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El malestar en la cultura
Sigmund Freud
SIGMUND FREUD
EL MALESTAR EN
LA CULTURA (*)
1929 [1930]
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El malestar en la cultura
Sigmund Freud
I
NO podemos eludir la impresión de que el hombre suele aplicar cánones falsos en sus
apreciaciones, pues mientras anhela para sí y admira en los demás el poderío, el éxito y la riqueza
menosprecia, en cambio, los valores genuinos que la vida le ofrece. No obstante, al formular un
juicio general de esta especie, siempre se corre peligro de olvidar la abigarrada variedad del
mundo humano y de su vida anímica, ya que existen, en efecto, algunos seres a quienes no se les
niega la veneración de sus coetáneos, pese a que su grandeza reposa en cualidades y obras muy
ajenas a los objetivos y los ideales de las masas. Se pretenderá aducir que sólo es una minoría
selecta la que reconoce en su justo valor a estos grandes hombres, mientras que la gran mayoría
nada quiere saber de ellos; pero las discrepancias entre las ideas y las acciones de los hombres
son tan amplias y sus deseos tan dispares que dichas reacciones seguramente no son tan simples.
Uno de estos hombres excepcionales se declara en sus cartas amigo mío. Habiéndole
enviado yo mi pequeño trabajo que trata de la religión como una ilusión, me respondió que
compartía sin reserva mi juicio sobre la religión, pero lamentaba que yo no hubiera concedido su
justo valor a la fuente última de la religiosidad. Esta residiría, según su criterio, en un sentimiento
particular que jamás habría dejado de percibir, que muchas personas le habrían confirmado y
cuya existencia podría suponer en millones de seres humanos; un sentimiento que le agradaría
designar «sensación de eternidad»; un sentimiento como de algo sin límites ni barreras, en cierto
modo «oceánico». Se trataría de una experiencia esencialmente subjetiva, no de un artículo del
credo; tampoco implicaría seguridad alguna de inmortalidad personal; pero, no obstante, ésta
sería la fuente de la energía religiosa, que, captada por las diversas Iglesias y sistemas religiosos,
es encauzada hacia determinados canales y seguramente también consumida en ellos. Sólo
gracias a éste sentimiento oceánico podría uno considerarse religioso, aunque se rechazara toda fe
y toda ilusión.
Esta declaración de un amigo que venero -quien, por otra parte, también prestó cierta vez
expresión poética al encanto de la ilusión- me colocó en no pequeño aprieto, pues yo mismo no
logro descubrir en mí este sentimiento «oceánico». En manera alguna es tarea grata someter los
sentimientos al análisis científico: es cierto que se puede intentar la descripción de sus
manifestaciones fisiológicas; pero cuando esto no es posible -y me temo que también el
sentimiento oceánico se sustraerá a semejante caracterización-, no queda sino atenerse al
contenido ideacional que más fácilmente se asocie con dicho sentimiento. Mi amigo, si lo he
comprendido correctamente, se refiere a lo mismo que cierto poeta original y harto
inconvencional hace decir a su protagonista, a manera de consuelo ante el suicidio: «De este
mundo no podemos caernos». Trataríase, pues, de un sentimiento de indisoluble comunión, de
inseparable pertenencia a la totalidad del mundo exterior. Debo confesar que para mí esto tiene
más bien el carácter de una penetración intelectual, acompañada, naturalmente, de sobretonos
afectivos, que por lo demás tampoco faltan en otros actos cognoscitivos de análoga envergadura.
En mi propia persona no llegaría a convencerme de la índole primaria de semejante sentimiento;
pero no por ello tengo derecho a negar su ocurrencia real en los demás. La cuestión se reduce,
pues, a establecer si es interpretado correctamente y si debe ser aceptado como fons et origo de
toda urgencia religiosa.
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Nada puedo aportar que sea susceptible de decidir la solución de este problema. La idea
de que el hombre podría intuir su relación con el mundo exterior a través de un sentimiento
directo, orientado desde un principio a este fin, parece tan extraña y es tan incongruente con la
estructura de nuestra psicología, que será lícito intentar una explicación psicoanalítica -vale decir
genética- del mencionado sentimiento.
Al emprender esta tarea se nos ofrece al instante el siguiente razonamiento. En
condiciones normales nada nos parece tan seguro y establecido como la sensación de nuestra
mismidad, de nuestro propio yo. Este yo se nos presenta como algo independiente unitario, bien
demarcado frente a todo lo demás. Sólo la investigación psicoanalítica -que por otra parte, aún
tiene mucho que decirnos sobre la relación entre el yo y el ello-nos ha enseñado que esa
apariencia es engañosa; que, por el contrario, el yo se continúa hacia dentro, sin límites precisos,
con una entidad psíquica inconsciente que denominamos ello y a la cual viene a servir como de
fachada. Pero, por lo menos hacia el exterior, el yo parece mantener sus límites claros y precisos.
Sólo los pierde en un estado que, si bien extraordinario, no puede ser tachado de patológico: en la
culminación del enamoramiento amenaza esfumarse el límite entre el yo y el objeto. Contra todos
los testimonios de sus sentidos, el enamorado afirma que yo y tú son uno, y está dispuesto a
comportarse como si realmente fuese así. Desde luego, lo que puede ser anulado transitoriamente
por una función fisiológica, también podrá ser trastornado por procesos patológicos. La patología
nos presenta gran número de estados en los que se torna incierta la demarcación del yo frente al
mundo exterior, o donde los límites llegan a ser confundidos: casos en que partes del propio
cuerpo, hasta componentes del propio psiquismo, percepciones, pensamientos, sentimientos,
aparecen como si fueran extraños y no pertenecieran al yo; otros, en los cuales se atribuye al
mundo exterior lo que a todas luces procede del yo y debería ser reconocido por éste. De modo
que también el sentimiento yoico está sujeto a trastornos, y los límites del yo con el mundo
exterior no son inmutables.
Prosiguiendo nuestra reflexión hemos de decirnos que este sentido yoico del adulto no
puede haber sido el mismo desde el principio, sino que debe haber sufrido una evolución,
imposible de demostrar, naturalmente, pero susceptible de ser reconstruida con cierto grado de
probabilidad. El lactante aún no discierne su yo de un mundo exterior, como fuente de las
sensaciones que le llegan. Gradualmente lo aprende por influencia de diversos estímulos. Sin
duda, ha de causarle la más profunda impresión el hecho de que algunas de las fuentes de
excitación -que más tarde reconocerá como los órganos de su cuerpo- sean susceptibles de
provocarle sensaciones en cualquier momento, mientras que otras se le sustraen temporalmente entre éstas, la que más anhela: el seno materno-, logrando sólo atraérselas al expresar su urgencia
en el llanto. Con ello comienza por oponérsele al yo un «objeto», en forma de algo que se
encuentra «afuera» y para cuya aparición es menester una acción particular. Un segundo estímulo
para que el yo se desprenda de la masa sensorial, esto es, para la aceptación de un «afuera», de un
mundo exterior, lo dan las frecuentes, múltiples e inevitables sensaciones de dolor y displacer que
el aún omnipotente principio del placer induce a abolir y a evitar. Surge así la tendencia a
disociar del yo cuanto pueda convertirse en fuente de displacer, a expulsarlo de sí, a formar un yo
puramente hedónico, un yo placiente, enfrentado con un no-yo, con un «afuera» ajeno y
amenazante. Los límites de este primitivo yo placiente no pueden escapar a reajustes ulteriores
impuestos por la experiencia. Gran parte de lo que no se quisiera abandonar por su carácter
placentero no pertenece, sin embargo, al yo, sino a los objetos; recíprocamente, muchos
sufrimientos de los que uno pretende desembarazarse resultan ser inseparables del yo, de
procedencia interna. Con todo, el hombre aprende a dominar un procedimiento que, mediante la
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orientación intencionada de los sentidos y la actividad muscular adecuada, le permite discernir lo
interior (perteneciente al yo) de lo exterior (originado por el mundo), dando así el primer paso
hacia la entronización del principio de realidad, principio que habrá de dominar toda la evolución
ulterior. Naturalmente, esa capacidad adquirida de discernimiento sirve al propósito práctico de
eludir las sensaciones displacenteras percibidas o amenazantes. La circunstancia de que el yo, al
defenderse contra ciertos estímulos displacientes emanados de su interior, aplique los mismos
métodos que le sirven contra el displacer de origen externo, habrá de convertirse en origen de
importantes trastornos patológicos.
De esta manera, pues, el yo se desliga del mundo exterior, aunque más correcto sería
decir: originalmente el yo lo incluye todo; luego, desprende de sí un mundo exterior. Nuestro
actual sentido yoico no es, por consiguiente, más que el residuo atrofiado de un sentimiento más
amplio, aun de envergadura universal, que correspondía a una comunión más íntima entre el yo y
el mundo circundante. Si cabe aceptar que este sentido yoico primario subsiste -en mayor o
menor grado- en la vida anímica de muchos seres humanos, debe considerársele como una
especie de contraposición del sentimiento yoico del adulto, cuyos límites son más precisos y
restringidos. De esta suerte, los contenidos ideativos que le corresponden serían precisamente los
de infinitud y de comunión con el Todo, los mismos que mi amigo emplea para ejemplificar el
sentimiento «oceánico». Pero, ¿acaso tenemos el derecho de admitir esta supervivencia de lo
primitivo junto a lo ulterior que de él se ha desarrollado?
Sin duda alguna, pues los fenómenos de esta índole nada tienen de extraño, ni en la esfera
psíquica ni en otra cualquiera. Así, en lo que se refiere a la serie zoológica, sustentamos la
hipótesis de que las especies más evolucionadas han surgido de las inferiores; pero aún hoy
hallamos, entre las vivientes, todas las formas simples de la vida. Los grandes saurios se han
extinguido, cediendo el lugar a los mamíferos; pero aún vive con nosotros un representante
genuino de ese orden: el cocodrilo. Esta analogía puede parecer demasiado remota, y, por otra
parte, adolece de que las especies inferiores sobrevivientes no suelen ser las verdaderas
antecesoras de las actuales, más evolucionadas. Por regla general, han desaparecido los eslabones
intermedios que sólo conocemos a través de su reconstrucción. En cambio, en el terreno psíquico
la conservación de lo primitivo junto a lo evolucionado a que dio origen es tan frecuente que sería
ocioso demostrarla mediante ejemplos. Este fenómeno obedece casi siempre a una bifurcación
del curso evolutivo: una parte cuantitativa de determinada actitud o de una tendencia instintiva se
ha sustraído a toda modificación, mientras que el resto siguió la vía del desarrollo progresivo.
Tocamos aquí el problema general de la conservación en lo psíquico, problema apenas
elaborado hasta ahora, pero tan seductor e importante que podemos concederle nuestra atención
por un momento, pese a que la oportunidad no parezca muy justificada. Habiendo superado la
concepción errónea de que el olvido, tan corriente para nosotros, significa la destrucción o
aniquilación del resto mnemónico, nos inclinamos a la concepción contraria de que en la vida
psíquica nada de lo una vez formado puede desaparecer jamás; todo se conserva de alguna
manera y puede volver a surgir en circunstancias favorables, como, por ejemplo, mediante una
regresión de suficiente profundidad.
Tratemos de representarnos lo que esta hipótesis significa mediante una comparación que
nos llevará a otro terreno. Tomemos como ejemplo la evolución de la Ciudad Eterna. Los
historiadores nos enseñan que el más antiguo recinto urbano fue la Roma quadrata, una población
empalizada en el monte Palatino. A esta primera fase siguió la del Septimontium, fusión de las
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poblaciones situadas en las distintas colinas; más tarde apareció la ciudad cercada por el muro de
Sirvio Tulio, y aún más recientemente, luego de todas las transformaciones de la República y del
Primer Imperio, el recinto que el emperador Aureliano rodeó con sus murallas. No hemos de
perseguir más lejos las modificaciones que sufrió la ciudad, preguntándonos, en cambio, qué
restos de esas fases pasadas hallará aún en la Roma actual un turista al cual suponemos dotado de
los más completos conocimientos históricos y topográficos. Verá el muro aureliano casi intacto,
salvo algunas brechas. En ciertos lugares podrá hallar trozos del muro serviano, puestos al
descubierto por las excavaciones. Provisto de conocimientos suficientes -superiores a los de la
arqueología moderna-, quizá podría trazar en el cuadro urbano actual todo el curso de este muro y
el contorno de la Roma quadrata; pero de las construcciones que otrora colmaron ese antiguo
recinto no encontrará nada o tan sólo escasos restos, pues aquéllas han desaparecido. Aun dotado
del mejor conocimiento de la Roma republicana, sólo podría señalar la ubicación de los templos y
edificios públicos de esa época. Hoy, estos lugares están ocupados por ruinas, pero ni siquiera por
las ruinas auténticas de aquellos monumentos, sino por las de reconstrucciones posteriores,
ejecutadas después de incendios y demoliciones. Casi no es necesario agregar que todos estos
restos de la Roma antigua aparecen esparcidos en el laberinto de una metrópoli edificada en los
últimos siglos del Renacimiento. Su suelo y sus construcciones modernas seguramente ocultan
aún numerosas reliquias. Tal es la forma de conservación de lo pasado que ofrecen los lugares
históricos como Roma.
Supongamos ahora, a manera de fantasía, que Roma no fuese un lugar de habitación
humana, sino un ente psíquico con un pasado no menos rico y prolongado, en el cual no hubieren
desaparecido nada de lo que alguna vez existió y donde junto a la última fase evolutiva
subsistieran todas las anteriores. Aplicado a Roma, esto significaría que en el Palatino habrían de
levantarse aún, en todo su porte primitivo, los palacios imperiales y el Septizonium de Septimio
Severo; que las almenas del Castel Sant'Angelo todavía estuvieran coronadas por las bellas
estatuas que las adornaron antes del sitio por los godos, etc. Pero aún más: en el lugar que ocupa
el Palazzo Caffarelli veríamos de nuevo, sin tener que demoler este edificio, el templo de Júpiter
Capitolino, y no sólo en su forma más reciente, como lo contemplaron los romanos de la época
cesárea, sino también en la primitiva, etrusca, ornada con antefijos de terracota. En el
emplazamiento actual del Coliseo podríamos admirar, además, la desaparecida Domus aurea de
Nerón; en la Piazza della Rotonda no encontraríamos tan sólo el actual Panteón como Adriano
nos lo ha legado, sino también, en el mismo solar, la construcción original de M. Agrippa, y
además, en este terreno, la iglesia María sopra Minerva, sin contar el antiguo templo sobre el cual
fue edificada. Y bastaría que el observador cambiara la dirección de su mirada o su punto de
observación para hacer surgir una u otra de estas visiones.
Evidentemente, no tiene objeto alguno seguir el hilo de esta fantasía, pues nos lleva a lo
inconcebible y aun a lo absurdo. Si pretendemos representar espacialmente la sucesión histórica,
sólo podremos hacerlo mediante la yuxtaposición en el espacio, pues éste no acepta dos
contenidos distintos. Nuestro intento parece ser un juego vano; su única justificación es la de
mostrarnos cuán lejos de encontrarnos de poder captar las características de la vida psíquica
mediante la representación descriptiva.
Aún tendríamos que enfrentarnos con otra objeción. Se nos preguntará por qué recurrimos
precisamente al pasado de una ciudad para compararlo con el pasado anímico. La hipótesis de la
conservación total de lo pretérito está supeditada, también en la vida psíquica, a la condición de
que el órgano del psiquismo haya quedado intacto, de que sus tejidos no hayan sufrido por
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traumatismo o inflamación. Pero las influencias destructivas comparables a estos factores
patológicos no faltan en la historia de ninguna ciudad, aunque su pasado sea menos agitado que el
de Roma, aunque, como Londres, jamás haya sido asolada por un enemigo. Aun la más apacible
evolución de una ciudad incluye demoliciones y reconstrucciones que en principio la tornan
inadecuada para semejante comparación con un organismo psíquico.
Nos rendimos ante este argumento y, renunciando a un ilustrativo efecto de contraste,
recurrimos a un símil que, en todo caso, es más afín a lo psíquico: el organismo animal o el
humano. Pero también aquí tropezamos con idéntica dificultad. Las fases precedentes de la
evolución no subsisten en forma alguna, sino que se agotan en las ulteriores cuyo material han
suministrado. Es imposible demostrar la existencia del embrión en el adulto; el timo del niño,
sustituido por tejido conectivo durante la adolescencia, ha dejado de existir; es verdad que en los
huesos largos del adulto podemos trazar el contorno del infantil; pero éste ha desaparecido al
alargarse y engrosarse para alcanzar su forma definitiva. Por consiguiente, debemos someternos a
la comprobación de que sólo en el terreno psíquico es posible esta persistencia de todos los
estadios previos, junto a la forma definitiva, y de que no podremos representarnos gráficamente
tal fenómeno.
Pero quizá vayamos demasiado lejos con esta conclusión. Quizá habríamos de
conformarnos con afirmar que lo pretérito puede subsistir en la vida psíquica, que no está
necesariamente condenado a la destrucción. Aun en el terreno psíquico no deja de ser posible como norma o excepcionalmente- que muchos elementos arcaicos sean borrados o consumidos
en tal medida, que ya ningún proceso logre restablecerlos o reanimarlos; además, su conservación
podría estar supeditada en principio a ciertas condiciones favorables. Todo esto es posible, pero
nada sabemos al respecto. No podemos sino atenernos a la conclusión de que en la vida psíquica
la conservación de lo pretérito es la regla más bien que una curiosa excepción.
Así, pues, estamos plenamente dispuestos a aceptar que en muchos seres existe un
«sentimiento oceánico», que nos inclinamos a reducir a una fase temprana del sentido yoico; pero
entonces se nos plantea una nueva cuestión: ¿qué pretensiones puede alegar ese sentimiento para
ser aceptado como fuente de las necesidades religiosas?
Por mi parte esta pretensión no me parece muy fundada, pues un sentimiento sólo puede
ser una fuente de energía si a su vez es expresión de una necesidad imperiosa. En cuanto a las
necesidades religiosas, considero irrefutable su derivación del desamparo infantil y de la
nostalgia por el padre que aquél suscita, tanto más cuanto que este sentimiento no se mantiene
simplemente desde la infancia, sino que es reanimado sin cesar por la angustia ante la
omnipotencia del destino. Me sería imposible indicar ninguna necesidad infantil tan poderosa
como la del amparo paterno. Con esto pasa a segundo plano el papel del «sentimiento oceánico»,
que podría tender, por ejemplo, al restablecimiento del narcisismo ilimitado. La génesis de la
actitud religiosa puede ser trazada con toda claridad hasta llegar al sentimiento de desamparo
infantil. Es posible que aquélla oculte aún otros elementos; pero por ahora se pierden en las
tinieblas.
Puedo imaginarme que el «sentimiento oceánico» haya venido a relacionarse
ulteriormente con la religión, pues este ser-uno-con-el-todo, implícito en su contenido ideativo,
nos seduce como una primera tentativa de consolación religiosa, como otro camino para refutar el
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peligro que el yo reconoce amenazante en el mundo exterior. Confieso una vez más que me
resulta muy difícil operar con estas magnitudes tan intangibles.
Otro de mis amigos, llevado por su insaciable curiosidad científica a las experiencias más
extraordinarias y convertido por fin en omnisapiente, me aseguró que mediante las prácticas del
yoga, es decir, apartándose del mundo exterior, fijando la atención en las funciones corporales,
respirando de manera particular, se llega efectivamente a despertar en sí mismo nuevas
sensaciones y sentimientos difusos, que pretendía concebir como regresiones a estados
primordiales de la vida psíquica, profundamente soterrados. Consideraba dichos fenómenos como
pruebas, en cierta manera fisiológicas, de gran parte de la sabiduría de la mística. Se nos
ofrecerían aquí relaciones con muchos estados enigmáticos de la vida anímica, como los del
trance y del éxtasis. Mas yo siento el impulso de repetir las palabras del buzo de Schiller:
¡Alégrese quien respira a la rosada luz del día!
