SIGMUND FREUD
EL MALESTAR
EN LA CULTURA
Traducción de
Luis López Ballesteros
Biiblliiottecca Liibrre
O M E G A LFA
Sigmund Freud
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El malestar de la cultura
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SIGMUND FREUD
EL MALESTAR
EN LA CULTURA*
1929 [1930]
Traducción Luis López Ballesteros
I
N
O podemos eludir la impresión de que el hombre suele
aplicar cánones falsos en sus apreciaciones, pues mientras anhela para sí y admira en los demás el poderío, el
éxito y la riqueza, menosprecia, en cambio, los valores genuinos
que la vida le ofrece. No obstante, al formular un juicio general
de esta especie, siempre se corre peligro de olvidar la abigarrada
variedad del mundo humano y de su vida anímica, ya que existen, en efecto, algunos seres a quienes no se les niega la veneración de sus coetáneos, pese a que su grandeza reposa en cualidades y obras muy ajenas a los objetivos y los ideales de las masas. Se pretenderá aducir que sólo es una minoría selecta la que
reconoce en su justo valor a estos grandes hombres, mientras
que la gran mayoría nada quiere saber de ellos; pero las discre*
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pancias entre las ideas y las acciones de los hombres son tan
amplias y sus deseos tan dispares que dichas reacciones seguramente no son tan simples.
Uno de estos hombres excepcionales se declara en sus cartas
amigo mío. Habiéndole enviado yo mi pequeño trabajo que trata
de la religión como una ilusión, me respondió que compartía sin
reserva mi juicio sobre la religión, pero lamentaba que yo no
hubiera concedido su justo valor a la fuente última de la religiosidad. Esta residiría, según su criterio, en un sentimiento particular que jamás habría dejado de percibir, que muchas personas le
habrían confirmado y cuya existencia podría suponer en millones de seres humanos un sentimiento que le agradaría designar
«sensación de eternidad»; un sentimiento como de algo sin límites ni barreras, en cierto modo «oceánico». Se trataría de una
experiencia esencialmente subjetiva, no de un artículo del credo;
tampoco implicaría seguridad alguna de inmortalidad personal;
pero, no obstante, ésta sería la fuente de la energía religiosa,
que, captada por las diversas Iglesias y sistemas religiosos, es
encauzada hacia determinados canales y seguramente también
consumida en ellos. Sólo gracias a éste sentimiento oceánico
podría uno considerarse religioso, aunque se rechazara toda fe y
toda ilusión.
Esta declaración de un amigo que venero -quien, por otra parte, también prestó cierta vez expresión poética al encanto de la
ilusión- me colocó en no pequeño aprieto, pues yo mismo no
logro descubrir en mí este sentimiento «oceánico». En manera
alguna es tarea grata someter los sentimientos al análisis científico: es cierto que se puede intentar la descripción de sus manifestaciones fisiológicas; pero cuando esto no es posible -y me
temo que también el sentimiento oceánico se sustraerá a semejante caracterización-, no queda sino atenerse al contenido ideacional que más fácilmente se asocie con dicho sentimiento. Mi
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amigo, si lo he comprendido correctamente, se refiere a lo mismo que cierto poeta original y harto inconvencional hace decir a
su protagonista, a manera de consuelo ante el suicidio: «De este
mundo no podemos caernos». Trataríase, pues, de un sentimiento de indisoluble comunión, de inseparable pertenencia a la totalidad del mundo exterior. Debo confesar que para mí esto tiene
más bien el carácter de una penetración intelectual, acompañada,
naturalmente, de sobretonos afectivos, que por lo demás tampoco faltan en otros actos cognoscitivos de análoga envergadura.
En mi propia persona no llegaría a convencerme de la índole
primaria de semejante sentimiento; pero no por ello tengo derecho a negar su ocurrencia real en los demás. La cuestión se reduce, pues, a establecer si es interpretado correctamente y si debe ser aceptado como fons et origo de toda urgencia religiosa.
Nada puedo aportar que sea susceptible de decidir la solución
de este problema. La idea de que el hombre podría intuir su relación con el mundo exterior a través de un sentimiento directo,
orientado desde un principio a este fin, parece tan extraña y es
tan incongruente con la estructura de nuestra psicología, que
será lícito intentar una explicación psicoanalítica -vale decir
genética- del mencionado sentimiento.
Al emprender esta tarea se nos ofrece al instante el siguiente
razonamiento. En condiciones normales nada nos parece tan seguro y establecido como la sensación de nuestra mismidad, de
nuestro propio yo. Este yo se nos presenta como algo independiente unitario, bien demarcado frente a todo lo demás. Sólo la
investigación psicoanalítica -que por otra parte, aún tiene mucho
que decirnos sobre la relación entre el yo y el ello- nos ha enseñado que esa apariencia es engañosa; que, por el contrario, el yo
se continúa hacia dentro, sin límites precisos, con una entidad
psíquica inconsciente que denominamos ello y a la cual viene a
servir como de fachada. Pero, por lo menos hacia el exterior, el
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yo parece mantener sus límites claros y precisos. Sólo los pierde
en un estado que, si bien extraordinario, no puede ser tachado de
patológico: en la culminación del enamoramiento amenaza esfumarse el límite entre el yo y el objeto. Contra todos los testimonios de sus sentidos, el enamorado afirma que yo y tú son
uno, y está dispuesto a comportarse como si realmente fuese así.
Desde luego, lo que puede ser anulado transitoriamente por una
función fisiológica, también podrá ser trastornado por procesos
patológicos. La patología nos presenta gran número de estados
en los que se torna incierta la demarcación del yo frente al mundo exterior, o donde los límites llegan a ser confundidos: casos
en que partes del propio cuerpo, hasta componentes del propio
psiquismo, percepciones, pensamientos, sentimientos, aparecen
como si fueran extraños y no pertenecieran al yo; otros, en los
cuales se atribuye al mundo exterior lo que a todas luces procede
del yo y debería ser reconocido por éste. De modo que también
el sentimiento yoico está sujeto a trastornos, y los límites del yo
con el mundo exterior no son inmutables.
Prosiguiendo nuestra reflexión hemos de decirnos que este
sentido yoico del adulto no puede haber sido el mismo desde el
principio, sino que debe haber sufrido una evolución, imposible
de demostrar, naturalmente, pero susceptible de ser reconstruida
con cierto grado de probabilidad. El lactante aún no discierne su
yo de un mundo exterior, como fuente de las sensaciones que le
llegan. Gradualmente lo aprende por influencia de diversos
estímulos. Sin duda, ha de causarle la más profunda impresión el
hecho de que algunas de las fuentes de excitación -que más tarde
reconocerá como los órganos de su cuerpo- sean susceptibles de
provocarle sensaciones en cualquier momento, mientras que
otras se le sustraen temporalmente -entre éstas, la que más anhela: el seno materno-, logrando sólo atraérselas al expresar su
urgencia en el llanto. Con ello comienza por oponérsele al yo un
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«objeto», en forma de algo que se encuentra «afuera» y para cuya aparición es menester una acción particular. Un segundo
estímulo para que el yo se desprenda de la masa sensorial, esto
es, para la aceptación de un «afuera», de un mundo exterior, lo
dan las frecuentes, múltiples e inevitables sensaciones de dolor y
displacer que el aún omnipotente principio del placer induce a
abolir y a evitar. Surge así la tendencia a disociar del yo cuanto
pueda convertirse en fuente de displacer, a expulsarlo de sí, a
formar un yo puramente hedónico, un yo placiente, enfrentado
con un no-yo, con un «afuera» ajeno y amenazante. Los límites
de este primitivo yo placiente no pueden escapar a reajustes ulteriores impuestos por la experiencia. Gran parte de lo que no se
quisiera abandonar por su carácter placentero no pertenece, sin
embargo, al yo, sino a los objetos; recíprocamente, muchos sufrimientos de los que uno pretende desembarazarse resultan ser
inseparables del yo, de procedencia interna. Con todo, el hombre
aprende a dominar un procedimiento que, mediante la orientación intencionada de los sentidos y la actividad muscular adecuada, le permite discernir lo interior (perteneciente al yo) de lo
exterior (originado por el mundo), dando así el primer paso
hacia la entronización del principio de realidad, principio que
habrá de dominar toda la evolución ulterior. Naturalmente, esa
capacidad adquirida de discernimiento sirve al propósito práctico de eludir las sensaciones displacenteras percibidas o amenazantes. La circunstancia de que el yo, al defenderse contra ciertos estímulos displacientes emanados de su interior, aplique los
mismos métodos que le sirven contra el displacer de origen externo, habrá de convertirse en origen de importantes trastornos
patológicos.
De esta manera, pues, el yo se desliga del mundo exterior,
aunque más correcto sería decir: originalmente el yo lo incluye
todo; luego, desprende de sí un mundo exterior. Nuestro actual
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sentido yoico no es, por consiguiente, más que el residuo atrofiado de un sentimiento más amplio, aun de envergadura universal, que correspondía a una comunión más íntima entre el yo y el
mundo circundante. Si cabe aceptar que este sentido yoico primario subsiste -en mayor o menor grado- en la vida anímica de
muchos seres humanos, debe considerársele como una especie
de contraposición del sentimiento yoico del adulto, cuyos límites
son más precisos y restringidos. De esta suerte, los contenidos
ideativos que le corresponden serían precisamente los de infinitud y de comunión con el Todo, los mismos que mi amigo emplea para ejemplificar el sentimiento «oceánico». Pero, ¿acaso
tenemos el derecho de admitir esta supervivencia de lo primitivo
junto a lo ulterior que de él se ha desarrollado?
Sin duda alguna, pues los fenómenos de esta índole nada tienen de extraño, ni en la esfera psíquica ni en otra cualquiera.
Así, en lo que se refiere a la serie zoológica, sustentamos la
hipótesis de que las especies más evolucionadas han surgido de
las inferiores; pero aún hoy hallamos, entre las vivientes, todas
las formas simples de la vida. Los grandes saurios se han extinguido, cediendo el lugar a los mamíferos; pero aún vive con nosotros un representante genuino de ese orden: el cocodrilo. Esta
analogía puede parecer demasiado remota, y, por otra parte, adolece de que las especies inferiores sobrevivientes no suelen ser
las verdaderas antecesoras de las actuales, más evolucionadas.
Por regla general, han desaparecido los eslabones intermedios
que sólo conocemos a través de su reconstrucción. En cambio,
en el terreno psíquico la conservación de lo primitivo junto a lo
evolucionado a que dio origen es tan frecuente que sería ocioso
demostrarla mediante ejemplos. Este fenómeno obedece casi
siempre a una bifurcación del curso evolutivo: una parte cuantitativa de determinada actitud o de una tendencia instintiva se ha
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sustraído a toda modificación, mientras que el resto siguió la vía
del desarrollo progresivo.
Tocamos aquí el problema general de la conservación en lo
psíquico, problema apenas elaborado hasta ahora, pero tan seductor e importante que podemos concederle nuestra atención
por un momento, pese a que la oportunidad no parezca muy justificada. Habiendo superado la concepción errónea de que el olvido, tan corriente para nosotros, significa la destrucción o aniquilación del resto mnemónico, nos inclinamos a la concepción
contraria de que en la vida psíquica nada de lo una vez formado
puede desaparecer jamás; todo se conserva de alguna manera y
puede volver a surgir en circunstancias favorables, como, por
ejemplo, mediante una regresión de suficiente profundidad.
Tratemos de representarnos lo que esta hipótesis significa
mediante una comparación que nos llevará a otro terreno. Tomemos como ejemplo la evolución de la Ciudad Eterna. Los historiadores nos enseñan que el más antiguo recinto urbano fue la
Roma quadrata, una población empalizada en el monte Palatino.
A esta primera fase siguió la del Septimontium, fusión de las
poblaciones situadas en las distintas colinas; más tarde apareció
la ciudad cercada por el muro de Sirvio Tulio, y aún más recientemente, luego de todas las transformaciones de la República y
del Primer Imperio, el recinto que el emperador Aureliano rodeó
con sus murallas. No hemos de perseguir más lejos las modificaciones que sufrió la ciudad, preguntándonos, en cambio, qué
restos de esas fases pasadas hallará aún en la Roma actual un
turista al cual suponemos dotado de los más completos conocimientos históricos y topográficos. Verá el muro aureliano casi
intacto, salvo algunas brechas. En ciertos lugares podrá hallar
trozos del muro serviano, puestos al descubierto por las excavaciones. Provisto de conocimientos suficientes -superiores a los
de la arqueología moderna-, quizá podría trazar en el cuadro urSigmund Freud
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bano actual todo el curso de este muro y el contorno de la Roma
quadrata; pero de las construcciones que otrora colmaron ese
antiguo recinto no encontrará nada o tan sólo escasos restos,
pues aquéllas han desaparecido. Aun dotado del mejor conocimiento de la Roma republicana, sólo podría señalar la ubicación
de los templos y edificios públicos de esa época. Hoy, estos lugares están ocupados por ruinas, pero ni siquiera por las ruinas
auténticas de aquellos monumentos, sino por las de reconstrucciones posteriores, ejecutadas después de incendios y demoliciones. Casi no es necesario agregar que todos estos restos de la
Roma antigua aparecen esparcidos en el laberinto de una metrópoli edificada en los últimos siglos del Renacimiento. Su suelo y
sus construcciones modernas seguramente ocultan aún numerosas reliquias. Tal es la forma de conservación de lo pasado que
ofrecen los lugares históricos como Roma.
Supongamos ahora, a manera de fantasía, que Roma no fuese
un lugar de habitación humana, sino un ente psíquico con un
pasado no menos rico y prolongado, en el cual no hubieren desaparecido nada de lo que alguna vez existió y donde junto a la
última fase evolutiva subsistieran todas las anteriores. Aplicado
a Roma, esto significaría que en el Palatino habrían de levantarse aún, en todo su porte primitivo, los palacios imperiales y el
Septizonium de Septimio Severo; que las almenas del Castel
Sant'Angelo todavía estuvieran coronadas por las bellas estatuas
que las adornaron antes del sitio por los godos, etc. Pero aún
más: en el lugar que ocupa el Palazzo Caffarelli veríamos de
nuevo, sin tener que demoler este edificio, el templo de Júpiter
Capitolino, y no sólo en su forma más reciente, como lo contemplaron los romanos de la época cesárea, sino también en la
primitiva, etrusca, ornada con antefijos de terracota. En el emplazamiento actual del Coliseo podríamos admirar, además, la
desaparecida Domus aurea de Nerón; en la Piazza della Rotonda
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no encontraríamos tan sólo el actual Panteón como Adriano nos
lo ha legado, sino también, en el mismo solar, la construcción
original de M. Agrippa, y además, en este terreno, la iglesia
María sopra Minerva, sin contar el antiguo templo sobre el cual
fue edificada. Y bastaría que el observador cambiara la dirección
de su mirada o su punto de observación para hacer surgir una u
otra de estas visiones.
Evidentemente, no tiene objeto alguno seguir el hilo de esta
fantasía, pues nos lleva a lo inconcebible y aun a lo absurdo. Si
pretendemos representar espacialmente la sucesión histórica,
sólo podremos hacerlo mediante la yuxtaposición en el espacio,
pues éste no acepta dos contenidos distintos. Nuestro intento
parece ser un juego vano; su única justificación es la de mostrarnos cuán lejos de encontrarnos de poder captar las características de la vida psíquica mediante la representación descriptiva.
Aún tendríamos que enfrentarnos con otra objeción. Se nos
preguntará por qué recurrimos precisamente al pasado de una
ciudad para compararlo con el pasado anímico. La hipótesis de
la conservación total de lo pretérito está supeditada, también en
la vida psíquica, a la condición de que el órgano del psiquismo
haya quedado intacto, de que sus tejidos no hayan sufrido por
traumatismo o inflamación. Pero las influencias destructivas
comparables a estos factores patológicos no faltan en la historia
de ninguna ciudad, aunque su pasado sea menos agitado que el
de Roma, aunque, como Londres, jamás haya sido asolada por un
enemigo. Aun la más apacible evolución de una ciudad incluye
demoliciones y reconstrucciones que en principio la tornan inadecuada para semejante comparación con un organismo psíquico.
Nos rendimos ante este argumento y, renunciando a un ilustrativo efecto de contraste, recurrimos a un símil que, en todo
caso, es más afín a lo psíquico: el organismo animal o el humaSigmund Freud
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no. Pero también aquí tropezamos con idéntica dificultad. Las
fases precedentes de la evolución no subsisten en forma alguna,
sino que se agotan en las ulteriores cuyo material han suministrado. Es imposible demostrar la existencia del embrión en el
adulto; el timo del niño, sustituido por tejido conectivo durante
la adolescencia, ha dejado de existir; es verdad que en los huesos largos del adulto podemos trazar el contorno del infantil;
pero éste ha desaparecido al alargarse y engrosarse para alcanzar
su forma definitiva. Por consiguiente, debemos someternos a la
comprobación de que sólo en el terreno psíquico es posible esta
persistencia de todos los estadios previos, junto a la forma definitiva, y de que no podremos representarnos gráficamente tal
fenómeno.
Pero quizá vayamos demasiado lejos con esta conclusión.
Quizá habríamos de conformarnos con afirmar que lo pretérito
puede subsistir en la vida psíquica, que no está necesariamente
condenado a la destrucción. Aun en el terreno psíquico no deja
de ser posible -como norma o excepcionalmente- que muchos
elementos arcaicos sean borrados o consumidos en tal medida,
que ya ningún proceso logre restablecerlos o reanimarlos;
además, su conservación podría estar supeditada en principio a
ciertas condiciones favorables. Todo esto es posible, pero nada
sabemos al respecto. No podemos sino atenernos a la conclusión
de que en la vida psíquica la conservación de lo pretérito es la
regla más bien que una curiosa excepción.
Así, pues, estamos plenamente dispuestos a aceptar que en
muchos seres existe un «sentimiento oceánico», que nos inclinamos a reducir a una fase temprana del sentido yoico; pero entonces se nos plantea una nueva cuestión: ¿qué pretensiones
puede alegar ese sentimiento para ser aceptado como fuente de
las necesidades religiosas?
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Por mi parte esta pretensión no me parece muy fundada, pues
un sentimiento sólo puede ser una fuente de energía si a su vez
es expresión de una necesidad imperiosa. En cuanto a las necesidades religiosas, considero irrefutable su derivación del desamparo infantil y de la nostalgia por el padre que aquél suscita,
tanto más cuanto que este sentimiento no se mantiene simplemente desde la infancia, sino que es reanimado sin cesar por la
angustia ante la omnipotencia del destino. Me sería imposible
indicar ninguna necesidad infantil tan poderosa como la del amparo paterno. Con esto pasa a segundo plano el papel del «sentimiento oceánico», que podría tender, por ejemplo, al restablecimiento del narcisismo ilimitado. La génesis de la actitud religiosa puede ser trazada con toda claridad hasta llegar al sentimiento de desamparo infantil. Es posible que aquélla oculte aún
otros elementos; pero por ahora se pierden en las tinieblas.
Puedo imaginarme que el «sentimiento oceánico» haya venido a relacionarse ulteriormente con la religión, pues este seruno-con-el-todo, implícito en su contenido ideativo, nos seduce
como una primera tentativa de consolación religiosa, como otro
camino para refutar el peligro que el yo reconoce amenazante en
el mundo exterior. Confieso una vez más que me resulta muy
difícil operar con estas magnitudes tan intangibles.
Otro de mis amigos, llevado por su insaciable curiosidad
científica a las experiencias más extraordinarias y convertido
por fin en omnisapiente, me aseguró que mediante las prácticas
del yoga, es decir, apartándose del mundo exterior, fijando la
atención en las funciones corporales, respirando de manera particular, se llega efectivamente a despertar en sí mismo nuevas
sensaciones y sentimientos difusos, que pretendía concebir como regresiones a estados primordiales de la vida psíquica, profundamente soterrados. Consideraba dichos fenómenos como
pruebas, en cierta manera fisiológicas, de gran parte de la sabiSigmund Freud
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duría de la mística. Se nos ofrecerían aquí relaciones con muchos estados enigmáticos de la vida anímica, como los del trance
y del éxtasis. Mas yo siento el impulso de repetir las palabras del
buzo de Schiller:
¡Alégrese quien respira a la rosada luz del día!
