PRESENTACIÓN: la cuestión “cultura”
Alejandro Grimson
Pablo Semán
La situación del concepto de cultura es, como mínimo, paradojal. Las ciencias sociales lo han aceptado como una contribución cabal de la antropología, casi en
el mismo momento en que un debate de esta última disciplina pone a la idea de
cultura ante a las opciones del descarte o la depuración radical de sus usos y supuestos. Si para una parte de las ciencias sociales la cultura en sentido antropológico es un concepto significativo, para la antropología es importante discutir
qué se afirma con ese concepto, foco de un agudo disenso. Tal es el contexto que
da lugar a la publicación de los artículos que componen esta sección temática. Abarcan cuestiones compartidas y cruzadas, pero en cada uno de ellos hay un planteo
central. Con ellos podremos apreciar los desafíos que se dirigen a los cimientos
últimos de la categoría cultura y las consecuencias que trae ese desafío (principalmente en el trabajo de Descola que publicamos en este volumen), las situaciones
que permiten palpar y procesar sus límites y posibilidades de superación (centralmente, el texto de Abu Lughod que publicamos en este volumen), la articulación entre los problemas propios de algunas de las tradiciones que dieron origen
al concepto de cultura y las cuestiones, inexorables para la ciencia social, del conflicto, el poder y clases sociales (los artículos de Ortner y Fonseca que integran
la sección temática).
Una presentación contextualizada de estos materiales implica acompañar, aunque
sea sintética y parcialmente, los avatares de la idea de cultura a los que hemos aludido más arriba.
I
En la sociología, las ciencias políticas, la historia, los estudios culturales y de comunicación suele decirse (y crecientemente) que el concepto de cultura es apreciado y utilizado “en un sentido antropológico”. Con ello se afirma que no se
trata de “bellas artes” o de cultura de elite, sino de estilo de vida, cosmovisión vin-
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culada al sentido común y a las prácticas sociales más extendidas. Esta comprensión
del concepto es hoy tan aceptada que extraña recordar las severas advertencias que
recibió Richard Hoggart cuando decidió preguntarse en qué grado y de qué forma la prensa popular había transformado los hábitos y tradiciones de la clase obrera en Inglaterra. Sus profesores y colegas de un programa de estudios en literatura
le advertían que la importancia del texto en la jerarquía socialmente establecida
(en su caso, la prensa popular) es indisociable de la importancia del análisis y del
analista. Sólo un principiante sin aspiraciones podía, desde esa perspectiva, estudiar
la prensa popular. Hoy, en cambio, es cada vez más legítimo investigar tanto el
fútbol como los cuentos de Borges, los rituales quechuas, las telenovelas más taquilleras, las formas de consumo en el shopping, el cine de autor, las creencias de
aquellos que delinquen, entre muchas otras cuestiones (si bien la jerarquización
de los estudios académicos revela un peso todavía grande de los núcleos académicos centrados en los parámetros, objetos y valores de la alta cultura).
En la tradición antropológica, el desarrollo del concepto de cultura ha tenido consecuencias epistemológicas y metodológicas, así como fuertes implicancias éticopolíticas. Tylor, en 1871, proponía un concepto antropológico de cultura que
contrastaba con la idea de “alta cultura” y superaba la distinción entre gente “culta” e “inculta”. Franz Boas desarrollaba su concepción de cultura discutiendo la
postulación de la raza como determinante de las distinciones entre grupos sociales.
La pluralidad de culturas abordaba la diversidad humana enfocando la vida social y su historicidad e implicaba la relativización (es decir la puesta en relación,
el contraste dilucidatorio de las mismas, la experiencia del carácter situado de parámetros que se suponen, universales, fuera de toda situación). Por su parte,
Malinowski, con su crítica a la concepción racionalista de “hombre” que prevalecía en Occidente y su premisa complementaria de que los colonizados eran “salvajes” e “ilógicos”, contribuyó a discernir en los otros un modo de vida distintivo,
racional en sus propios términos, y cuya positividad no podía ser negada.
