Autoridad y adolescencia. Tensiones y compromisos.
Publicado: Revista Novedades Educativas 296 - Agosto 15
Mónica Coronado – Viviana Navarta
A quiénes nos preocupa, por qué y para qué
En el proceso de diseño de un proyecto de investigación sobre representaciones sociales acerca de la
autoridad pedagógica y en el intento de aproximarnos a la temática, surge un conjunto de cuestiones e
interrogantes que les planteamos a dos grupos de docentes en ejercicio, de nivel medio o secundario, que
cursan las últimas instancias de una carrera de ciclo de profesorado en una universidad nacional.
Nos interesa saber qué es, para ellos como docentes, la autoridad y cuál es su función, para qué “sirve”.
Se muestran sumamente interesados y consultan sobre cuándo se tratará “específicamente” este tema en
el profesorado. En el debate posterior se despliegan un conjunto de preocupaciones y planteos, que nos
llevan a analizar diversos diseños curriculares de estas carreras de profesorado, con sus descriptores,
constatando que el tema de la autoridad pedagógica, que es objeto de muchas inquietudes docentes, no
está considerado explícitamente en el proyecto de formación.
Todos ellos trabajan con adolescentes, cuya capacidad para desafiar la autoridad ha sido analizada en
forma exhaustiva en diversos espacios curriculares, sin afectar, aparentemente, el núcleo de su
perspectiva sobre la temática. En el debate emergen concepciones de la autoridad como atributo (a
menudo sacralizado), como forma de poder y coacción, como cualidad personal o imposición, como un eje
vertebrador de las relaciones intergeneracionales; asimismo se plantea, insistentemente, la cuestión de la
“ausencia” de autoridad, de su “pérdida” o “deterioro”.
Puede advertirse en un primer análisis de las respuestas que, en un contexto de confusión y de vínculos
desgastados, el papel de “la autoridad” se magnifica en detrimento de otros aspectos del vínculo
pedagógico. En el debate se plantea, en forma recurrente, que la misma, si no fuera insuficiente o débil,
operaría como un elemento cohesionador de la vida escolar. Asimismo y salvo excepciones, la autoridad
emerge como “la” respuesta para abordar fenómenos como la desmotivación, la indiferencia, la violencia
y el bajo rendimiento académico.
Luego de esta indagación, nos preguntamos, a qué responde la constante apelación a la “restauración” de
la autoridad como un bien perdido, asimismo como a algo central y no ya periférico en el proceso
pedagógico. Consecuentemente, respecto al impacto que tienen las nociones expresadas sobre las
prácticas cotidianas, y sobre su ausencia como contenido de la formación docente, que cumpliría la función
de desmantelar supuestos y someter a crítica algunas nociones y prácticas.
En el fuego cruzado
En los debates sobre la autoridad, que acontecen en diversos foros y espacios donde se disparan,
multiplican y contradicen referencias, se construyen o consolidan discursos con consecuencias prácticas
en los vínculos pedagógicos. Debates que asumen un movimiento pendular en el que suele pasar de un
extremo a otro; discusiones que se polarizan entre los que promueven la “vuelta” a la “mano dura” y los
que se sienten violentados por cualquier forma percibida como cercana al “autoritarismo”, sin lograr un
punto de equilibrio. En estos espacios de contradicción y confusión, entre diversas autoridades y entre
nociones y prácticas de autoridad, naufragan iniciativas de un abordaje coherente de la educación de
niños, niñas y adolescentes que, bajo la influencia de esas contradicciones, no encuentran coherencia ni,
mucho menos, consistencia en la respuesta de los adultos.
No por nada, hace tiempo Arendt advirtió a los “modernos portavoces de la autoridad” que se trata de “una
batalla casi perdida”. En el escenario educativo confrontan los liberales a quienes ofusca cualquier posible
repliegue de las libertades y derechos individuales que puedan operar reprimiendo y encadenando a los
individuos; y, por otra, los conservadores que, según esta autora, se lamentan del “proceso destructivo
iniciado con la disminución de la autoridad”; para estos últimos nos encontramos ante la claudicación de
la libertad que, “perdidas las restricciones que protegían sus fronteras, se vio inerme, indefensa y
condenada a la destrucción” (1996).
