DERECHO PROCESAL
EL DERECHO PROCESAL EN EL SIGLO XX
Juan MONTERO AROCA*
SUMARIO: I. Introducción. II. La evolución general. III. El
Poder Judicial. IV. El proceso civil. V. El proceso penal.
VI. Conclusión. La internacionalización del derecho procesal.
I. INTRODUCCIÓN
Delimitación de la ponencia
En el refranero español, en ese rico caudal que condensa máximas de la
sabiduría popular, tópicos y anécdotas elevadas a categorías, pues de todo
hay en él, existe uno que alude a ponerse la venda antes de sufrir la
herida, y es posible que éste le venga a la memoria del lector de esta
introducción, en la que pretende delimitarse el objeto de la ponencia, referida a la exposición de lo que ha sido y de lo es el llamado comúnmente
derecho procesal a lo largo y en las postrimerías del siglo XX.
Admitiendo ese riesgo, confío en que ese mismo lector se de cuenta
de las dificultades que conlleva desarrollar semejante tema en unas pocas
páginas, pues se está exigiendo del ponente no ya sólo un gran esfuerzo
de síntesis, sino casi el estar en posesión de dotes taumatúrgicas. Pareciera como si el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad
Nacional Autónoma de México y, más en concreto, el doctor José Luis
Soberanes, que fue quien tuvo la idea origen de este Seminario, estuvieran convencidos de la capacidad del ponente para realizar prodigios, cosa
que el ponente mismo estaba muy lejos de sospechar y está convencido
de no tener.
* Catedrático de derecho procesal en la Universidad de Valencia. Magistrado del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana, España.
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Resulta así que, por un lado, hay que expresar al Instituto y al doctor
Soberanes el reconocimiento por la fe demostrada —partiendo de advertir
que damos ahora a la palabra “ fe” el sentido de creencia, no de dogma—,
y que, por otro, hay que realizar el esfuerzo necesario para que la misma
no resulte contrariada, con lo que, a la postre, está manifestándose la
gratitud por haber sido colocado en una situación que, en términos jurídico procesales, está muy próxima a la indefensión.
En cualquier caso, ese esfuerzo debe comenzar por hacer partícipe al
lector de lo que puede buscar en estas páginas y de lo que no va a encontrar en ellas. No va a encontrar, en primer lugar, una descripción de
la situación del derecho procesal en todos los países del mundo, esto es,
no se intenta ofrecer un elenco de países con su legislación y doctrina.
La exposición de la evolución y de la situación actual del llamado
derecho procesal, y aun de lo que cabe esperar que llegue a ser en un
inmediato futuro, no puede pretenderse que se convierta en una relación
de lo que ha sucedido y de lo que está ocurriendo en los casi dos centenares de países que integran el concierto de las naciones. No se trata ya
sólo de que muchos de los instrumentos del “ concierto” suenan desafinados, esto es, de que en muchos países no quepa hablar de la existencia
de una verdadera ciencia procesal, sino principalmente de la imposibilidad de conocer la evolución y situación presente de esta rama de la ciencia jurídica incluso con referencia únicamente a los países en que sí existe. No puede negarse el interés que tendría saber qué está ocurriendo en
los sistemas oriental e islámico; por ejemplo, pero debe constar que se
renuncia a que la ponencia se convierta en una relación de países, o en
una nómina de “ familias” de países de los que se indique su legislación
y se aporten algunos datos doctrinales o jurisprudenciales.
En segundo lugar, el lector no va encontrar en estas páginas una lista
más o menos exhaustiva de procesalistas, de sus revistas, de sus congresos y asociaciones y ni siquiera de su literatura más significativa. Es cierto que en ocasiones habrá de citarse a los procesalistas y a las obras que
han abierto nuevos derroteros, o que son manifestación cumplida de una
etapa de la evolución, pero debe constar también que se renuncia a proporcionar toda la información, todos los datos que, muchas veces, no pasan de ser mera erudición sin verdadero contenido formativo. Esa información puede buscarse en otros libros o ponencias, en aquellos o aquellas
que son obra de los recopiladores que amontonan los datos sin llegar a
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hilvanarlos y, desde luego, sin ordenarlos dentro de una exposición coherente.
Por fin el lector tampoco encontrará en la ponencia alusión expresa a
todos los procesos, pues conscientemente se ha renunciado a hacer referencia a los procesos que pueden calificarse de especiales, como sucede
con el proceso laboral, con el proceso contencioso-administrativo (y sus
variantes), con el proceso militar y con los procesos que resuelven la
adopción de medidas de seguridad. Las razones para renunciar a comprender en la ponencia todos esos procesos, y con ellos las respectivas
parcelas del derecho procesal, se encuentran en la necesidad de poner
límites a una exposición que, si hubiera de atender a ellos y a ellas, posiblemente conduciría a la desnaturalización del sentido mismo del Seminario. No hay que insistir en la importancia práctica de algunos de
esos procesos o en la trascendencia ideológica de otros, pero sí en que
este trabajo tiene que estar necesariamente delimitado.
Por el contrario, el lector puede buscar en estas páginas, primero, un
intento de síntesis de la evolución conceptual del derecho procesal y, segundo, una relación de los problemas que la realidad ha ido suscitando
en los procesos civil y penal de esta parcela de la ciencia jurídica, con
las respuestas ofrecidas para solucionarlos. Estos dos aspectos son los
que se han creído imprescindibles para llegar a tener una visión general
y formativa de lo que el siglo XX ha supuesto. Cosa distinta es que el
intento se haya visto coronado por el éxito. Para llegar a tener opinión
propia sobre si la fe del Instituto y del doctor Soberanes tenía, al menos,
un atisbo de base real, el lector no tendrá más opción que seguir leyendo.
II. LA EVOLUCIÓN GENERAL
1. El antecedente: la práctica forense
El derecho procesal, como el resto de las ramas jurídicas, no nace con
el inicio del siglo XX, sino que en éste se continúa una evolución que
tiene sus orígenes muy atrás en el tiempo. Explicar lo que ha supuesto
dicho siglo exige, por lo menos, alguna explicación relativa a de dónde
venimos, aunque para ello procuremos no remontarnos demasiado en el
pasado.
Nuestro punto de partida va a ser el de la práctica forense y vamos a
examinarla desde la doble perspectiva que supone su consideración como
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disciplina universitaria y como materia de investigación y de exposición.
Ese punto de partida supone constatar que las universidades europeas y
americanas de los siglos XVI a XVIII formaban juristas conocedores
del derecho romano, pero en buena medida desconocedores del derecho
que debían aplicar los tribunales de cada país. Aunque pueda parecer extraño, la fuerza y el prestigio del derecho romano era tal que se impuso
como materia académica prácticamente única, sin dejar que el derecho específico de cada país llegara a formar parte del cuadro de sus enseñanzas.
Ahora bien, junto al derecho oficial de las universidades existía una
corriente doctrinal que centraba su atención en la realidad, corriente que
pueda calificase de práctica. Una parte de la misma, que se autocalificaba
de forense, pretendía explicar cómo se realizaban los procesos ante los
tribunales, cuál era la manera de actuar de éstos. Un examen de conjunto
de los libros en que se plasma esa corriente lleva a la conclusión de que
los mismos se caracterizaban principalmente porque:
a) Los autores de los libros no eran normalmente profesores universitarios, sino prácticos (abogados, escribanos, jueces), personas con experiencia judicial que pretendían transmitir sus conocimientos, no adquiridos científicamente, sino a través de su vida profesional.
b) Los destinatarios de los libros de práctica forense no eran los estudiantes universitarios, sino los profesionales del derecho, jueces y abogados sobre todo, que pretendían suplir las deficiencias de una formación
universitaria centrada en la exposición del derecho romano y que olvidaba el derecho que debía aplicarse en la realidad diaria.
c) Si los grandes juristas teóricos se movían en un ambiente cultural
común a toda Europa, pues su objeto de atención era el derecho romano,
los prácticos quedaban reducidos a un ámbito geográfico más limitado,
pues atendían al modo de proceder de los tribunales de su país, al estilo
de actuar de la curia de un país determinado.
d) La fuente principal de los prácticos ni fue realmente la ley, entendida como norma emanada del titular de la potestad legislativa, sino el
estilo de actuar de los tribunales y las opiniones de otros prácticos. El
ordo iudiciarius se concebía como una manifestación de la experiencia
práctica, formado por los propios tribunales con el paso del tiempo, y
de la doctrina, sobre el que no podía incidir de modo decisivo el legislador. Éste podía dictar normas accesorias, pero no alterar la esencia del
sistema.
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La práctica forense ceñía, pues, sus enseñanzas a las necesidades de
los profesionales (jueces, abogados, escribanos) que debían realizar de hecho los procesos, y se centraba en le Style de la Cour, en el modo de
proceder. En este sentido, sin perjuicio de atender a algunos aspectos predominantemente teóricos, estimaba que sus consideraciones habían de
centrarse en mayor medida en los trámites procedimentales, en la forma,
en la manera de realizar los escritos, en los plazos. Frente al jurista teórico, tratadista de las grandes cuestiones tradicionales y que utilizaba
como fuentes de conocimiento y de estudio principalmente las típicas del
derecho romano, el práctico forense se centraba en la realidad y pretendía
explicar la manera de ejercer una profesión determinada. Se trataba de
un intento de atender, desde la realidad, a las necesidades de quienes
aplicaban cotidianamente el derecho y por eso se ceñía a lo exterior, a
la forma de la actividad judicial.
En España, tenemos un ejemplo muy destacado de las diferencias entre
el derecho teórico y la práctica forense, y es el representado por Gonzalo
Suárez de Paz. En 1583, este catedrático de la Universidad de Salamanca
publicó un libro (de gran difusión, pues se hicieron de él doce ediciones,
la última de 1790) titulado Praxis ecclesiasticae et secularis cum actionum
formulis et actis processum, en el que comenzaba diciendo que, después
explicar durante ocho años la teoría de los procesos (se entiende, civil y
canónico), se le ocurrió que sería también de utilidad explicar la práctica,
el estilo, el modo común de proceder, impartiendo estas enseñanzas en
1572 con gran aplauso de los asistentes y el aula llena de jueces, abogados y estudiantes. Adviértase que lo que Suárez de Paz estaba realmente
diciendo es que él, un jurista teórico, un buen día decidió “descender” a
explicar la práctica, en contra lo que solía hacerse en la Universidad, y
que tuvo éxito, pero también que ello era excepcional y que duró muy
poco tiempo.
Así las cosas, cuando a finales del siglo XVIII y a principios del siglo
XIX las universidades comenzaron a hacer frente a las enseñanzas del
que puede llamarse “ derecho patrio” —lo que significó que el derecho
romano ya no fue el único objeto de la enseñanza—, la práctica forense
pasó a convertirse en disciplina académica, y ello sólo pudo hacerse asumiendo lo que hasta entonces había sido. A partir de entonces, los libros
comenzaron a escribirse también para los estudiantes, con lo que empezaron a aparecer los manuales, en el sentido en que los conocemos en la
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actualidad, si bien inicialmente siguieron siendo libros orientados a la
transmitir experiencia más que basados en un método científico.
2. El inicio: los procedimientos judiciales
Si en el Antiguo Régimen el legislador no se creía autorizado para
incidir con su potestad reglamentaria en la configuración del ordo iudiciarius, limitando sus normas a aspectos de detalle, sobre todo en lo que
se refería a la abreviación de los procesos, la situación va a cambiar radicalmente a finales del siglo XVIII. Con algún antecedente de gran interés, como fue el llamado Code Louis, es decir la Ordonnance civile
trouchant la reformation de la Justice de 1667 y la Ordonnance criminelle de 1670, las dos de Luis XIV de Francia, el cambio se produce
cuando el titular del poder político se apodera de la potestad legisladora
en materia procesal, cuando considera que no pueden continuar subsistiendo las prácticas de los tribunales, y que le correspondía tomar las
decisiones sobre cómo debían realizarse los procesos.
Ese cambio es manifiesto en la Revolución francesa, en la que la ley
pasa a ser manifestación de la voluntad general (artículo 6o. de la Déclaration des Droits de 1789) y se convierte en la única fuente del derecho,
expresión de la plenitud del ordenamiento jurídico. Desde esta posición
ideológica, se realizaron y promulgaron los códigos napoleónicos, y en
lo que nos importa ahora, el Code de Procédura Civile de 14 de abril de
1806 y el Code d’Instruction Criminelle de 17 de noviembre de 1808, y
se afronta su estudio por la escuela de la exégesis. Como reacción, pretende desconocerse la práctica de los tribunales y la jurisprudencia, hasta
el extremo de que Robespierre pretendió borrar la palabra jurisprudencia
de los diccionarios de la lengua. Síntesis de esta concepción es la célebre
frase de Buguet: “ yo no conozco el derecho civil, yo enseño el Código
de Napoleón” , frase que puede referirse a todas las ramas del derecho.
La procédure era así el conjunto de formas que los ciudadanos debían
seguir para obtener justicia y que los tribunales habían de observar para
otorgarla (Garsonnet), pero estas formas no eran ya las propias de cada
tribunal, las que éste tenía a bien fijar con base en su experiencia y en
la doctrina secular, sino que eran siempre las establecidas por la ley. Los
procedimientos judiciales eran las formas solemnes con que se proponían
y resolvían las pretensiones deducidas ante los tribunales (Lastres), pero
esas formas no son ya las impuestas por la práctica, por el estilo de la
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curia; esas formas son la establecidas por la ley. Ésta describía la forma de
los actos procesales y el autor procedimentalista describía, a su vez, cómo
la ley describía los actos. Todo se reducía, pues, a descripciones de formas legales y el mejor sistema para ello era, naturalmente, la exégesis.
Por ello, en los países en los que se produce la codificación de las
normas procesales en el inicio o a mediados del siglo XIX se publican
grandes comentarios. Éste es el caso de Francia y las obras de Boncenne,
Garsonnet, Bonnier y Carré y Chaveau, por ejemplo, en el proceso civil,
y de Daubenton, Helie, Maisonneuve y de Rogroh, también por ejemplo y
en el proceso penal. Ocurre lo mismo en Italia con los comentarios al Codice de 1865 obra de Mancini, Pisanelli y Scialoja, de Borsari, de Cuzzeri
o de Ricci; menos numerosos son los comentarios a los Códigos Procesales
Penales, pero aun pueden citarse los de Pescatore y los de Saluto, por
ejemplo. En España, la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1855 fue comentada por Manresa, Miquel y Reus, por Hernández de la Rúa y también
básicamente por Vicente Caravantes.
El contenido de las obras que no se sometían literalmente al comentario abarcaba la organización judicial, la competencia de los tribunales
y el procedimiento. Por ello, en alguna ocasión no se hablaba de procedimientos judiciales, sino de Trattato di diritto giudiziario civile italiano,
que fue el título de la gran obra de Mattirolo y también el del Corso de
Manfredini. En España, como Tratado de derecho judicial tituló Montejo
a su no concluida obra.
La nueva orientación se manifiesta también en las denominaciones de
la asignatura en los planes de estudio de las universidades, que pasa a
ser básicamente la de procédure, en francés; procedura, en italiano, y
procedimientos judiciales, en español. No faltan países y momentos en
los que a esa denominación básica se une la referencia a la organización
judicial. Y, así, en Italia, la materia universitaria se llamaba Procedura
civile e ordinamento giudiziario y, en España, los manuales universitarios
se titulaban Tratado que comprende la constitución y atribuciones de todos los tribunales y juzgados y los procedimientos judiciales (que es el
título de la obra de Ortiz de Zúñiga que alcanzó más ediciones).
3. La etapa intermedia: el derecho procesal
Aunque parezca una paradoja, la doctrina procesal alemana tuvo la
suerte en el siglo XIX de no contar con un código que comentar (por lo
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menos hasta las Ordenanzas procesales de 1877). Mientras que la codificación napoleónica lanzó a la doctrina francesa tras las huellas de lo
consagrado en los códigos: el de procedimiento civil y el de instrucción
criminal, y en buena medida lo mismo ocurrió con la italiana, aunque un
poco después, la doctrina alemana se vio libre de esta servidumbre y pudo
plantearse desde la raíz los problemas teóricos y de fondo. Podría decirse
que, si en el siglo XIX los franceses y los italianos explicaban un código
ya promulgado, los alemanes se dedicaban a poner las bases científicas
para elaborar el suyo.
Ya en el siglo XVIII, la entrada del “ derecho procesal” en las universidades alemanas había supuesto un cambio profundo. Inicialmente se
escribía como y para prácticos (Mevius, Kapzov, Brunnemann) explicando las singulares regulaciones de cada proceso. Después se modificó esta
situación, escribiéndose además para la enseñanza universitaria, con lo
que el método casuístico se reveló inadecuado, y se acometió la tarea de
incluir en un sistema la variedad de las regulaciones de los distintos procesos, llegando a unas reglas comunes sobre el procedimiento, reglas a
las que pudieran atenerse los estudiantes y sirvieran de directrices para
los profesionales.
Esta orientación condujo a los alemanes a plantearse los problemas de
fondo, sin quedarse en las formas del procedimiento. Lo expresaba Kohler con gran claridad cuando decía que, sin atender a la calidad jurídica
de un fenómeno, no es posible un tratamiento que corresponda a exigencias científicas. ¿Cómo sería posible un tratamiento del contrato que no
tuviera en cuenta su naturaleza de negocio jurídico?: ¿con una descripción externa de los esquemas contractuales?, ¿con una descripción del
desarrollo histórico de las particulares relaciones obligatorias? Nadie consideraría suficiente semejante tratamiento.
Si el procedimentalismo se había conformado con la descripción del
desarrollo temporal de los distintos procedimientos, la doctrina alemana
comprendió, a mediados del siglo XIX, que el proceso no era un mero
devenir fáctico, sino jurídico; que no era una mera relación fáctica, sino
jurídica; que afectaba a las esferas jurídicas de las partes haciendo surgir
derechos, modificándolos y extinguiéndolos. De ahí el descubrimiento de
Bülow de que el proceso era una relación jurídica de derecho público,
que se desenvolvía de modo progresivo entre el tribunal y las partes. Elemento decisivo fue también la discusión en torno a la acción entablada
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en Windscheid y Muther. De ella resultó que el derecho de acción se
independizó del derecho subjetivo material, concebido éste como un derecho, de naturaleza pública, frente al Estado en sus órganos jurisdiccionales, a obtener tutela jurídica.
