PSICOPATÍA: LOCURA MORAL, DELIRIO NO PSICÓTICO
© Inmaculada Jauregui Balenciaga
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RESUMEN
La línea argumental de este artículo plantea la psicopatía en tanto que forma de locura
no psicótica, con su delirio megalómano, y como tal, estrechamente vinculado al
narcisismo en su vertiente patológica.
Una locura delirante tanto a nivel moral como afectivo. Una psicopatología del orden
moral que tiene su caldo de cultivo en una normalidad patológica, fruto de la
interiorización y reproducción de valores culturales psicopáticos.
Una patología de la virtud, de lo virtuoso en el sentido clásico de la palabra. Una
forma de ser malévola. Una forma de estar en el mundo ontológicamente reducido a
cosa; cosificante y cosificador. Un ser en sí que tiende a la nada.
Una patología vincular cuyo delirio le lleva a negar el vínculo y con ello, toda
subjetividad otra suscitadora de deseo. Es la aniquilación de otro como sujeto. Su
deshumanización.
SUMMARY
The line of argument in this article raises psychopathy as a non-psychotic form of
madness, with its megalomaniac delirium, and as such, closely linked to narcissism in
its patological aspect.
A delirious madness at a moral, affective level. A pathology of the moral order that has
its breeding ground in a pathological normality, the result of the internalization and
reproduction of psychopathic cultural values.
A pathology of virtue, of the virtuous in the classical sense of the word. A way to be
malevolent. A way of being in the world ontologically reduced to something; reifying
and reifier. A being in itself that tends to nothing.
A linked pathology whose delirium leads him to deny the link and with it, all
subjectivity other that arouses desire. It is the annihilation of another as subject. His
dehumanization.
1
SIGNIFICADO HISTÓRICO DE LOCURA
La locura en sus inicios siempre tuvo que ver con la moral y era una cuestión de la que
se ocupaba la filosofía.
La modernidad podríamos decir que se inaugura con y a partir de una importante
disociación. Con Descartes se separa el entendimiento de la voluntad y la ciencia se
enraizará en esa dicotomía esquizoide, de tal manera que los hechos humanos se
separan de su libertad y su volición, en definitiva de su intencionalidad, impidiendo así
la conciencia. De esta manera, las enfermedades del alma pasan a tratarse como las
enfermedades del cuerpo y por ende, será la medicina la que se ocupe de ello. La
dicotomía cuerpo y alma, también se reflejará en el concepto de locura, siendo ubicado
lo racional en la mente. De esta manera las funciones intelectuales quedan relegadas en
lo más alto de la cúspide de la evolución y el alma pasará a formar parte de «los
procesos anímicos» y en consecuencia relegada a un plano inferior. Estos procesos
serán catalogados de irracionales e inconscientes. Esta dicotomía, transformará muchos
«objetos» de estudio como la psicología: «… la psicología, llevada por un positivismo
mal entendido, se ha olvidado de hablar de los temas que presiden las interacciones
humanas: amor, odio, fidelidad, traición, deuda, culpa, vergüenza, dominio, sumisión,
dependencia, envidia, celos, reciprocidad, egoísmo, altruismo, venganza, crueldad,
indiferencia, generosidad y un larguísimo e interminable etcétera» (Villegas, 2018).
En lo que nos concierne, «el estudio de los síntomas en psicopatología ha ido perdiendo
peso frente al estudio de las categorías psiquiátricas. La descripción, evaluación y
análisis causal de los delirios, las alucinaciones, la culpa, la anhedonia, o la
despersonalización, han sido gradualmente sustituidos por el estudio de otras
categorías más abstractas como la esquizofrenia, la depresión mayor, o el trastorno
bipolar» (Vázquez, Valiente y Díez-Alegría, 1999, p. 311).
En este contexto, la maldad ha pasado a ser entendida como patología mental, y por lo
tanto susceptible de cura y de tratamiento médico. Se ha ido desarrollando el «mito de
la enfermedad mental» envuelta en un halo ideológico científico1, perfilando así una
concepción de la salud en función de la norma estadística. La ideología cientifista
1
Cientifismo
que
no
ciencia.
2
esboza un concepto de anormalidad según el cual serán anormales y susceptibles de
tratamiento aquellas personas que se salen de la norma estadística (normativa), esto es,
de la obediencia y la adaptación a un estándar. Esta ideología genera a su vez una nueva
patología: la «normopatía» o anormalidad de la norma (normal). La patología de la
sumisión, de la conformidad, de la obediencia y los convencionalismos, que es capaz de
generar no solo enfermedad, sino maldad y amoralidad.
Las etiquetas diagnósticas han cobrado «una inusitada posición de privilegio (…)
llegando éstas a ordenar la investigación y el pensamiento clínico» (Vázquez, Valiente
y Díez-Alegría, 1999, p. 311). Esta perspectiva no solo ha supuesto una seria limitación
al conocimiento de la psicopatología humana, sino que además, en cierto modo ha
pervertido dicho conocimiento, ya que pretendiendo objetividad, ha subjetivizado aún
más si cabe, dicho conocimiento. No solo porque la sintomatología (síntomas y signos)
ha sido relegada a un segundo plano, sino porque las categorías diagnósticas
«sospechosamente», es decir, con poco (o nulo) criterio científico pero con mucha carga
ideológica, proliferan, mutan e incluso desaparecen como es el caso de la psicopatía que
desaparece en tanto que categoría diagnóstica en 1968 (Jauregui, 2008). De hecho, tras
la aparición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales DSM-III, el
diagnóstico de psicopatía se diluye en el trastorno antisocial de la personalidad,
poniendo el énfasis en los patrones de conducta antisociales, evacuando así los aspectos
de la personalidad esenciales en el concepto de psicopatía, descrito por Cleckley (1976)
en su obra «la mascara de la cordura».
