Academia.eduAcademia.edu

ángeles tejidos.pdf

2011, Ángeles tejidos

Si la condición colonial nos demanda un acto de fe en que si no se quiere lo imposible, no se quiere, ¿no es la ficción y sólo la ficción el refugio de esa utopía?

ÁNGELES TEJIDOS Guillermo Mariaca !turri / Bolivia c0'*'Cb ENSAYOS CHOLOS LA SOSPECHA DE LA MARIPOSA CJZ)abemos que no basta entender para creer; sabemos que no es suficiente sufrir la necesidad para desear su satisfacción. El lobo no mata alIaba, pero el hombre mata al hombre porque su agresividad no está sometida a ninguna regulación instintiva que le asigne un límite; ¡cómo, por tanto, no nos comemos; cómo deseamos tener fe en el otro? ¿Abdicando de nuestra libertad o, más bien, expandiéndola en los mundos imposibles de la ficción? y como la condición colonial nos demanda un acto de fe en que si no se quiere lo imposible no se quiere, ¿no es la ficción, y sólo la ficción, el refugio de esa utopía? La ficción no aparece en el mundo andino como algo que tiene valor en sí ~indfcret al acontecer del mundo-sino como una tarea a cumplir: producir un enlace o una articulación entre dos términos contrarios, alejados o que mutuamente se desean. Esa articulación, claramente, es un trabajo arriesgado y de ahí su belleza. Asumir ese riesgo revela que la condición ética de cualquier lectura radica en permitirnos un acceso al destino que se difunde por todo el linaje del texto. Ese destino puede repetir fatalmente la misma palabra o puede abrirse al gesto de su propia disolución en miles de palabras. Ese destino puede desear constituir una ley para condenarnos a todos a repetir su herencia monoteísta, o puede intentar trascender la imposibilidad del goce del otro a través del juego poético: una palabra esquiva y poliforme que en cada instante va hasta las últimas consecuencias porque hay una imposibilidad de anclaje en esa palabra ficcionaL En ambos casos, partidos en ambos extremos, los ángeles arcabuceros y los tejidos jalka y las acuarelas postcoloniales leen el destino de la escritura y escriben la casualidad de su lectura al modo del Yatiri: tirando unas hojas de coca para revelar nuestros sentidos. Ahí radica la condición ética de una historia de esas tres narraciones: destinarnos a recorrer su diferencia con la realidad plural que fundan y desde la posición que la profundización de esas diferencias demanda, Porque su otra condición, la del progreso, la genealogía y la ley, es la historia de la fatalidad. Se trata de sustituir las narrativas que ritualizan la ley fundacional, la palabra única y primera o el gesto del dogma, por los ensayos que celebran su extravío en el goce de la diferencia entre la palabra y la ficción que ella inventa, Los ángeles arcabuceros de Calamarca Los seres alados fueron desde siempre habitantes de los imaginarios civilizatorios, Cómo no desear ser anfibios de aire y tierra. Cómo no delirar con ser nómadas de la vida, Cómo no erotizarse con la bisexualidad andrógina de los ángeles barrocos. Pero eso requeriría mirar la compañía de ángeles arcabuceros de Calamarca desde una perspectiva global de la cultura cuando ese discurso fundacional del travestismo local denunciaba las astucias de la colonización contrastando ese ambiguo vuelo de mariposas con la humillación terrena de nuestras más delirantes aspiraciones. ¿O será mirar demasiado en unos angelitos disfrazados con el atuendo militar de la guardia real española que existió durante el reinado de Carlos lI, variante acomplejado a su vez de los trajes de las tropas francesas? Siglos después de su vigencia y aún tropezando con dispoí~ ciones teológicas encubiertas por los escritos apócrifos de Enoc o anacrónicamente recuperando la obra de Dionisia Areopagita, los jesuitas -orden militar al fin y al cabo~ batallan la sustitución de la idolatría indígena por la idolatría cristiana. El Maestro de Calamarca legitima esa estrategia pintando en 1684 una compañía de ángeles arcabuceros que celebra la conquista de los territorios también espirituales. Pero muy pronto los indígenas vestidos de ángeles, durante una insurrección fallida en 1750, se levantan contra los españoles. Y Tupaj Amaru, pocos años después y encubierto por la cofradía de servidores del arcángel Miguel, arma sU rebelión. ¿Cómo ha sido posible que la celebración de la colonización sea, al mismo tiempo, el establecimiento de su ambigüedad? ¿Por qué el homenaje