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LA LEY DEL DESIERTO

En el calendario hebreo, siete semanas después de Pesaj se celebra Shavuot (que significa, precisamente, semanas). El relato bíblico cuenta que la muchedumbre que salió de Egipto se reúne al pie del monte Sinaí para recibir la Torá. Miles de personas, ex esclavos de las más variadas procedencias, masa heteróclita y sufriente, se aglutinan en pos de su líder Moisés y se disponen a escuchar, en una escena pavorosa, la Voz de un D'os que llama y manda. Es la escena crucial en que un amorfo conjunto de gentes se constituye en pueblo. Unas horas antes del inicio de Shavuot se leyó en la sinagoga el comienzo del libro de ​ Números​ , cuyo nombre en hebreo es ​ B'midbar​ , literalmente, "En el desierto". Ese espacio que vienen recorriendo-y deberán seguir transitando aún por años, antes de arribar a la tierra de la promesa-, es el marco de la experiencia más crucial del grupo. Momento político por excelencia, instancia que los saca definitivamente de la esclavitud y los instituye como sujetos legales. Ya no sometidos al arbitrio de un soberano endiosado, el Faraón, sino ob-ligados desde ahora a la soberanía de la Ley. Ante ella, todos quedan igualados en derechos y responsabilidades. Sin distinción de rangos ni sangre, sin privilegios de casta ni origen. Suceso revolucionario e inédito en la Antigüedad ya que, por primer vez, aparece en el paisaje humano la idea de una sociedad horizontal. Esa experiencia es lo que llevó a Spinoza a afirmar que la verdadera democracia se funda en la travesía de los hebreos por el desierto, y no en Atenas. Los griegos, en efecto, son los creadores del término: democracia viene de ​ demos (municipio, comuna) ​ kratos​ (gobierno no exento de fuerza). Pero la concepción helénica no contemplaba una verdadera igualdad. Esta solo abarcaba a los ciudadanos, los legítimos habitantes de la polis, pero excluía a las mujeres, los esclavos, los niños y los extranjeros. Eran los hombres nacidos en el lugar, hijos de determinadas estirpes familiares, quienes podían votar, elegir autoridades, decidir acerca de las guerras u otras cuestiones políticas. Vocablo este ya significativo: alude, claro, a esa ciudad-Estado-ese ámbito de vida separado y diferenciado de lo salvaje (el bosque o el páramo)-, único espacio viable para desarrollar una vida civilizada y legal. He ahí la cuestión. El evento rememorado en Shavuot no es un hecho "religioso" (en el sentido vulgar del término) sino, ciertamente, un acto político de envergadura. Quizás, "el" acto político por excelencia: la constitución de una entidad nacional, el dictado de una Ley fundamental que regirá los destinos de ese grupo heterogéneo ahora convertido en nación. La transformación de muchedumbre en pueblo. En cierto sentido, ese suceso representa el pasaje de la naturaleza a la cultura. Pero el interrogante permanece: puede un evento eminentemente ​ político​ tener 1

LA LEY DEL DESIERTO En el calendario hebreo, siete semanas después de Pesaj se celebra Shavuot (que significa, precisamente, semanas). El relato bíblico cuenta que la muchedumbre que salió de Egipto se reúne al pie del monte Sinaí para recibir la Torá. Miles de personas, ex esclavos de las más variadas procedencias, masa heteróclita y sufriente, se aglutinan en pos de su líder Moisés y se disponen a escuchar, en una escena pavorosa, la Voz de un D'os que llama y manda. Es la escena crucial en que un amorfo conjunto de gentes se constituye en pueblo. Unas horas antes del inicio de Shavuot se leyó en la sinagoga el comienzo del libro de ​Números​, cuyo nombre en hebreo es ​B'midbar​, literalmente, "En el desierto". Ese espacio que vienen recorriendo -y deberán seguir transitando aún por años, antes de arribar a la tierra de la promesa-, es el marco de la experiencia más crucial del grupo. Momento político por excelencia, instancia que los saca definitivamente de la esclavitud y los instituye como sujetos legales. Ya no sometidos al arbitrio de un soberano endiosado, el Faraón, sino ob-ligados