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En los impredecibles vaivenes entre uno y otro extremo, se desorientan aún más los adultos que apelan a
ella sin terminar de encontrarle un sentido y valor en un contexto de cambio profundo en las relaciones
intergeneracionales y en los procesos de transmisión cultural. Como resultado, abundan las frustraciones
y malestares, las acusaciones mutuas y los reclamos de la vuelta, nostálgica, a esos tiempos en que
educar (a unos pocos y seleccionados) era tan sencillo y llevadero.
Entre por los nostálgicos de siempre, los que repelen cualquier estructura que los constriña a hacerse
responsables de las nuevas generaciones y los que quieren continuar civilizando la barbarie, con la silla y
el látigo, es muy difícil remolcar la reflexión hacia un lugar menos hostil para pensarla. A esto se añade,
que, como afirma Sennet (2000) en la organización a corto plazo de las instituciones modernas se limita
la posibilidad de que madure la confianza, elemento central de la autoridad; “el lema “nada a largo plazo”
significa moverse continuamente, no comprometerse y no sacrificarse”. Los debates sobre la autoridad se
polarizan y terminan cayendo por su propio peso hacia lo que es menos “vinculante” y lo que requiere
menos responsabilidad.
Trabajar con adolescentes, hoy
Las relaciones intergeneracionales, puestas a prueba en esta etapa, se complejizan aún más en épocas
de liquidez y de nada a largo plazo- perturbando y, muchas veces, desdibujando vínculos y fronteras.
Muchas de las dificultades adultas para asumir el cuidado de otros -otros en desarrollo-, de hacerse cargo
de la responsabilidad de ofrecerles hospitalidad, protección, cuidado y, sobre todo, orientación, se
magnifican en este tramo del desarrollo traduciéndose bajo diversas formas, tanto de sobreprotección y
control excesivo, como de abandono o descuido.
Los ensayos adolescentes de progresiva independencia y su afiliación al grupo de pares, que reconfiguran
su mundo social, ponen en cuestión las tareas de protección y cuidado a cargo del adulto que debe ceder
progresivamente y correrse, volverse cada vez más prescindible. Esta situación suele ser percibida como
muchos adultos como un retroceso o amenaza. La frecuentemente frustrada exigencia de obediencia,
más que de confianza o cooperación, suele provocar las habituales confrontaciones y enojos mutuos.
En efecto, como en ninguna otra etapa de la vida, el adolescente, con sus ansias de emancipación expone
crudamente a la vista las contradicciones e inconsistencias adultas. Resulta complejo, asimismo,
establecer el ritmo de la retirada paulatina, acompañando la autonomía creciente sin invadir, pero sin
dejarlo librado a su propia suerte.
La necesidad de adultos significativos capaces de orientar y acompañar el desarrollo, persiste en esta
etapa, no decrece respecto a la infancia sino que muta (Dolto, 1990). Dada la potencia y fragilidad
adolescente como sus requerimientos de progresiva independencia, el vínculo intergeneracional se carga
de una vibrante tensión. Tensión imprescindible para el fortalecimiento de su capacidad de decidir por sí
mismo y hacerse cargo de su propia existencia. En el contexto de este vínculo, dinámico y cambiante, la
autoridad -tanto parental como docente- es algo que se gana a diario, como también se confronta y pone
a prueba, para ambas partes de la relación.
Nos cuesta entender a quienes trabajamos con adolescentes que la oposición y resistencia a la autoridad
son una forma de reconocimiento de la misma, como también signos de salud mental. El adolescente que
se rebela contra la autoridad, que la cuestiona, por algún motivo no puede sustraerse a ella o ignorarla y
la está reconociendo como tal. No es indiferente. Como afirma Kojeve (2005), sólo se tiene autoridad
sobre lo que puede reaccionar y tener oposición, como también abstenerse de hacerlo. La autoridad es
tal cuando puede ser desafiada. La autoridad sólo puede darse en un vínculo de respeto, confianza y
reconocimiento mutuo.
Autoridad, norma y adultos creíbles
Para educar contamos con una serie de recursos, uno de ellos es la autoridad. Ésta no agota ni acapara
el centro de la escena educativa, está a mano y latente para determinados momentos o situaciones en
que es preciso ”llevar” al niño, niña o adolescente a la norma, que lo protege y protege el mundo al que
debe sumarse.