II
M
I estudio sobre El porvenir de una ilusión, lejos de
estar dedicado principalmente a las fuentes más profundas del sentido religioso, se refería más bien a lo
que el hombre común concibe como su religión, al sistema de
doctrinas y promisiones que, por un lado, le explican con envidiable integridad los enigmas de este mundo, y por otro, le aseguran que una solícita Providencia guardará su vida y recompensará en una existencia ultraterrena las eventuales privaciones
que sufra en ésta. El hombre común no puede representarse esta
Providencia sino bajo la forma de un padre grandiosamente
exaltado, pues sólo un padre semejante sería capaz de comprender las necesidades de la criatura humana, conmoverse ante sus
ruegos, ser aplacado por las manifestaciones de su arrepentimiento. Todo esto es a tal punto infantil, tan incongruente con la
realidad, que el más mínimo sentido humanitario nos tornará
dolorosa la idea de que la gran mayoría de los mortales jamás
podría elevarse por semejante concepción de la vida. Más humillante aún es reconocer cuán numerosos son nuestros contemporáneos que, obligados a reconocer la posición insostenible de
esta religión, intentan, no obstante, defenderla palmo a palmo en
lastimosas acciones de retirada. Uno se siente tentado a formar
en las filas de los creyentes para exhortar a no invocar en vano
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el nombre del Señor, a aquellos filósofos que creen poder salvar
al Dios de la religión reemplazándolo por un principio impersonal, nebulosamente abstracto. Si algunas de las más excelsas
mentes de tiempos pasados hicieron otro tanto, ello no constituye justificación suficiente, pues sabemos por qué se vieron obligados a hacerlo.
Volvamos al hombre común y a su religión, la única que había de llevar este nombre. Al punto acuden a nuestra mente las
conocidas palabras de uno de nuestros grandes poetas y sabios,
que nos hablan de las relaciones que la religión guarda con el
arte y la ciencia. Helas aquí:
Quien posee Ciencia y Arte
también tiene Religión;
quien no posee una ni otra,
¡tenga Religión!
Este aforismo enfrenta, por una parte, la religión con las dos
máximas creaciones del hombre, y por otra, afirma que pueden
representarse o sustituirse mutuamente en cuanto a su valor para
la vida. De modo que si también pretendiéramos privar de religión al común de los mortales, no nos respaldaría evidentemente
la autoridad del poeta. Ensayemos, pues, otro camino para acercarnos a la comprensión de su pensamiento. Tal como nos ha
sido impuesta, la vida nos resulta demasiado pesada, nos depara
excesivos sufrimientos, decepciones, empresas imposibles. Para
soportarla, no podemos pasarnos sin lenitivos («No se puede
prescindir de las muletas», nos ha dicho Theodor Fontane). Los
hay quizá de tres especies: distracciones poderosas que nos
hacen parecer pequeña nuestra miseria; satisfacciones sustitutivas que la reducen; narcóticos que nos tornan insensibles a ella.
Alguno cualquiera de estos remedios nos es indispensable. VolSigmund Freud
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taire alude a las distracciones cuando en Cándido formula a manera de envío el consejo de cultivar nuestro jardín; también la
actividad científica es una diversión semejante. Las satisfacciones sustitutivas, como nos la ofrece el arte son, frente a la realidad, ilusiones, pero no por ello menos eficaces psíquicamente,
gracias al papel que la imaginación mantiene en la vida anímica.
En cuanto a los narcóticos, influyen sobre nuestros órganos y
modifican su quimismo. No es fácil indicar el lugar que en esta
serie corresponde a la religión. Tendremos que buscar, pues, un
acceso más amplio al asunto.
En incontables ocasiones se ha planteado la cuestión del objeto que tendría la vida humana, sin que jamás se le haya dado
respuesta satisfactoria, y quizá ni admita tal respuesta. Muchos
de estos inquisidores se apresuraron a agregar que si resultase
que la vida humana no tiene objeto alguno perdería todo el valor
ante sus ojos. Pero estas amenazas de nada sirven: parecería más
bien que se tiene el derecho de rechazar la pregunta en sí, pues
su razón de ser probablemente emane de esa vanidad antropocéntrica, cuyas múltiples manifestaciones ya conocemos.
Jamás se pregunta acerca del objeto de la vida de los animales,
salvo que se le identifique con el destino de servir al hombre.
Pero tampoco esto es sustentable, pues son muchos los animales
con los que el hombre no sabe qué emprender -fuera de describirlos, clasificarlos y estudiarlos- e incontables especies aun han
declinado servir a este fin, al existir y desaparecer mucho antes
de que el hombre pudiera observarlas. Decididamente, sólo la
religión puede responder al interrogante sobre la finalidad de la
vida. No estaremos errados al concluir que la idea de adjudicar
un objeto a la vida humana no puede existir sino en función de
un sistema religioso.
Abandonemos por ello la cuestión precedente y encaremos
esta otra más modesta: ¿qué fines y propósitos de vida expresan
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los hombres en su propia conducta; qué esperan de la vida, qué
pretenden alcanzar en ella? Es difícil equivocar la respuesta: aspiran a la felicidad, quieren llegar a ser felices, no quieren dejar
de serlo. Esta aspiración tiene dos faces: un fin positivo y otro
negativo; por un lado, evitar el dolor y el displacer; por el otro,
experimentar intensas sensaciones placenteras. En sentido estricto, el término «felicidad» sólo se aplica al segundo fin. De
acuerdo con esta dualidad del objetivo perseguido, la actividad
humana se despliega en dos sentidos, según trate de alcanzar prevaleciente o exclusivamente- uno u otro de aquellos fines.
Como se advierte, quien fija el objetivo vital es simplemente
el programa del principio del placer; principio que rige las operaciones del aparato psíquico desde su mismo origen; principio
de cuya adecuación y eficiencia no cabe dudar, por más que su
programa esté en pugna con el mundo entero, tanto con el macrocosmos como con el microcosmos. Este programa ni siquiera
es realizable, pues todo el orden del universo se le opone, y aun
estaríamos por afirmar que el plan de la «Creación» no incluye
el propósito de que el hombre sea «feliz». Lo que en el sentido
más estricto se llama felicidad, surge de la satisfacción, casi
siempre instantánea, de necesidades acumuladas que han alcanzado elevada tensión, y de acuerdo con esta índole sólo puede
darse como fenómeno episódico. Toda persistencia de una situación anhelada por el principio del placer sólo proporciona una
sensación de tibio bienestar, pues nuestra disposición no nos
permite gozar intensamente sino el contraste, pero sólo en muy
escasa medida lo estable. Así, nuestras facultades de felicidad
están ya limitadas en principio por nuestra propia constitución.
En cambio, nos es mucho menos difícil experimentar la desgracia. El sufrimiento nos amenaza por tres lados: desde el propio
cuerpo que, condenado a la decadencia y a la aniquilación, ni
siquiera puede prescindir de los signos de alarma que represenSigmund Freud
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tan el dolor y la angustia; del mundo exterior, capaz de encarnizarse en nosotros con fuerzas destructoras omnipotentes e implacables; por fin, de las relaciones con otros seres humanos. El
sufrimiento que emana de esta última fuente quizá nos sea más
doloroso que cualquier otro; tendemos a considerarlo como una
adición más o menos gratuita, pese a que bien podría ser un destino tan ineludible como el sufrimiento de distinto origen.
No nos extrañe, pues, que bajo la presión de tales posibilidades de sufrimiento, el hombre suele rebajar sus pretensiones de
felicidad (como, por otra parte, también el principio del placer
se transforma, por influencia del mundo exterior, en el más modesto principio de la realidad); no nos asombra que el ser humano ya se estime feliz por el mero hecho de haber escapado a la
desgracia, de haber sobrevivido al sufrimiento; que, en general,
la finalidad de evitar el sufrimiento relegue a segundo plano la
de lograr el placer. La reflexión demuestra que las tentativas
destinadas a alcanzarlo pueden llevarnos por caminos muy distintos, recomendados todos por las múltiples escuelas de la sabiduría humana y emprendidos alguna vez por el ser humano. En
primer lugar, la satisfacción ilimitada de todas las necesidades
se nos impone como norma de conducta más tentadora, pero
significa preferir el placer a la prudencia, y a poco de practicarla
se hacen sentir sus consecuencias. Los otros métodos, que persiguen ante todo la evitación del sufrimiento, se diferencian según
la fuente de displacer a que conceden máxima atención. Existen
entre ellos procedimientos extremos y moderados; algunos unilaterales, y otros que atacan simultáneamente varios puntos. El
aislamiento voluntario, el alejamiento de los demás, es el método de protección más inmediato contra el sufrimiento susceptible de originarse en las relaciones humanas. Es claro que la felicidad alcanzable por tal camino no puede ser sino la de la quietud. Contra el temible mundo exterior sólo puede uno defenderSigmund Freud
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se mediante una forma cualquiera del alejamiento si pretende
solucionar este problema únicamente para sí. Existe, desde luego, otro camino mejor: pasar al ataque contra la Naturaleza y
someterla a la voluntad del hombre, como miembro de la comunidad humana, empleando la técnica dirigida por la ciencia; así,
se trabaja con todos por el bienestar de todos. Pero los más interesantes preventivos del sufrimiento son los que tratan de influir
sobre nuestro propio organismo, pues en última instancia todo
sufrimiento no es más que una sensación; sólo existe en tanto lo
sentimos, y únicamente lo sentimos en virtud de ciertas disposiciones de nuestro organismo.
El más crudo, pero también el más efectivo de los métodos
destinados a producir tal modificación, es el químico: la intoxicación. No creo que nadie haya comprendido su mecanismo,
pero es evidente que existen ciertas sustancias extrañas al organismo cuya presencia en la sangre o en los tejidos nos proporciona directamente sensaciones placenteras, modificando además las condiciones de nuestra sensibilidad de manera tal que
nos impiden percibir estímulos desagradables. Ambos efectos no
sólo son simultáneos, sino que también parecen estar íntimamente vinculados. Pero en nuestro propio quimismo deben existir asimismo sustancias que cumplen un fin análogo, pues conocemos por lo menos un estado patológico -la manía- en el que se
produce semejante conducta, similar a la embriaguez, sin incorporación de droga alguna. También en nuestra vida psíquica
normal, la descarga del placer oscila entre la facilitación y la
coartación y paralelamente disminuye o aumenta la receptividad
para el displacer. Es muy lamentable que este cariz tóxico de los
procesos mentales se haya sustraído hasta ahora a la investigación científica. Se atribuye tal carácter benéfico a la acción de
los estupefacientes en la lucha por la felicidad y en la prevención de la miseria, que tanto los individuos como los pueblos les
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han reservado un lugar permanente en su economía libidinal. No
sólo se les debe el placer inmediato, sino también una muy anhelada medida de independencia frente al mundo exterior. Los
hombres saben que con ese «quitapenas» siempre podrán escapar al peso de la realidad, refugiándose en un mundo propio que
ofrezca mejores condiciones para su sensibilidad. También se
sabe que es precisamente esta cualidad de los estupefacientes la
que entraña su peligro y su nocividad. En ciertas circunstancias
aun llevan la culpa de que se disipen estérilmente cuantiosas
magnitudes de energía que podrían ser aplicadas para mejorar la
suerte humana.
Sin embargo, la complicada arquitectura de nuestro aparato
psíquico también es accesible a toda una serie de otras influencias. La satisfacción de los instintos, precisamente porque implica tal felicidad, se convierte en causa de intenso sufrimiento
cuando el mundo exterior nos priva de ella, negándonos la satisfacción de nuestras necesidades. Por consiguiente, cabe esperar
que al influir sobre estos impulsos instintivos evitaremos buena
parte del sufrimiento. Pero esta forma de evitar el dolor ya no
actúa sobre el aparato sensitivo, sino que trata de dominar las
mismas fuentes internas de nuestras necesidades, consiguiéndolo
en grado extremo al aniquilar los instintos, como lo enseña la
sabiduría oriental y lo realiza la práctica del yoga. Desde luego,
lograrlo significa al mismo tiempo abandonar toda otra actividad
(sacrificar la vida), para volver a ganar, aunque por distinto camino, únicamente la felicidad del reposo absoluto. Idéntico camino, con un objetivo menos extremo, se emprende al perseguir
tan sólo la moderación de la vida instintiva bajo el gobierno de
las instancias psíquicas superiores, sometidas al principio de la
realidad. Esto no significa en modo alguno la renuncia al propósito de la satisfacción, pero se logra cierta protección contra el
sufrimiento, debido a que la insatisfacción de los instintos doSigmund Freud
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meñados procura menos dolor que la de los no inhibidos. En
cambio, se produce una innegable limitación de las posibilidades
de placer, pues el sentimiento de felicidad experimentado al satisfacer una pulsión instintiva indómita, no sujeta por las riendas
del yo, es incomparablemente más intenso que el que se siente al
saciar un instinto dominado. Tal es la razón económica del
carácter irresistible que alcanzan los impulsos perversos y quizá
de la seducción que ejerce lo prohibido en general.
Otra técnica para evitar el sufrimiento recurre a los desplazamientos de la libido previstos en nuestro aparato psíquico y
que confieren gran flexibilidad a su funcionamiento. El problema consiste en reorientar los fines instintivos, de manera tal que
eluden la frustración del mundo exterior. La sublimación de los
instintos contribuye a ello, y su resultado será óptimo si se sabe
acrecentar el placer del trabajo psíquico e intelectual. En tal caso
el destino poco puede afectarnos. Las satisfacciones de esta clase, como la que el artista experimenta en la creación, en la encarnación de sus fantasías; la del investigador en la solución de
sus problemas y en el descubrimiento de la verdad, son de una
calidad especial que seguramente podremos caracterizar algún
día en términos meta-psicológicos. Por ahora hemos de limitarnos a decir, metafóricamente, que nos parecen más «nobles» y
más «elevadas», pero su intensidad, comparada con la satisfacción de los impulsos instintivos groseros y primarios, es muy
atenuada y de ningún modo llega a conmovernos físicamente.
Pero el punto débil de este método reside en que su aplicabilidad
no es general, en que sólo es accesible a pocos seres, pues presupone disposiciones y aptitudes peculiares que no son precisamente habituales, por lo menos en medida suficiente. Y aun a
estos escasos individuos no puede ofrecerles una protección
completa contra el sufrimiento; no los reviste con una coraza
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impenetrable a las flechas del destino y suele fracasar cuando el
propio cuerpo se convierte en fuente de dolor.
La tendencia a independizarse del mundo exterior, buscando
las satisfacciones en los procesos internos psíquicos, manifestada ya en el procedimiento descrito, se denota con intensidad aún
mayor en el que sigue. Aquí, el vínculo con la realidad se relaja
todavía más; la satisfacción se obtiene en ilusiones que son reconocidas como tales, sin que su discrepancia con el mundo real
impida gozarlas. El terreno del que proceden estas ilusiones es el
de la imaginación, terreno que otrora, al desarrollarse el sentido
de la realidad, fue sustraído expresamente a las exigencias del
juicio de realidad, reservándolo para la satisfacción de deseos
difícilmente realizables. A la cabeza de estas satisfacciones imaginativas encuentra el goce de la obra de arte, accesible aun al
carente de dotes creadoras, gracias a la mediación del artista.
Quien sea sensible a la influencia del arte no podrá estimarla en
demasía como fuente de placer y como consuelo para las congojas de la vida. Mas la ligera narcosis en que nos sumerge el arte
sólo proporciona un refugio fugaz ante los azares de la existencia y carece de poderío suficiente como para hacernos olvidar la
miseria real.
Más enérgica y radical es la acción de otro procedimiento: el
que ve en la realidad al único enemigo, fuente de todo sufrimiento, que nos torna intolerable la existencia y con quien por
consiguiente, es preciso romper toda relación si se pretende ser
feliz en algún sentido. El ermitaño vuelve la espalda a este mundo y nada quiere tener que hacer con él. Pero también se puede
ir más lejos, empeñándose en transformarlo, construyendo en su
lugar un nuevo mundo en el cual queden eliminados los rasgos
más intolerables, sustituidos por otros adecuados a los propios
deseos. Quien en desesperada rebeldía adopte este camino hacia
la felicidad, generalmente no llegará muy lejos, pues la realidad
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es la más fuerte. Se convertirá en un loco a quien pocos ayudarán en la realización de sus delirios. Sin embargo, se pretende
que todos nos conducimos, en uno u otro punto, igual que el paranoico, enmendando algún cariz intolerable del mundo mediante una creación desiderativa e incluyendo esta quimera en la realidad. Particular importancia adquiere el caso en que numerosos
individuos emprenden juntos la tentativa de procurarse un seguro de felicidad y una protección contra el dolor por medio de
una transformación delirante de la realidad. También las religiones de la Humanidad deben ser consideradas como semejantes
delirios colectivos. Desde luego, ninguno de los que comparten
el delirio puede reconocerlo jamás como tal.
No creo que sea completa esa enumeración de los métodos
con que el hombre se esfuerza por conquistar la felicidad y alejar el sufrimiento; también sé que el mismo material se presta a
otras clasificaciones. Existe un método que todavía no he mencionado; no porque lo haya olvidado, sino porque aún ha de
ocuparnos en otro respecto. ¡Cómo podríase olvidar precisamente esta técnica del arte de vivir! Se distingue por la más curiosa
combinación de rasgos característicos. Naturalmente, también
ella persigue la independencia del destino -tal es la expresión
que cabe aquí- y con esta intención traslada la satisfacción a los
procesos psíquicos internos, utilizando al efecto la ya mencionada desplazabilidad de la libido, pero sin apartarse por ello del
mundo exterior, aferrándose por el contrario a sus objetos y
hallando la felicidad en la vinculación afectiva con éstos. Por
otra parte, al hacerlo no se conforma con la resignante y fatigada
finalidad de eludir el sufrimiento, sino que la deja a un lado sin
prestarle atención, para concentrarse en el anhelo primordial y
apasionado del cumplimiento positivo de la felicidad. Quizá se
acerque mucho más a esta meta que cualquiera de los métodos
anteriores. Naturalmente, me refiero a aquella orientación de la
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vida que hace del amor el centro de todas las cosas, que deriva
toda satisfacción del amar y ser amado. Semejante actitud
psíquica nos es familiar a todos; una de la formas en que el amor
se manifiesta -el amor sexual- nos proporciona la experiencia
placentera más poderosa y subyugante, estableciendo así el prototipo de nuestras aspiraciones de felicidad. Nada más natural
que sigamos buscándola por el mismo camino que nos permitió
encontrarla por vez primera. El punto débil de esta técnica de
vida es demasiado evidente, y si no fuera así, a nadie se le habría
ocurrido abandonar por otro tal camino hacia la felicidad. En
efecto: jamás nos hallamos tan a merced del sufrimiento como
cuando amamos; jamás somos tan desamparadamente infelices
como cuando hemos perdido el objeto amado a su amor. Pero no
queda agotada con esto la técnica de vida que se funda sobre la
aptitud del amor para procurar felicidad; aún queda mucho por
decir al respecto.
Cabe agregar aquí el caso interesante de que la felicidad de la
vida se busque ante todo en el goce de la belleza, dondequiera
sea accesible a nuestros sentidos y a nuestro juicio: ya se trate de
la belleza en las formas y los gestos humanos, en los objetos de
la Naturaleza, los paisajes, o en las creaciones artísticas y aun
científicas. Esta orientación estética de la finalidad vital nos protege escasamente contra los sufrimientos inminentes, pero puede
indemnizarnos por muchos pesares sufridos. El goce de la belleza posee un particular carácter emocional, ligeramente embriagador. La belleza no tiene utilidad evidente ni es manifiesta su
necesidad cultural, y, sin embargo, la cultura no podría prescindir de ella. La ciencia de la estética investiga las condiciones en
las cuales las cosas se perciben como bellas, pero no ha logrado
explicar la esencia y el origen de la belleza, y como de costumbre, su infructuosidad se oculta con un despliegue de palabras
muy sonoras, pero pobres de sentido. Desgraciadamente, tampoSigmund Freud
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co el psicoanálisis tiene mucho que decirnos sobre la belleza. Lo
único seguro parece ser su derivación del terreno de las sensaciones sexuales, representando un modelo ejemplar de una tendencia coartada en su fin. Primitivamente, la «belleza» y el «encanto» son atributos del objeto sexual. Es notable que los órganos genitales mismos casi nunca sean considerados como bellos,
pese al invariable efecto excitante de su contemplación; en cambio, dicha propiedad parece ser inherente a ciertos caracteres
sexuales secundarios.
