Carmelo Di Fazio
El ángel que no merecía morir
“Cuando el amor es verdadero, las casualidades se convierten en milagros”
El ángel que no merecía morir.
M iami julio 2014.
© Derechos reservados. Carmelo Di Fazio
Primera edición: julio 2014
ISBN-13: 978-1497371514
ISBN-10: - 1497371511
Impreso en M iami, USA
Corrección literaria: Francisco Aljama Azor,
[email protected] Alejandra Serrano
Rivera,
[email protected]
Diseño de portada: Ramón León
[email protected]
Nota: Todos los datos, historias, lugares, personajes y situaciones reflejados en el
libro son producto de la imaginación del autor; son hechos ficticios sin conexión
con la realidad. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
P ara contactar con el autor:
[email protected]
© Todos los derechos reservados. Carmelo Di Fazio Esta publicación no puede ser
reproducida ni en todo ni en parte, ni registrada o transmitida por un sistema de
recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico,
fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro,
sin el permiso previo por escrito del autor y la editorial.
Agradecimientos: A Dios, por haberme bendecido siempre. La
confesión de Judas.
Nadie es perfectamente bueno ni absolutamente malo. Todos al
nacer disfrutamos de equilibro entre luz y oscuridad. Debemos
aceptar que esas semillas antagónicas germinarán en relación con
nuestros actos. La vida se encargará de ponernos a prueba, de
buscar la manera de enseñarnos con claridad qué perfil se destaca en
nosotros. Sin embargo, es necesario recordar que desde lo alto del
firmamento nos suelen regalar oportunidades para cambiar de
bando. ¡Así es la vida! Sí, esa jodida realidad del ser humano
llamada vida. En ciertos momentos dulce; en ocasiones agria, triste,
dolorosa. Y en especial cuando a uno le toca ver la muerte de su
madre por un error de cálculo en la mal llamada justicia del narco.
Atravesada por un balazo en la espalda que le perforó el pulmón
derecho y terminó ahogándola en su propia sangre. Con ese triste y
horrible recuerdo creció la pequeña sin rostro. Durante sus
primeros años de vida, la espantosa memoria le robó el sueño en las
noches sin luna. Hasta que el implacable destino cambió a su favor
y Dios le regaló un ángel custodio.
A fin de cuentas, la existencia siempre viene acompañada de llanto.
Nacemos y, de sopetón, nos dan una sonora nalgada al salir del
cálido vientre. Luego descubrimos que todos, en ciertos momentos
de nuestra lucha constante, cargamos con una pesada cruz. Si lo
sabré yo, que muchas veces me pregunté: «¿Cuál es la razón de mi
existencia? ¿A qué carajos vine a este mundo?». Porque ¡mira que
pasé trabajos desde muy joven! En ocasiones, las lágrimas
derramadas abultaron más que las tibias sonrisas esbozadas en mi
semblante. Sin yo pedirlo, el hado me empujó a un mundo bien
requetepodrido cuando decidí pasarme al bando de los malos.
Bueno, siendo franco, la riqueza, los lujos, y los placeres mundanos
tenían su precio en sangre. ¡Qué le vamos a criticar, carrizo! ¡Cómo
alegraban el alma en su momento esos disfrutes pecaminosos! En el
fondo, y saturado de sinceridad, tenía una justificación terrenal: ser
pobre, de purita verdad, es muy cabrón. Sobre todo, en nuestra
sociedad actual, donde la «auténtica» moral parodia con creces el
amor de las rameras, vendiéndose al mejor postor. En estos
tiempos de globalización, la verdad aumenta en credibilidad cuando
se tiñe de muchos verdes. Es bastante proporcional al peso en
dinero y, sobre todo, gracias a la complicidad de los medios de
comunicación, que adulan, o le dan ventana a cuanto político
corrupto, mentiroso, aprovechado, asesino pulula en el país, en vez
de educar al pueblo. ¡Triste y lamentable! No obstante, ¿qué
podemos hacer? Así de jodida está la sociedad. Hoy el dinero es tan
poderoso que muchos ya dudan de Dios.
En los albores del siglo XXI, decir la verdad resulta políticamente
incorrecto. En general, puede acarrearnos problemas. M uy en
especial, si tus actos no gozan del aplauso de la mayoría, y aun
cuando tengas la razón. Sí, es triste, pero, en ocasiones, decir la
verdad puede resultar mortal. A mí me tocó comprobarlo en carne
propia, y la experiencia me marcó con huellas eternas: dos tiros, un
mes en cama y un pasaporte al más allá, que, gracias a San M iguel
Arcángel, no hubo necesidad de usar. Jamás lo dudé; esa es la vida
del narco. Te permiten tocar el cielo durante años. Pero, en
segundos, el infierno abre sus puertas para recibirte y gran fiesta te
hace. Nunca entendí por qué la antesala a esa bienvenida siempre
huele a muerte dolorosa. Debería existir algún código, algo similar a
cierto derecho de réplica. Digo que al menos nos permitan la
oportunidad de exponer nuestras razones o el deseo de cambiar de
rumbo. Tenemos la justificación perfecta: nos cansamos de desafiar
a cada momento a la Pelona, todos los putos días del año. Pero
pronto entendí, y con gran dolor, que en esa cofradía del mal resulta
imposible ceder a terceros nuestro carné de admisión.
No hay problema; acá estoy, dándole guerra a la vida, a ese milagro
de Dios tan raro, y hermoso a la vez. ¡Sí! En realidad, vivir es un
milagro. Debemos celebrarlo, cada vez que podamos y por partida
doble, si, a pesar del peso de tus pecados, alguien, allá en el
firmamento, te firma una segunda oportunidad, justo cuando menos
te lo esperas. Es un alguien que no conocemos en persona; que
algunos llaman universo; otros, vida, o, como la gran mayoría suele
llamarlo: ¡Dios! Ser bendito que, muy a pesar de tu terquedad, del
contumaz deseo de estar en el bando de las sombras, se empeña en
decirte, justo en su momento, en sus tiempos benditos, que tienes
otra posibilidad de redención; eso sí, bajo ciertas reglas que te
empujan a adquirir un compromiso individual, y, de pronto, te das
cuenta de que estás llevando a cabo ciertas acciones sin tener la
mínima idea de por qué lo haces. Claro, es muy simple: te salvarás.
La razón fundamental es que alguien controla tu destino y ha
decidido «bendecirte» sin dejarte reaccionar. Te pone a prueba,
recordándote lo inmensamente débil y pequeño que eres. Que ni
con dinero, poder, o armas lograrás alcanzar la libertad absoluta sin
su ayuda.
M amá solía decir «Cuando menos lo esperas… Dios te da un
manotazo en la cara. Te enseña el camino correcto, aunque el
demonio sea tu socio». ¡Cuánta luminosidad había en las palabras
de mi vieja bendita! A pesar de su ignorancia académica, pues
nunca tuvo el privilegio de pisar una escuela, su intuición asustaba;
era pasmosa. M i madre inspiraba, como vaticinios solían
cumplirse. Todavía profeta del pueblo. Sus recuerdo su insistencia
dictatorial, sus casi enfermizas exhortaciones a que siempre le
rezara a San Juditas, su confidente personal. «¡Y dale con el
temita!», pensaba yo, rezumando estúpida ignorancia, luego de su
sermón. M es tras mes, ella me recordaba a cada rato: «Mijo, vaya y
récele al santito de los imposibles; mire que si usted deja de
buscarlo, él se le presentará cuando no lo esté llamando».
Y de esa manera aconteció; la vieja me volvió a sorprender. Una
tarde de verano en el D. F., un día 28 para ser exacto, la fecha del
santo, que en especial, sus fieles de M éxico lo celebran todos los
meses. M e encontraba lavando coches en Polanco, cerca de la
esquina de Arquímedes. Eran ya pasadas las dos de la tarde, justo
cuando el sol me escocía en la espalda. De pronto llegó a mis oídos
la música, fuerte pero melodiosa, de una banda colegial. El
vehemente sonido provenía de una orquesta de uno de esos
institutos educativos privados que solo pueden pagarse con
moneda extranjera, donde la mitad de las asignaturas se enseñan en
otra lengua; típicas academias en que los egocéntricos «niños fresa»
del D. F. adinerado comienzan a presumir de sus verdaderas dotes
de déspotas.
La música me sedujo con aguda sutileza y casi logró hipnotizarme
por completo. Debo reconocer que la banda estudiantil tocaba con
exquisita destreza. Enamoraba, galanteaba mis sentidos a placer.
Era como escuchar un coro de ángeles que de puro gozo me erizaba
la piel. Por instantes sentí la purificación de mi alma gracias a las
notas del grupo musical y el coro de voces celestiales que
acompañaba al cortejo religioso. Curioso, pregunté a uno de mis
compañeros, el más antiguo en la zona, cuál era el motivo de la
fiesta. El muy naco me espetó de forma grosera que no le
importaba un carajo. Él se dedicaba a lavar coches para ganarse el
sustento. Que me dejara de tonterías, de boberías destinadas a
niños ricos. Quizás su resentimiento social le impedía alegrar el
corazón de tal manera que ni siquiera con la bendición melodiosa
que ambos oíamos podía sonreír.
Lo impresionante estaba aún por suceder. La agrupación estudiantil
tuvo que desviarse un poco; un grupo de obreros terminaba unas
reparaciones en una transversal. Atravesando frente a nuestro
improvisado puesto de trabajo, ataviados con su uniforme de gala,
los músicos hicieron un ligero cambio en la ruta. M e acerqué a dos
metros de la comitiva colegial. Cuando alcé la mirada, mis ojos se
anegaron en lágrimas espontáneas, inexplicables, benditas. Quedé
atónito contemplando la imagen más hermosa que jamás había
disfrutado de San Judas Tadeo, idéntica a las estampitas religiosas
con que mi madre a cada rato me obsequiaba o escondía en mi
billetera, encargándole al santo mi protección. ¡Ciertamente, el
auténtico, el mismísimo apóstol bendito, estaba a mi lado! El santo
de los imposibles se acercó sin previa invitación. Vino a saludarme,
a verme, ansioso de charlar conmigo. Ya no aceptaba mis demoras.
El primo de Jesús quiso sellar, con circunstancias increíbles,
nuestro encuentro casual. Con manifiesta complicidad del cielo, el
santo realizó un pequeño milagro.
El chico que guiaba, en la punta izquierda de la peana de nogal
labrada en Zaragoza en que descansaba la figura de yeso veneciano
del Príncipe de las Causas Difíciles o imposibles, se torció el
tobillo… de manera muy sospechosa, y a escasos centímetros de
mi mano derecha. Reaccioné en fracciones de segundo, como si
alguien halara de mi antebrazo advirtiéndome del imprevisto y lo
situara con rapidez en el extremo del madero que sobresalía y
soportaba el peso lateral de la imagen. Empuñé con fuerza y
decisión la viga marrón, tallada con esmero por carpinteros
europeos. Contemplé de cerca el rostro de San Juditas, como lo
llamaba mi vieja en tono amigable, de cuates cercanos. El santo me
concedió una sonrisa cómplice en señal de gratitud. Al menos, eso
sintió mi alma eufórica, y desde aquel momento comprendí que la
fe, los milagros y el poder de Dios se unen de manera definitiva
cuando menos lo esperas, y de manera habitual, en apoyo de una
causa justa. Si no te acercas a Él, tranquilo: pronto lo tendrás de
frente. Pero no sin antes recordarte que te pedirá un sacrificio que
le resulte agradable. Nada en la vida llega sin esfuerzo; incluso los
milagros.
No importó cuánta sangre pasó por mis manos; lo culpable, asesino
o nefasto que pude haber sido. Cuando Dios decidió que ya era
tiempo de mi redención, me envió un ángel bendito dispuesto a
salvarme, aunque en el camino haya tenido que destruir para
siempre el amor verdadero. Ese fue el altísimo precio que tuve que
pagar, un inmenso dolor que me tocó sufrir en aquel momento tan
triste y funesto, basado en un acto humano; el penoso sacrificio
que al final purificó mis horribles pecados. Y siempre agradeceré,
aquella misión que habían diseñado en el cielo para ser ejecutada en
nombre del amor, porque al final resultó más importante que la
suma de mis anhelos. Lo único lamentable es que los
acontecimientos se produjeron de una forma demasiado dolorosa,
dura y rápida, casi con la misma sensación de viajar en una montaña
rusa donde la mayor parte del tiempo estás de cabeza abajo,
presagiando con claridad meridiana esa horrible impresión de
combatir a ciegas, y con la certeza en la mente de que no lograrás
salir vivo de la locura del narco.
Acá estoy, feliz por la oportunidad de estar vivo, de poder rehacer
mi vida. No sin pecados anteriores, cierto, aun cuando en el cielo
me hayan borrado de la lista de los inicuos. En mi cuerpo, y en el
corazón, las cicatrices persisten recordándome las culpas. El mayor
sufrimiento nace cuando recuerdo las miradas de tantos muertos,
que reposan en el historial delictivo, y a pesar de que en muchas
ocasiones esos cadáveres fueron peores sicarios que yo. Tal vez
Dios me utilizó como instrumento de justicia; no lo sé. Acaso sea
una forma de justificar mi sangriento pasado, porque aquellas
miradas de sangre endurecida siguen evocando mi historia criminal,
que, en el fondo, en absoluto reflejaba mi verdadera esencia.
Reconozco que mi pasado no resultó perfecto, pero, al menos,
recibí la bendición de poder mejorar el futuro. Y en especial, por el
bienestar de la morrita sin rostro.
Capítulo 1
Romeo les teme a los amigos de Julieta
Madrid 2008, una mañana a finales del otoño.
Empezaba a morir el antepenúltimo año de la década. España era
una fiesta masiva; abundaba la alegría fácil y la celebración efímera.
M adrid dirigía la comparsa consumista. Las tiendas aburrían,
repletas de clientes. Todos los mortales celebraban efusivos;
algunos, la nueva colección de invierno recién exhibida en las
vitrinas comerciales; otros, la compra de pisos nuevos, locales
hipotecados, o viajes de placer a lugares recónditos en vísperas de
las festividades navideñas. La capital invitaba a la juerga, la
diversión y algarabía desmedida. El poder del capitalismo a todo
dar o desmedido era palmario. La mayoría daba rienda suelta al
placer de gastar lo que no se tiene o que tal vez jamás se ganará.
M uchos disfrutaban adquiriendo cosas innecesarias que nunca
podrían pagar en el futuro cercano. El monstruo de la crisis emitía
sus primeros vagidos, nutrido por el cancerígeno dinero plástico,
socio de los créditos bancarios a tasas preferenciales algo
sospechosas, imposibles de liquidar a largo plazo. Y las
consecuencias, embotadas por el trillado ardid publicitario de
hacerte creer que «tú te lo mereces», aunque nada te haga falta. No
obstante, las muchedumbres pregonaban merecerlo. Con seguridad,
lo terminarían pagando con lágrimas, crujir de dientes o
frustraciones psicológicas.
La sociedad transitaba, henchida de aparentes alegrías, aunque, a la
postre, demasiado endebles, ficticias. No había espacio para el
miedo o la tristeza; no digamos ya para planificar un futuro estable,
apacible, tranquilo. El cielo de M adrid seducía a los transeúntes a
todo lo largo y ancho de la calle de Ortega y Gasset y sus
alrededores pijos, casi tocando Serrano, hasta llegar al mismísimo
Paseo de La Castellana. Nos encontramos en una de las zonas con
mayor lujo y opulencia comercial por metro cuadrado de la
majestuosa urbe cosmopolita. En ese reducido pedazo de tierra,
donde el precio del concreto escandalizaba, nadie se preocupaba
por menudencias económicas. Allí, en sus espacios comerciales,
estaban presentes la mayoría de las firmas de lujo: modistas de
renombre, joyeros, mueblerías, estudios de abogados, agencias de
publicidad y políticos corruptos (valga la redundancia); en
resumen, cuanto artículo se pudiera intercambiar por euros… de
papel o de plástico mentiroso y esclavizador.
A medianía de la prestigiosa calle, no muy lejos, en diagonal con la
fundación Carlos de Amberes, el transeúnte se topa con el Edificio
Alcántara, una añeja y recargada edificación de la época de la
posguerra española; una torre no muy alta, de unos doce pisos,
revestida de piedra rústica que le imparte un aire de grandeza, de
alcurnia, o quizás de solidez económica. Es, en fin, uno más de esos
viejos y legendarios palacios gubernamentales de la España
mercadeada en lujosos catálogos turísticos.
En los bajos del edificio, al costado derecho, se apreciaba una
pequeña y muy refinada tienda de Carolina Herrera. En la madre
patria, el mero nombre de la famosa diseñadora venezolana,
radicada en Nueva York, implicaba tema de discusión en cenas o
banquetes de príncipes y duques. Justo al lado, abrió sus puertas
una boutique del mejor elixir de la oliva. Un establecimiento de
opulenta elegancia, especializado en comercializar el icónico
producto, básico en la dieta mediterránea. Algo tan simple y básico
como aceite de oliva. En sus estantes y vidrieras, los curiosos
encontraban cientos de mezclas del preciado líquido, elaboradas con
mayor o menor grado de refinación, a un costo obscenamente
gravoso, y guardando directa proporción a la ostentación de la
vitrina. Daba igual. Durante esos meses anteriores a la gran crisis de
Bankia y sus engendros, el ladrillo, las tierras, o el crédito criminal,
al español medio le sobraba dinero para esos lujos y mucho más.
En España eran tiempos de fanfarronear; revivía el festín de
Baltasar.
A continuación, emergía la puerta principal del Edificio Alcántara.
M itad residencial; mitad empresarial. El pórtico de cristal separaba
la calle de las lujosas oficinas, casi todas ocupadas por banqueros,
publicistas o abogados. La crema de los corruptos en el corazón del
M adrid adinerado. Tal vez faltaba algún narco, o quizás los había.
El detalle peculiar es que nadie lo podía certificar… y eso que no
me incluyo. Siguiendo en el pasillo comercial, el visitante se topaba
con el café Bistró M aximiliano I, un lugar estupendo, sobrio,
divino, elegante, digno émulo de la nobleza francesa de mediados
del siglo XIX. El nombre fue escogido en honor al único extranjero
emperador de M éxico. El propietario del restaurante era oriundo de
esa nación al sur de la América del Norte. Pocos, o casi ninguno, de
los asiduos comensales del lugar conocían el verdadero nombre del
dueño: don Fernando M iralles. Los clientes tradicionales lo
llamaban con cariño «el mexicano», un personaje agradable, de
buenos modales, tranquilo, educado en la música, que era una de
sus pasiones ocultas; tocaba con destreza el saxofón. Era conocedor
de la buena repostería, su gran especialidad o, mejor dicho, su
consagración en el arte culinario gracias a la sapiencia en la mezcla
de sabores europeos tradicionales con ingredientes de la ancestral
gastronomía indígena del Nuevo M undo. Utilizaba cultivados en
tierras de M octezuma Xocoyotzin. El productos
chef sabía combinar a la perfección el mestizaje de ambos paladares
en finas masas, pellas, tartas, hojaldres, o bollería vienesa,
parisiense y catalana. Los manjares salados en el peculiar bistró,
eran también muy reconocidos por las altas esferas sociales del
M adrid vanguardista, irreverente en su gastronomía moderna.
El café multicultural ofrecía un menú selecto. Brindaba diversas
opciones de finos platillos a la hora del desayuno, el almuerzo o la
cena. A diario, la cocina ofrecía pescados frescos, cordero o cabrito
(como suelen llamarlo los residentes de M onterrey), carnes blancas,
sopas o potajes. Su decoración en la barra, techo y comedor
empleaba imaginarias fusiones de telas coloridas combinadas con
maderas nobles de Centroamérica, trabajadas con esmero y
aristocrática delicadeza en Europa, que le conferían un acabado
similar al del estilo de la nobleza española. Predominaban la mesas
circulares, pequeñas, gruesas, de escaso radio, muy al estilo francés,
casi un calco del famosísimo Café de Flore, que se halla ubicado en
el 172 del bulevar Saint-Germain de París. Con un toque especial de
refinada magia, los tablones chicos colocados a su alrededor
permitían colocar a cuatro visitantes casi chocando las rodillas entre
ellos debido a lo exiguo del diámetro. Los manteles de lino blanco,
lavados y almidonados a diario, eran importados de Bélgica. La
rústica tela llevaba bordados en tonos azules y rojos el nombre del
emperador unido al escudo de armas de la familia imperial,
reforzando una connotación ya demasiado parisina. Los paños que
vestían las mesas terminaban en un fino doblez hecho a mano del
que, de forma ocasional, colgaba algún hilo blancuzco que apenas
acariciaba el piso. Sus medidas, calculadas a la perfección, obligaban
a los meseros a cubrir el diminuto radio de la circunferencia de la
mesita evitando que los ruedos fuesen pisados y dañados por los
clientes de turno.