visual de los jesuitas a su propia obra de misioneros se detiene en estos ángeles tan terrestres y no se atreve a asaltar el cielo? Es que los diez ángeles de Calamarca ya no son guerreros misioneros; posan únicamente con la nostalgia de las armas convertidas en un adorno más de la moda evangelizadora victoriosa exhibiéndose en la pasarela de la historia. Gabriel Dei es el ángel abanderado de la compañía de arcabuceros evangli~ zadores de Calamarca. Pero su bandera no es la de los jesuitas ni la del vaticano, sino la wiphala. Barroco mestizo, claro. Legitimación de la conquista a través del traje de ceremonia BARROCO ANDINO 307 militar, también. Ángeles que denuncian en el derrotado la celebración de la victoria obligándolo a contemplar su sumisión en el nombre de dios, finalmente. Pero no. Estos no son ángeles guerreros tomando al cielo por asalto. Estos son militares imberbes vestidos de encaje, andróginos de soldado y doncel(la) exhibicionistas. ¿O conquistadores travestis, o guerreros afemi~ nadas? En estas obras maestras de la ambigüedad, la narración del evangelio es un alarde de paradojas entre la conquista terrenal y la colonización espiritual: ángeles arcabuceros los jesuitas. Quién lo hubiera creído: visualizar el evangelio como el cuentito del guerrero travestido en sacerdote mensajero alado modelo de pasarela que como en el principio era el verbo y el verbo era dios, el verbo debía penetrar elegantemente con la sangre de la cruz y de la espada. La colonización, entonces, no acababa de ser sin pecado concebida en la entraña jesuita; la idolatría indígena no terminaba de ser expurgada ni siquiera en esa celebración que son los ángeles; la idolatría cristiana no culminaba en la certeza porque vacilaba, todavía, ante el horror de la extirpación definitiva. De aquí la ambivalencia: la extirpación de las idolatrías podía convertirse en extirpación de la religiosidad y, por consiguiente, en exilio definitivo de los reinos del cielo y de la tierra; por otra parte, no podía correrse el riesgo de la contaminación panteísta en una doctrina tan abstracta como la cristiana. En la ambigüedad de las órdenes misioneras, precisamente ahí, radica la ambigüedad de los ángeles. Ellos, los indios, los radicalmente otros, debían ser redimidos, sí, pero sobre todo de ellos mismos. Para que ya no sean tan definitivamente otros, tan enteramente ajenos, tan abrumdo~ ramente extraños. Al fin y al cabo, no eran asuntos del cielo, sino sujetos que debían ser sujetados en la tierra. Los ángeles católicos son mensajeros entre dios y los humanos, mensajeros de la dominación y la protección divinas. Era sencillo, entonces, que el culto indígena a la naturaleza facilitara la transposición de los nombres y funciones de los ángeles: príncipe de la rueda del sol, de la rueda de la luna, del rayo, de la lluvia. Espectáculo para los indios y vigilancia para los colonizadores. Así nos civilizaban. Pero el debate sobre el sexo de los ángeles no es un debate cualquiera que pueda resolverse con pan y circo. En uno de sus sentidos metonimiza la disputa sobre la humanidad de los radicalmente otros y, por consiguiente, la legitimidad de la evangelización que debiera estar orientada a la salvación. ¿Pero acaso los radicalmente otros son merecedores de la redención de la carne por el espíritu? No sabemos si los levantamientos indígenas pretendían, entre sus reivindicaciones, la redención de la carne, aunque el Taqi Onkoy nos lo haga deliciosamente sospechar; sí sabemos, en cambio, que la extirpación de idolatrías intentaba depurar al indio de su alteridad para, quizá entonces, redimirlo. La ambigüedad de la colonización, por consiguiente, se concentra en estos angelicales misioneros andróginos. Debían < redimirnos de nuestra on'edad para mayor gloria de dios. Pero era prudente hacerlo con la cautela del adorno y la sutileza del encaje: así el día del juicio final, que es el día de la igualdad, ellos se presentaban bien vestidos y podían sentarse a la diestra del padre, mientras nosotros, indios al fin y al cabo acostumbrados a contemplarlos, sólo podríamos hacerlo a su luciferina siniestra. Más aún. Ellos, los andróginos autosuficientes, primera camada de autogestionarios sexuales del espíritu, podrían reproducirse sin necesidad de mezclarse con la oscura piel desnuda de los otros. Los soportes de todos los cuadros de la iglesia de Calamarca son telas