A pesar de su condición fragmentaria, me atrevo a cerrar
nuestro estudio con algunas conclusiones. El designio de ser felices que nos impone el principio del placer es irrealizable; mas
no por ello se debe -ni se puede- abandonar los esfuerzos por
acercarse de cualquier modo a su realización. Al efecto podemos
adoptar muy distintos caminos, anteponiendo ya el aspecto positivo de dicho fin -la obtención del placer-, ya su aspecto negativo -la evitación del dolor-. Pero ninguno de estos recursos nos
permitirá alcanzar cuanto anhelamos. La felicidad, considerada
en el sentido limitado, cuya realización parece posible, es meramente un problema de la economía libidinal de cada individuo. Ninguna regla al respecto vale para todos; cada uno debe
buscar por sí mismo la manera en que pueda ser feliz. Su elección del camino a seguir será influida por los más diversos factores. Todo depende de la suma de satisfacción real que pueda
esperar del mundo exterior y de la medida en que se incline a
independizarse de éste; por fin, también de la fuerza que se atribuya a sí mismo para modificarlo según sus deseos. Ya aquí
desempeña un papel determinante la constitución psíquica del
individuo, aparte de las circunstancias exteriores. El ser humano
predominantemente erótico antepondrá los vínculos afectivos
que lo ligan a otras personas; el narcisista, inclinado a bastarse a
sí mismo, buscará las satisfacciones esenciales en sus procesos
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psíquicos íntimos; el hombre de acción nunca abandonará un
mundo exterior en el que pueda medir sus fuerzas. En el segundo de estos tipos, la orientación de los intereses será determinada por la índole de su vocación y por la medida de las sublimaciones instintuales que estén a su alcance. Cualquier decisión
extrema en la elección se hará sentir, exponiendo al individuo a
los peligros que involucra la posible insuficiencia de toda técnica vital elegida, con exclusión de las restantes. Así como el comerciante prudente evita invertir todo su capital en una sola operación, así también la sabiduría quizá nos aconseje no hacer depender toda satisfacción de una única tendencia, pues su éxito
jamás es seguro: depende del concurso de numerosos factores, y
quizá de ninguno tanto como de la facultad del aparato psíquico
para adaptar sus funciones al mundo y para sacar provecho de
éste en la realización del placer. Quien llegue al mundo con una
constitución instintual particularmente desfavorable, difícilmente hallará la felicidad en su situación ambiental, ante todo cuando se encuentre frente a tareas difíciles, a menos que haya efectuado la profunda transformación y reestructuración de sus
componentes libidinales, imprescindible para todo rendimiento
futuro. La última técnica de vida que le queda y que le ofrece
por lo menos satisfacciones sustitutivas es la fuga a la neurosis,
recurso al cual generalmente apela ya en años juveniles. Quien
vea fracasar en edad madura sus esfuerzos por alcanzar la felicidad, aun hallará consuelo en el placer de la intoxicación crónica
o bien emprenderá esa desesperada tentativa de rebelión que es
la psicosis.
La religión viene a perturbar este libre juego de elección y
adaptación, al imponer a todos por igual su camino único para
alcanzar la felicidad y evitar el sufrimiento. Su técnica consiste
en reducir el valor de la vida y en deformar delirantemente la
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imagen del mundo real, medidas que tienen por condición previa
la intimidación de la inteligencia. A este precio, imponiendo por
la fuerza al hombre la fijación a un infantilismo psíquico y
haciéndolo participar en un delirio colectivo, la religión logra
evitar a muchos seres la caída en la neurosis individual. Pero no
alcanza nada más. Como ya sabemos, hay muchos caminos que
pueden llevar a la felicidad, en la medida en que es accesible al
hombre, mas ninguno que permita alcanzarla con seguridad.
Tampoco la religión puede cumplir sus promesas, pues el creyente, obligado a invocar en última instancia los «inescrutables
designios» de Dios, confiesa con ello que en el sufrimiento sólo
le queda la sumisión incondicional como último consuelo y
fuente de goce. Y si desde el principio ya estaba dispuesto a
aceptarla, bien podría haberse ahorrado todo ese largo rodeo.
III
N
UESTRO estudio de la felicidad no nos ha enseñado
hasta ahora mucho que exceda de lo conocido por todo
el mundo. Las perspectivas de descubrir algo nuevo
tampoco parecen ser más promisorias, aunque continuemos la
indagación, preguntándonos por qué al hombre le resulta tan
difícil ser feliz. Ya hemos respondido al señalar las tres fuentes
del humano sufrimiento: la supremacía de la Naturaleza, la caducidad de nuestro propio cuerpo y la insuficiencia de nuestros
métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el
Estado y la sociedad. En lo que a las dos primeras se refiere,
nuestro juicio no puede vacilar mucho, pues nos vemos obligados a reconocerlas y a inclinarnos ante lo inevitable. Jamás llegaremos a dominar completamente la Naturaleza; nuestro orgaSigmund Freud
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nismo, que forma parte de ella, siempre será perecedero y limitado en su capacidad de adaptación y rendimiento. Pero esta
comprobación no es, en modo alguno, descorazonante; por el
contrario, señala la dirección a nuestra actividad. Podemos al
menos superar algunos pesares, aunque no todos; otros logramos
mitigarlos: varios milenios de experiencia nos han convencido
de ello. Muy distinta es nuestra actitud frente al tercer motivo de
sufrimiento, el de origen social. Nos negamos en absoluto a
aceptarlo: no atinamos a comprender por qué las instituciones
que nosotros mismos hemos creado no habrían de representar
más bien protección y bienestar para todos. Sin embargo, si consideramos cuán pésimo resultado hemos obtenido precisamente
en este sector de la prevención contra el sufrimiento, comenzamos a sospechar que también aquí podría ocultarse una porción
de la indomable naturaleza, tratándose esta vez de nuestra propia
constitución psíquica.
A punto de ocuparnos en esta eventualidad, nos topamos con
una afirmación tan sorprendente que retiene nuestra atención.
Según ella, nuestra llamada cultura llevaría gran parte de la culpa por la miseria que sufrimos, y podríamos ser mucho más felices si la abandonásemos para retornar a condiciones de vida más
primitivas. Califico de sorprendente esta aseveración, porque cualquiera sea el sentido que se dé al concepto de cultura- es
innegable que todos los recursos con los cuales intentamos defendernos contra los sufrimientos amenazantes proceden precisamente de esa cultura.
¿Por qué caminos habrán llegado tantos hombres a esta extraña actitud de hostilidad contra la cultura? Creo que un profundo y antiguo disconformismo con el respectivo estado cultural constituyó el terreno en que determinadas circunstancias
históricas hicieron germinar la condenación de aquélla. Me parece que alcanzo a identificar el último y el penúltimo de estos
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motivos, pero la erudición no basta para perseguir más lejos la
cadena de los mismos en la historia de la especie humana. En el
triunfo del cristianismo sobre las religiones paganas ya debe
haber intervenido tal factor anticultural, teniendo en cuenta su
íntima afinidad con la depreciación de la vida terrenal implícita
en la doctrina cristiana. El penúltimo motivo surgió cuando al
extenderse los viajes de exploración se entabló contacto con razas y pueblos primitivos. Los europeos, observando superficialmente e interpretando de manera equívoca sus usos y costumbres, imaginaron que esos pueblos llevaban una vida simple,
modesta y feliz, que debía parecer inalcanzable a los exploradores de nivel cultural más elevado. La experiencia ulterior ha rectificado muchos de estos juicios, pues en múltiples casos se había atribuido tal facilitación de la vida a la falta de complicadas
exigencias culturales, cuando en realidad obedecía a la generosidad de la Naturaleza y a la cómoda satisfacción de las necesidades elementales. En cuanto a la última de aquellas motivaciones históricas, la conocemos bien de cerca: se produjo cuando el
hombre aprendió a comprender el mecanismo de las neurosis,
que amenazan socavar el exiguo resto de felicidad accesible a la
humanidad civilizada. Comprobóse así que el ser humano cae en
la neurosis porque no logra soportar el grado de frustración que
le impone la sociedad en aras de sus ideales de cultura, deduciéndose de ello que sería posible reconquistar las perspectivas
de ser feliz, eliminando o atenuando en grado sumo estas exigencias culturales.
Agrégase a esto el influjo de cierta decepción. En el curso de
las últimas generaciones la Humanidad ha realizado extraordinarios progresos en las ciencias naturales y en su aplicación técnica, afianzando en medida otrora inconcebible su dominio sobre
la Naturaleza. No enunciaremos, por conocidos de todos, los
pormenores de estos adelantos. El hombre se enorgullece con
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razón de tales conquistas pero comienza a sospechar que este
recién adquirido dominio del espacio y del tiempo, esta sujeción
de las fuerzas naturales, cumplimiento de un anhelo multimilenario, no ha elevado la satisfacción placentera que exige de la
vida, no le ha hecho, en su sentir, más feliz. Deberíamos limitarnos a deducir de esta comprobación que el dominio sobre la Naturaleza no es el único requisito de la felicidad humana -como,
por otra parte, tampoco es la meta exclusiva de las aspiraciones
culturales-, sin inferir de ella que los progresos técnicos son inútiles para la economía de nuestra felicidad. En efecto, ¿acaso
no es una positiva experiencia placentera, un innegable aumento
de mi felicidad, si puedo escuchar a voluntad la voz de mi hijo
que se encuentra a centenares de kilómetros de distancia; si,
apenas desembarcado mi amigo, puedo enterarme de que ha sobrellevado bien su largo y penoso viaje? ¿Por ventura no significa nada el que la Medicina haya logrado reducir tan extraordinariamente la mortalidad infantil, el peligro de las infecciones
puerperales, y aun prolongar en considerable número los años de
vida del hombre civilizado? A estos beneficios, que debemos a
la tan vituperada era de los progresos científicos y técnicos, aun
podría agregar una larga serie -pero aquí se hace oír la voz de la
crítica pesimista, advirtiéndonos que la mayor parte de estas satisfacciones serían como esa «diversión gratuita» encomiada en
cierta anécdota: no hay más que sacar una pierna desnuda de
bajo la manta, en fría noche de invierno, para poder procurarse
el «placer» de volverla a cubrir. Sin el ferrocarril que supera la
distancia, nuestro hijo jamás habría abandonado la ciudad natal,
y no necesitaríamos el teléfono para poder oír su voz. Sin la navegación transatlántica, el amigo no habría emprendido el largo
viaje, y ya no me haría falta el telégrafo para tranquilizarme sobre su suerte. ¿De qué nos sirve reducir la mortalidad infantil si
precisamente esto nos obliga a adoptar máxima prudencia en la
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procreación; de modo que, a fin de cuentas tampoco hoy criamos más niños que en la época previa a la hegemonía de la
higiene, y en cambio hemos subordinado a penosas condiciones
nuestra vida sexual en el matrimonio, obrando probablemente en
sentido opuesto a la benéfica selección natural? ¿De qué nos sirve, por fin, una larga vida si es tan miserable, tan pobre en alegrías y rica en sufrimientos que sólo podemos saludar a la muerte como feliz liberación?
Parece indudable, pues, que no nos sentimos muy cómodos
en nuestra actual cultura, pero resulta muy difícil juzgar si -y en
qué medida- los hombres de antaño eran más felices, así como la
parte que en ello tenían sus condiciones culturales. Siempre tenderemos a apreciar objetivamente la miseria, es decir, a situarnos en aquellas condiciones con nuestras propias pretensiones y
sensibilidades, para examinar luego los motivos de felicidad o
de sufrimiento que hallaríamos en ellas. Esta manera de apreciación aparentemente objetiva porque abstrae de las variaciones a
que está sometida la sensibilidad subjetiva, es, naturalmente, la
más subjetiva que puede darse, pues en el lugar de cualquiera de
las desconocidas disposiciones psíquicas ajenas coloca la nuestra. Pero la felicidad es algo profundamente subjetivo. Pese a
todo el horror que puedan causarnos determinadas situaciones la del antiguo galeote, del siervo en la Guerra de los Treinta
Años, del condenado por la Santa Inquisición, del judío que
aguarda la hora de la persecución-, nos es, sin embargo, imposible colocarnos en el estado de ánimo de esos seres, intuir los
matices del estupor inicial, el paulatino embotamiento, el abandono de toda expectativa, las formas groseras o finas de narcotización de la sensibilidad frente a los estímulos placenteros y
desagradables. Ante situaciones de máximo sufrimiento también
se ponen en función determinados mecanismos psíquicos de
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protección. Pero me parece infructuoso perseguir más lejos este
aspecto del problema.
Es hora de que nos dediquemos a la esencia de esta cultura,
cuyo valor para la felicidad humana se ha puesto tan en duda.
No hemos de pretender una fórmula que defina en pocos términos esta esencia, aun antes de haber aprendido algo más examinándola. Por consiguiente, nos conformaremos con repetir
que el término «cultura» designa la suma de las producciones e
instituciones que distancian nuestra vida de la de nuestros antecesores animales y que sirven a dos fines: proteger al hombre
contra la Naturaleza y regular las relaciones de los hombres entre sí. Para alcanzar una mayor comprensión examinaremos uno
por uno los rasgos de la cultura, tal como se presenta en las comunidades humanas. Al hacerlo, nos dejaremos guiar sin reservas por el lenguaje común, o como también se suele decir, por el
sentido del lenguaje, confiando en que así lograremos prestar la
debida consideración a intuiciones profundas que aún se resisten
a la expresión en términos abstractos.
El comienzo es fácil: aceptamos como culturales todas las actividades y los bienes útiles para el hombre: a poner la tierra a su
servicio, a protegerlo contra la fuerza de los elementos, etc. He
aquí el aspecto de la cultura que da lugar a menos dudas. Para
no quedar cortos en la historia, consignaremos como primeros
actos culturales el empleo de herramientas, la dominación del
fuego y la construcción de habitaciones. Entre ellos, la conquista
del fuego se destaca como una hazaña excepcional y sin precedentes; en cuanto a los otros, abrieron al hombre caminos que
desde entonces no dejó de recorrer y cuya elección responde a
motivos fáciles de adivinar. Con las herramientas el hombre perfecciona sus órganos -tanto los motores como los sensoriales- o
elimina las barreras que se oponen a su acción. Las máquinas le
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suministran gigantescas fuerzas, que puede dirigir, como sus
músculos, en cualquier dirección; gracias al navío y al avión, ni
el agua ni el aire consiguen limitar sus movimientos. Con la lente corrige los defectos de su cristalino y con el telescopio contempla las más remotas lejanías; merced al microscopio supera
los límites de lo visible impuestos por la estructura de su retina.
Con la cámara fotográfica ha creado un instrumento que fija las
impresiones ópticas fugaces, servicio que el fonógrafo le rinde
con las no menos fugaces impresiones auditivas, constituyendo
ambos instrumentos materializaciones de su innata facultad de
recordar; es decir, de su memoria. Con ayuda del teléfono oye a
distancia que aun el cuento de hadas respetaría como inalcanzables. La escritura es, originalmente, el lenguaje del ausente; la
vivienda, un sucedáneo del vientre materno, primera morada
cuya nostalgia quizá aún persista en nosotros, donde estábamos
tan seguros y nos sentíamos tan a gusto.
Diríase que es un cuento de hadas esta realización de todos o
casi todos sus deseos fabulosos, lograda por el hombre con su
ciencia y su técnica, en esta tierra que lo vio aparecer por vez
primera como débil animal y a la que cada nuevo individuo de
su especie vuelve a ingresar -oh inch of nature!- como lactante
inerme. Todos estos bienes el hombre puede considerarlos como
conquistas de la cultura. Desde hace mucho tiempo se había forjado un ideal de omnipotencia y omnisapiencia que encarnó en
sus dioses, atribuyéndoles cuanto parecía inaccesible a sus deseos o le estaba vedado, de modo que bien podemos considerar a
estos dioses como ideales de la cultura. Ahora que se encuentra
muy cerca de alcanzar este ideal casi ha llegado a convertirse él
mismo en un dios, aunque por cierto sólo en la medida en que el
común juicio humano estima factible un ideal: nunca por completo; en unas cosas, para nada; en otras, sólo a medias. El hombre ha llegado a ser por así decirlo, un dios con prótesis: bastanSigmund Freud
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te magnífico cuando se coloca todos sus artefactos; pero éstos
no crecen de su cuerpo y a veces aun le procuran muchos sinsabores. Por otra parte, tiene derecho a consolarse con la reflexión
de que este desarrollo no se detendrá precisamente en el año de
gracia de 1930. Tiempos futuros traerán nuevos y quizá inconcebibles progresos en este terreno de la cultura, exaltando aún
más la deificación del hombre. Pero no olvidemos, en interés de
nuestro estudio, que tampoco el hombre de hoy se siente feliz en
su semejanza con Dios.
Así, reconocemos el elevado nivel cultural de un país cuando
comprobamos que en él se realiza con perfección y eficacia
cuanto atañe a la explotación de la tierra por el hombre y a la
protección de éste contra las fuerzas elementales; es decir, en
dos palabras: cuando todo está dispuesto para su mayor utilidad.
En semejante país los ríos que amenacen con inundaciones
habrán de tener regulado su cauce y sus aguas conducidas por
canales a las regiones que carezcan de ellas; las tierras serán cultivadas diligentemente y sembradas con las plantas más adecuadas a su fertilidad; las riquezas minerales del subsuelo serán explotadas activamente y convertidas en herramientas y accesorios
indispensables; los medios de transporte serán frecuentes, rápidos y seguros; los animales salvajes y dañinos habrán sido exterminados y florecerá la cría de los domésticos. Pero aún tenemos otras pretensiones frente a la cultura y -lo que no deja de ser
significativo- esperamos verlas realizadas precisamente en los
mismos países. Cual si con ello quisiéramos desmentir las demandas materiales que acabamos de formular, también celebramos como manifestación de cultura el hecho de que la diligencia
humana se vuelque igualmente sobre cosas que parecen carecer
de la menor utilidad, como, por ejemplo, la ornamentación floral
de los espacios libres urbanos, junto a su fin útil de servir como
plazas de juego y sitios de aireación, o bien el empleo de las floSigmund Freud
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res con el mismo objeto en la habitación humana. Al punto advertimos que eso, lo inútil, cuyo valor esperamos ver apreciado
por la cultura, no es sino la belleza. Exigimos al hombre civilizado que la respete dondequiera se le presente en la Naturaleza y
que, en la medida de su habilidad manual, dote de ella a los objetos. Pero con esto no quedan agotadas, ni mucho menos, nuestras exigencias a la cultura, pues aún esperamos ver en ella las
manifestaciones del orden y la limpieza. No apreciamos en mucho la cultura de una villa rural inglesa de la época de Shakespeare, al enterarnos de que ante la puerta de su casa natal, en
Stratford, se elevaba un gran estercolero; nos indignamos y
hablamos de «barbarie» -antítesis de cultura- al encontrar los
senderos del bosque de Viena llenos de papeluchos. Cualquier
forma de desaseo nos parece incompatible con la cultura; extendemos también a nuestro propio cuerpo este precepto de limpieza, enterándonos con asombro del mal olor que solía despedir la
persona del Rey Sol; meneamos la cabeza al mostrársenos en
Isola Bella la minúscula jofaina que usaba Napoleón para su
ablución matutina. Ni siquiera nos asombramos cuando alguien
llega a establecer el consumo del jabón como índice de cultura.
Análoga actitud adoptamos frente al orden, que, como la limpieza, referimos únicamente a la obra humana; pero mientras no
hemos de esperar que la limpieza reine en la Naturaleza, el orden, en cambio, se lo hemos copiado a ésta; la observación de
las grandes cronologías siderales no sólo dio al hombre la pauta,
sino también las primeras referencias para introducir el orden en
su vida. El orden es una especie de impulso de repetición que
establece de una vez para todas cuándo, dónde y cómo debe
efectuarse determinado acto, de modo que en toda situación correspondiente nos ahorraremos las dudas e indecisiones. El orden, cuyo beneficio es innegable, permite al hombre el máximo
aprovechamiento de espacio y tiempo, economizando simultá-
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neamente sus energías psíquicas. Cabría esperar que se impusiera desde un principio y espontáneamente en la actividad humana; pero por extraño que parezca no sucedió así, sino que el
hombre manifiesta más bien en su labor una tendencia natural al
descuido, a la irregularidad y a la informalidad, siendo necesarios arduos esfuerzos para conseguir encaminarlo a la imitación
de aquellos modelos celestes.