II
MI estudio sobre El porvenir de una ilusión, lejos de estar dedicado principalmente a las
fuentes más profundas del sentido religioso, se refería más bien a lo que el hombre común
concibe como su religión, al sistema de doctrinas y promisiones que, por un lado, le explican con
envidiable integridad los enigmas de este mundo, y por otro, le aseguran que una solícita
Providencia guardará su vida y recompensará en una existencia ultraterrena las eventuales
privaciones que sufra en ésta. El hombre común no puede representarse esta Providencia sino
bajo la forma de un padre grandiosamente exaltado, pues sólo un padre semejante sería capaz de
comprender las necesidades de la criatura humana, conmoverse ante sus ruegos, ser aplacado por
las manifestaciones de su arrepentimiento. Todo esto es a tal punto infantil, tan incongruente con
la realidad, que el más mínimo sentido humanitario nos tornará dolorosa la idea de que la gran
mayoría de los mortales jamás podría elevarse por semejante concepción de la vida. Más
humillante aún es reconocer cuán numerosos son nuestros contemporáneos que, obligados a
reconocer la posición insostenible de esta religión, intentan, no obstante, defenderla palmo a
palmo en lastimosas acciones de retirada. Uno se siente tentado a formar en las filas de los
creyentes para exhortar a no invocar en vano el nombre del Señor, a aquellos filósofos que creen
poder salvar al Dios de la religión reemplazándolo por un principio impersonal, nebulosamente
abstracto. Si algunas de las más excelsas mentes de tiempos pasados hicieron otro tanto, ello no
constituye justificación suficiente, pues sabemos por qué se vieron obligados a hacerlo.
Volvamos al hombre común y a su religión, la única que había de llevar este nombre. Al
punto acuden a nuestra mente las conocidas palabras de uno de nuestros grandes poetas y sabios,
que nos hablan de las relaciones que la religión guarda con el arte y la ciencia. Helas aquí:
Quien posee Ciencia y Arte
también tiene Religión;
quien no posee una ni otra,
¡tenga Religión!
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Este aforismo enfrenta, por una parte, la religión con las dos máximas creaciones del
hombre, y por otra, afirma que pueden representarse o sustituirse mutuamente en cuanto a su
valor para la vida. De modo que si también pretendiéramos privar de religión al común de los
mortales, no nos respaldaría evidentemente la autoridad del poeta. Ensayemos, pues, otro camino
para acercarnos a la comprensión de su pensamiento. Tal como nos ha sido impuesta, la vida nos
resulta demasiado pesada, nos depara excesivos sufrimientos, decepciones, empresas imposibles.
Para soportarla, no podemos pasarnos sin lenitivos («No se puede prescindir de las muletas», nos
ha dicho Theodor Fontane). Los hay quizá de tres especies: distracciones poderosas que nos
hacen parecer pequeña nuestra miseria; satisfacciones sustitutivas que la reducen; narcóticos que
nos tornan insensibles a ella. Alguno cualquiera de estos remedios nos es indispensable. Voltaire
alude a las distracciones cuando en Gandide formula a manera de envío el consejo de cultivar
nuestro jardín; también la actividad científica es una diversión semejante. Las satisfacciones
sustitutivas como nos la ofrece el arte son, frente a la realidad, ilusiones, pero no por ello menos
eficaces psíquicamente, gracias al papel que la imaginación mantiene en la vida anímica. En
cuanto a los narcóticos, influyen sobre nuestros órganos y modifican su quimismo. No es fácil
indicar el lugar que en esta serie corresponde a la religión. Tendremos que buscar, pues, un
acceso más amplio al asunto.
En incontables ocasiones se ha planteado la cuestión del objeto que tendría la vida
humana, sin que jamás se le haya dado respuesta satisfactoria, y quizá ni admita tal respuesta.
Muchos de estos inquisidores se apresuraron a agregar que si resultase que la vida humana no
tiene objeto alguno perdería todo el valor ante sus ojos. Pero estas amenazas de nada sirven:
parecería más bien que se tiene el derecho, de rechazar la pregunta en sí, pues su razón de ser
probablemente emane de esa vanidad antropocéntrica, cuyas múltiples manifestaciones ya
conocemos. Jamás se pregunta acerca del objeto de la vida de los animales, salvo que se le
identifique con el destino de servir al hombre. Pero tampoco esto es sustentable, pues son muchos
los animales con los que el hombre no sabe qué emprender -fuera de describirlos, clasificarlos y
estudiarlos- e incontables especies aun han declinado servir a este fin, al existir y desaparecer
mucho antes de que el hombre pudiera observarlas. Decididamente, sólo la religión puede
responder al interrogante sobre la finalidad de la vida. No estaremos errados al concluir que la
idea de adjudicar un objeto a la vida humana no puede existir sino en función de un sistema
religioso.
Abandonemos por ello la cuestión precedente y encaremos esta otra más modesta: ¿qué
fines y propósitos de vida expresan los hombres en su propia conducta; qué esperan de la vida,
qué pretenden alcanzar en ella? Es difícil equivocar la respuesta: aspiran a la felicidad, quieren
llegar a ser felices, no quieren dejar de serlo. Esta aspiración tiene dos faces: un fin positivo y
otro negativo; por un lado, evitar el dolor y el displacer; por el otro, experimentar intensas
sensaciones placenteras. En sentido estricto, el término «felicidad» sólo se aplica al segundo fin.
De acuerdo con esta dualidad del objetivo perseguido, la actividad humana se despliega en dos
sentidos, según trate de alcanzar -prevaleciente o exclusivamente- uno u otro de aquellos fines.
Como se advierte, quien fija el objetivo vital es simplemente el programa del principio del
placer; principio que rige las operaciones del aparato psíquico desde su mismo origen; principio
de cuya adecuación y eficiencia no cabe dudar, por más que su programa esté en pugna con el
mundo entero, tanto con el macrocosmos como con el microcosmos. Este programa ni siquiera es
realizable, pues todo el orden del universo se le opone, y aun estaríamos por afirmar que el plan
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de la «Creación» no incluye el propósito de que el hombre sea «feliz». Lo que en el sentido más
estricto se llama felicidad, surge de la satisfacción, casi siempre instantánea, de necesidades
acumuladas que han alcanzado elevada tensión, y de acuerdo con esta índole sólo puede darse
como fenómeno episódico. Toda persistencia de una situación anhelada por el principio del
placer sólo proporciona una sensación de tibio bienestar, pues nuestra disposición no nos permite
gozar intensamente sino el contraste, pero sólo en muy escasa medida lo estable. Así, nuestras
facultades de felicidad están ya limitadas en principio por nuestra propia constitución. En cambio,
nos es mucho menos difícil experimentar la desgracia. El sufrimiento nos amenaza por tres lados:
desde el propio cuerpo que, condenado a la decadencia y a la aniquilación, ni siquiera puede
prescindir de los signos de alarma que representan el dolor y la angustia; del mundo exterior,
capaz de encarnizarse en nosotros con fuerzas destructoras omnipotentes e implacables; por fin,
de las relaciones con otros seres humanos. El sufrimiento que emana de esta última fuente quizá
nos sea más doloroso que cualquier otro; tendemos a considerarlo como una adición más o menos
gratuita, pese a que bien podría ser un destino tan ineludible como el sufrimiento de distinto
origen.
No nos extrañe, pues, que bajo la presión de tales posibilidades de sufrimiento, el hombre
suele rebajar sus pretensiones de felicidad (como, por otra parte, también el principio del placer
se transforma, por influencia del mundo exterior, en el más modesto principio de la realidad); no
nos asombra que el ser humano ya se estime feliz por el mero hecho de haber escapado a la
desgracia, de haber sobrevivido al sufrimiento; que, en general, la finalidad de evitar el
sufrimiento relegue a segundo plano la de lograr el placer. La reflexión demuestra que las
tentativas destinadas a alcanzarlo pueden llevarnos por caminos muy distintos, recomendados
todos por las múltiples escuelas de la sabiduría humana y emprendidos alguna vez por el ser
humano. En primer lugar, la satisfacción ilimitada de todas las necesidades se nos impone como
norma de conducta más tentadora, pero significa preferir el placer a la prudencia, y a poco de
practicarla se hacen sentir sus consecuencias. Los otros métodos, que persiguen ante todo la
evitación del sufrimiento, se diferencian según la fuente de displacer a que conceden máxima
atención. Existen entre ellos procedimientos extremos y moderados; algunos unilaterales, y otros
que atacan simultáneamente varios puntos. El aislamiento voluntario, el alejamiento de los
demás, es el método de protección más inmediato contra el sufrimiento susceptible de originarse
en las relaciones humanas. Es claro que la felicidad alcanzable por tal camino no puede ser sino
la de la quietud. Contra el temible mundo exterior sólo puede uno defenderse mediante una forma
cualquiera del alejamiento si pretende solucionar este problema únicamente para sí. Existe, desde
luego, otro camino mejor: pasar al ataque contra la Naturaleza y someterla a la voluntad del
hombre, como miembro de la comunidad humana, empleando la técnica dirigida por la ciencia;
así, se trabaja con todos por el bienestar de todos. Pero los más interesantes preventivos del
sufrimiento son los que tratan de influir sobre nuestro propio organismo, pues en última instancia
todo sufrimiento no es más que una sensación; sólo existe en tanto lo sentimos, y únicamente lo
sentimos en virtud de ciertas disposiciones de nuestro organismo.
El más crudo, pero también el más efectivo de los métodos destinados a producir tal
modificación, es el químico: la intoxicación. No creo que nadie haya comprendido su
mecanismo, pero es evidente que existen ciertas sustancias extrañas al organismo cuya presencia
en la sangre o en los tejidos nos proporciona directamente sensaciones placenteras, modificando
además las condiciones de nuestra sensibilidad de manera tal que nos impiden percibir estímulos
desagradables. Ambos efectos no sólo son simultáneos, sino que también parecen estar
íntimamente vinculados. Pero en nuestro propio quimismo deben existir asimismo sustancias que
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cumplen un fin análogo, pues conocemos por lo menos un estado patológico -la manía- en el que
se produce semejante conducta, similar a la embriaguez, sin incorporación de droga alguna.
También en nuestra vida psíquica normal, la descarga del placer oscila entre la facilitación y la
coartación y paralelamente disminuye o aumenta la receptividad para el displacer. Es muy
lamentable que este cariz tóxico de los procesos mentales se haya sustraído hasta ahora a la
investigación científica. Se atribuye tal carácter benéfico a la acción de los estupefacientes en la
lucha por la felicidad y en la prevención de la miseria, que tanto los individuos como los pueblos
les han reservado un lugar permanente en su economía libidinal. No sólo se les debe el placer
inmediato, sino también una muy anhelada medida de independencia frente al mundo exterior.
Los hombres saben que con ese «quitapenas» siempre podrán escapar al peso de la realidad,
refugiándose en un mundo propio que ofrezca mejores condiciones para su sensibilidad. También
se sabe que es precisamente esta cualidad de los estupefacientes la que entraña su peligro y su
nocividad. En ciertas circunstancias aun llevan la culpa de que se disipen estérilmente cuantiosas
magnitudes de energía que podrían ser aplicadas para mejorar la suerte humana.
Sin embargo, la complicada arquitectura de nuestro aparato psíquico también es accesible
a toda una serie de otras influencias. La satisfacción de los instintos, precisamente porque implica
tal felicidad, se convierte en causa de intenso sufrimiento cuando el mundo exterior nos priva de
ella, negándonos la satisfacción de nuestras necesidades. Por consiguiente, cabe esperar que al
influir sobre estos impulsos instintivos evitaremos buena parte del sufrimiento. Pero esta forma
de evitar el dolor ya no actúa sobre el aparato sensitivo, sino que trata de dominar las mismas
fuentes internas de nuestras necesidades, consiguiéndolo en grado extremo al aniquilar los
instintos, como lo enseña la sabiduría oriental y lo realiza la práctica del yoga. Desde luego,
lograrlo significa al mismo tiempo abandonar toda otra actividad (sacrificar la vida), para volver
a ganar, aunque por distinto camino, únicamente la felicidad del reposo absoluto. Idéntico
camino, con un objetivo menos extremo, se emprende al perseguir tan sólo la moderación de la
vida instintiva bajo el gobierno de las instancias psíquicas superiores, sometidas al principio de la
realidad. Esto no significa en modo alguno la renuncia al propósito de la satisfacción, pero se
logra cierta protección contra el sufrimiento, debido a que la insatisfacción de los instintos
domeñados procura menos dolor que la de los no inhibidos. En cambio, se produce una innegable
limitación de las posibilidades de placer, pues el sentimiento de felicidad experimentado al
satisfacer una pulsión instintiva indómita, no sujeta por las riendas del yo, es incomparablemente
más intenso que el que se siente al saciar un instinto dominado. Tal es la razón económica del
carácter irresistible que alcanzan los impulsos perversos y quizá de la seducción que ejerce lo
prohibido en general.
Otra técnica para evitar el sufrimiento recurre a los desplazamientos de la libido previstos
en nuestro aparato psíquico y que confieren gran flexibilidad a su funcionamiento. El problema
consiste en reorientar los fines instintivos, de manera tal que eluden la frustración del mundo
exterior. La sublimación de los instintos contribuye a ello, y su resultado será óptimo si se sabe
acrecentar el placer del trabajo psíquico e intelectual. En tal caso el destino poco puede
afectarnos. Las satisfacciones de esta clase, como la que el artista experimenta en la creación, en
la encarnación de sus fantasías; la del investigador en la solución de sus problemas y en el
descubrimiento de la verdad, son de una calidad especial que seguramente podremos caracterizar
algún día en términos meta psicológicos. Por ahora hemos de limitarnos a decir, metafóricamente
que nos parecen más «nobles» y más «elevadas», pero su intensidad, comparada con la
satisfacción de los impulsos instintivos groseros y primarios, es muy atenuada y de ningún modo
llega a conmovernos físicamente. Pero el punto débil de este método reside en que su
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aplicabilidad no es general, en que sólo es accesible a pocos seres, pues presupone disposiciones
y aptitudes peculiares que no son precisamente habituales, por lo menos en medida suficiente. Y
aun a estos escasos individuos no puede ofrecerles una protección completa contra el sufrimiento;
no los reviste con una coraza impenetrable a las flechas del destino y suele fracasar cuando el
propio cuerpo se convierte en fuente de dolor.
La tendencia a independizarse del mundo exterior, buscando las satisfacciones en los
procesos internos psíquicos, manifestada ya en el procedimiento descrito, se denota con
intensidad aún mayor en el que sigue. Aquí, el vínculo con la realidad se relaja todavía más; la
satisfacción se obtiene en ilusiones que son reconocidas como tales, sin que su discrepancia con
el mundo real impida gozarlas. El terreno del que proceden estas ilusiones es el de la
imaginación, terreno que otrora, al desarrollarse el sentido de la realidad, fue sustraído
expresamente a las exigencias del juicio de realidad, reservándolo para la satisfacción de deseos
difícilmente realizables. A la cabeza de estas satisfacciones imaginativas encuentra el goce de la
obra de arte, accesible aun al carente de dotes creadoras, gracias a la mediación del artista. Quien
sea sensible a la influencia del arte no podrá estimarla en demasía como fuente de placer y como
consuelo para las congojas de la vida. Mas la ligera narcosis en que nos sumerge el arte sólo
proporciona un refugio fugaz ante los azares de la existencia y carece de poderío suficiente como
para hacernos olvidar la miseria real.
Más enérgica y radical es la acción de otro procedimiento: el que ve en la realidad al
único enemigo, fuente de todo sufrimiento, que nos torna intolerable la existencia y con quien por
consiguiente, es preciso romper toda relación si se pretende ser feliz en algún sentido. El
ermitaño vuelve la espalda a este mundo y nada quiere tener que hacer con él. Pero también se
puede ir más lejos, empeñándose en transformarlo, construyendo en su lugar un nuevo mundo en
el cual queden eliminados los rasgos más intolerables, sustituidos por otros adecuados a los
propios deseos. Quien en desesperada rebeldía adopte este camino hacia la felicidad,
generalmente no llegará muy lejos, pues la realidad es la más fuerte. Se convertirá en un loco a
quien pocos ayudarán en la realización de sus delirios. Sin embargo, se pretende que todos nos
conducimos, en uno u otro punto, igual que el paranoico, enmendando algún cariz intolerable del
mundo mediante una creación desiderativa e incluyendo esta quimera en la realidad. Particular
importancia adquiere el caso en que numerosos individuos emprenden juntos la tentativa de
procurarse un seguro de felicidad y una protección contra el dolor por medio de una
transformación delirante de la realidad. También las religiones de la Humanidad deben ser
consideradas como semejantes delirios colectivos. Desde luego, ninguno de los que comparten el
delirio puede reconocerlo jamás como tal.
No creo que sea completa esa enumeración de los métodos con que el hombre se esfuerza
por conquistar la felicidad y alejar el sufrimiento; también sé que el mismo material se presta a
otras clasificaciones. Existe un método que todavía no he mencionado; no porque lo haya
olvidado, sino porque aún ha de ocuparnos en otro respecto. ¡Cómo podríase olvidar
precisamente esta técnica del arte de vivir! Se distingue por la más curiosa combinación de rasgos
característicos. Naturalmente, también ella persigue la independencia del destino -tal es la
expresión que cabe aquí- y con esta intención traslada la satisfacción a los procesos psíquicos
internos, utilizando al efecto la ya mencionada desplazabilidad de la libido, pero sin apartarse por
ello del mundo exterior, aferrándose por el contrario a sus objetos y hallando la felicidad en la
vinculación afectiva con éstos. Por otra parte, al hacerlo no se conforma con la resignante y
fatigada finalidad de eludir el sufrimiento, sino que la deja a un lado sin prestarle atención, para
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concentrarse en el anhelo primordial y apasionado del cumplimiento positivo de la felicidad.
Quizá se acerque mucho más a esta meta que cualquiera de los métodos anteriores. Naturalmente,
me refiero a aquella orientación de la vida que hace del amor el centro de todas las cosas, que
deriva toda satisfacción del amar y ser amado. Semejante actitud psíquica nos es familiar a todos;
una de la formas en que el amor se manifiesta -el amor sexual- nos proporciona la experiencia
placentera más poderosa y subyugante, estableciendo así el prototipo de nuestras aspiraciones de
felicidad. Nada más natural que sigamos buscándola por el mismo camino que nos permitió
encontrarla por vez primera. El punto débil de esta técnica de vida es demasiado evidente, y si no
fuera así, a nadie se le habría ocurrido abandonar por otro tal camino hacia la felicidad. En efecto:
jamás nos hallamos tan a merced del sufrimiento como cuando amamos; jamás somos tan
desamparadamente infelices como cuando hemos perdido el objeto amado a su amor. Pero no
queda agotada con esto la técnica de vida que se funda sobre la aptitud del amor para procurar
felicidad; aún queda mucho por decir al respecto.
Cabe agregar aquí el caso interesante de que la felicidad de la vida se busque ante todo en
el goce de la belleza, dondequiera sea accesible a nuestros sentidos y a nuestro juicio: ya se trate
de la belleza en las formas y los gestos humanos, en los objetos de la Naturaleza, los pasajes, o en
las creaciones artísticas y aun científicas. Esta orientación estética de la finalidad vital nos
protege escasamente contra los sufrimientos inminentes, pero puede indemnizarnos por muchos
pesares sufridos. El goce de la belleza posee un particular carácter emocional, ligeramente
embriagador. La belleza no tiene utilidad evidente ni es manifiesta su necesidad cultural, y, sin
embargo, la cultura no podría prescindir de ella. La ciencia de la estética investiga las
condiciones en las cuales las cosas se perciben como bellas, pero no ha logrado explicar la
esencia y el origen de la belleza, y como de costumbre, su infructuosidad se oculta con un
despliegue de palabras muy sonoras, pero pobres de sentido. Desgraciadamente, tampoco el
psicoanálisis tiene mucho que decirnos sobre la belleza. Lo único seguro parece ser su derivación
del terreno de las sensaciones sexuales, representando un modelo ejemplar de una tendencia
coartada en su fin. Primitivamente, la «belleza» y el «encanto» son atributos del objeto sexual. Es
notable que los órganos genitales mismos casi nunca sean considerados como bellos, pese al
invariable efecto excitante de su contemplación; en cambio, dicha propiedad parece ser inherente
a ciertos caracteres sexuales secundarios.