reutilizadas que primero constituyeron lienzos de embalajes de productos del comercio internacionaL La caligrafía que los identifica corresponde al siglo XVI!. Ese siglo de la colonización fue la escritura que estableció definitivamente la victoria de la fascinación, el gesto culminante del primer tratado de libre comercio. Un comercio de almas que embalaba un comercio de plata. Una colonización que no se atrevió a renunciar a la ambigüedad de su discurso religioso para no tener que comprometerse con el fundamentalismo de sus dogmas de fe ni enfrentarse a los requerimientos del estómago europeo. Optaron, entonces, por declararse guerreros afeminados y conquistadores travestis. Así no parecian amenaza para los indios ni competencia para los virreyes. El renacentista templo de Calamarca fue declarado monu; mento nacional en 1943. Tres siglos y medio después recién pudimos reconocer que los afanes civilizatorios de la colonización espiritual venían enmascarados en un rostro angelical. Pobres de nosotros. Indios vestidos de mariposas. Como ellas, con una vida sospechosamente voladora de 24 horas. Pero el resto del tiempo, gusanos ficcionales preparándonos para el vuelo. Algún día llegará. Pero entonces no levantaremos un monumento a nuestro icárico fracasoj al son del Taki Oncoy bailaremos en las tierras del cielo. EL CANTO DE LA SIRENA Los tejidos jalka Los privados de deseo no pueden sino desear monstruosamente. En sus obras, por tanto, no hay figuras entre las que está a punto de suceder algo, sino el caos que cuenta un cierto relato de lo definitivamente inaccesible pero, al mismo tiempo, imprescindible. Porque el tejido jalka es un inventario de lo monstruoso como epifanía: la profecía de una memoria comunitaria. Si la modern; idad, ese lenguaje de la apropiación que niega lo absurdo, debe narrar su epopeya de continuidades; lo indio, ese lenguaje radicalmente ajeno que se duele de su memoria de tragedias sociales, se teje para dejar paso a las eróticas repsio~1 del caos libertario. Así, los deseos monstruosos no son limitados por este mundo, se deslizan en cantos de sirena para seducir al orden moderno. Uno de los cronistas cuenta que "el criador formó de barro en Tiaguanacu las naciones todas que hay en esta tierra; y que unos salieron de los suelos, otros de los cerros, otros de fuentes ... a los cuales comenzaron a venerar, cada provincia el suyo como guacas principales y así cada nación vestía con el traje que a su guaca pintaba". Nada tiene de extraño entonces que el Virrey Toledo, en 1572, determinara que "por cuanto dichos naturales también adoran algún género de aves y animales y para el dicho efecto los tejen en los frontales y doseles de los altares ..... ordeno y mando que los que hallareis los hagais raer y quitar y prohibireis que tampoco lo tejan en la ropa que visten". Aún si al mismo tiempo necesitaban recaudar impuestos pardóji~ camente preservando la distribución territorial representada por los diseños de la ropa indígena. De esta tensión de prohib~ ciones y necesidades del dominador peleando con una honda memoria de Identidades tejidas, surge el estilo jalka. Existe una tradición según la cual cuando las mujeres jalka llegan a la edad de hacerse tejedoras deben ir a cierta cueva a pasar la noche donde hacen el amor con el amo del caos. Del parto de esa unión nacen esos animales indómitos. No parece posible asimilar estos seres al mundo inca ni al aimara; mundos ordenados, al fin y al cabo. ¿Será necesario remontarse a culturas tan antiguas como Tiahuanacu o Chavín para encontrar esa trasposición de partes que recomponen los seres y que de la combinación de cóndor, puma y reptil producen esos animales mitológicos? 1 ¿Serán reminiscencias de aquella que se llama a sí misma etnia chullpa, los chipaya, aquellos que nacieron de la sombra del mundo cuando no había sol? ¿Serán las repsn~ taciones intolerables de los siempre derrotados que se vengan de su historia tejiéndola como ficción? ¿Será la represión de las mujeres que aman al demonio colonial, denunciada en esas huellas tejidas que traicionan el éxodo del cautiverio amoroso a la seducción de la modernidad? Las representaciones visuales de cualquier guerra muestran momentos de agonía, discontinuos con respecto a todos los demás, a fin de provocar un máximo de inquietud en la memoria para que no se amodorre en la comodidad de la resignación. Esta