La entrada principal del café Bistró M aximiliano I tal vez resultaba
un tanto tímida, algo disimulada, sin mucha ostentación. Fue una
estrategia muy bien pensada con el propósito de evitar alejar a
clientes nuevos que, una vez dentro, luego de embriagarse el olfato
al disfrutar los cautivantes aromas de cada alimento o exquisitez
gastronómica, les impedía abandonar el sitio aunque el precio
estuviese muy por encima de cualquier análisis financiero. Eso no
importaba: al final del día, el poder del crédito alimentaba de
manera morbosa el ego de los comensales, sobre todo, si quienes
mantenían el lugar a tope eran en su mayoría venales, abogados,
banqueros o publicistas. Es decir, una categoría de narcos bastante
«light», que además eran aplaudidos con elegancia por la sociedad.
La vieja del propietario acostumbraba a repetir en sus momentos de
frustración social que «Los políticos matan por conveniencia, los
narcos, por negocio, y los comunistas, por cobardía». Toda
semejanza con el Bistró no era casual; el tiempo daría la razón.
Las paredes del local se veían bastante sobrias. Una de ellas había
sido decorada con murales del mapa regional de la Alsacia, donde se
demarcaban las zonas vitivinícolas, en especial la de los caldos
burbujeantes. El muro paralelo ofrecía un listado de quesos
emblemáticos de las tierras galas que casaban en perfecto maridaje
con los diferentes tipos, sabores y texturas del mejor fruto de la
vid. Las dos paredes restantes estaban pintadas en tonos terracota
que se habían obtenido degradando varios matices de marrones de
campo. En ellas se exhibían sendos mostradores repletos de
botellas de vino, apiladas de forma muy organizada en posición
horizontal. La nota discordante o antiglamurosa de la vinoteca la
daban las etiquetas que pendían de los picos en las marcas de cada
cepa, resaltando en rojo chillón una breve reseña del producto, la
composición de uvas, su añejamiento y, por último, el precio neto.
En todo caso, el valor monetario representaba el argumento final a
los ojos del comprador potencial a la hora de degustarlo, bien por
placer, bien por mero compromiso social o laboral.
La cocina era menuda, pequeña, al igual que todo en Europa. Poseía
lo necesario al momento de suplir las exigencias de un público
refinado y bien educado en el arte del buen comer. Las ollas que
abundaban con notoriedad eran las cacerolas de hierro forjado,
pintadas de colores vivos, llamativos y utilizadas en la preparación
del platillo emblemático del Bistró: Moules et frites, con ligeros
toques de huitlacoche, una combinación de sabores opuestos, única
en el mundo. Era un manjar inventado por Fernando M iralles, el
mexicano de buena presencia, quien logró reducir el índice de acidez
del cítrico que se colocaba en el fondo del pintoresco y pesado
envase metálico acoplándolo con buenas dosis del famoso hongo
negro del maíz característico de M éxico que, según reza la leyenda,
antes de la colonización era el banquete destinado a emperadores
aztecas y sus consortes. Si bien la tintura de los mejillones se
tornaba achocolatada y podía confundir al huésped, resultaría
soberana estupidez repudiar el mágico menjurje gastronómico por
su simple aspecto poco ortodoxo. Los audaces que probaban la
receta, mitad indígena, mitad conquistador, terminaban alabándola
con bravura.
Como todas las mañanas, a las nueve en punto el sitio se atestaba
de fanáticos del famoso café aromático; hasta los más aventureros
se dejaban seducir por un maravilloso café de olla a la usanza
veracruzana, cocinado con abundante agua, doble de piloncillo, tres
palos de canela, y dos clavos de especia. No se podría certificar que
esa receta tan perfumada, parecida a una sangría cafetera, hubiese
nacido en Veracruz; no obstante, terminaba siendo una historieta
promocional tal cual rezaba en el menú que don Fernando M iralles
supo mercadear muy bien a beneficio de su negocio. La mayoría de
los bebedores del estimulante negro creía la versión del mexicano.
Lo importante no era el pasado cultural de la infusión, sino su
sabor tan especial y adictivo.
En esa mañana, un tanto aterradora y con vientos de muerte, no
había sitio libre en la barra; estaba ocupada por un grupo de
banqueros que se inyectaban las necesarias sobredosis de cafeína
con glucosa antes de enfrentar las emociones del día. El negruzco
brebaje ayudaba a repotenciar energías para continuar engatusando
a las nuevas víctimas del crédito que se ofrecía como milagroso,
pero que al final podría ser mortal. De manera selectiva, los
financistas de sobra sabían que el futuro de sus clientes pintaba
negro. A los jerarcas de la banca les daba igual. Era muy simple: a
los traficantes de dinero la justicia se limitaría a sobarles el hombro,
dilatándose la emisión de órdenes de captura y permitiendo la fuga
legal de los ladrones hipotecarios, mientras que en el seno de las
instituciones financieras los premiarían con retiros o jubilaciones
millonarios.
En el comedor había una mesa reservada. La selecta clienta la había
apartado desde la noche anterior en contra de las normas del Bistró.
En el café no permitían reservar puestos, pero, en esta ocasión, el
propio dueño autorizó romper con las tradiciones. El improvisado
mesón fue ubicado al final del pasillo lateral, contiguo a la puerta
basculante de la cocina. El resto del espacio comercial se mostraba
completo, lleno. M uchas personas hacían fila esperando para pedir
su desayuno empaquetado y poder disfrutarlo después en alguna
fría oficina, en pleno otoño, la estación antecesora del peor fraude
de la historia bancaria mundial: la crisis inmobiliaria y sus derivados
satánicos, la causante de muchas frustraciones en la sociedad de
clase media.
A las nueve y quince de la mañana, una pareja moderna entró en el
famoso Bistró. Dos románticos amantes de Verona cuyo amor, a
diferencia del de los originales, quizás no tendría el mismo final
funesto. Ella era una niña perfecta de tez morena, cuya piel estaba
hermoseada por unos suaves matices que tendían al ocre; hermosa,
delicada, sublime, que exhibía unos rasgos de otras latitudes algo
tostadas por el sol. La apariencia de la mujercita imitaba a la de un
ángel de cabello castaño claro, suave, medio ensortijado y seductor
que se retorcía en difusos remolinos en ciertas áreas de su
exuberante cabellera que le producían un aire de Lolita pecaminosa,
pero inexperta, de esencia pura e ingenua. A la distancia, la melena
le regalaba un toque de mujer casi adulta, sensual, aunque un tanto
camaleónica porque, de repente, cuando la mirabas de cerca
entendías que, quizás, no superaba los diecisiete años, a pesar de su
soltura femenina. La curvatura de sus párpados y el grosor de las
cejas, sumados a la delicadeza de los pómulos, delataban alguna
mezcla de tierras americanas en sus genes. No era la típica europea,
aun cuando al hablar su fuerte acento españolito confundía. Su
rostro la acusaba, delataba su linaje ancestral. Poseía el cuerpo y la
belleza de la mujer latina nacida de la mezcla violenta del europeo
con el indio o, en escasas ocasiones, con el negro. Sin duda alguna,
podría ser heredera de la M alinche, cuando arrastraba sus amores
prohibidos. Transpiraba dulzura, encanto, ángel, ese particular don
que no todas las mujeres pueden expresar sin fingir. Era pura, real,
bella de pies a cabeza.
Utilizando modales muy delicados saludó al camarero y con
rapidez se identificó como la dueña de la mesa reservada. Actuó de
forma respetuosa, prudente, un tanto seca, tímida. Los trabajadores
del Bistró la conocían muy bien. Estaba acompañada de un chico de
aspecto extranjero, que tal vez provenía del Oriente M edio. Su
nariz y el cabello claro ensortijado con marcados aires morunos
facilitaban encasillarlo en un grupo étnico definido, quizás fiel
creyente de una de las dos religiones más antagónicas, la judía o la
musulmana. La nariz del muchacho sobresalía demasiado
pronunciada y ofrecía surcos atormentados. Su sonrisa amigable le
ayudaba a opacar ese desperfecto genético capaz de ofender el
plano visual, el verdadero aspecto culpable que le desaconsejaba o
impedía tomarse fotos de perfil. Era muy claro que el Romeo
moderno descendía de algún linaje árabe o quizás de la propia
Jerusalén, cuna de las tres religiones monoteístas que controlan el
mundo gracias a la fe, el dinero y el fanatismo, sangriento contra
toda lógica.
Los románticos visitantes fueron ubicados en la mesa asignada; se
los veía dubitativos; buscaban algo con la mirada, como tratando de
identificar a un tercer invitado retrasado. Al menos eso sugerían,
porque el tablón de comer exponía tres sillas francesas
desocupadas, muy similares a las utilizadas en los bares de la
Ciudad Luz, tejidas a mano, confeccionadas con mimbre
camboyano. La mesa semioculta rompía con la distribución
cotidiana del sitio; se notaba que había sido colocada como
extensión forzada, utilizada en ocasiones especiales cuando el café
Bistró estaba demasiado lleno. Parecía una especie de apéndice
funcional de emergencia. La pareja de enamorados se acomodó con
timidez; no querían ser molestados. La chica tomó la iniciativa y
habló con suavidad romanticona. Pidió calma a su enamorado que,
con franqueza, parecía más nervioso que un condenado a muerte. El
moruno sudaba copiosamente en las axilas, en la parte superior de
los labios y en la frente. Su prometida pues eso daba a entender la
chicuela, se concentró en acariciarle la mano derecha intentando
aliviar el desespero y reducir el exagerado nivel de estrés de su
amado. El joven de pinta arábiga, deseoso de empuñar las riendas,
le dio a entender a su princesa latina que no temía las consecuencias
de sus actos: pasara lo que pasara, él jamás cambiaría su posición,
afrontaría todo desafío, por muy duro que fuese. Defendería a
fuego y metralla el amor de su doncella juvenil; había prometido dar
la vida por ese amor atormentado y peligroso.
El alma de la joven rebosó de alegría cuando sintió a Dios
conversando con ellos, brindándoles fuerzas, esperanza y fe, e
insinuándoles que todo saldría bien, que el miedo era el resultado de
un prejuicio tonto, basado en el temor a la rudeza o al rechazo de su
progenitor, alimentado por los típicos celos de un padre inquisidor.
La mujercita de piel tostada rezaba, suspiraba por un hermoso final
donde triunfara el amor verdadero. Se armó de valor, le robó un
beso cómplice a su güero árabe, de esos que nutren el corazón del
valeroso ante el peligro o ante los enemigos de la libertad.
Necesitaban llenarse de pasión, fe, ardor y de ese vigor excitante
nacido de las hormonas revueltas por una simple caricia que excita
el alma. El seductor marroquí se dejó atrapar; los delicados labios
de la astuta niña mujer lo redujeron. Ambos se fundieron en un
ósculo de placer bendito, destinado en exclusiva a los verdaderos
amantes, a los recién enamorados, los que saben darle vida
exponencial al sublime placer de amar sin complejos.
M ientras la pareja de pretendientes desinhibía sus temores
escudándose en las emociones del deseo carnal como vitamina,
entró al café Bistró M aximiliano I un hombre vestido elegancia, de
estatura un poco más elevada que con sobrada el promedio
estadístico de la sociedad; tal vez midiera un metro setenta y siete.
La complexión del visitante era atlética, de porte sobrio, estilizado,
bien aseado, perfumado con exceso. Por sus características y
contornos faciales, se podía inferir o apostar sin temor a errar que
el forastero no pasaba de los cincuenta años. El color de la piel
también delataba su genealogía. No era difícil establecer el cruce de
sangre latina con algún antepasado europeo, aunque prevalecían los
genes del Nuevo M undo. De hecho, en cualquiera de los lugares de
mala muerte de la España racista, todos dirían que se trataba de un
sudaca. ¡Eso sí, de los adinerados! Las ropas que adornaban su
cuerpo de apolínea musculatura revelaban un claro derroche. Vestía
de traje azul marino de finísima lana, hecho con fibra de cachemira
y de corte ceñido, típico estandarte de la casa Ermenegildo Zegna.
El saco hacía juego con una delicada camisa rosada de doble puño,
fabricada con el mejor algodón americano y diseñada por la firma
Armani, tal como indicaba el logo bordado en el bolsillo del
pectoral. Ambas prendas combinaban en perfecto equilibrio
cromático con una corbata de cuadros muy gruesos, resaltados con
finura por tres diferentes tonalidades de pigmentos azules, en
cuyos vértices incardinaba cierta fusión de múltiples matices de
rojo que tendían a los morado pálido, muy bien entrelazados con
arte y glamour real. Parecía un lord inglés con cara de chilango,
perdido en pleno M adrid.
El peculiar comensal torció la vista en busca de algunos amigos o
invitados conocidos. El camarero de turno lo saludó con alegría. Era
notorio que se conocían. El latino de porte señorial enfiló en
dirección a la puerta de la cocina, acercándose raudo a la romántica
pareja. Sin sospechar, los amantes proseguían muy felices
consumiéndose en su incendio hormonal a todo vapor. En sus
corazones, el mundo se había detenido. Hasta que el crujir de los
zapatos de cuero vino tinto sobre el piso de parqué alertó a los
novios clandestinos. La chica alzó la mirada con sorpresa mortal y
la clavó aterrorizada en el rostro del extraño ser, quien comenzaba a
transformar su expresión facial con nuevos aires siniestros. El chico
de nariz sobresaliente se comportó igual, duplicando los índices de
pánico al ver la cara de asesino del nuevo compañero de mesa. El
moruno presintió que se agudizaba su calvario emocional: tenía de
pie frente a él a un personaje trágico sacado de una película de
terror. El visitante, de grandes y saltones ojos negros, lo horadaba
con una mirada agresiva, sádica, de esas que intimidan a las propias
almas en pena. Los ojazos llevaban la muerte escrita en presente. El
redondo semblante del inquisidor cobró un cariz diabólico cuando
midió la cercanía corporal entre los enamorados y, en especial, al
momento de alcanzar a certificar la entrega al roce sensual de los
cuerpos. El vigilante de las sombras fijó la inspección visual solo en
el muchacho de nariz grosera. Le saludó con voz recia como
retándolo a duelo sensorial.
— ¿Tú eres Daniel Salinas? ¿El judío? – preguntó el latino
indeseado, con ademanes de sicario rudo y grosero. Creando
sonidos roncos y con voz seca, de pocos cuates, se aproximó sin
salutación, sin disimular la rabia de sus emociones perversas; su
actitud prescindía de los buenos modales, no se visualizaba un
momento feliz para nadie. El asustadizo enamorado lo contempló
con pavor. La cara se le arrugó, encogió las aparentes dosis de
valentía; los nervios le jugaron sucio. El levantino empezó a sudar
frío, presintiendo su sentencia de muerte. La jovencita intentó abrir
la boca; deseaba mediar entre ambos, pero el misterioso hombre con
porte de asesino a sueldo alzó la mano derecha obligándola a
desistir en su deseo de opinar. Todo cuanto atinó a hacer fue
agarrar el antebrazo izquierdo de su amor idílico, paralizado por los
nervios. El mozalbete comenzó a hilvanar una respuesta. Precisaba
una excusa creíble, disimular sus miedos. M anifestando repentina
tartamudez en su voz, el Romeo moderno descargó su mejor
exposición verbal.
— ¡Buu-eenn díí-aa, señor…síí-síí! ¡Sooyyy Daniel Salinas!... Un
placer… – las palabras fracturadas distorsionaban el diálogo.
— ¡Ahórrate los saludos! ¡No tengo tiempo que perder en
pendejadas! Eres tal cual me lo había imaginado. Cosas de la vida;
no acostumbro equivocarme – respondió a secas el irritante
personajillo con ínfulas de matón de barrio, al tiempo que soltaba el
botón superior de su fino traje de lana. El saco se abrió, y con
rápido movimiento extrajo de él un pedazo de oro macizo
transformado en pistola. El sicario se sentó en la silla apartada en
su honor, apoyó en la mesa una Smith & Wesson punto cuarenta,
considerada el híbrido entre una nueve milímetros y una cuarenta y
cinco. La depositó a conveniencia cerca de su lado derecho,
garantizando así mayor agilidad a la hora de matar. La pistola
aparentaba una joya criminal, cubierta de oro de 18 quilates;
brillaba tanto que iluminaba el pasillo de la cocina. El arma de
grueso calibre llevaba un mensaje tallado en el lado izquierdo de la
culata; en el área contraria, sobresalía en relieve la figura decorativa
de una cabeza de lobo siberiano. Las cachas estaban recubiertas de
marfil puro. Era el armamento típico de los capos mafiosos de
cualquier grupo criminal del Golfo de M éxico. Los meseros
transitaban impasibles junto a la increíble escena. Ninguno se
inmutaba, dando a entender sobrada indiferencia: ya se habían
acostumbrado a la repetitiva película. Parecía que el tiempo se
negara a avanzar. El pasado sangriento de los empleados renacía en
el café; surgía la triste sensación de que, en vez de compartir
desayuno en el prestigioso café Bistró M aximiliano I, rememoraban
sus vivencias en la taberna de los Tres Compadres Nacos, en pleno
Sinaloa. La vida en el restaurante de lujo aparentaba normalidad. No
obstante, en la mesa del final del pasillo aumentaba el olor a muerte.
Tal vez en los próximos minutos podría aparecer un cadáver
inocente.
El hombre de fina vestimenta, armado con poder y sobreactuado
con actitud de narco, señaló a uno de los meseros demandando su
atención. El moruno, por su parte, estaba a punto de reventar.
Observar en pleno M adrid, en un café lujoso, una pistola sobre la
mesa con el cañón apuntándole equivalía a la peor pesadilla de su
corta vida. El terror adormecía el cuerpo del tembloroso enamorado,
los nervios le flagelaban a mil azotes por segundo si es que, en este
caso, podemos establecer parámetros de velocidad, ante la
contingencia de morir de un disparo a quemarropa. El judío de piel
canela se encontraba al borde de un estallido de locura; algunos
músculos claudicaron y sus esfínteres le fallaron. La ropa interior
se le tiñó un poco, de marrón oscuro, y un inconfundible tufillo
fétido comenzó a opacar el placer organoléptico de los aromas que
nacían de los manjares preparados en la cocina. La hermosa
doncella, lejos de asustarse, tomó cartas en el asunto, y, presa de
una furia descomunal, golpeó la diminuta mesa con las palmas de
las manos; el impacto con la madera logró sacudir la cubertería
alemana, y, luego del fuerte estruendo, miró con intensidad al
sádico compañero de tertulia forzada que invitaba a la muerte en el
desayuno. Estaba dispuesta a defenderse con todas sus armas,
anhelaba gritar sin medida, pero la rabia le robó poder a su verbo.
El joven Romeo de M adrid arrancó a correr del lugar, escapó
despavorido del Bistró como alma que lleva el diablo. Tropezando
con el personal de servicio, el marroquí huyó dando grandes
zancadas en zigzag, pensando poder esquivar así las balas que muy
pronto saldrían del pistolón gigante. En menos de diez segundos, el
fugitivo batió tres veces el récord mundial de los cien metros
planos, y ya casi llegaba a Vallecas, poseído de la desesperación.
El alma ingenua de su novia, o, más bien, lo que quedaba de ella,
mostraba una resequedad desértica. Entre ahogados sollozos,
recriminó a su atacante con gritos desgarradores que alertaron a los
presentes, excepto a los mesoneros. El personal de servicio vivía en
un mundo paralelo, como si nada en la vida fuese diferente del
simple hecho de cumplir con su rutina laboral. La voz de la
chiquilla distorsionó la quietud del renombrado café. Presa de la
impotencia, se abalanzó sobre el asesino vestido de lord inglés, lo
cogió por la finísima camisa rosada y la estrujó con odio. Le ululó
casi al nivel del oído interno al pistolero exhibicionista:
— ¡¡¡Zurdooo!!! ¡Guarda esa porquería!… ¡Pinche naco de mierda!
¡Eres un puto cabrón! ¡Nooo estás en Temucalco! ¡Estás loco de
remate! ¿Tú de que vas?… ¡Pendejo de mierda! ¡¡¡Déjame en
pazzz!!! ¡¡¡Teee odiooo!!!
Capítulo 2
Nada es casual, todo son « Diosidades »
Oaxaca, verano de 1993.
Un día de pleno verano: intenso, fuerte, tan abrasador como el
mismísimo infierno. Fernando M iralles, a quien sus amigos
conocían por el Zurdo, tuvo que viajar en carro al sur de M éxico.
Le habían encomendado visitar un pueblucho entre Viguera Oaxaca
y San Juan Tepeuxila, en pleno corazón de tierras oaxaqueñas, a
unas cinco horas y media del D. F. La apartada región era uno de
los lugares que menos le agradaba al sicario. Aparte del aspecto
lúgubre, pobre y sucio de la ciudad, en particular no le
entusiasmaba la gente de allí. Los consideraba muy lerdos en
comparación con su estilo de vida chilango. Los lugareños parecían
tener poco ánimo o espíritu de lucha. El capitalino sentía que le
habían ordenado visitar una aldea que se negaba a morir, de esas que
sirven nada más para ambientar películas realistas que persiguen
reflejar la miseria, o incluso podría venir bien para rodar alguna obra
de terror.
El motivo del viaje era, a su entender, la segunda calamidad.
Fernando M iralles era uno de los hombres de confianza de don
Tomás Hinojosa, el mero capo del cartel de los Tomateros, que
desarrollaba sus principales actividades en el D. F., un personaje
que vivía un amor obsesivo por el béisbol, fanático furibundo del
equipo emblemático de su natal Culiacán. Quienes conocían al viejo
líder del clan comentaban en voz baja que incluso llegó a financiarlo
en las grandes campañas beisboleras a finales de los setenta,
ayudando a la novena en la conquista de siete campeonatos de liga.