Con estas dos bases principales pudo considerarse el proceso como
relación jurídica, en la que el juez será uno de los sujetos, y, además, a
la consecuencia de que el proceso es el objeto fundamental del estudio
del que por eso se llamó derecho procesal. Quedaron así sentadas las
bases del desarrollo posterior, que fue obra de Wach, Wetzel, Plank, Engelman y después, y ya en la primera mitad del siglo XX, de Hellwig,
Stein, Kisch, Goldschmidt y tantos otros. En todos ellos el proceso será
el concepto clave, y en él centrarán sus exposiciones (Handbuch y Lehrbuch), llegando a afirmar Wach que de propósito había eliminado de su
manual todo lo justicial administrativo y específicamente político, aunque
tuvo que incluir la organización de los tribunales, pero sólo en cuanto
afectara directamente al proceso, y Goldschmidt se refirió a la organización de los tribunales como “ bases de derecho político del proceso” .
Siguiendo las huellas del procedimentalismo francés, con el fin del
siglo XIX, el italiano había alcanzado su cumbre con Mattirolo y su Trattato, y las nuevas orientaciones encontraron un primer expositor con características propias en Mortara, sobre todo en su Commentario, a caballo
entre el XIX y el XX. Fue Chiovenda quien comprendió que el procedimentalismo ya no rendiría más frutos, y que sería necesario buscar por
otro lado, lo que en aquel momento sólo podía hacerse en Alemania, y
así lo admitió expresamente, reconociendo en Wach a su “ segundo formador” .
Atendiendo a los Principii de Chiovenda, se advertirá que el concepto
es el concepto básico, en torno al que gira todo el sistema, que se definió
como el conjunto de los actos dirigidos al fin de la actuación de la ley
(respecto de un bien que se pretende garantizado por ésta en el caso concreto) mediante los órganos de la jurisdicción, y que su plan para el estudio
del derecho procesal partía de los conceptos fundamentales de acción y
proceso, estudiando la jurisdicción (con sus derivados: la organización
judicial y la competencia) en tanto que presupuesto procesal, esto es,
como condición necesaria para que pueda constituirse la relación procesal. Ese derecho procesal constaba de tres partes: la teoría de la acción, la
teoría de los presupuestos del proceso y la teoría del procedimiento, con
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lo que la jurisdicción y los titulares de la misma sólo merecían atención
en tanto que presupuesto del proceso, pero no en sí mismos considerados.
No es fácil ofrecer, en apretada síntesis, los elementos caracterizadores
de un gran conjunto de autores y obras, especialmente porque entre ellos
existen matices de importancia que el resumen puede desvirtuar, pero,
asumiendo que se está simplificando, puede decirse que el derecho procesal se ha caracterizado en la mayor parte del siglo XX por:
A) Método. El sistema ha sustituido a la exégesis, y de ello se derivan
consecuencias muy importantes en cuanto determinan la manera en que
se ha afrontado el estudio y se ha explicado el derecho procesal.
a) Si los procedimentalistas se vieron constreñidos a estudiar la ley, y
las formas del procedimiento eran las formas legales, los procesalistas
elaborarán sistemas científicos, intentando acomodar la ley dentro del sistema. En Wach —y lo citamos por su gran influencia— hay un reconocimiento expreso de ello cuando decía que
nos hemos librado de la pueril creencia de que el legislador pudiera quitar a
la ciencia esa tarea (la de elaborar un sistema), que no medimos por el volumen del material ni hallamos tampoco en la interpretación de los párrafos de
la ley. La ciencia comienza su turno reconociendo y comprendiendo lo que
el texto legal quiere decir. Su finalidad es descender al plano de aquellas fuerzas vitales y pensamientos fundamentales que han creado y sostienen esa ley
y construir sobre tal base el edificio en el que lo singular se ensamble para
formar un todo. Nuestra misión es comprender el proceso en su conexión
interna y la conveniencia y eficacia de la función de lo singular.
El sistema es, pues, el método utilizado y ello hasta cuando se trata
de libros con la forma de comentarios. Ejemplos paradigmáticos de ello
se encuentran en los inicios en el Commentario de Mortara, sobre todo
en el volumen primero, y ya más tardíamente en los Comentarios de
Guasp. Cualquiera que esté atento a lo que lee, descubrirá que el primero
es un producto intelectual distinto de los viejos comentaristas del Codice
de 1865, y que el segundo guarda una gran diferencia con los comentarios de Manresa a la misma Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881. El
propio Guasp lo advertía diciendo que “ escribir un comentario sobre un
texto legal no es, a mi juicio, renunciar a la construcción y aplicación de
fórmulas generales que ayuden a interpretar dicho texto, porque la exégesis no es aquí una cuestión que se refiera al sistema sino al plan” , o
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bien que “ si no he hecho ninguna concesión a la exégesis en lo que al
sistema se refiere, le he reconocido, por el contrario, todo su imperio en
lo que afecta al plan” . Más recientemente, las diferencias pueden comprobarse si se atiende, también por ejemplo, a los comentarios de Satta.
b) Lo anterior supone que el procesalista no se limita a describir las
formas procedimentales, sino que hace teoría del proceso. Gráficamente,
había sostenido Alcalá-Zamora que si los procedimentalistas estudiaban
la anatomía del fenómeno procesal, el procesalista hacía fisiología. Ello
es también evidente cuando, siempre por ejemplo, manifestaba Chiovenda que la ciencia del derecho procesal se integraba por las teorías de la
acción, de los presupuestos procesales y del procedimiento.
c) El sistema se centra en torno al proceso, que es el concepto base.
El proceso se concibe normalmente como relación jurídica, estudiándose
sus sujetos, los actos procesales, sus principios configuradores, sus fases:
alegaciones, prueba, conclusión, y sus efectos. Éste es el esquema fundamental y de ahí que la de proceso sea la noción inicial, la que da unidad
al sistema. Los demás conceptos quedan supeditados al de proceso. La
jurisdicción interesa considerada desde el punto de vista del proceso, y
por eso se resuelve en un presupuesto procesal, el primero de todos. Hasta la acción se estudia tomando en consideración su valor sistemático
para el estudio y manejo del proceso.
B) Autonomía. Sólo con los procesalistas se llegó a la elaboración de
una rama autónoma dentro la ciencia jurídica, y ello mediante la consideración en profundidad de algunos conceptos fundamentales, con lo que
se produjo la separación del derecho material.
a) Desde Justiniano, por lo menos, era tradicional la división del derecho privado en tres partes: personas, cosas y acciones; quedaba incluida
en esta última lo que luego se llamó derecho procesal; éste era, pues,
simplemente un capítulo, generalmente el último del derecho sustantivo
correspondiente (del derecho privado, del derecho penal). Como decía
Sperl, el proceso civil era un siervo del derecho privado y el proceso
penal, lo era de la ley penal. La conciencia de la distinción entre derecho
material y proceso fue iniciada por la codificación, al dedicar a los procedimientos códigos propios, pero la autonomía se alcanza con los procesalistas.
b) La conquista de terrenos inicialmente ajenos es un fenómeno propio
de la fase juvenil de las nuevas ramas de la ciencia jurídica. En el derecho
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procesal, se ha manifestado ese afán conquistador respecto de instituciones muy diferentes, como son la prueba, la cosa juzgada, la acción o la
caducidad y la prescripción.
El caso de la prueba es paradigmático. Los Códigos repartieron su tratamiento entre el Civil y el de Procedimientos Civiles, bajo la influencia
de la concepción de Pothier sobre las obligaciones y su prueba, pero ya
los procedimentalistas, con el precedente de Bentham (1823), le dedicaron libros muy importantes, como los de Mittermaier en Alemania (1834)
y Bonnier en Francia (1843), y más tarde el tratado de Lessona en Italia
(1894) y los procesalistas han continuado la labor. Hoy no se duda de la
naturaleza procesal de las normas sobre prueba.
C) Contenido. Respecto del contenido, las diferencias entre los procedimentalistas y los procesalistas radican menos en las materias estudiadas
y más en la profundidad con que se abordan, salvo en lo relativo a la
consideración de la jurisdicción.
a) No es preciso poner ahora ejemplos de instituciones estudiadas antes y después de la renovación procesal con el fin de comparar sus frutos,
pues la conclusión dicha de la profundidad del tratamiento es manifiesta
y no precisa de demostración. Sí puede ser conveniente destacar el talante
que revela, por ejemplo, Gómez Orbaneja cuando se enfrenta al comentario de la Ley de Enjuiciamiento Criminal: “ la sola doctrina jurídica que
vale es la que coge el precepto de frente, y trata de exprimirlo para
que suelte el sentido que encierre en sus palabras y en función de todos
los otros preceptos; no la que gira en torno al texto legal para acabar
colgándole, antes de escaparse de él, unos adornos de mejor o peor retórica” .
b) En cuanto a las materias estudiadas, asistimos a un dejar llevarse
por la tradición, sin replantearse críticamente el campo cubierto por el
derecho procesal. Lo más trascendente, con todo, es el abandono de la
jurisdicción y con ella de la organización judicial y de las personas titulares de la potestad jurisdiccional. Ese abandono se manifiesta en dos
campos.
Por un lado, en los planes de estudios, el profesor de derecho procesal
queda relevado de explicar todo lo relativo a la jurisdicción. Ejemplo
destacado de ello se encuentra en Italia, donde en 1935 de Procedura
civile e ordinamento giudiziario se pasó únicamente a Procedura civile,
que se convirtió en 1936 en Diritto processuale civile. Los italianos han
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bromeado en torno al “ cambio de sexo” de su disciplina, pero no creo
que hayan insistido lo suficiente en lo significativo que fueron las fechas
en que el legislador fascista les apartó de la explicación académica de
todos los problemas relativos al Poder Judicial.
Por otro lado, muy grave ha sido que los procesalistas abandonaran
voluntariamente ese campo. Como hemos visto, los alemanes se habían
“ liberado” ya a finales del siglo XIX de considerar en sus manuales todo
lo relativo a la jurisdicción, y los italianos lo hicieron desde que Chiovenda se centró en el proceso y definió la jurisdicción simplemente como
un presupuesto procesal; la doctrina iberoamericana ha insistido en que
pertenecen al derecho político o constitucional las normas básicas de la
función jurisdiccional como función o poder del Estado, y al derecho
administrativo, los preceptos sobre el estatuto jurídico de los jueces, en
su calidad de funcionarios, por lo que Couture, en la primera edición de sus
Fundamentos, ni siquiera se refería a la jurisdicción.
4. La situación actual: el derecho jurisdiccional
De la evolución que hemos expuesto, de manera desde luego muy resumida pero espero que suficiente para comprender el camino seguido,
puede deducirse que los cambios de denominación experimentados por esta
rama de la ciencia jurídica —práctica forense, procedimientos judiciales,
derecho procesal— no se han reducido a cuestiones terminológicas, más
o menos bizantinas, sino que han respondido a cambios sustanciales. De
la misma manera, cuando en la actualidad estamos propugnando que el
derecho procesal pase a denominarse derecho jurisdiccional, no lo hacemos simplemente con el ánimo de cambiar de palabras, sino porque
creemos que la nueva denominación servirá para denotar un nuevo paso
en la evolución.
Este paso está implícito ya en algunos autores de uno y otro lado del
océano. Cuando Calamandrei emprendió el estudio del derecho procesal
desde el punto de vista del Estado que administra justicia, desde la potestad o función jurisdiccional; o cuando Allorio preveía que la teoría del
mañana buscaría apoyo en los conceptos de potestad jurisdiccional o jurisdicción; cuando la doctrina española está diciendo que el concepto central del derecho procesal es el de jurisdicción; o cuando Alsina inició su
exposición por la función jurisdiccional del Estado, y dijo que el derecho
procesal comprende la organización del Poder Judicial, la competencia y
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la actuación del juez y de las partes en el proceso, en todos estos casos,
y en muchos otros que podrían citarse, estaba implícito el paso que pretende darse cuando se quiere que la denominación de la ciencia y de la
materia universitaria sea la de derecho jurisdiccional.
Lo que hemos dicho antes de la evolución tiene que haber servido para
demostrar que ésta ha seguido un movimiento centrípeto, de la periferia
al centro, de la apariencia a la esencia; pero la médula de la esencia no
es el proceso, sino la jurisdicción; ésta es el concepto principal, mientras
que aquél es sólo un concepto subordinado, en cuanto que es el instrumento utilizado por los tribunales para cumplir con la función que les
está asignada constitucionalmente.
La discusión, más que centenaria, en torno a la naturaleza jurídica del
proceso se ha perdido en ocasiones en un piélago de palabras, olvidándose muchas veces qué es lo que busca. La respuesta de Bülow de que
constituye una relación jurídica sirvió para construir la autonomía del
derecho procesal frente al derecho material, pero su explicación fue insuficiente, y Goldschmidt demostró el “ significado ornamental” que la
referencia a la relación jurídica tenía en la mayor parte de las obras generales, concluyendo que el proceso no forma parte de las categorías conocidas del derecho, sino que constituye por sí mismo una categoría no
reducible a otra más general. Hoy, setenta y cinco años después de la
obra de Goldschmidt, puede decirse que la polémica en torno a la naturaleza jurídica del proceso ha perdido toda utilidad, y que los manuales
o no se refieren a ella o en los mismos se realiza una exposición de teorías sin saber muy bien a qué conducen.
Cuando se acaba calificando el proceso de categoría propia, la finalidad de la búsqueda de la naturaleza jurídica, esto es, la remisión a normas
supletorias en caso de laguna legal, se ha diluido, por lo que no cabe
extrañarse de que en la actualidad la doctrina o bien hace referencia a la
relación jurídica o a la situación jurídica, sin extraer luego ni consecuencias prácticas ni determinantes del contenido del propio manual o tratado,
o bien soslaya el tema limitándose a hacer una exposición de teorías, sin
tomar partido y sin decir para qué se ha realizado esa exposición.
Partiendo de que el proceso es una categoría jurídica propia, que no
tiene encuadre en otra categoría más general, el proceso ha dejado de
tener naturaleza jurídica (en el sentido con el que esta expresión se
utiliza de manera normal), y entonces, lo que importa es el descubrimien-
EL DERECHO PROCESAL EN EL SIGLO XX
451
to de su razón de ser, su comprensión científica. Lo que importa es ya
su por qué.
La respuesta a esa razón de ser o por qué es la de que el proceso es
un instrumento necesario. Si los órganos jurisdiccionales han de cumplir
su función, la que les está señalada constitucionalmente, necesitan, en
primer lugar, un estímulo, la acción, y, después, realizar una serie de
actos sucesivos en el tiempo, cada uno de los cuales es consecuencia del
anterior y presupuesto del siguiente, a cuyo conjunto llamamos proceso.
Éste es, pues, el medio jurídico, el instrumento para el cumplimiento de
la función jurisdiccional.
No debe olvidarse que el proceso es también el instrumento necesario
para que los ciudadanos hagan efectivo su derecho a la jurisdicción, y
logren la tutela judicial efectiva a la que suelen referirse las Constituciones, terminología con la actualmente suele aludirse al derecho de acción.
La consideración del proceso como instrumento es, pues, doble, y se integra tanto con referencia a la jurisdicción como a los ciudadanos; en el
primer caso, se está ante la actuación del Estado por medio de los tribunales, Estado que es titular de un deber, el de prestar la tutela judicial;
en el segundo, se está ante el ciudadano que insta la tutela judicial, ciudadano que es titular de un derecho de rango fundamental.
Hace ya algunos años decía Couture que el derecho procesal se encontraba en una crisis de fecundidad, moviéndose la doctrina hacia tres
tendencias: una de carácter filosófico, otra de carácter político y otra de
carácter técnico. No discutimos la primera y la tercera; al contrario, propugnamos su profundización, pero estimamos que es en la segunda donde
está el futuro del derecho procesal, y lo está, porque sólo se vislumbra
verdadero progreso desde el reconocimiento de que esta rama de la ciencia jurídica ha de convertirse en el derecho del Poder Judicial y en el de
los derechos de los ciudadanos frente al mismo.
III. EL PODER JUDICIAL
1. El apoderamiento por el Poder Ejecutivo
Aunque tantas veces se haya sostenido lo contrario, en la concepción
ideológica base de la Revolución francesa, la división de poderes no supuso la aparición de un verdadero Poder Judicial, sino que los revolucionarios, partiendo de Montesquieu, sentían una gran desconfianza frente
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JUAN MONTERO AROCA
a los tribunales (frente a los parlements). La potestad de juzgar no se
atribuyó, por tanto, ni a una fuerza social ni a una profesión determinada,
sino a las personas elegidas por el pueblo y para unos periodos determinados del año. Los tribunales no debían ser permanentes, sino que habrían de constituirse sólo durante el tiempo preciso para solucionar los
asuntos pendientes. Esto es, tribunales populares y ocasionales.
El caso fue, sin embargo, que esta construcción teórica del barón de
la Bréde no resistió el traslado al plano de la realidad y manifestaciones
de ello se encuentran en que:
a) La expresión Poder Judicial se utilizó sólo en tres de las muchas
Constituciones por las que se ha regido Francia: en la primera de 3 de
septiembre de 1791; en la senatorial, de 6 de abril de 1814 y en la efímera
que se dio la II República de 1848. En todas las demás, se ha eludido
esta expresión y se ha hablado de ordre judiciaire, de fonction judiciaire
o de autorité judiciaire; desde 1848 no se habla en ese país de Poder
Judicial. Y la situación no es sustancialmente distinta en otros países,
pues en España, por ejemplo, sólo han hablado de Poder Judicial tres
Constituciones (aparte de la vigente de 1978) y una de ella no llegó a
entrar en vigor.
b) La elección popular de los jueces se establecía en las Constituciones
francesas de 1791, de 1793 y de 1794, y antes, en el decreto sobre organización judicial de 16-24 de agosto de 1790. El cambio se produjo en
la Constitución de 13 de diciembre de 1799 en la que el nombramiento
de los jueces pasó a las manos del primer cónsul, es decir, de Napoleón.
