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Alberdi y la Globalización

2002, Misión / Universidad del Salvador

El fenómeno de la globalización no es inédito sino una nueva manifestación de un movimiento universalista presente en el desarrollo histórico. En la segunda mitad del siglo XIX, bajo la hegemonía del capitalismo y comercio británicos, se configuró un escenario histórico fuertemente "globalizado". El pensamiento de Alberdi analiza esa realidad con lucidez.

ALBERDI Y LA GLOBALIZACIÓN Juan José Canavessi en Misión, Universidad del Salvador, Buenos Aires, 2002, nº2. La globalización en la larga duración El movimiento hacia una globalización parece constituir una nota característica de nuestro tiempo y se ha ido convirtiendo en un tópico insoslayable para la interpretación del mundo contemporáneo. Sin embargo, si analizamos este fenómeno universalizante a partir de una perspectiva de larga duración, se puede comprobar que está muy lejos de ser inédito y original. Muy por el contrario, pertenece a un proceso que hunde sus raíces en la historia, en la que se puede percibir una cierta fluctuación y tensión entre períodos de fortalecimiento de las homogeneidades y etapas marcadas por las heterogeneidades, fases de lucha entre la expansión de elementos uniformadores y la fuerza de los desarrollos particulares, eras centrípetas y épocas centrífugas. Esta secuencia entre unificación y fragmentación no es lineal ni sencillamente pendular. Se trata de fuerzas que operan de manera compleja. El siglo XIX nos ofrece una vidriera elocuente de este mecanismo de diástole y sístole que interviene en el bombeo del devenir histórico de los pueblos. En la primera mitad, predominaron las configuraciones nacionales, particulares e independientes en el marco de un clima romántico que exaltaba lo ancestral, las raíces y la propia tradición. En cambio, en la segunda mitad, se impusieron el neoclasicismo, el positivismo y el progreso unidireccional en el contexto de un renovado impulso imperialista de Europa. El presente trabajo se propone ampliar la mirada acerca del fenómeno de la globalización, a través de la presentación sintética de una fuente que nos permite ver cómo fue vivida y justificada la expansión europea decimonónica. “El Crimen de la Guerra” fue escrito por Juan Bautista Alberdi con ocasión de un certamen convocado en 1870 por la Liga Internacional y Permanente de la Paz, que premiaría con cinco mil francos al autor de la mejor obra referida a la paz y el entendimiento de las naciones. Sobre el horizonte europeo se cernía la amenaza del conflicto franco-prusiano. A su vez, la tremenda guerra del Paraguay seguía alimentando el pensamiento pacifista de Alberdi. Lamentablemente, “El Crimen de la Guerra” quedó inconcluso e integró la 1 edición de las obras póstumas del autor publicadas por Francisco Cruz. Para este trabajo utilizamos la edición de la Casa Jackson, tomo XV de la colección “Grandes escritores argentinos”, dirigida por Alberto Palcos. Alberdi: “pueblo-mundo” para garantizar la paz “¿Abolir la guerra? Utopía” (p.102). Esta afirmación señala el realismo en que se ubica el autor. Sin embargo, Alberdi la modera ejercitando el optimismo propio de la época: “La guerra no será abolida del todo, pero llegará a ser menos frecuente, menos durable, menos general, menos cruel y desastrosa” (p.103). Si bien la carrera armamentista constituía una señal desalentadora, también resultaban visibles las fuerzas opuestas a un destino de destrucción: “Se habla con cierto pavor por el porvenir del mundo, de los inventos de máquinas de destrucción, que hace cada día el arte de la guerra: pero se olvida que la paz no es menos fértil en conquistas e invenciones” (p.105). Ante este diagnóstico, Alberdi señala los caminos que la historia humana habrá de recorrer. En su afán por evitar la guerra, plantea la necesidad de un derecho internacional análogo al que rige al interior de cada estado: “...la ley internacional (...) debe condenar a todos los estados que, para dirimir una cuestión de interés o de honor, acuden a sus propias armas para destruirse mutuamente” (p.176). Pero para que exista una ley capaz de regular a todos los pueblos, es imprescindible constituir un estado con autoridad universal. Así, en la búsqueda de una solución definitiva a la recurrencia de la guerra, Alberdi desarrolla su visión de un nuevo orden internacional, y lo hace con una coherencia y vehemencia capaces de asombrar a los más fervorosos propulsores de la globalización actual: “Pero ¿qué causa pondrá principalmente fin a la repetición de los casos de guerra entre nación y nación? La misma que ha hecho servir las riñas y