Tanto quería don Tomás a su equipo soñado que adoptó de ellos el
nombre de la hermandad del crimen.
En esta ocasión, el Zurdo no entendía la lógica de tan básico
mandado. El importante cargo que ostentaba dentro de la jerarquía
de la organización no cuadraba con semejante operación de poca
monta. Al Zurdo se le mandó visitar a un viejo conocido del capo,
el dueño del bar La Peña de Carlitos, el único antro de mediana
importancia que existía en la comunidad de Saltos del M uerto, un
municipio fantasmal, miserable, que ni figuraba en los libros de
geografía. Una tierra bastante deprimida, tanto en lo económico
como en lo moral, situada en la periferia de la ciudad… Bueno, si es
que podía catalogarse de esa manera tan optimista. Si para los
moradores del D. F. llegar a conocer Valle de Bravo resultaba una
experiencia onírica, un anhelo social, para cualquier ser viviente,
tener que visitar, sobre todo a la fuerza, una villa de mala muerte,
antítesis del lujo y de la buena vida, un horrible y yermo pedazo de
tierra olvidada bautizado con el nombre de Saltos del M uerto,
aunque tan solo sea por una mera asociación lógica del
pensamiento, te deprime a morir. Puestos a comparar, aquel viaje
equivaldría a salir del paraíso chilango para ir en busca del arca
perdida en Oaxaca.
Durante el trayecto, a ratos casi interminable, hasta la mugrosa
ciudad, el Zurdo se preguntaba una y otra vez, «¿Por qué el pinche
don Tomás me castiga con este trabajo simplón de cobrar una puta
deuda? Y continuaba dudando: ¡Ya llevo varios años demostrando
mi valor! ¡Soy de su confianza! Venir a esta pocilga haciendo de
cobrador es una ofensa. ¡Me lleva el alma el diablo! Espero que el
viejo no intente reemplazar mi liderazgo». Por más que le daba
vueltas a la cabeza, el Zurdo no podía imaginar que un verdadero
milagro se hallaba presto a suceder, y, tal vez, el terco sicario no
podría aceptar su autenticidad aunque lo hubiera visto con sus
propios ojos. En realidad, el verdadero mensaje de Dios, sin
imaginarlo, lo descifraría en las próximas décadas. El ego y la
vanidad oscurecían el alma del asesino, le opacaban el pensamiento
y su demacrada o menguada lógica. En ese preciso viaje jamás
entendió que quien dirigía la faena se encontraba en la bóveda
celeste.
Le confundía además el hecho de ir acompañado por los tres
sicarios más fuertes y sanguinarios del clan. «¿Para qué llevar
tanto armamento?». Notaba que había un exceso de ganas de matar
innecesario, si solo iban a cobrar el dinero de una deuda atrasada.
Era una encomienda estúpida, pero el gran capo así lo dispuso, y
las órdenes son órdenes; no se refutan. Iban sentados en la parte
trasera de un viejo Chevrolet descapotado, modelo Caprice Classic
de 1977, de color ocre satinado, cuyos tonos querían parecerse al
oro sucio recién sacado del cauce de un río, sin pulir, muy al
indiscutible y recargado estilo naco que en exclusiva los matones
del narcotráfico saben exhibir con orgullo del bueno. Se encontraban
ubicados, de derecha a izquierda, Felipe M onasterios, mejor
identificado con el remoquete del Zopilote; a su lado, el despiadado
Carlos jugueteaba con una Smith & Wesson 357 M agnum bañada
en oro, de cañón largo reforzado. Nadie le conocía su verdadero
apellido, y en el bajo mundo del clan lo señalaban con el simpático
apodo del Chuquis. El curioso sobrenombre nació de la adaptación
fonética a la mexicana, como resultado de la pronunciación popular
a la hora de mencionar al muñeco asesino de la famosa saga fílmica,
reforzada con acento chilango muy marcado. Carlos había adquirido
su rancia fama como reconocimiento a su agresividad. No reparaba
en buenos o malos, jóvenes o viejos, mujeres o niños; en el
momento de matar, se transformaba en una bestia sanguinaria, y
asesinaba por el mero placer morboso de hacerlo. Cuando surgían
encargos, en extremo malos, sucios, de los que el mismísimo
demonio se sentiría asqueado, el Chuquis solía ofrecerse de primero
en la lista porque, por regla general, la paga era muy jugosa.
Al volante del viejo Chevrolet iba Luis M artínez, personaje
simpático que se había ganado el mote del Cumpa. Era un tipo de
aspecto neutro, que aparentaba ser inofensivo; hasta pasaría por
monaguillo a menos que su alma matonesca y sobradamente
barriobajera lo delatase. Con frecuencia fue el encargado de
«limpiar» las zonas de combate. Habilidoso en el arte de hacer
desaparecer cadáveres, conocía a la perfección el asqueroso manejo
que de la alquimia se hacía en el crimen organizado. Se acostumbró
a «liquidar» (valga el énfasis) en ácido a sus víctimas sin dejar
rastro alguno y en el menor ocultarlas de manera tiempo posible.
De igual forma, podía
menos grotesca, sepultándolas en construcciones donde el concreto
les servía de ataúd eterno. Se las daba, además, de experto en
trasladar los muertos de las zonas donde perpetraban los crímenes
o los ajustes de cuentas entre bandas. Aquella estrategia facilitaba
cambiar escenas o simular los hechos, y podía confundir a los
investigadores policiales con incongruentes alteraciones de algunos
datos clave. Con ese ejército de tres expertos asesinos, que
representaban la cuarta parte de los apóstoles de confianza de don
Tomás, el Zurdo se dirigía a un bar de mala muerte a cobrar una
simple deuda a favor de su patrón.
M ientras el clásico automóvil de los setenta viajaba a toda máquina
con el escape ensordecedor surcando las carreteras semidesérticas,
el cabecilla del grupo pretendía hacerse el dormido, cubriéndose los
ojos con grandes lentes de sol que velaban el poder del astro mayor.
En su introspección, salpicada de inteligencia, Fernando M iralles
continuaba buscando algunas respuestas. El miedo lo llegó a
confundir. Por un instante pensó que a lo mejor el viejo don Tomás
intentaba «despacharlo», y, tal vez, la razón encubierta de la misión
resultaría su tumba, aunque esa estúpida o absurda idea tampoco
encajaba en ninguna predicción, y mucho menos luego de los
últimos y sonados triunfos del Zurdo en la organización. Lo habían
ascendido en el pasado reciente, pero aun con eso seguía dubitativo:
«¿Qué podemos hacer?». Así somos los humanos; nuestro mayor
enemigo convive en pensamientos o suposiciones que nunca llegan
a suceder, aunque poseen la silenciosa facultad de asesinar la fe.
Luego de mucho rodar a través de carreteras angostas, en ocasiones
cubiertas de arena reseca, llenos de polvo del camino y con el
esqueleto atormentado por la incómoda rigidez de la estructura de
los asientos del vehículo, los cuatro matones al fin llegaron al
misérrimo pueblo. Cada uno de los criminales revisó con detalle
minucioso, casi enfermizo, los diferentes instrumentos de combate.
Contaron las balas almacenadas en peines y tambores, verificaron
de manera exhaustiva que tanto sus pistolas Smith & Wesson
punto cuarenta, como sus revólveres de bolsillo Taurus calibre
treinta y ocho corto, el equivalente a sus armas de repuesto, atados
a los tobillos, se encontraran listos para cuando llegase la hora de
matar… solo si resultaba necesario disparar. El mero capo bien les
había aclarado esta peculiar orden antes de partir, y debían
cumplirla con detalle: «Al hijo de puta de Omar Estrada, el pinche
gordo con cara de niño malo dueño del bar La Peña de Carlitos, le
van a cobrar la deuda, que ya tiene mucho atraso. ¡Y con intereses,
mi Zurdo! Cuenta bien el dinero, y, si falta un mísero peso, me los
quiebras a todos los que estén con él. Eso es pa que respeten,
carajo, y aprendan a ser serios. ¡Con la palabra no se juega,
cabrones!». Era la primera vez que don Tomás le regalaba una
segunda oportunidad a alguien, pues no se acostumbra a perdonar
en este oficio; tal vez existía alguna justificación secreta. En
conversaciones aisladas con el capo, el Zurdo había entendido, o
quizás cierta vez oyó decir, que, en tiempos remotos, el deudor
había sido un gran amigo del traficante, que ahora gozaba de mucho
poder y de respeto en el narco. Ambos se debían favores. Don
Tomás, en el fondo, lo consideraba un cuate de negocios, un carnal
de los buenos. Eso explicaba la paciencia del capo en demorar el
cobro de su lana atrasada.
El auto, con la muerte de pasajera, divisó el viejo letrero luminoso,
ya corroído con el paso del tiempo, que identificaba al notorio bar
La Peña de Carlitos. Todo mortal de la ciudadela de Saltos del
M uerto y de los puebluchos aledaños conocía muy bien el lugar. Y
aunque parezca extraño, la tasca del pueblo adoptó el llamativo
nombre gracias a la admiración que sentía su dueño por el mítico
Zorzal Criollo, el mismísimo rey del tango, el M orocho del Abasto,
el gran embajador de la milonga a nivel mundial. De hecho, a ciertas
horas preestablecidas los viernes y sábados, de forma ya tradicional
los días de mayor concurrencia de la semana, el señor Omar Estrada
les exigía a las putas del botiquín bailar un clásico tanguero mientras
se despojaban de sus ropas de trabajo en pleno table dance. Los
visitantes del burdel se habían acostumbrado a las excentricidades
del viejo Omar, amante y admirador ferviente de la voz del maestro
Gardel. Una pared del puticlub estaba decorada con fotos, notas de
prensa y recuerdos del icónico cantante sureño nacido en Toulouse,
justo un día antes de la festividad de la Lupita. Resultaba increíble
pensar que en un lugar tan horrible, deprimido, olvidado, en pleno
corazón de Oaxaca, una de las regiones más pobres del M éxico
petrolero, existiese un museo particular dedicado a un personaje
nada afín con la cultura azteca.
El Zurdo le recomendó al chófer, su amigo el Cumpa, que diese un
par de vueltas a la manzana con la finalidad de explorar el espacio
entre las calles y locales cercanos. Ser precavidos evitaba las
sorpresas antes de entrar en el lugar de la reunión. Los cuatro
matones chilangos examinaron con minuciosidad el área comercial,
cada una de las esquinas, entradas, salidas, rutas de fuga y espacios
de protección. Urgía analizar el perímetro, procurando la seguridad
habitual y necesaria por si se desataba una balacera. Chequearon los
detalles importantes; nada se apreciaba sospechoso, todo rebosaba
tranquilidad. Sin embargo, la incredulidad del Zurdo dictaminó la
exigencia de mayor certeza. Los asesinos del asiento trasero, el
Zopilote y el Chuquis, se bajaron con disimulo entre dos puntos
equidistantes de la entrada a La Peña de Carlitos; esos espacios
servirían de pasillo de escape.
El Cumpa detuvo el larguirucho automóvil casi enfrente de la
puerta de la cervecería. Con exagerada parsimonia, oteando el
amplio horizonte, el Zurdo y él descendieron del ruidoso coche. Se
apoyaron con actitud indiferente en el guardafangos derecho; ese
lado asomaba en diagonal al portal decorado con neones baratos que
parpadeaban con insistencia cada tres segundos, y que configuraban
un paupérrimo mensaje lumínico de pueblo olvidado en el tiempo:
«Chelas bien frías». Los dos cobradores del narco, a quienes con
rapidez se les notaba que no eran de la zona, se detuvieron a fumar
un cigarrillo mientras estudiaban el corredor de la zona de los
negocios situada al lado de la taberna donde la muerte precedería a
un milagro.
No consumieron ni la mitad del tabaco enrollado a máquina. El
fuerte olor a cloaca, aderezado con recuerdos de excrementos de
caninos, les impidió degustar el aromático humo. A la izquierda del
Zurdo yacía un perro mestizo, quizás emparentado de forma lejana
con los genes de la raza pit-bull. El pobre animal estaba echado,
mostraba cortes en la pierna trasera derecha y excoriaciones
bastante grandes en el hocico, aún abiertas y algo sangrantes.
También le habían comido parte de la oreja izquierda: con seguridad
fue el resultado de una pelea; las moscas no permitían sanar las
heridas, que indicaban claros síntomas de infección. El Zurdo se
deprimió ante las penurias del animal y decidió acercarse con
cautela. Desde niño había sido gran amante de los animales. Sentía
predilección y respeto por los perros de gran tamaño y de razas
fuertes. Al descubrir la presencia del extraño visitante, el
cuadrúpedo se mostró un tanto nervioso, tal vez ansioso,
necesitado de una caricia sincera. El infeliz había sido tan golpeado
en la pata que le costaba incorporarse, mucho menos confrontar a
nadie. Su nuevo amigo le gesticuló señas intentando calmarlo, y le
arrojó una galleta que guardaba en uno de los bolsillos de su
chamarra de cuero marrón claro, adornada con flecos en las mangas
y en la espalda. El animal agradeció la migaja con ojos de esperanza
y la saboreó con delirio. Empezaba el can a degustar la inesperada
donación cuando el Cumpa alertó a su compañero de faena de que
ya era hora de entrar. El buen samaritano lo comprendió, y negoció
un minuto adicional porque deseaba despedirse del maltrecho tuso.
Fernando M iralles se agachó sin miedo, extendió la mano derecha y
le regaló una suave caricia sobre la frente al perro malherido; antes
de despedirse, le platicó con voz cariñosa, directo al oído.
— ¡Nos vemos en un rato, compadre, déjame hacer un mandado!
Ya nos reuniremos, güey, al ratito, te lo prometo, amiguito. No te
alejes, no te me vayas con una hembra: que vengo por ti es palabra
de caballero – la oferta del sicario destilaba humildad hermosa,
sincera, bonita. El noble animal lo entendió al instante con el
corazón henchido de fe, y el destino de los dos fue sellado.
Ambos emisarios de don Tomás entraron en el maloliente bar que
hacía las veces de table dance o casa de citas en el horario nocturno.
Una vez dentro, los olores de tabaco barato revueltos con los de
licores empobrecidos, de mala muerte, les produjeron náuseas con
facilidad y rapidez indescriptibles. Los dos forasteros no perdieron
tiempo. Se acercaron a la barra y, con cada paso andado, efectuaron
una radiografía del lugar. Determinaron el posible entorno de
conflicto o campo de batalla. Con suma celeridad, calcularon
cuántos hombres se encontraban sentados: había siete en total, que
se hallaban repartidos en tres mesas. También detectaron a dos
flacuchentos en la barra, que compartían una jarra de cerveza
mientras leían la página de sucesos en la prensa regional. Tal vez
verificaban si algún cuate engrosaba la lista de fallecidos o se
esforzaban por descubrir el número de desconocidos que habían
pasado a ser un dígito en las estadísticas del crimen reseñadas en la
crónica roja. Los sicarios enumeraron tres salidas de emergencia.
Descartaron una porque había sido bloqueada con un sólido
candado y con varias cajas de tequila barato. Por último, restaban
dos ventanales que podrían servir de alternativas potenciales en la
huida, en caso de originarse un fuego cruzado, porque los cristales
no ofrecían resistencia: eran bastante debiluchos, y un solo balazo
bastaría para hacerlos añicos. Hasta el momento, el ambiente no
presentaba ningún riesgo. Excepto por los olores rancios, la
atmósfera aparentaba excesiva normalidad. Aun así, el Zurdo no se
confiaba demasiado; cierta premonición le anunciaba que pronto
mataría a algún pendejo atravesado en su destino, perdón, en su
camino a la salvación gracias a un motivo bendito. El hombre de
confianza de don Tomás comenzó a sentir emociones raras,
desconocidas, misteriosas; la luz del ambiente lo sacudía, le
distorsionaba y alteraba el pensamiento.
Fernando M iralles y su escolta se acercaron a la barra. El Cumpa
pidió un par de tequilas derechos. Su primer deseo fue degustar un
caballito reserva de Don Porfidio, pero erró en su ambiciosa
selección porque aquel licor resultaba prohibitivo: hubiera sido del
todo imposible darle salida en aquella cantina de borrachines y
putas polvorientas del camino. Los matones debieron conformarse
con Herradura Plata, lo mejorcito de la barra, que también ofrecía
una destilería casera donde fabricaban mezcal. El barman les sirvió
una porción más larga de lo habitual, como si se tratase de alguien
conocido o de huéspedes respetables de la capital. El Cumpa
preguntó por el dueño y, en segundos, el gentil encargado de la
tasca pueblerina les preguntó sus nombres, por mero formalismo.
En menos de un minuto, apareció el famoso señor Omar Estrada,
quizás el mayor fanático en todo el país del gran maestro del tango.
— ¿Cómo están amigos? ¡Qué bueno verlos, un placer saludarles!
Soy Omar Estrada, Carlitos para ustedes; bienvenidos a mi humilde
bar; estoy para servirles.
El hombre regordete con cara de niño malo saludó efusivo, alegre,
lleno de sincera cortesía. El capo mayor había descrito muy bien al
peculiar anfitrión. No medía más de metro cincuenta y siete, su
tejido adiposo sobresalía bastante y definía el excedente de peso
que resultaba imposible esconder. Tenía un semblante de párvulo
travieso, de los que causan estragos en el colegio, que contrastaba
con una voz recia de adulto curtido: por su insólito aspecto, nadie
podría haber jurado que se trataba del dueño de aquel prostíbulo de
mala muerte. De no haber tenido una idea clara del simpático
personaje, el Zurdo habría desenfundado el arma ante la mínima
sospecha de traición.
M ás allá de la camaradería y de la paz del momento entre los
sicarios y el deudor, algo difuso convivía en el aura del bar. Una
extraña fuerza continuaba sin cuadrarle al Zurdo; la muerte rondaba
cerca de él, a escasos metros. Lo tenía clarísimo. La percibía a su
lado, podía olerla, tocarla. Pero, en definitiva, el tripudo hostelero
no era el candidato a transformarse en cadáver ese día. El milagro
germinaba vestido de inmaculada inocencia y de incredulidad
aparente.
— Un placer. Vengo de parte de Don Tomás – anunció el Zurdo
con voz pausada, inocua, seria e inexpresiva. No había recorrido las
carreteras rurales durante cinco horas con la intención de construir
amistades.
— ¡Claro muchacho, sé quién eres! Ya mi viejo amigo Tomás me
telefoneó ayer y me dio toda la información de ustedes. Vengan,
pasemos a mi oficina y les entrego el encargo – sugirió con
educación el regente del burdel camuflado de taberna familiar.
Al Cumpa no le inspiró confianza la actitud. M enos le agradó la
idea de entrar a una oficina privada en busca de un dinero
abundante. La oferta olía a engaño, a posible conjura, o tal vez a
emboscada. El sicario se puso nervioso; el instinto asesino le llevó
la mano derecha en busca de su pistolón moderno. El Zurdo se
percató del efecto de la adrenalina en el organismo de su compañero
e intervino con agilidad produciendo un código auditivo, una clave
sonora parecida a ruidos chillones, un cierto mensaje cifrado
dedicado al subalterno. El escudero detuvo en seco el intento de
desenfundar el arma, y la posible escaramuza degeneró en simple
amague, en advertencia real para aquellos que les gusta jugar a los
valientes. El show exhibicionista de su sicario no perturbó al jefe de
la banda en aquella taberna de poca vida. El sitio le producía
lástima, y no lograba despertar en él dudas ni temores, a pesar de
que, cerca de él, continuaba transitando la extraña percepción
sensorial de muerte. Al Zurdo el corazón le ratificaba a gritos que la
vida le cambiaría en el futuro inmediato, y no precisamente en ese
recuadro de tragos baratos, putas desgastadas y añoranzas de un
cantante nacido en Francia, muerto en Colombia e inmortalizado en
Buenos Aires. Fernando M iralles calculó el poder de sus palabras
evitando sonar grosero. Ofreció disculpas por la actitud del Cumpa.
La paz espiritual guiaba sus acciones, se encontraba inmerso en el
preámbulo de un trance místico. Ya no se veía ni proyectaba a sí
mismo como sicario.
— ¡Perdone usted! Si no le es molestia, señor Omar, preferimos
contar el dinero acá, en una mesa apartada, exclusiva para nosotros.
No veo necesidad de entrar a su oficina – recalcó de un modo
conciliador el emisario del capo regalándole una sonrisa
transparente. El Zurdo no buscaba conflictos innecesarios ni matar
por placer; había venido a cobrar el préstamo y quería marcharse lo
antes posible del mísero pueblo. Las guerras no aparecían en su
guion.
— ¡Como mande, señor Fernando! Lo que sucede es que hay
clientes en La Peña, usted sabe. ¿M e entiende, verdad?...
El dueño del boliche no remató la frase. El Zurdo, en sincronía con
el Cumpa, miró a los clientes inoportunos con ojos de intimidación,
y de manera poco amable les insinuaron que debían abandonar el
sitio; bastó con que el jefe de la banda asomara la cacha de marfil de
su instrumento de trabajo. En segundos, los testigos indeseados
comenzaron a desfilar en tropel por la puerta principal. Los
clientes se despedían con la manifiesta intención de pagar los
consumos en la próxima visita. Don Omar, con sonrisa forzada, les
recalcaba que no había problema; la casa cancelaba la cuenta. Les
dio las gracias a sus bebedores por entender la inesperada situación.