Decimos que puede estar latente por momentos (Arendt, 1996), como por ejemplo en situaciones abiertas
de comunicación o de juego, sin que por ello se encuentre menoscabada, sino todo lo contrario. Al
respecto, Dubet y Martucelli (1998) comentan que la exigencia de reciprocidad, sustituye a la “obediencia
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natural”. Apelamos a ella cuando necesitamos guiar, organizar, orientar o sostener algunos procesos de
desarrollo o constreñir el impulso del adolescente, cuando el mismo puede ponerlo en riesgo. Una
autoridad “amorosa”, que cuida, delimita, orienta, y, en definitiva, educa, suele ser más latente que
manifiesta y tiende a volverse cada vez menos necesaria.
Es Meirieu (2006b) quien nos recuerda que “el adulto no es la regla, él es quien lleva al chico hacia la
regla”. Ese llevar hacia la regla -muchas veces aceptado y consentido y otras resistido y obstaculizado,
es, asimismo, mucho más que ejercer la autoridad, en tanto la misma es un recurso dentro de un vínculo
lleno de matices. Para este autor, son centrales la empatía, el miramiento, el buen trato, bases de la
constitución ética de la persona humana y sobre las cuales se asienta el vínculo de autoridad.
La tarea no es sencilla; como afirma Meirieu (2006a), con la ayuda del adulto y a lo largo de la infancia y
adolescencia, va comprendiendo, mal que le pese, “que su deseo no hace la ley, que su deseo choca con
la existencia de los demás y va a tener que aceptar salir de su omnipotencia”, un proceso que requiere
ciertos andamiajes, muchas veces firmeza y consistencia, en el cual el adulto opera como frontera y a la
vez, mediador de las muchas frustraciones que van empedrando el camino.
En la adolescencia, según Dolto (1990) la autoridad es asunto complicado, pues cuando “hay demasiado
no es soportable” y “cuando no hay bastante uno se siente un poco abandonado, como si no se interesaran
verdaderamente en nosotros”. Para esta autora, los adultos “creíbles”, a quienes el adolescente respeta
por “su experiencia, buena voluntad y afecto”, “ejercen una autoridad inteligente”.
Es posible afrontar la pujanza del desarrollo, aún en la incertidumbre, cuando se establecen algunos
marcos de referencia que orientan y articulan las normas. Ocasionalmente, es una tarea poco gratificante
y mal retribuida emocionalmente, y en consecuencia eludida por muchos adultos o dejada a cargo de
otros/as. No obstante irrenunciable, pues hay normas imprescindibles, que les permiten no sólo “nacer al
mundo”, sino también, “nacer a la ley, nacer a lo posible, nacer a la voluntad, nacer a lo político” (Meirieu,
2006b).
Confrontaciones saludables
La confianza del adolescente en sus figuras de autoridad, muchas veces ganada a pulso durante la
infancia, debe ser confirmada y convalidada cotidianamente en esta etapa en que se pone a prueba los
alcances (y la consistencia) de la responsabilidad de los adultos, que se ven exigidos para tomar
decisiones, aproximar a ciertas legalidades, acompañar para afrontar frustraciones y orientar hacia
determinados valores.
La autoridad de los adultos significativos se sostiene en la convicción compartida –a menudo a
regañadientes- por los adolescentes de que su ejercicio depara un beneficio tanto para el otro-que acepta
o confía-, como para el mundo en el que ha de viven y para quienes conviven con él. Para Arendt (1996)
la educación nos invita a decidir dos cuestiones: si amamos al mundo lo bastante como para asumir una
responsabilidad por él; y, también, si amamos a nuestros hijos lo bastante como para no arrojarlos de
nuestro mundo y librarlos a sus propios recursos.
Es por esto que, cuando prevalece una noción de autoridad, como puro ejercicio del poder con su
connotación disciplinante, represiva o de imposición, se desconoce que la misma se asienta sobre una
propuesta educativa y un vínculo. Mientras más firme, pero a la vez fluida, contingente y amorosa (en el
sentido de cuidado, protección, bienvenida y hospitalidad) sea esta relación, en menor medida se deberá
apelar a la misma. Todo proceso educativo implica constricciones, algunas fricciones y ciertas pequeñas
y mesuradas “violencias” en el sentido que le asigna Aulagnier, que son ineludibles, porque la realidad,
mediada por el adulto, se impone al recién llegado y lo obliga a ceder en su omnipotencia.
