ALBERDI Y LA GLOBALIZACIÓN
Juan José Canavessi
en Misión, Universidad del Salvador, Buenos Aires, 2002, nº2.
La globalización en la larga duración
El movimiento hacia una globalización parece constituir una nota característica de
nuestro tiempo y se ha ido convirtiendo en un tópico insoslayable para la interpretación
del mundo contemporáneo. Sin embargo, si analizamos este fenómeno universalizante a
partir de una perspectiva de larga duración, se puede comprobar que está muy lejos de
ser inédito y original. Muy por el contrario, pertenece a un proceso que hunde sus raíces
en la historia, en la que se puede percibir una cierta fluctuación y tensión entre períodos
de fortalecimiento de las homogeneidades y etapas marcadas por las heterogeneidades,
fases de lucha entre la expansión de elementos uniformadores y la fuerza de los
desarrollos particulares, eras centrípetas y épocas centrífugas. Esta secuencia entre
unificación y fragmentación no es lineal ni sencillamente pendular. Se trata de fuerzas
que operan de manera compleja.
El siglo XIX nos ofrece una vidriera elocuente de este mecanismo de diástole y
sístole que interviene en el bombeo del devenir histórico de los pueblos. En la primera
mitad, predominaron las configuraciones nacionales, particulares e independientes en el
marco de un clima romántico que exaltaba lo ancestral, las raíces y la propia tradición.
En cambio, en la segunda mitad, se impusieron el neoclasicismo, el positivismo y el
progreso unidireccional en el contexto de un renovado impulso imperialista de Europa.
El presente trabajo se propone ampliar la mirada acerca del fenómeno de la
globalización, a través de la presentación sintética de una fuente que nos permite ver
cómo fue vivida y justificada la expansión europea decimonónica. “El Crimen de la
Guerra” fue escrito por Juan Bautista Alberdi con ocasión de un certamen convocado en
1870 por la Liga Internacional y Permanente de la Paz, que premiaría con cinco mil
francos al autor de la mejor obra referida a la paz y el entendimiento de las naciones.
Sobre el horizonte europeo se cernía la amenaza del conflicto franco-prusiano. A su vez,
la tremenda guerra del Paraguay seguía alimentando el pensamiento pacifista de
Alberdi. Lamentablemente, “El Crimen de la Guerra” quedó inconcluso e integró la
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edición de las obras póstumas del autor publicadas por Francisco Cruz. Para este trabajo
utilizamos la edición de la Casa Jackson, tomo XV de la colección “Grandes escritores
argentinos”, dirigida por Alberto Palcos.
Alberdi: “pueblo-mundo” para garantizar la paz
“¿Abolir la guerra? Utopía” (p.102). Esta afirmación señala el realismo en que se
ubica el autor. Sin embargo, Alberdi la modera ejercitando el optimismo propio de la
época: “La guerra no será abolida del todo, pero llegará a ser menos frecuente, menos
durable, menos general, menos cruel y desastrosa” (p.103). Si bien la carrera
armamentista constituía una señal desalentadora, también resultaban visibles las fuerzas
opuestas a un destino de destrucción: “Se habla con cierto pavor por el porvenir del
mundo, de los inventos de máquinas de destrucción, que hace cada día el arte de la
guerra: pero se olvida que la paz no es menos fértil en conquistas e invenciones”
(p.105).
Ante este diagnóstico, Alberdi señala los caminos que la historia humana habrá de
recorrer. En su afán por evitar la guerra, plantea la necesidad de un derecho
internacional análogo al que rige al interior de cada estado: “...la ley internacional (...)
debe condenar a todos los estados que, para dirimir una cuestión de interés o de honor,
acuden a sus propias armas para destruirse mutuamente” (p.176). Pero para que exista
una ley capaz de regular a todos los pueblos, es imprescindible constituir un estado con
autoridad universal. Así, en la búsqueda de una solución definitiva a la recurrencia de la
guerra, Alberdi desarrolla su visión de un nuevo orden internacional, y lo hace con una
coherencia y vehemencia capaces de asombrar a los más fervorosos propulsores de la
globalización actual: “Pero ¿qué causa pondrá principalmente fin a la repetición de los
casos de guerra entre nación y nación? La misma que ha hecho servir las riñas y peleas
entre los particulares de un mismo Estado: el establecimiento de tribunales sustituidos
a las partes para la decisión de sus diferencias. ¿Qué circunstancias han preparado y
facilitado el establecimiento de los tribunales interiores de cada Estado? La
consolidación del país en un cuerpo de Nación, bajo un gobierno común y central para
todo él. Este mismo será el camino que conduzca a la asociación de las naciones que
forman el pueblo-mundo (...) Cread el pueblo internacional, o mejor dicho, dejadle
nacer y crecer por sí mismo, en virtud de la ley que os hace crecer a vos mismo, y el
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derecho internacional, como ley viva, estará formado por sí mismo y con sólo eso...”