A partir de aquí, el Poder Ejecutivo se ha apoderado de los jueces y de
los tribunales, y expresión de ello van a ser la Ley sobre Organización
de los Tribunales de 18 de marzo de 1800 y la Ley sobre Organización del
Orden Judicial y la Administración de Justicia de 20 de abril de 1810.
Napoleón organizó la administración pública francesa y concibió la justicia como una parte de la misma; apareció así la administración de justicia
y el ministro del ramo se convirtió en el grand-juge.
La Ley de 1810, que se mantuvo en vigor hasta el fin de la III República, partía de la idea de que la justicia era un simple servicio público,
equiparable sin más a cualquier otro, y los funcionarios del mismo, los
jueces, eran nombrados y destituidos por el ministro de Justicia atendiendo a criterios de eficacia en el servicio, esto es, a criterios políticos. La
concepción no era diferente en los demás países, y baste así recordar,
EL DERECHO PROCESAL EN EL SIGLO XX
453
primero, el real decreto italiano de 6 de diciembre de 1865, denominado
Ordinamento giudiziario, y después la Ley de Jurisdicción austriaca de
1895, obra de Klein.
El apoderamiento de la justicia realizado por Napoleón, cuya expresión más clara fue la conversión de los jueces en funcionarios nombrados
por el Poder Ejecutivo, resultó tan completa que hasta la doctrina se apresuró a justificarlo. Los procedimentalista franceses partieron ya de negar
la existencia del Poder Judicial, y así Garsonnet hablaba de dos poderes,
el Legislativo y el Ejecutivo, mientras que el Judicial entraba necesariamente en el segundo puesto cuya función era sólo aplicar la ley. La teoría
de los tres poderes —decía— podría defenderse en un régimen en el que
los jueces fueran elegidos, pero no era admisible en un sistema en el
que correspondía al Poder Ejecutivo el nombramiento de aquéllos. Más
aún, a principios de este siglo, decía Hauriou que el régimen democrático
excluía el poder de juzgar de la lista de los poderes públicos.
2. Inamovilidad e independencia de los jueces
En una monarquía absoluta, en la que todo el poder estaba concentrado
en las manos del monarca y en la que todas las demás personas con funciones públicas actuaban por delegación del rey, no tenía sentido establecer diferencias de estatuto entre las personas en que aquél delegaba
y, por tanto, no cabía hablar de independencia respecto de los jueces.
Ésta aparece como condición necesaria para el ejercicio de la función
jurisdiccional cuando el Poder Judicial se entiende separado de los otros
poderes, y cuando la función ha de confiarse a personas cuyas decisiones
no pueden verse ni determinadas ni influidas por los titulares de esos
otros poderes.
Si la función jurisdiccional se resuelve en la actuación del derecho
objetivo en el caso concreto, ello sólo puede hacerse si al titular de la
potestad jurisdiccional se le declara independiente y se le garantiza la independencia por medio de la atribución de un estatuto personal específico
y adecuado. El primer paso para garantizar la independencia es el de la
inamovilidad, pero el apoderamiento del Poder Judicial por el Ejecutivo
frustró de entrada la misma posibilidad de que los jueces fueran primero
inamovibles y luego independientes.
El apoderamiento a que nos estamos refiriendo se reflejó en las Constituciones del siglo XIX bajo la fórmula de que la justicia emanaba del
454
JUAN MONTERO AROCA
rey y se administraba en su nombre por jueces que él establecía. Con esa
fórmula, u otras semejantes, los jueces pasaron a convertirse en funcionarios y sufrieron la misma suerte que éstos durante todo el siglo. Para
unos y otros se decía que el cumplimiento por el gobierno de su función,
y la misma posibilidad de exigirle responsabilidad política, sólo cabía si
ese gobierno podía tener “ empleados de su confianza” , lo que llevaba a
la discrecionalidad en su nombramiento y cese. La discrecionalidad ministerial se convirtió así en el árbitro de la vida profesional de los jueces,
y esa discrecionalidad era incompatible con el menor atisbo de independencia.
La lucha por la independencia tuvo una primera batalla en la inamovilidad, y a ésta se llegó por la creación de la carrera judicial en la que
se ingresaba por oposición. Este primer paso se dio en los países europeos
a finales del siglo XIX. En España, en la Ley Orgánica del Poder Judicial
de 1870, pero más claramente en el real decreto de 24 de septiembre de
1889; en Italia, en la Ley de 8 de junio de 1890 y sobre todo en las Leyes
Orlando de 14 de julio de 1907 y de 24 de julio de 1908. Después de
ellas pudo decirse que el siglo XX se inicia con una magistratura inamovible y dispuesta a dar la siguiente batalla, la de la independencia.
El siglo XX es, pues, el de la consecución de la independencia judicial,
si bien en el mismo se registraron avances y retrocesos, por lo menos
hasta el inicio de su segunda mitad. Recuérdese lo que supusieron en
Alemania y en Italia el nazismo y el fascismo, y en España, una larga
dictadura. En Francia sus jueces siguen bajo una concepción napoleónica
de magistratura jerarquizada, en la que el presidente de la República se
convierte en garante de la independencia (como dice el artículo 64 de
la Constitución de 1958). En cualquier caso, las Constituciones promulgadas después de la segunda Guerra Mundial supusieron, en buena medida, una reacción contra el inmediato pasado que, en lo que ahora nos
importa, llevó no sólo a la proclamación de la independencia judicial,
sino a la configuración de estatutos personales de los jueces en los que
se perseguía claramente la fijación de garantías de esa independencia.
Hoy puede discutirse en torno a la práctica de la independencia, a si
ésta es o no efectiva en un país determinado, y por ello el tema sigue
siendo objeto de consideración en libros y congresos, pero no se encuentran ya defensas ideológicas de la dependencia de los jueces. Si no hace
mucho los pseudojuristas comunistas defendían (y Stalev en este mismo
EL DERECHO PROCESAL EN EL SIGLO XX
455
foro en 1976) que el papel del juzgador en el proceso era tutelar, no sólo
los derechos de las partes, sino “ los intereses de la sociedad socialista” ,
y si, más en general, Gurvich sostenía que los tribunales soviéticos “ deben ser los ejecutores sensibles y capaces de la política del Partido, expresada en las normas del Derecho soviético, así como en las directrices
del Partido Comunista de la Unión Soviética y del Gobierno Soviético” ,
en la actualidad frases como las anteriores no se encuentran ya ni en los
juristas de los países del este, los cuales se han tenido que “ reconvertir”
al principio de la independencia judicial como consecuencia de la pérdida
de sentido de su ideología de base. Por lo mismo, todas las obras de
comparación entre los sistemas jurídicos occidentales y socialistas han
pasado al archivo de las curiosidades inútiles.
3. Gobierno autónomo del Poder Judicial
Tan lejos como en 1885 publicó un joven procedimentalista italiano,
Lodovico Mortara, un libro titulado Lo Stato moderno e la giustizia en
el que, partiendo de que el Poder Judicial emana directamente de la soberanía y no es ni una rama ni un órgano del Poder Ejecutivo, abogó,
posiblemente por vez primera, por lo que llamó “ autogobierno de la magistratura” , auspiciando la creación de un Consejo Superior de Justicia.
Esta idea fue madurando a lo largo del siglo y, sobre todo después de la
segunda Guerra Mundial, se fue evidenciando la necesidad de romper
con el apoderamiento por el Poder Ejecutivo.
Al mismo tiempo, el viejo ámbito de actuación de la jurisdicción, limitado a los litigios entre particulares (proceso civil) y a la imposición
de las penas (proceso penal), con lo que al Poder Judicial se le apartaba de
todos los asuntos en los que podía incidir directamente sobre la actuación
política de una nación, fue ampliándose de modo que empezó a comprender la tutela de los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos
(normalmente frente a los titulares del poder político), el control del ejercicio de la potestad reglamentaria y de la legalidad de la actuación administrativa y el control de la constitucionalidad de las leyes, con lo que
poco a poco se hizo cada vez más evidente que no podía seguir negándose la participación del Poder Judicial en el poder político del Estado.
Añádase que si el Poder Judicial se convierte en el controlador de la
adecuación a la ley y a la constitución del ejercicio de las otros dos poderes, se hace más evidente que aquél no puede quedar sometido a éstos.
456
JUAN MONTERO AROCA
Así las cosas, la Constitución italiana de 1947 reconoció ya que “ la
magistratura constituye un orden autónomo e independiente de cualquier
otro poder” (artículo 104, I), disponiendo la creación del Consejo Superior de la Magistratura, integrado por dos tercios de magistrados elegidos
por y entre ellos (en total, veinte) y un tercio de juristas designados por
el Parlamento (es decir, diez) (artículo 104, III, y Leyes de 24 de marzo
de 1958 y de 22 de diciembre de 1975), al que se confiaba el nombramiento, la adscripción a sede o a funciones, el traslado, el ascenso de
todos los magistrados (incluidos los del Ministerio Público), y el régimen
de responsabilidad disciplinaria de los mismos (artículo 105), lo que supone el control del estatuto personal de todos los magistrados.
Por ese camino han seguido después otras Constituciones, procediendo
a la creación de órganos de gobierno autónomo del Poder Judicial, con
mayores o menores facultades, pero suponiendo en todos los casos una
forma de desapoderar al Poder Ejecutivo de su tradicional control de los
jueces. El éxito puede haber sido dispar, dependiendo de las condiciones
políticas de cada país, pues no han faltado casos en los que los poseedores del poder político no se han resignado a ese desapoderamiento, y
siempre han buscado y en ocasiones han conseguido volver a hacerse con
los instrumentos para seguir influyendo o determinado las resoluciones
judiciales. Éste es el supuesto de España, que constituye un caso paradigmático de la no resignación de cierta clase política a perder parte del
poder.
La Constitución de 1978 dispuso también la creación del Consejo General del Poder Judicial, que debía ser “ el órgano de gobierno del mismo” y al que se atribuyen los nombramientos, ascensos, inspección y
régimen disciplinario de los jueces y magistrados (excluido el Ministerio
Público, que no forma parte del Poder Judicial), pero si la ley primera
de su desarrollo, la de 1980, auspiciada por un partido de centro, caminó dentro de ese sendero de gobierno autónomo, la segunda ley de
desarrollo, la de 1985, propugnada por el Partido Socialista, llevó tanto
a la reducción de las funciones del Consejo como a que todos sus miembros fueran designados por el Parlamento, con lo que se produjo un claro
intento de seguir influyendo en las resoluciones judiciales, si bien ahora
por medio del elemento interpuesto del Consejo. Se ha producido así una
evidente desvirtuación del espíritu constitucional, y ello con el argumento
de quien vence en una elecciones, y obtiene la mayoría en las Cámaras
EL DERECHO PROCESAL EN EL SIGLO XX
457
legislativas, debe hacerse con todo el poder dentro del Estado y de la
nación, sin que nada pueda quedar excluido del mismo.
A pesar de todo, el camino que conduce al gobierno autónomo del
Poder Judicial está ya abierto y, aunque se produzcan retrocesos parciales, será muy difícil que no vayan dándose pasos adelante que acaben
por producir efectivamente el desapoderamiento del Poder Ejecutivo, terminando con un sistema que es incompatible con la tutela de los derechos
de los ciudadanos conforme a la ley, que es la función asignada constitucionalmente al Poder Judicial.
IV. EL PROCESO CIVIL
1. Del sistema teórico a la eficacia práctica
En el inicio del siglo XX, el estado de la evolución científica del derecho procesal, y ahora ya en su faceta específica del proceso civil, no
era uniforme en los distintos países. Si en Alemania se había iniciado el
procesalismo científico y se habían producido y se iban a seguir publicando grandes obras sistemáticas, en Italia puede decirse que, sin perjuicio de algún antecedente, el inicio del procesalismo coincide con el del
siglo, mientras que en España habrá de esperarse aún algunas décadas.
Francia quedará anclada en el viejo procedimentalismo, del que parece
no poder salir ni siquiera en la actualidad. En los países iberoamericanos,
la ruptura con el pasado procedimentalista se producirá bien avanzado el
siglo, y en su origen se encuentra la recepción de la doctrina italiana y
de la doctrina española y, en menor medida, de la doctrina alemana.
La inicial situación de evolución descompasada no subsiste en la actualidad. Hoy no puede ya decirse que país alguno esté constituido en la
punta de lanza del progreso científico procesal civil, habiéndose producido una suerte de igualación. Si, en el comienzo, la doctrina alemana impuso el sistema, y si ya en la década de 1930 la doctrina italiana recogió el
testigo e impuso su ritmo, la desaparición física de los grandes constructores
de conceptos ha hecho que, al final, nos hayamos quedado reducidos a
un discurso entre iguales en el que nadie impone nada a nadie.
La situación se ha complicado, y de modo extraordinario, por los cambios en la realidad social, que han hecho modificar el rumbo de la doctrina. Durante muchas décadas del siglo, la doctrina pudo ocuparse con
relativa tranquilidad de las cuestiones teóricas, pues la práctica sobre la
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JUAN MONTERO AROCA
que se operaba se mantuvo relativamente estable, sobre todo en el sentido
de que el número de procesos civiles no sufrió grandes modificaciones,
ni cuantitativas ni cualitativas. Las cosas cambiaron, y muy profundamente, cuando, sobre todo en el último tercio del siglo, el número de
procesos aumentó extraordinariamente, con lo que se hizo acuciante atender a la realidad. Unos simples datos ponen de manifiesto ese brusco
cambio. En Alemania, si en 1980 se iniciaron un millón trescientos mil
procesos, ese número pasó a dos millones cien mil en 1993. En Francia,
en los últimos veinte años se han multiplicado por tres. En España, se
ha producido un aumento continuo del 10% anual y acumulado en los
últimos veinte años, con lo que en 1996 los procesos civiles llegaron a
ser setecientos setenta mil setecientos veintisiete, cuando en 1975 ese número rondaba los doscientos mil. Los cambios, desde luego, no han sido
sólo cuantitativos, pues también hay que referirse a una modificación
cualitativa, reflejo del acceso a la justicia civil de amplias capas de la
población que antes estaban excluidas de ella; sigue discutiéndose ante
un juez de la propiedad, entre otras cosas, porque el número de propietarios ha aumentado, pero otros derechos han entrado en liza, especialmente los relativos a la responsabilidad extracontractual.
El cambio social ha alterado completamente los términos de la situación. Mientras el proceso civil fue un instrumento por el que la reducida
clase media de un país solucionaba sus litigios, la doctrina pudo afrontar
el estudio de las grandes cuestiones teóricas de ese instrumento, pero
cuando al mismo han accedido un número mucho mayor de ciudadanos,
tanto por la ampliación de las clases medias como por el acceso al proceso de otras capas de la población, con lo que el proceso civil ha pasado
a ser un fenómeno de masas, se ha convertido en acuciante la efectividad
práctica del mismo, con lo que las cuestiones teóricas han quedado en
un segundo plano. No se trata de que estas cuestiones hayan desaparecido, sino que se plantean de modo distinto. Es así muy sintomático que
lo que preocupa hoy a los órganos de gobierno del Poder Judicial sea
más el número de asuntos que resuelve cada juez que el contenido o calidad de la resolución.
2. Las grandes cuestiones teóricas
El punto de partida fue el concepto de proceso, en torno al cual se
construyó todo el sistema. Como decía Carnelutti, la doctrina alemana
EL DERECHO PROCESAL EN EL SIGLO XX
459
hizo nacer el derecho procesal desde los procedimientos, esto es, una
disciplina con técnica artesanal fue elevada al nivel de rama del derecho,
y el proceso fue reconocido como objeto de esa ciencia.
Coherentemente con esta impostación, las doctrinas alemana e italiana
en la primera mitad del siglo se centraron en los conceptos de derecho
de acción y de relación jurídica procesal, de situación procesal, de acto
procesal, de presupuestos procesales, de sujetos del mismo, de objeto
del proceso y de efectos del proceso o cosa juzgada. Particular interés
tuvo la consideración de los principios del proceso, del reparto de los
poderes entre el juez y las partes y también todo lo relativo a la prueba,
especialmente la carga y la valoración de la prueba. Ya después de la segunda Guerra Mundial, buena parte de los estudios se centraron en la
relación entre constitución y proceso, con el acento puesto en el examen
de los derechos procesales de las partes, sobre todo el de defensa en sus
aspectos de acceso al proceso, de ser oído en juicio, a la prueba, etcétera.
En algún momento posterior se ha pretendido que ese centrarse en el
sistema dogmático, en los grandes conceptos, no era más que una manera
de huir de las ideologías, refugiándose en una aparente ciencia objetiva,
pero habrá de reconocerse que, si hoy contamos con un gran bagaje científico, se lo debemos a los que hicieron aquel gran esfuerzo esclarecedor, y
que siempre será necesario continuar. Naturalmente no podemos desarrollar todas estas cuestiones, pero sí puede ser oportuno centrar la consideración por lo menos en dos de esos conceptos, dada su trascendencia.
A) El derecho de acción. En la mitad del siglo XIX, la pandectística
alemana seguía manteniendo la identificación entre derecho subjetivo y
acción, de modo que, según Savigny, ésta es el aspecto que presenta
aquél cuando ha sido violado; la acción es un momento del derecho subjetivo, por lo que, si el derecho no existe, la violación del mismo no es
posible y por tanto no puede existir acción; el titular de la acción sólo
puede ser el ofendido y en tanto titular del derecho subjetivo. En frase
gráfica de Puchta, la acción es el derecho subjetivo en pie de guerra, o
en frase muy significativa de Demolombe, cuando las leyes hablan de
derechos y de acciones, incurren en un pleonasmo.
Desde la identificación entre derecho subjetivo y acción, el criterio de
clasificación de éstas se basaba en aquél, y por eso la tipificación de las
acciones realizada por los glosadores —que llegaron a hablar de ciento
noventa y una acciones, cada una con su nombre propio, contenido es-
460
JUAN MONTERO AROCA
pecífico y sujetos activo y pasivo— se mantuvo y llegó a determinar la
codificación. Ahora bien, todo este mundo jurídico pasó a los libros de
historia cuando se produjo la ruptura entre derecho subjetivo y acción
por obra de la doctrina alemana, concluyéndose que la acción es el derecho a la tutela jurídica por parte del Estado, de modo que
– Existen dos derechos diversos, uno es el derecho subjetivo material,
que se dirige contra un particular y que tiene naturaleza privada, y
otro es el derecho de acción, que se dirige contra el Estado y que
tiene naturaleza pública.