Evidentemente, la belleza, el orden y la limpieza ocupan una
posición particular entre las exigencias culturales. Nadie afirmará que son tan esenciales como el dominio de las fuerzas de
la Naturaleza y otros factores que aún conoceremos, pero nadie
estará dispuesto a relegarlas como cosas accesorias. La belleza,
que no quisiéramos echar de menos en la cultura, ya es un ejemplo de que ésta no persigue tan sólo el provecho. La utilidad del
orden es evidente; en lo que a la limpieza se refiere, tendremos
en cuenta que también es prescrita por la higiene, vinculación
que probablemente no fue ignorada por el hombre aun antes de
que se llegara a la prevención científica de las enfermedades.
Pero este factor utilitario no basta por sí solo para explicar del
todo dicha tendencia higiénica; por fuerza debe intervenir en ella
algo más.
Pero no creemos poder caracterizar a la cultura mejor
que a través de su valoración y culto de las actividades psíquicas
superiores, de las producciones intelectuales, científicas y artísticas, o por la función directriz de la vida humana que concede a
las ideas. Entre éstas el lugar preeminente lo ocupan los sistemas
religiosos cuya complicada estructura traté de iluminar en otra
oportunidad; junto a ellos se encuentran las especulaciones filosóficas, y, finalmente, lo que podríamos calificar de «construcciones ideales» del hombre, es decir, su idea de una posible
perfección del individuo, de la nación o de la Humanidad entera,
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así como las pretensiones que establece basándose en tales ideas. La circunstancia de que estas creaciones no sean independientes entre sí, sino, al contrario, íntimamente entrelazadas, dificulta tanto su formulación como su derivación psicológica. Si
aceptamos como hipótesis general que el resorte de toda actividad humana es el afán de lograr ambos fines convergentes -el
provecho y el placer-, entonces también habremos de aceptar su
vigencia para estas otras manifestaciones culturales, a pesar de
que su acción sólo se evidencia claramente en las actividades
científicas o artísticas. Pero no se puede dudar de que también
las demás satisfacen poderosas necesidades del ser humano,
quizá aquellas que sólo están desarrolladas en una minoría de
los hombres. Tampoco hemos de dejarnos inducir a engaño por
nuestros juicios de valor sobre algunos de estos ideales y sistemas religiosos o filosóficos, pues ya se vea en ellos la creación
máxima del espíritu humano, ya se los menosprecie como aberraciones, es preciso reconocer que su existencia, y particularmente su hegemonía, indican un elevado nivel de cultura.
Como último, pero no menos importante rasgo característico
de una cultura, debemos considerar la forma en que son reguladas las relaciones de los hombres entre sí; es decir, las relaciones sociales que conciernen al individuo en tanto que vecino colaborador u objeto sexual de otro, en tanto que miembro de una
familia o de un Estado. He aquí un terreno en el cual nos resultará particularmente difícil mantenernos al margen de ciertas
concepciones ideales y llegar a establecer lo que estrictamente
ha de calificarse como cultural. Comencemos por aceptar que el
elemento cultural estuvo implícito ya en la primera tentativa de
regular esas relaciones sociales pues si tal intento hubiera sido
omitido, dichas relaciones habrían quedado al arbitrio del individuo; es decir, el más fuerte las habría fijado a conveniencia de
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sus intereses y de sus tendencias instintivas. Nada cambiaría en
la situación si este personaje más fuerte se encontrara, a su vez,
con otro más fuerte que él. La vida humana en común sólo se
torna posible cuando llega a reunirse una mayoría más poderosa
que cada uno de los individuos y que se mantenga unida frente a
cualquiera de éstos. El poderío de tal comunidad se enfrenta entonces, como «Derecho», con el poderío del individuo, que se
tacha de «fuerza bruta». Esta sustitución del poderío individual
por el de la comunidad representa el paso decisivo hacia la cultura. Su carácter esencial reside en que los miembros de la comunidad restringen sus posibilidades de satisfacción, mientras
que el individuo aislado no reconocía semejantes restricciones.
Así, pues, el primer requisito cultural es el de la justicia, o sea,
la seguridad de que el orden jurídico, una vez establecido, ya no
será violado a favor de un individuo, sin que esto implique un
pronunciamiento sobre el valor ético de semejante derecho. El
curso ulterior de la evolución cultural parece tender a que este
derecho deje de expresar la voluntad de un pequeño grupo casta, tribu, clase social-, que a su vez se enfrenta, como individualidad violentamente agresiva, con otras masas quizá más
numerosas. El resultado final ha de ser el establecimiento de un
derecho al que todos -o por lo menos todos los individuos aptos
para la vida en comunidad- hayan contribuido con el sacrificio
de sus instintos, y que no deje a ninguno -una vez más: con la
mencionada limitación- a merced de la fuerza bruta.
La libertad individual no es un bien de la cultura, pues era
máxima antes de toda cultura, aunque entonces carecía de valor
porque el individuo apenas era capaz de defenderla. El desarrollo cultural le impone restricciones, y la justicia exige que nadie
escape a ellas. Cuando en una comunidad humana se agita el
ímpetu libertario puede tratarse de una rebelión contra alguna
injusticia establecida, favoreciendo así un nuevo progreso de la
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cultura y no dejando, por tanto, de ser compatible con ésta; pero
también puede surgir del resto de la personalidad primitiva que
aún no ha sido dominado por la cultura, constituyendo entonces
el fundamento de una hostilidad contra la misma. Por consiguiente, el anhelo de libertad se dirige contra determinadas formas y exigencias de la cultura, o bien contra ésta en general. Al
parecer, no existe medio de persuasión alguno que permita inducir al hombre a que transforme su naturaleza en la de una hormiga; seguramente jamás dejará de defender su pretensión de
libertad individual contra la voluntad de la masa. Buena parte de
las luchas en el seno de la Humanidad giran alrededor del fin
único de hallar un equilibrio adecuado (es decir, que dé felicidad
a todos) entre estas reivindicaciones individuales y las colectivas, culturales; uno de los problemas del destino humano es el
de si este equilibrio puede ser alcanzado en determinada cultura
o si el conflicto en sí es inconciliable.
Al dejar que nuestro sentido común nos señalara qué aspectos
de la vida humana merecen ser calificados de culturales, hemos
logrado una impresión clara del conjunto de la cultura, aunque
por el momento nada hayamos averiguado que no fuese conocido por todo el mundo. Al mismo tiempo, nos hemos cuidado de
caer en el prejuicio general que equipara la cultura a la perfección, que la considera como el camino hacia lo perfecto, señalado a los seres humanos. Pero aquí abordamos cierta concepción
que quizá conduzca en otro sentido. La evolución cultural se nos
presenta como un proceso peculiar que se opera en la Humanidad y muchas de cuyas particularidades nos parecen familiares.
Podemos caracterizarlo por los cambios que impone a las conocidas disposiciones instintuales del hombre, cuya satisfacción es,
en fin de cuentas, la finalidad económica de nuestra vida. Algunos de estos instintos son consumidos de tal suerte que en su
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lugar aparece algo que en el individuo aislado calificamos de
rasgo del carácter. El erotismo anal del niño nos ofrece el más
curioso ejemplo de tal proceso. En el curso del crecimiento, su
primitivo interés por la función excretora, por sus órganos y sus
productos, se transforma en el grupo de rasgos que conocemos
como ahorro, sentido del orden y limpieza, rasgos valiosos y
loables como tales, pero susceptibles de exacerbarse hasta un
grado de notable predominio, constituyendo entonces lo que se
denomina «carácter anal». No sabemos cómo sucede esto; pero
no se puede poner en duda la certeza de tal concepción. Ahora
bien: hemos comprobado que el orden y la limpieza son preceptos esenciales de la cultura, por más que su necesidad vital no
salte precisamente a los ojos, como tampoco es evidente su aptitud para proporcionar placer. Aquí se nos presenta por vez primera la analogía entre el proceso de la cultura y la evolución
libidinal del individuo.
Otros instintos son obligados a desplazar las condiciones de
su satisfacción, a perseguirla por distintos caminos, proceso que
en la mayoría de los casos coincide con el bien conocido mecanismo de la sublimación (de los fines instintivos) mientras que
en algunos aún puede ser distinguido de ésta. La sublimación de
los instintos constituye un elemento cultural sobresaliente, pues
gracias a ella las actividades psíquicas superiores, tanto científicas como artísticas e ideológicas, pueden desempeñar un papel
muy importante en la vida de los pueblos civilizados. Si cediéramos a la primera impresión, estaríamos tentados a decir que la
sublimación es en principio, un destino instintual impuesto por
la cultura; pero convendrá reflexionar algo más al respecto.
Por fin, hallamos junto a estos dos mecanismos un tercero,
que nos parece el más importante, pues es forzoso reconocer la
medida en que la cultura reposa sobre la renuncia a las satisfacciones instintuales: hasta qué punto su condición previa radica
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precisamente en la insatisfacción (¿por supresión, represión o
algún otro proceso?) de instintos poderosos. Esta frustración cultural rige el vasto dominio de las relaciones sociales entre los
seres humanos, y ya sabemos que en ella reside la causa de la
hostilidad opuesta a toda cultura. Este proceso también planteará
arduos problemas a nuestra labor científica: son muchas las soluciones que habremos de ofrecer. No es fácil comprender cómo
se puede sustraer un instinto a su satisfacción; propósito que, por
otra parte, no está nada libre de peligros, pues si no se compensa
económicamente tal defraudación habrá que atenerse a graves
trastornos.
Pero si pretendemos establecer el valor que merece nuestro
concepto del desarrollo cultural como un proceso particular
comparable a la maduración normal del individuo, tendremos
que abordar sin duda otro problema, preguntándonos a qué factores debe su origen la evolución de la cultura, cómo surgió y
qué determinó su derrotero ulterior.
IV
H
E aquí una tarea exorbitante, ante la que bien podemos
confesar nuestro apocamiento. Veamos, pues, lo poco
que de ella logré entrever.
El hombre primitivo, después de haber descubierto que
estaba literalmente en sus manos mejorar su destino en la Tierra
por medio del trabajo, ya no pudo considerar con indiferencia el
hecho de que el prójimo trabajara con él o contra él. Sus semejantes adquirieron entonces, a sus ojos, la significación de colaboradores con quienes resultaba útil vivir en comunidad. Aún
antes, en su prehistoria antropoidea, había adoptado el hábito de
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constituir familias, de modo que los miembros de éstas probablemente fueran sus primeros auxiliares. Es de suponer que la
constitución de la familia estuvo vinculada a cierta evolución
sufrida por la necesidad de satisfacción genital: ésta, en lugar de
presentarse como un huésped ocasional que de pronto se instala
en casa de uno para no dar por mucho tiempo señales de vida
después de su partida, se convirtió, por lo contrario, en un inquilino permanente del individuo. Con ello, el macho tuvo motivos
para conservar junto a sí a la hembra, o, en términos más genéricos, a los objetos sexuales; las hembras, por su parte, no queriendo separarse de su prole inerme, también se vieron obligadas
a permanecer, en interés de ésta, junto al macho más fuerte. En
esta familia primitiva aún falta un elemento esencial de la cultura, pues la voluntad del jefe y padre era ilimitada. En Totem y
tabú traté de mostrar el camino que condujo de esta familia primitiva a la fase siguiente de la vida en sociedad, es decir, a las
alianzas fraternas. Los hijos, al triunfar sobre el padre, habían
descubierto que una asociación puede ser más poderosa que el
individuo aislado. La fase totémica de la cultura se basa en las
restricciones que los hermanos hubieron de imponerse mutuamente para consolidar este nuevo sistema. Los preceptos del
tabú constituyeron así el primer «Derecho», la primera ley. La
vida de los hombres en común adquirió, pues, doble fundamento: por un lado, la obligación del trabajo impuesta por las necesidades exteriores; por el otro, el poderío del amor, que impedía
al hombre prescindir de su objeto sexual, la mujer, y a ésta, de
esa parte separada de su seno que es el hijo. De tal manera, Eros
y Ananké (amor y necesidad) se convirtieron en los padres de la
cultura humana, cuyo primer resultado fue el de facilitar la vida
en común a mayor número de seres. Dado que en ello colaboraron estas dos poderosas instancias, cabría esperar que la evolución ulterior se cumpliese sin tropiezos, llevando a una domina-
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ción cada vez más perfecta del mundo exterior y al progresivo
aumento del número de hombres comprendidos en la comunidad. Así, no es fácil comprender cómo esta cultura podría dejar
de hacer felices a sus miembros.
Antes de indagar el posible origen de sus eventuales perturbaciones, dejemos que el reconocimiento del amor como uno de
los fundamentos de la cultura nos aparte de nuestro camino, a
fin de llenar una laguna en nuestras consideraciones anteriores.
Cuando señalamos la experiencia de que el amor sexual (genital)
ofrece al hombre las más intensas vivencias placenteras, estableciendo, en suma, el prototipo de toda felicidad, dijimos que
aquélla debía haberle inducido a seguir buscando en el terreno
de las relaciones sexuales todas las satisfacciones que permite la
vida, de manera que el erotismo genital vendría a ocupar el centro de su existencia. Agregamos que tal camino conduce a una
peligrosa dependencia frente a una parte del mundo exterior frente al objeto amado que se elige-, exponiéndolo así a experimentar los mayores sufrimientos cuando este objeto lo desprecie
o cuando se lo arrebate la infidelidad o la muerte. He aquí por
qué los sabios de todos los tiempos trataron de disuadir tan insistentemente a los hombres de la elección de este camino, que, sin
embargo, conservó todo su atractivo para gran número de seres.
Gracias a su constitución, una pequeña minoría de éstos logra
hallar la felicidad por la vía del amor; mas para ello debe someter la función erótica a vastas e imprescindibles modificaciones
psíquicas. Estas personas se independizan del consentimiento
del objeto, desplazando a la propia acción de amar el acento que
primitivamente reposaba en la experiencia de ser amado, de tal
manera que se protegen contra la pérdida del objeto, dirigiendo
su amor en igual medida a todos los seres en vez de volcarlo sobre objetos determinados; por fin, evitan las peripecias y defraudaciones del amor genital, desviándolo de su fin sexual, es decir,
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transformando el instinto en un impulso coartado en su fin. El
estado en que de tal manera logran colocarse, esa actitud de ternura etérea e imperturbable, ya no conserva gran semejanza exterior con la agitada y tempestuosa vida amorosa genital de la
cual se ha derivado. San Francisco de Asís fue quizá quien llegó
más lejos en esta utilización del amor para lograr una sensación
de felicidad interior, técnica que, según dijimos, es una de las
que facilitan la satisfacción del principio del placer, habiendo
sido vinculada en múltiples ocasiones a la religión, con la que
probablemente coincida en aquellas remotas regiones donde deja
de diferenciarse el yo de los objetos, y éstos entre sí. Cierta concepción ética, cuyos motivos profundos aún habremos de dilucidar, pretende ver en esta disposición al amor universal por la
Humanidad y por el mundo la actitud más excelsa a que puede
elevarse el ser humano. Con todo, nos apresuramos a adelantar
nuestras dos principales objeciones al respecto: ante todo, un
amor que no discrimina pierde a nuestros ojos buena parte de su
valor, pues comete una injusticia frente al objeto; luego, no todos los seres humanos merecen ser amados.
Aquel impulso amoroso que instituyó la familia sigue ejerciendo su influencia en la cultura, tanto en su forma primitiva,
sin renuncia a la satisfacción sexual directa, como bajo su transformación en un cariño coartado en su fin. En ambas variantes
perpetúa su función de unir entre sí a un número creciente de
seres con intensidad mayor que la lograda por el interés de la
comunidad de trabajo. La imprecisión con que el lenguaje emplea el término «amor» está, pues, genéticamente justificada.
Suélese llamar así a la relación entre el hombre y la mujer que
han fundado una familia sobre la base de sus necesidades genitales; pero también se denomina «amor» a los sentimientos positivos entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas, a pesar de
que estos vínculos deben ser considerados como amor de fin inSigmund Freud
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hibido, como cariño. Sucede simplemente que el amor coartado
en su fin fue en su origen un amor plenamente sexual, y sigue
siéndolo en el inconsciente humano. Ambas tendencias amorosas, la sensual y la de fin inhibido, trascienden los límites de la
familia y establecen nuevos vínculos con seres hasta ahora extraños. El amor genital lleva a la formación de nuevas familias;
el fin inhibido, a las «amistades», que tienen valor en la cultura,
pues escapan a muchas restricciones del amor genital, como, por
ejemplo a su carácter exclusivo. Sin embargo, la relación entre
el amor y la cultura deja de ser unívoca en el curso de la evolución: por un lado, el primero se opone a los intereses de la segunda, que a su vez lo amenaza con sensibles restricciones.
Tal divorcio entre amor y cultura parece, pues, inevitable; pero no es fácil distinguir al punto su motivo. Comienza por manifestarse como un conflicto entre la familia y la comunidad social
más amplia a la cual pertenece el individuo. Ya hemos entrevisto que una de las principales finalidades de la cultura persigue la
aglutinación de los hombres en grandes unidades; pero la familia
no está dispuesta a renunciar al individuo. Cuanto más íntimos
sean los vínculos entre los miembros de la familia, tanto mayor
será muchas veces su inclinación a aislarse de los demás, tanto
más difícil les resultará ingresar en las esferas sociales más vastas. El modo de vida en común filogenéticamente más antiguo,
el único que existe en la infancia, se resiste a ser sustituido por
el cultural, de origen más reciente. El desprendimiento de la familia llega a ser para todo adolescente una tarea cuya solución
muchas veces le es facilitada por la sociedad mediante los ritos
de pubertad y de iniciación. Obtiénese así la impresión de que
aquí actúan obstáculos inherentes a todo desarrollo psíquico y en
el fondo también a toda evolución orgánica.
La siguiente discordia es causada por las mujeres, que no tardan en oponerse a la corriente cultural, ejerciendo su influencia
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dilatoria y conservadora. Sin embargo, son estas mismas mujeres las que originalmente establecieron el fundamento de la cultura con las exigencias de su amor. Las mujeres representan los
intereses de la familia y de la vida sexual; la obra cultural, en
cambio, se convierte cada vez más en tarea masculina, imponiendo a los hombres dificultades crecientes y obligándoles a
sublimar sus instintos, sublimación para la que las mujeres están
escasamente dotadas. Dado que el hombre no dispone de energía
psíquica en cantidades ilimitadas, se ve obligado a cumplir sus
tareas mediante una adecuada distribución de la libido. La parte
que consume para fines culturales la sustrae, sobre todo, a la
mujer y a la vida sexual; la constante convivencia con otros
hombres y su dependencia de las relaciones con éstos, aun llegan a sustraerlo a sus deberes de esposo y padre. La mujer,
viéndose así relegada a segundo término por las exigencias de la
cultura, adopta frente a ésta una actitud hostil.
En cuanto a la cultura, su tendencia a restringir la vida sexual
no es menos evidente que la otra, dirigida a ampliar el círculo de
su acción. Ya la primera fase cultural, la del totemismo, trae
consigo la prohibición de elegir un objeto incestuoso, quizá la
más cruenta mutilación que haya sufrido la vida amorosa del
hombre en el curso de los tiempos. El tabú, la ley y las costumbres han de establecer nuevas limitaciones que afectarán tanto al
hombre como a la mujer. Pero no todas las culturas avanzan a
igual distancia por este camino, y, además, la estructura material
de la sociedad también ejerce su influencia sobre la medida de la
libertad sexual restante. Ya sabemos que la cultura obedece al
imperio de la necesidad psíquica económica, pues se ve obligada
a sustraer a la sexualidad gran parte de la energía psíquica que
necesita para su propio consumo. Al hacerlo adopta frente a la
sexualidad una conducta idéntica a la de un pueblo o una clase
social que haya logrado someter a otra a su explotación. El teSigmund Freud
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mor a la rebelión de los oprimidos induce a adoptar medidas de
precaución más rigurosas. Nuestra cultura europea occidental
corresponde a un punto culminante de este desarrollo. Al comenzar por proscribir severamente las manifestaciones de la vida sexual infantil actúa con plena justificación psicológica, pues
la contención de los deseos sexuales del adulto no ofrecería
perspectiva alguna de éxito si no fuera facilitada por una labor
preparatoria en la infancia. En cambio, carece de toda justificación el que la sociedad civilizada aun haya llegado al punto de
negar la existencia de estos fenómenos, fácilmente demostrables
y hasta llamativos. La elección de objeto queda restringida en el
individuo sexualmente maduro al sexo contrario, y la mayor parte de las satisfacciones extragenitales son prohibidas como perversiones. La imposición de una vida sexual idéntica para todos,
implícita en estas prohibiciones, pasa por alto las discrepancias
que presenta la constitución sexual innata o adquirida de los
hombres, privando a muchos de ellos de todo goce sexual y
convirtiéndose así en fuente de una grave injusticia. El efecto de
estas medidas restrictivas podría consistir en que los individuos
normales, es decir, constitucionalmente aptos para ello, volcasen
todo su interés sexual, sin merma alguna, en los canales que se
le han dejado abiertos. Pero aun el amor genital heterosexual,
único que ha escapado a la proscripción, todavía es menoscabado por las restricciones de la legitimidad y de la monogamia. La
cultura actual nos da claramente a entender que sólo está dispuesta a tolerar las relaciones sexuales basadas en la unión única
e indisoluble entre un hombre y una mujer, sin admitir la sexualidad como fuente de placer en sí, aceptándola tan sólo como
instrumento de reproducción humana que hasta ahora no ha podido ser sustituido.
