LA CIU DAD EN LA IMAGEN
PRÓLOGO
Paula V. Álvarez
I.
Con el hábitat urbano como campo de investigación y enfocando en las intrincadas relaciones entre el mundo material y sus
imágenes, Davide T. Ferrando reúne en este libro materiales
heterogéneos que rara vez solemos encontrar juntos. Un solo
vistazo a estas páginas nos hará preguntarnos por qué enigmática relación existe entre la reciente y brutal transformación del
paisaje suburbano bajo la presión del urbanismo !nanciero y la
codi!cación de la ciudad en la memoria visual de la cultura occidental a lo largo de cinco siglos de historia. A medida que nos
adentremos en la lectura, el autor nos irá proponiendo otros
muchos vínculos entre imágenes, visiones y temáticas que a
priori podrían parecernos inconexas, desvelando poco a poco
el complejo universo de las imágenes urbanas. Nos hablará de
series fotográ!cas, documentales y películas que capturan heridas medioambientales y sueños colectivos hechos pedazos;
de proyectos que compilan imágenes electrónicas errantes para
dar cuenta del desenfreno salvaje y surrealista de la !ebre urbanizadora; de fotografías de prensa, renders de arquitectura para
anuncios y rudimentarios collages activistas, capaces de transformar el mundo material viajando a través de rápidas conexiones
electrónicas.
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Poco importa si estas visiones de un mundo urbano en transformación están tomadas del presente o han sido rescatadas de la
historia, si proceden de la cultura elevada o la popular, de la imaginación especulativa o la realidad más cruda. La tesis del autor
es que son algo más que meras descripciones: son mediaciones
culturales que participan activamente en la transformación de
la realidad de la que dan cuenta. Sean las so!sticadas imágenes
técnicas de la era digital o las elaboradas imágenes creadas a
través de medios tradicionales como la pintura, los grabados
o las primeras fotografías, estas imágenes sirven a Ferrando
para explorar y apuntalar una única idea: que el entorno urbano, nuestra experiencia de él y sus imágenes están íntimamente
entretejidas y además se retroalimentan. Este argumento es de
nomos que se iluminan entre sí; en ellos el autor se adentra en la
red de relaciones cotidianas entre la realidad, la representación,
la experiencia y la concepción misma de la ciudad y lo urbano, para
acabar preguntándose por los efectos que las imágenes tienen
en la compresión de ambos, con toda la carga social y política
que ello conlleva. Es precisamente al arrojar este interrogante
sobre imágenes heterogéneas —lustrosas o pobres, analógicas o
digitales, de trascendencia histórica o absolutamente banales—
que consigue sacar a la luz la condición plástica y operable que
está en el núcleo de la imagen.
Es un hecho singular, y de ningún modo accesorio, el que
Ferrando nos invite, a la vez que reconstruye la complejidad de
las imágenes urbanas, a articular una rede!nición de la arquitectura que, apoyándose en ella, “en lugar de limitarse al objeto arquitectónico tradicional”, se extienda “simultáneamente a
un sistema de diferentes medios —tanto físicos como virtuales— que la proveen de un carácter multidimensional”. Esta
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reivindicación conecta este libro con una línea de pensamiento
en arquitectura la que merece la pena detenernos, abierta por
autores como Beatriz Colomina, Mark Wigley o Rem Koolhaas
hace algo más de tres décadas. Es a comienzos de los 90 que
comienza a manifestarse, de forma ciertamente alarmante, la
profunda y feroz transformación del entorno habitado, pareja
a la del espacio social, bajo las fuerzas de lo que, a la vuelta del
siglo, el !lósofo alemán Peter Sloterdijk llamará la globalización
electrónica.1 En este momento decisivo, ya antes de la implementación social de Internet, la alianza entre las tecnologías de la
comunicación en vertiginoso desarrollo y una economía globalizada en expansión mostraba su impacto imponente no ya
en la organización del espacio físico, del territorio, sino en las
mismas formas de vida, las visiones del mundo y la propia subjetividad. En palabras de Sloterdijk, “toda la vida de expresión,
trabajo y deseo de los seres humanos” estaba siendo “captada
para la inmanencia del poder adquisitivo”.2
Ofreciendo distintas perspectivas acerca de cómo la arquitectura se veía implicada y afectada por esta coyuntura,
Colomina, Wigley y Koolhaas llamaron la atención, de forma
temprana y entonces polémica, sobre algo en lo que hoy existe
un amplio consenso: la relevancia política de la representación,
la imagen y la narrativa en la forma del mundo, algo en lo que la
arquitectura, entendida como media, plenamente participa. Bajo
esta premisa compartida, estos autores acertaron a confrontar,
con distintos argumentos, los posicionamientos que en el umbral del siglo XXI, tratando de cerrar las puertas a las nuevas
ponderaciones, se cuestionaban la capacidad de la arquitectura
para intervenir en el mundo a través de la creación semántica.
