuña en el primer capítulo, y al referirse a María Muratore la llama
“mi muertecita”. Demitrópulos trabaja la representación de la historia en un sentido que se
aparta del relato lineal de los acontecimientos y se adhiere a una lógica de la memoria, a su
cadencia personal, caprichosa y discontinua. Como sostiene Ricoeur (2004), mientras que la
operación llamada
“reconstrucción histórica”
consiste
en pasar “a lo largo” de los
acontecimientos, de modo longitudinal, el “trabajo de la memoria” remite a un movimiento
vertical, que busca narrar “desde adentro” los acontecimientos, evocándolos a partir de un
núcleo anclado en la experiencia del sujeto. En los relatos históricos predomina una concepción
del tiempo como tiempo objetivo, homogéneo y lineal; en esta novela la historia se despliega
desde el tono de una temporalidad subjetiva, guiada por un ritmo de compás heterogéneo,
propio del acto de recordar. De modo modo, Río de las congojas esboza una visión dialógica y
caleidoscópica del contexto socio-histórico en el cual se desarrolla la trama.
Por otro lado, Historia y memoria son dos términos cuya relación ha estado marcada por la
tensión. El concepto moderno de Historia, en tanto colectivo singular que contendría en sí al
conjunto de las historias particulares, es decir, como totalización y categoría trascendental, indica
una experiencia inédita hasta el advenimiento de los tiempos modernos (Koselleck, 1992). Esa
experiencia moderna es la conquista de la mayor distancia que podría existir entre la Historia una
y la multiplicidad ilimitada de las memorias individuales. A partir de la modernidad, la noción de
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Historia reviste una significación antropológica nueva: la Historia sería la historia de la
humanidad, historia mundial, universal, como fue definida por Hegel. Ricoeur (2004) demuestra
que la consagración moderna de ese término trajo aparejada una doble exclusión: la exclusión de
la experiencia viva de la memoria, del orden de lo vivido; y la de las antiguas especulaciones
milenarias sobre el orden del tiempo, basadas en mitos. Asimismo, a diferencia de la Historia,
que supone una operación intelectual con pretensiones de objetividad, y que apunta a producir
un relato que -de modo paradójico- pertenecería a todos y a nadie, la memoria se puede
caracterizar como “afectiva, mágica, múltiple, colectiva, plural e individualizada” (Nora, 1993).
Por estos motivos, es crucial que en los últimos capítulos de Río de las congojas la vida de María
Muratore se presente convertida en un mito colectivo que se trasmite, de generación en
generación, a través de relatos orales:
“En la barranca, Isabel Descalzo iniciaba a sus hijos y conocidos en el
mito de María Muratore (…) Y seguía contando la vida de la finadita
cuando vino a Santa Fe, como si fuera ella quien vino en la expedición
de Garay. (…) De tanto oír contársela los hijos la fueron aprendiendo
(…) Cuando les preguntaban en dónde vives, respondían: en lo de
Muratore; cuáles son tus bienes: una tumba; tu origen: una mujer
heroica; tu patrimonio: el amor; tu postrimería: un recuerdo” (p. 155156).
La secuencia de acontecimientos de la trama se desarrolla con la arbitrariedad del movimiento
del recuerdo, con su atmósfera íntima y personal. Hasta que arriba a un final que parece de
algún modo homenajear a esa larga tradición oral latinoamericana, de la que se han alimentado
obras fundamentales como Pedro Páramo. El final de la novela subraya su relación con esa
tradición que ha estado muy ligada a la memoria colectiva de comunidades oprimidas. Remite a
identidades sociales y culturales que prácticamente no tuvieron acceso ni representación en los
textos escritos y que, para seguir expresando su cosmovisión y trasmitir su historia y sus valores,
cultivaron la herencia de la práctica de relatos orales como ritual social. El mito de María
Muratore en Río de las congojas sería un ejemplo de esas creaciones orales colectivas que
lograron conservar su sentido profundo a pesar de sus múltiples adaptaciones en el tiempo; y se
reprodujeron como herencia comunitaria de los antecesores, una suerte de legado ético capaz de
sustentar la continuidad de un lazo entre el pasado y el presente de la comunidad: “Mientras
quedaran hombres y mujeres para defender la ciudad y sostener la historia, la vida seguiría su
curso” (p. 166).
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4.
La opresión común que padecen los protagonistas aparece condensada en el discurso de uno de
los más sobresalientes personajes secundarios, el negro Antonio Cabrera, musiquista y carpintero
de iglesia de San Francisco, un esclavo que ansía libertarse “de la perra vida a la que estaba
subyugado desde su nacimiento” (p. 67) y a quien la muerte lo encuentra “sin haber podido
comprar su libertad” (p. 68):
“El negro Cabrera, al verme tan ofuscado con la Descalzo, me calmaba
diciendo que las mujeres, como los negros, como los indios y hasta
como nosotros, los mestizos, estaban tan desvalidas que cuando veían
el pan, aunque duro, lo mordían” (p. 85).