A pesar de su condición fragmentaria, me atrevo a cerrar nuestro estudio con algunas
conclusiones. El designio de ser felices que nos impone el principio del placer es irrealizable;
mas no por ello se debe -ni se puede- abandonar los esfuerzos por acercarse de cualquier modo a
su realización. Al efecto podemos adoptar muy distintos caminos, anteponiendo ya el aspecto
positivo de dicho fin -la obtención del placer-, ya su aspecto negativo -la evitación del dolor-.
Pero ninguno de estos recursos nos permitirá alcanzar cuanto anhelamos. La felicidad,
considerada en el sentido limitado, cuya realización parece posible, es meramente un problema de
la economía libidinal de cada individuo. Ninguna regla al respecto vale para todos; cada uno debe
buscar por sí mismo la manera en que pueda ser feliz. Su elección del camino a seguir será
influida por los más diversos factores. Todo depende de la suma de satisfacción real que pueda
esperar del mundo exterior y de la medida en que se incline a independizarse de éste; por fin,
también de la fuerza que se atribuya a sí mismo para modificarlo según sus deseos. Ya aquí
desempeña un papel determinante la constitución psíquica del individuo, aparte de las
circunstancias exteriores. El ser humano predominantemente erótico antepondrá los vínculos
afectivos que lo ligan a otras personas; el narcisista, inclinado a bastarse a sí mismo, buscará las
satisfacciones esenciales en sus procesos psíquicos íntimos; el hombre de acción nunca
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abandonará un mundo exterior en el que pueda medir sus fuerzas. En el segundo de estos tipos, la
orientación de los intereses será determinada por la índole de su vocación y por la medida de las
sublimaciones instintuales que estén a su alcance. Cualquier decisión extrema en la elección se
hará sentir, exponiendo al individuo a los peligros que involucra la posible insuficiencia de toda
técnica vital elegida, con exclusión de las restantes. Así como el comerciante prudente evita
invertir todo su capital en una sola operación, así también la sabiduría quizá nos aconseje no
hacer depender toda satisfacción de una única tendencia, pues su éxito jamás es seguro: depende
del concurso de numerosos factores, y quizá de ninguno tanto como de la facultad del aparato
psíquico para adaptar sus funciones al mundo y para sacar provecho de éste en la realización del
placer. Quien llegue al mundo con una constitución instintual particularmente desfavorable,
difícilmente hallará la felicidad en su situación ambiental, ante todo cuando se encuentre frente a
tareas difíciles, a menos que haya efectuado la profunda transformación y reestructuración de sus
componentes libidinales, imprescindible para todo rendimiento futuro. La última técnica de vida
que le queda y que le ofrece por lo menos satisfacciones sustitutivas es la fuga a la neurosis,
recurso al cual generalmente apela ya en años juveniles. Quien vea fracasar en edad madura sus
esfuerzos por alcanzar la felicidad, aun hallará consuelo en el placer de la intoxicación crónica o
bien emprenderá esa desesperada tentativa de rebelión que es la psicosis.
La religión viene a perturbar este libre juego de elección y adaptación, al imponer a todos
por igual su camino único para alcanzar la felicidad y evitar el sufrimiento. Su técnica consiste en
reducir el valor de la vida y en deformar delirantemente la imagen del mundo real, medidas que
tienen por condición previa la intimidación de la inteligencia. A este precio, imponiendo por la
fuerza al hombre la fijación a un infantilismo psíquico y haciéndolo participar en un delirio
colectivo, la religión logra evitar a muchos seres la caída en la neurosis individual. Pero no
alcanza nada más. Como ya sabemos, hay muchos caminos que pueden llevar a la felicidad, en la
medida en que es accesible al hombre, mas ninguno que permita alcanzarla con seguridad.
Tampoco la religión puede cumplir sus promesas, pues el creyente, obligado a invocar en última
instancia los «inescrutables designios» de Dios, confiesa con ello que en el sufrimiento sólo le
queda la sumisión incondicional como último consuelo y fuente de goce. Y si desde el principio
ya estaba dispuesto a aceptarla, bien podría haberse ahorrado todo ese largo rodeo.
III
NUESTRO estudio de la felicidad no nos ha enseñado hasta ahora mucho que exceda de
lo conocido por todo el mundo. Las perspectivas de descubrir algo nuevo tampoco parecen ser
más promisorias, aunque continuemos la indagación, preguntándonos por qué al hombre le
resulta tan difícil ser feliz. Ya hemos respondido al señalar las tres fuentes del humano
sufrimiento: la supremacía de la Naturaleza, la caducidad de nuestro propio cuerpo y la
insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el Estado y
la sociedad. En lo que a las dos primeras se refiere, nuestro juicio no puede vacilar mucho, pues
nos vemos obligados a reconocerlas y a inclinarnos ante lo inevitable. Jamás llegaremos a
dominar completamente la Naturaleza; nuestro organismo, que forma parte de ella, siempre será
perecedero y limitado en su capacidad de adaptación y rendimiento. Pero esta comprobación no
es, en modo alguno, descorazonante; por el contrario, señala la dirección a nuestra actividad.
Podemos al menos superar algunos pesares, aunque no todos; otros logramos mitigarlos: varios
milenios de experiencia nos han convencido de ello. Muy distinta es nuestra actitud frente al
tercer motivo de sufrimiento, el de origen social. Nos negamos en absoluto a aceptarlo: no
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atinamos a comprender por qué las instituciones que nosotros mismos hemos creado no habrían
de representar más bien protección y bienestar para todos. Sin embargo, si consideramos cuán
pésimo resultado hemos obtenido precisamente en este sector de la prevención contra el
sufrimiento, comenzamos a sospechar que también aquí podría ocultarse una porción de la
indomable naturaleza, tratándose esta vez de nuestra propia constitución psíquica.
A punto de ocuparnos en esta eventualidad, nos topamos con una afirmación tan
sorprendente que retiene nuestra atención. Según ella, nuestra llamada cultura llevaría gran parte
de la culpa por la miseria que sufrimos, y podríamos ser mucho mas felices si la abandonásemos
para retornar a condiciones de vida más primitivas. Califico de sorprendente esta aseveración,
porque -cualquiera sea el sentido que se dé al concepto de cultura- es innegable que todos los
recursos con los cuales intentamos defendernos contra los sufrimientos amenazantes proceden
precisamente de esa cultura.
¿Por qué caminos habrán llegado tantos hombres a esta extraña actitud de hostilidad
contra la cultura? Creo que un profundo y antiguo disconformismo con el respectivo estado
cultural constituyó el terreno en que determinadas circunstancias históricas hicieron germinar la
condenación de aquélla. Me parece que alcanzo a identificar el último y el penúltimo de estos
motivos, pero i erudición no basta para perseguir más lejos la cadena de los mismos en la historia
de la especie humana. En el triunfo del cristianismo sobre las religiones paganas ya debe haber
intervenido tal factor anticultural, teniendo en cuenta su íntima afinidad con la depreciación de la
vida terrenal implícita en la doctrina cristiana. El penúltimo motivo surgió cuando al extenderse
los viajes de exploración se entabló contacto con razas y pueblos primitivos. Los europeos,
observando superficialmente e interpretando de manera equívoca sus usos y costumbres,
imaginaron que esos pueblos llevaban una vida simple, modesta y feliz, que debía parecer
inalcanzable a los exploradores de nivel cultural más elevado. La experiencia ulterior ha
rectificado muchos de estos juicios, pues en múltiples casos se había atribuido tal facilitación de
la vida a la falta de complicadas exigencias culturales, cuando en realidad obedecía a la
generosidad de la Naturaleza y a la cómoda satisfacción de las necesidades elementales. En
cuanto a la última de aquellas motivaciones históricas, la conocemos bien de cerca: se produjo
cuando el hombre aprendió a comprender el mecanismo de las neurosis, que amenazan socavar el
exiguo resto de felicidad accesible a la humanidad civilizada. Comprobóse así que el ser humano
cae en la neurosis porque no logra soportar el grado de frustración que le impone la sociedad en
aras de sus ideales de cultura, deduciéndose de ello que sería posible reconquistar las perspectivas
de ser feliz, eliminando o atenuando en grado sumo estas exigencias culturales.
Agrégase a esto el influjo de cierta decepción. En el curso de las últimas generaciones la
Humanidad ha realizado extraordinarios progresos en las ciencias naturales y en su aplicación
técnica, afianzando en medida otrora inconcebible su dominio sobre la Naturaleza. No
enunciaremos, por conocidos de todos, los pormenores de estos adelantos. El hombre se
enorgullece con razón de tales conquistas pero comienza a sospechar que este recién adquirido
dominio del espacio y del tiempo, esta sujeción de las fuerzas naturales, cumplimiento de un
anhelo multimilenario, no ha elevado la satisfacción placentera que exige de la vida, no le ha
hecho, en su sentir, más feliz. Deberíamos limitarnos a deducir de esta comprobación que el
dominio sobre la Naturaleza no es el único requisito de la felicidad humana -como, por otra parte,
tampoco es la meta exclusiva de las aspiraciones culturales-, sin inferir de ella que los progresos
técnicos son inútiles para la economía de nuestra felicidad. En efecto, ¿acaso no es una positiva
experiencia placentera, un innegable aumento de mi felicidad, si puedo escuchar a voluntad la
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voz de mi hijo que se encuentra a centenares de kilómetros de distancia; si, apenas desembarcado
mi amigo, puedo enterarme de que ha sobrellevado bien su largo y penoso viaje? ¿Por ventura no
significa nada el que la Medicina haya logrado reducir tan extraordinariamente la mortalidad
infantil, el peligro de las infecciones puerperales, y aun prolongar en considerable número los
años de vida del hombre civilizado? A estos beneficios, que debemos a la tan vituperada era de
los progresos científicos y técnicos, aun podría agregar una larga serie -pero aquí se hace oír la
voz de la crítica pesimista, advirtiéndonos que la mayor parte de estas satisfacciones serían como
esa «diversión gratuita» encomiada en cierta anécdota: no hay más que sacar una pierna desnuda
de bajo la manta, en fría noche de invierno, para poder procurarse el «placer» de volverla a
cubrir. Sin el ferrocarril que supera la distancia, nuestro hijo jamás habría abandonado la ciudad
natal, y no necesitaríamos el teléfono para poder oír su voz. Sin la navegación transatlántica, el
amigo no habría emprendido el largo viaje, y ya no me haría falta el telégrafo para tranquilizarme
sobre su suerte. ¿De qué nos sirve reducir la mortalidad infantil si precisamente esto nos obliga a
adoptar máxima prudencia en la procreación; de modo que, a fin de cuentas tampoco hoy criamos
más niños que en la época previa a la hegemonía de la higiene, y en cambio hemos subordinado a
penosas condiciones nuestra vida sexual en el matrimonio, obrando probablemente en sentido
opuesto a la benéfica selección natural? ¿De qué nos sirve, por fin, una larga vida si es tan
miserable, tan pobre en alegrías y rica en sufrimientos que sólo podemos saludar a la muerte
como feliz liberación?
Parece indudable, pues, que no nos sentimos muy cómodos en nuestra actual cultura, pero
resulta muy difícil juzgar si -y en qué medida- los hombres de antaño eran más felices, así como
la parte que en ello tenían sus condiciones culturales. Siempre tendremos a apreciar
objetivamente la miseria, es decir, a situarnos en aquellas condiciones con nuestras propias
pretensiones y sensibilidades, para examinar luego los motivos de felicidad o de sufrimiento que
hallaríamos en ellas. Esta manera de apreciación aparentemente objetiva porque abstrae de las
variaciones a que está sometida la sensibilidad subjetiva, es, naturalmente, la más subjetiva que
puede darse, pues en el lugar de cualquiera de las desconocidas disposiciones psíquicas ajenas
coloca la nuestra. Pero la felicidad es algo profundamente subjetivo. Pese a todo el horror que
puedan causarnos determinadas situaciones -la del antiguo galeote, del siervo en la Guerra de los
Treinta Años, del condenado por la Santa Inquisición, del judío que aguarda la hora de la
persecución-, nos es, sin embargo, imposible colocarnos en el estado de ánimo de esos seres,
intuir los matices del estupor inicial, el paulatino embotamiento, el abandono de toda expectativa,
las formas groseras o finas de narcotización de la sensibilidad frente a los estímulos placenteros y
desagradables. Ante situaciones de máximo sufrimiento también se ponen en función
determinados mecanismos psíquicos de protección. Pero me parece infructuoso perseguir más
lejos este aspecto del problema.
Es hora de que nos dediquemos a la esencia de esta cultura, cuyo valor para la felicidad
humana se ha puesto tan en duda. No hemos de pretender una fórmula que defina en pocos
términos esta esencia, aun antes de haber aprendido algo más examinándola. Por consiguiente,
nos conformaremos con repetir que el término «cultura» designa la suma de las producciones e
instituciones que distancian nuestra vida de la de nuestros antecesores animales y que sirven a
dos fines: proteger al hombre contra la Naturaleza y regular las relaciones de los hombres entre
sí. Para alcanzar una mayor comprensión examinaremos uno por uno los rasgos de la cultura, tal
como se presenta en las comunidades humanas. Al hacerlo, nos dejaremos guiar sin reservas por
el lenguaje común, o como también se suele decir, por el sentido del lenguaje, confiando en que
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así lograremos prestar la debida consideración a intuiciones profundas que aún se resisten a la
expresión en términos abstractos.
El comienzo es fácil: aceptamos como culturales todas las actividades y los bienes útiles
para el hombre: a poner la tierra a su servicio, a protegerlo contra la fuerza de los elementos, etc.
He aquí el aspecto de la cultura que da lugar a menos dudas. Para no quedar cortos en la historia,
consignaremos como primeros actos culturales el empleo de herramientas, la dominación del
fuego y la construcción de habitaciones. Entre ellos, la conquista del fuego se destaca una hazaña
excepcional y sin precedentes; en cuanto a los otros, abrieron al hombre caminos que desde
entonces no dejó de recorrer y cuya elección responde a motivos fáciles de adivinar. Con las
herramientas el hombre perfecciona sus órganos -tanto los motores como los sensoriales-o
elimina las barreras que se oponen a su acción. Las máquinas le suministran gigantescas fuerzas,
que puede dirigir, como sus músculos, en cualquier dirección; gracias al navío y al avión, ni el
agua ni el aire consiguen limitar sus movimientos. Con la lente corrige los defectos de su
cristalino y con el telescopio contempla las más remotas lejanías; merced al microscopio supera
los límites de lo visible impuestos por la estructura de su retina. Con la cámara fotográfica ha
creado un instrumento que fija las impresiones ópticas fugaces, servicio que el fonógrafo le rinde
con las no menos fugaces impresiones auditivas, constituyendo ambos instrumentos
materializaciones de su innata facultad de recordar; es decir, de su memoria. Con ayuda del
teléfono oye a distancia que aun el cuento de hadas respetaría como inalcanzables. La escritura
es, originalmente, el lenguaje del ausente; la vivienda, un sucedáneo del vientre materno, primera
morada cuya nostalgia quizá aún persista en nosotros, donde estábamos tan seguros y nos
sentíamos tan a gusto.
Diríase que es un cuento de hadas esta realización de todos o casi todos sus deseos
fabulosos, lograda por el hombre con su ciencia y su técnica, en esta tierra que lo vio aparecer por
vez primera como débil animal y a la que cada nuevo individuo de su especie vuelve a ingresar oh inch of nature!- como lactante inerme. Todos estos bienes el hombre puede considerarlos
como conquistas de la cultura. Desde hace mucho tiempo se había forjado un ideal de
omnipotencia y omnisapiencia que encarnó en sus dioses, atribuyéndoles cuanto parecía
inaccesible a sus deseos o le estaba vedado, de modo que bien podemos considerar a estos dioses
como ideales de la cultura. Ahora que se encuentra muy cerca de alcanzar este ideal casi ha
llegado a convertirse él mismo en un dios, aunque por cierto sólo en la medida en que el común
juicio humano estima factible un ideal: nunca por completo; en unas cosas, para nada; en otras,
sólo a medias. El hombre ha llegado a ser por así decirlo, un dios con prótesis: bastante
magnífico cuando se coloca todos sus artefactos; pero éstos no crecen de su cuerpo y a veces aun
le procuran muchos sinsabores. Por otra parte, tiene derecho a consolarse con la reflexión de que
este desarrollo no se detendrá precisamente en el año de gracia de 1930. Tiempos futuros traerán
nuevos y quizá inconcebibles progresos en este terreno de la cultura, exaltando aún más la
deificación del hombre. Pero no olvidemos, en interés de nuestro estudio, que tampoco el hombre
de hoy se siente feliz en su semejanza con Dios.
Así, reconocemos el elevado nivel cultural de un país cuando comprobamos que en él se
realiza con perfección y eficacia cuanto atañe a la explotación de la tierra por el hombre y a la
protección de éste contra las fuerzas elementales; es decir, en dos palabras: cuando todo está
dispuesto para su mayor utilidad. En semejante país los ríos que amenacen con inundaciones
habrán de tener regulado su cauce y sus aguas conducidas por canales a las regiones que carezcan
de ellas; las tierras serán cultivadas diligentemente y sembradas con las plantas más adecuadas a
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su fertilidad- las riquezas minerales del subsuelo serán explotadas activamente y convertidas en
herramientas y accesorios indispensables; los medios de transporte serán frecuentes, rápidos y
seguros; los animales salvajes y dañinos habrán sido exterminados y florecerá la cría de los
domésticos. Pero aún tenemos otras pretensiones frente a la cultura y -lo que no deja de ser
significativo- esperamos verlas realizadas precisamente en los mismos países. Cual si con ello
quisiéramos desmentir las demandas materiales que acabamos de formular, también celebramos
como manifestación de cultura el hecho de que la diligencia humana se vuelque igualmente sobre
cosas que parecen carecer de la menor utilidad, como, por ejemplo, la ornamentación floral de los
espacios libres urbanos, junto a su fin útil de servir como plazas de juego y sitios de aireación, o
bien el empleo de las flores con el mismo objeto en la habitación humana. Al punto advertimos
que eso, lo inútil, cuyo valor esperamos ver apreciado por la cultura, no es sino la belleza.
Exigimos al hombre civilizado que la respete dondequiera se le presente en la Naturaleza y que,
en la medida de su habilidad manual, dote de ella a los objetos. Pero con esto no quedan
agotadas, ni mucho menos, nuestras exigencias a la cultura, pues aún esperamos ver en ella las
manifestaciones del orden y la limpieza. No apreciamos en mucho la cultura de una villa rural
inglesa de la época de Shakespeare, al enterarnos de que ante la puerta de su casa natal, en
Stratford, se elevaba un gran estercolero; nos indignamos y hablamos de «barbarie» -antítesis de
cultura- al encontrar los senderos del bosque de Viena llenos de papeluchos. Cualquier forma de
desaseo nos parece incompatible con la cultura; extendemos también a nuestro propio cuerpo este
precepto de limpieza, enterándonos con asombro del mal olor que solía despedir la persona del
Rey Sol; meneamos la cabeza al mostrársenos en Isola Bella la minúscula jofaina que usaba
Napoleón para su ablución matutina. Ni siquiera nos asombramos cuando alguien llega a
establecer el consumo del jabón como índice de cultura. Análoga actitud adoptamos frente al
orden, que, como la limpieza, referimos únicamente a la obra humana; pero mientras no hemos
de esperar que la limpieza reine en la Naturaleza, el orden, en cambio, se lo hemos copiado a
ésta; la observación de las grandes cronologías siderales no sólo dio al hombre la pauta, sino
también las primeras referencias para introducir el orden en su vida. El orden es una especie de
impulso de repetición que establece de una vez para todas cuándo, dónde y cómo debe efectuarse
determinado acto, de modo que en toda situación correspondiente nos ahorraremos las dudas e
indecisiones. El orden, cuyo beneficio es innegable, permite al hombre el máximo
aprovechamiento de espacio y tiempo, economizando simultáneamente sus energías psíquicas.
Cabría esperar que se impusiera desde un principio y espontáneamente en la actividad humana;
pero por extraño que parezca no sucedió así, sino que el hombre manifiesta más bien en su labor
una tendencia natural al descuido, a la irregularidad y a la informalidad, siendo necesarios arduos
esfuerzos para conseguir encaminarlo a la imitación de aquellos modelos celestes.