Estas tres repercusiones políticas del concepto de cultura tienen dramática vigencia
porque, fuera del mundo académico, no ceden las visiones de la cultura que la identifican con las bellas artes, ni los esencialismos que pretenden predecir el rendimiento escolar de los niños según su color o su etnia, y porque nacen los
fundamentalismos que avizoran y propugnan un choque entre civilizaciones,
culturas o religiones.
Sin embargo, afines a máscaras múltiples, el racismo, el colonialismo y el etnocentrismo ya no son lo que eran. Después de la Segunda Guerra Mundial la idea
clásica de “raza” quedó ampliamente desprestigiada y se ha generado un cuadro
en el que la exclusión, el dominio, los prejuicios y la guerra ganan un amparo inesperado en las operaciones cognitivas de la antropología. El relativismo y la crítica al racismo tuvieron un enorme potencial democratizador y fundaron a una visión
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capaz de asir la diversidad positivamente, más allá de la pretensión del “descubrimiento” de jerarquías naturales, proponiendo una comprensión histórica y atenta a la especificidad de cada grupo. Pero la sustitución de la imagen de un mundo
dividido en razas por la de un mundo dividido en culturas o áreas culturales, al
aceptar que cada comunidad, grupo o sociedad porta una cultura específica, privilegia una ficticia y problemática uniformidad de los grupos y desconoce sus aperturas, sus desigualdades y sus conflictos. Esto es lo que se asumía implícitamente
cuando el proyecto antropológico por excelencia lo constituían la descripción y
comprensión de cada cultura particular, de “áreas culturales” o de un “carácter nacional”.
Las fronteras pueden llegar a concebirse de modo tan fijo entre razas como entre
las culturas. Es riesgoso que la presuposición del racialista (una herencia genética tiene consecuencias intelectuales, morales, ideológicas, estéticas) aparezca reconvertida en la presuposición culturalista (haber nacido en el seno de un grupo
o en un territorio permite saber mecánicamente caracteres intelectuales, morales, ideológicos, estéticos). La investigación antropológica ha mostrado ampliamente que unas generaciones enseñan a las siguientes historias y tradiciones, rituales
y modos de trabajar, formas de hablar y de moverse, saberes y gustos. De ese hecho, sin embargo, suelen derivarse algunos presupuestos erróneos que es necesario rechazar. Por ejemplo, que las generaciones “transmiten” (más que transforman)
o la premisa ético-política de que el deber y lo deseable es la conservación de la
propia cultura como medio de protección de la diversidad humana.
Dialéctica del culturalismo, entonces. Herramienta clave para comprender a los
otros y para enfrentar los modos de discriminación basados en apariencias físicas, “cultura” a veces parece hoy una nueva herramienta para argumentar a favor
de la separación, la segregación y la discriminación. Cultura(s) fue un camino hacia el descentramiento de Occidente y hoy parece ser -¿es posible?- un modo de
recentramiento. Es evidente que al concepto de cultura le caben cuestionamientos y defensas y que de ellos podría derivarse, como sugieren algunos, su abolición
o reforma. Etnografías contemporáneas comienza por la cultura porque su debate es constitutivo de la práctica etnográfica y, mucho más, porque pensamos que
los caminos de la polémica no pueden estar sujetos a modismos o impugnaciones
basadas en la autoridad, sino a contrastes y argumentos que resuelvan las cuestiones
de jure y no de facto. En este contexto, esta sección pretende dar cuenta de algunos de los puntos altos de un disenso que agitan el panorama teórico actual,
presentando este debate en su pluralidad (no por prescindencia o neutralidad impostadas, sino porque es la vitalidad del debate la que permite desarrollar posicionamientos productivos).
II
Hannerz (1996) afirma que, a pesar de la diversidad de conceptos de cultura, hay
tres supuestos que la antropología intentó combinar: 1) la cultura se aprende en
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la vida social; 2) la cultura está integrada de alguna manera; 3) la cultura es un
sistema de significados diferente en cada grupo y esos grupos pertenecen a un territorio. Según Hannerz, dos de las tres asunciones resultan problemáticas: ¿podemos considerar hoy a la cultura como algo integrado y coherente? ¿Podemos
considerarla como un fenómeno territorial? A la primera cuestión han respondido negativamente antropólogos como Turner, Barth e incluso Geertz. La segunda pregunta tiene su respuesta cada vez más condicionada por la creciente
interconexión espacial. En definitiva, y aunque existe un amplio acuerdo acerca
de que los seres humanos somos seres culturales, es difícil considerar que cada uno
pertenece a una cultura específica, orgánicamente separada de todas las demás.