Antes de todo este cambio, las «enfermedades anímicas» eran consideradas por el
pensamiento filosófico clásico como «defectos morales» (Huertas, 2014). En este
sentido, destacaban la injusticia, la ignorancia, la vanidad, la cobardía. Lo contrario de
la locura era la virtud. La cordura estaba representada por lo virtuoso del hacer, «areté»
o lo que es lo mismo: la excelencia en el sentido de bondad. Esta se entendía como el
desarrollo del potencial constitutivo de la naturaleza (humana) y como tal, era
considerado como cordura, quedando la locura relegada a lo inhumano, esto es, a no
desarrollar el potencial, no comportándose de manera virtuosa. La cordura y la salud
estaban estrechamente vinculadas a lo moral, mientras que la locura y la enfermedad a
lo inmoral; la maldad.
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Platón plantea que cada virtud, a saber, sabiduría, valentía y autocontrol tiene sus
propias herramientas, esto es, intelecto, voluntad y emoción (Alasdair, 2004).
Para Aristóteles, vivir bien es vivir conforme a la ética de un hacer bueno, lo que se
traduce en actualizar las posibilidades naturales, las (dis)posiciones, y en ello radica la
virtud. Para ello, la voluntad es necesaria. Es decir, no basta con conocer el bien y el
mal, sino que hay que actuar según estos principios.
El actuar de acuerdo a la naturaleza (humana) era lo virtuoso para los estoicos.
Las enseñanzas occidentales platónico-aristotélicas tienen su origen en Sócrates, quien
identificaba la virtud con el conocimiento del bien, íntimamente ligado a la máxima
«conócete a ti mismo». Ahora bien, esta máxima iba ligada a otra tanto, si no mas
importante: (auto)cuidado. La virtud queda así íntimamente vinculada a la sabiduría,
entendida esta como el desarrollo de un ideal virtuoso reflejado en prácticas del buen
hacer, lo que incluye una ética del propio desarrollo personal. En todo este paradigma,
la sabiduría, es decir, lo virtuoso nunca quedó ceñida a lo estrictamente intelectual. Al
contrario, lo intelectual -virtud dianoética- era una entre varias, también conocidas
como éticas. Así, la voluntad era considerada una virtud fundamental. Pero también
eran consideradas virtudes la justicia, la fortaleza y la templanza (Platón, 2013).Lo
virtuoso era una vida moral, es decir, una vida orientada hacia el bien. Y esto estaba
incluido en el concepto de razón. En otras palabras, la razón incluye la noción de bien y
moral. La moral en los griegos no era una moral normativa externa, sino que «se trataba,
mas bien, de realizar un trabajo sobre sí mismo con el objeto de alcanzar una
disposición adecuada, una constitución armónica de sí mismo, una condición, en fin,
virtuosa» (Samamé, 2010, p. 2). La moral concernía el cuidado de sí, destacando dentro
de esta definición de cuidado el reflexionar o «volver sobre sí mismo en una actitud
vigilante» (Florián, 2006, p. 60). Cuidado en cuanto a «tratar bien una cosa» (Ibid). La
moral concierne todos los aspectos de la vida humana, incluida la ciencia.
La modernidad y su cientifismo particularmente con «las luces» de la ilustración, con su
imperialismo de la razón, pervierte el significado de esta, reduciéndolo a lo intelectual,
excluyendo el amor y el instinto. La moral se vuelve moralista, una versión perversa
sustentada en un imperativo superyoico de obligación. De igual forma, el sujeto moral
es así aquel sujeto «sujeto» a la norma, aquel que la sigue, aquel que obedece sin
reflexionar. La norma será algo externo al sujeto, quedando definida la anormalidad
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como el no seguimiento de la norma. Aparece la ley, la legislación de la vida humana.
La moral y la virtud quedan fuera, excluidas de la legalidad y de la norma, ya que no
pueden objetivarse. De este modo, la razón se va ciñendo a lo instrumental. En esta
misma época es cuando la locura, entendida como «lo otro de la razón», se transforma
en enfermedad (Huertas, 2014, p. 69). Cordura y locura se separan definitivamente.
Dentro de esta separación, la locura queda confinada ideológicamente a una
inadaptación normativa, fundamentalmente social, política y económica, la cual,
progresivamente, dejará de tener relación con lo anímico, confundiéndose, a base de
pervertir y manipular los significados de sano, enfermo, locura, delirio, normal,
patológico. Y es en este escenario que lo normal, desde la perspectiva pervertida de la
norma, pasa a constituir la patología de la normalidad (Fromm 2008) o normopatia
(McDougall, 1978 y 1989). Formas de patología de la normalidad que se concretan en
la sumisión, la conformidad, la obediencia y los convencionalismos (Pavon-Cuéllar,
2018). La anormalidad de la norma está en hacer lo normal, que es lo que se espera; en
adaptarse a la situación y cumplir su rol (Zimbardo, 1973), en obedecer (Milgram,
1963), en conformarse al grupo (Ash, 1956 y Sherif, 1936). Así se ha ido formando y
conformando no solamente una modalidad en el ejercicio y la práctica de la autoridad
abusiva conocido como autoritarismo, sino una personalidad autoritaria, un espécimen
antropológico, convertido en norma. La normopatia significa que la dominación, basada
en una arbitrariedad cultural (Bourdieu y Passeron, 1981), es decir que no puede
deducirse de ningún principio universal ni tienen una relación con la naturaleza humana,
se ha aceptado como normal, implementándose así la violencia en todas sus expresiones
para conformar este orden (psico)patológico. Y en este orden de cosas, la psicopatía
pasa a ser normal o incluso el ideal de la excelencia y como tal, representa un modelo
racional a imitar. Thomas S. Szasz (2006) hablará en este sentido de «la fabricación de
la locura», un fenómeno de segregación social cuyo componente esencial es la violencia,
pero con diferentes métodos.
Desde esta perspectiva, «locuras racionales» escapan a la psicopatología, porque no
evidencian un alteración intelectual como es el caso de las demencias o los síndromes
confusionales. Lo que se ve afectado en la psicopatía no concierne la inteligencia
intelectual. Por ello, la vuelta al estudio de síntomas y signos se perfila como una
alternativa a la (in)validez de los sistemas nosográficos categoriales, permitiéndonos
retomar fenómenos clínicos, como el delirio, rompiendo así la dicotomía psiquiátrica de
5
todo o nada, en pos de «una concepción de continuidad normal-patológico más válida»
(Vázquez, Valiente y Díez-Alegría, 1999, p. 311).