Una vez desocupado el recinto, el deudor acató de inmediato las
órdenes del invitado que traía permiso de matar. Con toda prisa, el
regente de La Peña de Carlitos se dirigió a su oficina privada en
busca de un pesado maletín de estructura metálica color plata, con
esquineros negros y manilla nacarada. En pocos segundos emergió
el pagador con la valija que había sido preparada con antelación.
En el interior del salón ya se encontraba un tercer invitado. El
Chuquis descansaba recostado en la puerta del antro barato, servía
de garante para evitar que nadie entrara o saliera sin autorización de
su jefe. Sujetaba en la mano izquierda una M agnum 357, expuesta a
la vista de cualquier transeúnte. Sin asomo de vergüenza, el sicario
mostraba su pieza de artillería, su credencial de poder, su ley. El
pavoneo tan descarado no le gustó al jefe de los matones, que con
un gesto de la mano derecha le mandó guardar el revólver dorado; el
amedrentamiento sobraba. Sin miedo y sin reclamos, el rechoncho
pagador colocó la maleta sobre una de las mesas apartadas y abrió
los candados numéricos de seguridad que estaban situados en
ambos extremos. La tapa de la valija se levantó dejando a la vista
abultados fajos de billetes de cien dólares americanos. Con esta
prueba inicial, ante tres testigos, don Omar saldaba la antigua deuda
con su amigo y máximo capo del D. F.
— ¡Aquí tiene, señor Fernando! En esta maleta hay cuatrocientos
doce mil ciento veintiséis dólares. La cifra incluye el pago de los
intereses atrasados, que, con gentileza, su jefe me perdonó. Aun
así, soy hombre de palabra sagrada, y con esa justificación los
incluyo otra vez en la totalidad del nuevo saldo. Además,
encontrará un regalito de diez compensación por la paciencia.
Dígale mil dólares extra, en a don Tomás que le agradezco el apoyo,
y que me haya perdonado la vida. Ya estamos a mano; no le debo
un solo centavo – declaró don Omar luciendo una sonrisa plena en
el rostro. El pago representaba recuperar su libertad y, sobre todo,
seguir manteniendo la cabeza unida al cuello.
El Zurdo contempló los ojos del dueño del puticlub de barrio
olvidado. Su mirada transmitía verdad, inspiraba certeza; él lo podía
sentenciar con facilidad. El grasoso personaje no mentía; de seguro
las cifras coincidían. Debía ser bien estúpido si falseaba el número.
Su cabeza era aval de honradez; en estos tratos, la palabra y la
confianza se miden con sangre. De todos modos, Oaxaca quedaba
bien lejos, y Fernando M iralles bajo ningún concepto deseaba
volver al lugar, y mucho menos con la idea de matar a un hombre
obeso con cara de niño pícaro. Los tres sicarios se repartieron la
remesa para contarla, juntando montones similares y así verificar el
valor real de la transacción. El deudor aceptó sin objetar, estaba
segurísimo de su afirmación monetaria. Él mismo había contado los
billetes cuatro veces; su vida no admitía errores matemáticos.
Durante la operación de contabilización del dinero, el camarero les
ofreció una botella de mezcal casero que los alegres criminales
aceptaron felices. Celebraron que por ahora no había corrido la
sangre y que muy pronto se podrían retirar a casa con la misión
cumplida sin disparar un tiro, sin sobresaltos, sin arriesgar la vida.
El encargo resultó tan simple que rayaba en lo ridículo.
Terminado el escrutinio de los billetes gringos, el encargado de la
misión de cobranza telefoneó a su jefe en el D. F. El Zurdo le
certificó a don Tomás la culminación de la encomienda. El resultado
había sido óptimo, sin reclamos ni percances. Le confesó la
existencia de los diez mil dólares de más como agradecimiento por
la espera en el pago. El capo mayor festejó la recuperación de su
capital. Se alegró mucho, pues su antiguo amigo había cumplido su
palabra, y ya no tenía motivos para matarlo. En agradecimiento por
la buena labor, don Tomás les obsequió el dinero de bonificación a
sus empleados de confianza. Los tres matones le gritaron al
teléfono palabras de complacencia para el líder de la hermandad,
(¡había dinero extra!). El premio se traduciría en festejos, tragos y
putas gratis al llegar a casa. ¡Qué divina era la vida con ellos!
¡Cómo los trataba de bien!, pensaban los sicarios en su celebración
personal. Los delincuentes se relajaron; estaban felices y listos a
emprender el retorno.
La banda ansiaba juerga; todos menos el Zurdo, a quien un sonido
trascendental le zumbaba en el oído: le atormentaba una voz
sigilosa de esas cuya procedencia nunca sabes identificar y que, sin
embargo, te acaricia entender. Escuchaba repetidas veces con
palabras difíciles de una voz con expresiones cómplices en el
momento que despertaban sus demonios, miedos y nervios,
símbolo de la perfecta anticipación o presagio de algo muy grande,
que tanto podía ser un simple milagro como una bendición oculta.
Las palabras que Fernando M iralles creía escuchar en el bar se
asemejaban a los sermones de su madre, que a cada rato le solía
comentar cuando la duda o el miedo le jugueteaban en el alma.
«Cuando San Miguel Arcángel se acerque, no te niegues a su
poder, a su pedido; es por tu bien: hazle caso». Los recuerdos
motivaron cambios repentinos en el cuerpo del narco. En esta
ocasión, el corazón del asesino se aceleraba a un ritmo diferente,
único, especial. Era tal la sorpresa sensorial que en la atmósfera
maloliente del horrible bar nació cierto aroma sublime. Del infinito
cobró vida un olor peculiar y privado que de manera exclusiva el
Zurdo podía captar e interpretar. Era una combinación de esencias
de vainilla y miel, bendita percepción que le engalanaba el
sentimiento, el alma, la esperanza y la vida misma. Un bálsamo casi
celestial destinado a él, enviado por su madre fallecida años atrás.
El resto de los presentes no advertía el embrujo de esa fuerza
extraña, sutil, misteriosa, de aquella protectora fuente de vida a
través de la muerte inmediata del mal. El Zurdo escudriñaba el
ambiente, necesitaba encontrar el origen de ese ¡no sé qué!
milagroso mensaje destinado a cambiarle la vida en un espacio de
tiempo no muy lejano… según Dios. Su alma se estremeció, y el
corazón le latió a velocidad desbocada; pero esa taquicardia no
nacía del miedo; antes bien, era el fruto de la pura ansiedad de
enfrentarse a lo desconocido.
El dueño del bar mandó al camarero preparar raciones de botanas
bien abundantes en porciones de carnitas, cochinita, y tamales, con
la amigable intención de saciar el hambre de los ilustres invitados
que le habían perdonado la vida. Los asesinos celebraron el agasajo;
una buena ración de tacos jamás se debe rechazar. De improviso,
expulsado de la nada, del fantasmal espacio que separa el bien del
mal, la luz de las sombras, el ruido grotesco de un automóvil lejano
y con el escape defectuoso perturbó la paz del grupo. El Zurdo
interrumpió el disfrute de su universo paralelo y recibió el llamado
del guerrero, el principio de un milagro doloroso. Aunque él no lo
entendiera, San M iguel Arcángel estaba por hablar y se manifestaría
en acción. Los matones que estaban al lado de don Omar ojearon
sorprendidos buscando el origen del extraño sonido. A través del
ventanal de La Peña de Carlitos, los cinco curiosos alcanzaron a
divisar, a corta distancia, la cercanía de una pick up Dodge Ram,
modelo Warlock del 1978, de las que exhibían los guardafangos
laterales traseros parecidos a cachetes inflados. La camioneta estaba
pintada de color verde claro, imitando las plumas de los pericos, y
le habían decorado el costado de las puertas con una calcomanía
grotesca de una cobra rodeada con rayos y fuego. En el capó
sobresalía la imagen de una calavera con el ojo derecho sangrante
atravesado con una espada de corsarios. Tres personas formaban el
pasaje del peculiar transporte. El tipo de música atronadora que
escupían los parlantes, así como la actitud y la vestimenta del
grupito, indicaban que se trataba de simples rateros o miembros de
pandillas delictivas locales sin mucha relevancia; tal vez fueran
bandoleros dedicados a realizar faenas de menudeo, cobranzas de
vacunas o extorsión básica al servicio de los carteles de poca monta
en la comarca. Don Omar los identificó al instante. Anunció a viva
voz, rabiosa, impotente, que, en efecto, se trataba de alcabaleros de
protección o peajes. Los tres nacos eran secuaces del nuevo jefe de
una banda de pequeños traficantes de la frontera con el estado de
Guerrero, insignificantes en comparación con el poder de los
Tomateros. Pero, por desgracia, los estrambóticos bandoleros
representaban el cáncer que roía las entrañas del pueblo,
avasallando a los comerciantes y a la comunidad entera,
exigiéndoles protección a cambio de vida, paz y libertad.
Por extraño encantamiento, el Zurdo alcanzó a ver con claridad los
ojos saltones del chófer, que ostentaban la mirada del pecado y de
la muerte; era un burdo secuaz del mismísimo demonio. A
Fernando M iralles no le agradó lo que entonces sintió. De forma
súbita, y sin previa despedida, desapareció el perfume de vainilla
con miel, los susurros al oído se esfumaron y la paz que
experimentaba mutó en violencia sensorial. Callaron el alma, los
pensamientos y deseos del Zurdo. De sopetón, el sicario mayor se
levantó de la silla sin razón explícita, bastante molesto, perturbado,
con extraño sentir, poseído, y marchó en solitario en busca de la
salida del bar, dejando a sus guaruras con más interrogantes que un
alumno en su primera clase de introducción al álgebra. El Zurdo
salió al pasillo exterior de La Peña de Carlitos siguiendo con la
mirada de águila la trayectoria de la carroza psicodélica de los tres
nacos envalentonados que empezaban a teñirse de muerte. No
entendía su reacción. Su cuerpo, carente de dominio propio, se
movía en persecución discreta de la cobra con rayos y fuego en los
ojos. No era el Zurdo quien se desplazaba, sus músculos no
reaccionaban de forma habitual. Parecía más una marioneta
dispuesta a retar al mal y sus sombras, lista, decidida a tener un
encuentro privado con la muerte.
La pickup verde perico se estacionó a un par de cuadras del
puticlub de arrabal, justo en una esquina donde se había levantado
una improvisada carpa muy humilde, construida con cuatro parales
de troncos secos del monte y una tela desteñida, ahuecada en varias
partes. El rústico techo pretendía apaciguar los candentes brazos
del sol estival. La pobretona lona cubría un pequeño estante de
madera donde vendían sandías. Las frutas estaban algo pálidas y
raquíticas, al igual que la mugrienta ciudadela; el hambre no
perdonaba ni a la naturaleza. Al frente del negocio se encontraban
dos niños: un varoncito de unos ocho o diez o doce añitos (no más
de eso), flacuchento, con una osamenta que acusaba los efectos de
la desnutrición,
principio de
y que le aportaba mayor debilidad, o tal vez un anemia. Su hermana
lo acompañaba en la faena comercial. La madre de los pequeños
vendedores había salido de urgencia para llevar a otro de sus hijos al
ambulatorio porque presentaba problemas gastrointestinales.
Alguien debía cuidar la mal llamada empresa familiar: así de dura es
la vida del pobre. La niña, casi entrada en la adolescencia, tenía la
piel destacada como consecuencia del exceso de sol; un tono canela
fuerte demarcaba una figura femenina que se iba aproximando a la
de una mujer sensual. Su cara evidenciaba rasgos indígenas; quizás
en su ADN convivían mezclas de mixtecos o chinantecos. Tenía
una melena azabache, heredera de la noche sin luna. La hermosa
cabellera, lisa de nacimiento, le cubría hasta más abajo de los
diminutos pechos, que empezaban a mostrar rebeldía, deseosos de
aumentar su volumen y engrosar la circunferencia. En poco tiempo,
los minúsculos senos dejarían de ser una frustración y le darían el
perfil de una reina del erotismo, sueño que las mujeres siempre
anhelan para esa mágica zona erógena tan alabada por Fellini. La
imagen angelical de la morrita, mitad india, mitad chilanga, y
sazonada con alguna facción europea, podía invocar el deseo carnal
de cualquier morboso degenerado sin mucho esfuerzo. Su ángel
tentaba los malos deseos, que en esos lugares miserables son más
peligrosos que cazar leones con navaja.
Los ocupantes descendieron del estrafalario vehículo, venían a
cobrar su respectiva vacuna atrasada y, quizás, a probar las frutas.
Podía ser la excusa perfecta si deseaban admirar de cerca a la
ingenua indiecita con cara de lujuria. El cabecilla del grupo llevaba
atada a la frente una pañoleta con dibujos llamativos al mejor estilo
de Halloween, y era, con mucho, el más grosero, rudo y fanfarrón
del pelotón. El delincuente empezó a burlarse de los indefensos
niños; intimidándolos con su actitud cobarde. Preguntó por la
madre de los chiquillos, y estos le explicaron la razón de la
ausencia. En sincronía, los tres cobardes ladronzuelos insistieron en
saber la hora de regreso de la dueña del changarro. La mujer les
debía una cuota de protección. Los párvulos no entendían el motivo
real de la visita, y el miedo germinaba ya en sus infelices corazones.
En voz baja, los hermanitos le rogaron al Señor que los indeseables
se fueran sin hacerles daño. El capo del grupito de envalentonados
de poca monta — porque incluso hasta los asesinos con poder, los
ladrones y narcos deben mostrar cierto don, cierto carisma y
madera de líder— empujó al hombrecito de la familia arrebatándole
la caja de cartón donde guardaban algunas monedas y unos pocos
billetes de baja denominación, que resumían los míseros frutos de
las ventas de la jornada. La frustración de los malvivientes se hizo
notoria cuando descubrieron que solo había limosnas. La totalidad
de las cifras no cubría ni un décimo de las deudas de la madre. Con
perversa urgencia, la maldad y el pecado al servicio de las sombras
se adueñaron del engendro de la bandana con decorados
cadavéricos. El degenerado detalló con ojos libidinosos, con rancia
lujuria a la indefensa niña. Se la imaginó desnuda, con ese cuerpo
excitante de princesa india, y se vio a sí mismo tratando de
intentando hacerla suya, forzándola a someterse a violentarlo, su
pasión indeseada como parte del pago. El desalmado emprendió a
proferir palabras de doble sentido, recubiertas de veneno sexual,
intentando así aumentar el morbo de su estúpido deseo perverso.
Pero, al parecer, sus compinches no aplaudían su actitud. Abusar
de niños no ocupaba espacio en la mente de los novatos. Pero
donde manda capitán, no manda marinero; y la bestia ese día ejercía
de jefe. Existen códigos que hasta los maleantes tienen que respetar;
les guste o no. La chiquilla sintió manifestaciones de terror, sus
ojos se anegaron en lágrimas con sollozos de pánico y
desesperanza; sabía lo que le esperaba, y temía lo peor. A su corta
e inexperta edad, entendía con detalle traumático la intención real
del monstruo que tenía ante sí.
En plena calle, bajo el amparo de la sombra que le proporcionaba su
estrambótico y ruidoso coche, el vulgar delincuente se acercó más
de la cuenta a la frágil humanidad de la indefensa princesa india y
apostó a robarle un beso a la fuerza. La chicuela se negó de manera
rotunda, rechazándolo con asco. Ante el significativo desprecio, la
niña recibió como castigo una bofetada que la estremeció, y del
fuerte manotazo la víctima fue empujada contra el asiento del
copiloto. Su hermano se disfrazó de héroe y le propinó una patada
en la rodilla derecha al cerdo degenerado, pero el vano cosquilleo en
la rótula incrementó la maldad del agresor. El sadismo y la
excitación del violador se acrecentaron de manera exponencial, y de
otro cachetón lanzó al pequeño vengador unos metros hacia el
costado del vehículo. El despreciable personajillo era presa de una
fogosidad desmedida y muy desequilibrada. Quería, a todas luces,
violentar la inocencia de la pequeña que en la peor hora de su vida
tuvo la desgracia de estar donde no debía. A la fuerza, el cobarde
narco trató de recostarla en la camioneta. La ubicó con dificultad
sobre el asiento que daba al lado contrario de la calle. Ella se zafó a
medias. La aberrante pasión del cobrador de vacunas era violarla allí
mismo; ansiaba poseerla con dolor, sin pena, sin reparo de su
maldad, porque se consideraba inmune a los reclamos del pueblo. Él
portaba armas, detentaba el poder, y dos sayones temerosos
secundaban sus acciones.
El repugnante criminal se percató del miedo que emanaba del
cuerpecito de la hembrita. Tanteó por segunda vez forzarla a subir
en el carruaje moderno, que muy pronto olería a muerte. La chica
resistió con furia indomable. Entre empellones, cachetadas y
jaloneos, el aberrado le rasgó un lateral al vestido de flores de la
virgen mestiza. Prisionero de su excitación perversa, y sin ahorrar
tiempo, el verdugo comenzó a bajar la mano derecha para dirigirla
en busca de la panty blanca que cubría la intimidad de la morrita
indefensa. Cuando logró materializar su perturbada intención,
apretó con fuerza, y con lujuria sádica y cobarde, en los labios
mayores de la diminuta vulva, lo que le produjo un gran dolor
físico, pero, sobre todo, moral a la niña mujer, que se defendía con
furia salvaje intentando cerrar sus frágiles piernas. La refriega
desencajó al monstruoso engendro de las sombras, al punto de
ocasionarle una eyaculación intempestiva, desbordada, producto
del combate hormonal. El deprimente orgasmo calmó un poco la
fogosidad del aberrado, y fue la antesala ideal para que un
mensajero de luz pudiese convertirse en juez y verdugo dispuesto a
repartir justicia; o tal vez cobrar venganza. Sin calcularlo, pues el
frustrado violador se consideraba el rey de la populosa barriada, y
el mísero pueblucho entero le temía. Al costado, el desalmado
escuchó una voz retadora que le advertía lo peor. El condenado
levantó la mirada lujuriosa, pecadora. Una sombra a contraluz le
interrumpía su asqueroso placer.
— ¡¿Qué hay, güey?! Como que la fiesta no terminará bien,
compadre. Digo, me parece. ¿O me equivoco, pendejo de mierda?…
¿No te das cuenta de que a la morrita no le agrada tu olor a
marrano?
Con voz sonora y ruda, el Zurdo declaraba su mejor proclama de
guerra en franca actitud justiciera, retadora. Nadie entendía un
carajo. Los aduladores del aprendiz de violador estaban
confundidos emocionalmente. Parecían sorprendidos, dudosos de
qué acción tomar. ¿Quién demonios era este idiota vestido con
ropas de vaquero chilango que se atrevía a buscarle bronca al mero
jefe de los cobradores de vacunas de la zona? ¡¡El capitalino estaba
loco!! ¡¡O, la neta: al pendejo le sobraban muchos «güevos»!! ¡Y
bien puestos! Porque cuando alguien desafía a los delincuentes se le
debe caer a plomo cerrado. En principio, a los guaruras pueblerinos
jamás les cruzó por la cabeza la loca idea de actuar en defensa de su
cobarde jefe. Se lo pensaron bien antes de hacer tonterías; total, él
representaba la ley en Saltos del M uerto, y se conformaron con
esperar y ver el desenlace del sangriento espectáculo.
El sádico se volteó aturdido y miró de soslayo a la sombra que lo
amenazaba a corta distancia. Sin miedo aparente, haciéndose el
valeroso, retó a la Pelona.
— ¿Qué te pasa, pendejo? ¿Con quién crees que estás hablando?
¡¡Pinche cabrón chilango!! ¡Este es mi territorio! ¡¡Acá mando yo!!
Si no quieres que te meta un tiro, sal corriendo, vete a tu tierra, y
no me jodas. Arránquese calladito, cabrón, y muy rapidito –
ripostó el perturbado abusador de niños.
— ¡¡¡Ah, carachas!!! ¡¡Pos mira tú!! Quizás mandes acá en este
pueblucho de mierda, pero no me das órdenes a mí. ¡¡¡Es más: ni
me asustas tantito, cabrón!!! ¿Sabes una cosa? No es de hombres
pelear con niñas. ¿No te parece que ya estás bien grandecito pa
esas babosadas de ladronzuelos cobardes? Está clarísimo cabrón, o
tú eres marica o te bañas con tacones altos – espetó el Zurdo,
hinchado de rabia. Agredía con su verborrea grosera, abusando de la
burla en directa actitud retadora. Las palabras no provenían de su
boca; era su alma que despedía truenos y rayos, discursos de
muerte y sangre. Era incapaz de dominar sus acciones, pero un
milagro pronto estallaría en su camino sin que se lo imaginara. Daba
igual si su aturdida memoria lo traicionaba o intentaba hacerlo
olvidar: el cielo le recordaría las bendiciones en el peor momento de
su vida, como debe ser, cuando Dios decreta, y no cuando nosotros
aspiramos a que suceda.