Este atrincheramiento fue entonces un punto de convergencia
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para dos posiciones expresamente enfrentadas pero inadvertidamente próximas: el hermetismo formal de los 80,3 liderado por
Peter Eisenman y Michael Hays, y los movimientos pro-práctica
en auge desde !nales de los 90 —neo-pragmáticos, tecnómanos,
post-críticos y realistas extremos, según la clasi!cación de Krista
Sykes.4 Si el primero había defendido la retirada de los intereses semánticos de la arquitectura de lo mundano, lo político y
las relaciones sociales, buscando su desarrollo en un dominio
estético abstracto e improductivo, conectado a las inquietudes
subjetivas y personales de cada arquitecto, los segundos abogaban por volver a atender los efectos de la arquitectura en el
mundo, pero asumiendo primero que éstos se limitaban a las
contingencias de la construcción y al contexto material y temporal más inmediato.
De distinta forma, unos y otros buscaban salvaguardar
la arquitectura de las reconsideraciones que se derivarían de
la problematización de las intermediaciones heterogéneas en
la que estaba inmersa como instrumento básico de los nuevos modelos de desarrollo urbano, convertida, en palabras de
Koolhaas, en una !lial o rama (branch) de la globalización,5 y
también —como subraya Ferrando en estas páginas— en herramienta de expansión !nanciera. Pero legitimar esta posición
defensiva requería una doble negación: había que rechazar, por
un lado, la dimensión comunicativa de los objetos arquitectónicos, su capacidad para encarnar y distribuir discursos, y en
paralelo, la habilidad del arquitecto para generar y administrar
(otros) valores y signi!cados. De un modo aún más problemático, también era necesario ignorar, de forma ciertamente anacrónica, la gigantesca transformación del hábitat acelerada por
el desarrollo de la electrónica, justo en el momento en el que
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sus implicaciones ecopolíticas y socioculturales estaban convocando y uniendo a las más diversas disciplinas. Como consecuencia, la arquitectura, bajo este enfoque, no sólo quedaba
descargada de su responsabilidad cívica frente a la degradación
ambiental y la inequidad social, sino también privada de su capacidad de agencia; más aún: el conocimiento arquitectónico
era desconectado a la fuerza de los debates transdisciplinares
en torno a los grandes desafíos del siglo XXI.
Sintetizando esta coyuntura con gran precisión, a mediados de los 90 Wigley llegó a!rmar que el control del debate
arquitectónico se había convertido en el control de la imagen
de la arquitectura misma, por encima del contenido especí!co
de cada discurso o posición particular —en sus palabras, de las
narrativas (stories) institucionalizantes contadas por los arquitectos
para legitimar ciertas prácticas arquitectónicas. Dicho en sus
palabras, ciertas “prácticas políticas que parecen no guardar relación con la arquitectura dependen de una cierta imagen de la
arquitectura”.6 El objetivo de esta restricción de la arquitectura,
o más bien de su imagen, no era otro que “evitar toda promiscuidad en el discurso que pudiera renderizar la arquitectura de
otra forma”. Con ello Wigley aludía sucintamente al bloqueo
generalizado que entonces sufrían los enfoques transversales
fomentados por los estudios culturales, vistos como una amenaza
para la rea!rmación de los fundamentos de la disciplina arquitectónica. Recogiendo el legado del compromiso político de la
teoría crítica de la Escuela de Frankfurt, los estudios culturales
habían reunido desde los 80 un conjunto de perspectivas no
necesariamente disciplinarias en cuya agenda !guraba como
asunto relevante las conexiones entre la desigualdad social y la
con!guración de los entornos habitados. La crítica cultural, si
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seguimos a Michael Hays, ya estaba por entonces plegada en
el interior de ciertos discursos arquitectónicos acerca de temas
especí!cos como el contexto y la exterioridad.7 De acuerdo con
Neil Leach, sin embargo, también se apostaba alrededor de
los principales fundamentos de la arquitectura,8 alentando una
autore"exión más profunda. Wigley, Colomina y Koolhaas estaban precisamente implicados en este proceso, que hoy continúa estimulando a nuevos arquitectos y pensadores, si bien
la vía de trabajo que nutre en arquitectura es aún subterránea
y bastante desapercibida.