peleas entre los particulares de un mismo Estado: el establecimiento de tribunales sustituidos a las partes para la decisión de sus diferencias. ¿Qué circunstancias han preparado y facilitado el establecimiento de los tribunales interiores de cada Estado? La consolidación del país en un cuerpo de Nación, bajo un gobierno común y central para todo él. Este mismo será el camino que conduzca a la asociación de las naciones que forman el pueblo-mundo (...) Cread el pueblo internacional, o mejor dicho, dejadle nacer y crecer por sí mismo, en virtud de la ley que os hace crecer a vos mismo, y el 2 derecho internacional, como ley viva, estará formado por sí mismo y con sólo eso...” (pp.106-107). La solución a las graves amenazas de violencia y destrucción no consiste en un “hacer” sino en un “dejar hacer”: se trata de permitir que las fuerzas evolutivas de la sociedad humana puedan desenvolverse sin obstáculos hacia un futuro de unidad, en el cual se constituirá definitivamente el “pueblo-mundo”. Patria, nación, mundo Alberdi no plantea una oposición entre “mundo” y “nación”, sino que los sitúa como estamentos asociativos complementarios, ya que así como cada nación se organiza constituyendo un estado a fin de abandonar la guerra de todos contra todos –tal como lo señala Hobbes–, “lo que sucede a este respecto en la historia de cada estado, tiene que suceder en la formación de una especie de estado conjunto de estados que ha de acabar por ser la confederación del género humano” (p.177). En el actual debate a favor o en contra de la globalización, hay posturas que elevan las banderas patrias como elementos de diferenciación, identidad, soberanía y tradición contrapuestas a una pertenencia universal. Alberdi se anticipa a esta cuestión. Dado que su siglo fue el siglo de las nacionalidades, esta oposición estaba latente también por entonces: “La idea de la patria, no excluye la de un pueblo-mundo, la un género humano formando una sola sociedad superior y complementaria de las demás” (p.185). Su experiencia de hombre que vivió casi siempre fuera de su patria puede haber pesado a la hora de defender una postura en la cual la apertura a lo universal no se contradice con el sentido de pertenencia a una patria determinada: “Cada hombre hoy mismo tiene varias patrias que lejos de contradecirse se apoyan y sostienen. Desde luego la provincia o localidad de su nacimiento o de su domicilio; después la Nación de que la provincia es parte integrante; después el continente en que está la Nación, y por fin el mundo que de que el continente es parte. Así, a medida que el hombre se desenvuelve y se hace más capaz de generalización, se apercibe de que su patria completa y definitiva, digna de él, es la tierra en toda su redondez” (p.186). Alberdi plantea la existencia de distintos niveles de pertenencia que no se oponen entre sí, en una suerte de “federalismo evolutivo ascendente” por el cual el hombre sería más avanzado en relación con el grado de conciencia y ejercicio de su ciudadanía universal y global. 3 Cristianismo y comercio: elementos unificadores ¿Cuáles son los elementos conducentes hacia esta unidad? Alberdi responde: “Primero: El cristianismo y su propagación, si no como dogma, al menos como doctrina moral (...) La moral cristiana no necesita más que una cosa para completar la conquista del mundo, en el sentido de su amalgama: que la desarméis de todo instrumento de violencia y le dejéis sus armas naturales, que son la libertad y la persuasión” (p.108). El cristianismo es una base sólida para el sustento de una sociedad universal, ya que enseña a los hombres su pertenencia a una misma familia de hermanos nacidos de un padre común. Junto a esta fuerza existe otra que, de manera espontánea e irreversible, conduce los pueblos a la unidad: “Segundo: después del cristianismo (...) ningún elemento ha trabajado más activa y eficazmente en la unión del género humano como el comercio, que une a los pueblos en el interés común de alimentarse, vestirse, de mejorarse, de defenderse del mal físico, de gozar, de vivir vida confortable y civilizada” (p.109). Ambas fuerzas deben operar sin imposiciones ni trabas: “Para completar su grande obra de unificación y pacificación del género humano, el comercio no necesita más que una cosa, como la religión cristiana: que se le deje el uso de su más completa y entera libertad” (p.110). La importancia que Alberdi asigna al comercio puede resultarnos desproporcionada, situando la “libertad de comercio” en un registro cuasi metafísico en paralelo con la difusión del cristianismo. Ciencia y técnica: instrumentos al servicio de la unidad Más adelante, Alberdi presenta al comercio motor