discontinuidad formal revela una inadecuación moral. Distorsionan la apariencia ordenadora de la colonización resti~ tuyendo en esa distorsión la narración del caos que impone. Los diseños en los tejidos, por eso, no son sólo una mímesis del testigo de la condición colonial, sino una verdadera huella de éste. El testigo es tan importante como el testimonio: por eso esta precisión es existencial, la experiencia del testigo individual concuerda con la experiencia de la comunidad. Vengarse de su historia, entonces, es cantarla con cantos de sirena, con aquel deseo monstruoso de encarcelar al carcelero. Con aquel deseo desnudo de cuerpo entero que seduce al orden impuesto para perderlo en el caos. Porque aún si en el principio el caos colonial era una tragedia, hoy los cuerpos desnudos lo gozan libertario. Sólo aquellos que son capaces de narrar la ficción de sí mismos pueden hacernos comprender. No el tiempo histórico de la memoria derrotada, sino el tiempo ficticio que profetiza la lucha. No el tiempo original de la colonización, sino el tiempo narrado de los deseos. y como el espectáculo diseñado por su relato crea un presente perenne, la memoria adolorida deja de ser inevitable. Con la transge~ó de esa memoria trágica se desnudan asimismo las continuidades modernas del significado y el juicio. Al contrario de la frialdad histórica que ordena el tiempo de la condición colonial; en estos tejidos caóticos vivimos apasionadamente la profecía del retorno comunal. La condición colonial es vivida existencialmente como movimiento desde un cautiverio hacia una liberación. Aún si esa liberación pretenda sólo tramar al caos, el tejido se revela como la transgresión del deseo. El deseo moderno es una prohibición, prohibición de ir más allá de un límite en el goce. Por eso este otro goce, el monstruoso, es una transgresión del deseo: metaforiza el nombre impronunciable de la libertad ausente cantándolo para que se exilie de su límite colonial. Ella, la condición colonial seducida en un tejido: sirena que le canta a la modernidad para que pierda su rumbo. LA MIRADA CHOLA Los ojos de la acuarela postcolonial La mirada moderna fue el territorio simbólico fundacional de la plástica boliviana y nos persigue hasta ahora amparada en esa ilusión que es la redención por la cultura. Por una parte, el barroco mestizo es una práctica pictórica que se somete a los medios, soportes y criterios de la ocddentalización estética. Por otra, es un concepto que nos permitió mostrarnos participando de los mismos códigos simbólicos de la modernidad, de modo que la incorporación de elementos que no pertenecían a esa modernidad a la que nos sometíamos resultasen traducibles. Además, así como desde el siglo XIX y hasta después de mediados del XX, la literatura tuvo demasiado que ver con la formación del Estado nacional; con las vanguardias y la post~ modernidad, la plástica tuvo demasiado que ver con la formación de los imaginarios urbanos modernos. Las élites artísticas nos enseñaron lo que debíamos mirar y lo que podíamos imaginar. La importancia de nuestras maneras de representarnos, ese modo de construir colectivamente nuestra realidad, es, por consiguiente, básica cuando se trata de comprender los horizontes de visibilidad social dentro de los cuales convivimos en esta urbanización dislocada. Lo popular no puede definirse por una serie de rasgos internos esenciales o por un repertorio de contenidos tradicionales premasivos, sino por una posición: la que construye frente a lo hegemónico. Una mirada chola sobre cualquier objeto busca desnudar aquello que la densidad cotidiana oscurece porque en su revelación se evidencia la fijación del destino colectivo. Que no podamos escapar a la indigencia simbólica o que no podamos ANG!::¡Y,S 'fE]IClUS 309 subvertir las opresiones culturales, no nos impide conocerlas. y aunque el colonizado no pueda construir una mirada inédita de su propia imagen, eso no lo inhabilita a conocer su condición. Los Arcángeles Arcabuceros del Maestro de Calamarca (1680) son el primer trabajo de apropiación de lógicas de representación coloniales para modificar sus fines de sujeción y sustituirlos por las formas de la duda para subvertir la costumbre de la mirada. Tuvimos que esperar dos siglos hasta El Yatiri (1918) de Arturo Borda para que la nación se reencuentre en sus deseos de autodeterminación simbólica. Porque nuestro realismo no es la