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Ciudadano: un llamado político

por Alex Betancourt | 26 de febrero de 2016 | 6:50 am – 1 Comment ¡Ciudadano!: un llamado político 80grados.net/ciudadano-un-llamado-politico/ A la memoria de Milton Pabón, Professor Emeritus (y Rector moral) de la Universidad de Puerto Rico. El 2 de mayo de 2009 en la Clínica de la Mujer de la ciudad de Bogotá nació mi hija, Violeta Betancourt, y por la geografía de su nacimiento el lector puede inferir correctamente que su madre es colombiana. Un par de semanas luego de su nacimiento visité la embajada de los Estados Unidos en Bogotá con el propósito de registrar a la recién nacida. El Departamento de Estado emite un documento titulado Certificate of Birth Abroad donde se declara que una ciudadana estadounidense ha nacido fuera del territorio nacional. Violeta se encuentra en una posición peculiar: nace y se está criando en Colombia, a sus seis años de edad habla de mudarse a Puerto Rico (¡cosa que aterra a su madre!), pero todavía no tiene conciencia de lo que significa su doble ciudadanía. 1/4 Comienzo con esta anécdota personal porque tuve a mi hija muy presente mientras revisaba el trabajo tan rigurosamente investigado del profesor Charles Venator Santiago. Uno de los cientos de casos revisados por Venator capturó particularmente mi atención. Me refiero a su discusión del caso de Jennifer Efrón, ciudadana estadounidense nacida en PR que intentó naturalizarse en el estado de Florida con el objetivo de que su ciudadanía fuese reconocida sobre base constitucional. Nos plantea Venator que Efrón “razonó que una ciudadanía naturalizada la protegería de una futura expatriación congresional unilateral”. Esto significa que para el año 1998 Jennifer Efrón pareciera percibía el disturbio en la fuerza que hoy se llama Donald Trump. El Servicio de Immigración y Naturalización deniega la solicitud de Efrón argumentando que esta solicita algo que ya disfruta, por lo que consideran la solicitud improcedente. Efrón, insatisfecha con la resolución de esta dependencia federal, inicia un pleito en la corte de distrito. La corte decide en su contra. La decisión de la corte de distrito esencialmente establece que Jennifer Efrón no ha sufrido daño, sino que solo padece lo que yo llamaría una angustia especulativa. ¡Síntoma que la señora Efrón comparte con un par de millones de puertorriqueños! Venator resume la situación sucintamente: “Notwithstanding the fact that prior to 1940 Puerto Ricans were able to acquire a U.S. citizenship by way of naturalization the lower court judge argued that the case was not ripe and Ms. Efrón had not suffered any injury justifying her need to seek constitutional status. If Puerto Rico became an independent country, then Ms. Efrón could pursue her claims. Until then, the Court reasoned, she was merely speculating about a possible injury. After all the 1940 Nationality Act conferred upon her a statutory citizenship with corresponding rights and privileges.” Un año más tarde, apunta Venator, el Tribunal Supremo reafirmó la decisión sin proveer explicación adicional. Cuando pienso en Jennifer Efrón y su angustia especulativa me pregunto sobre aquellas que algún día posarán sobre la conciencia de mi hija. Mi esperanza política-paternal es que la ciudadanía estadounidense no sea la fuente de una de ellas. No porque me preocupe si la tenga o la pierda, por decisión propia, del Congreso, del Tea Party o de Donald Trump, sino porque espero que desarrolle una conciencia política más amplia de la que permite nuestro embarre colonial. Pero mi esperanza descansa sobre la educación política que su madre y yo nos ocupemos en ofrecerle, que no es lo mismo que los contextos históricos en los cuales se ha desarrollado el concepto y la práctica de la ciudadanía. La complejidad de los debates sobre la ciudadanía apunta a las múltiples identidades que pueden convocar a un sujeto: su lealtad a su familia, a su patria, a su pueblo, al estado, a su etnia, su raza, su género o simplemente a sí mismo. Y cuando las familias son múltiples y las patrias son varias; el transitar interestatal a veces resquebraja el cimiento de la ciudadanía moderna en un mundo post-westfaliano. Y en nuestro contexto, este es el mundo del liberalismo político que arropa las democracias occidentales. Sin tratar de sonar lapidario, el problema de la ciudadanía vista desde la óptica del liberalismo radica en la despolitización que esta ha sufrido a favor de su legalización. Es