— ¡Ah! ¡¡Conque valiente me salió el chilango!! ¡Pues vas a ver lo
que es bueno, compadre! Te voy a sacar el hígado – vociferó
enfurecido el líder de los maleantes del pueblo.
En ese momento, los presentes vivieron un miedo sobrecogedor. La
muerte llegó y se asomó, rondando a las claras, haciendo cálculos,
apuestas, midiendo cuerpos y tamaños. Se la podía adivinar,
olfatear, acariciar. El pánico cundió en las almas del pueblo, se
justificaba; era libre. Las lágrimas y sonrisas futuras se perdonaban.
Había llegado la hora de los valientes en busca de justicia. La niña
gemía de terror. Su hermano se reponía de los golpes y el susto le
apretaba la vejiga. El aire se enrareció y pesaba el doble. Los
acólitos del camorrero quedaron petrificados: ellos sí le temían a la
muerte. Un suspiro les certificaba que el desconocido con chamarra
de cuero con flecos colgando en la espalda y en las mangas no decía
tonterías. Tras de él, los contemplaba inmisericorde, y
apuntándoles sin desperdicio de ángulo, el mismo espanto del
purgatorio.
El hombre con el pantalón bañado de semen pretendió mostrar su
falso valor apostándole a la guerra, al fuego y la metralla. Vigiló con
detalle los movimientos del Zurdo y descubrió a destiempo que el
personaje que le retaba a duelo había dejado de ser un enemigo
normal. Y tal vez, en realidad fuese un ángel justiciero que le
franqueaba el portón del averno. La fortuna se había decidido ya, y
se agotaron los boletos de regreso; pedir perdón no era una
alternativa. El sudor brotó a raudales de la frente del sádico, y en
segundos mojó las calaveras de la pañoleta multicolor que le cubría
la cabeza. El cruel abusador deseó, como en el juego del truco, ver la
muerte, descubrir si en realidad la Pelona estaba presente o si se
trataba de un espejismo, y consideró con estúpida fatalidad, que el
sicario chilango no poseía cartas ganadoras. El duelo se inició, y el
frustrado violador intentó llevar la mano a la pistola pero, de forma
inesperada, la vista se le nubló, y, para colmo de frustraciones, un
extraño dominio le convirtió oxidado el movimiento; una súbita
parálisis se adueñó de él. Fernando M iralles, con destreza bendita,
sacó de la funda su «escupe lejos», como llamaba a su punto
cuarenta hecha de oro macizo, premio de don Tomás por sus
buenos servicios. El plomazo de la inmensa pistola detonó con el
estruendo de un relámpago a corta distancia. La bala atravesó la
rodilla izquierda del cobrador de vacunas. El impacto del proyectil
le destruyó la rótula obligando al herido a arrodillarse sobre la
pierna sana transido de dolor y sin esperanzas. Al desplomarse, el
matón perdió su pistola sin llegar a dispararla. Los escuderos
intentaron empuñar sus revólveres, pero fue demasiado tarde. El
Chuquis, el Zopilote y el Cumpa los tenían encañonados y a menos
de un metro. Los enemigos se entregaron sin resistencia,
implorando clemencia y mirando aterrados al Zurdo, que se
acercaba a quien muy pronto sería cadáver. El verdugo se inclinó, y
cogió de la cabeza a su víctima circunstancial metiéndole de un
golpe la humeante pistola de alta potencia en la boca.
— ¡¡¿Qué pasó, puto?!! ¡¡Te lo advertí, marrano!! ¡¡No juegues
conmigo!! Si te haces tan valiente cuando violas niñas o matas
inocentes, al menos ten los «güevos» pa morir con valor, ¡¡¡que ni
para eso sirves, pendejo de mierda!!! – las palabras del Zurdo
taladraron el alma del infeliz. Se había pronunciado el veredicto; la
ejecución era inminente, no había vuelta atrás. Los compañeros del
repentino vengador quedaron atónitos; no entendían la actitud de
Fernando M iralles. Este no era su pueblo, ni su mercado y ni
mucho menos su guerra. Además, matar a un sicario barato de otro
clan podía acarrear problemas al cartel de los Tomateros. ¿Por qué
carajos jalarse un muerto que no tiene sentido? Pero igual lo
apoyaban; no tenían opción. Así lo establecía el código de la
familia.
El Zurdo empujó hasta la garganta de su enemigo el cañón de la
pistola todavía incandescente. El metal logró romper el cielo de la
boca de su nuevo trofeo de guerra. El malhechor se achicharraba la
lengua y la tráquea por el calor abrasador del oro recién excitado
por la pólvora y la bala detonada. Incapaz de articular palabra, el
muerto en vida imploraba misericordia con ruidos guturales. Era la
típica reacción de los cobardes cuando llega la despedida final.
M uchos ojos indefensos, asomados en las puertas y ventanas de
toda la cuadra, disfrutaban alegres con la escena del ajusticiamiento.
Los habitantes no se atrevían a murmurar; sin embargo, en silencio
religioso, sus corazones y sus almas celebraban con jolgorio el día
que un pinche chilango les quitó del medio al sucio de M atías
Gamarra, el cobrador de vacunas que tanto daño les había causado.
Entre los felices espectadores había un chiquillo con el cachete
amoratado, abrazado a su bella hermana mestiza, de piel canela
hermosa que se salvó de una vil violación. En realidad, fueron ellos
los más afortunados espectadores de la película en tercera
dimensión que ahora disfrutaban en primera fila. Desde sus
corazones abusados, los pequeñines pedían venganza; y la
recibirían en cantidades industriales.
El Zurdo apretó con rabia el mango de la pistola automática e
inclinó al máximo el cañón, incrustándolo en el cielo de la boca de
su estúpido e indeseado enemigo. Antes de pronunciar el dictamen
definitivo, pasó revista mental al supuesto negador del trauma que
había sufrido la morrita a manos de una rata tan cobarde y sucia
como el futuro muerto, que sangraba con abundancia de su rodilla
destrozada. Las injusticias, en todas sus manifestaciones terrenales,
hacían hervir la sangre del segundo líder en el escalafón del poder
del clan de don Tomás, capo y señor del Cartel del Este. Desde sus
inicios en el crimen organizado, el Zurdo resultó un tipo peculiar,
de refinada sensibilidad, a quien el romanticismo, en ocasiones, lo
metía en serios aprietos. Pero no temía; a su noble corazón lo
protegía un manto celestial tejido por su madre en las alturas; ella lo
cuidaba a diario gracias a tantos rezos. No obstante la figura
poderosa de su vieja, el sicario había sido destinado a planes
mayores en la corte del universo, y hoy, en especial, se estaba por
ejecutar uno. Sediento de justicia en vez de venganza, y lleno de
ganas de ver morir al abusador de niños, el verdugo acarició con
odio el gatillo del pistolón alistándose para darle la despedida
eterna al engendro.
— ¡Bueno, cabrón, llegó tu hora! Recuerda en el infierno que un
verdugo jamás pide clemencia. Si te sientes tan valiente para matar,
también debes serlo pa morir.
Otra bala salió disparada del cilindro sin fin de la pistola de grueso
calibre. Era una Dum-Dum, la munición preferida del sicario,
porque al contacto con el blanco abría su punta en cuatro cuchillas
que rompían y despedazaban la carne y los huesos de sus víctimas,
garantizado así la destrucción total e inmediata del enemigo. La
cabeza del ahora cadáver se fragmentó en tres pedazos a
consecuencia del impacto y de la onda expansiva del plomo y del
fuego. Los sesos del ajusticiado saltaron en todas las direcciones y
ángulos posibles. Algunas partes de la horrorosa y cursi camioneta
quedaron cubiertas por una masa de color rojo amarillento. Los
chiquillos se espantaron al ver la muerte tan de cerca. Por su parte,
el Zurdo no comprendía la razón de sus actos, aunque igual no los
analizó mucho. De puro corazón, se alegraba de haber repartido
justicia, y, en el fondo, consideró que se trataba de su buena obra
del día.
Los acompañantes del sicario mayor le recordaron que aún
sobrevivían los dos compadres del muerto. Y respetando los
códigos del narco, ellos también debían acompañar al difunto en su
viaje a las calderas del infierno. El Zurdo se viró, y con extraña
calma les pidió paciencia a sus hombres. Los detenidos se
arrodillaron; ya habían soltado las armas y rogaban perdón alegando
inocencia. Aseguraron no tener nada que ver con los pecados de su
exjefe; eran simples ayudantes novatos en período de
entrenamiento. Juraron por mil cruces que jamás le harían daño a
ningún inocente, y mucho menos a unos pobres niños indefensos.
Aunque, por desgracia, sus captores necesitaban poner fin al
calvario de los prisioneros. Los tres sicarios debían ejecutar la
sentencia y regresar a casa para disfrutar de los diez mil dólares de
regalo en sus bares y burdeles predilectos.
El estrenado justiciero del D. F. se acercó a los pequeñines
olvidándose del resto del universo. El Zurdo se aseguró de que las
criaturas estuviesen bien. Sacó del bolsillo izquierdo de su pantalón
una billetera de piel de cascabel auténtica, la abrió delante de sus
nuevos amigos y retiró un fajo de billetes que sumaban unos veinte
mil pesos. Les entregó el dinero a los rapaces; los fondos servirían
para comprar comida, y el resto debían entregárselo a su madre
para ayudarla con los gastos médicos del hermano enfermo.
También les recomendó alejarse del sitio por un tiempo y les
garantizó que nada malo les pasaría en el futuro, que podían estar
tranquilos. Durante unos cortos minutos entabló franca y amigable
conversación con los angelitos de la calle del bar La Peña de
Carlitos, un lugar que jamás olvidaría en su vida, y, aunque lo
intentara, el firmamento en pleno se lo recordaría en momentos de
duda y falta de fe.
— ¿Cómo te llamas, muchacho? ¿Cuántos años tienes? – indagó el
pistolero salvador.
— ¡¡¡Gerardo Guanipa, mi señor!!! ¡¡Para servirle!! Pero todos me
dicen el Pecas. M i hermana se llama Guadalupe en honor a la
virgencita del Tepeyac, y tengo trece años – respondió con efusiva
soltura el chiquillo dibujando una sonrisa que le cubría el alma. Su
hermana, embargada por una mezcla de dolor y miedo, apenas
podía enjugarse las lágrimas; intentaba apretujar la costura rota de
su vestido floreado mientras obsequiaba con una mueca bendita y
tímida a su héroe anónimo.
— ¡Pues muy bien, Gerardo, un placer conocerte! M i nombre es
Fernando M iralles, y mis amigos me dicen el Zurdo. Ahora debes
cuidar de tu hermana, de tu madre, y del resto de la familia; eso es
lo único que importa – sentenció el ángel salvador a modo de
despedida. No obstante, la sorpresa que el niño le tenía reservada
se transformaría en un mensaje celestial de esos que suelen dar
miedo cuando estás del lado de las sombras.
— ¡Híjole, mi señor! ¡¡Usted sí es bárbaro!! ¡¡¡De dos plomazos
usted acabó con el desgraciado!!! Cuando yo sea grande, quiero ser
como usted, así de… – el protector chilango lo interrumpió con un
exagerado gesto de rechazo y en tono de autoritario reproche le
recalcó.
— ¡No mijo! ¡Jamás serás narco! Tú tienes que estudiar, superarte,
y luego ayudar a tu familia. Jamás te equivoques como lo hice yo.
M atar no es bueno: es pecado aun cuando sea por causas justas.
No, muchacho, no te acerques al narco – explicó molesto el
justiciero, ansioso de huir de un destino que le ocultaba la verdad
que vivía en su esencia de luz.
— ¡No mi, señor! ¡Usted no me entendió! De grande yo quiero ser
como usted, igualito, valiente, fuerte, sin miedo… Que no me
tiemble el pulso cuando deba matar a los malos. ¡Al demonio, pues!
Así como lo hace San M iguel Arcángel; esa historia me la cuenta mi
madre a cada rato. ¡Y usted es idéntico al mero ángel de los buenos!
¿Sí me entiende? – replicó el crío con el rostro inflado de
admiración extrema.
El Zurdo percibió un escalofrío en lo más profundo de su alma
cuando entendió el verdadero mensaje que le transmitía su menudo
compañero en aquella charla informal. En cierto modo, aunque se
negara a reconocerlo, al acabar con la vida del sádico se había
transformado en un ángel salvador a los ojos de los chamacos. Y, de
paso, menudo problema se había buscado cuando despachó al
malnacido. Lo complicado del caso era que no fue él quien actuó,
porque desde el firmamento dirigieron la película, aunque pareciese
imposible demostrarlo; el pequeñín de inocente sonrisa se lo estaba
recordando. Sin duda alguna, detrás de los acontecimientos
sangrientos había un plan divino que algún día sería develado. Su
madre era fiel creyente de dos personajes bíblicos, sumamente
poderosos según ella: San Judas Tadeo, el santo de los imposibles,
a quien de manera constante le imploraba por la protección y la
bendición de su hijo, y el gran Arcángel M ayor, que con su espada
y jurisdicción infinita ostentaba el poder bendito a la hora de acabar
con el mal. A ambos doña Justina les encomendó la tarea de velar
por la luz de sus ojos, por su hijo Fernando, y en este ilógico día,
perdido en un pueblucho de mala muerte en el centro de Oaxaca, el
Zurdo se esforzaba por creer en una verdad inmensa. El destino
está en las manos de Dios, y es Él quien dictamina nuestra
existencia. En realidad, es el dueño del poder y la gloria, y nos
utiliza en momentos decisivos procurando nuestra redención final.
El Cumpa interrumpió la cháchara. Le recordó a su jefe la necesidad
de moverse rápido, porque quizás el muerto pudiera tener cola. El
Zurdo entendió de una vez y asintió con la cabeza. Se despidió de
sus diminutos amigos con un beso en la frente y, sin
responsabilizarse de sus actos, les dedicó una bendición, algo que
no había repetido desde de la trágica muerte de su madre. Dando
media vuelta, buscó a sus cuates de armas para decidir la suerte de
los prisioneros. Los sentenciados comenzaron a sollozar cuando lo
vieron aproximarse con lentitud, pistola en mano y decidido a
repartir justicia. En el trayecto de la escueta caminata, el Zurdo
retiró el peine de su Smith & Wesson chapada en oro puro y
expulsó dos balas Dum-Dum de calibre 9mm que capturó en el aire,
en plena caída libre. Acto seguido, volvió a introducir la cacerina en
el arma, y la montó; la pistola ya estaba lista, ansiosa de disparar,
feliz de matar. Contrario a lo que todos pensaron, en especial los
subalternos, el sicario mayor ordenó soltar a los atemorizados
cobradores de vacuna y les clavó la mirada de frente y recargada de
odio, hundiendo sus ojos de fuego, muerte y venganza en el alma de
los infelices. Le entregó una bala a cada uno antes de darles un par
de opciones muy claras.
— ¡M uy bien, idiotas! ¡Hoy es su día de suerte, pendejos! Les voy
a dar dos caminos. Se olvidan de hacer sus cochinadas y les
perdono la vida. O acá le entrego una bala a cada uno; así la
recordarán clarito cuando se las meta en la mitad de los ojos. ¡Por si
me mienten!¡Ustedes eligen, cabrones! Es lo único que puedo hacer
por ustedes – los dos sentenciados al patíbulo, de inmediato y sin
chistar, juraron lealtad eterna y prometieron abandonar su trabajo;
es más, se irían del pueblo en minutos. Desesperados, e intentando
salvar el pellejo, llegaron a solicitarle trabajo al verdugo, y le
pidieron convertirse en sus ayudantes. El Zurdo sonrió de manera
burlona y los puso a prueba, porque el sicario todavía debía honrar
una promesa hermosa.
— ¡Está bien, pendejos! ¿Quieren serme útiles? ¡Recuérdenlo bien:
me deben un favor muy grande! Acepto, y acá les doy el primer
encargo: vayan a la esquina del bar La Peña de Carlitos. Allí van a
encontrar un perro echado y que está malherido. Lo cargan en el
camión y me lo llevan al D. F. Se lo entregan a un buen veterinario,
lo curan; ustedes pagan los gastos y esperan a que sane por
completo. Cuando lo tengan listo, me lo traen a mi casa. En esta
tarjeta tienen la dirección y mi teléfono. Pónganse de acuerdo con el
Cumpa si necesitan algo. Si no me traen el perro a casa, me los
despacho al otro mundo, y ustedes saben muy bien que cumplo mi
palabra. Así que, muévanla rápido, y cuídenme al pulgoso o se
mueren de una vez – ofreció el Zurdo con auténtica nobleza en el
corazón.
Los tres compañeros del Zurdo quedaron atónitos; no daban
crédito a lo que veían y escuchaban. El líder estaba eufórico, fuera
de control, ausente de toda lógica criminal, la situación resultaba
peligrosa e incompatible con los estatutos del crimen organizado.
Fernando M iralles rompía las leyes del cartel en un solo día. Tenían
la obligación de liquidar a los cómplices del muerto. No obstante, el
Zurdo fue categórico. Les recalcó a sus compinches que quería
darles a los jóvenes una oportunidad de cambiar. No eran más que
simples novatos que no merecían la muerte. Además, él quería
salvar al pobre perro; se lo había prometido con fervor al noble
animal, y su palabra era sagrada. Por otro lado, el mugriento can no
cabía en el viejo Chevrolet Caprice Classic, y estaba herido, olía
muy mal. ¿Cómo carajos harían para transportarlo? Aunque la sutil
excusa resultaba poco convincente.
Los perdonados dieron mil veces las gracias antes de salir
disparados, prestos a cumplir las órdenes de su nuevo comandante.
Primero recogieron el cadáver sangrante de Gamarra con la cabeza
destrozada, lo montaron en el camión y arrancaron desesperados a
rescatar al perro de su salvador. Los tres sicarios del D. F.
objetaron las decisiones del Zurdo; sin embargo, pensar en la noche
de juerga que les esperaba, facilitó suavizar el poder de las dudas
razonables. «A fin de cuentas, los capos siempre saben más que los
subalternos», sentenció el Chuquis en político apoyo a su mentor,
tal vez por adulación, o quizás deseoso de salir corriendo del
nefasto cementerio viviente. Los cuatro matones subieron al
automóvil color oro sucio y salieron como alma que lleva el diablo,
con un muerto encima y cargando un milagro en hombros. Un
milagro que le haría mucho bien al Zurdo, el nuevo émulo de San
M iguel Arcángel en Oaxaca. Los dos sobrevivientes se deshicieron
del cuerpo inerte del antiguo patrón, abandonándolo en unos
polvorientos matorrales a las afueras del pueblo y, de inmediato,
rescataron al cuadrúpedo herido, tal como exigió el pistolero. Un
par de meses después de la recuperación total del dichoso perro, se
lo llevaron a la casa de Fernando M iralles. Los nuevos reclutas al
fin encontraron empleo en el clan de los Tomateros durante un par
de años, hasta que la Pelona los saludó e invitó a un café en Ciudad
Juárez.
Capítulo 3
Si los ángeles te visitan, salúdalos; no temas
México D. F., invierno de 1999.
Eran las tres de la madrugada cuando Fernando M iralles
despertó de forma violenta, nervioso y gritando como un niño
asustado. Sudaba a raudales a pesar de que el aire helado del
invierno de aquel particular año resultó uno de los más crudos de
las últimas décadas. Un invierno que quemaba la piel y obligaba a
usar varias mantas si deseabas dormir en paz. El Zurdo temblaba en
exceso poseído de un terror extraño, fuera de lo común. Arrastraba
varias noches la misma pesadilla repetitiva que lo perseguía y le
quitaba el resuello, generándole una suerte de apnea del sueño un
tanto mortal. Por segunda vez, esa madrugada se palpó la piel para
cerciorarse de que ningún fuego infernal le había achicharrado el
pecho, el rostro, ni mucho menos el alma. Examinó de reojo en
torno a su antiguo reloj despertador y, cargado de premura, verificó
la hora que marcaban las manecillas del viejo aparato de cuerda.
Preso de una angustia genuina, se levantó de la cama y echó un
vistazo temeroso tras la cortina que cubría el pequeño tragaluz de la
derecha de su colchón. Sentía la urgencia de ver los neones de los
bares de mala muerte de la calle, que estaban repletos de
expendedores de perico, borrachos de paso y prostitutas
devaluadas. El sicario, en realidad, anhelaba certificar que aún
estaba vivo, necesitaba convencerse de que no se encontraba ni
remotamente cerca de las puertas de la muerte. Hallar vida en el
pobre callejón de su barrio ahuyentó sus miedos de forma
provisional, por demás justificados. Inspiró profundo y recargó sus
pulmones a toda su capacidad.