SIGNIFCADO DE DELIRIO
Castilla del Pino (1998), nos hace un brillante y magnifico ensayo sobre el delirio. En
esta obra el delirio es entendido fenomenológicamente como una evidencia, una certeza.
Es decir, que «el delirio se define (…) como una interpretación o creencia errónea a la
que el sujeto confiere carácter de cierta» (p. 15). La persona delirante no cree saber,
sino que sabe certeramente (Matussek, 1952/1987). De esta manera la subjetividad de la
creencia (realidad interna) se torno en evidencia objetiva (realidad externa). De ahí la
confusión, aunque Castilla del Pino (1988) hablará mas bien de dislocación, es decir que
un objeto interno (representación de la realidad o deseo o sentimiento, etc.) es colocado
en el espacio exterior. La persona loca dis-loca, «coloca indebidamente su
interpretación» (p. 35). Por lo que ahora ya resulta ser una evidencia. El delirio puede
ocurrir en inteligencias elevadas e incluso con «un grado de racionalidad suficiente»
(Ibid, p. 20).
Para Castilla del Pino, el delirio es la enfermedad del sujeto, no el síntoma. «El delirio
constituye el fenómeno fundamental que caracteriza la locura» (Ibid, p. 18). En este
sentido, «posiblemente no hay un síntoma históricamente más definitorio de la locura»
(Berrios y Fuentenebro, 1996; Colina y Álvarez, 1994 en Vázquez, Valiente y DíezAlgría, 1999, p. 314).
Jaspers utiliza tres categorías para conceptualizar el delirio: certeza subjetiva, idea falsa
o irreal y fijeza o incorregibilidad (Vázquez, Valiente y Díez-Alegría, 1999).
Entendido más desde la perspectiva de la comunicación que desde la lógica, Oltmanns
entiende el delirio como un (des)ajuste con respecto a lo compartido socialmente y
tenido por cierto por los demás (Vázquez, Valiente y Díez-Algría, 1999 ).
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Lo característico del delirio además de su carácter disfórico e invasivo, es su
autoreferencialidad, es decir, que «el yo está siempre directamente involucrado»
Vázquez, Valiente y Díez-Algría, 1999, p. 315). El delirio «es una estructura yoica»
(Ibid, p. 57) hecha de una realidad fantaseada independientemente del sentido de
realidad, a partir de la cual el sujeto delirante se relaciona. De ahí su rigidez. En este
sentido, Castilla del Pino (1998) dirá que el sujeto delirante ha construido un yo magno;
un yo absoluto, total. Puesto que ha absorbido todos los demás. Tal y como queda
expuesto el delirio, este hace referencia a la desaparición de límites, de tal manera que
la línea que marca la diferencia entre exterior e interior queda borrada. En este sentido,
el delirio es salirse de los límites, lo que en su sentido etimológico sería «apartarse del
surco» (p. 20). Para este autor, el delirio tiene una lógica, es decir, «se trata (…) de una
forma de razonar» (p. 36). La locura delirante consiste en convertir la fantasía en
realidad. Y la racionalización permite mutar no solo la realidad externa sino la propia
percepción de sí.
En este sentido y retomando la sintomatología psicópata, centramos la atención en la
forma narcisista del ser psicópata, destacando su autoreferencialidad, su grandiosidad,
su tendencia a la superioridad, dominada por la ideación cuasi-obsesiva de poder. La
tendencia antisocial de la persona psicópata viene del hecho de su propia concepción
normativa. La anomía psicópata lo convierte en una persona fuera de la ley, fuera de la
norma normativa, fuera de las reglas del juego. Esto es, las normas sociales no le
competen porque este tipo de persona tiene sus propios códigos estrictamente
personales. De ahí nos es posible comprender su irresponsabilidad, su inmoralidad y su
transgresión. Nada ni nadie puede impedir hacer lo que le parezca o plazca. El es Dios,
el rey, y los demás están para servirle. Esta persona juega a su propio juego, poniendo
mucho empeño en ocultarlo, mimetizando y mimetizándose como una persona común.
De esa concepción megalómana deriva probablemente la cosificación, esto es, la
reducción de las personas a cosas, y la utilización de los demás en función de sus
«necesidades especiales». Una visión que determina una actuación parasitaria para con
el mundo. Establece un «vínculo» parasitario.
De alguna manera, la persona psicópata está cimentada en la megalomanía, entendida
como delirio o trastorno delirante estrechamente vinculado al narcisismo en tanto que
patología egocéntrica. No se trata de un delirio psicótico porque no hay ruptura; no
parece haber trauma. La persona psicópata parece nacer con esa visión. Si la persona
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psicótica posee una reflexividad, es decir, una capacidad discriminatoria entre realidad
interna y externa que se ve abruptamente rota, en la persona psicópata, tal ruptura no
existe. «No hay entrenamiento para lograr una mente psicopática (…) no hay un medio
que lo genere. Estos seres (…) son así. Son formas de estar en el mundo» (Marietán,
2008, p. 96).
Desde esta perspectiva del delirio megalómano no psicótico, nos permite entender la
psicopatía como una enfermedad mental. De hecho, «Henry Ey, en su Tratado de
psiquiatría de 1965, incluye a las personalidades psicopáticas dentro del capítulo de
las enfermedades mentales crónicas» (Marietán, 2008, p. 44). Sin embargo, la mayor
parte de las personas que han investigado el tema saben que «la psicopatía no debe
entenderse como el resto de las enfermedades mentales. Los psicópatas no están
desorientados ni viven en otro mundo. Tampoco experimentan alucinaciones (…) o el
intenso malestar que caracteriza a la mayoría de los trastornos mentales. A diferencia
de los sujetos psicóticos, los psicópatas son racionales y se dan cuenta de lo que hacen
y por qué. Su conducta es el resultado de una elección libremente ejercida» (Hare, 2009,
p.42). Podríamos hablar de locura racional. ¿Porqué locura? El delirio del psicópata
resulta ser la expresión de la violencia en estado puro. Pues (se) trata de eliminar toda
subjetividad que le haga tomar conciencia de su condición humana. Eso sería reducirlo
a la nada y enfrentarse a la angustia de ser, de existir. Recordemos que, desde la
perspectiva psicoanalítica lacaniana, el sujeto es un sujeto de deseo y ello implica
desprenderse de su mitomanía (narcisismo) y entrar en el deseo del Otro. La persona del
psicópata no parece haber entrado en el mundo humano del deseo, de la carencia; parece
más bien vivir en el mundo sartriano de la nada.