Evidentemente, la belleza, el orden y la limpieza ocupan una posición particular entre las
exigencias culturales. Nadie afirmará que son tan esenciales como el dominio de las fuerzas de la
Naturaleza y otros factores que aún conoceremos, pero nadie estará dispuesto a relegarlas como
cosas accesorias. La belleza, que no quisiéramos echar de menos en la cultura, ya es un ejemplo
de que ésta no persigue tan sólo el provecho. La utilidad del orden es evidente; en lo que a la
limpieza se refiere, tendremos en cuenta que también es prescrita por la higiene, vinculación que
probablemente no fue ignorada por el hombre aun antes de que se llegara a la prevención
científica de las enfermedades. Pero este factor utilitario no basta por sí solo para explicar del
todo dicha tendencia higiénica; por fuerza debe intervenir en ella algo más.
Pero no creemos poder caracterizar a la cultura mejor que a través de su valoración y
culto de las actividades psíquicas superiores, de las producciones intelectuales, científicas y
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artísticas, o por la función directriz de la vida humana que concede a las ideas. Entre éstas el
lugar preeminente lo ocupan los sistemas religiosos cuya complicada estructura traté de iluminar
en otra oportunidad; junto a ellos se encuentran las especulaciones filosóficas, y, finalmente, lo
que podríamos calificar de «construcciones ideales» del hombre, es decir, su idea de una posible
perfección del individuo, de la nación o de la Humanidad entera, así como las pretensiones que
establece basándose en tales ideas. La circunstancia de que estas creaciones no sean
independientes entre sí, sino, al contrario, íntimamente entrelazadas, dificulta tanto su
formulación como su derivación psicológica. Si aceptamos como hipótesis general que el resorte
de toda actividad humana es el afán de lograr ambos fines convergentes -el provecho y el placer-,
entonces también habremos de aceptar su vigencia para estas otras manifestaciones culturales, a
pesar de que su acción sólo se evidencia claramente en las actividades científicas o artísticas.
Pero no se puede dudar de que también las demás satisfacen poderosas necesidades del ser
humano, quizá aquellas que sólo están desarrolladas en una minoría de los hombres. Tampoco
hemos de dejarnos inducir a engaño por nuestros juicios de valor sobre algunos de estos ideales y
sistemas religiosos o filosóficos, pues ya se vea en ellos la creación máxima del espíritu humano,
ya se los menosprecie como aberraciones, es preciso reconocer que su existencia, y
particularmente su hegemonía, indican un elevado nivel de cultura.
Como último, pero no menos importante rasgo característico de una cultura, debemos
considerar la forma en que son reguladas las relaciones de los hombres entre sí; es decir, las
relaciones sociales que conciernen al individuo en tanto que vecino colaborador u objeto sexual
de otro, en tanto que miembro de una familia o de un Estado. He aquí un terreno en el cual nos
resultará particularmente difícil mantenernos al margen de ciertas concepciones ideales y llegar a
establecer lo que estrictamente ha de calificarse como cultural. Comencemos por aceptar que el
elemento cultural estuvo implícito ya en la primera tentativa de regular esas relaciones sociales
pues si tal intento hubiera sido omitido, dichas relaciones habrían quedado al arbitrio del
individuo; es decir, el más fuerte las habría fijado a conveniencia de sus intereses y de sus
tendencias instintivas. Nada cambiaría en la situación si este personaje más fuerte se encontrara, a
su vez, con otro más fuerte que él. La vida humana en común sólo se torna posible cuando llega a
reunirse una mayoría más poderosa que cada uno de los individuos y que se mantenga unida
frente a cualquiera de éstos. El poderío de tal comunidad se enfrenta entonces, como «Derecho»,
con el poderío del individuo, que se tacha de «fuerza bruta». Esta sustitución del poderío
individual por el de la comunidad representa el paso decisivo hacia la cultura. Su carácter
esencial reside en que los miembros de la comunidad restringen sus posibilidades de satisfacción,
mientras que el individuo aislado no reconocía semejantes restricciones. Así, pues, el primer
requisito cultural es el de la justicia, o sea, la seguridad de que el orden jurídico, una vez
establecido, ya no será violado a favor de un individuo, sin que esto implique un
pronunciamiento sobre el valor ético de semejante derecho. El curso ulterior de la evolución
cultural parece tender a que este derecho deje de expresar la voluntad de un pequeño grupo casta, tribu, clase social-, que a su vez se enfrenta, como individualidad violentamente agresiva,
con otras masas quizá más numerosas. El resultado final ha de ser el establecimiento de un
derecho al que todos -o por lo menos todos los individuos aptos para la vida en comunidadhayan contribuido con el sacrificio de sus instintos, y que no deje a ninguno -una vez más: con la
mencionada limitación- a merced de la fuerza bruta.
La libertad individual no es un bien de la cultura, pues era máxima antes de toda cultura,
aunque entonces carecía de valor porque el individuo apenas era capaz de defenderla. El
desarrollo cultural le impone restricciones, y la justicia exige que nadie escape a ellas. Cuando en
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una comunidad humana se agita el ímpetu libertario puede tratarse de una rebelión contra alguna
injusticia establecida, favoreciendo así un nuevo progreso de la cultura y no dejando, por tanto,
de ser compatible con ésta; pero también puede surgir del resto de la personalidad primitiva que
aún no ha sido dominado por la cultura, constituyendo entonces el fundamento de una hostilidad
contra la misma. Por consiguiente, el anhelo de libertad se dirige contra determinadas formas y
exigencias de la cultura, o bien contra ésta en general. Al parecer, no existe medio de persuasión
alguno que permita inducir al hombre a que transforme su naturaleza en la de una hormiga;
seguramente jamás dejará de defender su pretensión de libertad individual contra la voluntad de
la masa. Buena parte de las luchas en el seno de la Humanidad giran alrededor del fin único de
hallar un equilibrio adecuado (es decir, que dé felicidad a todos) entre estas reivindicaciones
individuales y las colectivas, culturales; uno de los problemas del destino humano es el de si este
equilibrio puede ser alcanzado en determinada cultura o si el conflicto en sí es inconciliable.
Al dejar que nuestro sentido común nos señalara qué aspectos de la vida humana merecen
ser calificados de culturales, hemos logrado una impresión clara del conjunto de la cultura,
aunque por el momento nada hayamos averiguado que no fuese conocido por todo el mundo. Al
mismo tiempo, nos hemos cuidado de caer en el prejuicio general que equipara la cultura a la
perfección, que la considera como el camino hacia lo perfecto, señalado a los seres humanos.
Pero aquí abordamos cierta concepción que quizá conduzca en otro sentido. La evolución cultural
se nos presenta como un proceso peculiar que se opera en la Humanidad y muchas de cuyas
particularidades nos parecen familiares. Podemos caracterizarlo por los cambios que impone a las
conocidas disposiciones instintuales del hombre, cuya satisfacción es, en fin de cuentas, la
finalidad económica de nuestra vida. Algunos de estos instintos son consumidos de tal suerte que
en su lugar aparece algo que en el individuo aislado calificamos de rasgo del carácter. El erotismo
anal del niño nos ofrece el más curioso ejemplo de tal proceso. En el curso del crecimiento, su
primitivo interés por la función excretora, por sus órganos y sus productos, se transforma en el
grupo de rasgos que conocemos como ahorro, sentido del orden y limpieza, rasgos valiosos y
loables como tales, pero susceptibles de exacerbarse hasta un grado de notable predominio,
constituyendo entonces lo que se denomina «carácter anal». No sabemos cómo sucede esto; pero
no se puede poner en duda la certeza de tal concepción. Ahora bien: hemos comprobado que el
orden y la limpieza son preceptos esenciales de la cultura, por más que su necesidad vital no salte
precisamente a los ojos, como tampoco es evidente su aptitud para proporcionar placer. Aquí se
nos presenta por vez primera la analogía entre el proceso de la cultura y la evolución libidinal del
individuo.
Otros instintos son obligados a desplazar las condiciones de su satisfacción, a perseguirla
por distintos caminos, proceso que en la mayoría de los casos coincide con el bien conocido
mecanismo de la sublimación (de los fines instintivos) mientras que en algunos aún puede ser
distinguido de ésta. La sublimación de los instintos constituye un elemento cultural sobresaliente,
pues gracias a ella las actividades psíquicas superiores, tanto científicas como artísticas e
ideológicas, pueden desempeñar un papel muy importante en la vida de los pueblos civilizados.
Si cediéramos a la primera impresión, estaríamos tentados a decir que la sublimación es en
principio, un destino instintual impuesto por la cultura; pero convendrá reflexionar algo más al
respecto.
Por fin, hallamos junto a estos dos mecanismos un tercero, que nos parece el más
importante, pues es forzoso reconocer la medida en que la cultura reposa sobre la renuncia a las
satisfacciones instintuales: hasta qué punto su condición previa radica precisamente en la
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insatisfacción (¿por supresión, represión o algún otro proceso?) de instintos poderosos. Esta
frustración cultural rige el vasto dominio de las relaciones sociales entre los seres humanos, y ya
sabemos que en ella reside la causa de la hostilidad opuesta a toda cultura. Este proceso también
planteará arduos problemas a nuestra labor científica: son muchas las soluciones que habremos de
ofrecer. No es fácil comprender cómo se puede sustraer un instinto a su satisfacción; propósito
que, por otra parte, no está nada libre de peligros, pues si no se compensa económicamente tal
defraudación habrá que atenerse a graves trastornos.
Pero si pretendemos establecer el valor que merece nuestro concepto del desarrollo
cultural como un proceso particular comparable a la maduración normal del individuo, tendremos
que abordar sin duda otro problema, preguntándonos a qué factores debe su origen la evolución
de la cultura, cómo surgió y qué determinó su derrotero ulterior.
IV
HE aquí una tarea exorbitante, ante la que bien podemos confesar nuestro apocamiento.
Veamos, pues, lo poco que de ella logré entrever.
El hombre primitivo, después de haber descubierto que estaba literalmente en sus manos
mejorar su destino en la Tierra por medio del trabajo, ya no pudo considerar con indiferencia el
hecho de que el prójimo trabajara con él o contra él. Sus semejantes adquirieron entonces, a sus
ojos, la significación de colaboradores con quienes resultaba útil vivir en comunidad. Aún antes,
en su prehistoria antropoidea, había adoptado el hábito de constituir familias, de modo que los
miembros de éstas probablemente fueran sus primeros auxiliares. Es de suponer que la
constitución de la familia estuvo vinculada a cierta evolución sufrida por la necesidad de
satisfacción genital: ésta, en lugar de presentarse como un huésped ocasional que de pronto se
instala en casa de uno para no dar por mucho tiempo señales de vida después de su partida, se
convirtió, por lo contrario, en un inquilino permanente del individuo. Con ello, el macho tuvo
motivos para conservar junto a sí a la hembra, o, en términos más genéricos, a los objetos
sexuales; las hembras, por su parte, no queriendo separarse de su prole inerme, también se vieron
obligadas a permanecer, en interés de ésta, junto al macho más fuerte. En esta familia primitiva
aún falta un elemento esencial de la cultura, pues la voluntad del jefe y padre era ilimitada. En
Totem y tabú traté de mostrar el camino que condujo de esta familia primitiva a la fase siguiente
de la vida en sociedad, es decir, a las alianzas fraternas. Los hijos, al triunfar sobre el padre,
habían descubierto que una asociación puede ser más poderosa que el individuo aislado. La fase
totémica de la cultura se basa en las restricciones que los hermanos hubieron de imponerse
mutuamente para consolidar este nuevo sistema. Los preceptos del tabú constituyeron así el
primer «Derecho», la primera ley. La vida de los hombres en común adquirió, pues, doble
fundamento: por un lado, la obligación del trabajo impuesta por las necesidades exteriores; por el
otro, el poderío del amor, que impedía al hombre prescindir de su objeto sexual, la mujer, y a
ésta, de esa parte separada de su seno que es el hijo. De tal manera, Eros y Ananké (amor y
necesidad) se convirtieron en los padres de la cultura humana, cuyo primer resultado fue el de
facilitar la vida en común a mayor número de seres. Dado que en ello colaboraron estas dos
poderosas instancias, cabría esperar que la evolución ulterior se cumpliese sin tropiezos, llevando
a una dominación cada vez más perfecta del mundo exterior y al progresivo aumento del número
de hombres comprendidos en la comunidad. Así, no es fácil comprender cómo esta cultura podría
dejar de hacer felices a sus miembros.
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Antes de indagar el posible origen de sus eventuales perturbaciones, dejemos que el
reconocimiento del amor como uno de los fundamentos de la cultura nos aparte de nuestro
camino, a fin de llenar una laguna en nuestras consideraciones anteriores. Cuando señalamos la
experiencia de que el amor sexual (genital) ofrece al hombre las más intensas vivencias
placenteras, estableciendo, en suma, el prototipo de toda felicidad, dijimos que aquélla debía
haberle inducido a seguir buscando en el terreno de las relaciones sexuales todas las
satisfacciones que permite la vida, de manera que el erotismo genital vendría a ocupar el centro
de su existencia. Agregamos que tal camino conduce a una peligrosa dependencia frente a una
parte del mundo exterior -frente al objeto amado que se elige-, exponiéndolo así a experimentar
los mayores sufrimientos cuando este objeto lo desprecie o cuando se lo arrebate la infidelidad o
la muerte. He aquí por qué los sabios de todos los tiempos trataron de disuadir tan
insistentemente a los hombres de la elección de este camino, que, sin embargo, conservó todo su
atractivo para gran número de seres.
Gracias a su constitución, una pequeña minoría de éstos logra hallar la felicidad por la vía
del amor; mas para ello debe someter la función erótica a vastas e imprescindibles
modificaciones psíquicas. Estas personas se independizan del consentimiento del objeto,
desplazando a la propia acción de amar el acento que primitivamente reposaba en la experiencia
de ser amado, de tal manera que se protegen contra la pérdida del objeto, dirigiendo su amor en
igual medida a todos los seres en vez de volcarlo sobre objetos determinados; por fin, evitan las
peripecias y defraudaciones del amor genital, desviándolo de su fin sexual, es decir,
transformando el instinto en un impulso coartado en su fin. El estado en que de tal manera logran
colocarse, esa actitud de ternura etérea e imperturbable, ya no conserva gran semejanza exterior
con la agitada y tempestuosa vida amorosa genital de la cual se ha derivado. San Francisco de
Asís fue quizá quien llegó más lejos en esta utilización del amor para lograr una sensación de
felicidad interior, técnica que, según dijimos, es una de las que facilitan la satisfacción del
principio del placer, habiendo sido vinculada en múltiples ocasiones a la religión, con la que
probablemente coincida en aquellas remotas regiones donde deja de diferenciarse el yo de los
objetos, y éstos entre sí. Cierta concepción ética, cuyos motivos profundos aún habremos de
dilucidar, pretende ver en esta disposición al amor universal por la Humanidad y por el mundo la
actitud más excelsa a que puede elevarse el ser humano. Con todo, nos apresuramos a adelantar
nuestras dos principales objeciones al respecto: ante todo, un amor que no discrimina pierde a
nuestros ojos buena parte de su valor, pues comete una injusticia frente al objeto; luego, no todos
los seres humanos merecen ser amados.
Aquel impulso amoroso que instituyó la familia sigue ejerciendo su influencia en la
cultura, tanto en su forma primitiva, sin renuncia a la satisfacción sexual directa, como bajo su
transformación en un cariño coartado en su fin. En ambas variantes perpetúa su función de unir
entre sí a un número creciente de seres con intensidad mayor que la lograda por el interés de la
comunidad de trabajo. La imprecisión con que el lenguaje emplea el término «amor» está, pues,
genéticamente justificada. Suélese llamar así a la relación entre el hombre y la mujer que han
fundado una familia sobre la base de sus necesidades genitales; pero también se denomina
«amor» a los sentimientos positivos entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas, a pesar de
que estos vínculos deben ser considerados como amor de fin inhibido, como cariño. Sucede
simplemente que el amor coartado en su fin fue en su origen un amor plenamente sexual, y sigue
siéndolo en el inconsciente humano. Ambas tendencias amorosas, la sensual y la de fin inhibido,
trascienden los límites de la familia y establecen nuevos vínculos con seres hasta ahora extraños.
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El amor genital lleva a la formación de nuevas familias; el fin inhibido, a las «amistades», que
tienen valor en la cultura, pues escapan a muchas restricciones del amor genital, como, por
ejemplo a su carácter exclusivo. Sin embargo, la relación entre el amor y la cultura deja de ser
unívoca en el curso de la evolución: por un lado, el primero se opone a los intereses de la
segunda, que a su vez lo amenaza con sensibles restricciones.
Tal divorcio entre amor y cultura parece, pues, inevitable; pero no es fácil distinguir al
punto su motivo. Comienza por manifestarse como un conflicto entre la familia y la comunidad
social más amplia a la cual pertenece el individuo. Ya hemos entrevisto que una de las principales
finalidades de la cultura persigue la aglutinación de los hombres en grandes unidades; pero la
familia no está dispuesta a renunciar al individuo. Cuanto más íntimos sean los vínculos entre los
miembros de la familia, tanto mayor será muchas veces su inclinación a aislarse de los demás,
tanto más difícil les resultará ingresar en las esferas sociales más vastas. El modo de vida en
común filogenéticamente más antiguo, el único que existe en la infancia, se resiste a ser
sustituido por el cultural, de origen más reciente. El desprendimiento de la familia llega a ser para
todo adolescente una tarea cuya solución muchas veces le es facilitada por la sociedad mediante
los ritos de pubertad y de iniciación. Obtiénese así la impresión de que aquí actúan obstáculos
inherentes a todo desarrollo psíquico y en el fondo también a toda evolución orgánica.
La siguiente discordia es causada por las mujeres, que no tardan en oponerse a la corriente
cultural, ejerciendo su influencia dilatoria y conservadora. Sin embargo, son estas mismas
mujeres las que originalmente establecieron el fundamento de la cultura con las exigencias de su
amor. Las mujeres representan los intereses de la familia y de la vida sexual; la obra cultural, en
cambio, se convierte cada vez más en tarea masculina, imponiendo a los hombres dificultades
crecientes y obligándoles a sublimar sus instintos, sublimación para la que las mujeres están
escasamente dotadas. Dado que el hombre no dispone de energía psíquica en cantidades
ilimitadas, se ve obligado a cumplir sus tareas mediante una adecuada distribución de la libido.
La parte que consume para fines culturales la sustrae, sobre todo, a la mujer y a la vida sexual; la
constante convivencia con otros hombres y su dependencia de las relaciones con éstos, aun llegan
a sustraerlo a sus deberes de esposo y padre. La mujer, viéndose así relegada a segundo término
por las exigencias de la cultura, adopta frente a ésta una actitud hostil.
En cuanto a la cultura, su tendencia a restringir la vida sexual no es menos evidente que la
otra, dirigida a ampliar el círculo de su acción. Ya la primera fase cultural, la del totemismo, trae
consigo la prohibición de elegir un objeto incestuoso, quizá la más cruenta mutilación que haya
sufrido la vida amorosa del hombre en el curso de los tiempos. El tabú, la ley y las costumbres
han de establecer nuevas limitaciones que afectarán tanto al hombre como a la mujer. Pero no
todas las culturas avanzan a igual distancia por este camino, y, además, la estructura material de
la sociedad también ejerce su influencia sobre la medida de la libertad sexual restante. Ya
sabemos que la cultura obedece al imperio de la necesidad psíquica económica, pues se ve
obligada a sustraer a la sexualidad gran parte de la energía psíquica que necesita para su propio
consumo. Al hacerlo adopta frente a la sexualidad una conducta idéntica a la de un pueblo o una
clase social que haya logrado someter a otra a su explotación. El temor a la rebelión de los
oprimidos induce a adoptar medidas de precaución más rigurosas. Nuestra cultura europea
occidental corresponde a un punto culminante de este desarrollo. Al comenzar por proscribir
severamente las manifestaciones de la vida sexual infantil actúa con plena justificación
psicológica, pues la contención de los deseos sexuales del adulto no ofrecería perspectiva alguna
de éxito si no fuera facilitada por una labor preparatoria en la infancia. En cambio, carece de toda
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justificación el que la sociedad civilizada aun haya llegado al punto de negar la existencia de
estos fenómenos, fácilmente demostrables y hasta llamativos. La elección de objeto queda
restringida en el individuo sexualmente maduro al sexo contrario, y la mayor parte de las
satisfacciones extragenitales son prohibidas como perversiones. La imposición de una vida sexual
idéntica para todos, implícita en estas prohibiciones, pasa por alto las discrepancias que presenta
la constitución sexual innata o adquirida de los hombres, privando a muchos de ellos de todo
goce sexual y convirtiéndose así en fuente de una grave injusticia. El efecto de estas medidas
restrictivas podría consistir en que los individuos normales, es decir, constitucionalmente aptos
para ello, volcasen todo su interés sexual, sin merma alguna, en los canales que se le han dejado
abiertos. Pero aun el amor genital heterosexual, único que ha escapado a la proscripción, todavía
es menoscabado por las restricciones de la legitimidad y de la monogamia. La cultura actual nos
da claramente a entender que sólo está dispuesta a tolerar las relaciones sexuales basadas en la
unión única e indisoluble entre un hombre y una mujer, sin admitir la sexualidad como fuente de
placer en sí, aceptándola tan sólo como instrumento de reproducción humana que hasta ahora no
ha podido ser sustituido.