mímesis de las cosas sino el develamiento de su valor de uso. El Maestro de Calamarca y Borda fueron realistas porque narraron el uso de los instrumentos usados para la colonización de nuestro imaginario. Nuestros pintores cholos de hoy son realistas por la misma razón: también cuentan la indigencia, la cotidiana y la simbólica, y como sus antecesores, tampoco la celebran. Porque se trata, claro, de que podamos conocer nuestra condición a través del itinerario de la pasión nacional por las cosas vividas. No para inscribir la miseria en nuestra mirada, sino para realizar el inventario de nuestra presencia en el mundo. Hoy estamos aprendiendo a sustituir esa identidad maniquea y esas otras fragmentarias por un campo nomádico donde se truecan valores y donde se juegan valores. Obviamente, la descripción de una situación de convivencia asimétrica entre las diferencias no alcanza a explicar los complejos resultados de un proceso histórico. Por esto, no basta reconocer la diversidad. La desigualdad en la apropiación cultural no puede subsanársela sólo con una distribución equitativa de la mirada sobre las obras, sino con una igualdad de oportunidades en el proceso productivo del imaginario social. Por eso, los caminos de nuestra plástica chola nunca se limitaron a la obsesión moderna de las vanguardias por reconciliar la vida a través del arte o a la reunificación del sujeto fragmentado estetizando su proyecto de vida o a la neo liberalización del proyecto emancipatorio de esa misma modernidad; siempre celebraron la apertura subvertora que implica trabajar para dotarnos de sentido. Si lo popular es una posición ante la hegemonía simbólica, lo nacional es una de las políticas representacionales posibles para la reconstitución de un sentido intercultural. La nación debe ser ahora el espacio de repatriación de la diferencia tanto como el lugar de traducción ante la uniformización de efectos de la globalización. Por esto ahora la nación no es la misma, aquella que nos uniformaba a todos haciéndonos mestizos que celebraban su complejo colonial; ahora la nación es el lugar que revela nuestra condición colonial. Los cholos pintados son fundamentalmente una presencia cultural: aquel imaginario social que ha demostrado el ancrois~ mo de seguir ambicionándonos mestizos homogéneos, y que ha construido la legitimidad de la polivalencia simbólica y de la anfibiedad de las prácticas culturales conocida ahora como intercuhuralidad. Porque, claro, la importancia de lo cholo deriva de su dedicación a la preservación del imaginario nacional. Aunque habría que añadir para que no haya lugar a malos entendidos, la preservación perversa del imaginario nacional. Estos cholos pintados no son una identidad desarraigada; son una identidad carnavalera que planta su raíz viajera allí donde lo pesca la conveniencia de la noche sin hacerse ningún problema. Duerme en un hotel intercontinental de cinco estrellas con la misma facilidad que encima de un cuero de oveja en una choza; navega en internet con la misma naturalidad que reitera el rito de sus tradiciones orales; maneja el dinero plástico con la misma convicción que las obligaciones de la reciprocidad; bautiza su casa financiada a 15 años plazo; requiere cirugía plástica como solicita mesas blancas y negras a los callawayas de Curva. El cholo ha hecho de las máscaras de identidad el único rostro que conoce, el único rostro que ama, el rostro anfibio de la intercul; turalidad. De esa interculturalidad que consiste simultáneamente en la capacidad de traducir lo global a lo local y en la persistencia de articular las identidades locales en torno a sus propias auto; determinaciones. SALIDA ENMASCARADA En cualquier caso en que el despojo de la autodeterminación es condición de la vida cotidiana en una comunidad, ¿quién podría quedarse sentado y documentar el desastre? ¿Es que acaso la condición colonial en que vivimos no es precisamente la condición del despojo de la identidad; no consiste la condición colonial misma en la ausencia de identidad autodeterminada? El concepto de interculturalidad es un instrumento de conocimiento, una guía para la acción, el principio de un viaje cultural hacia un nuevo tipo de identidad y la condición estética de la ética colectiva de la diferencia. Sobre todo porque la interculturalidad no es una protesta ante la condición colonial, sino, fundamentalmente, una respuesta a