Entronca con la violencia desde su omnipotencia. Como explica Hugo Marietán (2008),
la persona psicópata «se guía por sus propios códigos» (p. 63). No tiene conciencia de
(no se siente) trasgredir ni de culpa. Por ello, el autor califica esta patología como una
patología (déficit) de la responsabilidad. A tal punto, que la persona psicópata será
calificada de transgresora «desde el punto de vista de un observador externo» (Ibid). La
ausencia de culpa permite desdibujar, «los contornos y las barreras entre lo prohibido y
lo permitido en el lazo social» (Ibid). Y es en esta desaparición de límites que
aplicamos el concepto de delirio de Castilla del Pino. En otras palabras, el delirio
psicópata está en la negación de esta exterioridad, en la negación de la norma para la
cual, desdibuja el límite. No hay exterioridad, sólo interioridad: la interioridad de sus
8
necesidades y la satisfacción especial de las mismas que dirá Hugo Marietán (2009).
Ello le sitúa fuera de la realidad. Porque estar en la realidad, jugar en ella, implica
sujetarse a la norma.
Si Pinel considera la manía (delirio) como una de las cuatro enfermedades mentales, su
discípulo Jean Etienne Esquirol hablará de monomanía en tanto que delirio parcial. Esto
rompe la consideración de la locura como «lo otro de la razón» (Huertas, 2014,p. 78). Y
en este sentido, razón y sinrazón pueden convivir en un mismo sujeto, de tal forma que
puede haber una existencia de locura sin parecerlo. Dentro de estas manías, continua el
autor, podrían incluirse comportamientos aberrantes en personas en las cuales no se
apreciaban mayores disfunciones intelectuales, transgresiones medicalizadas, pero
también locuras.
En cualquier caso, hay algo de locura y de delirio en la psicopatía; hay algo de anormal
en esta forma de ser que lo aparta de lo humano, para adentrarse en el mundo
inquietantemente extraño de lo inhumano: «Delante de psicópata (…) nos sentimos
frente a un ser (…) cuya sola presencia perturba porque ha roto con nosotros todos los
lazos de familia (…) un ser errático (…) nos inquieta en lo más profundo» (Bilbeny,
1993, pp. 45-46).
Hay una oscuridad, una malevolencia intrínseca en esta patología cuyo grado de locura
está en su certeza. Hay mucho, si no todo, de inmoral en la locura psicopática. «Algo va
mal, pero no se exactamente qué» (Hare, 2009, p. 28). Una locura (a)social, (a)política,
(a)nómica e inmoral.
PSICOPATIA: COMPENDIO DE LOCURA, MANÍA E INSANIA MORAL
Philippe Pinel a principios del siglo XIX llamó «manía sin delirio» al «insólito
comportamiento irracional acompañado, no obstante, por unas facultades de raciocinio
intactas» (Pinel en Bilbeny, 1995, p. 44). Más tarde Pritchard lo llamó «locura moral»,
Scholz «anestesia moral», Tramer «cuadro hipoético» y Morel «locura de los
degenerados». Esta anomalía siguió siendo identificada de nuevo como «locura moral»
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por Kraepelin y definitivamente diagnosticada por Kurt Schneider bajo la rúbrica de
«personalidades psicopáticas». Ya en este siglo, para conceder a esta anormalidad su
vertiente social, también se la ha llamado sociopatía o trastorno asocial de la
personalidad. La denominación tradicional de psicopatía sigue siendo la más utilizada
entre los especialistas en la materia (Ibid). No obstante, «las expresiones de
“imbecilidad”, “estupidez”, “delirio” y hasta “oligofrenia”, acompañadas del término
moral, aparecen aún en tratados relativamente modernos» (Ibid, p. 64). La descripción
dada por Pritchard remite a una debilidad volitiva en este tipo de pacientes en los cuales
«los principios morales y activos de la mente están intensamente pervertidos o
depravados» (Ibid). Es como si los principios y las normas morales (reglas, leyes) no
estuvieran interiorizadas en su psiquismo, por lo que su moral está seriamente
disminuida o ausente, lo que les convierte en simplemente inmorales. En cualquier caso,
lo destacable de la psicopatía es que «involucra el sentido moral del sujeto» (Ibdi, p. 65).
A esta incapacidad de sentir, Cleckley lo califica como «demencia semántica» (Ibid).
Una especie de «esclerosis de la sensibilidad» que le da esa apatía moral tan
peculiarmente fría en la persona del psicópata.
La locura, el delirio no psicótico de la persona psicópata no se ve justamente porque la
persona psicópata consigue estar y no estar en la realidad, hasta que su locura (delirio)
megalómano llega a extremos, es decir, a evidenciarse públicamente de forma violenta
como ha sido el caso de Hitler o Lenin o Mussolini o de los asesinos en serie más
conocidos. Mientras, la psicopatía no criminal o «integrada», que parece ser la mayoría,
se queda en el dominio de lo íntimo (hogar, trabajo), solo las personas que están con
ella, serán tildadas de locas. La locura psicopática será proyectada al exterior y las
personas locas serán las otras. Esta locura imbécil, idiota; este fracaso de la inteligencia,
pasa desapercibido en la mayor parte de los casos. Y ello, en parte porque la
«normopatía» será su gran aliado.
El otro gran concepto que define a la psicopatía es la conciencia, o mejor dicho, su total
ausencia. De hecho, «sin conciencia» es el título de la obra de Robert Hare (2009) que
retrata la psicopatía. Sin conciencia en este contexto significa sin empatía, sin normas,
sin sensibilidad, sin culpa, sin remordimientos, sin responsabilidad, sin capacidad para
relacionarse emocionalmente con las demás personas, sin restricciones.