del proceso unificador y generador de instrumentos de acercamiento que hacen posible al cristianismo cumplir con su misión: “El comercio moderno, con las formas de su crédito, con su prodigiosa letra que cambia los capitales de nación a nación sin sacarlos de su plaza; con sus Bancos; sus empréstitos internacionales; sus monedas universales, como el oro y la plata; que con sus pesos y medidas tiende a la misma uniformidad que las cifras de la aritmética y del cálculo; con sus canales y ferrocarriles, sus telégrafos, sus postas, sus libertades nuevas, sus tratados, sus cónsules, es el auxiliar material más poderoso de que dispongan, en servicio de la unión y de la unidad del género humano, la religión y la ciencia, que hacen de todos los pueblos una misma familia de hermanos habitando un 4 planeta que les sirve de morada común” (p.202). No podemos pasar por alto el uso repetido de “sus”: todo es “del” comercio y gracias a él. ¿Cuál es el lugar que Alberdi asigna al progreso científico y tecnológico, bases del característico optimismo decimonónico? Su desarrollo se promueve en función del comercio: “Después del comercio y de los comerciantes, el derecho de gentes no tiene obreros ni apóstoles más eficaces y activos que los ingenieros (...) que gobiernan y dirigen las fuerzas naturales en servicio de la satisfacción de las necesidades del hombre (...) El ingeniero hace los caminos, los puentes, los canales, los puertos, los muelles, los buques, las máquinas, que reglan los procederes industriales para producir las riquezas que las naciones cambian entre sí (…) La religión cristiana debe más al ingeniero que al sacerdote su propagación al través de la tierra, porque él acerca y une a los materialmente a los hombres en la hermandad que el cristianismo establece moralmente” (pp.207-208). Alberdi propone una nueva valoración social de los verdaderos constructores del mundo. Esto implica una visión histórica que haga consciente a los hombres del ideal pacífico y universal. Hay que dejar de ensalzar a los próceres políticos y militares para empezar a destacar a los verdaderos héroes de la humanidad: antes que Alejandro, César y Napoleón, están los hombres del derecho internacional, los científicos, los técnicos. En su lista destaca a Grocio, Colón, Gutenberg, Newton, Fulton, Stephenson, Morse y Lesseps, entre otros. Condición básica: libertad y democratización de los pueblos Para que todos estos elementos unificadores hagan su trabajo sin dificultades, sólo se requiere garantizar la libertad. Esta condición básica debe comenzar al interior de cada nación: “Pero ninguna fuerza trabaja con igual eficacia en el sentido de esa labor de unificación, como la libertad de los pueblos, es decir, la participación de los pueblos en la gestión y gobierno de sus destinos propios. La libertad es el instrumento mágico de unificación y pacificación de los Estados entre sí, porque un pueblo no necesita sino ser árbitro de sus destinos, para guardarse de verter su sangre y su fortuna en guerras producidas las más de las veces por la ambición criminal de los gobiernos. A medida que los pueblos son dueños de sí mismos, su primer movimiento es buscar la unión fraterna con los demás” (p.113). Alberdi recalca el rol de la libertad como fuerza motriz del movimiento evolutivo de la historia y antídoto contra las fuerzas opuestas de 5 disgregación: “No hay preservativo más poderoso de la guerra, no hay un medio más radical de conseguir su supresión lenta y difícil, que la libertad. La libertad es y consiste en el gobierno del país por el país” (p.123). En la medida que los pueblos tengan en sus manos sus destinos, seguirán el impulso vital de conservación y crecimiento que no puede ser torcido sino por la voluntad de los poderosos que los dominan y los involucran en guerras llevadas adelante en provecho de unos pocos que, además, jamás concurren al combate. Pueblo-Mundo: meta de la evolución natural El capítulo X de “El Crimen de la Guerra” se titula “Pueblo-Mundo”. Allí se lanza de lleno a delinear el proceso que llevará al mundo a su evolución más alta. Resulta clara la filiación positivista de su discurso: “Que las naciones tienden o gravitan hacia la formación de una sola y grande nación universal, es lo que la historia no escrita de los hechos que todos ven, no deja lugar a dudas. La ley que los conduce en esa dirección, es la ley natural (...) Pertenecer a ese agregado, ser unidad de su organismo, será prenda y condición de la civilización de cada sociedad. Esa ley común a todos los seres vivientes y orgánicos, no será otra que la evolución (...) Si la biología ha servido a los sociologistas para explicar por la ley