esa misma condición. Una propuesta para fundar nuevas normas de convivencia. Interculturalidad epistemológica Es inevitable vernos cada día. Pero no es sencillo. Por una parte, el horizonte de visibilidad social determina los límites de la mirada colectiva; por otra, nos exige trascenderlo. Por eso, aún siendo concientes de la inalcanzabilidad de las estrellas, podemos construir constelaciones para apoderarnos de su distancia 2 • Así, al modo de la paradoja, diseñamos nuestros mapas de los sistemas de representación. Y entonces viajamos munidos de una brújula que nos remite a la tierra estable de nuestra memoria pero que también nos da alas para lanzarnos al abismo. La interculturalidad epistemológica es el mapa del conocimien; to de nosotros mismos, de nuestros modos de representación. En ese mapa nos imaginamos; con ese mapa traducimos nuestra localidad a la globalidad, incorporamos la globalidad a nuestra localidad. Pero es el mapa el que traduce, nuestro mapa, nuestro instrumento de conocimiento. Intcrculturalidad politica Cada mañana, al despertar, luchamos con(tra) las noches de la pasión. Cada noche, al dormir, peleamos con(tra) los amaneceres de la razón. No podemos sino luchar: para explicar nuestra cadena de argumentos, nuestro camino de consistencias, y para interpretar nuestra encrucijada de intuiciones, nuestro sendero de locuras. Así, al modo de la paradoja, luchamos por el poder hermenéutico. Una lucha de fuerzas distintas de la cual fluye la regeneración de los sentidos sociales. Y entonces nos miramos diferentes: a ratos contrarios, a ratos complementarios, a ratos antagónicos, a ratos solidarios. Pero siempre renovando los sentidos. La interculturalidad política es la lucha por el poder de la palabra, por el poder de dotarnos de sentido para combatir la sordera política o la pereza social. Esas pestes de arrogancia mono lógica. Con ese poder recreamos nuestro imaginario; con el poder de nuestra palabra, paso a paso, nos movemos entre la noche y el día, conservamos la explicación y potenciamos la interpretación de la comunidad de sentidos que nos preña. Nuestra palabra, nuestra acción cotidiana. Interculturalidad existencial La condición colonial. Cómo a tatos nos arranca aullidos de venganza. Cómo a momentos nos postra en gestos de perdón. Cómo nos convierte en todo lo que odiamos. Cómo nos seduce hasta desearnos otros, los otros que despreciamos. Cada día, ante el espejo, del rictus a la sonrisa. Sí. La condición colonial. Cómo nos hace invulnerables al lamento; no andamos lorique~ ando en cada esquina o acusando al empedrado; nos lamemos, silenciosos y juntos, las heridas. Cómo nos hace invulnerables ante el hambre; no mendigamos cooperaciones ni payaseamos exportaciones; nos alimentamos, altivos y solidarios, de la basura de los colonizadores, de la memoria utópica de nuestra historia. Así, al modo de la paradoja, construimos nuestra libertad desde la entraña misma de la condición colonial. La interculturalidad existencial nos dota de la la sensibilidad para conmovernos ante la experiencia de los hechos comunitarios y nos provee de las armas para combatir la ceguera social ante la alteridad. Podemos, entonces, comprender la densidad y la relevancia de lo local, particular y variable. Nunca más un rostro fijo, una huella dactilar que nos ancle a la costumbre colonial. Podemos diseñarnos una identidad que es un carnaval de máscaras: un rostro distinto para cada necesidad, una cara nueva para cada oportunidad. Interculturalidad estética Tejemos los monstruos que nos acechan a cada paso y las alegrías más remotas. Pintamos los colores más amargos y las líneas más inverosímiles. Bailamos a pasos de cadena y a vuelos de pájaro. Escribimos cien años de soledad y la oveja negra y demás fábulas. Tocamos guitarras desgarradas y percusiones apasionadas. Nos hundimos en el barro y nos celebramos en las gredas. Cada día, a plan de ficciones, nos liberamos del caos colonial. Así, al modo de la paradoja, trabajamos la po(ética) de los imaginarios. Las armas de las artes. La interculturalidad estética produce la diferencia como desarrollo sostenible de la diversidad porque la alteridad, como todo lo demás, ha caído bajo la ley de la oferta y la demanda, se ha convertido en un producto escaso. Cada día adocenan nuestras ficciones. Pero cada día ficcionalizamos la costumbre. Porque la ficción es nuestro pan de cada