10
El actuar sin conciencia del psicópata se caracteriza por la cosificación (Marietán 2008),
es decir, por despojar a cualquier persona otra, de sus atributos humanos. Para esta
persona sin conciencia, toda persona otra que sí misma es una cosa, que resulta ser un
obstáculo (a eliminar) para la consecución de sus fines.
La ausencia de conciencia genera un tipo particular de locura, de delirio no psicótico en
cuanto a que carece de intencionalidad y por lo tanto, de amor y de voluntad.
La psicopatía resulta ser una condición inquietante, extraña, oscura; una presencia
perturbadora fundamentalmente por esa ausencia de sentimiento, de «correlato
emocional», aunque con las funciones intelectuales aparentemente intactas. Un ser
«desequilibrado» nos dirá Bilbeny (Ibid) por esa incapacidad por emocionarse. Este
mismo autor lo califica de moralmente irresponsable. Continua: «Estas mentes de acero
no muestran signos psicóticos ni neuróticos (…). El psicópata no delira ni siente
complejo (…) no tiene afectadas las funciones psíquicas relativas a la capacidad
intelectual» (Ibid, p. 48).
La psicopatía parece ser la condición de la maldad humana; su quintaesencia.
PSICOPATÍA O LA IDIOTEZ MORAL
Vicente Garrido (2010) habla de estupidez como un desequilibrio entre los intereses
personales y los de los demás. Estúpida puede calificarse a la persona que maximiza el
interés personal propio, «eligiendo metas que vulneran los derechos de los demás,
siendo un tipo egocéntrico y cruel, en suma viviendo en contra de los valores como la
justicia o la compasión» (p. 130). Desde esta perspectiva, los psicópatas pasan a ser
considerados estúpidos; estúpidos morales puesto que su comportamiento «es el
contrario al que dicta la sabiduría: no persiguen actuar siguiendo un equilibrio entre
lo que yo deseo y lo que los demás desean, sino que su meta es, al contrario, anular a
los otros para sentirse bien ellos» (Ibid). Psicopatía, idiotez moral e irracionalidad van
de la mano. Es el fracaso de la inteligencia (Marina, 2016). Fracasos de la inteligencia
11
son, entre otros, el dogmatismo, el prejuicio, el fanatismo2. Si la inteligencia es «la
capacidad de un sujeto para dirigir su comportamiento» (Ibid, p. 16), la razón no sirve,
puesto que ésta es instrumental y «no puede seleccionar nuestras metas finales» (p. 24).
Una inteligencia inteligente tiene en cuenta los marcos. Existen marcos irracionales
como la guerra. Estos trazos forman parte de la personalidad autoritaria (Adorno y col.
1959). Además, la ética y la moral forman parte del uso racional de la inteligencia. En
consecuencia, el actuar sin ellas, constituye todo un fracaso. La inteligencia no
concierne estrictamente lo intelectual, sino que «La verdadera inteligencia (…) es una
mezcla de conocimiento y afecto» (Marina, 2016, p. 54). La estupidez tiene que ver con
la pobreza afectiva. No hay una inteligencia cognitiva y otra emocional. En este sentido,
confundir los afectos es uno de los principales fracasos de la inteligencia. Pero vivir sin
estos resulta realmente estúpido y conduce invariablemente al fracaso.
Un aspecto fundamental de nuestra inteligencia es el lingüístico, es decir que «nuestra
inteligencia es estructuralmente lingüística» (Ibid, p. 78). Y «nuestra conciencia se teje
con palabras» (Ibid). Por lo tanto nuestra inteligencia, nuestra razón, la racionalidad
humana es fundamentalmente narrativa, no numérica. La falta de palabra, la
imposibilidad de nombrar, de hablar, el silencio, enferma. De hecho, existen numerosas
pruebas entre las dificultades lingüísticas y la violencia. La inteligencia es
fundamentalmente dialógica y social. Todo lo que tenga que ver con lo humano es
social antes que individual. «La mente individual es en realidad “social”, en su génesis
y en su funcionamiento» (Ibid, p. 82) y «la conciencia (…) aparece entonces como una
forma de contacto social con uno mismo» (Ibid, p. 83). Por ello, todo lo que sitúe al ser
humano fuera de su condición social, será estúpido, es decir un fracaso inteligente, una
irracionalidad, además de psicopático.
En el libro «La idiotez moral. La banalidad del mal en el siglo XX» Bilbeny (1995) nos
dirá que dicha condición de idiota parece constituir el mal de nuestros tiempos, una
apatía moral que se concreta en la insensibilidad, en el exterminio del alma humana, en
su deshumanización. Para este autor está claro, el máximo exponente de la idiotez es la
persona del psicópata: «Cuando el idiota moral se mueve en el terreno de la guerra es
un genocida; cuando lo hace en los intervalos de paz es un psicópata» (p. 41). Un «ser
errático», «profundamente antisocial».
2
«Incapacidad de aprender de la experiencia» (Ibid, p. 41), por otra parte, muy propia de la psicopatía.
12
Este es realmente el mal que nos acecha: la apatía moral. Una letargia moral, una idiotez
fomentada por la «esterilización del juicio moral» (p. 33). El sistema económico
neoliberal necesita idiotas morales, «personas» que no piensen, no sientan, personas
desafectadas, con falta de empatía, egocéntricas y con poco sentido de la
responsabilidad y de culpa. Este es el espíritu de nuestro tiempo: idiotez, amoralidad,
estupidez, irracionalidad, inteligencia fracasada. De alguna manera Goya tenía razón
cuando dijo que «el sueño de la razón produce monstruos». Así pues, la psicopatía
parece haberse convertido en el «espíritu de nuestro tiempo» (Alan Harrington, citado
en Garrido, 2000, p. 85). Y constituye «un enorme problema social» (Garrido, 2017, p.