Desde luego, esta situación corresponde a un caso extremo,
pues todos sabemos que en la práctica no puede ser realizada ni
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siquiera durante breve tiempo. Sólo los seres débiles se sometieron a tan amplia restricción de su libertad sexual, mientras que
las naturalezas más fuertes únicamente la aceptaron con una
condición compensadora, de la que se tratará más adelante. La
sociedad civilizada se ha visto en la obligación de cerrar los ojos
ante muchas transgresiones que, de acuerdo con sus propios estatutos, debería haber perseguido. Sin embargo, también es preciso evitar el error opuesto, creyendo que semejante actitud cultural sería completamente inofensiva, ya que no alcanza todos
sus propósitos, pues no se puede dudar de que la vida sexual del
hombre civilizado ha sufrido un grave perjuicio y en ocasiones
llega a parecernos una función que se halla en pleno proceso involutivo al igual que, como ejemplos orgánicos, nuestra dentadura y nuestra cabellera. Quizá tengamos derecho a aceptar que
ha experimentado un sensible menoscabo en tanto que fuente de
felicidad, es decir, como recurso para realizar nuestra finalidad
vital. A veces creemos advertir que la presión de la cultura no es
el único factor responsable, sino que habría algo inherente a la
propia esencia de la función sexual que nos priva de satisfacción
completa, impulsándonos a seguir otros caminos. Puede ser que
estemos errados; pero es difícil decirlo.
V
L
A experiencia psicoanalítica ha demostrado que las
personas llamadas neuróticas son precisamente las
que menos soportan estas frustraciones de la vida
sexual. Mediante sus síntomas se procuran satisfacciones sustitutivas que, sin embargo, les deparan sufrimientos, ya sea por sí
mismas o por las dificultades que les ocasionan con el mundo
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exterior y con la sociedad. Este último caso se comprende fácilmente; pero el primero nos plantea un nuevo problema. Con todo, la cultura aún exige otros sacrificios, además de los que
afectan a la satisfacción sexual.
Al reducir la dificultad de la evolución cultural a la inercia de
la libido, a su resistencia a abandonar una posición antigua por
una nueva, hemos concebido aquélla como un trastorno evolutivo general. Sostenemos más o menos el mismo concepto, al derivar la antítesis entre cultura y sexualidad del hecho de que el
amor sexual constituye una relación entre dos personas, en las
que un tercero sólo puede desempeñar un papel superfluo o perturbador, mientras que, por el contrario, la cultura implica necesariamente relaciones entre mayor número de personas. En la
culminación máxima de una relación amorosa no subsiste interés alguno por el mundo exterior; ambos amantes se bastan a sí
mismos y tampoco necesitan el hijo en común para ser felices.
En ningún caso, como en éste, el Eros traduce con mayor claridad el núcleo de su esencia, su propósito de fundir varios seres
en uno solo; pero se resiste a ir más lejos, una vez alcanzado este fin, de manera proverbial, en el enamoramiento de dos personas.
Hasta aquí, fácilmente podríamos imaginar una comunidad
cultural formada por semejantes individualidades dobles, que,
libidinalmente satisfechas en sí mismas, se vincularan mutuamente por los lazos de la comunidad de trabajo o de intereses.
En tal caso la cultura no tendría ninguna necesidad de sustraer
energía a la sexualidad. Pero esta situación tan loable no existe
ni ha existido jamás, pues la realidad nos muestra que la cultura
no se conforma con los vínculos de unión que hasta ahora le
hemos concedido, sino que también pretende ligar mutuamente a
los miembros de la comunidad con lazos libidinales, sirviéndose
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a tal fin de cualquier recurso, favoreciendo cualquier camino
que pueda llegar a establecer potentes identificaciones entre
aquéllos, poniendo en juego la máxima cantidad posible de libido con fin inhibido, para reforzar los vínculos de comunidad
mediante los lazos amistosos. La realización de estos propósitos
exige ineludiblemente una restricción de la vida sexual; pero aún
no comprendemos la necesidad que impulsó a la cultura a adoptar este camino y que fundamenta su oposición a la sexualidad.
Ha de tratarse, sin duda, de un factor perturbador que todavía no
hemos descubierto.
Quizá hallemos la pista en uno de los pretendidos ideales
postulados por la sociedad civilizada. Es el precepto «Amarás al
prójimo como a ti mismo», que goza de universal nombradía y
seguramente es más antiguo que el cristianismo, a pesar de que
éste lo ostenta como su más encomiable conquista; pero sin duda no es muy antiguo, pues el hombre aún no lo conocía en épocas ya históricas. Adoptemos frente al mismo una actitud ingenua, como si lo oyésemos por vez primera: entonces no podremos contener un sentimiento de asombro y extrañeza. ¿Por qué
tendríamos que hacerlo? ¿De qué podría servirnos? Pero, ante
todo, ¿cómo llegar a cumplirlo? ¿De qué manera podríamos
adoptar semejante actitud? Mi amor es para mí algo muy precioso, que no tengo derecho a derrochar insensatamente. Me impone obligaciones que debo estar dispuesto a cumplir con sacrificios. Si amo a alguien es preciso que éste lo merezca por cualquier título. (Descarto aquí la utilidad que podría reportarme, así
como su posible valor como objeto sexual, pues estas dos formas de vinculación nada tienen que ver con el precepto del amor
al prójimo.) Merecería mi amor si se me asemejara en aspectos
importantes, a punto tal que pudiera amar en él a mí mismo; lo
merecería si fuera más perfecto de lo que yo soy, en tal medida
que pudiera amar en él al ideal de mi propia persona; debería
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amarlo si fuera el hijo de mi amigo, pues el dolor de éste, si
algún mal le sucediera, también sería mi dolor, yo tendría que
compartirlo. En cambio, si me fuera extraño y si no me atrajese
ninguno de sus propios valores, ninguna importancia que hubiera adquirido para mi vida afectiva entonces me sería muy difícil
amarlo. Hasta sería injusto si lo amara, pues los míos aprecian
mi amor como una demostración de preferencia, y les haría injusticia si los equiparase con un extraño. Pero si he de amarlo
con ese amor general por todo el Universo, simplemente porque
también él es una criatura de este mundo, como el insecto, el
gusano y la culebra, entonces me temo que sólo le corresponda
una ínfima parte de amor, de ningún modo tanto como la razón
me autoriza a guardar para mí mismo. ¿A qué viene entonces tan
solemne presentación de un precepto que razonablemente a nadie puede aconsejarse cumplir?
Examinándolo con mayor detenimiento, me encuentro con
nuevas dificultades. Este ser extraño no sólo es en general indigno de amor, sino que -para confesarlo sinceramente- merece
mucho más mi hostilidad y aun mi odio. No parece alimentar el
mínimo amor por mi persona, no me demuestra la menor consideración. Siempre que le sea de alguna utilidad, no vacilará en
perjudicarme, y ni siquiera se preguntará si la cuantía de su provecho corresponde a la magnitud del perjuicio que me ocasiona.
Más aún: ni siquiera es necesario que de ello derive un provecho; le bastará experimentar el menor placer para que no tenga
escrúpulo alguno en denigrarme, en ofenderme, en difamarme,
en exhibir su poderío sobre mi persona, y cuanto más seguro se
sienta, cuanto más inerme yo me encuentre, tanto más seguramente puedo esperar de él esta actitud para conmigo. Si se condujera de otro modo, si me demostrase consideración y respeto,
a pesar de serle yo un extraño, estaría dispuesto por mi parte a
retribuírselo de análoga manera, aunque no me obligara a ello
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precepto alguno. Aún más: si ese grandilocuente mandamiento
rezara «Amarás al prójimo como el prójimo te ame a ti», nada
tendría yo que objetar. Existe un segundo mandamiento que me
parece aún más inconcebible y que despierta en mí una resistencia más violenta: «Amarás a tus enemigos.» Sin embargo,
pensándolo bien, veo que estoy errado al rechazarlo como pretensión aun menos admisible, pues, en el fondo, nos dice lo
mismo que el primero.
Llegado aquí, creo oír una voz que, llena de solemnidad, me
advierte: «Precisamente porque tu prójimo no merece tu amor y
es más bien tu enemigo, debes amarlo como a ti mismo.» Comprendo entonces que éste es un caso semejante al Credo quia
absurdum.
Ahora bien: es muy probable que el prójimo, si se le invitara
a amarme como a mí mismo, respondería exactamente como yo
lo hice, repudiándome con idénticas razones, aunque, según espero, no con igual derecho objetivo; pero él, a su vez, esperará
lo mismo. Con todo, hay ciertas diferencias en la conducta de
los hombres, calificadas por la ética como «buenas» y «malas»,
sin tener en cuenta para nada sus condiciones de origen. Mientras no hayan sido superadas estas discrepancias innegables, el
cumplimiento de los supremos preceptos éticos significará un
perjuicio para los fines de la cultura al establecer un premio directo a la maldad. No se puede eludir aquí el recuerdo de un sucedido en el Parlamento francés al debatirse la pena de muerte:
un orador había abogado apasionadamente por su abolición y
cosechó frenéticos aplausos, hasta que una voz surgida del fondo de la sala pronunció las siguientes palabras:
Que messieurs les assassins commencent!
La verdad oculta tras de todo esto, que negaríamos de buen
grado, es la de que el hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que sólo osaría defenderse si se le atacara, sino,
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por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas
también debe incluirse una buena porción de agresividad. Por
consiguiente, el prójimo no le representa únicamente un posible
colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente
sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo.
Homo homini lupus: ¿quién se atrevería a refutar este refrán,
después de todas las experiencias de la vida y de la Historia? Por
regla general, esta cruel agresión espera para desencadenarse a
que se la provoque, o bien se pone al servicio de otros propósitos, cuyo fin también podría alcanzarse con medios menos violentos. En condiciones que le sean favorables, cuando desaparecen las fuerzas psíquicas antagónicas que por lo general la inhiben, también puede manifestarse espontáneamente, desenmascarando al hombre como una bestia salvaje que no conoce el
menor respeto por los seres de su propia especie. Quien recuerde
los horrores de las grandes migraciones, de las irrupciones de los
hunos, de los mogoles bajo Gengis Khan y Tamerlán, de la conquista de Jerusalén por los píos cruzados y aun las crueldades de
la última guerra mundial, tendrá que inclinarse humildemente
ante la realidad de esta concepción.
La existencia de tales tendencias agresivas, que podemos percibir en nosotros mismos y cuya existencia suponemos con toda
razón en el prójimo, es el factor que perturba nuestra relación
con los semejantes, imponiendo a la cultura tal despliegue de
preceptos. Debido a esta primordial hostilidad entre los hombres, la sociedad civilizada se ve constantemente al borde de la
desintegración. El interés que ofrece la comunidad de trabajo no
bastaría para mantener su cohesión, pues las pasiones instintivas
son más poderosas que los intereses racionales. La cultura se ve
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obligada a realizar múltiples esfuerzos para poner barreras a las
tendencias agresivas del hombre, para dominar sus manifestaciones mediante formaciones reactivas psíquicas. De ahí, pues,
ese despliegue de métodos destinados a que los hombres se
identifiquen y entablen vínculos amorosos coartados en su fin;
de ahí las restricciones de la vida sexual, y de ahí también el
precepto ideal de amar al prójimo como a sí mismo, precepto
que efectivamente se justifica, porque ningún otro es, como él,
tan contrario y antagónico a la primitiva naturaleza humana. Sin
embargo, todos los esfuerzos de la cultura destinados a imponerlo aún no han logrado gran cosa. Aquélla espera poder evitar los
peores despliegues de la fuerza bruta concediéndose a sí misma
el derecho de ejercer a su vez la fuerza frente a los delincuentes;
pero la ley no alcanza las manifestaciones más discretas y sutiles
de la agresividad humana. En un momento determinado, todos
llegamos a abandonar, como ilusiones, cuantas esperanzas juveniles habíamos puesto en el prójimo; todos sufrimos la experiencia de comprobar cómo la maldad de éste nos amarga y dificulta
la vida. Sin embargo, sería injusto reprochar a la cultura el que
pretenda excluir la lucha y la competencia de las actividades
humanas. Esos factores seguramente son imprescindibles; pero
la rivalidad no significa necesariamente hostilidad: sólo se abusa
de ella para justificar ésta.
Los comunistas creen haber descubierto el camino hacia la
redención del mal. Según ellos, el hombre sería bueno de todo
corazón, abrigaría las mejores intenciones para con el prójimo,
pero la institución de la propiedad privada habría corrompido su
naturaleza. La posesión privada de bienes concede a unos el poderío, y con ello la tentación de abusar de los otros; los excluidos de la propiedad deben sublevarse hostilmente contra sus
opresores. Si se aboliera la propiedad privada, si se hicieran coSigmund Freud
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munes todos los bienes, dejando que todos participaran de su
provecho, desaparecería la malquerencia y la hostilidad entre los
seres humanos. Dado que todas las necesidades quedarían satisfechas, nadie tendría motivo de ver en el prójimo a un enemigo;
todos se plegarían de buen grado a la necesidad del trabajo. No
me concierne la crítica económica del sistema comunista; no me
es posible investigar si la abolición de la propiedad privada es
oportuna y conveniente; pero, en cambio, puedo reconocer como
vana ilusión su hipótesis psicológica. Es verdad que al abolir la
propiedad privada se sustrae a la agresividad humana uno de sus
instrumentos, sin duda uno muy fuerte, pero de ningún modo el
más fuerte de todos. Sin embargo, nada se habrá modificado con
ello en las diferencias de poderío y de influencia que la agresividad aprovecha para sus propósitos; tampoco se habrá cambiado
la esencia de ésta. El instinto agresivo no es una consecuencia
de la propiedad, sino que regía casi sin restricciones en épocas
primitivas, cuando la propiedad aún era bien poca cosa; ya se
manifiesta en el niño, apenas la propiedad ha perdido su primitiva forma anal; constituye el sedimento de todos los vínculos cariñosos y amorosos entre los hombres, quizá con la única excepción del amor que la madre siente por su hijo varón. Si se eliminara el derecho personal a poseer bienes materiales, aún subsistirían los privilegios derivados de las relaciones sexuales, que
necesariamente deben convertirse en fuente de la más intensa
envidia y de la más violenta hostilidad entre los seres humanos,
equiparados en todo lo restante. Si también se aboliera este privilegio, decretando la completa libertad de la vida sexual, suprimiendo, pues, la familia, célula germinal de la cultura, entonces, es verdad, sería imposible predecir qué nuevos caminos seguiría la evolución de ésta; pero cualesquiera que ellos fueren,
podemos aceptar que las inagotables tendencias intrínsecas de la
naturaleza humana tampoco dejarían de seguirlos.
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Evidentemente, al hombre no le resulta fácil renunciar a la satisfacción de estas tendencias agresivas suyas; no se siente nada
a gusto sin esa satisfacción. Por otra parte, un núcleo cultural
más restringido ofrece la muy apreciable ventaja de permitir la
satisfacción de este instinto mediante la hostilidad frente a los
seres que han quedado excluidos de aquél. Siempre se podrá
vincular amorosamente entre sí a mayor número de hombres,
con la condición de que sobren otros en quienes descargar los
golpes. En cierta ocasión me ocupé en el fenómeno de que las
comunidades vecinas, y aun emparentadas, son precisamente las
que más se combaten y desdeñan entre sí, como, por ejemplo,
españoles y portugueses, alemanes del Norte y del Sur, ingleses
y escoceses, etc. Denominé a este fenómeno narcisismo de las
pequeñas diferencias, aunque tal término escasamente contribuye a explicarlo. Podemos considerarlo como un medio para satisfacer, cómoda y más o menos inofensivamente, las tendencias
agresivas, facilitándose así la cohesión entre los miembros de la
comunidad. El pueblo judío, diseminado por todo el mundo, se
ha hecho acreedor de tal manera a importantes méritos en cuanto
al desarrollo de la cultura de los pueblos que lo hospedan; pero,
por desgracia, ni siquiera las masacres de judíos en la Edad Media lograron que esa época fuera más apacible y segura para sus
contemporáneos cristianos. Una vez que el apóstol Pablo hubo
hecho del amor universal por la Humanidad el fundamento de la
comunidad cristiana, surgió como consecuencia ineludible la
más extrema intolerancia del cristianismo frente a los gentiles;
en cambio, los romanos, cuya organización estatal no se basaba
en el amor, desconocían la intolerancia religiosa, a pesar de que
entre ellos la religión era cosa del Estado y el Estado estaba saturado de religión. Tampoco fue por incomprensible azar que el
sueño de la supremacía mundial germana recurriera como complemento a la incitación al antisemitismo; por fin, nos parece
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harto comprensible el que la tentativa de instaurar en Rusia una
nueva cultura comunista recurra a la persecución de los burgueses como apoyo psicológico. Pero nos preguntamos preocupados, qué harán los soviets una vez que hayan exterminado totalmente a sus burgueses.
Si la cultura impone tan pesados sacrificios, no sólo a la
sexualidad, sino también a las tendencias agresivas, comprenderemos mejor por qué al hombre le resulta tan difícil alcanzar en
ella su felicidad. En efecto, el hombre primitivo estaba menos
agobiado en este sentido, pues no conocía restricción alguna de
sus instintos. En cambio eran muy escasas sus perspectivas de
poder gozar largo tiempo de tal felicidad. El hombre civilizado
ha trocado una parte de posible felicidad por una parte de seguridad; pero no olvidemos que en la familia primitiva sólo el jefe
gozaba de semejante libertad de los instintos, mientras que los
demás vivían oprimidos como esclavos. Por consiguiente, la
contradicción entre una minoría que gozaba de los privilegios de
la cultura y una mayoría excluida de éstos estaba exaltada al
máximo en aquella época primitiva de la cultura. Las minuciosas investigaciones realizadas con los pueblos primitivos actuales nos han demostrado que en manera alguna es envidiable la
libertad de que gozan en su vida instintiva, pues ésta se encuentra supeditada a restricciones de otro orden, quizá aún más severas de las que sufre el hombre civilizado moderno.
Si con toda justificación reprochamos al actual estado de
nuestra cultura cuán insuficientemente realiza nuestra pretensión
de un sistema de vida que nos haga felices; si le echamos en cara
la magnitud de los sufrimientos, quizá evitables, a que nos expone; si tratamos de desenmascarar con implacable crítica las
raíces de su imperfección, seguramente ejercemos nuestro legítimo derecho, y no por ello demostramos ser enemigos de la cultura. Cabe esperar que poco a poco lograremos imponer a nuesSigmund Freud
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tra cultura modificaciones que satisfagan mejor nuestras necesidades y que escapen a aquellas críticas. Pero quizá convenga
que nos familiaricemos también con la idea de que existen dificultades inherentes a la esencia misma de la cultura e inaccesibles a cualquier intento de reforma. Además de la necesaria limitación instintiva que ya estamos dispuestos a aceptar, nos
amenaza el peligro de un estado que podríamos denominar «miseria psicológica de las masas». Este peligro es más inminente
cuando las fuerzas sociales de cohesión consisten primordialmente en identificaciones mutuas entre los individuos de un
grupo, mientras que los personajes dirigentes no asumen el papel importante que deberían desempeñar en la formación de la
masa. La presente situación cultural de los Estados Unidos ofrecería una buena oportunidad para estudiar este temible peligro
que amenaza a la cultura; pero rehuyo la tentación de abordar la
crítica de la cultura norteamericana, pues no quiero despertar la
impresión de que pretendo aplicar, a mi vez, métodos americanos.