Después del acto de conciencia, donde alcanzó a entender su
permanencia en el mundo de los vivos, descubrió que había vuelto a
ser protagonista de otra alucinación onírica. El asesino a sueldo
secó el exceso de sudor con una de las almohadas que decoraban su
cama e inició el proceso de recordar con claridad detallista la razón
de aquella falta de sosiego, ese espejismo soñoliento y turbio que
no le permitía conseguir la paz, la calma, y a la vez le impedía
desenmascarar a los verdaderos fantasmas del futuro. En su película
sensorial recordaba haber entrado en un cuarto lóbrego, negro como
las sombras del mal, similar al primer forro de los ataúdes. De
manera intempestiva, y carente de dirección lógica, una tenue luz
apareció de la nada alumbrando el cuello de una mujer que, a su vez,
le daba la espalda al sicario. La fuente lumínica le permitía un cierto
flirteo óptico con el perfil de la doncella, que empezaba a voltear
suavemente la cabeza con una delicada y bendita lentitud, en claro
derrotero hacia el punto focal donde se ubicaba el Zurdo. De
manera gradual, comenzaba a divisarse el majestuoso porte de una
hermosa mujer de pelo rubio o, más bien, castaño claro, propietaria
de una nariz respingona similar a las esculpidas con maestría por
los eruditos del mármol en el apogeo del Renacimiento. Con
prudente curiosidad, Fernando M iralles inclinaba la cabeza a la
izquierda frunciendo las cejas con auténtica sorpresa, cargado con
curiosidad de niño amoroso, y ávido de contemplar a la diosa que
empezaba a cobrar vida. Un indefinido pliegue de los labios
anunciaba la germinación de una mueca alegre, una sonrisa pícara,
ingenua y muy femenina.
A medida que aumentaba el ángulo de la luz que incidía sobre el
largo cuello de la enigmática doncella real, por su dermis se escurría
la llamativa imagen de un tatuaje artístico con la figura de un dragón
chino que torcía la cabeza en paralelo a su propia columna
vertebral. La mirada del engendro asiático simulaba ser pacífica,
alegre, risueña, aunque se apreciaba metódicamente engañosa.
Aquella sensación de paz vivió hasta que el morro del animal se
topó con los incrédulos ojos del Zurdo. De forma inesperada, el
colorido demonio mudó su talante, y se colocó en franca postura de
defensa y ataque aprestándose a infligir una muerte horrible. En
aquel preciso instante, un fogonazo de reproche se escapó de los
multicolores ojos de la mitológica fiera china. El monstruo,
nervioso, se contorsionaba. Primero levantó la cabeza tratando de
alcanzar su máxima altura, lo que denotaba la obvia intención de
abalanzarse sobre el curioso asesino. Su cuerpo bestial parecía
desfigurarse de forma sistemática, y la metamorfosis concluyó con
su transformación en demonio de guerra, muerte, sangre y dolor.
Acto seguido, el gigantesco saurio de tinta escupió varias ráfagas de
fuego que iluminaron las esquinas del oscuro salón. Unas fuertes
llamaradas parecían querer consumir la aterrada humanidad de
Fernando M iralles, que se defendió encorvándose y plegándose
sobre las rodillas tratando de esquivar la súbita hoguera, mientras se
protegía el rostro con los brazos en cruz a modo de escudo
corporal.
El sueño cobraba matices reales y parecía eterno. El Zurdo
pretendía despertar de su pesadilla, escapar, salir corriendo del
terrorífico espacio iluminado por las llamas que aumentaban el
castigo en su desquiciada psique. Una fuerza empírea, nunca antes
experimentada por él, le obligaba a permanecer en la batalla cual
Caballero del Temple. Sin pensarlo, y saturado por la necesidad de
indagación, el Zurdo, en su pesadilla, logró abrir el párpado
izquierdo, el menos expuesto a los latigazos incandescentes que
escapaban de las fauces de la extraña quimera asesina. La luz le hizo
posible analizar la batalla sensorial que libraba y que casi daba por
perdida. La sorpresa del Zurdo fue exorbitante cuando entre el
fuego del engendro y su propio cuerpo, pudo vislumbrar
desdibujada por la penumbra la silueta de otro personaje con
apariencia humana, de porte célico, único, parecido a cualquier
santo de la Iglesia.
Fernando M iralles no era muy creyente, aun cuando su madre había
tratado por todos los medios de inculcarle la fe desde muy chico.
Incluso en su formación académica, durante el largo paseo por las
aulas del colegio, pudo leer historias de ángeles y querubines, esos
míticos seres de luz que acompañaban a Dios en sus quehaceres
diarios a la hora de bendecir a la humanidad. Pero en aquel
momento, en su privada visión aterradora, no estaba seguro de la
identidad del misterioso personaje que le servía de escudo e
impedía al enorme dragón calcinarlo con su lluvia de fuego. El
Zurdo intuyó que se trataba de un ángel indefinido que lo protegía,
un guardián privado que recibe órdenes en un plano celestial. A
pesar de su esfuerzo de concentración, el Zurdo no lograba
descubrir la identidad del personaje ni la manera de hablarle en ese
sueño desgarrador donde el mal intentaba destruirlo con llameantes
resoplidos.
La terrible pesadilla continuaba. Del infinito, y casi a sus espaldas,
surgió una lanza de hielo que pasó rozando el antebrazo derecho del
sicario. El extraño venablo atravesó de forma milagrosa la figura del
ángel desconocido sin tocarlo para luego enfilarse directo al cuerpo
de la bestia, que escupía fuego sin piedad. La punta de la garrocha
perforó a plenitud el corazón del animal diabólico haciéndolo
estallar en cólera, y segándole la vida. Pocos segundos después que
la helada saeta se incrustara en el alma del monstruoso animal, sus
embestidas cesaron. El dragón se transfiguró de nuevo,
convirtiéndose en una hermosa mariposa multicolor que huyó de la
habitación sin dejar rastro, y se perdió en la oscuridad que decoraba
el recinto. Sobrevino un destello sublime y renació la luz. Ya el
Zurdo podía ver con claridad; ahora sí podía descubrir la identidad
real de su protector, que se ubicaba de pie frente a él. El santo lucía
un manto verde intenso, una lengua de fuego le bailaba sobre la
cabeza y un medallón de oro le pendía del cuello. El miedo volvió a
dirigir los movimientos, las acciones, los pensamientos, las dudas, e
incluso las verdades eternas de Fernando M iralles, aunque quiso
saludar al apóstol ubicado a su costado: era el mero protector de su
madre, fallecida años atrás. Pero, al acercarse, la imagen se fue
desvaneciendo, y el Zurdo fue presa de la desilusión.
La duda volvió a sacudir al narcotraficante. No pudo descubrir con
exactitud la procedencia de la lanza de hielo. De manera instintiva,
se percató de que la hermosa mujer continuaba protagonizando la
película sensorial que se desarrollaba frente a él. La dama lo
observaba con el semblante expuesto a la luz; sus ojos de
emperatriz romana mezclada con sangre moruna destellaban
libertad, pero, en el fondo, aquella hermosa mirada, imposible de
olvidar, se encontraba ahíta de una honda tristeza acusadora que no
solo hubiera sido capaz de deprimir a quien intentara sostenerla,
sino que se trataba de una belleza tan especial que podría grabarse
con fuego hiriente en el corazón de cualquiera, en lo más íntimo,
donde más duele, y podría atormentarlo durante las próximas cien
vidas.
El Zurdo quedó espantado al vislumbrar con detalle el rostro
perfecto de la mujer. La boca del sicario se abrió con sorpresa de
amor puro e inmaculado, del amor que conjuga todos los verbos en
uno solo.
Fernando M iralles soñaba con pronunciar un discurso romántico,
saludarla, preguntarle qué hacía allí. No tuvo ocasión; la realidad lo
sacudió de golpe. Y, como si nada, la figura con cuerpo de sublime
deidad prorrumpió en un doloroso llanto. Sus lágrimas venían
teñidas de un rojo intenso, un matiz idéntico al de la sangre, pero de
muerto, ya fría, casi seca y negra, aunque con un increíble olor a
vainilla y miel, a vida eterna. La aparición quería despedirse, y su
semblante se endurecía a velocidad meteórica, hasta que, de un
soplo, se desvaneció en la negrura de los pensamientos del Zurdo,
quien dejó escapar un alarido pletórico de dolor y frustración al ver
morir a la princesa que llevaba un implacable dragón tatuado en el
cuello.
Era la cuarta vez que el Zurdo se desvelaba por la reiterativa,
extraña y absurda alucinación, que lo asustaba en el preciso instante
de disfrutar en el regazo de M orfeo. El sueño, en toda su magnitud,
era bien irreal, y no hubiera podido explicarse, a menos que por la
sangre del durmiente además circulara heroína o cualquier otro
producto alucinógeno fuerte. Siendo del todo francos, la realidad era
que el confundido, sudoroso y aterrado sicario llevaba más de cinco
años sin probar la merca que su jefe, don Tomás Hinojosa,
despachaba en el este de M éxico. Resultaba imposible soñar en
tercera dimensión, en colores, con figuras tangibles y con
sensaciones térmicas. En la cabezota de Fernando M iralles, las
cosas no se encontraban en su sitio. Sobraba la distorsión de la
realidad. Sentía que enloquecía o, peor aún, asumía que la muerte
deseaba visitarlo. O tal vez el sueño era el presagio de otro milagro
importante.
Recuperada la cordura, Fernando M iralles sintió un frío polar en su
exhausta humanidad, resultado de la peligrosa combinación del
sudor con el viento gélido que se colaba a través de las rendijas de la
oxidada ventana del cuartucho del apartamento donde se refugiaba.
Se hizo el firme propósito de analizar la recurrente novela de horror
que le perturbaba el sueño y la paz espiritual. A su magín
acudieron espontáneos los recuerdos de su difunta madre. En
tiempos de la infancia del ahora narco asesino, ella fue el paño de
lágrimas, la fuente de enseñanzas y recomendaciones, y la
protagonista de las hermosas vivencias del Zurdo. Los recuerdos
florecieron alegres, danzando en su adolorida cabeza. La razón
redoblaba sus esfuerzos buscando dominar el espectáculo
premonitorio, pero los sentimientos acabaron por teñir el monólogo
emotivo. Se sorprendió de que las palabras de la abnegada madre
flotaran por toda la estancia. M uchas veces le había hecho hincapié
a su chicuelo en que, por muy grandes que fuesen sus pecados,
Dios siempre estaría dispuesto a regalarle otra oportunidad si y
solo si existiese en su alma pecadora el deseo de redención. Que, sin
planificarlo, la presencia del Ser Supremo y sus milagros le harían
saber si había llegado el tiempo de redención y la búsqueda de
clemencia. Que no tuviese miedo ni dudas; si en su corazón alguna
vez estuvo presente el amor, ya con eso bastaba. No importaban
los hechos, siempre y cuando hubiese arrepentimiento real; a partir
de allí, fluirían los milagros. Su madre insistía en que estuviese
atento, porque quizás no lograría descifrar las razones en el
momento. Tenía que recordar que los acontecimientos sorpresivos
sucederían por su bien, sea cual fuere el precio.
En la mente del Zurdo no se hallaba terreno fértil para la fe en
aquellos momentos de locura, y mucho menos después de ver morir
a su vieja luchando en vano contra el cáncer. Ahora solo se fiaba de
su intuición, que, de manera perpetua, iba de la mano de su Smith
& Wesson punto cuarenta con dos cacerinas llenas de balas. Ese era
su verdadero amuleto contra el mal; el resto lo consideraba simples
circunstancias de la vida. El Zurdo quiso hacerse el valiente y
buscar la manera de encontrar las respuestas por sí mismo. Pero,
por designio bendito, en cada batalla racional la vieja Justina le
ganaba. Su madre aparecía por doquiera recordándole lo maravilloso
que era Dios, a pesar de sus extraños pero eternos y benditos
designios. Y su amado hijo, en el futuro cercano, recibiría órdenes
claras que lo convertirían en mensajero divino o, tal vez, en un
apóstol capaz de cambiar el mundo. A Fernando M iralles esa parte
del manido discurso de su madre, por lógica, le causaba risa, aunque
la frecuente pesadilla perturbadora y la presencia inmediata de un
ángel que lo protegía de un demonio e impedía que el fuego lo
devorase le hacían pensar con seriedad, obligándolo a formularse la
pregunta obligatoria del supersticioso o ateo por conveniencia:
«¿Qué tal si la vieja tenía razón?». Al plantearla, el miedo siempre
se desata, sobre todo, después de tantos sueños perversos. Nada en
la vida es descartable; no existen los imposibles cuando la fe prima.
Lo que sí rebosaba claridad era que no se enfrentaba a alucinaciones
simples ni fabricadas o inducidas por efectos de alcaloides en su
cuerpo. La segunda verdad lapidaria era que parecía imposible
soñar con tantos detalles, con aquella claridad meridiana y con
exagerado realismo térmico. No cabía duda de que sus experiencias
oníricas no eran normales.
El Zurdo detuvo los pensamientos. Se dirigió al baño, quería darse
una ducha caliente para tonificar y refrescar el cuerpo. Necesitaba
borrar los recuerdos; le urgía quitarle fuerza a la pesadilla bajo el
amparo del dragón. Imperaba la apremiante necesidad de purificar
el alma, aunque ello no fuese tarea simple. De una cosa sí estaba
muy seguro: si estos sueños se repitiesen, buscaría ayuda
profesional. Nunca había creído en los loqueros, como solía llamar a
los psiquiatras; sin embargo, ya cansado, empezaba a dudar de sus
propias creencias. Trataría de curarse a las buenas, o a las malas.
No podía continuar con una locura que no le dejaba vivir en paz.
Capítulo 4
El narco que anhelaba ser médico.
Fernando M iralles nació en el D. F., en una humilde barriada de
clase media baja, no muy por encima del nivel socioeconómico
inferior de la gran capital de M éxico, una de la urbes más pobladas,
diversas, contrastantes y sublimes del planeta. Vino al mundo en
un suburbio de mala muerte, en la carretera hacia Toluca, en un
arrabal aledaño al municipio de M etepec, que, por ironías de la
vida, es una de las zonas de mayor riqueza de todo el estado. Sin
embargo, esa abundancia, está groseramente mal repartida, lo que
genera altísimos índices de desigualdad social. Su hogar estaba
enclavado en una zona de recursos económicos precarios, pero
habitada por gente muy noble. Su madre, doña Justina M iralles, les
dio vida a cinco hijos de tres padres diferentes que hicieron mutis al
nacer los críos; el abandono paterno nada tiene de extraño en una
sociedad donde predomina el machismo. Debido a ese popular
estigma social, la matrona decidió dar a sus vástagos su propio
apellido, a secas, sin recuerdos deshonrosos. Ninguno de sus cinco
hijos llevaba segundo apellido en los registros civiles. Justina era
una mujer de contextura mediana, algo esmirriada de cuerpo, pero
demasiado robusta en esperanza, fe y ganas de luchar. Tenía finas
facciones, mirada aguileña y un cabello liso al mejor estilo de los
descendientes indígenas; su piel era de un marrón suave, un tostado
que se parecía a un atenuado tono crema opaco. La jefa del hogar
era una incansable luchadora, admirable y sacrificada por sus hijos;
una mujer de mucha fe y devoción, temerosa de Dios.
Doña Justina era una humilde trabajadora que se dedicaba a vender
comida casera en un puesto ambulante a la entrada de la colonia
Santa Fe, un distrito de inmenso desarrollo urbanístico, una pujante
área metropolitana destinada al éxito inmobiliario en la primera
década del siglo XXI. En su modesto y pulcro restaurante de
tarantines móvil convergían obreros, empleados públicos y
oficinistas. Sus tortas ahogadas eran famosísimas, y, cuando
empezaba la temporada de los chiles en nogada, los encargos se
multiplicaban por cientos. El delicado platillo, y con tanto esmero
elaborado, llegó a ser aplaudido hasta en la televisión internacional,
pues en cierta oportunidad su quiosco de comida apareció ante las
cámaras de Televisa, gracias a la transmisión de un documental
sobre alimentos callejeros considerados gourmet.
Con mucho sacrificio, doña Justina, que sabía leer y escribir con
cierta dificultad, les dio a sus hijos una educación básica en
excelentes colegios de clase media. Por desgracia, como dice el
refranero popular, «la cabra siempre tira para el monte». Vivir en
una zona de escasos recursos propiciaba que los chicos tuviesen
malas compañías y tendieran a equivocar sus caminos. La mayoría
de los varones abandonó los estudios al culminar el bachillerato.
Prefirieron aprender un oficio y comenzar a ganar dinero desde
temprano, sin advertir que una buena formación académica por
regla general, suma oportunidades en la vida e incrementa las
probabilidades y las herramientas si deseas multiplicar el dinero de
la mano del éxito. Aunque solo si el estudiante conjuga el intelecto
con las ganas de explotarlo; de lo contrario, será tiempo, esfuerzo y
dinero perdidos.
De los cinco herederos, el único que evidenció grandes deseos de
superarse, de convertirse en un ejemplo fue Fernando M iralles, que
desde muy chico soñaba con laurearse de médico. Sus calificaciones
auguraban el milagro, pero la infelicidad rondaba: el destino le
marcaba otras opciones diametralmente opuestas: Dios lo había
escogido como apóstol justiciero.
El chico no tenía que realizar mucho esfuerzo intelectual; los
estudios le resultaban fáciles, y el joven terminó la escuela básica
con magníficas calificaciones y como sólido candidato a optar por
una beca en la prestigiosa universidad de M éxico, la siempre
aplaudida UNAM . Fernando M iralles se convirtió en el orgullo de
su madre y de sus hermanos, que en el fondo jamás lo envidiaron.
Ellos aspiraban a mucho menos que el futuro doctor; se
conformaban con ganar lo suficiente, comprar unas buenas chelas,
pasarla bien con sus amigas con derecho y vivir la vida con
desenfreno, libertinaje, sin compromisos: nada de hijos ni familias
pobres; pero los escuincles terminaban colándose en el destino
convirtiéndolos en padres a la fuerza, bien por errores de cálculo o
bien por pasiones embriagadas, aumentado así sus carencias
económicas; el dinero jamás era suficiente.
Concluidos sus estudios de bachiller, Fernando M iralles disfrutó un
poco del sublime poder que nace de conjugar el verbo amar en toda
su dimensión. Si bien fue precoz en las artes amatorias, en un
futuro cercano llegaría a considerarse privilegiado a la hora de
saborear las mieles del amor verdadero, que solo llega una vez en la
vida; ese amor que debemos aprisionar con tenazas de admiración,
con respeto y embargados por una pasión infinita. Aunque en
ocasiones, por alguna estúpida razón, por miedo o por el ego, otras
veces lo dejamos perder sin sospechar que ese abandono en el
futuro acabará por matarnos de tristeza y a fuego lento. Cuando
descubrimos que, sin desearlo, forzados por el uso indolente del
pensamiento, autorizamos la defunción de la verdadera fuente de
felicidad bendita, y es demasiado tarde. Por contradictorio e ilógico
que parezca, el «amor» en nuestros días suele abandonarse con
sospechosa facilidad, a manos de perversas vanidades, por
egoísmo, por envidia o ante el poder del dinero, o de alguna otra
estupidez nacida del mal uso de la razón, ese demonio desquiciado
y travieso empeñado en competir contra el sentimiento puro,
ingenuo y bello. Porque la perversidad, vestida de globalización en
los tiempos modernos, hace que el amor «verdadero» se torne
camaleónico y evolucione en proporción directa al sentimiento
egoísta de la conveniencia individual.
Fernando M iralles era un chico normal, de complexión media y sin
musculatura exagerada; sin embargo, su cuerpo tampoco estaba
despoblado de pectorales y abdominales exhibicionistas. De todos,
Fernando prefería ejercitar su cerebro antes que cultivar la figura
atlética. Era gran fanático de la buena lectura, y, en ese aspecto,
superaba a cualquier estudiante de su tiempo. Pasaba horas en la
biblioteca pública navegando por océanos de conocimiento en libros
que casi llegó memorizar. No era selectivo en la lectura y
combinaba la ficción con la poesía, la historia y la geografía; la
ciencia con el teatro y las culturas milenarias. Quería saber de todo,
amasar un nivel intelectual competitivo que le permitiera aspirar a
convertirse en una persona de éxito. Ese era su verdadero norte, su
compromiso para con Justina y con Dios, con el obligatorio
propósito de sacar a su familia de la precariedad económica.
Una tarde, a mediados de la primavera, durante su primer semestre
en la universidad, el aspirante a médico buscó una banqueta en el
solar de la facultad. Su intención era revisar un manual de anatomía
que necesitaba estudiar para el examen que le esperaba en cuatro
días. Repasaba sus apuntes cuando escuchó la melodiosa voz de un
ángel vestido de mujer que le preguntaba por una dirección en el
recinto estudiantil. La chica se presentó con gran soltura. Su
nombre era Claudia Rebeca Peralta, recién llegada a la UNAM .
Explicó que iniciaría el curso preparatorio en una semana con miras
a matricularse después en la universidad. Añadió que sus padres se
habían trasladado de M onterrey al D. F. tres semanas atrás.