19). «Si cada época tiene una personalidad modal, funcional a su fase propia de
relaciones económicas (…) la estructura psicopática se presenta hoy como la
personalidad modal. La personalidad psicopática se presenta hoy como la estructura
de personalidad mejor equipada para operar de forma funcional en la orden de la fase
apocalíptica del capital» (Segato, 2016, p. 101). En este mismo sentido, «… una
cultura psicopática puede favorecer el desarrollo de estructuras nerviosas (biológicas)
más predispuestas hacia la explotación y la insensibilidad hacia los demás» (Garrido,
2000 p. 96).
La psicopatía, nos dicen las personas expertas, no es necesariamente criminal sino
«integrada» o «cotidiana». Así, «otras muchas personas son psicópatas y no se dedican
al crimen» (Garrido, 2000, p. 12). Se «adaptan» a diferentes circunstancias, se camuflan,
manipulan y desacreditan las instituciones públicas y privadas; socavan la confianza de
las personas y son capaces de tomar decisiones que perjudican a muchas personas,
desoyendo las necesidades de los demás. Estas personas «Constituyen uno de los
mayores desafíos que tiene la humanidad del siglo XXI» (Garrido, 2000, p. 12).
¿Porqué? Porque el medio social puede ser de vital importancia para inhibir este
fenómeno o para fomentarlo. De tal manera que actualmente, para muchos autores,
estamos ante una sociedad psicopática. «Problemas» como la guerra, el crimen, las
drogas, la contaminación, los genocidios, la prostitución, la pornografía, la violencia, la
corrupción, entre otros, son fruto de una cultura psicópata. «El perfil psicopático, su
ineptitud para transformar el derrame hormonal en emoción y afecto, su necesidad de
ampliar constantemente el estímulo para alcanzar su efecto, su estructura
definitivamente no-vincular, su piel insensible al dolor propio y, consecuentemente y
más aún, al dolor ajeno, su enajenación, encapsulamiento, desarraigo de paisajes
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propios y lazos colectivos, la relación instrumental cosificada con los otros… parece lo
indispensable para funcionar adecuadamente en una economía pautada al extremo por
la deshumanización y la ausencia de límites para el abordaje de rapiña sobre cuerpos y
territorios, dejando solo restos» (Segato, 2016, p. 102).
Ahora bien, todos estos problemas existen no solo porque hay personas psicópatas, sino
porque muchas personas comunes han adoptado formas psicopáticas de relación con los
demás. De ahí que creamos que la calidad de vida de nuestra especie, pase por luchar
contra la extensión de la psicopatía (Garrido, 2017). Las «normas psicopáticas» se
aprenden. Muchas personas sucumben a la presión de una vida en donde la violencia se
extiende, adoptando un estilo de vida cercano al de un psicópata. Por lo tanto, por un
lado tenemos a aquellas personas psicópatas caracterizadas por un estilo de vida
indolente, antisocial e inmoral, para lo cual no les hace falta camuflarse. Son criminales.
Duros, egocéntricos y violentos. Pero tenemos otras dos categorías, una, aquellas
personas psicópatas delincuentes pero que se camuflan como personas respetables.
Asesinos sexuales que trabajan 8 horas, maltratadores de esposas e infantes que asisten
a reuniones de padres. Policías que manejan trata de blancas. Jueces que cometen los
delitos que juzgan. Industriales y banqueros que siembran la desesperación en la
economía, que hunden empresas, bancos, etc. Líderes de sectas. Proxenetas que
reclaman ser respetados como empresarios. Esta categoría también está compuesta por
políticos y hombres de estado psicópatas, asesinos, criminales de guerra, militares,
responsables de asesinatos en masa, genocidios, años de miseria (Garrido, 2017). Todas
estas personas tienen una doble vida. Otra categoría de personas psicópatas es la no
delincuente técnicamente pero que en relación con los demás, exhibe todas las
características de poder, dominio y humillación. Personas que acosan en el medio
laboral (mobbing), psicópatas familiares que arruinan familias enteras, que estafan,
falsifican. Se conocen como personas «psicópatas integradas o cotidianas».
La cultura actual se caracteriza por la erosión de la ética y la moral. Domina la violencia
y la barbarie en todas sus diferentes manifestaciones, porque se ha convertido en formas
de negocio, de hacer dinero. El bien individual, particularmente el de una élite
parasitaria, no productiva y apropiadora, prima sobre el bien común. La esclavitud,
disfrazada y pervertida por la noción de contrato, consenso y libre mercado, parece la
forma de vincularse más característica en el sistema. Una sociedad caracterizada por la
anomía, el cinismo, el individualismo. En este contexto la personalidad psicopática
14
parece la más adaptativa (Garrido, 2000). Desde luego, valorizada. Se trata de evitar
necesitar e interdepender de otras personas, de desarrollar una indiferencia suficiente
para despreocuparnos. «El siglo XX ha descubierto que la maldad es cosa de pura
rutina, para lo cual sólo hay que anestesiar el sentimiento» (Bilbeny, 1993, p. 57). Se
trata de una cultura que cultiva el narcisismo, rasgo de la psicopatía, de un modo
desaforado.
Si bien las personas psicópatas han existido en todas las culturas, su prevalencia
(distribución) es diferente, lo que prueba el impacto de la cultura en el desarrollo o
inhibición de dicha patología.
Dicen que la persona psicópata tiene intacto el intelecto o las funciones intelectuales. La
realidad desmiente continuamente esta concepción, quizás por el error cognitivo de
referenciar lo intelectual única y exclusivamente desde la perspectiva instrumental.
Bilbeny (1995) nos devuelva a la realidad de un intelecto que no puede llamarse tal sin
la facultad de pensar. En este sentido, una persona psicópata es una persona ante todo
no pensante y efectivamente, hay fallas intelectuales: hay un déficit en el ejercicio de
esta facultad. De ahí el apelativo de idiota, además de moral. No pensar es un rasgo
constitutivo del idiota, cuyo máximo representante es la persona del psicópata. La
«existencia» psicopática parece ser fundamentalmente un «vivir en la ausencia de
pensamiento. El idiota moral no percibe la dualidad en uno mismo que hace sentir el
pensamiento. Lógicamente, no siente pues ni el acuerdo ni la contradicción en su
interior, tan blindado como aparenta. Sobre todo ha conseguido no sentirse a sí
mismo» (p. 84)
CONCIENCIA E INTENCIONALIDAD
La perspectiva de la fenomenología existencial permite introducir la relación como
«objeto» de estudio, partiendo del estudio del sentido y la significación a partir de
nociones tales como la intencionalidad y la conciencia. En otras palabras, representa
toda una epistemología del conocimiento científico.