– Ha da darse ya un concepto unitario de acción, por cuanto no existen acciones, tantas como derechos subjetivos, sino una única acción, un único derecho de acción frente al Estado, con lo que las
clasificaciones basadas en el derecho subjetivo han perdido todo su
sentido y, si se mantienen en la actualidad entre los cultivadores del
derecho civil o, mejor, del derecho privado, es porque no han llegado a comprender el gran cambio producido con el fin de las doctrinas monistas sobre la acción.
La aparición de las teorías dualistas sobre la acción implica, por un
lado, que una cosa es el derecho subjetivo material y otras, la acción,
que será siempre un derecho subjetivo público frente al Estado del que
ya no puede hablarse en plural (no existen acciones) y, por otro, la aparición de la pretensión como objeto del proceso y la clasificación de las
pretensiones con criterio puramente procesal.
a) La acción como derecho a la tutela judicial. Establecido el carácter
público de la acción, la doctrina ha seguido dos caminos distintos, que
muchas veces se han entendido como contradictorios cuando en realidad
son complementarios.
El primer camino, que se ha identificado como teorías concretas, ha
pretendido explicar las relaciones entre derecho material y proceso y, más
en concreto, cómo se pasa del derecho material al proceso, a la actividad
de los órganos dotados de jurisdicción. Esta cuestión fue contestada inicialmente por Wach con su construcción de la pretensión de tutela jurídica, que se basaba en que se tiene derecho, concurriendo determinadas
circunstancias, a una sentencia de contenido determinado y favorable. En
contra de esta construcción se ha argumentado tradicionalmente que, concebida así la acción, no sabemos si existe o no hasta el final del proceso
EL DERECHO PROCESAL EN EL SIGLO XX
461
e, incluso, no sabemos si se ha ejercitado o no por su verdadero titular,
por lo que si al final del proceso resulta que el demandante lo pierde,
habrá que llegar a la conclusión de que el proceso lo ha iniciado quien
no tenía derecho de acción.
Esta crítica, aunque se haya repetido una y otra vez, presupone no
haber advertido que las teorías concretas no pretenden explicar la iniciación de la actividad jurisdiccional, no se refieren al derecho del ciudadano a poner en marcha la actividad jurisdiccional (como ya advirtió Hellwig), sino que su objetivo es explicar la posición jurídica favorable a la
victoria en el proceso, lo que depende de que exista y se pruebe un determinado estado de hechos extraprocesal y una configuración jurídica
que no es exclusivamente de derecho privado. Adviértase simplemente que
sólo puede hablarse de la existencia de sentencias justas y de sentencias
injustas si antes se presupone la existencia de un derecho a obtener una
sentencia de contenido determinado y favorable al que pretende.
El segundo camino, que se ha denominado de las teorías abstractas,
ha pretendido explicar por qué una persona, cumpliendo determinados
requisitos, puede provocar la iniciación de un proceso y continuarlo hasta
la sentencia. Se habla de concepción abstracta, porque se limita a reconocer el derecho a la actividad jurisdiccional, independientemente del resultado favorable o adverso de ésta.
Éste es el camino que ha tenido trascendencia constitucional, por cuanto se ha reconocido en las modernas Constituciones el derecho a la tutela
judicial o el derecho a la jurisdicción, con base en el que se han replanteado todas las cuestiones de acceso a la justicia, de la realización del
proceso con todas sus garantías, de la resolución sobre el fondo del asunto, de la motivación de la misma, de la prohibición de la indefensión, de
la ejecución de lo juzgado y aun del derecho a los recursos. Buena parte
de lo que viene denominándose derecho constitucional procesal se ha
centrado en el estudio de este derecho de acción y con grandes consecuencias prácticas relativas a declaraciones como contrarias a la Constitución de algunas de las norma de los correspondientes Códigos Procesales Civiles.
b) Las pretensiones y las clases de tutela judicial. La ruptura entre el
derecho subjetivo material y la acción ha llevado, además, a que el criterio tradicional de clasificar las acciones, con referencia al derecho subjetivo que se trata de proteger, deje de tener sentido y utilidad. Lo im-
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JUAN MONTERO AROCA
portante no es ya el derecho subjetivo al que la acción hace referencia,
sino la clase de tutela jurisdiccional que se pide, con lo que no cabe seguir hablando, por ejemplo, de acciones personales o de acciones reales.
Para marcar la ruptura con el pasado, hoy se está hablando más de clases
de pretensiones o de clases o tipos de tutela jurisdiccional prestada por
los órganos de esta naturaleza (y, por lo mismo, de clases de procesos).
Se está así distinguiendo entre acción, siempre en singular, que se
identifica con el derecho a la jurisdicción o derecho al proceso o derecho
a la tutela judicial efectiva, y pretensión, como declaración de voluntad
petitoria que se dirige a un órgano jurisdiccional, respecto de la que se
habla de clases con referencia al tipo de tutela judicial que se pide. Aparecen así la pretensión declarativa (y, dentro de ella, declarativa pura,
constitutiva y de condena), la pretensión ejecutiva y la pretensión cautelar. Esa nueva clasificación se inicia ya con Wach, aunque referida más
bien a la sentencia, y que perfiló casi completamente Chiovenda, hoy
desarrollada por Proto Pisani. Faltan todavía ulteriores desarrollos, como
podría ser el relativo a la pretensión de condena de futuro y el atinente
a la legitimación precisa para el ejercicio de cada una de dichas pretensiones.
Todo lo anterior viene unido a la distinción entre tutelas judiciales ordinarias, las que se prestan por medio de los procesos ordinarios, y tutelas
judiciales diferenciadas o privilegiadas, que son las que se prestan por
medio de los procesos especiales. No son, por tanto, manifestaciones de
una simplificación de los trámites del proceso o de un acortamiento de los
plazos, sino que responden a algo mucho más profundo, a la decisión del
legislador de que unos derechos son más importantes que otros, por lo
que precisan de una tutela judicial propia, o a que grupos sociales han
llegado a “ convencer” al legislador de que sus integrantes merecen una
tutela judicial diferenciada y, por lo mismo, mejor que la que pueden
dispensar los procesos ordinarios. El riesgo del principio de igualdad es
evidente.
B) La publicitación del proceso. A lo largo de todo el siglo, se ha
venido haciendo referencia a la llamada publicitación del proceso, estimándose que esta concepción arranca de Klein y de la ZPO austriaca de
1895, su libro Materialien, publicado en 1897, constituye su referencia.
Las bases ideológicas del legislador austriaco, enraizadas en el autoritarismo propio del Imperio austro-húngaro de la época y con extraños in-
EL DERECHO PROCESAL EN EL SIGLO XX
463
jertos como el del socialismo jurídico de Menger, pueden resumirse,
como han destacado Sprung y Cipriani, en estos dos postulados: a) el
proceso es un mal, dado que supone una pérdida de tiempo y de dinero,
aparte de llevar a las partes a enfrentamientos con repercusiones en la
sociedad, y b) el proceso afecta a la economía nacional, pues impide
la rentabilidad de los bienes paralizados mientras se debate judicialmente
sobre su pertenencia. Estos postulados llevan a la necesidad de resolver
de modo rápido el conflicto entre las partes, y para ello el mejor sistema
es que el juez no se limite a juzgar, sino que se convierta en verdadero
gestor del proceso, dotado de grandes poderes discrecionales, que han de
estar al servicio de garantizar no sólo los derechos de las partes, sino
principalmente los valores e intereses de la sociedad.
A partir de Klein, puede seguirse toda una evolución en la que, de una
u otra forma, se destaca la función social del proceso, su conversión en
un fenómeno de masas, en torno al que se consagra la expresión publicitación del mismo, y sobre la que la doctrina ha debatido y sigue debatiendo (puede verse la polémica entre Satta y Cristofolini). En ese debate,
ha llegado a sostener Cappelletti la conveniencia de suprimir el principio
de la iniciación del proceso a instancia de parte (el principio della domanda), como se hizo en los países comunistas. Sin llegar a ese extremo,
sí es común que hoy la doctrina incida en el aumento de los poderes del
juez a costa de los poderes de las partes, y manifestación de ello es por
ejemplo el Codice italiano de 1940, de corte claramente autoritario, y lo
son muchos de los códigos promulgados con posterioridad. En ese sentido, el Código Procesal Civil Modelo para Iberoamérica dispone, en su
artículo 1o., que el tribunal puede iniciar el proceso de oficio, si bien
sólo cuando así se disponga expresamente, sin perjuicio de que luego, en
el texto de su articulado, no se encuentra ni una sola ocasión en que así
se disponga expresamente.
Naturalmente que en el mejor desarrollo del proceso civil está interesado el Estado es algo obvio, y lo es tanto que no ha sido negado por
nadie, pero desde esta obviedad no puede llegarse a la conclusión de negar la plena aplicación del principio dispositivo, pues ello implicaría negar
la misma existencia de la naturaleza privada de los derechos subjetivos
materiales en juego. La publicitación del proceso tuvo su origen en un
momento y en un país determinado y se plasmó en una Ordenanza Procesal Civil que, al menos, debe calificarse de antiliberal y autoritaria, y
464
JUAN MONTERO AROCA
opuesta a su alternativa, que es la concepción liberal y garantista del proceso civil. El conceder amplios poderes discrecionales al juez, y precisamente a unos jueces como el austriaco o el italiano de sus épocas, fuertemente sujetos al Poder Ejecutivo, sólo se explica si al mismo tiempo
se priva de esos poderes a las partes, poderes que en realidad se resuelven
en garantías de las mismas en el inicio y en el desarrollo del proceso
civil. No se ha destacado lo suficiente que los códigos en que se han
concedido mayores facultades a los jueces se han promulgado precisamente en países y momentos en que esos jueces eran menos independientes, de lo que ha resultado que, a la postre, con la concesión de
esas facultades se estaba favoreciendo la injerencia del Poder Ejecutivo
en la efectividad de los derechos subjetivos de los ciudadanos.
Una cosa es reconocer, como decimos a continuación, que el proceso
civil ya no es el reducto de la clase media de un país, es decir, el medio
previsto por el legislador para que los poseedores debatan en torno al
derecho de propiedad, y otra muy distinta, configurarlo como un fenómeno de masas en el que no importan tanto los derechos individuales del
ciudadano, sino los intereses públicos o sociales. Por ello, en los últimos
años estamos asistiendo a la difusión de la idea de que el proceso civil
se resuelve básicamente en un sistema de garantías de los derechos de
los ciudadanos en el medio jurídico, para que las partes debatan en condiciones de plena contradicción e igualdad los conflictos que los separan.
Y ello sin dejar de asumir la realidad social de la proliferación de los
procesos y de la búsqueda de nuevas soluciones.
3. Los condicionamientos de la realidad
En alguna ocasión se ha sostenido que, incluso después de la catástrofe
de la época fascista, la doctrina procesal alemana (y lo mismo podría decirse de otras) veía en la dogmática y en el sistema un seguro punto de referencia, y que ello respondía a un claro temor a las ideologías como
factor destructor, prefiriendo ser fieles al sistema neutral dada su aparente
objetividad (Stürner). No puede negarse que en esta opinión existe una
parte de verdad, pero no creemos que en ella se encuentre toda la verdad.
La necesidad de estudios rigurosamente técnicos del proceso civil es algo
permanente, y lo es tanto que siempre será preciso volver a los grandes
conceptos, pues cada época precisa rehacerlos, si bien ello no puede sig-
EL DERECHO PROCESAL EN EL SIGLO XX
465
nificar el olvido del componente ideológico que es inherente a toda regulación positiva del hacer de los hombres en sociedad.
Con todo, si el criterio ideológico tuvo gran relevancia en un momento
inmediatamente anterior, aunque a veces quedó reducido a vulgar palabrería pseudosociológica o a estéril comparatismo, en el que se estimaban
homogéneos sistemas liberales y sistemas totalitarios, en la actualidad lo
que en más fuerte medida condiciona el estudio del proceso civil es la
realidad misma, y en ella lo más destacado es un vertiginoso aumento de
la litigiosidad que socava las bases mismas de la justicia civil.
A) El aumento de la litigiosidad. Nos hemos referido antes a algunos
datos sobre el aumento del número de procesos en los últimos años y
conviene ahora atender a cómo ese aumento ha supuesto el desbordamiento de las posibilidades de actuación eficaz de los tribunales civiles
en casi todos los países. No es posible ofrecer aquí los datos de duración
de los procesos civiles en todos los países, pero sí es preciso hacer mención de algunos de ellos. A sabiendas de que el caso de Italia puede considerarse el más grave, nos centraremos en él.
Según datos de Proto Pisani referidos a 1996 y atendiendo a las distintas clases de órganos judiciales:
a) Preturas: están servidas por cerca de novecientos jueces civiles, con
una entrada anual de sobre setecientos cincuenta mil asuntos, de los cuales finalizan cada año unos seiscientos cincuenta mil, con lo que arrastran
un retraso de un millón trescientos cincuenta mil procesos. La duración
media del proceso de declaración es en ellas de seiscientos días.
b) Tribunales: tienen adscritos alrededor de mil trescientos jueces civiles, y en ellos entran cada año unos cuatrocientos cincuenta mil asuntos
en primera instancia, de los que se concluyen cuatrocientos mil, teniendo
una bolsa acumulada de un millón quinientos cincuenta mil procesos en
la instancia. La duración media del proceso declarativo es de mil doscientos cincuenta días. A ello hay que añadir que conocen también del
recurso de apelación contra resoluciones de las preturas, con una entrada
de sesenta mil asuntos, de los que se resuelven cincuenta y cinco mil;
existen ciento cincuenta mil causas atrasadas. En la primera instancia,
sumadas las causas atrasadas de las preturas y de los tribunales, existe
una bolsa de retraso de dos millones novecientos mil procesos, que es una
“ cifra alucinante” .
466
JUAN MONTERO AROCA
c) Cortes de apelación: las sirven cuatrocientos jueces civiles; existen
unos treinta mil recursos de apelación, de los que se concluyen en el
año unos veintiocho mil, hay un retraso de ochenta y cinco mil recursos.
La duración media es de mil cincuenta días.
d) Corte de Casación: existen ciento cuarenta magistrados de esta categoría adscritos a las secciones civiles, que en 1995 conocieron de unos quince mil recursos; y existe una bolsa de retraso de unos treinta y seis mil.
La situación puede no ser tan preocupante en otros países, y así en
Alemania un proceso de declaración en la primera instancia tiene una
duración media de entre tres y seis meses, o en España un juicio de menor
cuantía (de valor hasta algo más de un millón de dólares) puede durar
en la primera instancia no más de catorce meses y un juicio de cognición
(de valor hasta unos seis mil dólares) no más de diez meses, pero en
todos los sitios, sin distinción, se siente que la duración media de los
procesos es excesiva. Y no vale consolarse con lo que ocurre en otro
país, pues recuérdese como califica el refranero al que se consuela con
el mal de otros.
Este desbordamiento del número de asuntos, con la demora que ocasiona, ha pretendido combatirse, de entrada, con el aumento del número
de jueces. El aumento ha sido mayor en Alemania, donde existen veintiséis jueces por cada cien mil habitantes, mientras que hay dieciséis en
Italia y diez en Francia. En España, si en 1988 existía dos mil jueces
en total, se ha pretendido pasar a tres mil quinientos, con lo que se trata
de fijar diez jueces por cada cien mil habitantes. Adviértase, con todo,
que si en Italia existen dos mil setecientos cuarenta jueces civiles, en
España ese número no sobrepasa los dos mil y que además parte de ellos
tienen también funciones penales. El aumento ha sido de tal importancia
que ya empiezan a oírse voces relativas a la imposibilidad de seguir por
ese camino atendiendo a razones económicas.
Posiblemente por eso se ha estado primando la creación o el fortalecimiento de la llamada justicia de paz, en la que se atribuyen funciones
jurisdiccionales a personas no técnicas, y se ha llegado al establecimiento
de juzgados para las pequeñas causas, con jueces profesionales o no. Se
trata de dos orientaciones diferentes pero complementarias, por medio de
las que se pretende que no lleguen a los órganos jurisdiccionales que
podemos llamar tradicionales un gran número de asuntos, los cuales se
desviarían a estos otros órganos.
EL DERECHO PROCESAL EN EL SIGLO XX
467
Al mismo tiempo que se producían los aumentos en el número de jueces y en sus clases, en algunos países se han puesto en práctica otras
medidas tendentes a adecuar los tribunales a la litigiosidad. Así, en casi
todos ellos se ha tendido a elevar extraordinariamente los topes cuantitativos, bien referidos al reparto de competencia entre los varios órganos
jurisdiccionales de la primera instancia (en Alemania, ese tope es de diez
mil marcos y en Italia, de cincuenta millones de liras), bien atinentes a
las clases de juicios (en España, el tope cuantitativo entre el juicio de
mayor cuantía y el menor cuantía estaba en 1980 en quinientas mil pesetas y ha pasado a ciento sesenta millones de pesetas). Tampoco faltan
casos en los que se han elevado las cuantías de la summa gravaminis (en
Alemania, para apelar esa cuantía mínima ha de ser de mil quinientos
marcos y para acceder al recurso de “ casación” , de sesenta mil marcos).
Mayor trascendencia está teniendo el progresivo abandono del órgano
colegiado en la primera instancia a favor del órgano unipersonal. En España y en los países iberoamericanos, con una larga tradición de juez
único para la primera instancia, no acabamos de comprender lo que supone ese abandono en Alemania, Francia e Italia, pero en estos países se
han producido enconados debates doctrinales a favor y en contra del
“ juez monocrático” que están resolviéndose, no por la vía del convencimiento científico, sino por el de la imposición de las necesidades de la realidad, y ello a pesar de que supone abandonar una tradición multisecular
y, por lo mismo, fuertemente arraigada, a favor del órgano colegiado.