desde ahora a la soberanía de la Ley. Ante ella, todos quedan igualados en derechos y responsabilidades. Sin distinción de rangos ni sangre, sin privilegios de casta ni origen. Suceso revolucionario e inédito en la Antigüedad ya que, por primer vez, aparece en el paisaje humano la idea de una sociedad horizontal. Esa experiencia es lo que llevó a Spinoza a afirmar que la verdadera democracia se funda en la travesía de los hebreos por el desierto, y no en Atenas. Los griegos, en efecto, son los creadores del término: democracia viene de ​demos (municipio, comuna) ​kratos​ (gobierno no exento de fuerza). Pero la concepción helénica no contemplaba una verdadera igualdad. Esta solo abarcaba a los ciudadanos, los legítimos habitantes de la polis, pero excluía a las mujeres, los esclavos, los niños y los extranjeros. Eran los hombres nacidos en el lugar, hijos de determinadas estirpes familiares, quienes podían votar, elegir autoridades, decidir acerca de las guerras u otras cuestiones políticas. Vocablo este ya significativo: alude, claro, a esa ciudad-Estado -ese ámbito de vida separado y diferenciado de lo salvaje (el bosque o el páramo)-, único espacio viable para desarrollar una vida civilizada y legal. He ahí la cuestión. El evento rememorado en Shavuot no es un hecho "religioso" (en el sentido vulgar del término) sino, ciertamente, un acto político de envergadura. Quizás, "el" acto político por excelencia: la constitución de una entidad nacional, el dictado de una Ley fundamental que regirá los destinos de ese grupo heterogéneo ahora convertido en nación. La transformación de muchedumbre en pueblo. En cierto sentido, ese suceso representa el pasaje de la naturaleza a la cultura. Pero el interrogante permanece: puede un evento eminentemente ​político​ tener 1 lugar fuera de la ​polis​? No es, ese parentesco lingüístico entre ambos términos, una relación sustancial, necesaria y obligatoria? Es decir: qué sentido tiene una ley dada en el desierto? Esta "rareza" es, quizás, la metáfora más ajustada y elocuente del judaísmo y su concepción de lo humano. No codiciarás... El desierto es el territorio de la no posesión. Es el ámbito de la ruptura con toda forma de autoctonía, esa idea tan arraigada (y valga la literalidad) de que los hombres son dueños de la tierra y pertenecen a la tierra, como si fueran su producto. En torno a esa idea se articulan los sistemas sociales y de gobierno de toda la antigüedad (y no solo: hasta el presente, muchos grupos siguen reivindicando la relación "natural" con el suelo como fundamento de sus derechos). Tal concepción es la base de todo imperio. La propiedad territorial corre pareja con el privilegio de la sangre y de la estirpe (ni falta hace mencionar el siniestro lema del nazismo: ​Blut und Ertz​). El odio al extranjero es una consecuencia inevitable de tal pensamiento: la división entre local/natural y ajeno/extraño, con toda la saga de efectos discriminatorios que ello implica. Dicho odio/temor causa la decisión del Faraón de esclavizar a los hebreos, esos "otros" que se le aparecen como peligrosos y a los que se debe neutralizar. Claro que Egipto es tan solo un ejemplo o una metáfora de una situación que no cesa de reiterarse en tantas épocas y lugares a lo largo de la historia… A partir de la constitución de los estados nacionales al inicio de la modernidad, la caída de los imperios antiguos deja como residuo a las aristocracias y "noblezas" que llenan las páginas de tantas revistas de chimentos. Despojados en casi todos los casos de poder real efectivo, los integrantes de esas "casas" siguen siendo poseedores de fortunas incalculables y privilegios irrisorios en el mundo actual. Lo mítico -la vieja idea de ser descendientes de los dioses y estar, por lo tanto, por encima del humano común- campea, inconscientemente, en tales figuras, y produce un fascinada admiración -mezclada con envidia- en grandes sectores de la sociedad. En todas esas visiones, la cuestión del origen es preeminente. La contracara de los imperios era, en esas épocas arcaicas, el