Esa suposición, muchas veces, se vincula más con la intención política de producir
una identidad o una alteridad cristalizada que con una descripción de la compleja y cambiante realidad.
Ahora bien, el punto que continúa siendo consensuado, la cultura aprendida en
la vida social, supone la división entre naturaleza y cultura y es origen de una primera discusión presente en esta sección temática. En la contribución de Descola (en este volumen) podrá considerarse esa división (que resulta tan natural) en
su carácter histórico, en sus dependencias de un contexto epistémico y, si se nos
permite, “cultural”, en el punto de origen de las características metafísicas que hoy
se le imputan. De este, modo Descola llama la atención sobre la inadecuación de
la oposición binaria naturaleza/cultura y la necesidad de abandonarla para proponer la necesidad de idear un sistema clasificatorio que permita describir los modos en que los humanos se identifican y distinguen del mundo no humano. Este
planteo que toma pie en el espíritu de la obra Lévi-Strauss, pero corrige su letra
a la luz de la reflexión contemporánea, se emparenta con los que buscan romper
las asociaciones biológico/ universal, cultural/particular -Tim Ingold (2000)- y
con todos aquellos que afirman el carácter precariamente defensivo que tuvo la
consolidación de unas ciencias humanas opuestas a unas ciencias exactas (ver Velho 2001). Son, por cierto, reflexiones radicales que señalan uno de los límites en
que se discute la idea de cultura: por qué no pensar más allá de esa división, o por
qué no pensarla en otros términos.
Otros autores, como veremos inmediatamente, discuten en otras dimensiones y
más acá de ese límite, pero esta discusión no es ajena a un movimiento central en
la antropología contemporánea. De la mano de la pretensión del reintegro de las
dimensiones materiales de la experiencia humana (el más allá de las representaciones y las ideas, las prácticas y el cuerpo), comienzan a criticarse todos los dualismos y crecen por doquier las invocaciones, otrora improbables, a Merleau
Ponty. Parece ser toda una ironía del destino el que la antropología anglo americana esté hoy pronta a recuperar las consecuencias de reflexiones que fueron defenestradas por su franco carácter filosófico.
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Pero aún situados a distancia del límite en que naturaleza y cultura no terminan
de separarse, la crítica radical al concepto de cultura es posible. En este contexto, y a propósito de un segundo punto de discusión, conviene recordar la contraposición propuesta por Hannerz entre abolicionistas y reformistas. Una de las
críticas más agudas del viejo concepto de cultura fue Lila Abu-Lughod. Su posición se aproxima a quienes sugieren que el concepto de cultura abona la postulación de sistemas culturales que poseen fronteras fijas, coherencia, estabilidad y
estructura, mientras que las investigaciones muestran que la realidad social se caracteriza por variabilidad, inconsistencia, conflicto, cambio y agencia. Así, Friedman (1994) afirma que “cultura consiste en transformar diferencias en esencias.
Cultura genera una esencialización del mundo”. Por su parte, Abu-Lughod (1991)
planteó que “a pesar de sus pretensiones antiesencialistas, el concepto de cultura retiene algunas de las tendencias de congelamiento de las diferencias que posee el concepto de raza”. Y continuaba diciendo que cultura establece distinciones
-que siempre conllevan jerarquías- entre “nosotros” y “ellos”. El texto de Abu-Lughod
incluido en este volumen es un trabajo etnográfico a partir del cual la autora considera el debate sobre “cultura”, busca y propone alternativas teóricas.