Desde luego, esta situación corresponde a un caso extremo, pues todos sabemos que en la
práctica no puede ser realizada ni siquiera durante breve tiempo. Sólo los seres débiles se
sometieron a tan amplia restricción de su libertad sexual, mientras que las naturalezas más fuertes
únicamente la aceptaron con una condición compensadora, de la que se tratará más adelante. La
sociedad civilizada se ha visto en la obligación de cerrar los ojos ante muchas transgresiones que,
de acuerdo con sus propios estatutos, debería haber perseguido. Sin embargo, también es preciso
evitar el error opuesto, creyendo que semejante actitud cultural sería completamente inofensiva,
ya que no alcanza todos sus propósitos, pues no se puede dudar de que la vida sexual del hombre
civilizado ha sufrido un grave perjuicio y en ocasiones llega a parecernos una función que se
halla en pleno proceso involutivo al igual que, como ejemplos orgánicos, nuestra dentadura y
nuestra cabellera. Quizá tengamos derecho a aceptar que ha experimentado un sensible
menoscabo en tanto que fuente de felicidad, es decir, como recurso para realizar nuestra finalidad
vital. A veces creemos advertir que la presión de la cultura no es el único factor responsable, sino
que habría algo inherente a la propia esencia de la función sexual que nos priva de satisfacción
completa, impulsándonos a seguir otros caminos. Puede ser que estemos errados; pero es difícil
decirlo.
V
LA experiencia psicoanalítica ha demostrado que las personas llamadas neuróticas son
precisamente las que menos soportan estas frustraciones de la vida sexual. Mediante sus síntomas
se procuran satisfacciones sustitutivas que, sin embargo, les deparan sufrimientos, ya sea por sí
mismas o por las dificultades que les ocasionan con el mundo exterior y con la sociedad. Este
último caso se comprende fácilmente; pero el primero nos plantea un nuevo problema. Con todo,
la cultura aún exige otros sacrificios, además de los que afectan a la satisfacción sexual.
Al reducir la dificultad de la evolución cultural a la inercia de la libido, a su resistencia a
abandonar una posición antigua por una nueva, hemos concebido aquélla como un trastorno
evolutivo general. Sostenemos más o menos el mismo concepto, al derivar la antítesis entre
cultura y sexualidad del hecho de que el amor sexual constituye una relación entre dos personas,
en las que un tercero sólo puede desempeñar un papel superfluo o perturbador, mientras que, por
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el contrario, la cultura implica necesariamente relaciones entre mayor número de personas. En la
culminación máxima de una relación amorosa no subsiste interés alguno por el mundo exterior;
ambos amantes se bastan a sí mismos y tampoco necesitan el hijo en común para ser felices. En
ningún caso, como en éste, el Eros traduce con mayor claridad el núcleo de su esencia, su
propósito de fundir varios seres en uno solo; pero se resiste a ir más lejos, una vez alcanzado este
fin, de manera proverbial, en el enamoramiento de dos personas.
Hasta aquí, fácilmente podríamos imaginar una comunidad cultural formada por
semejantes individualidades dobles, que, libidinalmente satisfechas en sí mismas, se vincularan
mutuamente por los lazos de la comunidad de trabajo o de intereses. En tal caso la cultura no
tendría ninguna necesidad de sustraer energía a la sexualidad. Pero esta situación tan loable no
existe ni ha existido jamás, pues la realidad nos muestra que la cultura no se conforma con los
vínculos de unión que hasta ahora le hemos concedido, sino que también pretende ligar
mutuamente a los miembros de la comunidad con lazos libidinales, sirviéndose a tal fin de
cualquier recurso, favoreciendo cualquier camino que pueda llegar a establecer potentes
identificaciones entre aquéllos, poniendo en juego la máxima cantidad posible de libido con fin
inhibido, para reforzar los vínculos de comunidad mediante los lazos amistosos. La realización de
estos propósitos exige ineludiblemente una restricción de la vida sexual; pero aún no
comprendemos la necesidad que impulsó a la cultura a adoptar este camino y que fundamenta su
oposición a la sexualidad. Ha de tratarse, sin duda, de un factor perturbador que todavía no hemos
descubierto.
Quizá hallemos la pista en uno de los pretendidos ideales postulados por la sociedad
civilizada. Es el precepto «Amarás al prójimo como a ti mismo», que goza de universal
nombradía y seguramente es más antiguo que el cristianismo, a pesar de que éste lo ostenta como
su más encomiable conquista; pero sin duda no es muy antiguo, pues el hombre aún no lo conocía
en épocas ya históricas. Adoptemos frente al mismo una actitud ingenua, como si lo oyésemos
por vez primera: entonces no podremos contener un sentimiento de asombro y extrañeza. ¿Por
qué tendríamos que hacerlo? ¿De qué podría servirnos? Pero, ante todo, ¿cómo llegar a
cumplirlo? ¿De qué manera podríamos adoptar semejante actitud? Mi amor es para mí algo muy
precioso, que no tengo derecho a derrochar insensatamente. Me impone obligaciones que debo
estar dispuesto a cumplir con sacrificios. Si amo a alguien es preciso que éste lo merezca por
cualquier título. (Descarto aquí la utilidad que podría reportarme, así como su posible valor como
objeto sexual, pues estas dos formas de vinculación nada tienen que ver con el precepto del amor
al prójimo.) Merecería mi amor si se me asemejara en aspectos importantes, a punto tal que
pudiera amar en él a mí mismo; lo merecería si fuera más perfecto de lo que yo soy, en tal medida
que pudiera amar en él al ideal de mi propia persona; debería amarlo si fuera el hijo de mi amigo,
pues el dolor de éste, si algún mal le sucediera, también sería mi dolor, yo tendría que
compartirlo. En cambio, si me fuera extraño y si no me atrajese ninguno de sus propios valores,
ninguna importancia que hubiera adquirido para mi vida afectiva entonces me sería muy difícil
amarlo. Hasta sería injusto si lo amara, pues los míos aprecian mi amor como una demostración
de preferencia, y les haría injusticia si los equiparase con un extraño. Pero si he de amarlo con ese
amor general por todo el Universo, simplemente porque también él es una criatura de este mundo,
como el insecto, el gusano y la culebra, entonces me temo que sólo le corresponda una ínfima
parte de amor, de ningún modo tanto como la razón me autoriza a guardar para mí mismo. ¿A
qué viene entonces tan solemne presentación de un precepto que razonablemente a nadie puede
aconsejarse cumplir?
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Examinándolo con mayor detenimiento, me encuentro con nuevas dificultades. Este ser
extraño no sólo es en general indigno de amor, sino que -para confesarlo sinceramente- merece
mucho más mi hostilidad y aun mi odio. No parece alimentar el mínimo amor por mi persona, no
me demuestra la menor consideración. Siempre que le sea de alguna utilidad, no vacilará en
perjudicarme, y ni siquiera se preguntará si la cuantía de su provecho corresponde a la magnitud
del perjuicio que me ocasiona. Más aún: ni siquiera es necesario que de ello derive un provecho;
le bastará experimentar el menor placer para que no tenga escrúpulo alguno en denigrarme, en
ofenderme, en difamarme, en exhibir su poderío sobre mi persona, y cuanto más seguro se sienta,
cuanto más inerme yo me encuentre, tanto más seguramente puedo esperar de él esta actitud para
conmigo. Si se condujera de otro modo, si me demostrase consideración y respeto, a pesar de
serle yo un extraño, estaría dispuesto por mi parte a retribuírselo de análoga manera, aunque no
me obligara a ello precepto alguno. Aún más: si ese grandilocuente mandamiento rezara «Amarás
al prójimo como el prójimo te ame a ti», nada tendría yo que objetar. Existe un segundo
mandamiento que me parece aún más inconcebible y que despierta en mí una resistencia más
violenta: «Amarás a tus enemigos.» Sin embargo, pensándolo bien, veo que estoy errado al
rechazarlo como pretensión aun menos admisible, pues, en el fondo, nos dice lo mismo que el
primero.
Llegado aquí, creo oír una voz que, llena de solemnidad, me advierte: «Precisamente
porque tu prójimo no merece tu amor y es más bien tu enemigo, debes amarlo como a ti mismo.»
Comprendo entonces que éste es un caso semejante al Credo quia absurdum.
Ahora bien: es muy probable que el prójimo, si se le invitara a amarme como a mí mismo,
respondería exactamente como yo lo hice, repudiándome con idénticas razones, aunque, según
espero, no con igual derecho objetivo; pero él, a su vez, esperará lo mismo. Con todo, hay ciertas
diferencias en la conducta de los hombres, calificadas por la ética como «buenas» y «malas», sin
tener en cuenta para nada sus condiciones de origen. Mientras no hayan sido superadas estas
discrepancias innegables, el cumplimiento de los supremos preceptos éticos significará un
perjuicio para los fines de la cultura al establecer un premio directo a la maldad. No se puede
eludir aquí el recuerdo de un sucedido en el Parlamento francés al debatirse la pena de muerte: un
orador había abogado apasionadamente por su abolición y cosechó frenéticos aplausos, hasta que
una voz surgida del fondo de la sala pronunció las siguientes palabras: Que messieurs les
assassins commencent!
La verdad oculta tras de todo esto, que negaríamos de buen grado, es la de que el hombre
no es una criatura tierna y necesitada de amor, que sólo osaría defenderse si se le atacara, sino,
por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena
porción de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le representa únicamente un posible
colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de tentación para satisfacer en él su
agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente
sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle
sufrimientos, martirizarlo y matarlo. Homo homini lupus: ¿quién se atrevería a refutar este refrán,
después de todas las experiencias de la vida y de la Historia? Por regla general, esta cruel
agresión espera para desencadenarse a que se la provoque, o bien se pone al servicio de otros
propósitos, cuyo fin también podría alcanzarse con medios menos violentos. En condiciones que
le sean favorables, cuando desaparecen las fuerzas psíquicas antagónicas que por lo general la
inhiben, también puede manifestarse espontáneamente, desenmascarando al hombre como una
bestia salvaje que no conoce el menor respeto por los seres de su propia especie. Quien recuerde
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los horrores de las grandes migraciones, de las irrupciones de los hunos, de los mogoles bajo
Gengis Khan y Tamerlán, de la conquista de Jerusalén por los píos cruzados y aun las crueldades
de la última guerra mundial, tendrá que inclinarse humildemente ante la realidad de esta
concepción.
La existencia de tales tendencias agresivas, que podemos percibir en nosotros mismos y
cuya existencia suponemos con toda razón en el prójimo, es el factor que perturba nuestra
relación con los semejantes, imponiendo a la cultura tal despliegue de preceptos. Debido a esta
primordial hostilidad entre los hombres, la sociedad civilizada se ve constantemente al borde de
la desintegración. El interés que ofrece la comunidad de trabajo no bastaría para mantener su
cohesión, pues las pasiones instintivas son más poderosas que los intereses racionales. La cultura
se ve obligada a realizar múltiples esfuerzos para poner barreras a las tendencias agresivas del
hombre, para dominar sus manifestaciones mediante formaciones reactivas psíquicas. De ahí,
pues, ese despliegue de métodos destinados a que los hombres se identifiquen y entablen vínculos
amorosos coartados en su fin; de ahí las restricciones de la vida sexual, y de ahí también el
precepto ideal de amar al prójimo como a sí mismo, precepto que efectivamente se justifica,
porque ningún otro es, como él, tan contrario y antagónico a la primitiva naturaleza humana. Sin
embargo, todos los esfuerzos de la cultura destinados a imponerlo aún no han logrado gran cosa.
Aquélla espera poder evitar los peores despliegues de la fuerza bruta concediéndose a sí misma el
derecho de ejercer a su vez la fuerza frente a los delincuentes; pero la ley no alcanza las
manifestaciones más discretas y sutiles de la agresividad humana. En un momento determinado,
todos llegamos a abandonar, como ilusiones, cuantas esperanzas juveniles habíamos puesto en el
prójimo; todos sufrimos la experiencia de comprobar cómo la maldad de éste nos amarga y
dificulta la vida. Sin embargo, sería injusto reprochar a la cultura el que pretenda excluir la lucha
y la competencia de las actividades humanas. Esos factores seguramente son imprescindibles;
pero la rivalidad no significa necesariamente hostilidad: sólo se abusa de ella para justificar ésta.
Los comunistas creen haber descubierto el camino hacia la redención del mal. Según
ellos, el hombre sería bueno de todo corazón, abrigaría las mejores intenciones para con el
prójimo, pero la institución de la propiedad privada habría corrompido su naturaleza. La posesión
privada de bienes concede a unos el poderío, y con ello la tentación de abusar de los otros; los
excluidos de la propiedad deben sublevarse hostilmente contra sus opresores. Si se aboliera la
propiedad privada, si se hicieran comunes todos los bienes, dejando que todos participaran de su
provecho, desaparecería la malquerencia y la hostilidad entre los seres humanos. Dado que todas
las necesidades quedarían satisfechas, nadie tendría motivo de ver en el prójimo a un enemigo;
todos se plegarían de buen grado a la necesidad del trabajo. No me concierne la crítica económica
del sistema comunista; no me es posible investigar si la abolición de la propiedad privada es
oportuna y conveniente; pero, en cambio, puedo reconocer como vana ilusión su hipótesis
psicológica. Es verdad que al abolir la propiedad privada se sustrae a la agresividad humana uno
de sus instrumentos, sin duda uno muy fuerte, pero de ningún modo el más fuerte de todos. Sin
embargo, nada se habrá modificado con ello en las diferencias de poderío y de influencia que la
agresividad aprovecha para sus propósitos; tampoco se habrá cambiado la esencia de ésta. El
instinto agresivo no es una consecuencia de la propiedad, sino que regía casi sin restricciones en
épocas primitivas, cuando la propiedad aún era bien poca cosa; ya se manifiesta en el niño,
apenas la propiedad ha perdido su primitiva forma anal; constituye el sedimento de todos los
vínculos cariñosos y amorosos entre los hombres, quizá con la única excepción del amor que la
madre siente por su hijo varón. Si se eliminara el derecho personal a poseer bienes materiales,
aún subsistirían los privilegios derivados de las relaciones sexuales, que necesariamente deben
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convertirse en fuente de la más intensa envidia y de la más violenta hostilidad entre los seres
humanos, equiparados en todo lo restante. Si también se aboliera este privilegio, decretando la
completa libertad de la vida sexual, suprimiendo, pues, la familia, célula germinal de la cultura,
entonces, es verdad, sería imposible predecir qué nuevos caminos seguiría la evolución de ésta;
pero cualesquiera que ellos fueren, podemos aceptar que las inagotables tendencias intrínsecas de
la naturaleza humana tampoco dejarían de seguirlos.
Evidentemente, al hombre no le resulta fácil renunciar a la satisfacción de estas
tendencias agresivas suyas; no se siente nada a gusto sin esa satisfacción. Por otra parte, un
núcleo cultural más restringido ofrece la muy apreciable ventaja de permitir la satisfacción de
este instinto mediante la hostilidad frente a los seres que han quedado excluidos de aquél.
Siempre se podrá vincular amorosamente entre sí a mayor número de hombres, con la condición
de que sobren otros en quienes descargar los golpes. En cierta ocasión me ocupé en el fenómeno
de que las comunidades vecinas, y aun emparentadas, son precisamente las que más se combaten
y desdeñan entre sí, como, por ejemplo, españoles y portugueses, alemanes del Norte y del Sur,
ingleses y escoceses, etc. Denominé a este fenómeno narcisismo de las pequeñas diferencias,
aunque tal término escasamente contribuye a explicarlo. Podemos considerarlo como un medio
para satisfacer, cómoda y más o menos inofensivamente, las tendencias agresivas, facilitándose
así la cohesión entre los miembros de la comunidad. El pueblo judío, diseminado por todo el
mundo, se ha hecho acreedor de tal manera a importantes méritos en cuanto al desarrollo de la
cultura de los pueblos que lo hospedan; pero, por desgracia, ni siquiera las masacres de judíos en
la Edad Media lograron que esa época fuera más apacible y segura para sus contemporáneos
cristianos. Una vez que el apóstol Pablo hubo hecho del amor universal por la Humanidad el
fundamento de la comunidad cristiana, surgió como consecuencia ineludible la más extrema
intolerancia del cristianismo frente a los gentiles; en cambio, los romanos, cuya organización
estatal no se basaba en el amor, desconocían la intolerancia religiosa, a pesar de que entre ellos la
religión era cosa del Estado y el Estado estaba saturado de religión. Tampoco fue por
incomprensible azar que el sueño de la supremacía mundial germana recurriera como
complemento a la incitación al antisemitismo; por fin, nos parece harto comprensible el que la
tentativa de instaurar en Rusia una nueva cultura comunista recurra a la persecución de los
burgueses como apoyo psicológico. Pero nos preguntamos preocupados, qué harán los soviets
una vez que hayan exterminado totalmente a sus burgueses.
Si la cultura impone tan pesados sacrificios, no sólo a la sexualidad, sino también a las
tendencias agresivas, comprenderemos mejor por qué al hombre le resulta tan difícil alcanzar en
ella su felicidad. En efecto, el hombre primitivo estaba menos agobiado en este sentido, pues no
conocía restricción alguna de sus instintos. En cambio eran muy escasas sus perspectivas de
poder gozar largo tiempo de tal felicidad. El hombre civilizado ha trocado una parte de posible
felicidad por una parte de seguridad; pero no olvidemos que en la familia primitiva sólo el jefe
gozaba de semejante libertad de los instintos, mientras que los demás vivían oprimidos como
esclavos. Por consiguiente, la contradicción entre una minoría que gozaba de los privilegios de la
cultura y una mayoría excluida de éstos estaba exaltada al máximo en aquella época primitiva de
la cultura. Las minuciosas investigaciones realizadas con los pueblos primitivos actuales nos han
demostrado que en manera alguna es envidiable la libertad de que gozan en su vida instintiva,
pues ésta se encuentra supeditada a restricciones de otro orden, quizá aún más severas de las que
sufre el hombre civilizado moderno.
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Si con toda justificación reprochamos al actual estado de nuestra cultura cuán
insuficientemente realiza nuestra pretensión de un sistema de vida que nos haga felices; si le
echamos en cara la magnitud de los sufrimientos, quizá evitables, a que nos expone; si tratamos
de desenmascarar con implacable crítica las raíces de su imperfección, seguramente ejercemos
nuestro legítimo derecho, y no por ello demostramos ser enemigos de la cultura. Cabe esperar que
poco a poco lograremos imponer a nuestra cultura modificaciones que satisfagan mejor nuestras
necesidades y que escapen a aquellas críticas. Pero quizá convenga que nos familiaricemos
también con la idea de que existen dificultades inherentes a la esencia misma de la cultura e
inaccesibles a cualquier intento de reforma. Además de la necesaria limitación instintiva que ya
estamos dispuestos a aceptar, nos amenaza el peligro de un estado que podríamos denominar
«miseria psicológica de las masas». Este peligro es más inminente cuando las fuerzas sociales de
cohesión consisten primordialmente en identificaciones mutuas entre los individuos de un grupo,
mientras que los personajes dirigentes no asumen el papel importante que deberían desempeñar
en la formación de la masa. La presente situación cultural de los Estados Unidos ofrecería una
buena oportunidad para estudiar este temible peligro que amenaza a la cultura; pero rehuyo la
tentación de abordar la crítica de la cultura norteamericana, pues no quiero despertar la impresión
de que pretendo aplicar, a mi vez, métodos americanos.