Davide T. Ferrando se sitúa, a mi entender, en esta línea de
pensamiento y acción: junto a aquellos autores que buscan hoy
ofrecer una alternativa al pensamiento heredero del hermetismo
formal de los 80 —al que bien podríamos llamar hermetismo propráctica— y su cada vez menos defendible diferenciación entre
prácticas discursivas y materiales.9 No por casualidad esta escisión está en las antípodas de las elaboraciones que nos ofrecen, desde un marco transdisciplinar, autores referentes para
Ferrando como David Harvey, para quien las prácticas materiales, y el mundo material en sí, no son más que una "uctuante intermediación entre constructos discursivos y hechos construidos,
hasta tal punto imbricados que ya no pueden ser pensados por
sí mismos, sino sólo como parte de las relaciones en las que
están implicados y bajo las que ciertamente se transforman.
Llevando este enfoque al campo del paisaje urbano —un ámbito de encuentro para el urbanismo y arquitectura— Ferrando
hace suya la metodología transversal de los estudios culturales,
así como su impulso crítico, y reactiva la discusión sobre la
creación semántica en arquitectura, nutriéndola con nuevos temas y vívidos ejemplos. Es primeramente a través de ellos que
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nuestro autor profundiza, de un modo muy pragmático, en ese
tipo de intermediaciones de las que nos hablan autores como
Harvey, con el objeto de explorar posibles usos políticos e implementaciones sociales de las imágenes urbanas. En el fondo
de la concepción de la arquitectura como media yace sin duda una
cuestión política, y este libro hace pleno uso de ella como piedra angular para la reinserción, tan necesaria, del conocimiento
arquitectónico en los debates contemporáneos transdisciplinares que buscan comprender y presentar los entornos urbanos
como formas culturales complejas.
II.
El enfoque de La ciudad en la imagen está marcado por un doble
compromiso con lo concreto y lo virtual que merece ser destacado,
y que me invita a alinear el pensamiento de Ferrando con una
discusión más profunda, intersecada con la anterior, acerca de la
relevancia de la virtualidad en el momento material presente. Ésta
fue anticipada por el !lósofo checo Vilém Flusser en su análisis
visionario de las imágenes técnicas —cuya publicación coincide
con la de las primeras re"exiones de Colomina acerca de la arquitectura como sistema de representación y los medios como lugar
de producción de arquitectura.10 Flusser pensó profundamente
en las consecuencias del surgimiento de los medios electrónicos
para una emergente cultura global cuando la teoría apenas había
llegado a advertirlas, anticipando muchas de las problemáticas y
re"exiones que la !losofía y la teoría de los medios proporcionan
en la contemporaneidad acerca de los mecanismos de con!guración y percepción del mundo material y los modos de producción semiótica en el contexto de la globalización electrónica y la
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cultura tecnográ!ca. Flusser descifró, de forma presciente, cómo
los códigos de la materialidad son diseminados por los medios
y previó las inmensas consecuencias de su dramática extensión
en la vida cotidiana. Además se ocupó de las implicaciones de la
evolución de las imágenes tradicionales en imágenes técnicas tras la
invención de la fotografía, proponiendo un rico aparato conceptual para problematizar su aparente neutralidad y la automatización de su producción. Siendo éstos dos aspectos que ocupan un
lugar indiscutible en las preocupaciones de Ferrando, la conceptualización de Flusser bien nos puede ayudar a enlazar sus aportaciones —y con ello, la anterior línea de pensamiento en la que
lo acabo de situar— con los debates que reúnen en la actualidad a
diversos campos de conocimiento en torno a la exigencia de una
implicación con la virtualidad —con el compromiso con opciones inéditas. Este compromiso se entiende hoy desde la !losofía
como algo imprescindible, no ya como !cción que anticipa y nos
prepara para el futuro, sino como necesario ejercicio de repliegue
ante el tipo de coacción soft que la tecnología ejerce en el presente
sobre los seres humanos, en virtud de la incorporación de las dinámicas electrónicas —convertidas en estrato imprescindible de
la experiencia— en la vida cotidiana.11
En una fecha tan temprana como 1983, Flusser llamó la atención sobre el hecho de que el ser humano ya no descifra imágenes,
sino que vive a través de ellas: “la imaginación se ha vuelto alucinación”, nos dice, para referirse a cómo la sociedad vive, siente y
se emociona, piensa y actúa en función de películas, programas y
anuncios de teleivisión, de vídeos, juegos electrónicos, fotografías
y otras realidades virtuales. Así insiste, como más adelante hará
Beatriz Colomina en La Domesticidad en Guerra,12 en que estas imágenes no son super!cies neutras en el sentido de inocentes y va16