Fernando M iralles la detalló con evidente desenfreno. Sus ojos no
podían relajarse ante la belleza natural y el poder de seducción de la
forastera. Era la mujer más hermosa que había visto en su vida: alta,
de cuello largo y esbelto que le impartía un porte señorial, un aire
de elegancia sutil comparable con el de las modelos de las pasarelas
europeas. La joven revelaba una piel suave, tersa, delicada. Sus
facciones angelicales y su mirada seductora parecían calcadas de un
mármol esculpido con el éxtasis de M iguel Ángel, el genio de
Leonardo da Vinci y la locura de Salvador Dalí. Llevaba el cabello
teñido en tonos castaño claro, y con un corte cuadrado que le
dejaba ver su impresionante y adorable figura de virgen celestial. Al
cabo de una breve conversación, Fernando M iralles la ayudó a
encontrar la oficina que buscaba. El enamoradizo estudiante exageró
sus atenciones y la acompañó durante el resto del día. No quería
despegarse de ella: el próximo examen de anatomía pasó a segundo
o quizás tercer plano. De allí en adelante se empezó a tejer un
hechizo de amor bendito entre dos jóvenes adolescentes preparados
para emancipar sus hormonas. La química del corazón no se hizo
esperar. Con velocidad incalculable, la mutua atracción corporal se
fue multiplicando en los poros, en cada divino roce. No tardaron en
fundir sus almas en una aventura de pasión, deseo y lujuria pocas
veces encontrada en las páginas de autores eróticos. Sus cuerpos
descubrieron de manera natural cómo entregarse sin reserva;
aprendieron a amarse tierna y salvajemente, a prodigarse infinitos
orgasmos. El fuego de la juventud era el combustible necesario que
les permitía darle vida a un amor perfecto, verdadero, único,
mágico. Porque cuando uno ama de verdad no se conforma con
conjugar un solo verbo, pues el amor indómito, el que quema bonito
y arde incandescente en nuestros corazones los conjuga a todos a la
vez, en su máximo poder; para bien o para mal.
Con el paso de los meses, la compenetración llegó a ser especial;
absoluta y bendita. El noviazgo no solo se basaba en lo sexual. Era
más bien la suma de muchos aspectos de la vida misma: en especial
la admiración mutua, los deseos de lucha, el afán de superación y
las aspiraciones académicas. Compartían criterios y pensamientos
filosóficos similares, deseaban trascender juntos el resto de su vida.
Ella ambicionaba estudiar Literatura. Amaba la poesía y las
historias desgarradoras de la conquista de M éxico, plagadas de
pólvora, sangre, sexo, sudor, mestizaje y violencia moral. M ás que
nada, le seducía indagar sobre el valor del pueblo indómito, sobre el
espíritu libre y creador de sus antepasados.
Los sueños de los nuevos enamorados cobraban vida; pero a
medias. Fernando M iralles pudo conquistar la tan anhelada beca en
la famosa universidad, icono educativo del país. No obstante,
pronto surgió el primer revés en la vida de los románticos
«Amantes» del D. F. Con tristeza en el alma, Claudia Rebeca
recibió la primera mala noticia: no obtuvo la puntuación mínima
necesaria para alcanzar su sueño universitario. En su interior
siempre abrigó la sospecha de que su rechazo había sido producto
de la discriminación. Sumida en una honda decepción, la doncella se
resignó a la realidad de que no podría cursar la carrera de letras. Su
Romeo buscó la forma de ayudarla a mitigar la desilusión con
renovadas muestras de apoyo y mucho amor bonito. Y logró
convencerla de buscar un nuevo norte, un plan B acorde con sus
capacidades. Ella se decidió por otra carrera humanística.
A pesar del momentáneo traspié, la vida aparentaba maravillosa
para Fernando M iralles y su amada; el universo derramaba dones y
les regalaba pinceladas de felicidad con fuertes dosis de esperanza
de un futuro prometedor. De todos modos, ambos compartían la
creencia de que la vida no es perfecta, ni estable ni segura, y menos
cuando el destino esconde otras cartas en el horizonte. Por mucho
esfuerzo que uno haga por encontrar todos los ases del mazo, jamás
logrará vencer en la partida, ya que el juego lo decide alguien más
grande, un ser dotado de poder infinito.
A mediados del segundo semestre de M edicina, y avalados por las
calificaciones sobresalientes de Fernando, los novios decidieron
fijar fecha para su boda. Deseaban legalizar su relación, vivir juntos
el resto de su vida; sus corazones reventaban de alegría. Pero, la
infelicidad se asomó, y sus planes enfermaron de tristeza y llanto:
las penas nunca están lejos de la efímera felicidad del pobre. Cuatro
meses antes del día previsto para la gran fiesta religiosa, cuando el
padre M artín Elizalde bendeciría a los recién casados, doña Justina
sintió una fuerte y extraña molestia en la parte posterior del
estómago, casi pegada a la columna vertebral; quizás se trataba de
algún dolor reflejo, pero tan inusual como los chiles en nogada el 15
de marzo. El curioso malestar no le agradó mucho a la matrona
porque, en efecto, la repentina dolencia traía escondida bajo la
manga una verdad funesta. La vieja era medio india y buena sibila, y
conocía muy bien su cuerpo. Sus visiones y presentimientos casi
siempre resultaban reales y certeros. Su cansado cuerpo no andaba
bien. Y después de varios exámenes de rigor, las pruebas médicas
corroboraron la sospecha mortal: cáncer de páncreas, un maldito
padecimiento de pésimo pronóstico, el de mayor tasa de
mortandad. De todas las posibilidades, germinó la peor, la que
anuncia de frente, de una puta vez y sin anestesia: «Calma, no
hagas nada, no desesperes. La suerte está escrita. ¿De qué color
quieres la lápida?».
Por carecer de sólidos recursos económicos en la familia, hasta los
tratamientos paliativos resultaban impagables en el sistema médico
de un estado venal y corrupto, la mal llamada «asistencia pública»
que solo facilitaba al paciente algunos medicamentos genéricos que,
lejos de calmar el dolor, se burlan de las esperanzas del enfermo y
sus consanguíneos. Fernando M iralles entró en una profunda crisis
emocional. Presa de la frustración, se hundió en un oscuro vacío
emocional y decidió confrontar a Dios; ya hasta dudaba de su
existencia. Se quejaba con rabia indomable por el estado de su
progenitora, pero el tono de sus protestas no ayudaba en nada:
doña Justina seguía consumiéndose en vida. Vomitaba todo lo que
ingería, y, cuando avanzó la destrucción del aparato digestivo, ya
no podía comer, y le colocaron una sonda nasogástrica con la
penosa intención de simular la función del estómago demasiado
oprimido por la glándula inflamada. En pocas semanas, el dolor se
hizo intolerable. Su famélico cuerpo moría poco a poco debido a la
falta de sustento y nutrientes. En realidad, la vieja Justina moría de
hambre.
Dice otro refrán «Bienvenido el mal si viene solo». A la agonía de
su madre se sumaba ahora otro grave inconveniente: el dinero
escaseaba. Fernando M iralles utilizó todos los medios posibles,
trabajaba a destajo, pero en pocos días descubrió con frustración
enfermiza que los pocos pesos que con ello ganaba no guardaban
proporción con el esfuerzo físico ni con las horas de faena. Vencido
por la desesperación, el estudiante de M edicina acudió a sus
hermanos. Sin embargo, entre las deudas de juego, las mujeres,
amantes, e hijos desperdigados con las putas de la ciudad, sus
raquíticos sueldos apenas les daban para medio morir. Las puertas
se le cerraban al buen hijo; ya la vieja se le retorcía de dolor, y la
morfina se cotizaba a precio de oro. Imposible vislumbrar alguna
salida esperanzadora. Dado el avanzado estado de la maldita
enfermedad, la señora precisaba de manera urgente doble o triple
dosis de calmantes por día; si las recibía por vía intravenosa, sus
dolores disminuían… hasta la próxima inyección. Todos deseaban
que la muerte pusiera fin a los atroces sufrimientos de Justina,
todos menos el que aspiraba a pronunciar un día el juramento
hipocrático. Fernando M iralles se negaba a aceptar la partida de su
madre bendita.
Qué más hubiera deseado Claudia Rebeca que poder ayudar a su
amado con el pago de las medicinas, pero el sueño resultó
imposible; la falta de recursos de su familia se lo impedía. En su
hogar tampoco sobraban los ahorros. Decidida a apoyar a su
prometido en la hora de mayor necesidad, buscó trabajo, y, al igual
que Fernando, abandonó sus estudios en el conservatorio de forma
temporal y comenzó a laborar a doble turno. Pero, a pesar de su
gran esfuerzo, el sueldo de cajera en el supermercado del barrio
duraba un suspiro en las farmacias. La historia del mexicano de a
pie se repetía en carne propia: si eres pobre, cuando caes en cama la
pobreza se convierte en pecado mortal.
Fernando M iralles desesperó al máximo. Ver morir a su madre le
despedazaba el corazón al abnegado hijo. Cuanto más aumentaba el
dolor de su vieja, más honda se hacía la sepultura de su propia fe.
Ya casi destruido, Fernando M iralles luchaba por un milagro, hizo
lo que pudo; solicitó ayuda a los vecinos del barrio. Los amigos de
la cuadra se unieron sin vacilar, y respondieron con generosidad
haciendo una colecta que de poco ayudó. La frustración exponía
cara de perro.
Fue entonces cuando uno de los despachadores de refrescos de la
ciudadela vecina, antiguo compañero de juegos, le hizo al favorito
de Justina la mejor oferta salvadora en aquella hora de urgente
necesidad y negra desesperanza, sin imaginar que, a la postre, ese
gesto de buen amigo se convertiría en maldición. Su viejo cuate le
habló en privado a Fernando M iralles de un personajillo a quien
todos lo llamaban don Chente, un viejo amargado que vivía en las
cercanías de la cantina donde Pancho Villa había entrado a caballo y
dejó un par de balas como recuerdo en la viga del techo de madera
del comedor principal. El tal Chente era el contable de una
organización criminal que se dedicaba al menudeo de merca blanca
en varias colonias del D. F. El arisco individuo se especializaba en
multiplicar el saldo de los capos. Como administrador, manejaba
parte de la fortuna del clan de los Tomateros, y en sus negocios
paralelos también prestaba dinero a intereses de usura. Su amigo le
proponía establecer contacto con él. Fernando M iralles vaciló ante
la propuesta. Desde muy joven rehusaba tocar dinero manchado de
sangre. Su madre les había inculcado a todos sus hijos que en el
mundo del narco solo existen dos verdades seguras; «Así como la
lana es abundante y rápida… también la muerte suele ser repentina
y muy dolorosa».
Desde su infancia, todo parecía indicar que el futuro médico sería
fiel a las enseñanzas maternas. Pero los errores suelen ocurrir de
forma habitual cuando el amor nos lleva a cometer estupideces o
cuando la desesperación nos induce a retar el destino. Gracias a sus
conocimientos básicos de medicina, el aventajado estudiante
entendía en toda su magnitud los sufrimientos que padecía su
madre a medida que la penosa enfermedad avanzaba. Desesperado,
Fernando M iralles se planteó que si no podía salvar a su vieja, en
vista de la acelerada evolución negativa del cuadro clínico, donde ya
ningún erudito de la ciencia médica podía hacer nada, al menos
intentaría mitigar sus dolores y evitarle sufrimientos. Sentía esa
obligación moral, porque morir de hambre ya era atroz; al menos,
adormecer el dolor físico se consideraría un milagro aceptable.
Recomido por el resentimiento y la rabia profunda, Fernando
M iralles se cargó de valor, se sobrepuso a sus miedos, y al final le
tocó la puerta al hijo de puta del Chente. A partir de allí,
comenzarían sus primeros pasos por la universidad del crimen;
desde aquel momento quedó sembrada la semilla que germinaría en
su primer milagro, algo irregular quizás, pero como cualquier
bendición confusa, ya había sido escrita en el cielo.
El préstamo fue suficiente para atiborrar de analgésicos y sedantes
a doña Justina. Aunque el cáncer la devoraba implacable, la pobre
mujer ya no rabiaría de dolor hasta su despedida. La debilidad la
desvanecía, pero jamás demostraba dolores. Gracias a los efectos
soporíferos del calmante de amplia gama, la señora reforzaba su
creencia en los milagros, sin percatarse de que en realidad era una
forma dulce y disimulada de despedirse con lentitud de este injusto
mundo.
Como era de esperar, la muerte no tardó en visitar el hogar de los
M iralles. La jefa soltó sus amarras terrenas y se fue de viaje eterno
en una tarde de lluvia copiosa en que el universo parecía llorar su
partida, o acaso sus patronos celestiales celebraban su entrada en el
paraíso con la alegría desbordada que se expresa en llanto amoroso.
Su muerte dejó un gran vacío en el hogar, una amarga tristeza en el
corazón de sus hijos, y transformó convirtiendo en desierto la fe de
Fernando M iralles.
Después del doloroso sepelio, el hijo de Justina se dedicó a sacar
cuentas e interpretar sus cálculos con la intención de pagarle a don
Chente la descomunal deuda. Pero las cifras no cabían en ecuación
alguna; no existía álgebra capaz de predecir la fecha de cancelación
del préstamo. Por obvias razones, su vida corría peligro. El vástago
se sintió solo y abandonado, a pesar de haber tocado el cielo en los
últimos meses cuando descubrió el amor y se comprometió en
aquellos hermosos días que comía un pedazo de nube con su
amada. Ahora dudaba de su propia existencia; no entendía si le
quedaba interés por vivir. Su cabeza tenía precio, y mucho peor
todavía: el amor bendito de su madre había muerto para siempre el
mismo día del entierro. La dedicación moral por su Justina ya
empezaba a ocasionarle problemas racionales, emocionales y de
sangre.
Si algún ingrediente amargo faltaba en su desdicha, Claudia Rebeca
ahora le recriminaba haber aceptado favores del narco en esos
momentos de desesperanza. Todos sus seres «queridos» en cierta
forma lo condenaban, criticándolo por haber cometido semejante
locura, aunque estuviera justificada por el amor de un hijo noble.
Novia y parientes le recordaban a cada rato el típico cuento de lo
malo que es tocar plata maldita, ensangrentada. Nacieron los
aburridos clichés: «Te va a costar la vida». «Del narco nadie se
escapa», y tantos miles de historias trilladas que nadie le contó
antes de solicitar el maldito dinero. En la cansada y dolida cabeza
de Fernando M iralles solo cabían frases y expresiones lapidarias,
intensas, maleables según el porcentaje de felicidad que disfrutaba
en el momento: «¿De qué sirve?». «¿Para qué luché por la vieja si,
total, Dios me la quitó?». Esos eran los reproches que
atormentaban los pensamientos del aprendiz de médico, donde
conjugaba fantasías a las que él mismo daba veracidad según su
conveniencia, bajo el influjo de las almas en pena, de los ángeles de
las sombras, de esos maléficos entes que aparecen en momentos de
duda y contribuyen a erradicar el imponente milagro llamado fe. El
infeliz huérfano se flagelaba el alma repitiendo en mil ocasiones
esas estúpidas dudas que nacen en momentos de intensa
frustración: «¿De qué sirve trabajar duro si jamás saldrás del
barrio? ¿Para qué luchar, esforzarse, producir, si al final uno
vivirá como pobre? ¿Pelear toda una vida para luego despedirse
como miserable? ¿De qué sirve amar de manera incondicional si
la traición es inevitable cuando falle la lana? ¿De qué sirvió rezar
si Dios no salvó a la vieja de una muerte dolorosa?». Era así de
simple: ¿De qué sirve aceptar la pobreza y la honradez si uno no
puede ayudar a su madre a morir en paz?
En el corazón de Fernando M iralles, la vida había perdido su brillo,
el milagro de creer se marchó por tiempo indefinido. El hijo de
Justina nadaba en su soledad destructiva; hasta el amor de Claudia
Rebeca se le antojaba un reproche racional, y aumentado, cuando
escuchaba de sus labios la horrible expresión del derrotado: «Yo te
lo dije». El ahora acusado intentó sonreír y recuperar un pedazo de
esperanza tanteando diversas maneras de pagar el préstamo; no
obstante, nada que lograra reducir el aplastante peso del acreedor.
Ante el fracaso de sus cálculos, y por tanto darle vueltas a la
pensadora, terminó cuestionándose a sí mismo, y se formuló la
misma interrogante destructiva, la del vencido sin pelear: «¿De qué
sirve luchar si no voy a ganar jamás?». Casi sin ánimo, ya
resignado a aceptar cualquier resultado, Fernando M iralles se
enfrentó a don Chente con la idea de buscar alguna salida honrosa,
sin saber que en la mente de los criminales el honor se resume en
cumplir con la palabra empeñada al precio que sea. El diabólico
prestamista le planteó con brutal claridad los dos caminos que se
abrían ante él: o pagaba la deuda o mataban a sus hermanos como
parte del pago. Le advirtió además de que, si intentaba huir, el
resultado sería mucho peor, pues antes de matarlos redoblarían su
tortura. El joven a duras penas pudo contener la náusea, pero le
propuso otra alternativa: que lo matasen a él, y así quedaba pagada
la deuda. El viejo zorro prestamista le replicó con una verdad
demoledora y asquerosa:
— ¡Y para qué carajos te voy a matar, pendejo, si tú ya estás
muerto! Cuando aceptaste el dinero del préstamo me diste tu alma
en prenda. Recuerda que los muertos no pagan las deudas; se los
comen los gusanos. Por eso, si asesino poco a poco a cada uno de
tus hermanos, al menos tengo la certeza de que moverás cielo y
tierra para pagarme. Casi siempre, el duelo familiar suele ser más
poderoso y persuasivo que la propia muerte.
Fernando M iralles entendió de inmediato la despiadada brutalidad
del negocio. En una sola lección de vida, aprendió que con esa gente
no se juega. El mensaje del prestamista llevaba sangre y muerte en
cada palabra. M uy a su pesar, llegó a la conclusión de que la única
posibilidad de pagar la deuda era trabajar para el narco. Los
dividendos solían ser elevadísimos, y de esta manera heterodoxa y
criminal, el aspirante a médico podría redimir el cuerpo, aunque a
costa del alma. Así era de fácil, así de simple; no había escape. El
joven, por fin colgó la bata de laboratorio que usaba en sus
prácticas de la universidad y se disfrazó de aprendiz de narco,
justificándose con una hueca excusa de su maltrecha moralidad:
«Solo trabajaré hasta pagar lo que debo». Fue un jueves cuando
empezó a manejar el menudeo del polvo blanco en una zona muy
prometedora, en pleno corazón de la máxima casa de estudios, el
lugar perfecto donde miles de curiosos buscaban la oportunidad de
experimentar nuevas formas de felicidad fuera de la rutina legal. Por
fortuna, él conocía a la perfección las debilidades de los estudiantes,
sobre todo las de los miembros de las familias adineradas, muchos
de ellos provenientes de la casta política del PRI, el PAN o el PRD,
así como las de los hijos de empresarios, abogados o familias de
rancio abolengo. Su fama de buen servicio a la hora de despachar el
perverso estimulante blanco, siempre de la mejor calidad, le ayudó
a generar altos dígitos en ganancias nunca antes soñadas. En muy
poco tiempo, Fernando M iralles logró acumular un capital
interesante y sólido. Al final, fue suyo el seductor poder del dinero
que compra sonrisas, celebraciones, alegrías, triunfos y un futuro
prometedor. Con el dinero recobró el deseo de vivir, el futuro
asomaba mucho más placentero y sin carencias de ningún tipo. Con
la velocidad del trueno, el vendedor de merca descubrió que la lana
sí puede llegar a comprar la felicidad, aunque sea falsa o efímera. En
pocos meses le pagó la deuda al viejo usurero. Pensó de manera
equivocada que una vez eliminado el préstamo podría retomar sus
estudios. Pero nada podía estar más alejado de la verdad: el
coqueteo con la riqueza y el poder ya había atenazado su alma. Sin
sospecharlo, su potencial como narco a gran escala lo alejaba de la
luz; la codicia ganaba terreno a pasos agigantados.
El que se acostumbra a saborear el embriagador elixir del éxito y del
dinero en cantidades insospechadas, y, sobre todo, a conseguirlo de
manera un tanto «fácil», ya no querrá volver a ser pobre. Esa gran
verdad es todavía más cierta en la hermandad de los traficantes de la
muerte. Pero, antes de decidir su camino, Fernando M iralles trató
de justificarse una vez más: «¿De qué sirve ser honrado si esa
falsa bendición no me da de comer y no salva vidas? Si no, mira
los políticos... Son peores que los narcos. Se hacen ricos abusando
de la ignorancia del pueblo. Regalan miseria mental para que
jamás se recuperen las masas. Ayudan al gobernante y a sus
politiqueros a aumentar el grosor de sus billeteras a costa de la
involución del votante, convirtiéndolo en electorado borreguil; eso
es doblemente perverso». La pócima del poder comenzó a
emponzoñar al humilde muchacho del barrio que una vez soñó con
ser médico para ayudar a los pobres, a los de su misma clase social.
Sin embargo, el soñador había descubierto de la manera más
peligrosa que más allá de sus carencias existe un mundo paralelo
donde la abundancia económica y sus placeres, en ocasiones
perversos, siempre guardan proporción al riesgo que decides correr.