nomadismo. Tribus de gentes errantes, analfabetos y primitivos, herederos de los cazadores-recolectores que la antropología describe como los primeros habitantes de la tierra. Entre esos dos extremos, nada. Entre el híper poder concentrado y la intemperie absoluta, el vacío. Y de pronto, la aparición de una forma inédita de organización social. Opuesto a todo imperio, desprovisto de tierra propia pero de ningún modo arrojado a una errancia sin fin, un grupo humano se autoconcibe como pueblo, se nuclea en torno a una Ley que regula cuidadosamente las relaciones y las acciones entre ellos, entre el nacional y el extranjero (un mandato que les recuerda permanentemente que ellos han sido extranjeros, por lo que el trato al extranjero ha de ser especialmente 2 cuidadoso y hospitalario), entre las personas y la tierra. Una Ley que los instruye acerca del modo correcto de administrar justicia para que su ejercicio sea digno de ese nombre, sin excepciones ni prebendas. Una Ley que destituye toda ilusión de autoctonía -"la tierra es del Señor", se repite una y otra vez- y establece, por tanto, una relación legal con el suelo y con la naturaleza. De ahí que lo opuesto -o, al menos, lo diferente- a la ley de la polis no sea la mal llamada "ley de la selva" (que nada tiene de legal sino que consiste en el ejercicio desnudo de la fuerza y el sometimiento del más débil), sino la Ley del desierto. Una Ley (y ese es, según entiendo, el núcleo estructural de los así llamados Diez Mandamientos) que anoticia al humano de que no es dueño de nada. Ni del otro ni de lo del otro. Ni de los dioses ni de las fuerzas naturales. Ni de la tierra ni de sus productos. Ni de las mujeres ni de los hijos. Ni del tiempo ni de los cuerpos. En suma: somos todos extranjeros. No en un sentido coyuntural, geográfico o anecdótico, sino en un sentido existencial. Por eso, esta Ley se da en el desierto. Porque esa extensión informe y ajena es la que mejor simboliza tal sentido. De ahí que el texto que se lee en Shavuot es Meguilat Ruth​, el libro de Ruth la moabita, la extranjera por antonomasia que se suma al pueblo hebreo como efecto de una elección y una decisión. Mostrando en toda su crudeza que no hay nada "natural" en la condición de judío. O, en su extremo, en la del hombre. Instituir El jurista Pierre Legendre afirma: "No es suficiente con producir carne humana. Es necesario instituirla". No es la biología sino el lenguaje y la Ley lo que nos constituye como seres de cultura. Esta verdad de la especie está representada con fuerte dramatismo en la escena sinaítica. Poco importan el origen y la sangre de quienes se reúnen al pie del monte. Importa que a todos ellos, sin excepción, se les instituye como pueblo mediante una legalidad ética y política. Solo munidos de esa normativa estarán habilitados para entrar a la tierra de la promesa. Ley como condición necesaria pero no suficiente, código fundante para construir un modo de vida responsable y fructífero en base a la equidad y el respeto mutuo. Shavuot , tal vez, el momento instituyente más alto de la historia de la humanidad. Occidente suele olvidarlo: prendados aún de los discursos míticos que vuelven y vuelven en la historia bajo variopintos disfraces de progresismo, los posmodernos siguen soñando con la omnipotencia, la propiedad sin tope, la posesión y la explotación de los recursos naturales y del prójimo. El imperio sigue siendo el modelo aspiracional de nuestros días. Haríamos bien en recuperar la distinción entre imperio e imperativo, entre quererlo/poderlo todo y la Ley como límite a la codicia y la avidez. Ninguna festividad más actual y necesaria que esta, donde se nos recuerda nuestra calidad de extranjería y nuestra estofa ética. A veces, los 3 textos antiguos son portadores de una verdad atronadora y difícil de escuchar, como la Voz que llama y manda entre relámpagos. Una voz que a través de los tiempos nos convoca a comparecer como sujetos responsables ante la Ley. Diana Sperling Bs. as, junio 2019 Publicado en: Kol Hilel, Iamim Noraim 5780 Bs. As, Setiembre 2019 4