día. Por consiguiente: Porque la interculturalidad es siempre cultura local, en el caso boliviano la interculturalidad encuentra su lugar de enu~ ciación en la cultura chola; aquella cultura que elabora la po(ética) puruma3, la po(ética) de los márgenes, de los subalternos, de los deshechos simbólicos, de aquellas representaciones que ignoran todo proceso de homogeneización para sostener la especificidad de su identidad particular; porque nuestra inter~ culturalidad es siempre tensión simbólica que no se resuelve jamás, la figura fundamental de nuestros lenguajes interculturales es la paradojaj aquel lenguaje que desarrolla la po(ética) awka, la po(ética) del conflicto, del agonismo, de las formas que no se resuelven, que no armonizan la diferencia, de la estética -en metamorfosis siempre- de aquellos lenguajes que traducen para preservar la diferencia; porque nuestra interculturalidad tiene siempre muchas voces narrativas, su narrador se ha construido, cuando menos, polifónico; porque nuestra interculturalidad inventa mundos postulando imaginarios, la narración asume siempre la misión de contar las memorias de ayer y los sueños de mañana desde la perspectiva del presente; aquellas narrativas que preservan la po(ética) taypi, la po(ética) de la conjunción, de la mediación, aquellas narrativas que construyen los imag~ narios -únicos siempre- que se sitúan en el medio y hacen pOSible el desarrollo sostenible de la reciprocidad. Nuestra interculturalidad es, por fin, la po(ética) de la diferencia, el desarrollo sostenible de la diferencia. De aquella diferencia incansable que baila sus metamorfosis sin fin mientras vuelve a la casa. Nuestra casa. Ese lugar donde sabes que, pase lo que pase, habrá siempre una luz en alguna ventana para iluminar el camino de retorno. Aún si el viaje ha sido duro. Aún si ha dolido distancias. Aún si ha desgarrado resentimientos. El abrazo en medio de la oscuridad espera inconmovible. Porque nuestras casas, claro, son casas de montaña, saben de la tibieza de los refugios. Se abren como regazo de madre, sin demandas, sin rencores. Casas en los recodos del camino donde descansa :i,"crEl_I~S TE)¡l)()"; 311 el viento de sus heladas. Casas que apapachan las heridas. Que acarician despacio la cabeza. Casas que susurran con palabras tiernas los perdones que no se piden porque ya se han entregado suavemente para no humillar, más todavía, la vergüenza del traidor, del resignado, del culpable. A veces estamos en la casa libertaria desesperados por salir de la jaula de sus desafíos, pero sabiendo que estará ahí, siempre, sin darnos la espalda. Otras, displicentes, la recorremos de ladito, como quien no quiere la cosa, sentándonos en los pasillos para presumir de que cambia todo cambia y que no nos amodorra la costumbre. Sin embargo, siempre, en el momento imposible, en el de la vida nueva que nos inunda de horizontes o en el de la muerte que nos desafía de límites, hacemos de la casa el hogar de nuestro cuerpo. Para que siga fluyendo la sangre, fuerte, como río de deshielo. Para que siga acariciando la piel, paciente, como nieve fresca. Para que nuestros ojos miren, desde todas NOTAS Arte textil y mundo andino. Teresa Gisbert, Silvia Arzc, Marta Cajías. La Paz, Ed. Gisbert, 1988. 2 Asumo el concepto de extrañamiento del formalismo ruso. 3 Puruma, awka y taypi son tres nociones del pensamiento aymara que explican los tipos posibles de relaciones entre cualquier categoría de cosas. sus alturas, paso a paso, cómo nos habitamos de nuestra casa. y pensar que cuando jóvenes, gloriosamente soberbios, gritábamos improperios al camino porque interrumpía con puertas la avalancha de nuestras pasiones. Derribábamos paredes. No admitíamos techos. Despreciábamos ventanas. Y recordar que cuando niños queríamos todo y podíamos todo porque nuestra casa era un derecho natural. El derecho a alimentarnos de cielo cotidiano en esta tierra que nos quedaba chica. Hoy, blancos de montaña, tomamos chocolate junto al fuego del hogar. Sabiendo que mañana, al amanecer, con nuestra casa a cuestas, seguiremos haciendo camino. La casa de la ficción. Nuestra casa libertaria. Nuestra casa de ficciones. Nuestros cuerpos iluminados de soles musicales, oscurecidos de lunas de poesía, mojados de lluvias de tejidos, cobijados de fríos pintados, respirados de aires de bailes. La pieL Nuestra sangre. Nuestra casa de poemas ávidos y tejidos suaves.