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cías de contenido: muy al contrario, se encargan de “materializar
determinados conceptos y ofrecerlos subrepticiamente al mundo”. Es así que nos invita a considerar la idea de que las imágenes
técnicas estaban invertiendo el papel que hasta entonces habían
tenido en la sociedad las imágenes tradicionales —así las reunidas
por Ferrando en el segundo capítulo de este libro:
Las imágenes tienen la !nalidad de hacer que el mundo sea accesible e
imaginable para el ser humano. Pero, aunque así sucede, ellas mismas
se interponen entre el hombre y el mundo; pretenden ser mapas, y se
convierten en pantallas. En vez de presentar el mundo al ser humano, lo representan; se colocan en el lugar del mundo a tal grado que
los seres humanos viven en función de las imágenes que ellos mismos
han producido. Éstos ya no las descifra, sino que las proyecta hacia
el “mundo exterior” sin haberlas descifrado. El mundo llega a ser
una imagen, un conjunto de escenas y situaciones. (…) Las imágenes
técnicas omnipresentes han comenzado a reestructurar mágicamente la
“realidad” en un “escenario semejante a una imagen”.13
Para Flusser las imágenes técnicas son un complejo simbólico
aún más abstracto que las tradicionales: son meta-códigos de
los textos, signi!can textos y sólo indirectamente signi!can el
mundo externo. Más que registrar automáticamente la realidad,
“transforman conceptos en escena”, “transcodi!can los conceptos de los textos en imágenes”, “absorben toda la historia en
sus super!cies y llegan a constituir una memoria eternamente
rotativa de la sociedad”. Para explicar esta nueva capacidad simbólica de las imágenes técnicas, más intrincada que las tradicionales, y pareja a la evolución de la imaginación de los sujetos,
Flusser propone el concepto de tecnoimagen: escenas o situaciones
que, en vez de reproducir un mundo objetivo, funcionan como
presas que captan, retienen y proyectan "ujos de información ya
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en circulación, los cuales ofrecen interpretaciones subrepticias
del mundo: lo trans-codi!can. Es en virtud de esta capacidad de
emancipar a los receptores de la necesidad de pensar conceptualmente que las imágenes que Flusser advierte de que están a
punto de sustituir a los textos. Dentro de las tecno-super!cies
Flusser engloba todo tipo de imágenes técnicas: así las que aparecen en la pantalla del televisor, el video, el cine o el ordenador.14 A ellas hoy bien podríamos añadir las vallas publicitarias y
las relumbrantes portadas de las revistas glamurosas —de todo
ello se ocupó Colomina—, o las pantallas táctiles que nos permiten navegar el mundo con las llemas de los dedos en tablets y
smartphones —recientemente objeto de investigaciones como las
de Of!ce of Political Innovation de Andrés Jaque—, pero también las imágenes pobres15 del activismo urbano, cuya importancia
rescata Ferrando en este libro. Desde el punto de vista de su
instrumentalidad para la red simbólica que da servicio semántico al
tardocapitalismo, los objetos arquitectónicos mediáticos podrían
ser pensados también como una modalidad más de tecnoimagen:
un complejo simbólico capaz de transformar conceptos en imágenes. Ferrando respalda y ahonda en esta conjetura al ofrecer
numerosos ejemplos de cómo “el mercado capitalista ha llegado
a ser el mediador cultural a través del cual se concibe, se representa y se transforma el entorno urbano”.
Tanto las re"exiones de Ferrando como las de Flusser están en deuda con las elaboraciones teóricas sobre la alianza
entre capitalismo y medios de comunicaicón desarrolladas por
Theodor Adorno y Max Horkheimer a inicios de la segunda
mitad del siglo XX.16 Estos autores acuñaron el in"uyente
concepto de industrias culturales para describir la contradictoria
alianza entre actividades culturales y comerciales que caracteri18
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za el neoliberalismo: es a través de ella, a!rman, que la sociedad
trans!ere al mercado la tarea cultural de la traducción semántica de la realidad. Esta queda así con!nada a un limitado campo
de opciones, incapaz de contemplar las múltiples necesidades y
posibilidades de gestionar nuestro horizonte material, psicológico y afectivo, las formas de convivencia, la propia existencia
y las expresiones posibles de la libertad. No obstante, Flusser
quiso distanciarse expresamente de la Escuela de Frankfurt: en
vez de ver en el aplanamiento del mundo como colección de
imágenes una conspiración del capital que conlleva la quiebra
la cultura, lo entiende como un fenómeno cultural e histórico
automatizado. La necesaria actitud crítica que la aparente objetividad de las imágenes demanda no habría de dirigirse entonces hacia la producción de imágenes en sí, sino hacia la automatización de la producción de imágenes.