VI
NINGUNA de mis obras me ha producido; tan intensamente como ésta, la impresión de
estar describiendo cosas por todos conocidas, de malgastar papel y tinta, de ocupar a tipógrafos e
impresores para exponer hechos que en realidad son evidentes. Por eso abordo con entusiasmo la
posibilidad de que surja una modificación de la teoría psicoanalítica de los instintos, al plantearse
la existencia de un instinto agresivo, particular e independiente.
Sin embargo, las consideraciones que siguen demostrarán que mi esperanza es vana, que
sólo trata de captar con mayor precisión un giro teórico ya realizado hace tiempo, persiguiéndolo
hasta sus consecuencias últimas. Entre todas las nociones gradualmente desarrolladas por la
teoría analítica, la doctrina de los instintos es la que dio lugar a los más arduos y laboriosos
progresos. Sin embargo, representa una pieza tan esencial en el conjunto de la teoría
psicoanalítica que fue preciso llenar su lugar con un elemento cualquiera. En la completa
perplejidad de mis estudios iniciales, me ofreció un primer punto de apoyo el aforismo de
Schiller, el poeta filósofo, según el cual «hambre y amor» hacen girar coherentemente el mundo.
Bien podía considerar el hambre como representante de aquellos instintos que tienden a conservar
al individuo; el amor, en cambio, tiende hacia los objetos: su función primordial, favorecida en
toda forma por la Naturaleza, reside en la conservación de la especie. Así, desde un principio se
me presentaron en mutua oposición los instintos del yo y los instintos objetales. Para designar la
energía de los últimos, y exclusivamente para ella, introduje el término libido, con esto la
polaridad quedó planteada entre los instintos del yo y los instintos libidinales, dirigidos a objetos,
o pulsiones amorosas en el más amplio sentido. Sin embargo, uno de estos instintos objetales, el
sádico, se distinguía de los demás porque su fin no era en modo alguno amoroso, y además
establecía múltiples y evidentes coaliciones con los instintos del yo, manifestando su estrecho
parentesco con pulsiones de posesión o apropiación, carentes de propósitos libidinales. Pero esta
discrepancia pudo ser superada; a todas luces, el sadismo forma parte de la vida sexual, y bien
puede suceder que el juego de la crueldad sustituya al del amor. La neurosis venía a ser la
solución de una lucha entre los intereses de la autoconservación y las exigencias de la libido, una
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lucha en la que el yo, si bien triunfante, había pagado el precio de graves sufrimientos y
renuncias.
Todo analista reconocerá que aún hoy nada de esto parece un error superado hace ya
mucho tiempo. Pero cuando nuestra investigación progresó de lo reprimido a lo represor, de los
instintos objetales al yo, fue imprescindible llevar a cabo cierta modificación. El factor decisivo
de este progreso fue la introducción del concepto del narcisismo, es decir, el reconocimiento de
que también el yo está impregnado de libido; más aún: que primitivamente el yo fue su lugar de
origen y en cierta manera sigue siendo su cuartel central. Esta libido narcisista se orienta hacia los
objetos, convirtiéndose así en libido objetal; pero puede volver a transformarse en libido
narcisista. El concepto del narcisismo nos permitió comprender analíticamente las neurosis
traumáticas, así como muchas afecciones limítrofes con la psicosis y aun a éstas mismas. Su
adopción no nos obligó a abandonar la interpretación de las neurosis transferenciales como
tentativas del yo para defenderse contra la sexualidad; pero, en cambio, puso en peligro el
concepto de la libido. Dado que también los instintos yoicos resultaban ser libidinales, por un
momento pareció inevitable que la libido se convirtiese en sinónimo de energía instintiva en
general, como C. G. Jung ya lo había pretendido anteriormente. Sin embargo, esta concepción no
acababa de satisfacerme, pues me quedaba cierta convicción íntima, indemostrable, de que los
instintos no podrían ser todos de la misma especie. El siguiente paso adelante lo di en Más allá
del principio del placer (1920), cuando por vez primera mi atención fue despertada por el impulso
de repetición y por el carácter conservador de la vida instintiva. Partiendo de ciertas
especulaciones sobre el origen de la vida y sobre determinados paralelismos biológicos, deduje
que, además del instinto que tiende a conservar la sustancia viva y a condensarla en unidades
cada vez mayores, debía existir otro, antagónico de aquél, que tendiese a disolver estas unidades
y a retornarlas al estado más primitivo, inorgánico. De modo que además del Eros habría un
instinto de muerte; los fenómenos vitales podrían ser explicados por la interacción y el
antagonismo de ambos. Pero no era nada fácil demostrar la actividad de este hipotético instinto
de muerte. Las manifestaciones del Eros eran notables y bastante conspicuas; bien podía
admitirse que el instinto de muerte actuase silenciosamente en lo íntimo del ser vivo,
persiguiendo su desintegración; pero esto, naturalmente, no tenía el valor de una demostración.
Progresé algo más, aceptando que una parte de este instinto se orienta contra el mundo exterior,
manifestándose entonces como impulso de agresión y destrucción. De tal manera, el propio
instinto de muerte sería puesto al servicio del Eros, pues el ser vivo destruiría algo exterior,
animado o inanimado, en lugar de destruirse a sí mismo. Por el contrario, al cesar esta agresión
contra el exterior tendría que aumentar por fuerza la autodestrucción, proceso que de todos
modos actúa constantemente. Al mismo tiempo, podíase deducir de este ejemplo que ambas
clases de instintos raramente -o quizá nunca- aparecen en mutuo aislamiento, sino que se
amalgaman entre sí, en proporciones distintas y muy variables, tornándose de tal modo
irreconocibles para nosotros. En el sadismo, admitido desde hace tiempo como instinto parcial de
la sexualidad, nos encontraríamos con semejante amalgama particularmente sólida entre el
impulso amoroso y el instinto de destrucción; lo mismo sucede con su símil antagónico, el
masoquismo, que representa una amalgama entre la destrucción dirigida hacia dentro y la
sexualidad, a través de la cual aquella tendencia destructiva, de otro modo inapreciable se hace
notable o perceptible.
La aceptación del instinto de muerte o de destrucción ha despertado resistencia aun en
círculos analíticos; sé que muchos prefieren atribuir todo lo que en el amor parece peligroso y
hostil a una bipolaridad primordial inherente a la esencia del amor mismo. Al principio sólo
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propuse como tanteo las concepciones aquí expuestas; pero en el curso del tiempo se me
impusieron con tal fuerza de convicción que ya no puedo pensar de otro modo. Creo que para la
teoría de estas concepciones son muchísimo más fructíferas que cualquier otra hipótesis posible,
pues nos ofrecen esa simplificación que perseguimos en nuestra labor científica, sin desdeñar o
violentar por ello los hechos objetivos. Me doy cuenta de que siempre hemos tenido presente en
el sadismo y en el masoquismo a las manifestaciones del instinto de destrucción dirigido hacia
fuera y hacia dentro, fuertemente amalgamadas con el erotismo; pero ya no logro comprender
cómo fue posible que pasáramos por alto la ubicuidad de las tendencias agresivas y destructivas
no eróticas dejando de concederles la importancia que merecen en la interpretación de la vida.
(Es cierto que el impulso destructivo dirigido hacia dentro escapa generalmente a la percepción
cuando no está teñido eróticamente.) Recuerdo mi propia resistencia cuando la idea del instinto
de destrucción apareció por vez primera en la literatura psicoanalítica y cuánto tiempo tardé en
aceptarla. Mucho menos me sorprende que también otros hayan mostrado idéntica aversión y que
aún sigan manifestándola, pues a quienes creen en los cuentos de hadas no les agrada oír mentar
la innata inclinación del hombre hacia «lo malo», a la agresión, a la destrucción y con ello
también a la crueldad. ¿Acaso Dios no nos creó a imagen de su propia perfección? Pues por eso
nadie quiere que se le recuerde cuán difícil resulta conciliar la existencia del mal -innegable, pese
a todas las protestas de la Christian Science -con la omnipotencia y la soberana bondad de Dios.
El Diablo aun sería el mejor subterfugio para disculpar a Dios, pues desempeñaría la misma
función económica de descarga que el judío cumple en el mundo de los ideales arios. Pero aun así
se podría pedir cuentas a Dios tanto de la existencia del diablo como del mal que encarna. Frente
a tales dificultades conviene aconsejar a todos que rindan profunda reverencia, en cuantas
ocasiones se presenten, a la naturaleza esencialmente moral del hombre; de esta manera se gana
el favor general y se le perdonan a uno muchas cosas.
El término libido puede seguir aplicándose a las manifestaciones del Eros para
discernirlas de la energía inherente al instinto de muerte. Cabe confesar que nos resulta mucho
más difícil captar éste último y que, en cierta manera, únicamente lo conjeturamos como una
especie de residuo o remanente oculto tras el Eros, sustrayéndose a nuestra observación toda vez
que no se manifieste en la amalgama con el mismo. En el sadismo, donde desvía a su manera y
conveniencia el fin erótico, sin dejar de satisfacer por ello el impulso sexual, logramos el
conocimiento más diáfano de su esencia y de su relación con el Eros. Pero aun donde aparece sin
propósitos sexuales, aun en la más ciega furia destructiva, no se puede dejar de reconocer que su
satisfacción se acompaña de extraordinario placer narcisista, pues ofrece al yo la realización de
sus más arcaicos deseos de omnipotencia. Atenuado y domeñado, casi coartado en su fin, el
instinto de destrucción dirigido a los objetos debe procurar al yo la satisfacción de sus
necesidades vitales y el dominio sobre la Naturaleza. Dado que, en efecto, hemos recurrido
principalmente a argumentos teóricos para fundamentar el instinto de muerte, debemos conceder
que no está al abrigo de los reparos de idéntica índole; pero, en todo caso, tal es como lo
consideramos en el estado actual de nuestros conocimientos. La investigación y la especulación
futuras nos suministran, con seguridad, la decisiva claridad al respecto.
En todo lo que sigue adoptaré, pues, el punto de vista de que la tendencia agresiva es una
disposición instintiva innata y autónoma del ser humano; además, retomo ahora mi afirmación de
que aquélla constituye el mayor obstáculo con que tropieza la cultura. En el curso de esta
investigación se nos impuso alguna vez la intuición de que la cultura sería un proceso particular
que se desarrolla sobre la Humanidad, y aún ahora nos subyuga esta idea. Añadiremos que se
trata de un proceso puesto al servicio del Eros, destinado a condensar en una unidad vasta, en la
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Humanidad, a los individuos aislados, luego a las familias, las tribus, los pueblos y las naciones.
No sabemos por qué es preciso que sea así: aceptamos que es, simplemente, la obra del Eros.
Estas masas humanas han de ser vinculadas libidinalmente, pues ni la necesidad por sí sola ni las
ventajas de la comunidad de trabajo bastarían para mantenerlas unidas. Pero el natural instinto
humano de agresión, la hostilidad de uno contra todos y de todos contra uno, se opone a este
designio de la cultura. Dicho instinto de agresión es el descendiente y principal representante del
instinto de muerte, que hemos hallado junto al Eros y que con él comparte la dominación del
mundo. Ahora, creo, el sentido de la evolución cultural ya no nos resultará impenetrable; por
fuerza debe presentarnos la lucha entre Eros y muerte, instinto de vida e instinto de destrucción,
tal como se lleva a cabo en la especie humana. Esta lucha es, en suma, el contenido esencial de la
misma, y por ello la evolución cultural puede ser definida brevemente como la lucha de la especie
humana por la vida. ¡Y es este combate de los Titanes el que nuestra nodrizas pretenden aplacar
en su «arrorró del cielo»!
VII
¿POR qué nuestros parientes, los animales, no presentan semejante lucha cultural? Pues
no lo sabemos. Es muy probables que algunos, como las abejas, las hormigas y las termitas,
hayan bregado durante milenios hasta alcanzar las organizaciones estatales, la distribución del
trabajo, la limitación de la libertad individual que hoy admiramos en ellos. Nuestra presente
situación cultural queda bien caracterizada por la circunstancia de que, según nos dicen nuestros
sentimientos, no podríamos ser felices en ninguno de esos estados animales, ni en cualquiera de
las funciones que allí se confieren al individuo. Puede ser que otras especies animales hayan
alcanzado un equilibrio transitorio entre las influencias del mundo exterior y los instintos que se
combaten mutuamente, produciéndose así una detención del desarrollo. Es posible que en el
hombre primitivo un nuevo empuje de la libido haya renovado el impulso antagónico del instinto
de destrucción. Quedan aquí muchas preguntas por formular, sin que aún pueda dárseles
respuesta.
Pero hay una cuestión que está más a nuestro alcance. ¿A qué recursos apela la cultura
para coartar la agresión que le es antagónica, para hacerla inofensiva y quizá para eliminarla? Ya
conocemos algunos de estos métodos, pero seguramente aún ignoramos el que parece ser más
importante. Podemos estudiarlo en la historia evolutiva del individuo. ¿Qué le ha sucedido para
que sus deseos agresivos se tornaran inocuos? Algo sumamente curioso, que nunca habríamos
sospechado y que, sin embargo, es muy natural. La agresión es introyectada, internalizada,
devuelta en realidad al lugar de donde procede: es dirigida contra el propio yo, incorporándose a
una parte de éste, que en calidad de super-yo se opone a la parte restante, y asumiendo la función
de «conciencia», despliega frente al yo la misma dura agresividad que el yo, de buen grado,
habría satisfecho en individuos extraños. La tensión creada entre el severo super-yo y el yo
subordinado al mismo la calificamos de sentimiento de culpabilidad; se manifiesta bajo la forma
de necesidad de castigo. Por consiguiente, la cultura domina la peligrosa inclinación agresiva del
individuo, debilitando a éste, desarmándolo y haciéndolo vigilar por una instancia alojada en su
interior, como una guarnición militar en la ciudad conquistada.
El psicoanalista tiene sobre la génesis del sentimiento de culpabilidad una opinión distinta
de la que sustentan otros psicólogos, pero tampoco a él le resulta fácil explicarla. Ante todo,
preguntando cómo se llega a experimentar este sentimiento, obtenemos una respuesta a la que no
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hay réplica posible: uno se siente culpable (los creyentes dicen «en pecado») cuando se ha
cometido algo que se considera «malo»; pero advertiremos al punto la parquedad de esta
respuesta. Quizá lleguemos a agregar, después de algunas vacilaciones, que también podrá
considerarse culpable quien no haya hecho nada malo, sino tan sólo reconozca en sí la intención
de hacerlo, y en tal caso se planteará la pregunta de por qué se equipara aquí el propósito con la
realización. Pero ambos casos presuponen que ya se haya reconocido la maldad como algo
condenable, como algo a excluir de la realización. Mas, ¿cómo se llega a esta decisión? Podemos
rechazar la existencia de una facultad original, en cierto modo natural, de discernir el bien del
mal. Muchas veces lo malo ni siquiera es lo nocivo o peligroso para el yo, sino, por el contrario,
algo que éste desea y que le procura placer. Aquí se manifiesta, pues, una influencia ajena y
externa, destinada a establecer lo que debe considerarse como bueno y como malo. Dado que el
hombre no ha sido llevado por la propia sensibilidad a tal discriminación, debe tener algún
motivo para subordinarse a esta influencia extraña. Podremos hallarlo fácilmente en su
desamparo y en su dependencia de los demás; la denominación que mejor le cuadra es la de
«miedo a la pérdida del amor». Cuando el hombre pierde el amor del prójimo, de quien depende,
pierde con ello su protección frente a muchos peligros, y ante todo se expone al riesgo de que este
prójimo, más poderoso que él, le demuestre su superioridad en forma de castigo. Así, pues, lo
malo es, originalmente, aquello por lo cual uno es amenazado con la pérdida del amor; se debe
evitar cometerlo por temor a esta pérdida. Por eso no importa mucho si realmente hemos hecho el
mal o si sólo nos proponemos hacerlo; en ambos casos sólo aparecerá el peligro cuando la
autoridad lo haya descubierto, y ésta adoptaría análoga actitud en cualquiera de ambos casos.
A semejante estado lo llamamos «mala conciencia», pero en el fondo no le conviene tal
nombre, pues en este nivel el sentimiento de culpabilidad no es, sin duda alguna, más que un
temor ante la pérdida del amor, es decir, angustia «social». En el niño pequeño jamás puede ser
otra cosa; pero tampoco llega a modificarse en muchos adultos, con la salvedad de que el lugar
del padre o de ambos personajes parentales es ocupado por la más vasta comunidad humana. Por
eso los adultos se permiten regularmente hacer cualquier mal que les ofrezca ventajas, siempre
que estén seguros de que la autoridad no los descubrirá o nada podrá hacerles, de modo que su
temor se refiere exclusivamente a la posibilidad de ser descubiertos. En general, la sociedad de
nuestros días se ve obligada a aceptar este estado de cosas.
Sólo se produce un cambio fundamental cuando la autoridad es internalizada al
establecerse un super-yo. Con ello, los fenómenos de la conciencia moral son elevados a un
nuevo nivel, y en puridad sólo entonces se tiene derecho a hablar de conciencia moral y de
sentimiento de culpabilidad. En esta fase también deja de actuar el temor de ser descubierto y la
diferencia entre hacer y querer el mal, pues nada puede ocultarse ante el super-yo, ni siquiera los
pensamientos. Es cierto que ha desaparecido la gravedad real de la situación, pues la nueva
autoridad, el super-yo, no tiene a nuestro juicio motivo alguno para maltratar al yo, con el cual
está íntimamente fundido. Pero la influencia de su génesis, que hace perdurar lo pasado y lo
superado, se manifiesta por el hecho de que en el fondo todo queda como era al principio. El
super-yo tortura al pecaminoso yo con las mismas sensaciones de angustia y está al acecho de
oportunidades para hacerlo castigar por el mundo exterior.
En esta segunda fase evolutiva, la conciencia moral denota una particularidad que faltaba
en la primera y que ya no es tan fácil explicar. En efecto, se comporta tanto más severa y
desconfiadamente cuanto más virtuoso es el hombre, de modo que, en última instancia, quienes
han llegado más lejos por el camino de la santidad son precisamente los que se acusan de la peor
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pecaminosidad. La virtud pierde así una parte de la recompensa que se le prometiera; el yo
sumiso y austero no goza de la confianza de su mentor y se esfuerza, al parecer en vano, por
ganarla. Aquí se querrá aducir que éstas no serían sino dificultades artificiosamente creadas por
nosotros, pues el hombre moral se caracteriza precisamente por su conciencia moral más severa y
más vigilante, y si los santos se acusan de ser pecadores, no lo hacen sin razón, teniendo en
cuenta las tentaciones de satisfacer sus instintos a que están expuestos en grado particular, pues,
como se sabe, la tentación no hace sino aumentar en intensidad bajo las constantes privaciones,
mientras que al concedérsele satisfacciones ocasionales, se atenúa, por lo menos transitoriamente.
Otro hecho del terreno de la ética, tan rico en problemas, es el de que la adversidad, es decir, la
frustración exterior, intensifica enormemente el poderío de la consciencia en el super-yo;
mientras la suerte sonríe al hombre, su conciencia moral es indulgente y concede grandes
libertades al yo; en cambio, cuando la desgracia le golpea, hace examen de consciencia, reconoce
sus pecados, eleva las exigencias de su conciencia moral, se impone privaciones y se castiga con
penitencias. Pueblos enteros se han conducido y aún siguen conduciéndose de idéntica manera,
pero esta actitud se explica fácilmente remontándose a la fase infantil primitiva de la consciencia,
que, como vemos, no se abandona del todo una vez introyectada la autoridad en el super-yo, sino
que subsiste junto a ésta. El destino es considerado como un sustituto de la instancia parental; si
nos golpea la desgracia, significa que ya no somos amados por esta autoridad máxima, y
amenazados por semejante pérdida de amor, volvemos a someternos al representante de los
padres en el super-yo, al que habíamos pretendido desdeñar cuando gozábamos de la felicidad.