B) La imprecisa respuesta doctrinal. Ha sido la imposición de la realidad, con el vertiginoso aumento del número de procesos, lo que ha
hecho que la doctrina cambiara de orientación. En los últimos años se
ha abandonado en buena medida el estudio de los grandes temas tradicionales, aquellos sobre los que todo jurista debe personalmente reflexionar si quiere atender a la realidad con una sólida base teórica, sin la que
corre el riesgo de ser arrastrado por esa realidad sin llegar a comprenderla, y se ha centrado la atención en aspectos que se estiman más prácticos por cuanto se trata de dar respuesta al aumento del número de procesos y al riesgo que ellos comportan de ineficacia de la justicia civil.
a) La evitación del proceso. El arbitraje, la mediación y la conciliación
son instrumentos de solución de conflictos conocidos y regulados desde
antiguo que, sin embargo, se presentan en la actualidad como medios
alternativos al proceso. Aquéllos se basan en la autonomía de la voluntad
468
JUAN MONTERO AROCA
de los ciudadanos, en su libertad para conformar y solucionar relaciones
jurídicas, pero últimamente se plantean como medios para evitar el proceso, como alternativas al mismo, capaces de hacer disminuir el número
de procesos. El arbitraje ha sido regulado en los últimos años en casi
todos los países, con la pretensión de “prevenir y reducir la sobrecarga de
trabajo de los tribunales” , y no como una manifestación de la libertad
de los ciudadanos para resolver sus conflictos, pero no parece que esté
teniendo mucho éxito en aquella finalidad. La mediación y la conciliación están dando lugar a nuevas formas de solución de conflictos, con
manifestaciones de muy variada condición que van desde las Alternative
Dispute Resolutions de Estados Unidos hasta órganos de composición
para los consumidores en otros países.
b) El acceso al proceso. El aumento de la litigiosidad tiene su origen,
en parte, en la ampliación de la base social de la clases medias, de los
poseedores o de los que han accedido a la posibilidad de tener conflictos
económicos y, también en parte, dicho aumento responde al fenómeno
social del consumo de masas que ha afectado incluso a las capas de la
población menos favorecidas económicamente. El caso ha sido que el
tradicional beneficio de pobreza ha tenido que irse sustituyendo en los
diferentes países por la Legal Aid (inglesa, 1949 y 1974), aide judiciaire
(francesa, 1972), Legal Service Corporation (norteamericana, 1974), patrocinio ai non abbienti (italiana, 1973), Verfahrenshilfegesetz (austriaca,
1973), Prozesskostenhilfesesetz (alemana, 1980) y asistencia judicial gratuita (española, 1996). Naturalmente todas estas leyes no han resuelto el
problema de base, pero por lo menos han contribuido a hacer algo más
efectivo el derecho de acción.
c) Las partes y su legitimación. De la legitimación sólo pudo comenzar
a hablarse cuando la acción se separó del derecho subjetivo material, pues
a partir de entonces pudo cuestionarse la admisibilidad de peticiones de
actuación del derecho objetivo en el caso concreto sin afirmación de titularidad del derecho subjetivo, esto es, de la llamada legitimación extraordinaria. Por ese camino se admitió, primero, el reconocimiento de
legitimación a un particular para ejercitar el derecho de otro particular,
porque ése es el medio más adecuado, cuando no el único, para la efectividad del derecho de aquél (caso de la acción subrogatoria, por ejemplo), se pasó después a la admisión de legitimación extraordinaria por
razones públicas (al Ministerio Público en los procesos no dispositivos)
EL DERECHO PROCESAL EN EL SIGLO XX
469
y se ha terminado en la concesión de legitimación extraordinaria atendiendo a razones colectivas o sociales, con lo que se ha podido hablar
incluso de una cierta socialización de la legitimación.
La multiplicación de relaciones jurídicas idénticas, la expansión del
consumismo o la utilización masiva de los medios económicos han puesto las bases para pasar de una consideración individual de las relaciones
jurídicas, y con ellas del proceso, a otra en la que cada día adquieren
mayor importancia las relaciones que cabe calificar de colectivas. Por
ello se está hablando últimamente de intereses colectivos, difusos, de grupos, supraindividuales, etcétera, respecto de los que, a pesar de que la
bibliografía es desbordante, todavía no se han perfilado suficientemente
ni los conceptos ni las normas reguladoras del fenómeno, que está aún
muy lejos de la claridad doctrinal y legal.
d) Oralidad y aceleración del proceso de declaración. A lo largo del
siglo, la oralidad en el sentido chiovendiano ha sido el mito perseguido
y nunca alcanzado, y con él la finalidad de la aceleración del proceso.
En torno a aquélla han proliferado las obras, los congresos e incluso los
códigos. El mito ha llegado al extremo de ser consagrado en el artículo
120.2 de la Constitución española de 1978 (“ el procedimiento será predominantemente oral” ).
A pesar de todo, la realidad sigue mostrándose terca, y una cosa son
las aspiraciones teóricas y otra, lo que ocurre en la práctica. El caso de
España es muy sintomático; a pesar de que la Constitución ha superado
ya el tiempo de la mayoría de edad, no sólo no se ha promulgado un
Código Procesal Civil basado en la oralidad, sino que, primero, las leyes
procesales dictadas en las últimas dos décadas han seguido regulando procesos escritos y, segundo, la práctica ha logrado desvirtuar los escasos
procesos regulados de modo oral convirtiéndolos de hecho en escritos.
Sin norma constitucional, otro tanto ocurre en otros países, en los que
pueden tener aparentemente éxito experimentos particulares (como el llamado Stuttgarter Modell que dio origen a la reforma de la ZPO alemana
de 1976), pero en los que la aceleración del proceso a través de la oralidad no se está consiguiendo. Algo, pues, está fallando en los modelos
teóricos cuando se pretende trasladarlos a la realidad, y lo peor es que
seguimos sin comprender su porqué.
470
JUAN MONTERO AROCA
4. Las tutelas ejecutivas y asimiladas
La situación de desbordamiento del número de procesos ha llevado
incluso a pensar que podía encontrarse la solución en alterar el sistema
lógico de que primero se declara el derecho y luego se procede a la ejecución del mismo. Para alterar ese sistema se ha acudido a la existencia
de toda una serie de documentos que, en diverso grado, ofrecen una apariencia de corresponderse con la realidad, de fehaciencia, que permite
alterar el sistema lógico de proceso de declaración seguido de proceso
de ejecución. La alteración no puede ser igual en todos los casos, dependiendo la misma de la “ cantidad” de fehaciencia de que esté dotado cada
documento. Por este camino, se ha acudido bien a alterar la contradicción, bien a establecer verdaderas tutelas judiciales ejecutivas.
A) Alteraciones de la contradicción. En estos casos, no se ha llegado
a dotar a un documento de fuerza ejecutiva, dada su escasa fehaciencia,
sino simplemente a posibilitar que la contradicción aparezca sólo si el
demandado no llega a formular oposición.
a) Proceso monitorio. Se basa en la existencia de un acto o negocio
jurídico que da lugar a una obligación dineraria que se plasma en alguno
de estos documentos: documento que aparece firmado por el deudor o en
el que consta su impronta, marca o señal electrónica, y documento como
albarán de entrega de la mercancía, fax, factura, en los que no consta la
firma del deudor, si bien se trata de los normales dentro del tráfico jurídico propio del ejercicio de algunas profesiones, sobre todo las mercantiles.
Con alguno de estos documentos, el acreedor puede interponer una
demanda normal, de la que se dará traslado al deudor, requiriéndolo para
que en un plazo breve determinado bien pague, bien conteste a la demanda alegando las razones de su negativa a pagar. Si el deudor no paga ni
contesta a la demanda en el plazo establecido, el juez despachará la ejecución contra el demandado. Si paga, se termina aquí el proceso. Si contesta a la demanda, se dará trámite al proceso declarativo ordinario, bien
entendido que en todo caso será posible el embargo preventivo, pues se
cuenta con documento para ello.
En algunos ordenamientos se exige que, junto con la demanda, el actor
acredite que en un plazo corto anterior ha requerido de pago al deudor
y que éste no ha contestado oponiendo la falsedad del documento.
EL DERECHO PROCESAL EN EL SIGLO XX
471
b) Proceso documental y cambiario. Parte de la existencia de una letra
de cambio, cheque o pagaré, en todo caso firmados por el deudor y cumpliendo los requisitos formales de la ley correspondiente, siempre que
unos y otros no hayan sido intervenidos por fedatario público. El proceso
comienza por demanda del acreedor, que si es admitida por el juez lleva
a requerir al deudor para que pague en un breve plazo (dos o tres días),
y ordenar el embargo preventivo de los bienes necesarios para cubrir el
importe de lo reclamado, si no paga en ese breve plazo.
Después del embargo preventivo, se le ofrece al deudor plazo para
que, si lo estima oportuno, formule oposición, pero teniendo siempre en
cuenta que las causas o motivos de oposición se limitan por la ley, que
establece una relación de causas tasadas, y que la oposición no da lugar
a un normal proceso de declaración, sino a una tramitación muy breve,
sobre todo en lo que se refiere a la prueba. Esto supone que hay que
distinguir:
– Si el deudor no formula oposición, el embargo preventivo se transforma en ejecutivo, y se realiza toda la ejecución.
– Si se formula oposición por el deudor, se da lugar a un incidente
declarativo, que terminará por sentencia, en la que se estimará o
desestimará la causa de oposición; en el primer caso, se levanta el
embargo preventivo; en el segundo, este embargo se convierte en
ejecutivo y sigue adelante la ejecución. Normalmente a esta sentencia no se le atribuyen todos los efectos propios de la cosa juzgada,
por lo que esta oposición es sumaria, tanto en atención a su contenido como a la brevedad del trámite.
B) Verdaderas tutelas ejecutivas. Existen otros supuestos en los que
se ha ido concediendo fuerza ejecutiva a determinados documentos por
estimarse que están dotados de tal fehaciencia que no es preciso acudir
con ellos primero a un proceso de declaración. Se trata, pues, de verdaderas tutelas judiciales hiperprivilegiadas por cuanto el titular del documento puede acudir a la ejecución, sin pasar previamente por la declaración del derecho.
a) Proceso ejecutivo. Cuando se trata de una escritura pública o de un
documento intervenido por fedatario público, los ordenamientos jurídicos
suelen partir el presupuesto de que tienen la consideración de títulos ejecutivos equiparables a las sentencias de condena, por lo que la demanda
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JUAN MONTERO AROCA
ejecutiva da lugar a que se despache la ejecución con todas sus consecuencias.
Lo distinto entre la ejecución de sentencias y la ejecución de estos
títulos no judiciales no se refiere a la tramitación de la ejecución, sino a
las causas de oposición contra la ejecución misma. Es sabido que contra
la sentencia pueden oponerse en la ejecución, dando lugar incluso a un
incidente declarativo, los hechos extintivos y excluyentes que se hayan
producido después de la sentencia misma, es decir, después de todo lo
que quedó cubierto por la cosa juzgada, mientras que cuando se trata de
los títulos ejecutivos no judiciales, al no existir cosa juzgada, ha de admitirse oposición que no está tan bien determinada en sus contornos, aunque siempre debe partirse de que estamos ante un documento que tiene
fe pública. Por eso suele decirse que contra el título no judicial, que es
la escritura pública, el deudor puede oponerse a todo lo que podría oponerse si se hubiera iniciado un proceso de declaración.
En uno y en otro caso, la forma de la oposición supone la existencia de
un incidente declarativo intercalado en la ejecución, incidente que no
debe paralizar la ejecución misma, salvo en lo relativo a la venta de los
bienes embargados. Esto es, en la ejecución pueden realizarse todos los actos que la integran, menos la subasta y la adjudicación, mientras se tramita el incidente declarativo.
b) Ejecución privilegiada. Tratándose de escritura pública inscrita en
un Registro, y especialmente cuando se trata de la escritura pública de
hipoteca, debe tenerse en cuenta que hay que distinguir en lo que se refiere al título ejecutivo: escritura pública en la que consta la existencia
del derecho de crédito contra el deudor, que es el documento en que se
plasma el negocio jurídico de préstamo, y escritura pública de constitución de la hipoteca, que es el documento en que se plasma el negocio
jurídico que es la hipoteca, y que es el que da lugar a la inscripción. En
el derecho español, y en otros similares, lo que se inscribe en el Registro
Público no es tanto el derecho de crédito, cuando el derecho real de hipoteca.
En este caso, la escritura pública y el documento que acredita la inscripción de la hipoteca en el Registro constituyen el título ejecutivo, y
frente a ese título, lo único que el deudor puede oponer, dando lugar a
un sencillísimo incidente declarativo, es la cancelación de la hipoteca del
Registro (aparte de todo lo relativo a los presupuestos y requisitos pro-
EL DERECHO PROCESAL EN EL SIGLO XX
473
cesales). Por lo que se refiere a lo que podemos calificar de fondo del
asunto, el deudor no tiene más que una defensa: la hipoteca ya no está
inscrita en el Registro.
C) El proceso de ejecución. El estudio del proceso de ejecución en
sentido estricto se ha visto tradicionalmente oscurecido por su consideración de ser algo menor e indigno de elaboración doctrinal. Baste recordar que los grandes manuales ni siquiera se ocuparon de él (Wach y Chiovenda). Sin embargo, las cosas empezaron a cambiar cuando se advirtió
—y no hace mucho de ello— que la efectividad del derecho pretendido
por la parte depende, sí, de la declaración, pero, sobre todo, de la ejecución.
a) Ejecución provisional. Los códigos se han referido tradicionalmente
es la ejecución de la sentencia pendiente de algún recurso, pero lo hacían
de modo marginal; para llegar a un artículo como el actual 282 del Codice di Procedura Civile italiano, producto de la reforma introducida por
la Ley de 26 de noviembre de 1990, núm. 353, conforme al cual “ la
sentencia de primer grado es entre las partes ejecutable provisionalmente” , mucho han tenido que cambiar las cosas.
b) Ejecución definitiva. Si el camino avanzado en la ejecución provisional ha sido grande, no ha ocurrido lo mismo con la ejecución definitiva, que sigue anclada en el pasado en casi todos los países. No se han
encontrado los procedimientos adecuados para hacer efectivas las sentencias que condenan a obligaciones de hacer, no hacer y dar cosa específica, en las que sigue siendo demasiado fácil su transformación en obligación dineraria, y tampoco se han resuelto los problemas propios de esta
ejecución ordinaria, lo que sigue conduciendo en muchos casos a la inutilidad del proceso de ejecución y a la del título ejecutivo formado en él.
Especialmente no se han resuelto las dificultades existentes para el descubrimiento y la aprehensión de los bienes del ejecutado sobre los que
efectuar el embargo, y sigue siendo frustrante el acudir a la subasta pública y judicial como medio de realización de los bienes, una vez encontrados.
5. La tutela cautelar
Las leyes y códigos del siglo XIX se referían sólo a dos subfunciones
de la jurisdicción en la actuación del derecho objetivo en el caso concreto: juzgar y ejecutar lo juzgado, y no aludían a una tercera, que puede
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JUAN MONTERO AROCA
denominarse cautelar o de aseguramiento, aunque esas mismas leyes y
esos códigos sí contenían algunas normas relativas a ella. El siglo XX se
inicia prácticamente con el estudio por Chiovenda de las medidas provisionales de seguridad, que se refirió después a que la necesidad del proceso para que al actor se le dé la razón no puede convertirse en un daño
para quien tiene razón, que sirvió luego de base al examen de Calamandrei de las resoluciones cautelares.
En su inicio, las medidas cautelares se centraron en las que se llamaron
de aseguramiento, puesto que por medio de ellas se tendía a mantener la
situación preexistente al proceso, de modo que se garantizara la ejecución
de la sentencia que llegara a dictarse en el proceso de declaración, y, en
este sentido, la medida más estudiada fue la del embargo preventivo.
De este modo, las medidas cautelares se caracterizaron por su instrumentalidad (el proceso cautelar es el instrumento del instrumento que es, a
su vez, el proceso de declaración), y porque tenían que ser homogéneas,
pero no iguales a las medidas de ejecución. No cabía pensar en que las
medidas cautelares supusieran una anticipación de lo que era propio de
la medida de ejecución, dado que ésta era sólo posible contando con el
título ejecutivo que era la sentencia declarativa de condena.
En los últimos tiempos, se pone de manifiesto la necesidad de avanzar
por el camino abierto de la tutela cautelar y se regulan medidas tanto de
conservación como de innovación. Con las medidas de conservación se
pretende que, mientras dura el proceso principal, una de las partes no
pueda obtener los resultados que se derivan normalmente del acto que se
estima ilícito por la otra parte (éste sería el supuesto de la suspensión del
acuerdo de una persona jurídica cuando un socio pretende en juicio la
declaración de nulidad del mismo). Con las medidas de innovación, se
trata de anticipar provisionalmente el resultado de la pretensión interpuesta por el actor, como medio más idóneo para que las partes realicen
el proceso en igualdad de condiciones, por lo que se produce una innovación sobre la situación jurídica preexistente al proceso principal (el
caso más claro es el de la anticipación de los alimentos cuando se debate
procesalmente sobre la filiación).
La regulación y el estudio de las medidas cautelares se venía haciendo
partiendo de la consideración de que se trataba no de un verdadero proceso cautelar, sino simplemente de medidas todas específicas de determinadas situaciones cautelables, y por ello se hablaba precisamente de
EL DERECHO PROCESAL EN EL SIGLO XX
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“ medidas cautelares” . En la actualidad, se habla de un verdadero proceso
cautelar como tertius genus entre el declarativo y el ejecutivo, y por eso
se procede a la regulación de las normas comunes o de procedimiento,
que es lo que ha hecho la italiana Ley de 26 de noviembre de 1990, núm.
353, que ha introducido una sección específica en el Codice para esas
normas generales, que regulan a continuación las medidas específicas.