(pp.106-107).
La solución a las graves amenazas de violencia y destrucción no consiste en un
“hacer” sino en un “dejar hacer”: se trata de permitir que las fuerzas evolutivas de la
sociedad humana puedan desenvolverse sin obstáculos hacia un futuro de unidad, en el
cual se constituirá definitivamente el “pueblo-mundo”.
Patria, nación, mundo
Alberdi no plantea una oposición entre “mundo” y “nación”, sino que los sitúa como
estamentos asociativos complementarios, ya que así como cada nación se organiza
constituyendo un estado a fin de abandonar la guerra de todos contra todos –tal como lo
señala Hobbes–, “lo que sucede a este respecto en la historia de cada estado, tiene que
suceder en la formación de una especie de estado conjunto de estados que ha de acabar
por ser la confederación del género humano” (p.177).
En el actual debate a favor o en contra de la globalización, hay posturas que elevan
las banderas patrias como elementos de diferenciación, identidad, soberanía y tradición
contrapuestas a una pertenencia universal. Alberdi se anticipa a esta cuestión. Dado que
su siglo fue el siglo de las nacionalidades, esta oposición estaba latente también por
entonces: “La idea de la patria, no excluye la de un pueblo-mundo, la un género
humano formando una sola sociedad superior y complementaria de las demás” (p.185).
Su experiencia de hombre que vivió casi siempre fuera de su patria puede haber pesado
a la hora de defender una postura en la cual la apertura a lo universal no se contradice
con el sentido de pertenencia a una patria determinada: “Cada hombre hoy mismo tiene
varias patrias que lejos de contradecirse se apoyan y sostienen. Desde luego la
provincia o localidad de su nacimiento o de su domicilio; después la Nación de que la
provincia es parte integrante; después el continente en que está la Nación, y por fin el
mundo que de que el continente es parte. Así, a medida que el hombre se desenvuelve y
se hace más capaz de generalización, se apercibe de que su patria completa y
definitiva, digna de él, es la tierra en toda su redondez” (p.186). Alberdi plantea la
existencia de distintos niveles de pertenencia que no se oponen entre sí, en una suerte de
“federalismo evolutivo ascendente” por el cual el hombre sería más avanzado en
relación con el grado de conciencia y ejercicio de su ciudadanía universal y global.
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Cristianismo y comercio: elementos unificadores
¿Cuáles son los elementos conducentes hacia esta unidad? Alberdi responde:
“Primero: El cristianismo y su propagación, si no como dogma, al menos como
doctrina moral (...) La moral cristiana no necesita más que una cosa para completar la
conquista del mundo, en el sentido de su amalgama: que la desarméis de todo
instrumento de violencia y le dejéis sus armas naturales, que son la libertad y la
persuasión” (p.108). El cristianismo es una base sólida para el sustento de una sociedad
universal, ya que enseña a los hombres su pertenencia a una misma familia de hermanos
nacidos de un padre común. Junto a esta fuerza existe otra que, de manera espontánea e
irreversible, conduce los pueblos a la unidad: “Segundo: después del cristianismo (...)
ningún elemento ha trabajado más activa y eficazmente en la unión del género humano
como el comercio, que une a los pueblos en el interés común de alimentarse, vestirse,
de mejorarse, de defenderse del mal físico, de gozar, de vivir vida confortable y
civilizada” (p.109). Ambas fuerzas deben operar sin imposiciones ni trabas: “Para
completar su grande obra de unificación y pacificación del género humano, el comercio
no necesita más que una cosa, como la religión cristiana: que se le deje el uso de su
más completa y entera libertad” (p.110). La importancia que Alberdi asigna al
comercio puede resultarnos desproporcionada, situando la “libertad de comercio” en un
registro cuasi metafísico en paralelo con la difusión del cristianismo.