Ahora bien, no es necesario ser antropólogo para constatar que hay una amplia
heterogeneidad de costumbres o prácticas cotidianas. Las reglas matrimoniales,
los relatos míticos, los rituales alimenticios, las formas de vestimenta, las lenguas,
las reglas comunicativas y cualquier otro elemento cultural no están aleatoriamente
distribuidos entre los seres humanos, ni tenemos tantos universos simbólicos como personas. Resulta preciso preguntarse si la insistencia en la crítica a los efectos de falsa homogeneidad del uso del concepto de cultura no resulta de la
eficacia un prisma individualista cuya falta de relativización empaña el discernimiento de actores colectivos que, más allá de sus heterogeneidades, son las realidades innegables de lo social. Mucho más cuando desde la misma posición que
se reclama contra los abusos reificantes del concepto de cultura se reivindica una
politización del análisis, que no puede dejar de tener en cuenta enfrentamientos
sociales y actores colectivos. Quizás el concepto de cultura tenga alguna referencia y alguna productividad conceptual, metodológica y política, aún cuando es
difícil precisar todas sus características.
¿Cómo repensar “cultura”? Primero, debe ubicarse el problema que plantean autores muy agudos como Abu-Lughod, no en el concepto, sino en los marcos conceptuales de la historia de la antropología y de las ciencias sociales en general. En
realidad, como señala Wimmer (1999), los problemas de sustancialización y reificación que señalan los críticos se refieren más a concepciones teóricas generales que a un concepto específico1. El significado de un concepto en sí mismo
interesa poco si no se conocen los marcos generales en los cuales opera. En ese sentido, un paso necesario es que un concepto redefinido de cultura pueda problematizar justamente aquello que algunos conceptos anteriores daban por
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supuesto, como la homogeneidad y la territorialidad. Como dice Hannerz (1996),
comprender la dimensión “cultura” como la de los significados y las prácticas adquiridas en la vida social muestra el potencial de la diversidad humana y sirve para comprender cómo condiciones diferentes pueden conducir a cambios mayores
o menores en el tiempo, a fronteras más o menos borrosas, y a distintas variaciones
en mayor o menor grado de cualquiera sea la unidad de población que consideremos. Por ello, dice Hannerz, “cultura” no debe servir para afirmar, sino precisamente para problematizar las cuestiones de fronteras y mixturas, de variaciones
internas, de cambio y estabilidad en el tiempo.
Esta presuposición de complejidad vinculada a la heterogeneidad de todo grupo,
para la cual las distinciones no funcionan como absolutas, es la primera condición para que un concepto redefinido de cultura se distinga claramente de todos
los usos políticos que se hagan con la finalidad de fundamentar diferencias irreductibles o “naturales”. Así, la naturaleza social de la cultura se traduce, en el mundo contemporáneo, en que se haga evidente –como hace tiempo lo afirmó Barth
(1976)- que las retóricas y acciones de identidad no son un derivado de ningún
conjunto de creencias y prácticas que permitan distinguir objetivamente grupos
humanos. Pero en nombre de esta premisa no puede concederse a la multiplicación infinita de la agencia y los sujetos que podría estar dando cuenta de la naturalización de los supuestos liberales e individualistas en las categorías de análisis
(a fin de de cuentas, si se procediese así, ¿no se estaría tratando de sustituir a la
cultura por la categoría de ‘individualidad’ a la que se le desconocería, no sin error,
su carácter de constructo cultural?).
Esto es clave para el proyecto de explicar y comprender la naturaleza de la diversidad cultural o de las diferencias culturales, advirtiendo que el contraste como
medio de conocimiento —tal como dice Sahlins (1997)— no debe convertirse en
conocimiento como medio de contraste. Y ese contraste es relativo justamente porque en un mundo interconectado es claro que las sociedades no son homogéneas.
La deriva de otras disciplinas de las ciencias sociales ha tenido efectos contradictorios y algunos de ellos han reforzado este aspecto reificante atribuido al énfasis en la cultura. La revalorización del pensamiento de Durkheim y Weber paralela
a la transformación del marxismo que maduró por la vía gramsciana llevó a poner en primer plano la actividad mediante la cual un grupo consolida una relación de fuerzas que lo tiene como prevaleciente, o entra en crisis: problemas de
legitimidad de una dominación, de hegemonía, de representaciones colectivas vinieron a ocupar el lugar central de una sociología que por esa vía también se “culturalizó”. Extrañamente o no, en nombre de esa transformación de las disciplinas
sociales surgieron situaciones que permiten notar la aparición y expansión de lo
que Kuper (2002) construye y crítica como un determinismo cultural oscurece
la incidencia de factores políticos, sociales, económicos y biológicos. Si hay que
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tomar nota de esa denuncia también es necesario registrar los límites de la misma
y recuperar lo que ella ignora para darle un contexto más amplio al debate antropológico. Lo que puede afirmarse de la “culturalización de las ciencias sociales”
no debe extenderse a todo lo que ha surgido de ellas al enfatizar la cultura.