VI
N
INGUNA de mis obras me ha producido; tan intensamente como ésta, la impresión de estar describiendo
cosas por todos conocidas, de malgastar papel y tinta,
de ocupar a tipógrafos e impresores para exponer hechos que en
realidad son evidentes. Por eso abordo con entusiasmo la posibilidad de que surja una modificación de la teoría psicoanalítica de
los instintos, al plantearse la existencia de un instinto agresivo,
particular e independiente.
Sin embargo, las consideraciones que siguen demostrarán que
mi esperanza es vana, que sólo trata de captar con mayor preciSigmund Freud
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sión un giro teórico ya realizado hace tiempo, persiguiéndolo
hasta sus consecuencias últimas. Entre todas las nociones gradualmente desarrolladas por la teoría analítica, la doctrina de los
instintos es la que dio lugar a los más arduos y laboriosos progresos. Sin embargo, representa una pieza tan esencial en el conjunto de la teoría psicoanalítica que fue preciso llenar su lugar
con un elemento cualquiera. En la completa perplejidad de mis
estudios iniciales, me ofreció un primer punto de apoyo el aforismo de Schiller, el poeta filósofo, según el cual «hambre y
amor» hacen girar coherentemente el mundo. Bien podía considerar el hambre como representante de aquellos instintos que
tienden a conservar al individuo; el amor, en cambio, tiende
hacia los objetos: su función primordial, favorecida en toda forma por la Naturaleza, reside en la conservación de la especie.
Así, desde un principio se me presentaron en mutua oposición
los instintos del yo y los instintos objetales. Para designar la
energía de los últimos, y exclusivamente para ella, introduje el
término libido, con esto la polaridad quedó planteada entre los
instintos del yo y los instintos libidinales, dirigidos a objetos, o
pulsiones amorosas en el más amplio sentido. Sin embargo, uno
de estos instintos objetales, el sádico, se distinguía de los demás
porque su fin no era en modo alguno amoroso, y además establecía múltiples y evidentes coaliciones con los instintos del yo,
manifestando su estrecho parentesco con pulsiones de posesión
o apropiación, carentes de propósitos libidinales. Pero esta discrepancia pudo ser superada; a todas luces, el sadismo forma
parte de la vida sexual, y bien puede suceder que el juego de la
crueldad sustituya al del amor. La neurosis venía a ser la solución de una lucha entre los intereses de la autoconservación y las
exigencias de la libido, una lucha en la que el yo, si bien triunfante, había pagado el precio de graves sufrimientos y renuncias.
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Todo analista reconocerá que aún hoy nada de esto parece un
error superado hace ya mucho tiempo. Pero cuando nuestra investigación progresó de lo reprimido a lo represor, de los instintos objetales al yo, fue imprescindible llevar a cabo cierta modificación. El factor decisivo de este progreso fue la introducción
del concepto del narcisismo, es decir, el reconocimiento de que
también el yo está impregnado de libido; más aún: que primitivamente el yo fue su lugar de origen y en cierta manera sigue
siendo su cuartel central. Esta libido narcisista se orienta hacia
los objetos, convirtiéndose así en libido objetal; pero puede volver a transformarse en libido narcisista. El concepto del narcisismo nos permitió comprender analíticamente las neurosis
traumáticas, así como muchas afecciones limítrofes con la psicosis y aun a éstas mismas. Su adopción no nos obligó a abandonar la interpretación de las neurosis transferenciales como
tentativas del yo para defenderse contra la sexualidad; pero, en
cambio, puso en peligro el concepto de la libido. Dado que también los instintos yoicos resultaban ser libidinales, por un momento pareció inevitable que la libido se convirtiese en sinónimo de energía instintiva en general, como C. G. Jung ya lo había
pretendido anteriormente. Sin embargo, esta concepción no acababa de satisfacerme, pues me quedaba cierta convicción íntima,
indemostrable, de que los instintos no podrían ser todos de la
misma especie. El siguiente paso adelante lo di en Más allá del
principio del placer (1920), cuando por vez primera mi atención
fue despertada por el impulso de repetición y por el carácter
conservador de la vida instintiva. Partiendo de ciertas especulaciones sobre el origen de la vida y sobre determinados paralelismos biológicos, deduje que, además del instinto que tiende a
conservar la sustancia viva y a condensarla en unidades cada vez
mayores, debía existir otro, antagónico de aquél, que tendiese a
disolver estas unidades y a retornarlas al estado más primitivo,
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inorgánico. De modo que además del Eros habría un instinto de
muerte; los fenómenos vitales podrían ser explicados por la interacción y el antagonismo de ambos. Pero no era nada fácil
demostrar la actividad de este hipotético instinto de muerte. Las
manifestaciones del Eros eran notables y bastante conspicuas;
bien podía admitirse que el instinto de muerte actuase silenciosamente en lo íntimo del ser vivo, persiguiendo su desintegración; pero esto, naturalmente, no tenía el valor de una demostración. Progresé algo más, aceptando que una parte de este instinto se orienta contra el mundo exterior, manifestándose entonces
como impulso de agresión y destrucción. De tal manera, el propio instinto de muerte sería puesto al servicio del Eros, pues el
ser vivo destruiría algo exterior, animado o inanimado, en lugar
de destruirse a sí mismo. Por el contrario, al cesar esta agresión
contra el exterior tendría que aumentar por fuerza la autodestrucción, proceso que de todos modos actúa constantemente. Al
mismo tiempo, podíase deducir de este ejemplo que ambas clases de instintos raramente -o quizá nunca- aparecen en mutuo
aislamiento, sino que se amalgaman entre sí, en proporciones
distintas y muy variables, tornándose de tal modo irreconocibles
para nosotros. En el sadismo, admitido desde hace tiempo como
instinto parcial de la sexualidad, nos encontraríamos con semejante amalgama particularmente sólida entre el impulso amoroso
y el instinto de destrucción; lo mismo sucede con su símil antagónico, el masoquismo, que representa una amalgama entre la
destrucción dirigida hacia dentro y la sexualidad, a través de la
cual aquella tendencia destructiva, de otro modo inapreciable se
hace notable o perceptible.
La aceptación del instinto de muerte o de destrucción ha despertado resistencia aun en círculos analíticos; sé que muchos
prefieren atribuir todo lo que en el amor parece peligroso y hostil a una bipolaridad primordial inherente a la esencia del amor
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mismo. Al principio sólo propuse como tanteo las concepciones
aquí expuestas; pero en el curso del tiempo se me impusieron
con tal fuerza de convicción que ya no puedo pensar de otro
modo. Creo que para la teoría de estas concepciones son muchísimo más fructíferas que cualquier otra hipótesis posible, pues
nos ofrecen esa simplificación que perseguimos en nuestra labor
científica, sin desdeñar o violentar por ello los hechos objetivos.
Me doy cuenta de que siempre hemos tenido presente en el sadismo y en el masoquismo a las manifestaciones del instinto de
destrucción dirigido hacia fuera y hacia dentro, fuertemente
amalgamadas con el erotismo; pero ya no logro comprender
cómo fue posible que pasáramos por alto la ubicuidad de las
tendencias agresivas y destructivas no eróticas dejando de concederles la importancia que merecen en la interpretación de la
vida. (Es cierto que el impulso destructivo dirigido hacia dentro
escapa generalmente a la percepción cuando no está teñido eróticamente.)
Recuerdo mi propia resistencia cuando la idea del instinto de
destrucción apareció por vez primera en la literatura psicoanalítica y cuánto tiempo tardé en aceptarla. Mucho menos me sorprende que también otros hayan mostrado idéntica aversión y
que aún sigan manifestándola, pues a quienes creen en los cuentos de hadas no les agrada oír mentar la innata inclinación del
hombre hacia «lo malo», a la agresión, a la destrucción y con
ello también a la crueldad. ¿Acaso Dios no nos creó a imagen de
su propia perfección? Pues por eso nadie quiere que se le recuerde cuán difícil resulta conciliar la existencia del mal innegable, pese a todas las protestas de la Christian Science- con
la omnipotencia y la soberana bondad de Dios. El Diablo aun
sería el mejor subterfugio para disculpar a Dios, pues desempeñaría la misma función económica de descarga que el judío
cumple en el mundo de los ideales arios. Pero aun así se podría
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pedir cuentas a Dios tanto de la existencia del diablo como del
mal que encarna. Frente a tales dificultades conviene aconsejar a
todos que rindan profunda reverencia, en cuantas ocasiones se
presenten, a la naturaleza esencialmente moral del hombre; de
esta manera se gana el favor general y se le perdonan a uno muchas cosas.
El término libido puede seguir aplicándose a las manifestaciones del Eros para discernirlas de la energía inherente al instinto de muerte. Cabe confesar que nos resulta mucho más difícil
captar éste último y que, en cierta manera, únicamente lo conjeturamos como una especie de residuo o remanente oculto tras el
Eros, sustrayéndose a nuestra observación toda vez que no se
manifieste en la amalgama con el mismo. En el sadismo, donde
desvía a su manera y conveniencia el fin erótico, sin dejar de
satisfacer por ello el impulso sexual, logramos el conocimiento
más diáfano de su esencia y de su relación con el Eros. Pero aun
donde aparece sin propósitos sexuales, aun en la más ciega furia
destructiva, no se puede dejar de reconocer que su satisfacción
se acompaña de extraordinario placer narcisista, pues ofrece al
yo la realización de sus más arcaicos deseos de omnipotencia.
Atenuado y domeñado, casi coartado en su fin, el instinto de
destrucción dirigido a los objetos debe procurar al yo la satisfacción de sus necesidades vitales y el dominio sobre la Naturaleza.
Dado que, en efecto, hemos recurrido principalmente a argumentos teóricos para fundamentar el instinto de muerte, debemos conceder que no está al abrigo de los reparos de idéntica
índole; pero, en todo caso, tal es como lo consideramos en el
estado actual de nuestros conocimientos. La investigación y la
especulación futuras nos suministran, con seguridad, la decisiva
claridad al respecto.
En todo lo que sigue adoptaré, pues, el punto de vista de que
la tendencia agresiva es una disposición instintiva innata y autóSigmund Freud
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noma del ser humano; además, retomo ahora mi afirmación de
que aquélla constituye el mayor obstáculo con que tropieza la
cultura. En el curso de esta investigación se nos impuso alguna
vez la intuición de que la cultura sería un proceso particular que
se desarrolla sobre la Humanidad, y aún ahora nos subyuga esta
idea. Añadiremos que se trata de un proceso puesto al servicio
del Eros, destinado a condensar en una unidad vasta, en la
Humanidad, a los individuos aislados, luego a las familias, las
tribus, los pueblos y las naciones. No sabemos por qué es preciso que sea así: aceptamos que es, simplemente, la obra del Eros.
Estas masas humanas han de ser vinculadas libidinalmente, pues
ni la necesidad por sí sola ni las ventajas de la comunidad de
trabajo bastarían para mantenerlas unidas. Pero el natural instinto humano de agresión, la hostilidad de uno contra todos y de
todos contra uno, se opone a este designio de la cultura. Dicho
instinto de agresión es el descendiente y principal representante
del instinto de muerte, que hemos hallado junto al Eros y que
con él comparte la dominación del mundo. Ahora, creo, el sentido de la evolución cultural ya no nos resultará impenetrable; por
fuerza debe presentarnos la lucha entre Eros y muerte, instinto
de vida e instinto de destrucción, tal como se lleva a cabo en la
especie humana. Esta lucha es, en suma, el contenido esencial de
la misma, y por ello la evolución cultural puede ser definida
brevemente como la lucha de la especie humana por la vida. ¡Y
es este combate de los Titanes el que nuestra nodrizas pretenden
aplacar en su «arrorró del cielo»!
VII
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¿Por qué nuestros parientes, los animales, no presentan semejante lucha cultural? Pues no lo sabemos. Es muy probable que
algunos, como las abejas, las hormigas y las termitas, hayan
bregado durante milenios hasta alcanzar las organizaciones estatales, la distribución del trabajo, la limitación de la libertad individual que hoy admiramos en ellos. Nuestra presente situación
cultural queda bien caracterizada por la circunstancia de que,
según nos dicen nuestros sentimientos, no podríamos ser felices
en ninguno de esos estados animales, ni en cualquiera de las
funciones que allí se confieren al individuo. Puede ser que otras
especies animales hayan alcanzado un equilibrio transitorio entre las influencias del mundo exterior y los instintos que se combaten mutuamente, produciéndose así una detención del desarrollo. Es posible que en el hombre primitivo un nuevo empuje de
la libido haya renovado el impulso antagónico del instinto de
destrucción. Quedan aquí muchas preguntas por formular, sin
que aún pueda dárseles respuesta.
Pero hay una cuestión que está más a nuestro alcance. ¿A qué
recursos apela la cultura para coartar la agresión que le es antagónica, para hacerla inofensiva y quizá para eliminarla? Ya
conocemos algunos de estos métodos, pero seguramente aún ignoramos el que parece ser más importante. Podemos estudiarlo
en la historia evolutiva del individuo. ¿Qué le ha sucedido para
que sus deseos agresivos se tornaran inocuos? Algo sumamente
curioso, que nunca habríamos sospechado y que, sin embargo,
es muy natural. La agresión es introyectada, internalizada, devuelta en realidad al lugar de donde procede: es dirigida contra
el propio yo, incorporándose a una parte de éste, que en calidad
de super-yo se opone a la parte restante, y asumiendo la función
de «conciencia», despliega frente al yo la misma dura agresividad que el yo, de buen grado, habría satisfecho en individuos
extraños. La tensión creada entre el severo super-yo y el yo suSigmund Freud
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bordinado al mismo la calificamos de sentimiento de culpabilidad; se manifiesta bajo la forma de necesidad de castigo. Por
consiguiente, la cultura domina la peligrosa inclinación agresiva
del individuo, debilitando a éste, desarmándolo y haciéndolo
vigilar por una instancia alojada en su interior, como una guarnición militar en la ciudad conquistada.
El psicoanalista tiene sobre la génesis del sentimiento de culpabilidad una opinión distinta de la que sustentan otros psicólogos, pero tampoco a él le resulta fácil explicarla. Ante todo, preguntando cómo se llega a experimentar este sentimiento, obtenemos una respuesta a la que no hay réplica posible: uno se
siente culpable (los creyentes dicen «en pecado») cuando se ha
cometido algo que se considera «malo»; pero advertiremos al
punto la parquedad de esta respuesta. Quizá lleguemos a agregar, después de algunas vacilaciones, que también podrá considerarse culpable quien no haya hecho nada malo, sino tan sólo
reconozca en sí la intención de hacerlo, y en tal caso se planteará
la pregunta de por qué se equipara aquí el propósito con la realización. Pero ambos casos presuponen que ya se haya reconocido
la maldad como algo condenable, como algo a excluir de la realización. Mas, ¿cómo se llega a esta decisión? Podemos rechazar la existencia de una facultad original, en cierto modo natural,
de discernir el bien del mal. Muchas veces lo malo ni siquiera es
lo nocivo o peligroso para el yo, sino, por el contrario, algo que
éste desea y que le procura placer. Aquí se manifiesta, pues, una
influencia ajena y externa, destinada a establecer lo que debe
considerarse como bueno y como malo. Dado que el hombre no
ha sido llevado por la propia sensibilidad a tal discriminación,
debe tener algún motivo para subordinarse a esta influencia extraña. Podremos hallarlo fácilmente en su desamparo y en su
dependencia de los demás; la denominación que mejor le cuadra
es la de «miedo a la pérdida del amor». Cuando el hombre pierSigmund Freud
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de el amor del prójimo, de quien depende, pierde con ello su
protección frente a muchos peligros, y ante todo se expone al
riesgo de que este prójimo, más poderoso que él, le demuestre su
superioridad en forma de castigo. Así, pues, lo malo es, originalmente, aquello por lo cual uno es amenazado con la pérdida
del amor; se debe evitar cometerlo por temor a esta pérdida. Por
eso no importa mucho si realmente hemos hecho el mal o si sólo
nos proponemos hacerlo; en ambos casos sólo aparecerá el peligro cuando la autoridad lo haya descubierto, y ésta adoptaría
análoga actitud en cualquiera de ambos casos.
A semejante estado lo llamamos «mala conciencia», pero en
el fondo no le conviene tal nombre, pues en este nivel el sentimiento de culpabilidad no es, sin duda alguna, más que un temor
ante la pérdida del amor, es decir, angustia «social». En el niño
pequeño jamás puede ser otra cosa; pero tampoco llega a modificarse en muchos adultos, con la salvedad de que el lugar del
padre o de ambos personajes parentales es ocupado por la más
vasta comunidad humana. Por eso los adultos se permiten regularmente hacer cualquier mal que les ofrezca ventajas, siempre
que estén seguros de que la autoridad no los descubrirá o nada
podrá hacerles, de modo que su temor se refiere exclusivamente
a la posibilidad de ser descubiertos. En general, la sociedad de
nuestros días se ve obligada a aceptar este estado de cosas.
Sólo se produce un cambio fundamental cuando la autoridad
es internalizada al establecerse un super-yo. Con ello, los fenómenos de la conciencia moral son elevados a un nuevo nivel, y
en puridad sólo entonces se tiene derecho a hablar de conciencia
moral y de sentimiento de culpabilidad. En esta fase también
deja de actuar el temor de ser descubierto y la diferencia entre
hacer y querer el mal, pues nada puede ocultarse ante el superyo, ni siquiera los pensamientos. Es cierto que ha desaparecido
la gravedad real de la situación, pues la nueva autoridad, el suSigmund Freud
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per-yo, no tiene a nuestro juicio motivo alguno para maltratar al
yo, con el cual está íntimamente fundido. Pero la influencia de
su génesis, que hace perdurar lo pasado y lo superado, se manifiesta por el hecho de que en el fondo todo queda como era al
principio. El super-yo tortura al pecaminoso yo con las mismas
sensaciones de angustia y está al acecho de oportunidades para
hacerlo castigar por el mundo exterior.
En esta segunda fase evolutiva, la conciencia moral denota
una particularidad que faltaba en la primera y que ya no es tan
fácil explicar. En efecto, se comporta tanto más severa y desconfiadamente cuanto más virtuoso es el hombre, de modo que, en
última instancia, quienes han llegado más lejos por el camino de
la santidad son precisamente los que se acusan de la peor pecaminosidad. La virtud pierde así una parte de la recompensa que
se le prometiera; el yo sumiso y austero no goza de la confianza
de su mentor y se esfuerza, al parecer en vano, por ganarla. Aquí
se querrá aducir que éstas no serían sino dificultades artificiosamente creadas por nosotros, pues el hombre moral se caracteriza precisamente por su conciencia moral más severa y más vigilante, y si los santos se acusan de ser pecadores, no lo hacen
sin razón, teniendo en cuenta las tentaciones de satisfacer sus
instintos a que están expuestos en grado particular, pues, como
se sabe, la tentación no hace sino aumentar en intensidad bajo
las constantes privaciones, mientras que al concedérsele satisfacciones ocasionales, se atenúa, por lo menos transitoriamente.
Otro hecho del terreno de la ética, tan rico en problemas, es el de
que la adversidad, es decir, la frustración exterior, intensifica
enormemente el poderío de la consciencia en el super-yo; mientras la suerte sonríe al hombre, su conciencia moral es indulgente y concede grandes libertades al yo; en cambio, cuando la desgracia le golpea, hace examen de consciencia, reconoce sus pecados, eleva las exigencias de su conciencia moral, se impone
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privaciones y se castiga con penitencias. Pueblos enteros se han
conducido y aún siguen conduciéndose de idéntica manera, pero
esta actitud se explica fácilmente remontándose a la fase infantil
primitiva de la consciencia, que, como vemos, no se abandona
del todo una vez introyectada la autoridad en el super-yo, sino
que subsiste junto a ésta. El destino es considerado como un sustituto de la instancia parental; si nos golpea la desgracia, significa que ya no somos amados por esta autoridad máxima, y amenazados por semejante pérdida de amor, volvemos a someternos
al representante de los padres en el super-yo, al que habíamos
pretendido desdeñar cuando gozábamos de la felicidad. Todo
esto se revela con particular claridad cuando, en estricto sentido
religioso, no se ve en el destino sino una expresión de la voluntad divina. El pueblo de Israel se consideraba hijo predilecto del
Señor, y cuando este gran Padre le hizo sufrir desgracia tras
desgracia, de ningún modo Ilegó a dudar de esa relación privilegiada con Dios ni de su poderío y justicia, sino que creó los Profetas, que debían reprocharle su pecaminosidad, e hizo surgir de
su sentimiento de culpabilidad los severísimos preceptos de la
religión sacerdotal. Es curioso, pero, ¡de qué distinta manera se
conduce el hombre primitivo! Cuando le ha sucedido una desgracia no se achaca la culpa a sí mismo, sino al fetiche, que evidentemente no ha cumplido su cometido, y lo muele a golpes en
lugar de castigarse a sí mismo.