natural la evolución, la creación, estructura y funciones del ente vital llamado sociedad, ¿por qué no serviría también para explicar esa entidad de la misma casta, que se puede denominar la sociedad de las naciones? La aplicación de la biología al estudio de la sociología internacional, será una nueva faz, llena de luz, de la ciencia del derecho de gentes” (pp.186-188). El autor interpreta los avances de su tiempo como manifestaciones de una evolución incontenible que despierta el optimismo progresista propio de la época: ”Cada día se hace más estrecha por el poder mismo de la necesidad que las naciones tienen de estrecharse para ser cada una más rica, más feliz, más fuerte, más libre. A medida que el espacio desaparece bajo el poder milagroso del vapor y de la electricidad; que el tiempo de los pueblos se hace solidario por la obra de ese agente internacional que se llama comercio, que anuda, encadena y traba los intereses unos con otros mejor que la haría toda la diplomacia del mundo, las naciones se encuentran acercadas una de otra, como formando un solo país. Cada ferrocarril internacional equivale a diez alianzas; cada empréstito extranjero, es una frontera suprimida” (pp.182-183). Alberdi asigna a los avances tecnológicos el papel fundamental de posibilitar el acercamiento; pero no 6 son la causa de la unión sino instrumentos de la misma, ya que se originan en respuesta a una demanda de unidad que está inscripta en la naturaleza misma de la historia humana. La integración social del mundo no se constituye por mera superposición o yuxtaposición, sino que se configura análogamente al funcionamiento de un organismo vivo. Como en todo cuerpo orgánico, la sociedad internacional se compone de diversas partes según trabajos o funciones especiales e interdependientes: “La separación del trabajo responde a la ley natural; hay una „división fisiológica del trabajo‟, en función de la cual se justifican tanto la independencia de cada nación como la mutua dependencia” (p.190). Alberdi no considera las desigualdades que esta configuración pudiere ocasionar, ya que en un cuerpo la interdependencia no es jerárquica sino complementaria: “¿Queréis establecer la paz entre las naciones hasta hacerles de ella una necesidad de vida o muerte? Dejad que las naciones dependan unas de otras para su subsistencia, comodidad y grandeza. ¿Por qué medio? Por el de una libertad completa dejada al comercio o cambio de sus productos y ventajas respectivas. La paz internacional de ese modo será para ellas, el pan, el vestido, el bienestar, el alimento y el aire de cada día” (p.243). Su discurso legitima el renovado imperialismo europeo, ya que los conceptos que utiliza no se corresponden con la situación real de su tiempo. En su visión, optimista e ingenua, la locomotora del proceso evolutivo es Europa, que lleva la delantera por su grado de civilización. Todos los pueblos deben subir a ese tren, cada uno a partir de su propia situación, a fin de participar del avance general. La autoridad universal A medida que crezca la unión entre los pueblos se irá constituyendo, naturalmente, una autoridad internacional que regulará esas relaciones. Se trata de un proceso análogo al que derivó en la creación de cada estado. La forma que adquirirá ese organismo no necesariamente responderá a la que tienen los estados particulares: “El día que las naciones formen una especie de sociedad se verá producirse por ese hecho mismo y en virtud de la misma ley que ha hecho nacer la autoridad en cada Estado, una autoridad más o menos universal, encargada de formular y aplicar la ley natural que preside al desarrollo de esa asociación de estados. Y aunque ese gobierno (...) no llegue a constituirse jamás como el de un Estado dividido en los tres poderes conocidos, no por 7 eso dejará de producirse en otra forma adecuada al modo de ser de esa sociedad aparte” (pp.194-195). Alberdi no quiere encender debates acerca de la forma que debe tener un futuro gobierno mundial, sería una discusión prematura y contraproducente. Lo primero es favorecer el flujo hacia la asociación y el desenvolvimiento de intereses comunes, que derivará en una “sociedad de sociedades” (p.205) que, una vez constituida, engendrará su propia forma de gobierno: “dada una sociedad compuesta de todas las naciones, la autoridad surgirá de ese hecho por sí misma” (p.203). En el debate actual sobre la globalización, uno de los puntos de mayor fricción es el de la pérdida de soberanía de los estados nacionales frente al crecimiento de otras formas de poder internacional, tanto formales como informales. Alberdi considera este desplazamiento de poderes como un signo de progreso: “La