La proliferación de los estudios culturales y de una antropología que momentáneamente se le subordinó puede haber llevado a la reducción de la ciencia social
a la identificación y descripción de espacios de uso de códigos reificados y comprendidos como esferas autónomas de sentido, desvinculadas de los problemas políticos de la reproducción/alteración de la sociedad. Pero no todos los énfasis en
la cultura que ha producido la raíz sociológica de la ciencia social entran necesariamente en esta categoría. Solo lo hacen cuando, encorsetando acríticamente la
experiencia teórica de la hegemonía en los moldes del culturalismo americano, que
supone que la realidad de los actores se constituye en una instancia (social) diferente de la cultural y acaba otorgándole a la cultura un papel expresivo (lo que
constituye un problema pues así se renuncia a la invocada herencia de Gramsci
que era, precisamente, la superación del esquema de una infraestructura “rea”l y
una superestructura que la expresaba). En esas condiciones, y solo en ellas, el énfasis en la cultura deviene “culturalismo”.
III
Más allá de esta especificación, lo cierto es que la antropología ha sido una de las
disciplinas desde las que se ha reavivado en los últimos tiempos el llamado para
reintroducir en el centro de la cuestión de la “cultura” la dimensión y los problemas
del poder. Una idea como la de hegemonía procede de una forma ejemplar: afirma el carácter estratégico de la “cultura” (el plano de articulación y producción
de sentidos) en el análisis social, en tanto dimensión en la que los conflictos y las
relaciones de fuerza se constituyen y tramitan poniendo al sentido común como
la arena de definición y disputa de los actores cuya lucha es la historia de la sociedad. Si, como arguyen muchos de los críticos y exegetas de Gramsci, su concepción
no llevaba este pensamiento hasta las últimas consecuencias, no faltan, hoy, como caminos de salida desarrollos que conjugan tanto el énfasis político como el
que se pone en lo simbólico. Trabajos tan disímiles como los de Laclau (1984),
(haciendo de la categoría de disputa hegemónica la categoría central de aprehensión
de lo social), Touraine (1984), (poniendo de manifiesto el hecho de que una sociedad nunca tiene valores sino disputas permanentes por su constitución y por
su traducción en normas que reflejan relaciones de fuerzas), o Castoriadis
(1983,1989), (discutiendo el énfasis en la integración que le otorgaban a la “ideología” tanto el funcionalismo como el marxismo), han puesto en cuestión las falsas identidades cultura/consensualismo o culturalismo/idealismo de las que con
justicia se precavía Thompson y a las que tanto se teme cada vez que se oye la palabra cultura entre los antropólogos que se han especializado en el “último debate”
–y sólo en éste.
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Recuperando el sentido de intervenciones como la citada, una antropóloga como Ortner (1999), sigue las huellas de Bourdieu, Foucault y Williams para reconstruir el proyecto antropológico señalando que el análisis cultural debe
entrelazarse con el análisis de eventos y procesos sociales y políticos. Cuando el
análisis cultural se vincula a las dimensiones históricas y sociopolíticas, es siempre un análisis de lucha y de cambio, un análisis en el cual los agentes se sitúan
de maneras diferentes respecto al poder y tienen intenciones distintas. En ese marco conceptual, dice Ortner (2005), “cultura” significa la comprensión del “mundo imaginativo” dentro del cual estos actores operan, las formas de poder y
agencia que son capaces de construir, los tipos de deseos que son capaces de crear. Por ello, continúa argumentado, es importante enfatizar la cuestión de la construcción de significados (de Geertz y otros) en contra de la noción de sistemas
culturales (también presente en Geertz).
La cuestión de la fabricación de significados es central para el análisis del poder
y sus efectos. Justamente, porque la identidad “integra” allí donde la cultura, más
que un sistema integrado, es una combinación peculiar. Así, aunque ya no podamos
(si es que alguna vez debimos) distinguir conjuntos consistentes y estáticos, la asunción fundamental es que la gente siempre busca hacer sentido de sus vidas, siempre fabrica tramas de significados y lo hace de maneras diversas (Ortner, 2005).