decir, históricamente el asunto de la ciudadanía, desde los griegos, pasando por el medioevo, el republicanismo del renacimiento italiano hasta la modernidad, puede ser visto como un asunto eminentemente político.1 Es en la tradición liberal y en particular su acepción norteamericana donde se asienta la primacía legal de la ciudadanía sobre la naturaleza política de su desarrollo. Esto es sintomático del liberalismo: la manera más fácil de enfrentar un problema es despolitizándolo vía el legalismo. El efecto neto de esta movida (que la podemos encontrar respecto la democracia, los derechos civiles, sociales, políticos y económicos) usualmente ha sido asegurar el status quo en las relaciones de poder. Relaciones que quienes disienten del orden de las cosas buscan transformar. Es precisamente en esta coyuntura donde encuentro el trabajo de Venator más refrescante: en tanto su discusión y análisis de la ciudadanía estadounidense está centrado en el despliegue político que medió todas las controversias congresionales y jurídicas sobre el 2/4 asunto. De ahí que la ciudadanía, usualmente tejida en el legalismo jurisprudencial, Venator la ubica donde se bate el cobre político: entre el colonialismo y el imperialismo. Ubicar la ciudadanía en esta coyuntura es a su vez hacerla parte de una tradición que atiende la relación entre lo particular y lo universal. Grosso modo podemos trazar un puente que corre desde Europa a las Américas, y que podemos relacionar con la división conceptual que presenta Venator dentro de la cual ubica las tradiciones legales e interpretativas de la ciudadanía estadounidense. La división conceptual que expone Venator presenta de un lado un momento colonial y de otro lado un momento imperial de EEUU. Ahora, si bien esta escisión responde a la particularidad histórica del desarrollo de la identidad política de los Estados Unidos, a su vez contiene un momento universal que hay que remontar a Europa. Podemos identificar, a vuelo de pájaro, al menos tres grandes periodos en el desarrollo de la ciudadanía europea. Estos tres grandes momentos históricos a su vez corresponden a tres tradiciones de pensamiento. Un primer momento histórico lo encontramos en el ciudadano de la Grecia democrática del siglo quinto antes de Cristo. El segundo momento nos lleva a la tradición republicana de la ciudadanía que une (vía Maquiavelo) la vieja Roma con el Renacimiento Italiano. El tercer gran momento lo encontramos en la tradición revolucionaria francesa que marca el fin del Ancien Régime e instaura lo que Étienne Balibar ha venido a llamar egaliberté.2 Hay un elemento que estas tres grandes tradiciones tienen en común: la ciudadanía era ante todo un asunto político. Esto no es poca cosa, pues uno de los problemas que enfrenta el debate de la ciudadanía en EEUU es que se atiende constantemente desde una perspectiva primordialmente legal, no solo de parte de quienes tienen el poder institucional y atienden concretamente los casos, legislan y establecen doctrina y jurisprudencia; sino también desde el estudio y acercamiento crítico a la ciudadanía como materia de conocimiento. El trabajo de Venator de un modo muy concreto buscar tender un puente sobre este desfase. El ciudadano griego y la primacía de la identidad política ateniense Si algo aprendieron los griegos en la postrimería de la derrota de Pericles fue repensar la ambición imperial y el efecto que esta tuvo sobre la identidad ateniense. Al menos esa es una de las lecciones que ofrece Tucídides en su Historia de la Guerra del Peloponeso . Si por un lado encontramos el optimismo de Pericles en todo su esplendor desplegado en su “Oración Fúnebre”, por otro lado vemos que esa exaltación de la democracia ateniense enfrenta el cuestionamiento de Tucídides sobre la tensión intrínseca entre la democracia como forma de vida y las aspiraciones imperiales de Atenas. Esta perspectiva resalta lo que podemos llamar una expansión subjetiva que va del sujeto ateniense, al sujeto griego, a la identidad helénica. Y ya para entonces esta identidad estaba atada a la lengua común. Según nos enseña Werner Jaeger en su maravilloso libro Paideia, un resultado de las guerras entre Atenas y Esparta durante el periodo de recuperación fue acrecentar una conciencia helénica donde “…el sentimiento de que todas las estirpes que hablaban la misma lengua, aunque fuese con variantes distintas, eran miembros de una misma comunidad política invisible y se debían mutuamente respeto y ayuda”.3 La identidad del ciudadano ateniense, que era primordialmente en tanto ciudadano de la polis, de la ciudad-estado, se vio por un lado lacerada por la expansión imperial y por otro reconstituida por el panhelenismo. Tanto a nivel interno, durante el periodo más intenso de la democracia ateniense como luego de la derrota frente a Esparta, la ciudadanía tenía como sostén ideológico el proyecto de lo común; la vida política activa al servicio de la comunidad.4 El ciudadano era ante todo miembro del demos y el Kratos de ese Demos es un capacidad para actuar. 