Para explicar cómo podría tener lugar esta acción crítica,
Flusser propone el concepto de programa. Según él los aparatos
técnicos, así la cámara fotográ!ca —o los chips electrónicos ,
pero también el aparato burocrático, para cuya problematización la cámara provee un modelo— contienen un programa o
juego de posibles combinaciones simbólicas entre elementos
claramente distintos entre sí, y que abarca una serie limitada
de virtualidades o posibles realizaciones. Con cada realización,
el usuario del aparato agota una de las virtualidades contenidas
en su programa, a la vez que enriquece el universo del aparato.
Profundizando en la fotografía como modelo para comprender la relación engañosa que existe entre la robotización de la
sociedad y el juego, Flusser diferencia entre la !gura del creador re"exivo y la del fotógrafo que, jugando con el dispositivo,
actúa como un funcionario. Mientras que el último juega con
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el programa limitado, pero no fácilmente agotable, en busca
de las posibilidades no descubiertas que contiene, el creador
re"exivo o experimental pone el aparato a trabajar contra su
propio programa, en un intento de encontrar las posibilidades
o combinaciones simbólicas que no están contempladas en él.
Este segundo empeño es justamente lo que parece proponer Ferrando a propósito de las imágenes urbanas, pero dando
una vuelta de tuerca a la propuesta de Flusser. La a!rmación
concluyente del derecho a la imagen en la que desembocan estas
páginas parece, en efecto, invitarnos a poner las imágenes urbanas a trabajar en contra las dinámicas del mercado global
—el constreñido programa del que la ciudad dispone como
aparato de convivencia— para poder así descubrir nuevas
combinaciones simbólicas, esto es: sus virtualidades o posibles
realizaciones, no contempladas por la lógica del mercado, cuyos límites han quedado expuestos por la crisis de los (aún)
hegemónicos modelos de desarrollo urbano. No obstante, la
reconceptualización de la antigua relación entre la civitas y la
urbs que Ferrando propone, introduciendo la imago como tercer
término, da un giro a este paralelismo con las ideas de Flusser.
Pues con ella el autor parece implicar que las imágenes mismas
pudieran ser entendidas como aparato de convivencia, cuya realización sería la ciudad, y no al contrario: este desplazamiento es ya
una forma precisa de poner a la ciudad a trabajar en contra del
mercado —su programa. Pero hay más: la genealogía del paisaje urbano que realiza Ferrando a través de la memoria visual de
la cultura occidental se separa del pensamiento de Flusser para
llevar esta acción crítica más lejos, ya que otorga a las imágenes
tradicionales —en particular, a las urbanas— un estatus más
elevado del que el !lósofo checo contempló para ellas. Lejos
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de ser meras descripciones o interpretaciones, las imágenes urbanas tradicionales, según ferrando, fueron enriqueciendo el
universo de la ciudad como aparato de coexistencia, a través de
sucesivos programas o combinaciones simbólicas —del teatro
de la Edad Media a la observación subjetiva de !nales del siglo
XIX—, desplazadas en el siglo XX por el mercado.
Esta continuidad entre tradición y técnica ofrece una pista complementaria de cómo podríamos poner a trabajar a las
imágenes urbanas en contra de ese programa que, de forma
automática, se sirve de nosotros para modelar la ciudad. Al
implicar, a su través, una correspondencia entre las nociones de
paisaje urbano e imagen urbana, situándolas en un plano de complejidad idéntico, como mediaciones culturales —adheridas a
la realidad y a la vez distantes de ella, Ferrando consige convocar una segunda cuestión de no menor alcance, que además
nos devuelve a la especi!cidad de la arquitectura. Esta es: que
la gestión del ingente territorio virtual fundado por el desarrollo vertiginoso de las tecnologías de la comunicación no es en
modo alguno una tarea indiferente y separada de la gestión de
la habitabilidad del territorio físico. Poner de acuerdo lo cultural y lo ecológico —lo simbólico y lo material— es precisamente el mayor desafío señalado por Sloterdijk ante el futuro
incierto al que nos aboca la materialización del sueño onírico
de crecimiento ilimitado propio del capitalismo. Al descubrir la
caja negra que encripta las imágenes urbanas y emprender su
decodi!cación, La ciudad en la imagen ofrece un valioso recurso
para quienes buscan entender las consecuencias de este desafío
para la plani!cación urbana y el diseño arquitectónico.
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