No se trata sólo de que hay lucha cultural o que toda lucha social tiene una dimensión cultural, sino que al mismo tiempo la cultura se encuentra en la base del
conflicto político en un sentido diferente2. El enfrentamiento, abierto o sutil, no
es entre una cultura oficial y la cultura asistemática de los grupos subalternos. Cultura se refiere más bien a los modos específicos en que los actores se enfrentan,
se alían o negocian. Por lo tanto, no es sólo que haya una dimensión política en
el encuentro entre agentes con formas culturales distintas, sino también que
diferentes actores que participan de una disputa pueden insertar sus acciones en
una lógica compartida y, en ese sentido, pueden pertenecer al menos parcialmente
a mundos imaginativos similares. De este modo, cultura no sólo sirve para contrastar, sino también para intentar vislumbrar si hay algo compartido entre actores
aparentemente tan disímiles, que afirman diferencias ideológicas con sus contrincantes o, últimamente, que reclaman que un abismo cultural los separa de manera irreductible.
De allí la importancia decisiva de la contribución de Ortner a esta sección: no sólo se trata de politizar la cultura, sino de articular ese mecanismo político y la dimensión de la subjetividad. Allí donde la ideología contemporánea desocializa una
parte de la experiencia social, individualizando y aislando conceptual y ontológicamente al sujeto, es preciso reponer el hecho de que “la idea misma de agencia presupone una subjetividad subyacente, por la cual un sujeto internaliza en
parte una serie de circunstancias en las que se encuentra y reflexiona sobre ellas
y finalmente, en este caso, reacciona contra ella” (Ortner, en este volumen).
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Este planteo puede ayudarnos a resolver algo que dejamos señalado más arriba cuando nos referíamos al texto de Abu-Lughod: ¿cómo conciliar la crítica a los abusos homogeneizantes, la reivindicación de la particularidad con la perspectiva que
supone actores colectivos en la articulación de las luchas sociales? La forma de la
subjetividad teorizada por Ortner no se encuentra más allá del plano simbólico
y social en que se articulan conflictos y disputas, sino en una relación de conformación mutua que permite comprender cómo lo irreductiblemente singular
de la agencia ingresa a un plano de agregación mayor que la moviliza y la constituye pero no la captura totalmente. Si a la cuestión planteada por Lughod Ortner responde complejizando lo social e incorporando la subjetividad, Fonseca
responde tratando de combatir la simplificación que acarrea la exclusión etnográfica
de la clase social. En él se exponen los mecanismos y supuestos que en los trabajos etnográficos igualan la disimetría en que existen las clases y las carencias de
los grupos subordinados vis a vis los dominantes, con la descripción de esos grupos subalternos. En esos análisis queda expuesto lo que reclama la autora: “la necesidad de mantener abierta la hipótesis de clase como uno de los organizadores
significativos de ideas y comportamientos en la sociedad…” junto a la necesidad
de reponer la categoría de experiencia en el análisis de las clases como forma de
introducir en ese análisis conflicto, movimiento y ambivalencia, en definitiva como forma de “presentar diferencias sin reificarlas”.
Cultura es siempre historia, agencia y poder, disputa y alteración. La vida social
es una condición procesual, no una causa automática, de los modos de pensar y
de actuar. Cultura, como dice Ortner en diálogo polémico con las teorías de la
“cultura” como software, programación o estructura que determina el curso de la
acción, “es tanto la base de la acción como aquello que la acción arriesga”. Hay
sujetos, hay agencia, hay historia y, por lo tanto, la acción puede ir más allá de la
propia base cultural, introduciendo una grieta, una fisura, siendo protagonista de
cambios socioculturales.
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Notas
1. En el área de la sociología y anticipando un movimiento análogo, Giddens (1987) y Alexander han
identificado y procesado las contribuciones de la filosofía contemporánea y su crítica a la interpretación
metafísica del ser social aplicándola a la revisión de la teoría social.
2. En esta sección recuperamos, con pequeñas modificaciones, ideas ya planteadas en Grimson, 2002.
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