5 El ciudadano es un sujeto activo, su ciudadanía es ante todo ejercicio de una actividad, no un derecho pasivo que puede optar por ejercerlo o no. El ciudadano republicano y el deber como virtud En el republicanismo clásico el ciudadano está inscrito dentro de la libertad como virtud política. En cierto sentido esto significa que la ciudadanía es un deber ontológico, un deber-ser. Cicerón y Tito Livio admiraban profundamente la república romana por el ideal de libertad que consagraba sobre el ciudadano, pero el ciudadano podía ser libre únicamente si el Estado era libre. De ahí que el deber-ser tenía un ethos de colectividad. Ethos que fue derrocado por la tradición contractualista y el rescate de los derechos naturales. El ideal cívico/ciudadano del republicanismo postuló siempre el bien común como deber ciudadano; lo que convertía la ciudadanía en un asunto 3/4 primordialmente político. Como bien nos recuerda Quentin Skinner, la pregunta constantemente presente para el ciudadano republicano era ¿qué desvirtúa la libertad de una comunidad política? Pregunta a la que Maquiavelo ofreció una respuesta contundente: la ambición personal, cuya forma institucionaliza lo que llamamos corrupción. Y si hay una lección trans-histórica que aprendemos de Maquiavelo es que la corrupción es la muerte de la res publica. La tradición republicana postula que contra la corrupción solo puede una cultura cívica extraordinaria que anteponga perseguir el bien común al individual. En fin, si por un lado la tradición griega nos enseña que el ciudadano democrático no debe ser cómplice de aspiraciones imperiales, por otro lado la tradición republicana nos enseña que el ciudadano de una república no puede ser libre en condiciones coloniales. De aquí que Quentin Skinner, uno de los más importantes defensores contemporáneos de esta tradición, nos diga que los ciudadanos “solo podemos disfrutar de la máxima libertad individual si no la anteponemos a la búsqueda del bien común. Hacerlo… implicaría ser un ciudadano corrupto, por oposición a virtuoso; y el precio de la corrupción es siempre la esclavitud”.6 Esta disyuntiva del ciudadano imperial y el ciudadano colonial se desenlaza tanto en la Revolución Americana como en la Revolución Francesa. Y es que ambas revoluciones compartieron un elemento en común: el citoyén francés respondió por un lado al llamado político jacobino que buscó derrocar la monarquía francesa por razones políticas, y por otro lado al llamado económico de la naciente burguesía que buscó resquebrajar la estructura tributaria que los ahogaba. El american citizen respondió al llamado Republicano que buscó derrocar el imperialismo británico y al llamado económico liberal que buscó derrocar aquel esquema lleno de tributos y falto de representación. Desenlace que devino, por múltiples y complejas vías, en las diversas formas liberales que han tomado las democracias occidentales contemporáneas. Así, la ironía de la historia arrojó a este pueblo angustioso entre el colonialismo de una excolonia y el imperialismo de una joven anti-imperial República. Angustia que se desarrolla en el desplazamiento de la ciudadanía como asunto político que debería atender una revolución, hacia un asunto legal entramado en los Casos Insulares. Este desplazamiento lo maneja magistralmente Charles Venator Santiago en Puerto Rico and the Origins of the U.S. Global Empire. Nota del autor: Esta corta reflexión tiene como origen la celebración de la publicación del libro de Charles R. Venator Santiago, Puerto Rico and the Origins of U.S. Global Empire: The Disembodied Shade (New York: Routledge, 2015) en la actividad “Constitución de EEUU, Ciudadanía y los Casos Insulares” el 17 de septiembre de 2015, Departamento de Ciencia Política, Recinto de Río Piedras, UPR. Agradezco la invitación que me extendió el Dr. José J. Colón Morera para que ofreciera un contexto de corte teórico donde pensar la contribución de Venator a los debates sobre ciudadanía. 4/4