Ciencia y técnica: instrumentos al servicio de la unidad
Más adelante, Alberdi presenta al comercio motor del proceso unificador y generador
de instrumentos de acercamiento que hacen posible al cristianismo cumplir con su
misión: “El comercio moderno, con las formas de su crédito, con su prodigiosa letra
que cambia los capitales de nación a nación sin sacarlos de su plaza; con sus Bancos;
sus empréstitos internacionales; sus monedas universales, como el oro y la plata; que
con sus pesos y medidas tiende a la misma uniformidad que las cifras de la aritmética y
del cálculo; con sus canales y ferrocarriles, sus telégrafos, sus postas, sus libertades
nuevas, sus tratados, sus cónsules, es el auxiliar material más poderoso de que
dispongan, en servicio de la unión y de la unidad del género humano, la religión y la
ciencia, que hacen de todos los pueblos una misma familia de hermanos habitando un
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planeta que les sirve de morada común” (p.202). No podemos pasar por alto el uso
repetido de “sus”: todo es “del” comercio y gracias a él.
¿Cuál es el lugar que Alberdi asigna al progreso científico y tecnológico, bases del
característico optimismo decimonónico? Su desarrollo se promueve en función del
comercio: “Después del comercio y de los comerciantes, el derecho de gentes no tiene
obreros ni apóstoles más eficaces y activos que los ingenieros (...) que gobiernan y
dirigen las fuerzas naturales en servicio de la satisfacción de las necesidades del
hombre (...) El ingeniero hace los caminos, los puentes, los canales, los puertos, los
muelles, los buques, las máquinas, que reglan los procederes industriales para producir
las riquezas que las naciones cambian entre sí (…) La religión cristiana debe más al
ingeniero que al sacerdote su propagación al través de la tierra, porque él acerca y une
a los materialmente a los hombres en la hermandad que el cristianismo establece
moralmente” (pp.207-208).
Alberdi propone una nueva valoración social de los verdaderos constructores del
mundo. Esto implica una visión histórica que haga consciente a los hombres del ideal
pacífico y universal. Hay que dejar de ensalzar a los próceres políticos y militares para
empezar a destacar a los verdaderos héroes de la humanidad: antes que Alejandro, César
y Napoleón, están los hombres del derecho internacional, los científicos, los técnicos.
En su lista destaca a Grocio, Colón, Gutenberg, Newton, Fulton, Stephenson, Morse y
Lesseps, entre otros.
Condición básica: libertad y democratización de los pueblos
Para que todos estos elementos unificadores hagan su trabajo sin dificultades, sólo se
requiere garantizar la libertad. Esta condición básica debe comenzar al interior de cada
nación: “Pero ninguna fuerza trabaja con igual eficacia en el sentido de esa labor de
unificación, como la libertad de los pueblos, es decir, la participación de los pueblos en
la gestión y gobierno de sus destinos propios. La libertad es el instrumento mágico de
unificación y pacificación de los Estados entre sí, porque un pueblo no necesita sino ser
árbitro de sus destinos, para guardarse de verter su sangre y su fortuna en guerras
producidas las más de las veces por la ambición criminal de los gobiernos. A medida
que los pueblos son dueños de sí mismos, su primer movimiento es buscar la unión
fraterna con los demás” (p.113). Alberdi recalca el rol de la libertad como fuerza motriz
del movimiento evolutivo de la historia y antídoto contra las fuerzas opuestas de
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disgregación: “No hay preservativo más poderoso de la guerra, no hay un medio más
radical de conseguir su supresión lenta y difícil, que la libertad. La libertad es y
consiste en el gobierno del país por el país” (p.123). En la medida que los pueblos
tengan en sus manos sus destinos, seguirán el impulso vital de conservación y
crecimiento que no puede ser torcido sino por la voluntad de los poderosos que los
dominan y los involucran en guerras llevadas adelante en provecho de unos pocos que,
además, jamás concurren al combate.
Pueblo-Mundo: meta de la evolución natural
El capítulo X de “El Crimen de la Guerra” se titula “Pueblo-Mundo”. Allí se lanza de
lleno a delinear el proceso que llevará al mundo a su evolución más alta. Resulta clara la
filiación positivista de su discurso: “Que las naciones tienden o gravitan hacia la
formación de una sola y grande nación universal, es lo que la historia no escrita de los
hechos que todos ven, no deja lugar a dudas. La ley que los conduce en esa dirección,
es la ley natural (...) Pertenecer a ese agregado, ser unidad de su organismo, será
prenda y condición de la civilización de cada sociedad. Esa ley común a todos los seres
vivientes y orgánicos, no será otra que la evolución (...) Si la biología ha servido a los
sociologistas para explicar por la ley natural la evolución, la creación, estructura y
funciones del ente vital llamado sociedad, ¿por qué no serviría también para explicar
esa entidad de la misma casta, que se puede denominar la sociedad de las naciones? La
aplicación de la biología al estudio de la sociología internacional, será una nueva faz,
llena de luz, de la ciencia del derecho de gentes” (pp.186-188).