Por consiguiente, conocemos dos orígenes del sentimiento de
culpabilidad: uno es el miedo a la autoridad; el segundo, más
reciente, es el temor al super-yo. El primero obliga a renunciar a
la satisfacción de los instintos; el segundo impulsa, además, al
castigo, dado que no es posible ocultar ante el super-yo la persistencia de los deseos prohibidos. Por otra parte, ya sabemos
cómo ha de comprenderse la severidad del super-yo; es decir, el
rigor de la conciencia moral. Ésta continúa simplemente la seveSigmund Freud
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ridad de la autoridad exterior, revelándola y sustituyéndola en
parte. Advertimos ahora la relación que existe entre la renuncia
a los instintos y el sentimiento de culpabilidad. Originalmente,
la renuncia instintual es una consecuencia del temor a la autoridad exterior; se renuncia a satisfacciones para no perder el amor
de ésta. Una vez cumplida esa renuncia, se han saldado las cuentas con dicha autoridad y ya no tendría que subsistir ningún sentimiento de culpabilidad. Pero no sucede lo mismo con el miedo
al super-yo. Aquí no basta la renuncia a la satisfacción de los
instintos, pues el deseo correspondiente persiste y no puede ser
ocultado ante el super-yo. En consecuencia, no dejará de surgir
el sentimiento de culpabilidad, pese a la renuncia cumplida, circunstancia ésta que representa una gran desventaja económica
de la instauración del super-yo o, en otros términos, de la génesis de la conciencia moral. La renuncia instintual ya no tiene
pleno efecto absolvente; la virtuosa abstinencia ya no es recompensada con la seguridad de conservar el amor, y el individuo ha
trocado una catástrofe exterior amenazante -pérdida de amor y
castigo por la autoridad exterior- por una desgracia interior permanente: la tensión del sentimiento de culpabilidad.
Estas interrelaciones son tan complejas y al mismo tiempo
tan importantes que a riesgo de incurrir en repeticiones aun quisiera abordarlas desde otro ángulo. La secuencia cronológica
sería, pues, la siguiente: ante todo se produce una renuncia instintual por temor a la agresión de la autoridad exterior -pues a
esto se reduce el miedo a perder el amor, ya que el amor protege
contra la agresión punitiva-; luego se instaura la autoridad interior, con la consiguiente renuncia instintual por miedo a ésta; es
decir, por el miedo a la conciencia moral. En el segundo caso se
equipara la mala acción con la intención malévola, de modo que
aparece el sentimiento de culpabilidad y la necesidad de castigo.
La agresión por la conciencia moral perpetúa así la agresión por
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la autoridad. Hasta aquí todo es muy claro; pero, ¿dónde ubicar
en este esquema el reforzamiento de la conciencia moral por influencia de adversidades exteriores -es decir, de las renuncias
impuestas desde fuera-; cómo explicar la extraordinaria intensidad de la consciencia en los seres mejores y más dóciles? Ya
hemos explicado ambas particularidades de la conciencia moral,
pero quizá tengamos la impresión de que estas explicaciones no
Ilegan al fondo de la cuestión, sino que dejan un resto sin explicar. He aquí llegado el momento de introducir una idea enteramente propia del psicoanálisis y extraña al pensar común. El
enunciado de esta idea nos permitirá comprender al punto por
qué el tema debía parecernos tan confuso e impenetrable; en
efecto; nos dice que si bien al principio la conciencia moral (más
exactamente: la angustia, convertida después en consciencia) es
la causa de la renuncia a los instintos, posteriormente, en cambio, esta situación se invierte: toda renuncia instintual se convierte entonces en una fuente dinámica de la conciencia moral;
toda nueva renuncia a la satisfacción aumenta su severidad y su
intolerancia. Si lográsemos conciliar mejor esta situación con la
génesis de la conciencia moral que ya conocemos, estaríamos
tentados a sustentar la siguiente tesis paradójica: la conciencia
moral es la consecuencia de la renuncia instintual; o bien: la renuncia instintual (que nos ha sido impuesta desde fuera) crea la
conciencia moral, que a su vez exige nuevas renuncias instintuales.
En realidad, no es tan grande la contradicción entre esta tesis
y la génesis descrita de la conciencia moral, pudiéndose entrever
un camino que permitirá restringirla aún más. A fin de plantear
más fácilmente el problema, recurramos al ejemplo del instinto
de agresión y aceptemos que en estas relaciones se ha de tratar
siempre de una renuncia a la agresión. Desde luego, esto no será
más que una hipótesis provisional. En tal caso, el efecto de la
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renuncia instintual sobre la conciencia moral se fundaría en que
cada parte de agresión a cuyo cumplimiento renunciamos es incorporada por el super-yo, acrecentando su agresividad (contra
el yo). Esta. proposición no concuerda perfectamente con el
hecho de que la agresividad original de la conciencia moral es
una continuación de la severidad con que actúa la autoridad exterior; es decir, que nada tiene que hacer con una renuncia; pero
podemos eliminar tal discrepancia aceptando un origen distinto
para esta primera provisión de agresividad del super-yo. Este
debe haber desarrollado considerables tendencias agresivas contra la autoridad que privara al niño de sus primeras y más importantes satisfacciones, cualquiera que haya sido la especie particular de las renuncias instintuales impuestas por aquella autoridad. Bajo el imperio de la necesidad, el niño se vio obligado a
renunciar también a esta agresión vengativa, sustrayéndose a
una situación económicamente tan difícil, mediante el recurso
que le ofrecen mecanismos conocidos: incorpora, identificándose con ella, a esta autoridad inaccesible, que entonces se convierte en super-yo y se apodera de toda la agresividad que el niño gustosamente habría desplegado contra aquélla. El yo del niño debe acomodarse al triste papel de la autoridad así degradada: del padre. Se trata, como en tantas ocasiones, de una típica
situación invertida: «Si yo fuese el padre y tú el niño, yo te trataría mal a ti.» La relación entre el super-yo y el yo es el retorno,
deformado por el deseo, de viejas relaciones reales entre el yo,
aún indiviso, y un objeto exterior, hecho que también es típico.
La diferencia fundamental reside, empero, en que la primitiva
severidad del super-yo no es -o no es en tal medida- la que el
objeto nos ha hecho sentir o la que le atribuimos, sino que corresponde más a nuestra propia agresión contra el objeto. Si esto
es exacto, realmente se puede afirmar que la consciencia se
habría formado primitivamente por la supresión de una agresión,
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y que en su desarrollo se fortalecería por nuevas supresiones
semejantes.
Ahora bien, ¿cuál de ambas concepciones es la verdadera?
¿La primera, que nos parecía tan bien fundada genéticamente, o
la segunda, que viene a completar tan oportunamente nuestra
teoría? Evidentemente, ambas están justificadas, como también
lo demuestra la observación directa; no se contradicen mutuamente y aun coinciden en un punto, pues la agresividad vengativa del niño ha de ser determinada en parte por la medida de la
agresión punitiva que atribuye al padre. Pero la experiencia nos
enseña que la severidad del super-yo desarrollado por el niño de
ningún modo refleja la severidad del trato que se le ha hecho
experimentar. La primera parece ser independiente de ésta, pues
un niño educado muy blandamente puede desarrollar una conciencia moral sumamente severa. Pero también sería incorrecto
exagerar esta independencia; no es difícil convencerse de que el
rigor de la educación ejerce asimismo una influencia poderosa
sobre la génesis del super-yo infantil. Sucede que a la formación
del super-yo y al desarrollo de la conciencia moral concurren
factores constitucionales innatos e influencias del medio, deI
ambiente real, dualidad que nada tiene de extraño pues representa la condición etiológica general de todos estos procesos.
También se puede decir que el niño, cuando reacciona frente
a las primeras grandes privaciones instintuales con agresión excesiva y con una severidad correspondiente del super-yo, no
hace sino repetir un prototipo filogenético, excediendo la justificación actual de la reacción, pues el padre prehistórico seguramente fue terrible y bien podía atribuírsele, con todo derecho, la
más extrema agresividad. Las divergencias entre ambas concepciones de la génesis de la conciencia moral se atenúan, pues, aún
más si se pasa de la historia evolutiva individual a la filogenética. En cambio se nos presenta una nueva e importante diferencia
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entre estos dos procesos. No podemos eludir la suposición de
que el sentimiento de culpabilidad de la especie humana procede
del complejo de Edipo y fue adquirido al ser asesinado el padre
por la coalición de los hermanos. En esa oportunidad la agresión
no fue suprimida, sino ejecutada: la misma agresión que al ser
coartada debe originar en el niño el sentimiento de culpabilidad.
Ahora no me asombraría si uno de mis lectores exclamase airadamente: «¡De modo que es completamente igual si se mata al
padre o si no se le mata, pues de todos modos nos crearemos un
sentimiento de culpabilidad! ¡Bien puede uno permitirse algunas
dudas! O bien es falso que el sentimiento de culpabilidad proceda de agresiones suprimidas o bien toda la historia del parricidio
no es más que un cuento, y los hijos de los hombres primitivos
no mataron a sus padres con mayor frecuencia de lo que suelen
hacerlo los actuales. Por otra parte, si no es un cuento, sino verdad histórica aceptable, entonces sólo nos encontraríamos ante
un caso en el cual ocurre lo que todo el mundo espera: que uno
se sienta culpable por haber hecho realmente algo injustificado.
¡Y este caso, que a fin de cuentas sucede todos los días, es el
que el psicoanálisis no atina a explicar!»
Nada más cierto que esta falta, pero hemos de apresurarnos a
remediarla. Por otra parte, no se trata de ningún misterio especial. Si alguien tiene un sentimiento de culpabilidad después de
haber cometido alguna falta, y precisamente a causa de ésta, tal
sentimiento debería llamarse, más bien, remordimiento. Sólo se
refiere a un hecho dado, y, naturalmente, presupone que antes
del mismo haya existido una disposición a sentirse culpable, es
decir, una conciencia moral, de modo que semejante remordimiento jamás podrá ayudarnos a encontrar el origen de la conciencia moral y del sentimiento de culpabilidad en general. En
estos casos cotidianos suele suceder que una necesidad instintual
ha adquirido la fuerza necesaria para imponer su satisfacción
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contra la energía, también limitada, de la conciencia moral, restableciéndose luego la primitiva relación de fuerzas mediante la
natural atenuación que la necesidad instintual experimenta al
satisfacerse. Por consiguiente, el psicoanálisis hace bien al excluir de estas consideraciones el caso que representa el sentimiento de culpabilidad emanado del remordimiento, pese a la
frecuencia con que aparece y pese a la magnitud de su importancia práctica.
Pero si el humano sentimiento de culpabilidad se remonta al
asesinato del protopadre, ¿acaso no se trataba también de un caso de «remordimiento», aunque entonces no puede haberse dado
la condición previa de la conciencia moral y del sentimiento de
culpabilidad anteriores al hecho? ¿De dónde proviene en esa situación el remordimiento? Este caso seguramente ha de aclararnos el enigma del sentimiento de culpabilidad, poniendo fin a
nuestras dificultades. Efectivamente, creo que cumplirá nuestras
esperanzas. Este remordimiento fue el resultado de la primitivísima ambivalencia afectiva frente al padre, pues los hijos lo
odiaban, pero también lo amaban; una vez satisfecho el odio
mediante la agresión, el amor volvió a surgir en el remordimiento consecutivo al hecho, erigiendo el super-yo por identificación
con el padre, dotándolo del poderío de éste, como si con ello
quisiera castigar la agresión que se le hiciera sufrir, y estableciendo finalmente las restricciones destinadas a prevenir la repetición del crimen. Y como la tendencia agresiva contra el padre
volvió a agitarse en cada generación sucesiva, también se mantuvo el sentimiento de culpabilidad, fortaleciéndose de nuevo
con cada una de las agresiones contenidas y transferidas al super-yo. Creo que por fin comprenderemos claramente dos cosas:
la participación del amor en la génesis de la consciencia y el
carácter fatalmente inevitable del sentimiento de culpabilidad.
Efectivamente, no es decisivo si hemos matado al padre o si nos
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abstuvimos del hecho: en ambos casos nos sentiremos por fuerza
culpables, dado que este sentimiento de culpabilidad es la expresión del conflicto de ambivalencia, de la eterna lucha entre el
Eros y el instinto de destrucción o de muerte. Este conflicto se
exacerba en cuanto al hombre se le impone la tarea de vivir en
comunidad; mientras esta comunidad sólo adopte la forma de
familia, aquél se manifestará en el complejo de Edipo, instituyendo la consciencia y engendrando el primer sentimiento de
culpabilidad. Cuando se intenta ampliar dicha comunidad, el
mismo conflicto persiste en formas que dependen del pasado,
reforzándose y exaltando aún más el sentimiento de culpabilidad. Dado que la cultura obedece a una pulsión erótica interior
que la obliga a unir a los hombres en una masa íntimamente
amalgamada, sólo puede alcanzar este objetivo mediante la
constante y progresiva acentuación del sentimiento de culpabilidad. El proceso que comenzó en relación con el padre concluye
en relación con la masa. Si la cultura es la vía ineludible que lleva de la familia a la humanidad entonces, a consecuencia del
innato conflicto de ambivalencia, a causa de la eterna querella
entre la tendencia de amor y la de muerte, la cultura está ligada
indisolublemente con una exaltación del sentimiento de culpabilidad, que quizá llegue a alcanzar un grado difícilmente soportable para el individuo. Aquí acude a nuestra mente la conmovedora imprecación que el gran poeta dirige contra las «potencias
celestes»:
A la vida nos echáis,
dejando que el pobre incurra en culpa;
luego lo dejáis sufrir,
pues toda culpa se ha de expiar.
No podemos por menos de suspirar desconsolados al advertir
cómo a ciertos hombres les es dado hacer surgir del torbellino de
sus propios sentimientos, sin esfuerzo alguno, los más profundos
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conocimientos, mientras que nosotros para alcanzarlos debemos
abrirnos paso a través de torturantes vacilaciones e inciertos tanteos.
VIII
L
LEGADOS al término de semejante excursión el autor
debe excusarse ante sus lectores por no haber sido un
guía más hábil, por no haberles evitado los trechos áridos
ni los rodeos dificultosos del camino. No cabe duda de que se
puede llegar mejor al mismo objetivo; en lo que de mí depende,
trataré de compensar algunos de estos defectos.
Ante todo, sospecho haber despertado en el lector la impresión de que las consideraciones sobre el sentimiento de culpabilidad exceden los límites de este trabajo, al ocupar ellas solas
demasiado espacio, relegando a segundo plano todos los temas
restantes, con los que no siempre están íntimamente vinculadas.
Esto bien puede haber trastornado la estructura de mi estudio,
pero corresponde por completo al propósito de destacar el sentimiento de culpabilidad como problema más importante de la
evolución cultural, señalando que el precio pagado por el progreso de la cultura reside en la pérdida de felicidad por aumento
del sentimiento de culpabilidad. Lo que aún parezca extraño en
esta proposición, resultado final de nuestro estudio, quizá pueda
atribuirse a la muy extraña y aún completamente inexplicada
relación entre el sentimiento de culpabilidad y nuestra consciencia.
En los casos comunes de remordimiento que consideramos
normales, aquel sentimiento se expresa con suficiente claridad
en la consciencia y aun solemos decir, en lugar de «sentimiento
de culpabilidad» (Schuld-gefühl), «consciencia de culpabilidad»
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(Schuldbewußtsein). El estudio de las neurosis, al cual debemos
las más valiosas informaciones para la comprensión de lo normal, nos revela situaciones harto contradictorias. En una de estas
afecciones, la neurosis obsesiva, el sentimiento de culpabilidad
se impone a la consciencia con excesiva intensidad, dominando
tanto el cuadro clínico como la vida entera del enfermo, y apenas deja surgir otras cosas junto a él. Pero en la mayoría de los
casos y formas restantes de la neurosis el sentimiento de culpabilidad permanece enteramente inconsciente, sin que sus efectos
sean por ello menos intensos. Los enfermos no nos creen cuando
les atribuimos un «sentimiento inconsciente de culpabilidad»;
para que lleguen a comprendernos, aunque sólo sea en parte, les
explicamos que el sentimiento de culpabilidad se expresa por
una necesidad inconsciente de castigo. Pero no hemos de sobrevalorar su relación con la forma que adopta una neurosis, pues
también en la obsesiva hay ciertos tipos de enfermos que no perciben su sentimiento de culpabilidad, o que sólo alcanzan a sentirlo como torturante malestar, como una especie de angustia,
cuando se les impide la ejecución de determinados actos. Sin
duda sería necesario que por fin se comprendiera todo esto, pero
aún no hemos llegado a tanto.
Quizá convenga señalar aquí que el sentimiento de culpabilidad no es, en el fondo, sino una variante topográfica de la angustia, y que en sus fases ulteriores coincide por completo con el
miedo al super-yo. Por otra parte, en su relación con la consciencia, la angustia presenta las mismas extraordinarias variaciones que observamos en el sentimiento de culpabilidad. En
una u otra forma, siempre hay angustia oculta tras todos los
síntomas; pero mientras en ciertas ocasiones acapara ruidosamente todo el campo de la consciencia, en otras se oculta a punto tal, que nos vemos obligados a hablar de una «angustia inconsciente», o bien para aplacar nuestros escrúpulos psicológiSigmund Freud
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cos; ya que la angustia no es, en principio, sino una sensación,
hablaremos de «posibilidades de angustia».
Por eso también se concibe fácilmente que el sentimiento de
culpabilidad engendrado por la cultura no se perciba como tal,
sino que permanezca inconsciente en gran parte o se exprese
como un malestar, un descontento que se trata de atribuir a otras
motivaciones. Las religiones, por lo menos, jamás han dejado de
reconocer la importancia del sentimiento de culpabilidad para la
cultura, denominándolo «pecado» y pretendiendo librar de él a
la Humanidad, aspecto éste que omití considerar en cierta ocasión. En cambio, en otra obra me basé precisamente en la forma
en que el cristianismo obtiene esta redención -por la muerte sacrificial de un individuo, que asume así la culpa común a todospara deducir de ella la ocasión en la cual esta protoculpa original
puede haber sido adquirida por vez primera, ocasión que habría
sido también el origen de la cultura.
Quizá no sea superfluo, aunque tampoco es muy importante,
que ilustremos la significación de algunos términos como superyo, conciencia, sentimiento de culpabilidad, necesidad de castigo, remordimiento, términos que probablemente hayamos aplicado con cierta negligencia y en mutua confusión. Todos se relacionan con la misma situación, pero denotan distintos aspectos
de ésta.
El super-yo es una instancia psíquica inferida por nosotros; la
conciencia es una de las funciones que le atribuimos, junto a
otras; está destinada a vigilar los actos y las intenciones del yo,
juzgándolos y ejerciendo una actividad censoria.
El sentimiento de culpabilidad -la severidad del super-yoequivale, pues, al rigor de la conciencia; es la percepción que
tiene el yo de esta vigilancia que se le impone, es su apreciación
de las tensiones entre sus propias tendencias y las exigencias del
super-yo; por fin, la angustia subyacente a todas estas relacioSigmund Freud
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nes, el miedo a esta instancia crítica, o sea, la necesidad de castigo, es una manifestación instintiva del yo que se ha tornado
masoquista bajo la influencia del super-yo sádico; en otros
términos, es una parte del impulso a la destrucción interna que
posee el yo y que utiliza para establecer un vínculo erótico con
el super-yo. Jamás se debería hablar de conciencia mientras no
se haya demostrado la existencia de un super-yo; del sentimiento
o de la consciencia de culpabilidad, en cambio, cabe aceptar que
existe antes que el super-yo y, en consecuencia, también antes
que la conciencia (moral). Es entonces la expresión directa e
inmediata del temor ante la autoridad exterior, el reconocimiento
de la tensión entre el yo y esta última; es el producto directo del
conflicto entre la necesidad de amor parental y la tendencia a la
satisfacción instintual, cuya inhibición engendra la agresividad.