Todo esto se revela con particular claridad cuando, en estricto sentido religioso, no se ve en el
destino sino una expresión de la voluntad divina. El pueblo de Israel se consideraba hijo
predilecto del Señor, y cuando este gran Padre le hizo sufrir desgracia tras desgracia, de ningún
modo Ilegó a dudar de esa relación privilegiada con Dios ni de su poderío y justicia, sino que
creó los Profetas, que debían reprocharle su pecaminosidad, e hizo surgir de su sentimiento de
culpabilidad los severísimos preceptos de la religión sacerdotal. Es curioso, pero, ¡de qué distinta
manera se conduce el hombre primitivo! Cuando le ha sucedido una desgracia no se achaca la
culpa a sí mismo, sino al fetiche, que evidentemente no ha cumplido su cometido, y lo muele a
golpes en lugar de castigarse a sí mismo.
Por consiguiente, conocemos dos orígenes del sentimiento de culpabilidad: uno es el
miedo a la autoridad; el segundo, más reciente, es el temor al super-yo. El primero obliga a
renunciar a la satisfacción de los instintos; el segundo impulsa, además, al castigo, dado que no
es posible ocultar ante el super-yo la persistencia de los deseos prohibidos. Por otra parte, ya
sabemos cómo ha de comprenderse la severidad del super-yo; es decir, el rigor de la conciencia
moral. Ésta continúa simplemente la severidad de la autoridad exterior, revelándola y
sustituyéndola en parte. Advertimos ahora la relación que existe entre la renuncia a los instintos y
el sentimiento de culpabilidad. Originalmente, la renuncia instintual es una consecuencia del
temor a la autoridad exterior; se renuncia a satisfacciones para no perder el amor de ésta. Una vez
cumplida esa renuncia, se han saldado las cuentas con dicha autoridad y ya no tendría que
subsistir ningún sentimiento de culpabilidad. Pero no sucede lo mismo con el miedo al super-yo.
Aquí no basta la renuncia a la satisfacción de los instintos, pues el deseo correspondiente persiste
y no puede ser ocultado ante el super-yo. En consecuencia, no dejará de surgir el sentimiento de
culpabilidad, pese a la renuncia cumplida, circunstancia ésta que representa una gran desventaja
económica de la instauración del super-yo o, en otros términos, de la génesis de la conciencia
moral. La renuncia instintual ya no tiene pleno efecto absolvente; la virtuosa abstinencia ya no es
recompensada con la seguridad de conservar el amor, y el individuo ha trocado una catástrofe
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exterior amenazante -pérdida de amor y castigo por la autoridad exterior- por una desgracia
interior permanente: la tensión del sentimiento de culpabilidad.
Estas interrelaciones son tan complejas y al mismo tiempo tan importantes que a riesgo de
incurrir en repeticiones aun quisiera abordarlas desde otro ángulo. La secuencia cronológica
sería, pues, la siguiente: ante todo se produce una renuncia instintual por temor a la agresión de la
autoridad exterior -pues a esto se reduce el miedo a perder el amor, ya que el amor protege contra
la agresión punitiva-; luego se instaura la autoridad interior, con la consiguiente renuncia
instintual por miedo a ésta; es decir, por el miedo a la conciencia moral. En el segundo caso se
equipara la mala acción con la intención malévola, de modo que aparece el sentimiento de
culpabilidad y la necesidad de castigo. La agresión por la conciencia moral perpetúa así la
agresión por la autoridad. Hasta aquí todo es muy claro; pero, ¿dónde ubicar en este esquema el
reforzamiento de la conciencia moral por influencia de adversidades exteriores -es decir, de las
renuncias impuestas desde fuera-; cómo explicar la extraordinaria intensidad de la consciencia en
los seres mejores y más dóciles? Ya hemos explicado ambas particularidades de la conciencia
moral, pero quizá tengamos la impresión de que estas explicaciones no Ilegan al fondo de la
cuestión, sino que dejan un resto sin explicar. He aquí llegado el momento de introducir una idea
enteramente propia del psicoanálisis y extraña al pensar común. El enunciado de esta idea nos
permitirá comprender al punto por qué el tema debía parecernos tan confuso e impenetrable; en
efecto; nos dice que si bien al principio la conciencia moral (más exactamente: la angustia,
convertida después en consciencia) es la causa de la renuncia a los instintos, posteriormente, en
cambio, esta situación se invierte: toda renuncia instintual se convierte entonces en una fuente
dinámica de la conciencia moral; toda nueva renuncia a la satisfacción aumenta su severidad y su
intolerancia. Si lográsemos conciliar mejor esta situación con la génesis de la conciencia moral
que ya conocemos, estaríamos tentados a sustentar la siguiente tesis paradójica: la conciencia
moral es la consecuencia de la renuncia instintual; o bien: la renuncia instintual (que nos ha sido
impuesta desde fuera) crea la conciencia moral, que a su vez exige nuevas renuncias instintuales.
En realidad, no es tan grande la contradicción entre esta tesis y la génesis descrita de la
conciencia moral, pudiéndose entrever un camino que permitirá restringirla aún más. A fin de
plantear más fácilmente el problema, recurramos al ejemplo del instinto de agresión y aceptemos
que en estas relaciones se ha de tratar siempre de una renuncia a la agresión. Desde luego, esto no
será más que una hipótesis provisional. En tal caso, el efecto de la renuncia instintual sobre la
conciencia moral se fundaría en que cada parte de agresión a cuyo cumplimiento renunciamos es
incorporada por el super-yo, acrecentando su agresividad (contra el yo). Esta. proposición no
concuerda perfectamente con el hecho de que la agresividad original de la conciencia moral es
una continuación de la severidad con que actúa la autoridad exterior; es decir, que nada tiene que
hacer con una renuncia; pero podemos eliminar tal discrepancia aceptando un origen distinto para
esta primera provisión de agresividad del super-yo. Este debe haber desarrollado considerables
tendencias agresivas contra la autoridad que privara al niño de sus primeras y más importantes
satisfacciones, cualquiera que haya sido la especie particular de las renuncias instintuales
impuestas por aquella autoridad. Bajo el imperio de la necesidad, el niño se vio obligado a
renunciar también a esta agresión vengativa, sustrayéndose a una situación económicamente tan
difícil, mediante el recurso que le ofrecen mecanismos conocidos: incorpora, identificándose con
ella, a esta autoridad inaccesible, que entonces se convierte en super-yo y se apodera de toda la
agresividad que el niño gustosamente habría desplegado contra aquélla. El yo del niño debe
acomodarse al triste papel de la autoridad así degradada: del padre. Se trata, como en tantas
ocasiones, de una típica situación invertida: «Si yo fuese el padre y tú el niño, yo te trataría mal a
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ti.» La relación entre el super-yo y el yo es el retorno, deformado por el deseo, de viejas
relaciones reales entre el yo, aún indiviso, y un objeto exterior, hecho que también es típico. La
diferencia fundamental reside, empero, en que la primitiva severidad del super-yo no es -o no es
en tal medida- la que el objeto nos ha hecho sentir o la que le atribuimos, sino que corresponde
más a nuestra propia agresión contra el objeto. Si esto es exacto, realmente se puede afirmar que
la consciencia se habría formado primitivamente por la supresión de una agresión, y que en su
desarrollo se fortalecería por nuevas supresiones semejantes.
Ahora bien, ¿cuál de ambas concepciones es la verdadera? ¿La primera, que nos parecía
tan bien fundada genéticamente, o la segunda, que viene a completar tan oportunamente nuestra
teoría? Evidentemente, ambas están justificadas, como también lo demuestra la observación
directa; no se contradicen mutuamente y aun coinciden en un punto, pues la agresividad
vengativa del niño ha de ser determinada en parte por la medida de la agresión punitiva que
atribuye al padre. Pero la experiencia nos enseña que la severidad del super-yo desarrollado por
el niño de ningún modo refleja la severidad del trato que se le ha hecho experimentar. La primera
parece ser independiente de ésta, pues un niño educado muy blandamente puede desarrollar una
conciencia moral sumamente severa. Pero también sería incorrecto exagerar esta independencia;
no es difícil convencerse de que el rigor de la educación ejerce asimismo una influencia poderosa
sobre la génesis del super-yo infantil. Sucede que a la formación del super-yo y al desarrollo de la
conciencia moral concurren factores constitucionales innatos e influencias del medio, deI
ambiente real, dualidad que nada tiene de extraño pues representa la condición etiológica general
de todos estos procesos.
También se puede decir que el niño, cuando reacciona frente a las primeras grandes
privaciones instintuales con agresión excesiva y con una severidad correspondiente del super-yo,
no hace sino repetir un prototipo filogenético, excediendo la justificación actual de la reacción,
pues el padre prehistórico seguramente fue terrible y bien podía atribuírsele, con todo derecho, la
más extrema agresividad. Las divergencias entre ambas concepciones de la génesis de la
conciencia moral se atenúan, pues, aún más si se pasa de la historia evolutiva individual a la
filogenética. En cambio se nos presenta una nueva e importante diferencia entre estos dos
procesos. No podemos eludir la suposición de que el sentimiento de culpabilidad de la especie
humana procede del complejo de Edipo y fue adquirido al ser asesinado el padre por la coalición
de los hermanos. En esa oportunidad la agresión no fue suprimida, sino ejecutada: la misma
agresión que al ser coartada debe originar en el niño el sentimiento de culpabilidad. Ahora no me
asombraría si uno de mis lectores exclamase airadamente: «¡De modo que es completamente
igual si se mata al padre o si no se le mata, pues de todos modos nos crearemos un sentimiento de
culpabilidad! iBien puede uno permitirse algunas dudas! O bien es falso que el sentimiento de
culpabilidad proceda de agresiones suprimidas o bien toda la historia del parricidio no es más que
un cuento, y los hijos de los hombres primitivos no mataron a sus padres con mayor frecuencia de
lo que suelen hacerlo los actuales. Por otra parte, si no es un cuento, sino verdad histórica
aceptable, entonces sólo nos encontraríamos ante un caso en el cual ocurre lo que todo el mundo
espera: que uno se sienta culpable por haber hecho realmente algo injustificado. ¡Y este caso, que
a fin de cuentas sucede todos los días, es el que el psicoanálisis no atina a explicar!»
Nada más cierto que esta falta, pero hemos de apresurarnos a remediarla. Por otra parte,
no se trata de ningún misterio especial. Si alguien tiene un sentimiento de culpabilidad después
de haber cometido alguna falta, y precisamente a causa de ésta, tal sentimiento debería llamarse,
más bien, remordimiento. Sólo se refiere a un hecho dado, y, naturalmente, presupone que antes
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del mismo haya existido una disposición a sentirse culpable, es decir, una conciencia moral, de
modo que semejante remordimiento jamás podrá ayudarnos a encontrar el origen de la conciencia
moral y del sentimiento de culpabilidad en general. En estos casos cotidianos suele suceder que
una necesidad instintual ha adquirido la fuerza necesaria para imponer su satisfacción contra la
energía, también limitada, de la conciencia moral, restableciéndose luego la primitiva relación de
fuerzas mediante la natural atenuación que la necesidad instintual experimenta al satisfacerse. Por
consiguiente, el psicoanálisis hace bien al excluir de estas consideraciones el caso que representa
el sentimiento de culpabilidad emanado del remordimiento, pese a la frecuencia con que aparece
y pese a la magnitud de su importancia práctica.
Pero si el humano sentimiento de culpabilidad se remonta al asesinato del protopadre,
¿acaso no se trataba también de un caso de «remordimiento», aunque entonces no puede haberse
dado la condición previa de la conciencia moral y del sentimiento de culpabilidad anteriores al
hecho? ¿De dónde proviene en esa situación el remordimiento? Este caso seguramente ha de
aclararnos el enigma del sentimiento de culpabilidad, poniendo fin a nuestras dificultades.
Efectivamente, creo que cumplirá nuestras esperanzas. Este remordimiento fue el resultado de la
primitivísima ambivalencia afectiva frente al padre, pues los hijos lo odiaban, pero también lo
amaban; una vez satisfecho el odio mediante la agresión, el amor volvió a surgir en el
remordimiento consecutivo al hecho, erigiendo el super-yo por identificación con el padre,
dotándolo del poderío de éste, como si con ello quisiera castigar la agresión que se le hiciera
sufrir, y estableciendo finalmente las restricciones destinadas a prevenir la repetición del crimen.
Y como la tendencia agresiva contra el padre volvió a agitarse en cada generación sucesiva,
también se mantuvo el sentimiento de culpabilidad, fortaleciéndose de nuevo con cada una de las
agresiones contenidas y transferidas al super-yo. Creo que por fin comprenderemos claramente
dos cosas: la participación del amor en la génesis de la consciencia y el carácter fatalmente
inevitable del sentimiento de culpabilidad. Efectivamente, no es decisivo si hemos matado al
padre o si nos abstuvimos del hecho: en ambos casos nos sentiremos por fuerza culpables, dado
que este sentimiento de culpabilidad es la expresión del conflicto de ambivalencia, de la eterna
lucha entre el Eros y el instinto de destrucción o de muerte. Este conflicto se exacerba en cuanto
al hombre se le impone la tarea de vivir en comunidad; mientras esta comunidad sólo adopte la
forma de familia, aquél se manifestará en el complejo de Edipo, instituyendo la consciencia y
engendrando el primer sentimiento de culpabilidad. Cuando se intenta ampliar dicha comunidad,
el mismo conflicto persiste en formas que dependen del pasado, reforzándose y exaltando aún
más el sentimiento de culpabilidad. Dado que la cultura obedece a una pulsión erótica interior
que la obliga a unir a los hombres en una masa íntimamente amalgamada, sólo puede alcanzar
este objetivo mediante la constante y progresiva acentuación del sentimiento de culpabilidad. El
proceso que comenzó en relación con el padre concluye en relación con la masa. Si la cultura es
la vía ineludible que lleva de la familia a la humanidad entonces, a consecuencia del innato
conflicto de ambivalencia, a causa de la eterna querella entre la tendencia de amor y la de muerte,
la cultura está ligada indisolublemente con una exaltación del sentimiento de culpabilidad, que
quizá llegue a alcanzar un grado difícilmente soportable para el individuo. Aquí acude a nuestra
mente la conmovedora imprecación que el gran poeta dirige contra las «potencias celestes»:
A la vida nos echáis,
dejando que el pobre incurra en culpa;
luego lo dejáis sufrir,
pues toda culpa se ha de expiar.
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Sigmund Freud
No podemos por menos de suspirar desconsolados al advertir cómo a ciertos hombres les
es dado hacer surgir del torbellino de sus propios sentimientos, sin esfuerzo alguno, los más
profundos conocimientos, mientras que nosotros para alcanzarlos debemos abrirnos paso a través
de torturantes vacilaciones e inciertos tanteos.
VIII
LLEGADOS al término de semejante excursión el autor debe excusarse ante sus lectores
por no haber sido un guía más hábil, por no haberles evitado los trechos áridos ni los rodeos
dificultosos del camino. No cabe duda de que se puede llegar mejor al mismo objetivo; en lo que
de mí depende, trataré de compensar algunos de estos defectos.
Ante todo, sospecho haber despertado en el lector la impresión de que las consideraciones
sobre el sentimiento de culpabilidad exceden los límites de este trabajo, al ocupar ellas solas
demasiado espacio, relegando a segundo plano todos los temas restantes, con los que no siempre
están íntimamente vinculadas. Esto bien puede haber trastornado la estructura de mi estudio, pero
corresponde por completo al propósito de destacar el sentimiento de culpabilidad como problema
más importante de la evolución cultural, señalando que el precio pagado por el progreso de la
cultura reside en la pérdida de felicidad por aumento del sentimiento de culpabilidad. Lo que aún
parezca extraño en esta proposición, resultado final de nuestro estudio, quizá pueda atribuirse a la
muy extraña y aún completamente inexplicada relación entre el sentimiento de culpabilidad y
nuestra consciencia. En los casos comunes de remordimiento que consideramos normales, aquel
sentimiento se expresa con suficiente claridad en la consciencia y aun solemos decir, en lugar de
«sentimiento
de
culpabilidad»
(Schuld-gefühl),
«consciencia
de
culpabilidad»
(Schuldbewußtsein). El estudio de las neurosis, al cual debemos las más valiosas informaciones
para la comprensión de lo normal, nos revela situaciones harto contradictorias. En una de estas
afecciones, la neurosis obsesiva, el sentimiento de culpabilidad se impone a la consciencia con
excesiva intensidad, dominando tanto el cuadro clínico como la vida entera del enfermo, y apenas
deja surgir otras cosas junto a él. Pero en la mayoría de los casos y formas restantes de la neurosis
el sentimiento de culpabilidad permanece enteramente inconsciente, sin que sus efectos sean por
ello menos intensos. Los enfermos no nos creen cuando les atribuimos un «sentimiento
inconsciente de culpabilidad»; para que lleguen a comprendernos, aunque sólo sea en parte, les
explicamos que el sentimiento de culpabilidad se expresa por una necesidad inconsciente de
castigo. Pero no hemos de sobrevalorar su relación con la forma que adopta una neurosis, pues
también en la obsesiva hay ciertos tipos de enfermos que no perciben su sentimiento de
culpabilidad, o que sólo alcanzan a sentirlo como torturante malestar, como una especie de
angustia, cuando se les impide la ejecución de determinados actos. Sin duda sería necesario que
por fin se comprendiera todo esto, pero aún no hemos llegado a tanto. Quizá convenga señalar
aquí que el sentimiento de culpabilidad no es, en el fondo, sino una variante topográfica de la
angustia, y que en sus fases ulteriores coincide por completo con el miedo al super-yo. Por otra
parte, en su relación con la consciencia, la angustia presenta las mismas extraordinarias
variaciones que observamos en el sentimiento de culpabilidad. En una u otra forma, siempre hay
angustia oculta tras todos los síntomas; pero mientras en ciertas ocasiones acapara ruidosamente
todo el campo de la consciencia, en otras se oculta a punto tal, que nos vemos obligados a hablar
de una «angustia inconsciente», o bien para aplacar nuestros escrúpulos psicológicos; ya que la
angustia no es, en principio, sino una sensación, hablaremos de «posibilidades de angustia». Por
eso también se concibe fácilmente que el sentimiento de culpabilidad engendrado por la cultura
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no se perciba como tal, sino que permanezca inconsciente en gran parte o se exprese como un
malestar, un descontento que se trata de atribuir a otras motivaciones. Las religiones, por lo
menos, jamás han dejado de reconocer la importancia del sentimiento de culpabilidad para la
cultura, denominándolo «pecado» y pretendiendo librar de él a la Humanidad, aspecto éste que
omití considerar en cierta ocasión. En cambio, en otra obra me basé precisamente en la forma en
que el cristianismo obtiene esta redención -por la muerte sacrificial de un individuo, que asume
así la culpa común a todos- para deducir de ella la ocasión en la cual esta protoculpa original
puede haber sido adquirida por vez primera, ocasión que habría sido también el origen de la
cultura.
Quizá no sea superfluo, aunque tampoco es muy importante, que ilustremos la
significación de algunos términos como super-yo, conciencia, sentimiento de culpabilidad,
necesidad de castigo, remordimiento, términos que probablemente hayamos aplicado con cierta
negligencia y en mutua confusión. Todos se relacionan con la misma situación, pero denotan
distintos aspectos de ésta. El super-yo es una instancia psíquica inferida por nosotros; la
conciencia es una de las funciones que le atribuimos, junto a otras; está destinada a vigilar los
actos y las intenciones del yo, juzgándolos y ejerciendo una actividad censoria. El sentimiento de
culpabilidad -la severidad del super-yo- equivale, pues, al rigor de la conciencia; es la percepción
que tiene el yo de esta vigilancia que se le impone, es su apreciación de las tensiones entre sus
propias tendencias y las exigencias del super-yo; por fin, la angustia subyacente a todas estas
relaciones, el miedo a esta instancia crítica, o sea, la necesidad de castigo, es una manifestación
instintiva del yo que se ha tornado masoquista bajo la influencia del super-yo sádico; en otros
términos, es una parte del impulso a la destrucción interna que posee el yo y que utiliza para
establecer un vínculo erótico con el super-yo. Jamás se debería hablar de conciencia mientras no
se haya demostrado la existencia de un super-yo; del sentimiento o de la consciencia de
culpabilidad, en cambio, cabe aceptar que existe antes que el super-yo y, en consecuencia,
también antes que la conciencia (moral). Es entonces la expresión directa e inmediata del temor
ante la autoridad exterior, el reconocimiento de la tensión entre el yo y esta última; es el producto
directo del conflicto entre la necesidad de amor parental y la tendencia a la satisfacción instintual,
cuya inhibición engendra la agresividad. La superposición de estos dos planos del sentimiento de
culpabilidad -el derivado del miedo a la autoridad exterior y el producido por el temor ante la
interior- nos ha dificultado a menudo la comprensión de las relaciones de la conciencia moral.