El autor interpreta los avances de su tiempo como manifestaciones de una evolución
incontenible que despierta el optimismo progresista propio de la época: ”Cada día se
hace más estrecha por el poder mismo de la necesidad que las naciones tienen de
estrecharse para ser cada una más rica, más feliz, más fuerte, más libre. A medida que
el espacio desaparece bajo el poder milagroso del vapor y de la electricidad; que el
tiempo de los pueblos se hace solidario por la obra de ese agente internacional que se
llama comercio, que anuda, encadena y traba los intereses unos con otros mejor que la
haría toda la diplomacia del mundo, las naciones se encuentran acercadas una de otra,
como formando un solo país. Cada ferrocarril internacional equivale a diez alianzas;
cada empréstito extranjero, es una frontera suprimida” (pp.182-183). Alberdi asigna a
los avances tecnológicos el papel fundamental de posibilitar el acercamiento; pero no
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son la causa de la unión sino instrumentos de la misma, ya que se originan en respuesta
a una demanda de unidad que está inscripta en la naturaleza misma de la historia
humana.
La integración social del mundo no se constituye por mera superposición o
yuxtaposición, sino que se configura análogamente al funcionamiento de un organismo
vivo. Como en todo cuerpo orgánico, la sociedad internacional se compone de diversas
partes según trabajos o funciones especiales e interdependientes: “La separación del
trabajo responde a la ley natural; hay una „división fisiológica del trabajo‟, en función
de la cual se justifican tanto la independencia de cada nación como la mutua
dependencia” (p.190). Alberdi no considera las desigualdades que esta configuración
pudiere ocasionar, ya que en un cuerpo la interdependencia no es jerárquica sino
complementaria: “¿Queréis establecer la paz entre las naciones hasta hacerles de ella
una necesidad de vida o muerte? Dejad que las naciones dependan unas de otras para
su subsistencia, comodidad y grandeza. ¿Por qué medio? Por el de una libertad
completa dejada al comercio o cambio de sus productos y ventajas respectivas. La paz
internacional de ese modo será para ellas, el pan, el vestido, el bienestar, el alimento y
el aire de cada día” (p.243).
Su discurso legitima el renovado imperialismo europeo, ya que los conceptos que
utiliza no se corresponden con la situación real de su tiempo. En su visión, optimista e
ingenua, la locomotora del proceso evolutivo es Europa, que lleva la delantera por su
grado de civilización. Todos los pueblos deben subir a ese tren, cada uno a partir de su
propia situación, a fin de participar del avance general.
La autoridad universal
A medida que crezca la unión entre los pueblos se irá constituyendo, naturalmente,
una autoridad internacional que regulará esas relaciones. Se trata de un proceso análogo
al que derivó en la creación de cada estado. La forma que adquirirá ese organismo no
necesariamente responderá a la que tienen los estados particulares: “El día que las
naciones formen una especie de sociedad se verá producirse por ese hecho mismo y en
virtud de la misma ley que ha hecho nacer la autoridad en cada Estado, una autoridad
más o menos universal, encargada de formular y aplicar la ley natural que preside al
desarrollo de esa asociación de estados. Y aunque ese gobierno (...) no llegue a
constituirse jamás como el de un Estado dividido en los tres poderes conocidos, no por
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eso dejará de producirse en otra forma adecuada al modo de ser de esa sociedad
aparte” (pp.194-195). Alberdi no quiere encender debates acerca de la forma que debe
tener un futuro gobierno mundial, sería una discusión prematura y contraproducente. Lo
primero es favorecer el flujo hacia la asociación y el desenvolvimiento de intereses
comunes, que derivará en una “sociedad de sociedades” (p.205) que, una vez
constituida, engendrará su propia forma de gobierno: “dada una sociedad compuesta de
todas las naciones, la autoridad surgirá de ese hecho por sí misma” (p.203).