En todo caso, buena parte del futuro del proceso civil se encuentra en
el desarrollo de la justicia cautelar, como medio para que la tutela judicial
de los derechos sea realmente efectiva. Esta afirmación es sobre todo
aplicable al proceso contencioso-administrativo, que no deja de ser un
proceso civil especial, en el que la adopción de una medida cautelar puede
ser el único medio para garantizar la efectividad del resultado del proceso
de declaración para el ciudadano frente a la poderosa administración.
V. EL PROCESO PENAL
1. Los sistemas de aplicación del derecho penal
En la actuación del derecho penal en el caso concreto se ha pasado
por varias etapas que no es fácil situar cronológicamente, aunque sí puede
decirse que el siglo XIX se inicia con la consagración de que ese derecho
es aplicado por los tribunales precisamente por medio del proceso y no
de cualquier otra manera. Hay que distinguir así las siguientes fases o
etapas en la concepción política de cómo actúa el derecho penal.
A) Las etapas políticas de esa actuación.
a) Una primera fase tuvo que suponer la toma de la decisión política
de que el derecho penal lo aplicaba únicamente el Estado, lo que supuso que.
– Quedó prohibida la autotutela o, en otras palabras, dejó de consentirse que los ciudadanos se tomaran la justicia por su propia mano,
lo que llevó a tipificar como delito el ejercicio arbitrario de las propias razones.
– Se estableció que los ciudadanos no podían disponer de la consecuencia jurídico penal, esto es, de la pena, lo que implicó que la
aplicación del derecho penal quedó fuera de su disposición.
De esta primera fase se llegó a la conclusión de que: no existe relación
jurídica material penal entre los que han intervenido en la comisión del
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JUAN MONTERO AROCA
delito, bien como autor bien como víctima, y el ofendido por el delito
no es titular de un derecho subjetivo a que al autor del mismo se le imponga una pena. La exclusión de los derechos subjetivos penales a favor
de los ciudadanos fue una suerte de “ expropiación” de los mismos a
favor del Estado, el cual se convirtió en el único titular del ius puniendi,
con lo que el “ derecho de penar” es, al mismo tiempo, el deber de penar.
b) La segunda fase se refirió a que, ya dentro del Estado, la aplicación
del derecho penal se confió exclusivamente a los órganos jurisdiccionales, de modo que todos los demás órganos (los del Legislativo y los del
Ejecutivo) no pudieran ni declarar la existencia de delitos ni imponer
penas. Esta fase no supuso ya que los órganos jurisdiccionales aplicaran
el derecho penal por medio del proceso, sino que quedó restringida a la
exclusión de los otros órganos. Debe tenerse en cuenta que con las monarquías absolutas no existía una clara distinción entre las funciones administrativas y las jurisdiccionales, de modo que a los distintos órganos
se les confiaban las dos funciones al mismo tiempo, aunque se denominaran tribunales, por lo que fue posible que a un órgano que aparentemente era un tribunal se le confiara la actuación del derecho penal pero
no por medio del proceso.
c) Por fin, la tercera fase llevó a la decisión política de que el derecho
penal se aplicara en el caso concreto sólo por medio del proceso, lo que
se hizo a partir de la consideración de que el instrumento que era el proceso es el mejor tanto para garantizar la legalidad del resultado final, de
la sentencia, como para asegurar los derechos del acusado. Esta decisión
supuso que el proceso penal había de conformarse según los principios
esenciales de lo que es un proceso, aquellos que hacen que una actividad
sea proceso y no otra cosa, pero también que la misma no podía llevar
a la conclusión de que el proceso penal tuviera que ser igual al proceso
civil en sus principios o reglas conformadoras de desarrollo.
En la evolución de estas tres fases o etapas, con el siglo XIX, se pasó
de la segunda a la tercera, esto es, se pasó de una aplicación del derecho
penal por los tribunales, pero no por medio del proceso, a una actuación
de ese derecho en el caso concreto precisamente por medio del proceso.
Esto es lo que ha sido explicado, incorrectamente, sobre los llamados
procesos inquisitivo y acusatorio.
B) Los llamados sistemas procesales penales. Todavía hoy sigue siendo un lugar común en la doctrina procesal referirse a que el proceso penal
EL DERECHO PROCESAL EN EL SIGLO XX
477
puede configurarse conforme a dos sistemas, que suelen denominarse
acusatorio e inquisitivo, si bien parece evidente que la misma idea de
principios alternativos conformadores de sistemas procesales penales diferentes descansa en un grave error, como se descubre cuando se enumeran los caracteres identificadores de uno y otro sistema.
a) Los caracteres de esos sistemas. Esos caracteres, según una doctrina, que repite sin el menor atisbo crítico, son los siguientes:
– En el sistema acusatorio, la jurisdicción se ejerce por tribunales populares, mientras que en el inquisitivo se trata de jueces profesionales y permanentes.
– Mientras que en el acusatorio la acción penal es popular y su ejercicio es indispensable para la realización del proceso, en el inquisitivo no existe libertad de acusación, sino que el juez se convierte,
al mismo tiempo, en acusador, asumiendo las dos funciones.
– Las partes en el sistema acusatorio actúan en contradicción e igualdad, mientras que en el inquisitivo, por un lado, no hay parte acusadora distinta del juez y, por otro, el acusado no es un verdadero
sujeto del proceso, sino sólo el objeto del mismo.
– Si en el acusatorio el juez tiene restringidas las facultades de dirección procesal de la contienda; en el inquisitivo, los poderes del juez
son muy amplios.
– En el sistema acusatorio, la regla es la libertad del imputado durante
la realización del proceso, mientras que en el inquisitivo impera la
prisión provisional o preventiva.
– Con relación a las pruebas, éstas, en el sistema acusatorio, deben
ser introducidas por las partes, no por el juez, que carece de poderes
autónomos para investigar los hechos, si bien en la valoración de
esas pruebas rige el criterio de la libre apreciación por el juez; en
el sistema inquisitivo, se dan los caracteres contrarios, es decir, el
juez investiga de oficio los hechos, aunque luego viene limitado por
el criterio de valoración legal o tasada de la prueba.
– El procedimiento del proceso acusatorio es oral, inmediato, concentrado y público, mientras que el procedimiento inquisitivo es escrito, mediato, disperso y secreto.
– Por último, en el acusatorio existe una sola instancia, de modo que
no cabe recurso contra la sentencia, mientras que el inquisitivo
consta de dos instancias.
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b) La confusión conceptual. Si se examinan con detalle algunas de
estas características —y nos hemos limitado a las más comunes—, creemos que aparecerá evidente que responden a varios principios o reglas
configuradoras de aspectos parciales del proceso y del procedimiento,
que, por sí solos, no dicen nada respecto de uno u otro pretendido sistema, en cuanto no son determinantes. Por ejemplo:
– El que la jurisdicción se ejerza hoy por tribunales populares (el jurado) o por jueces profesionales no sirve, sin más, para calificar a
un sistema de imposición de penas de acusatorio o de inquisitivo,
pues existen muchos ordenamientos basados en el llamado sistema
acusatorio y con sólo jueces profesionales.
– El que la acción penal sea o no popular o el que la tenga en exclusiva el Ministerio Fiscal o Público es indiferente para concluir que
el sistema es acusatorio o no, por lo menos a riesgo de, siendo coherentes, tener que sostener que en la mayoría de las países no tienen un sistema acusatorio de aplicación del derecho penal, dado que
en la mayoría el Ministerio Público tiene el monopolio de la acción
penal, de la que están excluidos los particulares.
– La situación personal del acusado, en libertad o en prisión preventiva, no es elemento que lleve a calificar un sistema de acusatorio
o inquisitivo; adviértase que, si así fuera, el mero hecho de que el
acusado se encuentre en una u otra situación cambiaría la naturaleza
del sistema.
– La oralidad y la escritura son reglas configuradoras del procedimiento, de la forma de los actos procesales, y no se refieren a los
principios o reglas del proceso, por lo que es perfectamente compatible un procedimiento escrito con un sistema acusatorio de aplicación del derecho penal.
Los ejemplos podrían seguir, pero creemos que ha llegado ya el momento de declarar lo que en este epígrafe venimos persiguiendo: no existen dos sistemas por los que pueda configurarse el proceso, uno inquisitivo y otro acusatorio, sino dos sistemas de actuación del derecho penal
por los tribunales, de los cuales uno es no procesal, el inquisitivo, y otro
sí es procesal, el acusatorio. El sistema inquisitivo responde a un momento histórico en el que los tribunales imponían las penas, pero todavía
no por medio del proceso.
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c) No hay proceso inquisitivo. El denominado proceso inquisitivo no
fue y, obviamente, no puede ser, un verdadero proceso. Si éste se identifica como actus trium personarum, en el que ante un tercero imparcial
comparecen dos partes parciales, situadas en pie de igualdad y con plena contradicción, y plantean un conflicto para que aquél lo solucione al
aplicar el derecho objetivo, algunos de los caracteres que hemos indicado
como propios del sistema inquisitivo llevan ineludiblemente a la conclusión de que ese sistema no puede permitir la existencia de un verdadero
proceso. Proceso inquisitivo se resuelve así en una contradictio in terminis.
El llamado proceso acusatorio sí es un verdadero proceso, por cuanto
en él existe realmente un juez imparcial y dos partes parciales enfrentadas
entre sí, pero no todos los caracteres que suelen incluirse como propios
del sistema acusatorio son necesarios para que exista verdadero proceso.
Algunos de esos caracteres podrían modificarse o suprimirse, sin que ello
supusiera la desaparición del proceso. Por ejemplo, nada dice respecto
de la existencia del proceso el que el juez sea profesional o popular, o
que el procedimiento sea oral o escrito, pero sí afecta a la esencia del
proceso que el juez sea al mismo tiempo el acusador o el que el acusado
no sea sujeto sino objeto del proceso. Por tanto, decir proceso acusatorio
es un pleonasmo, pues no puede existir verdadero proceso si éste no es
acusatorio.
Así las cosas, creemos que puede afirmarse que los llamados sistemas
procesales penales son conceptos del pasado, que hoy no tienen valor
alguno, y que sirve únicamente para confundir o para enturbiar la claridad
conceptual. Hay, por el contrario, que dejar muy claro que, en determinadas
épocas, el derecho penal no lo aplicaban en exclusiva los tribunales y
que en otras, lo aplicaron los tribunales pero no por medio del proceso,
y hay que proclamar como conquista de la civilización la garantía jurisdiccional entendida correctamente, esto es, asunción del monopolio de la
actuación del derecho penal por los órganos jurisdiccionales y exclusividad procesal en su ejercicio.
2. El llamado sistema mixto
La gran conquista del siglo XIX radicó en que durante el mismo, y en
los diferentes países, se fue pasando de un sistema no procesal de aplicación del derecho penal a otro sistema en que este derecho empezó a
aplicarse por medio del proceso. Posiblemente el primer paso hacia esta
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JUAN MONTERO AROCA
nueva situación deba buscarse en el Code d’Instruction Criminelle francés de 1808, que ha sido presentado como el iniciador del llamado sistema mixto o acusatorio formal, con división en dos fases, una de instrucción, con predominio de caracteres inquisitivos, y otra de juicio y
decisión, predominantemente acusatoria. Naturalmente estas referencias
a los caracteres inquisitivo y acusatorio responden a la confusión conceptual antes denunciada, pero pueden servir para explicar la concepción
político jurídica sobre la que se basaba el llamado sistema mixto.
El Code francés tuvo gran influencia en el Codice di Procedura Penale
italiano de 1865, en la Strafprozessordnung alemana de 1877 y en la Ley
de Enjuiciamiento Criminal española de 1882. En todos estos cuerpos
legales, que son los que estaban en vigor en el inicio del siglo XX, con
evidentes diferencias entre ellos, se regulaba un proceso penal dividido
en dos fases.
A) El procedimiento preliminar. La primera fase del proceso, que habiendo recibido legal y doctrinalmente diversas denominaciones puede
llamarse procedimiento preliminar judicial, se caracterizaba por que:
a) La competencia para la misma se atribuía a un Juzgado de Instrucción, y de ahí la figura del juez de instrucción, que debía iniciar su tramitación siempre que tuviera conocimiento de la existencia de un hecho
aparentemente delictivo, sin que fuera precisa la existencia de petición
de parte pública (Ministerio Público) o privada.
b) Aun en el caso de que existiera denuncia o querella de parte, la
investigación que debía realizar el juez de instrucción no estaba delimitada por el acto de parte de incoación. No había delimitación objetiva,
porque el acto de la parte no impedía al juez investigar completamente
los hechos hasta lograr el descubrimiento de la verdad, y tampoco había
delimitación subjetiva, pues la investigación de los hechos podía hacer
que personas no denunciadas o querelladas aparecieran como imputadas.
c) El carácter que estamos llamando inquisitivo se ponía sobre todo
de manifiesto en que el procedimiento preliminar no estaba regido por la
contradicción y la igualdad, dado que los poderes básicos correspondían
al juez de instrucción. Consecuencias de ello podían ser el secreto de la
investigación y la fácil posibilidad de adoptar la prisión preventiva o provisional del imputado mientras duraba la investigación.
Desde estos condicionamientos, parecía obvio que la función de esta
fase no era servir de fundamento a la sentencia que hubiera de dictarse
EL DERECHO PROCESAL EN EL SIGLO XX
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en su día. La función más destacada del procedimiento preliminar era
servir de preparación para la fase segunda o de juicio, preparación que
podía hacerse a dos niveles: que los actos de investigación proporcionaran a las partes las fuentes de prueba en que basar su acusación y defensa
y proponer medios de prueba, bien entendido que éstos se practicaban en
el juicio oral, y que el juez de esta segunda fase pudiera ejercer con conocimiento de causa sus poderes de dirección formal y material de la
prueba.
B) Juicio oral. Frente a los anteriores procedimientos escritos, el llamado sistema mixto optó por una segunda fase del proceso penal con
predominio del principio de oralidad y sus consecuencias (concentración,
inmediación y publicidad), lo que supuso:
a) Distinción entre juez de instrucción y juez decisor: la división del
proceso en fases implicaba la distinción entre juez competente para la
formación del procedimiento preliminar y juez competente para conocer
del juicio oral y dictar la sentencia; este segundo juez normalmente era
un tribunal compuesto por elementos legos y profesionales, dando lugar
a diferentes combinaciones de jurado y escabinato. A lo largo del siglo,
se ha ido gradualmente disminuyendo la competencia del jurado a favor
del juez profesional, sobre todo a causa del aumento del número de procesos, si bien en el fondo subyacen graves consideraciones políticas.
b) Contradicción plena en el juicio oral: si la primera fase del proceso
no llegó a responder a la contradicción entre las partes, ésta aparecía de
modo completo en la segunda fase, de modo que:
– No puede existir juicio oral sin acusación. La sentencia ne procedat
iudex ex officio, que no tenía aplicación en la fase de investigación,
sí la tuvo en la fase de juicio oral, y hasta el extremo de que éste
no podía abrirse si no existía alguien (normalmente el Ministerio
Público, pero en algunos países también un particular) que sostuviera la acusación. En la mayoría de los países se ha partido de que
el Ministerio Público asumía la acusación en régimen de monopolio, que es lo que ha significado el que se dijera legalmente que la
acción penal es pública, mientras que en España con las mismas
palabras lo que sostiene es que la acción penal corresponde a todas
las personas, hayan sido o no ofendidas por el delito. En la solución
española existe un gran componente de libertad y de participación de
los ciudadanos en el ejercicio de cualesquiera funciones públicas.
482
JUAN MONTERO AROCA
– El juicio oral está regido de modo completo por los principios de
contradicción y de igualdad de armas de las partes, lo que presupone considerar al Ministerio Público y a los demás acusadores
como partes sin más y atribuir la misma condición al acusado, ambos con plenitud del derecho de defensa en juicio. En el derecho
alemán, no se habla de partes, sino de “ participantes procesales” y
de “ sujetos procesales” , como reminiscencia de una época en la
que se pensaba que no existía verdadera contradicción de intereses
entre el acusador público y el acusado, pero tal pensamiento está
hoy fuera de todo lugar.
– La prueba en la que debe basar el juez decisor su convicción sobre
los hechos ha de haberse practicado en el juicio oral y, por tanto,
con contradicción, igualdad y publicidad, por lo que esa convicción
no puede atender a los actos de investigación realizados en el procedimiento preliminar, salvo supuestos excepcionales y expresamente previstos en la ley. Ahora bien, la prueba no se abandona en
manos de las partes, incluido el Ministerio Público, pues se permitía
al juez acordar la práctica de los medios de prueba que, no propuestos por las partes, considerara necesarios, si bien con el límite de
que habían de referirse a la comprobación de los hechos que hubieran sido objeto de la acusación u opuestos por el acusado.
– La acusación delimitaba tanto a la persona acusada como el objeto
del proceso. Subjetivamente, la acusación fijaba la legitimación pasiva, de modo que no podía ser condenada (ni absuelta) persona
distinta de aquélla contra la que se formulaba la acusación. Objetivamente, la acusación precisaba cuáles eran los hechos que se imputaban, esto es, el hecho criminal sobre el que versaba el proceso, y
sobre el que debía efectuarse el pronunciamiento judicial. La sentencia iura novit curia desplegaba sus efectos normales, pero por
su vía no se permitía que el juez de la decisión introdujera hechos
en el proceso.
Este sistema de actuación del derecho penal con el que se inició el
siglo no fue depurándose con el paso de los años, lo que hubiera significado una mejora de los caracteres por medio de los que se garantizaban
tanto los intereses de la persecución penal como el derecho de defensa
del acusado, sino que se han sufrido graves perturbaciones políticas que
han producido avances y retrocesos.
EL DERECHO PROCESAL EN EL SIGLO XX
483
3. El termómetro de la concepción política
Decía James Goldschmidt que la estructura del proceso penal de una
nación no es sino el termómetro de los elementos o autoritarios de su
Constitución, y la mejor demostración de esta afirmación se encuentra
en la evolución sufrida por el proceso penal en el siglo XX, en el que la
política en general ha determinado los principios de la política procesal
penal.