Remordimiento es un término global empleado para designar la reacción del yo en un caso
especial del sentimiento de culpabilidad, incluyendo el material sensitivo casi inalterado de la
angustia que actúa tras aquél; es en sí mismo un castigo, y puede abarcar toda la necesidad de
castigo; por consiguiente, también el remordimiento puede ser anterior al desarrollo de la
conciencia moral.
Tampoco será superfluo volver a repasar las contradicciones que por momentos nos han
confundido en nuestro estudio. Una vez pretendíamos que el sentimiento de culpabilidad fuera
una consecuencia de las agresiones coartadas, mientras que en otro caso, precisamente en su
origen histórico, en el parricidio, debía ser el resultado de una agresión realizada. Con todo,
también logramos superar este obstáculo, pues la instauración de la autoridad interior, del superyo, vino a trastocar radicalmente la situación. Antes de este cambio, el sentimiento de
culpabilidad coincidía con el remordimiento (advertimos aquí que este término debe reservarse
para designar la reacción consecutiva al cumplimiento real de la agresión). Después del mismo, la
diferencia entre agresión intencionada y realizada perdió toda importancia debido a la
omnisapiencia del super-yo; ahora, el sentimiento de culpabilidad podía originarse tanto en un
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acto de violencia efectivamente realizado -cosa que todo el mundo sabe- como también en uno
simplemente intencionado -hecho que el psicoanálisis ha descubierto-. Tanto antes como después,
sin tener en cuenta este cambio de la situación psicológica, el conflicto de ambivalencia entre
ambos protoinstintos produce el mismo efecto. Estaríamos tentados a buscar aquí la solución del
problema de las variables relaciones entre el sentimiento de culpabilidad y la consciencia. El
sentimiento de culpabilidad, emanado del remordimiento por la mala acción, siempre debería ser
consciente; mientras que el derivado de la percepción del impulso nocivo podría permanecer
inconsciente. Pero las cosas no son tan simples, y la neurosis obsesiva contradice
fundamentalmente este esquema. Hemos visto que hay una segunda contradicción entre ambas
hipótesis sobre el origen de la energía agresiva de que suponemos dotado al super-yo. En efecto,
según la primera concepción, aquélla no es más que la continuación de la energía punitiva de la
autoridad exterior, conservándola en la vida psíquica, mientras que según la otra representaría,
por el contrario, la agresividad propia, dirigida contra esa autoridad inhibidora, pero no realizada.
La primera concepción parece adaptarse mejor a la historia del sentimiento de culpabilidad,
mientras que la segunda tiene más en cuenta su teoría. Profundizando la reflexión, esta antinomia,
al parecer inconciliable, casi llegó a esfumarse excesivamente, pues quedó como elemento
esencial y común el hecho de que en ambos casos se trata de una agresión desplazada hacia
dentro. Por otra parte, la observación clínica permite diferenciar realmente dos fuentes de la
agresión atribuida al super-yo, una u otra de las cuales puede predominar en cada caso individual,
aunque generalmente actúan en conjunto.
Creo llegado el momento de insistir formalmente en una concepción que hasta ahora he
propuesto como hipótesis provisional. En la literatura analítica más reciente se expresa una
predilección por la teoría de que toda forma de privación, toda satisfacción instintual defraudada,
tiene o podría tener por consecuencia un aumento del sentimiento de culpabilidad. Por mi parte,
creo que se simplifica considerablemente la teoría si se aplica este principio únicamente a los
instintos agresivos, y no hay duda de que serán pocos los hechos que contradigan esta hipótesis.
En efecto, ¿cómo se explicaría, dinámica y económicamente, que en lugar de una exigencia
erótica insatisfecha aparezca un aumento del sentimiento de culpabilidad? Esto sólo parece ser
posible a través de la siguiente derivación indirecta: al impedir la satisfacción erótica se
desencadenaría cierta agresividad contra la persona que impide esa satisfacción, y esta
agresividad tendría que ser a su vez contenida. Pero en tal caso sólo sería nuevamente la agresión
la que transforma en sentimiento de culpabilidad al ser coartada y derivada al super-yo. Estoy
convencido de que podremos concebir más simple y claramente muchos procesos psíquicos si
limitamos únicamente a los instintos agresivos la génesis del sentimiento de culpabilidad
descubierta por el psicoanálisis. La observación del material clínico no nos proporciona aquí una
respuesta inequívoca, pues, como lo anticipaban nuestras propias hipótesis, ambas categorías de
instintos casi nunca aparecen en forma pura y en mutuo aislamiento; pero la investigación de
casos extremos seguramente nos llevará en la dirección que yo preveo. Estoy tentado de
aprovechar inmediatamente esta concepción más estrecha, aplicándola al proceso de la represión.
Como ya sabemos, los síntomas de la neurosis son en esencia satisfacciones sustitutivas de
deseos sexuales no realizados. En el curso de la labor analítica hemos aprendido, para gran
sorpresa nuestra, que quizá toda neurosis oculte cierta cantidad de sentimiento de culpabilidad
inconsciente, el cual a su vez refuerza los síntomas al utilizarlo como castigo. Cabría formular,
pues, la siguiente proposición: cuando un impulso instintual sufre la represión, sus elementos
libidinales se convierten en síntomas, y sus componentes agresivos, en sentimiento de
culpabilidad. Aun si esta proposición sólo fuese cierta como aproximación, bien merecería que le
dedicáramos nuestro interés.
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Por otra parte, muchos lectores tendrán la impresión de que se ha mencionado
excesivamente la fórmula de la lucha entre el Eros y el instinto de muerte. La apliqué para
caracterizar el proceso cultural que transcurre en la Humanidad, pero también la vinculé con la
evolución del individuo, y además pretendí que habría de revelar el secreto de la vida orgánica en
general. Parece, pues, ineludible investigar las vinculaciones mutuas entre estos tres procesos. La
repetición de la misma fórmula está justificada por la consideración de que tanto el proceso
cultural de la Humanidad como el de la evolución individual no son sino mecanismos vitales, de
modo que han de participar del carácter más general de la vida. Pero esta misma generalidad del
carácter biológico le resta todo valor como elemento diferencial del proceso de la cultura, salvo
que sea limitado por condiciones particulares en el caso de esta última. En efecto, salvamos dicha
incertidumbre al comprobar que el proceso cultural es aquella modificación del proceso vital que
surge bajo la influencia de una tarea planteada por el Eros y urgida por Ananké, por la necesidad
exterior real: tarea que consiste en la unificación de individuos aislados para formar una
comunidad libidinalmente vinculada. Pero si contemplamos la relación entre el proceso cultural
en la Humanidad y el del desarrollo o de la educación individuales, no vacilaremos en reconocer
que ambos son de índole muy semejante, y que aun podrían representar un mismo proceso
realizado en distintos objetos. Naturalmente, el proceso cultural de la especie humana es una
abstracción de orden superior al de la evolución del individuo, y por eso mismo es más difícil
captarlo concretamente. No conviene exagerar en forma artificiosa el establecimiento de
semejantes analogías; no obstante, teniendo en cuenta la similitud de los objetivos de ambos
procesos -en un caso, la inclusión de un individuo en la masa humana; en el otro, la creación de
una unidad colectiva a partir de muchos individuos-, no puede sorprendernos la semejanza de los
métodos aplicados y de los resultados obtenidos. Pero tampoco podemos seguir ocultando un
rasgo diferencial de ambos procesos, pues su importancia es extraordinaria. La evolución del
individuo sustenta como fin principal el programa del principio del placer, es decir, la
prosecución de la felicidad, mientras que la inclusión en una comunidad humana o la adaptación
a la misma aparece como un requisito casi ineludible que ha de ser cumplido para alcanzar el
objetivo de la felicidad; pero quizá sería mucho mejor si esta condición pudiera ser eliminada. En
otros términos, la evolución individual se nos presenta como el producto de la interferencia entre
dos tendencias: la aspiración a la felicidad, que solemos calificar de «egoísta», y el anhelo de
fundirse con los demás en una comunidad, que llamamos «altruista». Ambas designaciones no
pasan de ser superficiales. Como ya lo hemos dicho, en la evolución individual el acento suele
recaer en la tendencia egoísta o de felicidad, mientras que la otra, que podríamos designar
«cultural», se limita generalmente a instituir restricciones. Muy distinto es lo que sucede en el
proceso de la cultura. El objetivo de establecer una unidad formada por individuos humanos es,
con mucho, el más importante, mientras que el de la felicidad individual, aunque todavía subsiste,
es desplazado a segundo plano; casi parecería que la creación de una gran comunidad humana
podría ser lograda con mayor éxito si se hiciera abstracción de la felicidad individual. Por
consiguiente, debe admitirse que el proceso evolutivo del individuo puede tener rasgos
particulares que no se encuentran en el proceso cultural de la Humanidad; el primero sólo
coincidirá con el segundo en la medida en que tenga por meta la adaptación a la comunidad.
Tal como el planeta gira en torno de su astro central, además de rotar alrededor del propio
eje, así también el individuo participa en el proceso evolutivo de la Humanidad, recorriendo al
mismo tiempo el camino de su propia vida. Pero para nuestros ojos torpes el drama que se
desarrolla en el firmamento parece estar fijado en un orden imperturbable; en los fenómenos
orgánicos, en cambio, aún advertimos cómo luchan las fuerzas entre sí y cómo cambian sin cesar
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los resultados del conflicto. Tal como fatalmente deben combatirse en cada individuo las dos
tendencias antagónicas -la de felicidad individual y la de unión humana-, así también han de
enfrentarse por fuerza, disputándose el terreno, ambos procesos evolutivos: el del individuo y el
de la cultura. Pero esta lucha entre individuo y sociedad no es hija del antagonismo, quizá
inconciliable, entre los protoinstintos, entre Eros y Muerte, sino que responde a un conflicto en la
propia economía de la libido, conflicto comparable a la disputa por el reparto de la libido entre el
yo y los objetos. No obstante las penurias que actualmente impone la existencia del individuo, la
contienda puede Ilegar en éste a un equilibrio definitivo que, según esperamos, también alcanzará
en el futuro de la cultura.
Aún puede llevarse mucho más lejos la analogía entre el proceso cultural y la evolución
del individuo, pues cabe sostener que también la comunidad desarrolla un super-yo bajo cuya
influencia se produce la evolución cultural. Para el estudioso de las culturas humanas sería
tentadora la tarea de perseguir esta analogía en casos específicos. Por mi parte, me limitaré a
destacar algunos detalles notables. El super-yo de una época cultural determinada tiene un origen
análogo al del super-yo individual, pues se funda en la impresión que han dejado los grandes
personajes conductores, los hombres de abrumadora fuerza espiritual o aquellos en los cuales
algunas de las aspiraciones humanas básicas llegó a expresarse con máxima energía y pureza,
aunque, quizá por eso mismo, muy unilateralmente. En muchos casos la analogía llega aún más
lejos, pues con regular frecuencia, aunque no siempre, esos personajes han sido denigrados,
maltratados o aun despiadadamente eliminados por sus semejantes, suerte similar a la del
protopadre, que sólo mucho tiempo después de su violenta muerte asciende a la categoría de
divinidad. La figura de Jesucristo es, precisamente, el ejemplo más cabal de semejante doble
destino, siempre que no sea por ventura una creación mitológica surgida bajo el oscuro recuerdo
de aquel homicidio primitivo. Otro elemento coincidente reside en que el super-yo cultural, a
entera semejanza del individual, establece rígidos ideales cuya violación es castigada con la
«angustia de conciencia». Aquí nos encontramos ante la curiosa situación de que los procesos
psíquicos respectivos nos son más familiares, más accesibles a la consciencia, cuando los
abordamos bajo su aspecto colectivo que cuando los estudiamos en el individuo. En éste sólo se
expresan ruidosamente las agresiones del super-yo, manifestadas como reproches al elevarse la
tensión interna, mientras que sus exigencias mismas a menudo yacen inconscientes. Al llevarlas a
la percepción consciente se comprueba que coinciden con los preceptos del respectivo super-yo
cultural. Ambos procesos -la evolución cultural de la masa y el desarrollo propio del individuosiempre están aquí en cierta manera conglutinados. Por eso muchas expresiones y cualidades del
super-yo pueden ser reconocidas con mayor facilidad en su expresión colectiva que en el
individuo aislado.
El super-yo cultural ha elaborado sus ideales y erigido sus normas. Entre éstas, las que se
refieren a las relaciones de los seres humanos entre sí están comprendidas en el concepto de la
ética. En todas las épocas se dio el mayor valor a estos sistemas éticos, como si precisamente
ellos hubieran de colmar las máximas esperanzas. En efecto, la ética aborda aquel purito que es
fácil reconocer como el más vulnerable de toda cultura. Por consiguiente, debe ser concebida
como una tentativa terapéutica, como un ensayo destinado a lograr mediante un imperativo del
super-yo lo que antes no pudo alcanzar la restante labor cultural. Ya sabemos que en este sentido
el problema consiste en eliminar el mayor obstáculo con que tropieza la cultura: la tendencia
constitucional de los hombres a agredirse mutuamente; de ahí el particular interés que tiene para
nosotros el quizá más reciente precepto del super-yo cultural: «Amarás al prójimo como a ti
mismo.» La investigación y el tratamiento de las neurosis nos han llevado a sustentar dos
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acusaciones contra el super-yo del individuo: con la severidad de sus preceptos y prohibiciones se
despreocupa demasiado de la felicidad del yo, pues no toma debida cuenta de las resistencias
contra el cumplimiento de aquellos, de la energía instintiva del ello y de las dificultades que
ofrece el mundo real. Por consiguiente, al perseguir nuestro objetivo terapéutico, muchas veces
nos vemos obligados a luchar contra el super-yo, esforzándonos por atenuar sus pretensiones.
Podemos oponer objeciones muy análogas contra las exigencias éticas del super-yo cultural.
Tampoco éste se preocupa bastante por la constitución psíquica del hombre, pues instituye un
precepto y no se pregunta si al ser humano le será posible cumplirlo. Acepta, más bien, que al yo
del hombre le es psicológicamente posible realizar cuanto se le encomiende; que el yo goza de
ilimitada autoridad sobre su ello. He aquí un error, pues aun en los seres pretendidamente
normales la dominación sobre el ello no puede exceder determinados límites. Si las exigencias los
sobrepasan, se produce en el individuo una rebelión o una neurosis, o se le hace infeliz. El
mandamiento «Amarás al prójimo como a ti mismo» es el rechazo más intenso de la agresividad
humana y constituye un excelente ejemplo de la actitud antipsicológica que adopta el super-yo
cultural. Ese mandamiento es irrealizable; tamaña inflación del amor no puede menos que
menoscabar su valor, pero de ningún modo conseguirá remediar el mal. La cultura se
despreocupa de todo esto, limitándose a decretar que cuanto más difícil sea obedecer el precepto,
tanto más mérito tendrá su acatamiento. Pero quien en el actual estado de la cultura se ajuste a
semejante regla, no hará sino colocarse en situación desventajosa frente a todos aquellos que la
violen. ¡Cuán poderoso obstáculo cultural debe ser la agresividad si su rechazo puede hacernos
tan infelices como su realización! De nada nos sirve aquí la pretendida ética «natural», fuera de
que nos ofrece la satisfacción narcisista de poder considerarnos mejores que los demás. La ética
basada en la religión, por su parte, nos promete un más allá mejor, pero pienso que predicará en
desierto mientras la virtud nos rinda sus frutos ya en esta tierra. También yo considero indudable
que una modificación objetiva de las relaciones del hombre con la propiedad sería en este sentido
más eficaz que cualquier precepto ético; pero los socialistas malogran tan justo reconocimiento,
desvalorizándolo en su realización al incurrir en un nuevo desconocimiento idealista de la
naturaleza humana.
A mi juicio, el concepto de que los fenómenos de la evolución cultural pueden
interpretarse en función de un super-yo, aún promete revelar nuevas inferencias. Pero nuestro
estudio toca a su fin, aunque sin eludir una última cuestión. Si la evolución de la cultura tiene tan
trascendentes analogías con la del individuo y si emplea los mismos recursos que ésta, ¿acaso no
estará justificado el diagnóstico de que muchas culturas -o épocas culturales, y quizá aun la
Humanidad entera- se habrían tornado «neuróticas» bajo la presión de las ambiciones culturales?
La investigación analítica de estas neurosis bien podría conducir a planes terapéuticos de gran
interés práctico, y en modo alguno me atrevería a sostener que semejante tentativa de transferir el
psicoanálisis a la comunidad cultural sea insensata o esté condenada a la esterilidad. No obstante,
habría que proceder con gran prudencia, sin olvidar que se trata únicamente de analogías y que
tanto para los hombres como para los conceptos es peligroso que sean arrancados del suelo en
que se han originado y desarrollado. Además, el diagnóstico de las neurosis colectivas tropieza
con una dificultad particular. En la neurosis individual disponemos como primer punto de
referencia del contraste con que el enfermo se destaca de su medio, que consideramos «normal».
Este telón de fondo no existe en una masa uniformemente afectada, de modo que deberíamos
buscarlo por otro lado. En cuanto a la aplicación terapéutica de nuestros conocimientos, ¿de qué
serviría el análisis más penetrante de las neurosis sociales si nadie posee la autoridad necesaria
para imponer a las masas la terapia correspondiente? Pese a todas estas dificultades, podemos
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esperar que algún día alguien se atreva a emprender semejante patología de las comunidades
culturales.
Múltiples y variados motivos excluyen de mis propósitos cualquier intento de valoración
de la cultura humana. He procurado eludir el prejuicio entusiasta según el cual nuestra cultura es
lo más precioso que podríamos poseer o adquirir, y su camino habría de llevarnos
indefectiblemente a la cumbre de una insospechada perfección. Por lo menos puedo escuchar sin
indignarme la opinión del crítico que, teniendo en cuenta los objetivos perseguidos por los
esfuerzos culturales y los recursos que éstos aplican, considera obligada la conclusión de que
todos estos esfuerzos no valdrían la pena y de que el resultado final sólo podría ser un estado
intolerable para el individuo. Pero me es fácil ser imparcial, pues sé muy poco sobre todas estas
cosas y con certeza sólo una: que los juicios estimativos de los hombres son infaliblemente
orientados por los deseos de alcanzar la felicidad, constituyendo, pues, tentativas destinadas a
fundamentar sus ilusiones con argumentos. Contaría con toda mi comprensión quien pretendiera
destacar el carácter forzoso de la cultura humana, declarando, por ejemplo, que la tendencia a
restringir la vida sexual o a implantar el ideal humanitario a costa de la selección natural, sería un
rasgo evolutivo que no es posible eludir o desviar, y frente al cual lo mejor es someterse, cual si
fuese una ley inexorable de la Naturaleza. También conozco la objeción a este punto de vista:
muchas veces, en el curso de la historia humana, las tendencias consideradas como insuperables
fueron descartadas y sustituidas por otras. Así, me falta el ánimo necesario para erigirme en
profeta ante mis contemporáneos, no quedándome más remedio que exponerme a sus reproches
por no poder ofrecerles consuelo alguno. Pues, en el fondo, no es otra cosa lo que persiguen
todos: los más frenéticos revolucionarios con el mismo celo que los creyentes más piadosos.
A mi juicio, el destino de la especie humana será decidido por la circunstancia de si -y
hasta qué punto- el desarrollo cultural logrará hacer frente a las perturbaciones de la vida
colectiva emanadas del instinto de agresión y de autodestrucción. En este sentido, la época actual
quizá merezca nuestro particular interés. Nuestros contemporáneos han Ilegado a tal extremo en
el dominio de las fuerzas elementales que con su ayuda les sería fácil exterminarse mutuamente
hasta el último hombre. Bien lo saben, y de ahí buena parte de su presente agitación, de su
infelicidad y su angustia. Sólo nos queda esperar que la otra de ambas «potencias celestes», el
eterno Eros, despliegue sus fuerzas para vencer en la lucha con su no menos inmortal adversario.
Mas, ¿quién podría augurar el desenlace final?.