En el debate actual sobre la globalización, uno de los puntos de mayor fricción es el
de la pérdida de soberanía de los estados nacionales frente al crecimiento de otras
formas de poder internacional, tanto formales como informales. Alberdi considera este
desplazamiento de poderes como un signo de progreso: “La ley de unión que arrastra
al mundo a tomar una forma que haga posible la existencia de un poder encargado de
administrar la justicia internacionalmente, dejada hoy al interés de cada Estado, no
llegará ciertamente a producir la supresión de los gobiernos unidos que hoy existen,
pero traerá la disminución de su poder, en el interés de del poder general y común, que
se compondrá de las funciones internacionales, de que se desprenden los otros, como
los poderes de las provincias se han visto disminuidos el día de la formación del poder
central o nacional en el interior de cada Estado. La subordinación o limitación del
poder soberano de cada nación a la soberanía suprema del género humano será el más
alto término de la civilización política del mundo” (p.215).
La integración de bloques
El autor analiza las fases del proceso y se atreve a anunciar cuáles serán los pasos
conducentes a la unión del género humano: “Primero: la formación de grandes
unidades continentales” (p.197). En esto expresa su convicción naturalista, tomando
como infraestructura el soporte geográfico. Es interesante notar, nuevamente, una
especie de “federalismo evolutivo”. Al servicio de su argumentación, Alberdi no
considera a la Tierra como un todo dividido en partes, sino que la considera como un
todo constituido por la unión entre las partes. Esto resulta funcional a su discurso, ya
que lo contrario implicaría partir de una unidad originaria perdida en busca de
restauración, lo cual no sería coherente con la idea de un proceso de carácter
ascendente. Por eso, el movimiento político de unidad se va a ir delineando partiendo de
la proximidad geográfica: “A la idea del mundo-unido o del pueblo-mundo ha de
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preceder la idea de la unión europea o de los Estados Unidos de la Europa, la unión
del mundo americano, o cosa semejante a una división interna y doméstica, diremos
así, del vasto conjunto del género humano en secciones continentales, coincidiendo con
las demarcaciones que dividen la Tierra que sirve de patria común del género humano”
(p.197). Leído hoy, parece una profecía de la Unión Europea y los intentos de constituir
el ALCA.
¿Cómo se dará, concretamente, esa asociación política? Responde de manera
coherente con su permanente insistencia en la creación de un congreso americano:
“Otro paso en el sentido de la centralización del mundo para el gobierno de sus
intereses, es la celebración de congresos continentales, como los que se han reunido en
Europa y en América a principios de este siglo. Es verdad que de un congreso a la
instalación de un poder común, hay una gran distancia; pero es el hecho que ningún
poder central existe en América o Europa, de carácter nacional, que no haya
comenzado y sido precedido de congregaciones de representantes” (p.198). Los
cuerpos regionales de representantes serán los embriones de un futuro órgano universal
de gobierno.
A la base geográfica, que constituye el soporte físico de cada bloque continental,
Alberdi suma otros elementos asociativos: “No sólo los continentes, sino las creencias
religiosas y las razas serán los elementos que determinen las grandes divisiones
geográficas de la humanidad en las grandes secciones internacionales (…) La
comunidad de opinión en que reside la ley requiere, para constituirse, la comunidad de
idioma, de origen histórico, de usos y de creencias” (p.217). Alberdi valora la
configuración cultural como elemento determinante en la construcción de unidades
regionales. Por eso, vislumbra un mundo futuro en el que los pueblos se integrarán en
grandes bloques según la concepción religiosa, que es colocada así como núcleo central
de la cultura: “Así la cristiandad formará un mundo parcial o gran cuerpo
internacional; otro sería formado por los pueblos mahometanos; otros por los que
profesan la religión de la India” (p.217).
Alberdi había considerado la importancia fundamental del cristianismo como
elemento unificador, pero esta mención, hacia el final de su libro, incluye otras
expresiones religiosas en el horizonte de la futura comunidad internacional, lo que daría
como resultado un mundo conformado a partir tres grandes bloques. Aquí se detiene.
Este punto de llegada parece indicar que el optimismo universalizante de Alberdi se
topa, finalmente, con un límite vinculado al ethos más profundo de los pueblos.
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No sabemos si consideró la posibilidad de un paso posterior en que esas tradiciones
religiosas habrían de encontrarse en una única expresión ecuménica mundial. En todo
caso, tanto este silencio como la síntesis de su pensamiento aquí presentada, pueden
aportar una fecunda perspectiva diacrónica para abordar el fenómeno contemporáneo de
la globalización.
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