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Rollo May (2000) entiende la intencionalidad como «la estructura que da sentido a la
experiencia» (p. 200), la cual se encuentra «en el corazón de la conciencia» (Ibid). La
intencionalidad resulta ser el puente entre sujeto y objeto. La intencionalidad supone la
trascendencia de la separación, al mismo tiempo que la constancia de la misma;
«supone una relación (…) íntima con el mundo» (Ibid, p. 207).
A pesar de que las raíces de este concepto están ya en el pensamiento antiguo, serán
filósofos árabes en la edad media (Avicena en particular), los que la significarán en
tanto que manera de conocer la realidad. La intencionalidad en tanto que epistemología,
permite conocer la realidad mediante la participación, para aprehenderla.
Será en el siglo XIX cuando el concepto de intencionalidad vuelve con fuerza con
Franz Brentano que, rompiendo la esquizoide visión cartesiana, otorga a esta la cualidad
distintiva y específica de los fenómenos psíquicos, en contraposición a los fenómenos
físicos. A partir de entonces y de estas premisas, en el siglo XX, se desarrolla la
fenomenología, desarrollándose así las nociones de (auto) conciencia,
(inter)subjetividad, que están influenciando corrientes importantes de la ciencia como la
psicología (psicología sistémica, psicología existencial, psicología humanista –gestalt-),
la física (cuántica), la medicina (neurociencia) y la filosofía (epistemología).
En este sentido, la cualidad de la conciencia, nos dirá esta epistemología, es su
intencionalidad, es decir, la conciencia siempre es conciencia de algo (Husserl, 1962):
«La conciencia no sólo no se puede separar de su mundo objetivo, sino que ciertamente
constituye su mundo» (May, 2000). No podemos separar la conciencia de su intención
de ir hacia. Por ello, se entiende que la conciencia es un conocimiento reflexivo,
compartido. Tanto el acto como la experiencia de la conciencia misma están en un
proceso continuo de modelación recíproca, de tal forma que sujeto y objetos están
ontológicamente vinculados. «no es posible concebir ninguno de los dos polos (sujeto y
mundo) sin el otro» (Ibid, p. 204).
Una persona sin conciencia, desde esta psicología fenomenológica, se encuentra
desconectada de la realidad pero no psicóticamente. ¿De qué realidad hablamos? La
«vinculación» psicopática resulta ser puramente instrumental. La ruptura vincular se
halla al parecer, del lado de las emociones y de lo moral; ambas, inseparablemente
imbricadas. Robert Hare cuando habla de psicopatía como una persona «sin conciencia»,
quiere decir sin remordimientos; «una persona autocentrada, insensible (…) con total
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carencia de empatía y capacidad para entablar relaciones emocionales con los demás»
(Hare, 2009, p. 20).
Tomando como referencia a Sartre, la persona psicópata es una modalidad del ser-en-si;
un ser sin conciencia, es decir sin intencionalidad, sin deseo. Sartre dirá que esta
modalidad de ser es la propia de los objetos fijos como una silla o una mesa o un árbol,
en el sentido de ser siempre algo, porque su existencia no depende de que nadie tenga
conciencia de ellos. Esta modalidad de existencia humana evita el profundo y
angustiante sentimiento de la nada; supone la negación de toda dependencia por lo que
la persona es reducida a la cosa en sí. Así pues, la existencia de la persona psicópata es
equiparable a la existencia de un objeto. Siendo su propia existencia una cosa, su mirada
hacia el mundo no puede ser de otra manera que cosificante y cosificadora. Al respecto
Marietán (2008) dirá que es una postura psíquica, que «el psicópata nace con una
mirada cosificadora, con un pensamiento cosificador del otro» (Ibid, p. 209).
Una persona psicópata se manifiesta pues, como una persona sin conciencia, es decir,
sin moral, es decir, monomaníaca, afectiva ( y moral) mente delirante. Sin conciencia
podría bien significar sin afecto, sin vinculo, sin intención (tender hacia), sin
remordimiento, sin empatía, sin humanidad. Una persona sin vínculo (afectivo), se sitúa
fuera de la realidad (humana). Estar dentro de la realidad «entraña estar atado a ella a
través de las relaciones afectivas (…). Esto es lo que nos hace miembros de la realidad,
del mundo, de nuestro entorno» (Castilla del Pino, 1998, p.70).
La intencionalidad de la «intentio» habla de la carencia con respecto a la posesión del
objeto (el otro –sujeto– del afecto); distancia a reducir gracias a la intención. Brentano
será quien incorpore esta noción a la psicología, haciendo de esta premisa el criterio
diferencial entre fenómenos psíquicos y fenómenos físicos. Así nacerá la fenomenología
y la psicología fenomenológica. Los fenómenos psíquicos dejan de estar aislados,
adquiriendo así una dimensión que irá más allá de la dicotomía sujeto-objeto, naciendo
nuevos paradigmas como la intersubjetividad o el constructivismo, entre otros.
En este sentido la ruptura de la «intentio» en la psicopatía da como resultado la
individualidad más pura, reduciendo lo humano a su más pura instrumentalidad
(ir)racional. De ahí la cosificación como «uno de los rasgos capitales en la psicopatía»
(Marietán, 2008, p. 209). Este rasgo «consiste en quitarle el rango de persona al otro,
descalificarlo, minimizarlo hasta vivenciarlo como una cosa» (Ibid). Para este autor, la
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persona psicópata nace con una visión cosificadora; «los demás son (…) cosas a ser
utilizadas para sus propósitos» (Ibid). Por lo tanto, el actuar psicopático no tiene
intención, es un actuar que se sitúa fuera de la psique, fuera del alma, fuera del
sentimiento, fuera de lo vincular; un actuar estrictamente individual, sin empatía; un
actuar sin moral, sin culpa, sin ley, sin remordimientos. Un actuar no inteligente,
moralmente idiota, imbécil.