A) Retrocesos en la primera mitad del siglo. En Alemania en la primera parte del siglo no se produjeron reformas de trascendencia, éstas
empezaron con la República de Weimar y especialmente con la creación
del Tribunal para la Defensa de la República en 1922 y, sobre todo, con
la reforma de Emminger de 1924, que supuso la ampliación de los poderes del Ministerio Público y la derogación del jurado que pasó a ser
escabinato. Pero es a partir de 1933, con el nacional-socialismo y su ordenación totalitaria del Estado, cuando la misma idea de un proceso penal
fue barrida. La eliminación de la independencia judicial, la supresión del
escabinato, la creación de tribunales especiales, la extensión de la competencia de los tribunales militares, y tantos otras medidas acabaron con
la misma idea del Estado de derecho.
En Italia las cosas parecieron ir por un camino diferente, pues en los
primeros años del siglo se promulgó el Codice di Procedura Penale de
1913, obra principalmente de Mortara y basado en el principio de la presunción de inocencia del imputado, pero la situación cambió en 1923 con
el ascenso al poder del fascismo, que empezó por crear el Tribunal Especial para la Defensa del Estado en 1926, que procedió a promulgar el
Codice Rocco de 1930, el cual se basaba en la idea de supremacía de los
intereses públicos, personificados en el Estado, sobre el interés individual, y que acabó también en la barbarie de la negación de la justicia
penal.
En Francia, si durante la II República se dictaron normas de aumento
de las garantías del imputado, y así la Ley de 1897 permitió la asistencia
letrada en la instrucción, la ideologías totalitarias propias de la época hicieron cambiar de orientación con el aumento de la competencia de los
tribunales militares en 1939 y se acabó en el régimen autoritario de Vichy
y la aparición de los tribunales de excepción. Desgraciadamente, el término de la segunda Guerra Mundial no supuso el final de ese camino
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JUAN MONTERO AROCA
equivocado, pues se han conocido después tanto los Tribunales Cívicos,
para condenar a los colaboracionistas, como el Tribunal de Seguridad del
Estado ya en 1963, para condenar a los enemigos del régimen político
del momento.
Podría seguirse la ejemplificación con el caso de España en la que la
Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882 fue, sin duda, un gran adelanto
político y jurídico al responder a una clara concepción liberal, pero que
el paso del tiempo hizo que fuera desvirtuándose. También aquí se sufrieron ampliaciones de la competencia de los tribunales militares, se suprimió el jurado y se creó un Tribunal de Orden Público en 1963, pero sobre
todo la política general de limitación de las libertades tuvo su repercusión
en el proceso penal, en el que en buena medida se llegó incluso a suprimir
la regla general de que el juez que instruye no puede luego fallar, con lo
que el mismo sistema mixto quedó desvirtuado.
B) La constitucionalización de las garantías fundamentales. Si las
Constituciones son en la mayor parte de los casos una reacción frente al
pasado, que intenta evitar que los riesgos en él producidos se reproduzcan
en el futuro, manifestación paradigmática de ello se encuentra en las
Constituciones de la segunda mitad del siglo en las que se han constitucionalizado las garantías esenciales del proceso penal. Llevar a las Constituciones principios procesales penales es algo relativamente antiguo,
dado que en este proceso son evidentes los elementos ideológicos y se
concede especial valor a los derechos de la persona que pueden verse
afectados por él, pero el fenómeno que se ha producido después de la
segunda Guerra Mundial no significa simplemente un aumento en la cantidad de las normas elevadas a este rango legal; es preciso registrar un
cambio cualitativo que se aprecia en muy distintos órdenes:
– Si en las Constituciones antiguas, los principios asumidos en ellas
tenían un sentido programático; en las modernas, además de servir
para determinar el contenido de las futuras leyes, son de aplicación
directa e inmediata por los tribunales.
– Desde los principios llevados a las Constituciones se han ido produciendo declaraciones de inconstitucionalidad de muchas de las
normas contenidas en los viejos Códigos Procesales Penales, de
modo que, aun sin que llegara a promulgarse un código nuevo, la
constitucionalización de aquellos principios ha repercutido muy
EL DERECHO PROCESAL EN EL SIGLO XX
485
profundamente en la legalidad vigente. Un caso especialmente significativo fue el italiano; después de la Constitución de 1947, siguió
en vigor el Codice Rocco de 1930, pero la Corte Constitucional había declarado la inconstitucionalidad de algo más de ciento treinta
artículos del mismo.
– Algunos principios procesales, los que han supuesto garantías de
derechos fundamentales, tienen además la protección especial del
recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional correspondiente,
del que en algunos países se ha hecho uso repetido, como es el
caso de España, en donde los recursos de amparo ante pretendidas
vulneraciones de derechos fundamentales procesales penales por los
tribunales ordinarios han proliferado hasta contarse por miles, hasta
el extremo de que la mayor parte de los recursos de amparo tiene
su fundamentación en el artículo de la Constitución de 1978 relativo
a las garantías del proceso penal.
– La constitucionalización de los principios ha adquirido tal alcance
que se habla de la existencia de un derecho constitucional procesal,
con especial significado respecto del proceso penal, del que se han
escrito obras de gran interés que son como capítulos de introducción
al estudio del derecho procesal penal. Van adquiriendo así cada vez
mayor sentido las palabras de Couture relativas a que los códigos
procesales son los textos que reglamentan la garantía de justicia
contenida en la Constitución.
Naturalmente no es del caso ofrecer aquí una exposición de los principios y reglas específicas del proceso penal que han adquirido rango
constitucional, pues bastará con destacar que unos y otras adquieren su
verdadero sentido cuando se advierte que van dirigidos a reforzar la decisión política de que el derecho penal se aplica en el caso concreto exclusivamente por los órganos jurisdiccionales y precisamente por medio
de un verdadero proceso, y no por cualesquiera otros órganos del Estado y
no de cualquier otra manera. Ésta es la idea clave que está en el fondo
de todas las Constituciones, con lo que la decisión política tomada a principios del siglo XIX está llegado a su consagración a finales del siglo XX.
4. La limitación de la garantía jurisdiccional
La constitucionalización de las garantías fundamentales del proceso
penal, la promulgación de nuevos Códigos Procesales Penales en Francia
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JUAN MONTERO AROCA
(Code de Procédure Pénale, en 1958), en Portugal (Codigo de Processo
Penal, en 1987) y en Italia (Codice di Procedura Penale, en 1988) y las
parciales pero importantes reformas introducidas en viejos códigos como
en Alemania (con la “ pequeña reforma” de 1964 y la “ gran reforma”
de 1974, aparte de un gran número de modificaciones de aspectos concretos) y en España (con leyes de 1980 y 1988, sobre procedimientos de
urgencia o abreviados, y 1995, la reintroducción del jurado, además de
varias normas sobre aspectos determinados) han perseguido fundamentalmente la tutela del derecho de libertad de los ciudadanos. Al mismo
tiempo, ha habido claros intentos de hacer compatible la actuación del derecho penal en el caso concreto con la mejor protección de la víctima del
delito, generalmente a base de permitir acumular la pretensión civil de
resarcimiento a la acción penal.
Todas estas manifestaciones legales de avance en el perfeccionamiento
del proceso penal se han visto, sin embargo, truncadas por dos graves
circunstancias que han llevado a evidentes retrocesos en el camino de
perfeccionar la justicia penal. Esas circunstancias hacen referencia, en un
caso, a específicas conductas delictivas de especial gravedad y, en otro,
a la proliferación de los procesos penales que podemos calificar de relativos a conductas delictivas ordinarias.
A) Conductas delictivas especialmente graves. La aparición o, mejor,
el agravamiento de la llamada criminalidad organizada, que se ha manifestado tanto con el fenómeno de las bandas terroristas como con el del
narcotráfico, aparte de haber producido importantes reformas en la legislación material penal, han llevado a la adopción de graves medidas de
índole procesal penal, que han supuesto evidentes limitaciones en la tutela judicial penal del derecho de libertad. No estamos ahora haciendo la
crítica de esas limitaciones, pues nos conformamos de momento con hacer referencia a su existencia. Los ejemplos podrían multiplicarse, pero
vamos a aludir sólo a los más significativos.
En Alemania, al mismo tiempo que se reformaba el proceso penal en
el sentido de fortalecer las garantías de la defensa, se dictaban leyes relativas a la restricción de ese derecho en la Antiterrorismusgesetz de 1978,
con la intervención de las comunicaciones del detenido (Kontaktsperregesetz) o la exclusión del abogado de confianza de la parte (Verteidigerauschlusss) o se ampliaban las posibilidades de registro del domicilio, in-
EL DERECHO PROCESAL EN EL SIGLO XX
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cluyendo el registro del edificio entero y no sólo el de la vivienda del
imputado.
En Italia cabe referirse también a la legislación antiterrorista de 1980
y a toda una serie de normas atinentes a la criminalidad organizada o
mafiosa, promulgadas antes y después del Codice de 1988, especialmente
en lo relativo a la prisión preventiva, que ha sufrido reforma tras reforma,
o la ampliación de los poderes de la fuerza pública en materia de registros
con relación a la tenencia de armas y explosivos.
En España se han dictado diversas leyes en materia terrorista en 1975,
1978 y 1984 y en todas ellas se ha atendido a la ampliación de la duración
de la detención policial, a la facilidad para la intervención de las comunicaciones o de la práctica de registros e, incluso, la exclusión del abogado de confianza del imputado. No ha faltado —como también ocurrió
en Francia con su ley de “ seguridad y libertad” de 1981— legislación
que, a pesar de su nombre de Ley Orgánica de Protección de la Seguridad
Ciudadana de 1992, escondía graves ataques a la libertad de circulación
de las personas, a la intimidad personal o familiar o a la inviolabilidad del
domicilio.
La lucha contra el terrorismo y contra el narcotráfico es, sin duda, una
necesidad, y en todos los países, y una parcela de esa lucha se manifiesta
en el proceso penal, pero el camino emprendido en muchos de ellos es
sumamente peligroso, pues se ha estado y se está dirigiendo a limitar los
poderes de los órganos jurisdiccionales para favorecer los de las fuerzas
policiales, lo que suele responder a una idea difusa de la ineficacia de
aquéllos frente a cierta criminalidad. Lo más grave se produce cuando,
para la persecución de una delincuencia concreta, se dictan normas generales que luego se aplican indiscriminadamente en todos los supuestos,
pues entonces se está poniendo en riesgo la libertad de todos los ciudadanos. En la contraposición de los valores de seguridad y libertad, con
la excusa de la primera, suele atentarse contra la segunda.
B) Conductas delictivas llamadas de bagatela. Con ser cualitativamente grave lo anterior, los verdaderos problemas del proceso penal están
presentádose en el ámbito cuantitativo, pues se ha producido ya un aumento vertiginoso de la pequeña delincuencia que ha llevado a la quiebra
de la justicia penal. Ese aumento ha producido una gran sobrecarga de
trabajo en los tribunales penales, de tal índole que está llevando a la ineficacia a todo el sistema penal del Estado, lo que se manifiesta de modo
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JUAN MONTERO AROCA
más acusado en el gran retraso con que se tramitan los procesos penales
y se dictan las sentencias. Para luchar contra ese extraordinario aumento
de los delitos y de los procesos, se busca afanosamente soluciones de
muy diversa naturaleza.
a) Descriminalización de conductas. El derecho penal no puede proteger todos los bienes jurídicos y hacer frente a todas las infracciones,
por lo que todas las sociedades tienen que decidir en cada momento qué
bienes jurídicos consideran merecedores de protección penal y respecto
a qué infracciones se articulará ésta. Naturalmente se presentan opciones
políticas que pueden variar en el espacio y en el tiempo, aunque hoy debe
partirse del principio inspirador de que el fin último es el pacífico ejercicio del derecho, sobre todo de los constitucionales. De ahí que deba
evitarse una hipertrofia de los actos tipificados como delito. Sobre todo
cuando se pasa de un Estado autoritario a otro democrático, el derecho
penal debe quedar reducido a sus justos límites, bien entendido que la
descriminalización de conductas ha de suponer simplemente eso: suprimir un tipo del Código Penal.
La actitud preocupante no radica en la verdadera descriminalización,
sino que es aquella otra por la que se convierten anteriores delitos y faltas
o contravenciones en ilícitos administrativos, sustituyendo la pena por la
sanción administrativa, con lo que se propicia el desarrollo del derecho
administrativo sancionador o, dicho en otros términos, se priva de funciones al Poder Judicial para trasvasarlas al Poder Ejecutivo.
Esta descriminalización ficticia suele defenderse con el argumento de
la lentitud de la justicia penal, pero adviértase que, con ella: no se produce una verdadera descriminalización, sino sólo un cambio en la naturaleza de la sanción; se suprime la garantía jurisdiccional, y se convierte
al Poder Ejecutivo no ya en el controlador administrativo de la sociedad,
sino que se le eleva al papel de controlador penal. Además, si contra la
sanción administrativa ha de admitirse la posibilidad de acudir a los tribunales del orden contencioso-administrativo, lo que es inevitable, atendidos los términos de las Constituciones, se está, a la postre, desnudando
a un santo para vestir a otro (por decirlo siempre con el refranero español).
b) Aceleración o simplificación del proceso. Si en la actualidad hubiera de expresarse en una sola palabra cuál es la preocupación del legislador
en torno al proceso penal, esa palabra sería “ aceleración” o “ simplificación” , pues con la misma se identifica muy expresivamente la búsqueda
EL DERECHO PROCESAL EN EL SIGLO XX
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desesperada de una solución a la lentitud que padece la justicia penal,
agobiada por la multiplicación de los delitos y, consiguientemente, de los
procesos. En esa búsqueda a toda costa, el legislador parece estar dispuesto incluso a sacrificar buena parte de las conquistas en favor de las
garantías de la defensa.
Manifestaciones de la aceleración o de la simplificación del proceso
penal se encuentran en todos los ordenamientos. En Alemania, existe un
“ proceso acelerado” , regulado en los parágrafos 212 a 212b de la StPO
con el que se persigue, en frase de Roxin, que al delito le siga, pisándole
los talones, la sentencia, si bien el mismo es aplicable sólo por delitos
con pena no superior a un año. En Italia, la Ley núm. 81 de 1987, que
delegaba en el gobierno la promulgación de un Codice di Procedura Penale, en su artículo 2.1, establecía como primer criterio la “ máxima simplificación en el desarrollo del proceso con eliminación de cualquier acto
o actividad no esencial” y, por si no fuera suficiente, insistía en el párrafo
103 en la “ máxima simplificación” para el proceso de competencia de
las preturas. Así las cosas, el Codice de 1988 regula un proceso ante la
pretura (con pena de privación de libertad no superior a cuatro años), un
proceso llamado abreviado, un juicio denominado “ directísimo” , otro juicio “ inmediato” y un procedimiento por decreto (que debe ser traducido
por auto, como tipo de resolución motivada distinta de la sentencia).
En España, junto al proceso penal, que debe llamarse ordinario, desde
1967 empezaron a regularse procedimientos que se llamaron de urgencia
y que, desde la Ley de 1988, se llama proceso abreviado, del que existe
incluso una variante que se denomina proceso abreviadísimo. En estos
procesos simplificados puede imponerse penas de privación de libertad
de hasta nueve años, con lo que difícilmente puede seguirse sosteniendo
que se refieren a los “ delitos bagatela” .
Como decimos, esta pretendida simplificación o aceleración del proceso, que puede tener alguna justificación cuando se trata de delitos de
poca trascendencia penal, en el sentido de que estén castigados con una
pena menor en el Código Penal y, sobre todo, en los casos en que, además, no sea necesaria una prueba complicada, lo que sucede especialmente en los supuestos de flagrancia, no puede llegar a convertirse en el
proceso normal en la práctica, que es lo que está sucediendo en la mayoría de los países, en los que al menos dos terceras partes de los procesos acaban tramitándose con una pretendida aceleración que se efectúa
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siempre a costa de los derechos de la defensa. Si “ acelerar” un motor
lleva a “pasarlo de revoluciones” con grave riesgo para los ocupantes del
vehículo, “ acelerar” el proceso lleva a que no cumpla su fin esencial de
garantía.
5. La fascinación por modelos extraños: el llamado principio
de oportunidad
En La hoguera de las vanidades, dice Tom Wolfe que cada día hay
en el Bronx siete mil procesamientos por delitos mayores, pero sólo pueden juzgarse seiscientas cincuenta causas anuales, de modo que los jueces
tienen que sacudirse de encima las demás causas por uno de estos dos
sistemas: o absuelven al acusado o permiten que éste se declare culpable
de una acusación más leve a cambio de librar al tribunal de la necesidad de
juzgarle. La eficacia de los jueces se mide casi exclusivamente por la
situación estadística de la “ lista de casos pendientes” , de modo que el
mejor juez es el que ha resuelto más causas a base de rebajas, absoluciones y juicios propiamente dichos.
Nos estamos refiriendo a una novela pero no podrá negársenos que en
la misma se describe con toda crudeza la situación de una justicia penal, la
norteamericana, que difícilmente puede presentarse en el mundo como
ejemplo de eficacia, por lo menos en el sentido que esta palabra debe
tener cuando se habla de la justicia penal. En efecto, si por eficacia penal
se entiende absolver al inocente y condenar al culpable, y hacerlo en todo
caso con sujeción a la norma procesal penal (y en todos los sentidos, uno
de los cuales es en un plazo razonable) y en el segundo caso con apego
estricto a la norma material penal, la justicia penal de Estados Unidos
está muy lejos de poder presentarse como modelo que imitar. Y, sin embargo, resulta que en muchos países, que tienen un tipo de proceso penal
firmemente asentado en su tradición jurídica y en el que se respetan escrupulosamente todas las garantías procesales que caracterizan a un régimen de libertad, sus juristas sienten una especie de fascinación por el
proceso penal norteamericano que les lleva a pretender importarlo.