El sociograma (Duchet, 1992) en torno al cual se articula la trama de la novela parece ser “la
lucha por la libertad”, de la cual el mayor representante es este personaje secundario que tiene
conciencia de la opresión común que todos comparten (negros, mujeres, indígenas, mestizos,
campesinos, pobres urbanos, disidentes, etc.); en esa lucha confluirían las diversas identidades
colectivas que se pueden inscribir en la “tradición de los oprimidos” a lo largo de la historia: una
tradición de lucha. Walter Benjamin propone en sus Tesis sobre la Filosofía de la Historia (1982)
que el sujeto del análisis histórico debe ser la clase oprimida que lucha, todos aquellos sujetos
sociales que han sido las víctimas permanentes de los sistemas de dominación. Pero un sujeto
colectivo de este tipo no está dado, sino que se constituye a sí mismo en el proceso de asumirse
heredero de un legado de lucha. Lo central reside en que dicho proceso, tal como lo plantea
Benjamin, no se alimenta de utopías, no se inspira invocando el “ideal de los descendientes
libres”, sino que se nutre de la memoria: encuentra su inspiración en “la imagen de los
antepasados oprimidos”.
El epígrafe que abre Río de las congojas , tomado de un poema del poeta griego y militante
comunista Yannis Ritsos, comienza así: “Conviene que guardemos a nuestros muertos y su
fuerza, no sea que alguna vez nuestros enemigos los desentierren y se los lleven consigo. Y
entonces sin su protección nuestro peligro iba a ser doble”. Esa idea queda reforzada por el
principio de la novela: “Yo me quedé a acompañar a mis muertos” (p. 11), dice Blas de Acuña en
la primera línea del primer capítulo. Y en adelante, todo el desarrollo de la vida del protagonista
se ve signado por el recuerdo de los mestizos asesinados durante la revolución, y de los otros
hermanos de sangre que murieron más tarde, utilizados para fundar la ciudad y luego
traicionados:
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“En cien años los he visto, uno por uno, morir puteando a Garay, que
ya no podía escucharlos, y era por la indiferencia de los barcos que
pasaban de largo por aquí, cargados de mercadería, hacia el puerto de
la ciudad del Buen Ayre. Sentían como una afrenta del vizcaíno que nos
había traído de La Asunción, en nombre de Dios y de su San Santiago
guerrero, y haciendo cruz con la tierra adentro, a guardarle las espadas
a su ciudad predilecta (…) Como borraron el recuerdo de tantos
muchachos que un día salimos de La Asunción y vinimos a fundar esta
ciudad de Santa Fe (…) El río fue para los otros, para nosotros las
congojas y desabrimientos” (p. 18-19).
La carga de melancolía que distingue la dimensión lírica de esta novela se emparienta con el
“trabajo de la memoria” que evoca el sacrificio y las virtudes de las generaciones vencidas, y
recupera valores que estuvieron presentes en su historia de lucha: el coraje, el humor, la astucia,
la solidaridad, la tenacidad. Para usar la metáfora de Benjamin: “Tal como las flores vuelven su
corola hacia el sol”, así toda esas virtudes que constituyen la herencia cultural de los vencidos se
vuelven hacia los descendientes; pero sólo hacia aquellos que sepan reconocerse en esa imagen
del pasado: la de la derrota. Más aun, Benjamin afirma que sólo tiene el don de encender en el
pasado la chispa de la esperanza aquel que esté traspasado por la idea de que “ni siquiera los
muertos” estarán a salvo si el enemigo vence, y no ha dejado de vencer. Si la empatía con la
visión del vencedor favorece en cada caso al dominador del presente, para cambiar la
perspectiva hay que asumir empatía con la derrota; hay que abrazarla como este protagonista se
abraza y se aferra, melancólicamente, al lugar donde fueron asesinados sus compañeros.
Al igual que en algunas novelas de Héctor Tizón, en Río de las congojas los recuerdos se aferran
al espacio geográfico, a la demarcación del propio territorio como un acto de amor. La mirada se
queda detenida en la imagen de las ruinas de la ciudad que no tuvo la suerte de convertirse en
capital; en los márgenes que van corriendo las crecidas del río que no tuvo la suerte de
convertirse en puerto -marginado por el Río de la Plata- y les hace sufrir permanentes
inundaciones; en el triste paisaje de la plaza principal, donde primero se congregaron a celebrar
la libertad de los oprimidos y luego fueron ejemplarmente descuartizados los rebeldes. Aquella
plaza que, cuando ya es anciano, Blas de Acuña contempla con dolor y odio a través de su
ventana; mientras sus hijos y sus nietos, en canoa, remontan el río seducidos por la quimérica
esperanza de encontrarse por allí con el legendario fantasma de María Muratore. Siguiendo con la
lectura de Benjamin, se trataría de ver ese pasado aplastado no como algo fijo, inerte, sino como
algo que fue injustamente privado de vida, como una carencia inaceptable y un deseo abortado
que espera realización.
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Lo propio de la memoria de los vencidos es esta atención a lo fracasado, que resulta inquietante
y subversiva porque implica cuestionar la autoridad de lo fáctico: el pasado no sería sólo lo que
fue, sino también lo posible, lo que no pudo ser, lo que impidieron que sea pero sobrevive como
posibilidad. Como las ruinas que observa el alegorista barroco, las ruinas que contempla el
mestizo funcionan como vivos interrogantes, y así los muertos interpelan al presente de los que
sobrevivieron. Blas de Acuña lo corrobora cuando afirma: “En las derrotas late el desquite”. Una
frase que parece portar un débil índice de esperanza en relación a la oscuridad del contexto en
que se publica la novela.
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