ley de unión que arrastra al mundo a tomar una forma que haga posible la existencia de un poder encargado de administrar la justicia internacionalmente, dejada hoy al interés de cada Estado, no llegará ciertamente a producir la supresión de los gobiernos unidos que hoy existen, pero traerá la disminución de su poder, en el interés de del poder general y común, que se compondrá de las funciones internacionales, de que se desprenden los otros, como los poderes de las provincias se han visto disminuidos el día de la formación del poder central o nacional en el interior de cada Estado. La subordinación o limitación del poder soberano de cada nación a la soberanía suprema del género humano será el más alto término de la civilización política del mundo” (p.215). La integración de bloques El autor analiza las fases del proceso y se atreve a anunciar cuáles serán los pasos conducentes a la unión del género humano: “Primero: la formación de grandes unidades continentales” (p.197). En esto expresa su convicción naturalista, tomando como infraestructura el soporte geográfico. Es interesante notar, nuevamente, una especie de “federalismo evolutivo”. Al servicio de su argumentación, Alberdi no considera a la Tierra como un todo dividido en partes, sino que la considera como un todo constituido por la unión entre las partes. Esto resulta funcional a su discurso, ya que lo contrario implicaría partir de una unidad originaria perdida en busca de restauración, lo cual no sería coherente con la idea de un proceso de carácter ascendente. Por eso, el movimiento político de unidad se va a ir delineando partiendo de la proximidad geográfica: “A la idea del mundo-unido o del pueblo-mundo ha de 8 preceder la idea de la unión europea o de los Estados Unidos de la Europa, la unión del mundo americano, o cosa semejante a una división interna y doméstica, diremos así, del vasto conjunto del género humano en secciones continentales, coincidiendo con las demarcaciones que dividen la Tierra que sirve de patria común del género humano” (p.197). Leído hoy, parece una profecía de la Unión Europea y los intentos de constituir el ALCA. ¿Cómo se dará, concretamente, esa asociación política? Responde de manera coherente con su permanente insistencia en la creación de un congreso americano: “Otro paso en el sentido de la centralización del mundo para el gobierno de sus intereses, es la celebración de congresos continentales, como los que se han reunido en Europa y en América a principios de este siglo. Es verdad que de un congreso a la instalación de un poder común, hay una gran distancia; pero es el hecho que ningún poder central existe en América o Europa, de carácter nacional, que no haya comenzado y sido precedido de congregaciones de representantes” (p.198). Los cuerpos regionales de representantes serán los embriones de un futuro órgano universal de gobierno. A la base geográfica, que constituye el soporte físico de cada bloque continental, Alberdi suma otros elementos asociativos: “No sólo los continentes, sino las creencias religiosas y las razas serán los elementos que determinen las grandes divisiones geográficas de la humanidad en las grandes secciones internacionales (…) La comunidad de opinión en que reside la ley requiere, para constituirse, la comunidad de idioma, de origen histórico, de usos y de creencias” (p.217). Alberdi valora la configuración cultural como elemento determinante en la construcción de unidades regionales. Por eso, vislumbra un mundo futuro en el que los pueblos se integrarán en grandes bloques según la concepción religiosa, que es colocada así como núcleo central de la cultura: “Así la cristiandad formará un mundo parcial o gran cuerpo internacional; otro sería formado por los pueblos mahometanos; otros por los que profesan la religión de la India” (p.217). Alberdi había considerado la importancia fundamental del cristianismo como elemento unificador, pero esta mención, hacia el final de su libro, incluye otras expresiones religiosas en el horizonte de la futura comunidad internacional, lo que daría como resultado un mundo conformado a partir tres grandes bloques. Aquí se detiene. Este punto de llegada parece indicar que el optimismo universalizante de Alberdi se topa, finalmente, con un límite vinculado al ethos más profundo de los pueblos. 9 No sabemos si consideró la posibilidad de un paso posterior en que esas tradiciones religiosas habrían de encontrarse en una única expresión ecuménica mundial. En todo caso, tanto este silencio como la síntesis de su pensamiento aquí presentada, pueden aportar una fecunda perspectiva diacrónica para abordar el fenómeno contemporáneo de la globalización. 10