Esa suerte de fascinación se ha manifestado especialmente en dos instituciones: una, el procedimiento preliminar a cargo de Ministerio Público, poniendo fin a la tradicional figura del juez de instrucción, y otra, la
atribución a ese Ministerio Público de poderes de oportunidad a la hora
de instar o de concluir el proceso penal. Una y otra institución son con-
EL DERECHO PROCESAL EN EL SIGLO XX
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trarias a la misma esencia del proceso penal y, aun más, a la garantía
jurisdiccional penal, pero han encontrado fervorosos partidarios que han
logrado introducirlas en la legislaciones alemana e italiana, principalmente, y que están logrando introducirlas en los códigos de otros muchos
países. La instrucción a cargo del Ministerio Público tiene muy importantes connotaciones políticas, por cuanto depende incluso del tipo de
Ministerio existente en cada país. Se pone de manifiesto que no es lo
mismo la Procuraduría General de la República mexicana, en donde el
procurador general forma parte del Poder Ejecutivo, que la Procura della
Repubblica italiana, en la que los miembros del Ministerio Público son
verdaderos magistrados, y existen toda especie de situaciones intermedias. Por ello no vamos a incidir ahora en este aspecto, y nos vamos a
centrar en el llamado principio de oportunidad.
a) Su significado político. Estamos asistiendo en los últimos años al
intento de introducir lo que se llama el principio de oportunidad en el
proceso penal. Este pretendido principio supone exactamente reconocer
al titular de la acción penal la facultad para disponer, bajo determinadas
circunstancias, de su ejercicio con independencia de que se haya acreditado la existencia de un hecho punible cometido por un autor determinado. Hay que advertir, inmediatamente, que cuando se habla del “ titular
de la acción penal” se hace referencia al Ministerio Público, con lo que
la oportunidad lo es sólo para el órgano incardinado o en la órbita del
Poder Ejecutivo que es el Ministerio Público (con excepciones muy contadas).
Antes de seguir, conviene dejar claro que, cuando un sector de la doctrina
y de la práctica, y algunos grupos políticos, hablan de la oportunidad, no
están pretendiendo aumentar las facultades de las partes acusadoras privadas. Es decir, no está pidiéndose el aumento del número de “ delitos
privados” ni de los “ semiprivados” , ni que se dé más campo de actuación al perdón del ofendido. La oportunidad no se refiere a los particulares y a su poder de disposición del proceso penal, sino al contrario, la
oportunidad pretendida lleva a auspiciar bien la supresión bien la limitación de la acusación en manos de los ciudadanos.
En el mismo sentido, este llamado principio de oportunidad no atiende
a aumentar las facultades de los órganos jurisdiccionales, ni en la persecución de los delitos, ni en la determinación de la pena, ni en su ejecu-
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ción. Pretende todo lo contrario: limitar los poderes de los órganos jurisdiccionales fortaleciendo el Ministerio Público.
Naturalmente, instituciones como la amnistía o el indulto no tiene relación alguna con la pretendida oportunidad.
En el sentido en que se auspicia la oportunidad, presupone conceder
amplias facultades al Ministerio Público para decidir sobre el ejercicio
de la acción penal, es decir, para no ejercitarla en determinadas condiciones, con lo que no se llegaría a iniciar bien el procedimiento preliminar bien el juicio oral, y ello a pesar de constar la existencia de un hecho
aparentemente delictivo, y sobre la conclusión del proceso sin sentencia,
a pesar de que de lo actuado hasta aquel momento se desprendiera, asimismo, la existencia de un hecho tipificado en el Código Penal.
Ni que decir tiene que si esto se llegara a conseguir estaríamos ante
un proceso penal en el que lo más sobresaliente sería que los titulares de
la actuación del derecho penal en el caso concreto habrían dejado de ser
los órganos jurisdiccionales, esto es, los jueces y magistrados, para atribuirse también al Ministerio Público, en cuanto de éste dependería el inicio del proceso y su conclusión. Y aquí está realmente lo que en el fondo
se pretende con la introducción de esta oportunidad: desplazar el poder
de los titulares de la jurisdicción por el poder del Ministerio Público, esto
es, disminuir el poder de un órgano independiente, como son los jueces
y magistrados, para aumentar el poder de un órgano subordinado al Poder
Ejecutivo, como es el Ministerio Público. Más claramente, y por si quedara alguna duda: lo que se pretende es reducir el ámbito de ejercicio de
la potestad jurisdiccional, de la que es titular el Poder Judicial, a lo que
caso por caso decidiera el Poder Ejecutivo. Se trata, en el fondo, de dar
marcha atrás en algunas de las conquistas de la civilización a las que nos
hemos referido más arriba.
b) Los argumentos alegados. Lo anterior se desprende de que las razones de utilidad pública e interés social, en las que pretende hallarse el
fundamento de este principio de oportunidad, indudablemente atendibles,
justificarían bien un replanteamiento de la tipificación de ciertas conductas en el Código Penal o de la pena conveniente, bien un aumento de la
facultades de los jueces y magistrados, no del Ministerio Público, y a
pesar de todo ello no se buscan estas soluciones sino que se defiende,
sin más, el aumento de las facultades de este funcionario incardinado en
la órbita del Poder Ejecutivo.
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En efecto, suele decirse que, con la oportunidad, de lo que se trata
es de:
– Evitar los efectos criminógenos de las penas de breve privación de
libertad, es decir, las graves consecuencias que para determinadas
personas, sobre todo jóvenes autores de un primer delito, supone el
ingreso en prisión para cumplir penas por delitos de poca importancia. Para evitar este efecto, que indudablemente existe y que hay
que procurar evitar, podrían atenderse tanto a perfeccionar el derecho penal material, esto es, la tipificación de conductas y la determinación de las penas, como a aumentar los poderes del órgano
judicial para que, después del proceso y de la sentencia de condena,
pudiera sustituir la pena de prisión por otra que no produzca esas
consecuencias perjudiciales para la formación del joven condenado,
y siempre con sujeción a criterios establecidos en la ley material
penal, no por la ley procesal. Sin embargo, estas otras soluciones,
que son perfectamente posibles y de las que hay ejemplos en otros
países, no se defienden por el sector de la doctrina y de la práctica
a que nos referimos y, desde luego, ni siquiera se conciben como
hipótesis por determinados grupos políticos, prefiriendo unos y
otros el aumento de los poderes procesales del Ministerio Público.
– Obtener la reinserción del delincuente mediante su sometimiento
voluntario a un procedimiento de readaptación o de curación, en los
casos en que el delito se ha cometido en situación de drogodependencia. En estos supuestos, puede haber ocurrido que el autor del delito, cuando llega el momento del proceso, se ha rehabilitado ya o
está sometido a tratamiento o está dispuesto a someterse a él, y en estas situaciones, que deben tenerse en cuenta evidentemente, las soluciones posibles son variadas, pues cabría estar tanto a perfeccionar el derecho penal, en los tipos y en las penas, como a suspender
la ejecución de la pena por el órgano judicial, y otra vez con base
en criterios establecidos previamente por el legislador, pero, sin embargo, se prefiere optar por el aumento de facultades del Ministerio
Público, atribuyéndole la no iniciación del proceso penal o su suspensión.
– Obtener la reinserción de terroristas arrepentidos o una mejor información sobre bandas armadas o de narcotraficantes. También aquí
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podría optarse por soluciones muy variadas, y que no tendrían que
ser precisamente la de aumentar el poder del Ministerio Público.
Si los fines de utilidad pública e interés social que hemos resumido
—y que son los alegados por los sostenedores de esta oportunidad— pueden lograrse perfectamente con otras soluciones, en las cuales se mantiene el principio de necesidad y la titularidad de la actuación del derecho
penal por los juzgados y tribunales, el preferir el aumento de los poderes
del Ministerio Público comporta una decisión política de gran trascendencia
que es muy reveladora de la concepción que se tiene del Estado.
Atribuir al Ministerio Público, y por su intermedio al Poder Ejecutivo,
la iniciativa para perseguir o no determinados delitos y delincuentes supone admitir que este último debe ser hegemónico en la sociedad y que
debe privarse al Poder Judicial de atribuciones que hasta ahora tenía reconocidas. Conceder al Ministerio Público, con base en la oportunidad,
no en la legalidad, la decisión de iniciar o no el proceso y de ponerle fin
sin sentencia, no es más que una manera de reducir el papel del juez o
magistrado en la aplicación del derecho penal, a costa de aumentar el
papel del Poder Ejecutivo.
Es obvio que la introducción de esta oportunidad para el Ministerio
Público pretende ampararse en el habitual recurso al derecho comparado,
y se cita así como modelo lejano el proceso penal de Estados Unidos y
como modelo más próximo, el de Alemania. Naturalmente, en uno y otro
caso la importación pretende hacerse olvidando el contexto político y jurídico de los dos países. Se olvida así que el Ministerio Público en Estados Unidos es elegido mediante sufragio popular y que responde políticamente en las elecciones, y no es un funcionario dependiente de otro
poder político, sino que él en sí mismo es poder político, y pretende también desconocerse que nuestro Ministerio Fiscal no puede compararse en
cuanto a independencia al fiscal federal alemán. Y todo ello, aparte de
los elementos políticos condicionantes de las sociedades de esos países,
de su tradición democrática, del respeto del poder político a las reglas
constitucionales de reparto de poder, etcétera.
c) La desvirtuación del derecho penal. En el mejor de los casos, la
introducción del llamado principio de oportunidad supondría la desvirtuación del derecho penal material por medio del proceso. El derecho
penal se basa en dos decisiones que se adoptan políticamente; la primera
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de ellas es aquélla por la que el legislador establece cuándo una conducta
se considera que debe ser tipificada en el Código Penal, es decir, lo que
debe ser delito, y la segunda de las decisiones atiende a la pena que debe
imponerse al autor de cada una de esas conductas. Puede así decirse que
el legislador, al promulgar un Código Penal, asume las conductas que la
sociedad estima merecedoras de reproche penal, prometiendo a los ciudadanos que esas conductas serán castigadas en el caso de que lleguen a
producirse, y que lo serán con una pena determinada.
La tipificación de una conducta como delictiva se basa en la concepción
política de la defensa de los intereses públicos, de la colectividad, que
entiende que determinadas conductas no pueden producirse impunemente, en cuanto que las mismas atentan contra el interés de la colectividad.
Es una determinada concepción política la que lleva a que una conducta
antes no delictiva se convierta en un momento concreto en delito, o a que
una conducta antes tipificada deje de ser delictiva. Pudiera decirse que la
lista de delitos, con sus penas correspondientes, es el resultado de lo que
una determinada sociedad entiende que atenta contra los intereses generales de la misma, y que atenta en tal grado que merece una respuesta
sancionadora y precisamente penal.
Así las cosas, reconocer después al Ministerio Público una facultad
más o menos discrecional (oportunidad sin más u oportunidad reglada)
para que el mismo pueda bien no ejercitar la acción penal, a pesar de
que le conste la existencia de un hecho con apariencia de delito, con lo que
el proceso no llega ni a iniciarse; bien pedir que se imponga al acusado
una pena distinta o inferior a la prevista legalmente, a pesar de que es
consciente de que la pena establecida en el Código Penal es otra o superior, o bien concluir con el proceso sin que en el mismo llegue a dictarse
sentencia condenatoria, y siempre a pesar de la existencia de un hecho
por lo menos aparentemente constitutivo de delito, todo esto tiene que
suponer necesariamente la perversión de todo el sistema material penal.
Lo más grave del caso es que todo el esfuerzo del legislador penal,
las decisiones políticas adoptadas al tipificar una conducta y al señalarle
una pena pueden quedar privadas de sentido y en virtud de una norma
no penal por la que se autorice al Ministerio Público a disponer de la
aplicación de ese derecho penal en los casos concretos. Si la norma que
establece el principio de oportunidad hubiera de calificarse de procesal,
se llegaría al contrasentido de que todo el Código Penal quedaría sujeto
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en su aplicación a una norma procesal penal, a una única norma, con la
cual podría decirse que quedan vacías de contenido todas las normas materiales penales.
Desde esta perspectiva, el principio de oportunidad significaría el
reconocimiento de la incapacidad del legislador penal para llegar a perfeccionar el derecho penal, de modo que éste pudiera prever todo el complejo de circunstancias que pueden influir en la tipificación de las conductas y en la determinación de las penas. Si se estima, por ejemplo, que
las penas cortas de privación de libertad son inadecuadas para ser impuestas a jóvenes que comenten un primer delito, lo más correcto es perfeccionar el derecho material penal para que en el tipo o en la pena se
tuvieran en cuenta las circunstancias de la edad del delincuente y el que
se trata de su primer delito, pero no parece adecuado que la apreciación
de esas circunstancias se confíe al Ministerio Público, actuando éste con
oportunidad a la hora de acusar, a la hora de pedir pena concreta o a la
hora de instar la conclusión del proceso sin condena.
d) La mejor utilización de los recursos. Últimamente algunos de los
defensores del principio de oportunidad, abandonando la idea de que el
mismo supone un avance civilizador y científico, están propugnando algo
sustancialmente distinto, basado en la consideración de que deben utilizarse de la mejor manera posible los limitados recursos personales y materiales que están a disposición del Poder Judicial para el cumplimiento
de su función, aunque se resisten a abandonar la terminología. Se parte
así de la constatación de un hecho indudable. En la mayoría de los países,
el número de delitos que se cometen supera el número de procesos penales que pueden realizar los órganos del Poder Judicial, lo que lleva a
un gran retraso en la tramitación de los procesos, con la consecuencia de
que la pena en muchas ocasiones no es ya un elemento de disuasión y
de rehabilitación, sino algo perturbador e incluso contrario al interés general. Lo que está en juego no es ya la oportunidad, sino el mismo sistema penal.
Este punto de partida, que puede incluso combinarse con los fines de
utilidad pública e interés social a que antes hemos aludido, es perfectamente atendible, y debe llevar a reconsiderar no los principios del proceso penal, sino la necesidad práctica de su adecuación a la realidad. Se
trata de reconocer que el Estado, en cuanto juzgador, no puede cumplir
las promesas que hace como legislador; que no se propugna lo mejor
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política y jurídicamente; que hay que sacrificar postulados de civilización
y de ciencia jurídica a lo que es posible; que debe asumirse la limitación
de los recursos disponibles. Reconocido esto, el debate cambia completamente de perspectiva
Hay que admitir que el Estado no cumple todas sus funciones de manera perfecta; que no puede garantizar de manera completa ni la sanidad,
ni la educación, ni la seguridad pública, ni tantas otras funciones, por lo
que no puede exigirse del mismo que sí cumpla de manera perfecta y
completa la que podemos llamar función penal. Si los recursos son limitados, lo son para todo, y no puede esperarse que una parcela de la actividad del Estado sea perfecta mientras que las demás tienen claras deficiencias. Así las cosas, se trata de cómo utilizar mejor los medios de que
se dispone.
Con este planteamiento entramos en un terreno muy diferente, y, así
planteados los términos del debate, todos podemos participar en la búsqueda de las soluciones posibles, incluso asumiendo que en esa búsqueda
puede quedarse en el camino alguna consecuencia de los principios teóricos. Con todo, en esa búsqueda de las soluciones posibles existe un
condicionante que debe resolverse de modo previo. Nos referimos a la
asignación de los recursos, lo que comporta una gravísima decisión política.
En la mayoría de los países, el porcentaje del presupuesto del Estado
dedicado a la que podemos llamar justicia, en términos generales, no supera el 1%, lo que puede traducirse diciendo que el grado de interés por
esa justicia, medido en parámetros económicos, es ínfimo. No puede
aceptarse que, primero, el Estado diga que destina a la justicia menos del
1% de los recursos económicos y que, luego, pretenda que el sistema
penal se adecue a esa limitación, pues con ello convierte en imposible el
cumplimiento de la función. Antes de nada, pues, debe replantearse la
distribución de recursos, partiendo de que son limitados, determinar así
qué recursos se asignan a la justicia, atendidas todas las otras funciones que
deben cumplirse, con lo que se establecerá una verdadera jerarquía de
valores, y, por fin, adecuar el sistema penal, y sobre todo el procesal, en
lo que ahora nos importa, a los recursos asignados.
De esta manera hemos descendido de los principios conformadores del
proceso penal, los que se refieren al termómetro que mide la concepción
política imperante en el Estado, a algo que ya no guarda relación con
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esos principios, aunque puede significar la adecuación de los mismos a
la realidad. Ya no se debate sobre conquistas de la civilización y de la
cultura jurídica, de lo que es mejor, sino sólo de lo que es posible.
VI. CONCLUSIÓN. LA INTERNACIONALIZACIÓN
DEL DERECHO PROCESAL
La doctrina procesal civil alemana, que ha sido sin duda alguna la que
ha permanecido más ajena a toda influencia extranjera, quedando encerrada en sí misma y en la contemplación del sistema, está reconociendo
en estos momentos (y en este sentido cabe citar a Stürner, presidente de
la Vereinigung Deutscher Zivilprozessrechtslehrer) que han de decir
adiós a una época y prepararse para otra de apertura internacional. Si esto
es manifiesto en el proceso civil, para el que existen labores preparatorias
de un futuro Código Procesal Civil europeo y en el que se ha publicado
un Código Modelo para Iberoamérica, en el proceso penal no cabe hablar
ya de futuro, si no de presente.
Nos hemos referido antes al fenómeno de la constitucionalización de
los principios y garantías del proceso penal, pero hay que indicar ahora
otro fenómeno paralelo, el de la internacionalización de esos mismos
principios y garantías, que han dado lugar a textos como la Declaración
Universal de Derechos Humanos de 1948, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966, la Convención para la Salvaguarda
de los Derechos del Hombre y de las Libertades Fundamentales de 1955
(con sus diversos protocolos adicionales) y la Convención Americana sobre Derechos Humanos de 1970. Además de estas normas internacionales, existen hasta dos tribunales de ámbito supranacional, la Corte de San
José de Costa Rica y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos que han
empezado a formar un verdadero cuerpo de jurisprudencia internacional
procesal penal.
Por este camino de la internacionalización de aspectos de la regulación
de los procesos civil y penal se está llegando a algo que no podían sospechar los “ prácticos forenses” ni los procedimentalistas. Los primeros
estimaban que su función consistía es explicar el estilo o modo de proceder de los tribunales de cada país y, aun más, de tribunales concretos
dentro de cada país, mientras que los segundos centraban su estudio en
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la explicación de cómo la ley, cada ley nacional, describía las formas de
proceder de los tribunales, pero los dos hacían una especie de ciencia
“ nacionalista” . Después de una larga evolución, estamos llegando a la
posible aparición de un ius commune procesal occidental. En su elaboración está el reto del futuro.