A la esperable confrontación entre adultos y adolescente se suma la relación de conflicto, y muchas veces
de hostilidad que se produce entre las diversas autoridades que gravitan sobre la vida de niños, niñas
y adolescentes. Éstos quedan emplazados de un escenario de disputa, donde florecen desautorizaciones,
bajo el ritmo de las volátiles alianzas entre adultos y las autoridades en cascada. Un universo lleno de
orientaciones, desorienta, y, también, anula la autoridad. Resulta difícil, construir, como sugiere Meirieu
(2006b), una autoridad que encarna al mundo y que ya no encarna en capricho de uno” sino un “hacer
juntos”.
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En el otro extremo muchos adolescentes afrontan su desarrollo en soledad, sin el acompañamiento, el
compromiso y la responsabilidad de quienes deben cuidarlos. Adolescentes que “parecerían no necesitar
más la protección del adulto o mirando la otra cara de la moneda, no generan demasiada necesidad de
protección por parte de los adultos” se encuentran en vías a un futuro que “es el de un mundo sin adultos”
(Narodowski y Baquero, 1994).
Tensa libertad
Paulo Freire nos advierte sobre algunos avatares de la tensa y dramática relación entre autoridad y libertad,
en tanto “las dos se comprometen, en la práctica educativa, con el sueño democrático de una autoridad
respetuosa de sus límites en relación con una libertad igualmente celosa de sus límites y de sus
posibilidades” (2001).
A este autor le preocupa quienes mal preparados para el ejercicio de su autoridad parental o docente,
supuestamente actuando en nombre del respeto a la libertad, dejan librados a niños y adolescentes “a sí
mismos, a sus caprichos, a sus deseos”; asimismo cuando se sienten “culpables porque fueron –ellos
creen– casi malvados al decir un no necesario”. Considera que tanto el modo autoritario como el permisivo,
que son contradictorios entre sí, “trabajan contra la formación urgente y contra el no menos urgente
desarrollo de la mentalidad democrática entre nosotros”.
Tanto los excesos, como las carencias, inconsistencias o insuficiencias de autoridad, en ámbitos
prepolìticos (Arendt, 1996), como la familia, terminan repercutiendo en la vida democrática. En la misma
línea tanto Freire como Meirieu afirman que la educación familiar y escolar, y la democracia se inscriben
en el mismo movimiento: es la renuncia al narcisismo. Para Meirieu cuando se le pide al chico que renuncie
a ser el centro del mundo, se le está “pidiendo como ciudadano que se inscriba en un colectivo, que
renuncie a que su comunidad le imponga su ley a lo colectivo” y asimismo, se lo invita a renunciar a ser
el centro del mundo. Ambas son, para este autor, “condición para aprender”.
De la renuncia de los adultos que abdican de sus responsabilidades de educar, hacerse cargo, madurar y
funcionar como tales, se generan desamparos.
La autoridad es vínculo, es relación, por lo tanto dinámica, cambiante y necesaria para el desarrollo del
sujeto; es legitimada luego por la confianza y en el lenguaje y el convivir, en el consentimiento mutuo;
como también desafiada periódica y, a veces, vigorosamente, puesta a prueba así su capacidad para
proteger, emancipar, asir, cobijar, regular, orientar y reorientar, marcar una pauta.
Los adolescentes, resistiendo, confrontando e irritando, valoran la autoridad que tienen aquellos que los
cuidan, cuando en la misma confluye el compromiso, la apertura y la responsabilidad. Indefectiblemente
cuestionan, negocian, desafían, y transgreden, pues en ese frágil equilibrio de reciprocidades y asimetrías,
es parte de su desarrollo ensanchar el universo al cual han llegado a revolucionar.
Bibliografía
Arendt, H. (1996) Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política. Barcelona:
Península.
Dolto, F (1990) La causa de los adolescentes. El verdadero lenguaje para dialogar con los jóvenes. Madrid:
Seix Barral.
Freire, P (2001) Pedagogía de la indignación. Madrid: Morata.
Kòjeve, A. (2005) La noción de Autoridad. Buenos Aires: Nueva Visión.
Meirieu, P. (2006) Educar en la incertidumbre. Revista “El Monitor”, N° 9. Ministerio de Educación, Ciencia
y Tecnología.
Sennet, R, (1982). La autoridad. Madrid: Alianza.
Sennet, R. (2000) La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo
capitalismo. Barcelona: Anagrama.
Ulloa, F. (1995) Novela clínica psicoanalítica. Historial de una práctica. Buenos Aires: Paidos.
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