MORAL Y AFECTO
Siguiendo la línea de la filosofía moral de Ludwig Feuerbach, el reconocimiento
recíproco resulta fundamental en la moral, partiendo de la base constitutiva del ser
humano como un ser esencialmente intersubjetivo (Gil, 2015). La subjetividad humana
que da lugar a la conciencia, no puede desarrollarse en el solipsismo narcisista de una
individualidad pura. El sujeto humano llega a desarrollarse como tal en comunidad. Lo
moral concierne fundamentalmente la alteridad, la otredad, concretamente el
reconocimiento de la existencia de subjetividades. A su vez, lo que nos permite
relacionarnos con los demás es la afectividad, y por lo tanto aquello que concierna la
moral, concierne ontológicamente el afecto.
La psicología evolucionista también ve la moral en relación a la naturaleza gregaria del
ser humano. Concretamente, la finalidad de la moral sería la de facilitar la cooperación.
Así, la moral emerge, evolutivamente hablando para controlar las conductas de los
demás. Nace para hacer las comunidades cohesivas y laboriosas (Traver, 2016). En este
contexto, el crimen sería querer tenerlo todo para sí mismo; el beneficio propio en
detrimento del beneficio de la comunidad.
En el caso de la persona psicópata, lo inquietante de su posición inmoral viene por su
aproximación cínica. El cinismo es una escuela filosófica fundada por Antístenes. El
pensamiento cínico menospreciaba los valores sociales y predicaba una vida solitaria. Este
pensamiento menospreciaba la ley el sentido de la misma. Esta filosofía era un intento de
exclusión del otro y de su lugar; preconizaba el placer del individuo aislado. La posición
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cínica va mas allá del placer, rechazando el principio estructurador de la ley. La presencia
de la otredad no tiene cabida.
Podemos afirmar que las personas psicópatas son locas, es decir, que sufren de un
delirio (racional) no psicótico, fundamentalmente moral, y se traduce en que las normas
las establecen ellas, es decir, que siguen sus propias normas; que viven fuera de la
sociedad, fuera de las reglas. Dada su inmoralidad, estas personas no son ni confiables
ni cooperativas. Un delirio moral y afectivo desde el momento en que niegan toda
subjetividad, incluida la propia. El delirio está en la negación del vínculo. Este tipo de
personas parece proliferar en una sociedad caracterizada por una deriva moral (Gray,
2015), la cual, no solo nos lleva a la imposibilidad de distinguir lo malo de lo bueno,
sino que además estamos aprendiendo a llamar a lo bueno malo, y a lo malo bueno,
situándonos en una especie de neurosis moral que, siguiendo el modelo de neurosis
experimental desarrollado por Pavlov3 (1997), se asemeja a una serie de trastornos
conductuales, consecuencia de la incapacidad para distinguir —en ese caso— el bien
del mal, surgiendo así patologías morales. Esta proliferación de lo psicópata nos habla
del fracaso de la moral normativa.
A nivel psicológico este fracaso y deriva moral nos ha llevado al desarrollo de la
«normosis»4, generando un profundo sufrimiento, debido al vacío por la pérdida del yo.
Freud hablará de un superyó, introyección del mandato parental que formarán parte de
la conciencia moral, cuya principal función, castigar, presionará al yo, en constante
contraposición al ello. El superyo moralista (que no moral) ha hecho que el desarrollo
Iván Petróvich Pávlov, médico y profesor de fisiología, introdujo el término de
neurosis experimental para denominar a la conducta anormal desarrollada como
consecuencia de la imposibilidad por parte de unos perros de diferenciar dos figuras
diferentes, asociadas cada una de ellas a un estímulo positivo y negativo
respectivamente. Pávlov, una vez enseñó al perro a distinguir entre un círculo y una
elipse, fue gradualmente cambiando los ejes de ambas figuras, de tal manera que se
volvió imposible la distinción entre ambas figuras. Los perros, ante un estímulo
ambiguo y por tanto difícil de discriminar, desarrollaron una serie de comportamientos
anómalos, neurosis aguda, a la cual el investigador llamó neurosis experimental.
3
4
Término
acuñado por los psicólogos Pierre Weil y Jean-Yves Leloup que significa una
adaptación a un medio (contexto, sistema) enfermo. La patología de lo «normal», en
tanto que adopción de normas (valores, actitudes y comportamientos) patógenas.
19
humano se haya convertido así en un desarrollo fundamentalmente estrictamente
productivista, desde la óptica economicista instrumental, cosificadora. De ahí que este
contexto patológico neoliberal sea caldo de cultivo para la psicopatía.
La alternativa, la terapéutica resulta ser la vuelta a lo virtuoso, a lo moral, abarcando no
solo la sabiduría y la conciencia de sí, sino el cuidado de sí, lo que implica un interés en
el propio desarrollo personal. Una vuelta a una estética y al restablecimiento de un
mundo cualitativamente diferenciado desde el punto de vista ontológico (Koyré, 1973).
Porque la enfermedad emocional refleja la ausencia de virtud. La virtud resulta así ser la
condición sana, natural del ser humano. Y su ausencia, la enfermedad. Y dentro de esta,
la maldad (crueldad, malicia, violencia, explotación) en cuanto ausencia de virtud. La
salud está así depositada en la bondad, esto es, en la humanidad. La enfermedad resulta
ser el proceso inverso: la deshumanización, la pérdida y el alejamiento del
comportamiento virtuoso, moral, cuidadoso, sabio. Descartar lo afectivo, lo emocional
desemboca en la enfermedad; en la psicopatología, porque el ser humano se destierra
(aliena) de su principal componente: la relación intersubjetiva; una relación de sujeto a
sujeto, reconociendo la alteridad. Esta relación no puede entenderse fuera de los
parámetros morales. «Este trato intersubjetivo no es espontáneo, ni innato, ni natural,
sino el fruto de una evolución moral» (Villegas, 2018, p. 30).
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