La superposición de estos dos planos del sentimiento de culpabilidad -el derivado del miedo a la autoridad exterior y el producido por el temor ante la interior- nos ha dificultado a menudo
la comprensión de las relaciones de la conciencia moral. Remordimiento es un término global empleado para designar la
reacción del yo en un caso especial del sentimiento de culpabilidad, incluyendo el material sensitivo casi inalterado de la angustia que actúa tras aquél; es en sí mismo un castigo, y puede
abarcar toda la necesidad de castigo; por consiguiente, también
el remordimiento puede ser anterior al desarrollo de la conciencia moral.
Tampoco será superfluo volver a repasar las contradicciones
que por momentos nos han confundido en nuestro estudio. Una
vez pretendíamos que el sentimiento de culpabilidad fuera una
consecuencia de las agresiones coartadas, mientras que en otro
caso, precisamente en su origen histórico, en el parricidio, debía
ser el resultado de una agresión realizada. Con todo, también
logramos superar este obstáculo, pues la instauración de la autoSigmund Freud
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ridad interior, del super-yo, vino a trastocar radicalmente la situación. Antes de este cambio, el sentimiento de culpabilidad
coincidía con el remordimiento (advertimos aquí que este término debe reservarse para designar la reacción consecutiva al
cumplimiento real de la agresión). Después del mismo, la diferencia entre agresión intencionada y realizada perdió toda importancia debido a la omnisapiencia del super-yo; ahora, el sentimiento de culpabilidad podía originarse tanto en un acto de
violencia efectivamente realizado -cosa que todo el mundo sabecomo también en uno simplemente intencionado -hecho que el
psicoanálisis ha descubierto-. Tanto antes como después, sin tener en cuenta este cambio de la situación psicológica, el conflicto de ambivalencia entre ambos protoinstintos produce el mismo
efecto. Estaríamos tentados a buscar aquí la solución del problema de las variables relaciones entre el sentimiento de culpabilidad y la consciencia. El sentimiento de culpabilidad, emanado del remordimiento por la mala acción, siempre debería ser
consciente; mientras que el derivado de la percepción del impulso nocivo podría permanecer inconsciente. Pero las cosas no son
tan simples, y la neurosis obsesiva contradice fundamentalmente
este esquema.
Hemos visto que hay una segunda contradicción entre ambas
hipótesis sobre el origen de la energía agresiva de que suponemos dotado al super-yo. En efecto, según la primera concepción,
aquélla no es más que la continuación de la energía punitiva de
la autoridad exterior, conservándola en la vida psíquica, mientras que según la otra representaría, por el contrario, la agresividad propia, dirigida contra esa autoridad inhibidora, pero no realizada. La primera concepción parece adaptarse mejor a la historia del sentimiento de culpabilidad, mientras que la segunda tiene más en cuenta su teoría. Profundizando la reflexión, esta antinomia, al parecer inconciliable, casi llegó a esfumarse excesiSigmund Freud
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vamente, pues quedó como elemento esencial y común el hecho
de que en ambos casos se trata de una agresión desplazada hacia
dentro. Por otra parte, la observación clínica permite diferenciar
realmente dos fuentes de la agresión atribuida al super-yo, una u
otra de las cuales puede predominar en cada caso individual,
aunque generalmente actúan en conjunto.
Creo llegado el momento de insistir formalmente en una concepción que hasta ahora he propuesto como hipótesis provisional. En la literatura analítica más reciente se expresa una predilección por la teoría de que toda forma de privación, toda satisfacción instintual defraudada, tiene o podría tener por consecuencia un aumento del sentimiento de culpabilidad. Por mi parte, creo que se simplifica considerablemente la teoría si se aplica
este principio únicamente a los instintos agresivos, y no hay duda de que serán pocos los hechos que contradigan esta hipótesis.
En efecto, ¿cómo se explicaría, dinámica y económicamente,
que en lugar de una exigencia erótica insatisfecha aparezca un
aumento del sentimiento de culpabilidad? Esto sólo parece ser
posible a través de la siguiente derivación indirecta: al impedir
la satisfacción erótica se desencadenaría cierta agresividad contra la persona que impide esa satisfacción, y esta agresividad
tendría que ser a su vez contenida. Pero en tal caso sólo sería
nuevamente la agresión la que transforma en sentimiento de culpabilidad al ser coartada y derivada al super-yo. Estoy convencido de que podremos concebir más simple y claramente muchos procesos psíquicos si limitamos únicamente a los instintos
agresivos la génesis del sentimiento de culpabilidad descubierta
por el psicoanálisis. La observación del material clínico no nos
proporciona aquí una respuesta inequívoca, pues, como lo anticipaban nuestras propias hipótesis, ambas categorías de instintos
casi nunca aparecen en forma pura y en mutuo aislamiento; pero
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la investigación de casos extremos seguramente nos llevará en la
dirección que yo preveo.
Estoy tentado de aprovechar inmediatamente esta concepción
más estrecha, aplicándola al proceso de la represión. Como ya
sabemos, los síntomas de la neurosis son en esencia satisfacciones sustitutivas de deseos sexuales no realizados. En el curso de
la labor analítica hemos aprendido, para gran sorpresa nuestra,
que quizá toda neurosis oculte cierta cantidad de sentimiento de
culpabilidad inconsciente, el cual a su vez refuerza los síntomas
al utilizarlo como castigo.
Cabría formular, pues, la siguiente proposición: cuando un
impulso instintual sufre la represión, sus elementos libidinales se
convierten en síntomas, y sus componentes agresivos, en sentimiento de culpabilidad. Aun si esta proposición sólo fuese cierta
como aproximación, bien merecería que le dedicáramos nuestro
interés.
Por otra parte, muchos lectores tendrán la impresión de que
se ha mencionado excesivamente la fórmula de la lucha entre el
Eros y el instinto de muerte. La apliqué para caracterizar el proceso cultural que transcurre en la Humanidad, pero también la
vinculé con la evolución del individuo, y además pretendí que
habría de revelar el secreto de la vida orgánica en general. Parece, pues, ineludible investigar las vinculaciones mutuas entre
estos tres procesos. La repetición de la misma fórmula está justificada por la consideración de que tanto el proceso cultural de la
Humanidad como el de la evolución individual no son sino mecanismos vitales, de modo que han de participar del carácter más
general de la vida. Pero esta misma generalidad del carácter biológico le resta todo valor como elemento diferencial del proceso
de la cultura, salvo que sea limitado por condiciones particulares
en el caso de esta última.
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En efecto, salvamos dicha incertidumbre al comprobar que el
proceso cultural es aquella modificación del proceso vital que
surge bajo la influencia de una tarea planteada por el Eros y urgida por Ananké, por la necesidad exterior real: tarea que consiste en la unificación de individuos aislados para formar una
comunidad libidinalmente vinculada. Pero si contemplamos la
relación entre el proceso cultural en la Humanidad y el del desarrollo de la educación individuales, no vacilaremos en reconocer
que ambos son de índole muy semejante, y que aun podrían representar un mismo proceso realizado en distintos objetos. Naturalmente, el proceso cultural de la especie humana es una abstracción de orden superior al de la evolución del individuo, y por
eso mismo es más difícil captarlo concretamente.
No conviene exagerar en forma artificiosa el establecimiento
de semejantes analogías; no obstante, teniendo en cuenta la similitud de los objetivos de ambos procesos -en un caso, la inclusión de un individuo en la masa humana; en el otro, la creación
de una unidad colectiva a partir de muchos individuos-, no puede sorprendernos la semejanza de los métodos aplicados y de los
resultados obtenidos. Pero tampoco podemos seguir ocultando
un rasgo diferencial de ambos procesos, pues su importancia es
extraordinaria.
La evolución del individuo sustenta como fin principal el
programa del principio del placer, es decir, la prosecución de la
felicidad, mientras que la inclusión en una comunidad humana o
la adaptación a la misma aparece como un requisito casi ineludible que ha de ser cumplido para alcanzar el objetivo de la felicidad; pero quizá sería mucho mejor si esta condición pudiera
ser eliminada.
En otros términos, la evolución individual se nos presenta
como el producto de la interferencia entre dos tendencias: la aspiración a la felicidad, que solemos calificar de «egoísta», y el
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anhelo de fundirse con los demás en una comunidad, que llamamos «altruista». Ambas designaciones no pasan de ser superficiales. Como ya lo hemos dicho, en la evolución individual el
acento suele recaer en la tendencia egoísta o de felicidad, mientras que la otra, que podríamos designar «cultural», se limita generalmente a instituir restricciones.
Muy distinto es lo que sucede en el proceso de la cultura. El
objetivo de establecer una unidad formada por individuos
humanos es, con mucho, el más importante, mientras que el de
la felicidad individual, aunque todavía subsiste, es desplazado a
segundo plano; casi parecería que la creación de una gran comunidad humana podría ser lograda con mayor éxito si se hiciera abstracción de la felicidad individual. Por consiguiente, debe
admitirse que el proceso evolutivo del individuo puede tener
rasgos particulares que no se encuentran en el proceso cultural
de la Humanidad; el primero sólo coincidirá con el segundo en
la medida en que tenga por meta la adaptación a la comunidad.
Tal como el planeta gira en torno de su astro central, además
de rotar alrededor del propio eje, así también el individuo participa en el proceso evolutivo de la Humanidad, recorriendo al
mismo tiempo el camino de su propia vida. Pero para nuestros
ojos torpes el drama que se desarrolla en el firmamento parece
estar fijado en un orden imperturbable; en los fenómenos orgánicos, en cambio, aún advertimos cómo luchan las fuerzas entre
sí y cómo cambian sin cesar los resultados del conflicto.
Tal como fatalmente deben combatirse en cada individuo las
dos tendencias antagónicas -la de felicidad individual y la de
unión humana-, así también han de enfrentarse por fuerza, disputándose el terreno, ambos procesos evolutivos: el del individuo y el de la cultura. Pero esta lucha entre individuo y sociedad
no es hija del antagonismo, quizá inconciliable, entre los proSigmund Freud
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toinstintos, entre Eros y Muerte, sino que responde a un conflicto en la propia economía de la libido, conflicto comparable a la
disputa por el reparto de la libido entre el yo y los objetos. No
obstante las penurias que actualmente impone la existencia del
individuo, la contienda puede Ilegar en éste a un equilibrio definitivo que, según esperamos, también alcanzará en el futuro de
la cultura.
Aún puede llevarse mucho más lejos la analogía entre el proceso cultural y la evolución del individuo, pues cabe sostener
que también la comunidad desarrolla un super-yo bajo cuya influencia se produce la evolución cultural. Para el estudioso de
las culturas humanas sería tentadora la tarea de perseguir esta
analogía en casos específicos.
Por mi parte, me limitaré a destacar algunos detalles notables.
El super-yo de una época cultural determinada tiene un origen
análogo al del super-yo individual, pues se funda en la impresión que han dejado los grandes personajes conductores, los
hombres de abrumadora fuerza espiritual o aquellos en los cuales algunas de las aspiraciones humanas básicas llegó a expresarse con máxima energía y pureza, aunque, quizá por eso mismo, muy unilateralmente.
En muchos casos la analogía llega aún más lejos, pues con
regular frecuencia, aunque no siempre, esos personajes han sido
denigrados, maltratados o aun despiadadamente eliminados por
sus semejantes, suerte similar a la del protopadre, que sólo mucho tiempo después de su violenta muerte asciende a la categoría de divinidad.
La figura de Jesucristo es, precisamente, el ejemplo más cabal de semejante doble destino, siempre que no sea por ventura
una creación mitológica surgida bajo el oscuro recuerdo de
aquel homicidio primitivo. Otro elemento coincidente reside en
que el super-yo cultural, a entera semejanza del individual, estaSigmund Freud
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blece rígidos ideales cuya violación es castigada con la «angustia de conciencia». Aquí nos encontramos ante la curiosa situación de que los procesos psíquicos respectivos nos son más familiares, más accesibles a la consciencia, cuando los abordamos
bajo su aspecto colectivo que cuando los estudiamos en el individuo. En éste sólo se expresan ruidosamente las agresiones del
super-yo, manifestadas como reproches al elevarse la tensión
interna, mientras que sus exigencias mismas a menudo yacen
inconscientes. Al llevarlas a la percepción consciente se comprueba que coinciden con los preceptos del respectivo super-yo
cultural.
Ambos procesos -la evolución cultural de la masa y el desarrollo propio del individuo- siempre están aquí en cierta manera
conglutinados. Por eso muchas expresiones y cualidades del super-yo pueden ser reconocidas con mayor facilidad en su expresión colectiva que en el individuo aislado.
El super-yo cultural ha elaborado sus ideales y erigido sus
normas. Entre éstas, las que se refieren a las relaciones de los
seres humanos entre sí están comprendidas en el concepto de la
ética. En todas las épocas se dio el mayor valor a estos sistemas
éticos, como si precisamente ellos hubieran de colmar las
máximas esperanzas. En efecto, la ética aborda aquel purito que
es fácil reconocer como el más vulnerable de toda cultura. Por
consiguiente, debe ser concebida como una tentativa terapéutica,
como un ensayo destinado a lograr mediante un imperativo del
super-yo lo que antes no pudo alcanzar la restante labor cultural.
Ya sabemos que en este sentido el problema consiste en eliminar el mayor obstáculo con que tropieza la cultura: la tendencia constitucional de los hombres a agredirse mutuamente; de
ahí el particular interés que tiene para nosotros el quizá más reciente precepto del super-yo cultural: «Amarás al prójimo como
a ti mismo.» La investigación y el tratamiento de las neurosis
Sigmund Freud
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nos han llevado a sustentar dos acusaciones contra el super-yo
del individuo: con la severidad de sus preceptos y prohibiciones
se despreocupa demasiado de la felicidad del yo, pues no toma
debida cuenta de las resistencias contra el cumplimiento de
aquellos, de la energía instintiva del ello y de las dificultades
que ofrece el mundo real. Por consiguiente, al perseguir nuestro
objetivo terapéutico, muchas veces nos vemos obligados a luchar contra el super-yo, esforzándonos por atenuar sus pretensiones. Podemos oponer objeciones muy análogas contra las
exigencias éticas del super-yo cultural. Tampoco éste se preocupa bastante por la constitución psíquica del hombre, pues instituye un precepto y no se pregunta si al ser humano le será posible cumplirlo. Acepta, más bien, que al yo del hombre le es psicológicamente posible realizar cuanto se le encomiende; que el
yo goza de ilimitada autoridad sobre su ello.
He aquí un error, pues aun en los seres pretendidamente normales la dominación sobre el ello no puede exceder determinados límites. Si las exigencias los sobrepasan, se produce en el
individuo una rebelión o una neurosis, o se le hace infeliz. El
mandamiento «Amarás al prójimo como a ti mismo» es el rechazo más intenso de la agresividad humana y constituye un excelente ejemplo de la actitud antipsicológica que adopta el super-yo cultural. Ese mandamiento es irrealizable; tamaña inflación del amor no puede menos que menoscabar su valor, pero de
ningún modo conseguirá remediar el mal. La cultura se despreocupa de todo esto, limitándose a decretar que cuanto más difícil
sea obedecer el precepto, tanto más mérito tendrá su acatamiento. Pero quien en el actual estado de la cultura se ajuste a semejante regla, no hará sino colocarse en situación desventajosa
frente a todos aquellos que la violen. ¡Cuán poderoso obstáculo
cultural debe ser la agresividad si su rechazo puede hacernos tan
infelices como su realización! De nada nos sirve aquí la pretenSigmund Freud
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dida ética «natural», fuera de que nos ofrece la satisfacción narcisista de poder considerarnos mejores que los demás. La ética
basada en la religión, por su parte, nos promete un más allá mejor, pero pienso que predicará en desierto mientras la virtud nos
rinda sus frutos ya en esta tierra. También yo considero indudable que una modificación objetiva de las relaciones del hombre
con la propiedad sería en este sentido más eficaz que cualquier
precepto ético; pero los socialistas malogran tan justo reconocimiento, desvalorizándolo en su realización al incurrir en un nuevo desconocimiento idealista de la naturaleza humana.
A mi juicio, el concepto de que los fenómenos de la evolución cultural pueden interpretarse en función de un super-yo,
aún promete revelar nuevas inferencias. Pero nuestro estudio
toca a su fin, aunque sin eludir una última cuestión. Si la evolución de la cultura tiene tan trascendentes analogías con la del
individuo y si emplea los mismos recursos que ésta, ¿acaso no
estará justificado el diagnóstico de que muchas culturas -o épocas culturales, y quizá aun la Humanidad entera- se habrían tornado «neuróticas» bajo la presión de las ambiciones culturales?
La investigación analítica de estas neurosis bien podría conducir a planes terapéuticos de gran interés práctico, y en modo
alguno me atrevería a sostener que semejante tentativa de transferir el psicoanálisis a la comunidad cultural sea insensata o esté
condenada a la esterilidad. No obstante, habría que proceder con
gran prudencia, sin olvidar que se trata únicamente de analogías
y que tanto para los hombres como para los conceptos es peligroso que sean arrancados del suelo en que se han originado y
desarrollado. Además, el diagnóstico de las neurosis colectivas
tropieza con una dificultad particular. En la neurosis individual
disponemos como primer punto de referencia del contraste con
que el enfermo se destaca de su medio, que consideramos «normal».
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Este telón de fondo no existe en una masa uniformemente
afectada, de modo que deberíamos buscarlo por otro lado. En
cuanto a la aplicación terapéutica de nuestros conocimientos,
¿de qué serviría el análisis más penetrante de las neurosis sociales si nadie posee la autoridad necesaria para imponer a las masas la terapia correspondiente? Pese a todas estas dificultades,
podemos esperar que algún día alguien se atreva a emprender
semejante patología de las comunidades culturales.
Múltiples y variados motivos excluyen de mis propósitos
cualquier intento de valoración de la cultura humana. He procurado eludir el prejuicio entusiasta según el cual nuestra cultura
es lo más precioso que podríamos poseer o adquirir, y su camino
habría de llevarnos indefectiblemente a la cumbre de una insospechada perfección. Por lo menos puedo escuchar sin indignarme la opinión del crítico que, teniendo en cuenta los objetivos
perseguidos por los esfuerzos culturales y los recursos que éstos
aplican, considera obligada la conclusión de que todos estos esfuerzos no valdrían la pena y de que el resultado final sólo podría ser un estado intolerable para el individuo. Pero me es fácil
ser imparcial, pues sé muy poco sobre todas estas cosas y con
certeza sólo una: que los juicios estimativos de los hombres son
infaliblemente orientados por los deseos de alcanzar la felicidad,
constituyendo, pues, tentativas destinadas a fundamentar sus ilusiones con argumentos.
Contaría con toda mi comprensión quien pretendiera destacar
el carácter forzoso de la cultura humana, declarando, por ejemplo, que la tendencia a restringir la vida sexual o a implantar el
ideal humanitario a costa de la selección natural, sería un rasgo
evolutivo que no es posible eludir o desviar, y frente al cual lo
mejor es someterse, cual si fuese una ley inexorable de la Naturaleza. También conozco la objeción a este punto de vista: muchas veces, en el curso de la historia humana, las tendencias
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consideradas como insuperables fueron descartadas y sustituidas
por otras. Así, me falta el ánimo necesario para erigirme en profeta ante mis contemporáneos, no quedándome más remedio que
exponerme a sus reproches por no poder ofrecerles consuelo alguno. Pues, en el fondo, no es otra cosa lo que persiguen todos:
los más frenéticos revolucionarios con el mismo celo que los
creyentes más piadosos.
A mi juicio, el destino de la especie humana será decidido
por la circunstancia de si -y hasta qué punto- el desarrollo cultural logrará hacer frente a las perturbaciones de la vida colectiva
emanadas del instinto de agresión y de autodestrucción. En este
sentido, la época actual quizá merezca nuestro particular interés.
Nuestros contemporáneos han Ilegado a tal extremo en el dominio de las fuerzas elementales que con su ayuda les sería fácil
exterminarse mutuamente hasta el último hombre. Bien lo saben, y de ahí buena parte de su presente agitación, de su infelicidad y su angustia. Sólo nos queda esperar que la otra de ambas
«potencias celestes», el eterno Eros, despliegue sus fuerzas para
vencer en la lucha con su no menos inmortal adversario. Mas,
¿quién podría augurar el desenlace final? ■
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