Fernando M iralles hipotecó su vida. En poco tiempo dejó de ser un
simple vendedor al detal, un despachador más. Con la velocidad del
rayo le encomendaron el manejo de un importante distrito. Su
astucia y sapiencia en la visión de los negocios le franquearon las
puertas de don Tomás Hinojosa, el mero macho, el duro, el
mismísimo líder de la peligrosa hermandad de los Tomateros, que
controlaba casi todo el tráfico de droga en el este de la nación. El
capo había establecido su centro de producción y distribución de
cocaína entre Chihuahua, Culiacán y Ciudad Juárez, pero la vida
cosmopolita y la cercanía con los tentáculos de las altas esferas del
poder político y militar que suponía el D. F. atrajeron al
sanguinario líder, que acabó por fijar su guarida en un palacio
bautizado como La Casona, construido en el mero centro de
Temucalco, donde no entraba ni el Ejército. Las ideas del Zurdo,
con miras a expandir el negocio, encontraron eco en el propio jefe
del clan, que empezó a observar al joven como una promesa de
mucha valía. Sus dotes de gerencia y agresividad creativa en los
negocios eran los atributos perfectos, cualidades esenciales en toda
organización del crimen, valores que no se encontraban tan fácil en
la calle.
Aunque fuese paradójico, cuanto más crecían los triunfos en el
nuevo «trabajo», más palpable se hacía la distancia entre Fernando
M iralles y Claudia Rebeca. La joven lamentaba que su gran amor
hubiera caído tan bajo, que se hubiera convertido en un don nadie,
un simple y burdo miembro del narco, que tal vez nadase en plata,
pero a cambio de perder su humanidad, sus valores, el respeto por
ella y por sí mismo, pero, sobre todas las cosas, deploraba que no
hubiera rendido honores a las enseñanzas de su madre. El mayor
dolor de Claudia Rebeca era saber que el éxito del hombre amado
dependía del sufrimiento de muchos. El amor entre ellos no había
muerto, para nada, todo lo contrario, y ese era el peor capítulo de la
novela. Se amaban con delirio, y no se conformaban con hacer el
amor con pasión pura, desbordada, tierna y salvaje a la vez. Cada
uno sabía domar el cuerpo y las pasiones de su compañero. Se
entregaban de lleno a una lujuria bendita, sublime y apasionada. La
barrera, el obstáculo insuperable, nacía en la razón de la amada, que
bajo ninguna justificación aceptaría ser la mujer de alguien que en
algún lugar del planeta tenía garantizada una bala en la cabeza,
porque el mundo del narcotráfico es una sociedad que no consiente
los exmiembros. Claudia Rebeca estaba muy segura de sus actos.
No anhelaba ser viuda antes de tiempo; por ello, no deseaba
sepultar aquel exclusivo querer bonito. Aquel sublime pedazo de
nube jamás se alejaría de su cuerpo, de su mente, de sus
sentimientos ni de su alma.
El amor todo lo puede, reza el trillado refrán justificador; sin
embargo, cuando permitimos que en nuestro pensamiento se alíen
la ambición, el ego y la vanidad, mutilamos los sentimientos puros,
y el llamado amor eterno puede quedar relegado a un segundo
plano, por muy real, auténtico, inimitable y único que sea. Un
apego íntimo que, muy a pesar de que nos encontremos en algún
ardoroso combate sexual con otros amantes, sudando a borbotones
entre sábanas húmedas y arrugadas, y excitados por tanta pasión y
por la sobredosis de lujuria, jamás dejaremos de añorar. Y en
ocasiones, mientras nos entreguemos a otro cuerpo, nos
relameremos tan solo con recordar la piel de aquel amor bonito, lo
maravilloso que era disfrutar de aquel verdadero amor que dejamos
partir por premiar al miedo, ese que una vez justificamos dejar
escapar por alguna estúpida razón que entraba en conflicto con los
deseos esenciales del corazón.
Poco a poco, el tiempo fue erosionando la paciencia de la Julieta
mexicana. Su amado le había agarrado el gusto a su nuevo reto
profesional, que, con infelicidad, le sazonó con descaro el ego y la
vanidad, cualidades que empezaron a recalcar y demostrar a su otro
yo que ser pobre es de tontos, es malo y no merece la pena. Total,
pensaba él, «en estos tiempos modernos, la dignidad es un estúpido
estandarte por el cual nadie da un solo peso. Cuando demuestras
dignidad, la gente dice respetarte, hasta que descubren que eres un
pobre diablo que nada puedes ofrecer. Ahí, el respeto a tus valores
pasa a ser una vulgar adulación políticamente correcta, y, a
espaldas tuyas, te conviertes en el motivo de burlas y de rechazo
público. Reconócelo: sin dinero ni poder nadie te abre la puerta».
El Zurdo veía las cosas con claridad. En el mundo real, el del
mexicano de a pie y sin lana, el pobre es un hombre incompleto, sin
autoridad. La muerte de su madre se trasformó en un falso escudo
irreverente que justificaba sus pecados. Nunca olvidó la cruda y
dolorosa verdad: que ante la ausencia de muchos pesos en la cuenta
bancaria, ningún hospital les tendió una mano. Quedó convencido
del todo, y de mala manera, de que la falta de poder económico
suponía la pérdida de amigos, hasta el punto que muchos le
retiraron el saludo. Para el nuevo narco, pues, el dinero era el
complemento necesario si aspiraba a ser alguien respetado. Bien
decían o predicaban los jefes del cartel: que los pobres solo sirven
cuando mueren de miseria, porque en ese momento trágico ayudan
a subir el rating de los noticieros de la televisión. Cuanto más
dramático sea el dolor social, más aumenta y de forma considerable
la ganancia de audiencia morbosa. El rating sirve para vender
publicidad. ¿Es que acaso alguien se preocupa de fotografiar a un
pobre mendigando en África antes de largar el piojo, de morirse?
¡¡Jamás!! Sin embargo, los derechos de la foto de alguien famoso, o
hasta notorio o tristemente célebre, valen millones en las revistas
del corazón. Entonces, ¿para qué ser pobre si se puede ser rico y de
forma fácil? ¿Quieres medir el poder del dinero? Espera la
repartición de la herencia de cualquier familia adinerada y «unida»:
te llevarás sorpresas.
Por más que Fernando se esmeraba en crear guiones que justificasen
su deseo de riqueza, la princesa de sus sueños, su verdadera mitad
de la luna, descartaba de manera tajante cualquiera de sus
argumentos. Como era de esperarse, las cosas desembocaron en un
ultimátum doloroso. Si el aspirante a médico no dejaba la venta de
droga, Claudia Rebeca se alejaría para siempre. Y al final, el ego del
nuevo empresario del mal le cuchicheó al oído por el costado de la
indiferencia: «¡No hagas caso, güey, así son las mujeres: solo
quieren mandar! No te preocupes. Si te aman, al final no se
alejarán de ti. Solo tienes que darles costosos regalos, con muchos
orgasmos (¡de los buenos!) que las hagan gritar de pasión».
Fernando M iralles caía en el craso error machista de subestimar al
ser más sublime de la creación: la mujer; además, enamorada de la
vida y de la libertad, y fiel creyente en el amor puro, el real, el que
quema bonito por dentro.
El plazo venció, y Claudia Rebeca Peralta cumplió sus amenazas.
Dio la media vuelta y se alejó para siempre de su gran amor, a pesar
de estar convencida de que no volvería a sentir otra vez con la
misma intensidad. De sobra sabía que su piel nunca sudaría igual
sin Fernando M iralles a su lado, y que sus orgasmos, con él o sin
él, se los dedicaría en exclusiva a su otra mitad de la luna. Antes de
despedirse, le comunicó al próspero empresario de la coca que, si
recapacitaba, su corazón siempre estaría abierto para él, pero le
recordó que fuese prudente en el uso del tiempo, pues ella no
esperaría un siglo. Solo le impuso una terminante condición: que le
tuviese respeto y que se comprometiera a no quebrantar el quinto
mandamiento. Si lo hacía, ella sentiría repulsión, asco y ganas de
vomitar con tan solo verlo.
Poco después de marcharse con un triste y penoso hasta siempre,
luego de una inolvidable noche de placer salvaje, Fernando M iralles
desobedeció todos los mandamientos; quebrantó todas las leyes de
Dios y de los hombres. El hijo de Justina había cambiado de manera
absoluta. Ya se había cargado a un traficante de quinta que les
estaba revendiendo mercancía adulterada. Él mismo lo descubrió, y
no tuvo otra opción que llenarlo de plomo. Las razones las tenía
muy claras: en el negocio de la coca debes proteger tu buen nombre
en la familia, y, en especial, ganarte puntos en la confianza del gran
capo. Estas dos reglas lo ayudarían a encumbrarse en la cofradía del
mal.
No hicieron falta muchas lunas antes de que el Zurdo trepara a las
más altas posiciones en la empresa de don Tomás. Su mayor aval
recaía en su educación, conseguida gracias a la inteligencia innata
que Dios le había regalado en su cheque de luz. Era insólito que un
simple despachador de merca ascendiera con tal rapidez. Esas
carreras meteóricas estaban reservadas para un sicario de los duros,
de los que matan por placer o exhibicionismo y que llevan un
demonio muy definido en su alma. Por lo general, esos criminales
envalentonados solo sirven de guaruras o vigilantes, empleados que
conforman el anillo de seguridad del capo y sus familiares. Son los
que se utilizan para los trabajos sucios, los mismos que acaban
como carne de cañón cuando las balas de la ley o de algún clan
competidor empiezan a zumbar. Su éxito es a corto plazo. M uy
pronto riegan con su sangre las calles que pisan los jefes. Ganan
buena plata porque ya están muertos, y solo hay que esperar la
llegada de la carroza fúnebre que les dará el último aventón. Por
aquella causa, Fernando M iralles descollaba sobre ellos. Era
diferente; desbordaba inteligencia, astucia, malicia y mucho don de
mando. El novato no era el típico narco salido de hogares violentos
ni poseía un historial familiar de tráfico de drogas. El único pecado
que había cometido en los bajos fondos por los que ahora se movía
yacía en lo profundo de su alma noble, genuina de apóstol del bien.
En unos pocos años, el destino lo pondría a prueba para redimirlo,
y de esa manera lavar sus pecados con la sangre del mismísimo
demonio y sus ángeles caídos.
Capítulo 5
La rabia de una niña mimada
Madrid, otoño de 2008.
M ientras el joven de aspecto moruno salía despavorido del café
Bistró M aximiliano I, empujado por el miedo a morir de un balazo,
Patricia se levantó hecha un mar de furia de la mesa privada que
habían compartido antes de que llegara el Zurdo para amargarles el
resto del día. Empujó con desprecio al aguafiestas con cara de
sicario chilango que lucía vestimenta de etiqueta, el nefasto
personaje que había colocado una pistola punto cuarenta bañada en
oro en el borde de la mesa con evidente intención de amedrentar a
un pretendiente poco valeroso. La envalentonada joven deseaba a
toda costa zafarse del impertinente y desquiciado invitado. La
agraviada no descubrió otra vía. Rabiosa, se aventuró en dirección a
la cocina ubicada a escasos metros y golpeó la media puerta
basculante que controlaba el acceso al centro neurálgico donde
elaboraban los exquisitos platillos que habían expandido la fama
internacional del famoso bistró multiétnico. Le seguía a muy corta
distancia el hombre con aspecto de matón, pero ataviado con suma
elegancia protocolar, cual mafioso neoyorquino que, de no ser por
sus genes latinoamericanos, bien se podría catalogar como imitador
del legendario John Gotti. Ambos entraron a la humeante sala de
cocción, distanciados por escasos cuatro segundos el uno del otro.
El Zurdo ya había guardado su arma en la pistolera de nailon negra
aprisionada entre la correa y la cintura, atada en el medio de la
espalda casi rozando la espina dorsal, el lugar perfecto a la hora de
desenfundarla para matar, fácil de asir con ambas manos.
La chicuela gritaba improperios contra el arisco visitante. Poco le
importaba enfrentar a los cocineros, camareros y ayudantes, en su
mayoría de aspecto de mestizos centroamericanos. De todos
modos, ninguno de los aludidos le daba crédito a sus ofensas
nacidas de su malacrianza. Los empleados se reían en grupo, se
burlaban de la triste escenita, con franca expresión de guasa. La
lucha temperamental entre la niña mujer y el sicario ya no
sorprendía a nadie en la cocina del Bistró M aximiliano I. Por su
lado, el hombre de la pistola bañada en oro transmitía calma; se
quitó el elegante saco y desprendió los gemelos de oro de 18
quilates que aprisionaban los dobles puños de su camisa de algodón
pakistaní. El causante de la pelea se arremangó con delicadeza,
estaba listo para la faena del día. De la pared cercana a su derecha
descolgó un delantal florido, bastante pintoresco, parecido a los que
usan los chefs famosos en los ridículos e increíbles Reality Shows
transmitidos por los canales de cocina moderna de la TV española.
Se colocó el mandil, que le cubría del pecho hasta las rodillas,
buscando esquivar cualquier contacto de residuos de comida con
sus finas ropas de marca. Se lo ató a la espalda procurando que el
arma estuviese bien camuflada, disimulada ante miradas curiosas.
Previo al próximo enfrentamiento con su agresora sentimental, el
personaje con faz de sicario pasó revista a un par de platillos y
salsas, comprobó que no hubiese exceso de sodio o carencia del
pique necesario para acariciar paladares retadores. Esperaba el
momento clave de arrancar la conversación con la enamorada
ofendida. Uno de los cocineros, el de aspecto más joven, de cuerpo
menudo, flacucho, algo famélico, quiso mediar entre los luchadores.
— ¡Señorita Patricia! ¿Todo bien? Le sirvo un… – sus intenciones
de buen samaritano fueron bloqueadas de golpe. Los contendientes
empezaban a preparar su artillería verbal para poder así discutir sin
opiniones de terceros.
— ¡Cállate, Pecas; también me tienes harta! Todos en este lugar
lleno de locos, nacos y narcos asesinos y… ¡Grrruufff!…! ¡Los
odio! – gritó con marcado acento madrileño la hermosa jovencita de
cabellera cobriza suave de ojazos negros como el ébano y con perfil
de emperatriz, de niña mimada pero con alma muy solitaria: la
verdadera enamorada frustrada.
— ¡Está bien, señorita; ni modo! ¡¡Qué coraje!! Como que
empezamos el día con el pie izquierdo, ¿eh, jefe? – apostilló el
Pecas, mirando al hombre con el delantal florido que empezaba a
controlar las solicitudes en la cocina.
— ¡Tranquilo, Pecas! Yo me encargo de esta ingrata mujercita –
respondió con alegría forzada el Zurdo oteando con un dejo de
ironía a su agresora. En el fondo quería provocarla, retarla.
— ¿Ingrata yo? ¡Pero qué estupidez dices, mi estimado Fernando
M iralles! ¡Tú, el único narco del mundo que se le ocurre andar en
pleno M adrid amedrentando a punta de pistola a mis amigos!
Como si esto fuera tierra sin ley, como si todavía vivieras en
Temucalco, pendejo – vociferó la ofendida muchacha.
— ¡Primero y principal, señorita: hace mucho tiempo que no soy
narco! – recalcó el Zurdo con fuerte tono autoritario, tratando de
poner distancia y procurando respeto.
— ¡Pero las malas mañas quedan! Parece que no te has desprendido
de tus malos recuerdos. Digo, por lo agresivo que andas hoy –
repuso la chiquilla a la vez que veía con rechazo a su compañero de
charla, quien hacía gran esfuerzo por hacerse oír y exigía modales.
El volumen del altercado estaba aumentando en cada frase. Gerardo
Guanipa, el cocinero de aspecto un tanto cadavérico al que todos le
decían el Pecas, les pidió calma. No parecía correcto que los
comensales escucharan semejante pelea en el café bistró más lujoso
de la capital. La bochornosa situación no era buena publicidad:
podría
espectáculo contra
levantar chismes negativos en la prensa del la imagen del
emblemático restaurante. Los
luchadores pactaron con muecas de aprobación y bajaron el tono de
la voz, a pesar de que los niveles de rabia continuaban en ascenso.
— Te recuerdo, chiquilla, que desde nuestra llegada a Europa
abandoné mi pasado criminal; mis muertos y mis secretos en el D.
F. Tú lo sabes muy bien, mejor que nadie, desde hace varios años,
cuando tu madre me pidió cuidarte. Créeme que eso haré siempre,
te guste o no – aclaró el Zurdo con autoridad antes de golpear el
mueble de la cocina buscando la manera de acortar la absurda pelea.
Era una situación incómoda, triste, que él consideraba inútil.
— ¿Cuidarme de qué, güey? ¿De un pendejo tan inofensivo como
cualquier otro puto chico ingenuo y gilipollas de esta ciudad? ¿Qué
crees? ¿Que el pinche mamón me hará daño sabiendo que tú estás
allí como perro faldero? ¡Deja de joderme la vida, coño; deja de
intimidar a mis amigos! ¡Ya me tienes harta de tus celos
enfermizos! – gritó cargada de cólera la mujer con cuerpo de niña,
intentando demarcar territorios y separar responsabilidades.
— ¡Tú eres muy inocente, Patricia! ¿No te das cuenta? ¡Ese pinche
pendejo te tiene ganas! Solo se quiere acostar contigo, y después te
rompe el corazón, se burla de ti y va pal carajo. Yo solo le estoy
advirtiendo al escuincle ese que no estás sola, que soy tu guardián.
¿Qué hay de malo en eso? Solo te protejo coño, entiéndelo de una
puta vez.
— ¡A ver, Zurdo! … – el oyente con aspecto de arrepentimiento la
interrumpió con dulzura irónica.
— ¿M e podrías llamar por mi nombre? ¡Digo, por respeto! – exigió
el ofendido contendiente.
— ¡Está bien, don Fernando M iralles! ¿Puedes hacer el esfuerzo de
entender que ya tengo dieciocho años? Que no soy una niña. Que
sé escoger a mis amigos. Incluso puedo saber quién me quiere follar
y quién trae intenciones serias. ¿O te molesta que me acueste con el
primer idiota que me embruje el corazón? Tengo derecho a disfrutar
la vida.
Su argumento fue cortado de cuajo. Frente a ella, una mano pesada,
musculosa, se alzó en clara posición de ataque. La irreverente y
antojadiza mujercita cerró los párpados, los apretó con fuerza
tratando de aminorar el dolor que nacería después de la cachetada.
La reacción violenta no prosperó. El verdugo contuvo el
movimiento de su brazo a escasos centímetros del delicado pómulo
de la Cleopatra madrileña. Las miradas inquisidoras del Pecas, los
meseros, aguateros y el personal de limpieza que estaba cerca de la
reyerta reprendieron al Zurdo, obligándolo a entrar en razón
momentánea. El agresor evitó la violencia física, se calmó los
nervios, respiró copiosas cantidades de oxígeno y atiborró sus
pulmones deseando dominar al guerrero azteca que proyectaba
arrancarle la cabeza a la grosera adolescente. Su mano no ejecutó la
orden de golpear; sin embargo, de sus labios estallaron fuertes
reproches contra la mal agradecida fierecilla.
— ¡Escúchame bien, Patricia! Sé de sobra que no eres una niña.
Pero no tienes idea de los peligros que hay en la calle ni de las
intenciones de los hombres, en especial de los jóvenes cazadores de
fortuna. Esos desgraciados que solo desean divertirse con niñas…
¡perdón!, con mujercitas ingenuas. Yo solo hago mi trabajo de velar
por ti y guiarte – contestó el Zurdo con euforia.
— ¡Está bien, Fernando, disculpa mis agresiones! Solo te ruego que
seas menos naco, menos grotesco. ¿Dónde queda la palabra, el
diálogo, la confianza? ¿Crees, con sinceridad, que hacía falta
mostrar tu pistolón? – preguntó molesta y con voz explosiva la
joven que aspiraba a la libertad. Su comentario le arrancó una risa
burlona al Pecas, que estaba muy involucrado en las históricas
quejas entre ambos bandos. El ayudante de cocina se metió en la
pelea con la idea de recordarles cierta anécdota a los enemigos
circunstanciales.
— ¡Sí, claro, señorita Patricia, como aquella vez! Cuando vino el
joven andaluz y quería pedir permiso para ser su noviecito. Ajajá,
recuerdo que el animal del Fernando, mirándolo a los ojos con
desprecio y mostrando cara de asesino, le habló rudo: «Sí,
muchacho; claro que pueden ser novios. Pero si la tocas o la haces
llorar, te arranco el hígado… Soy asesino a sueldo»… Ajajá, a ese
no hubo necesidad de sacarle la escupe-lejos dorada, ¡ja, ja! ¡El
pobre se hubiera muerto de un infarto allí mismo! – el mal chiste no
causó gracia a la pareja, que solo buscaba establecer formas de
entendimiento. Los dos miraron al Pecas con aburrimiento, y casi le
gritan «Otra vez con el mismo temita de siempre. ¡Párala ya,
Pecas!». Ambos se burlaron de él con expresiones aburridas en los
labios. Prefirieron ignorarlo y volver a la rutina de discutir. O, tal
vez, amarse en secreto. El que hacía las veces de santo protector e
inquisidor ofreció una tregua planificada.
— ¡Hagamos un trato, Patricia! Está bien, prometo ser más
tolerante. Solo te ruego que antes de presentarme a tus amiguitos o
pretendientes, al menos me des detalles suficientes. Deja que los
investiguemos un poco. ¡Es por mera seguridad! ¿Te parece? – la
ofendida ninfa exhaló un trozo de fatiga emocional. Estaba cansada
de oír la misma cháchara cada vez que deseaba ser feliz y tener un
pretendiente oficial. La joven abrió sus ojazos y los enterró en la
mirada protectora de su eterno guardaespaldas personal. La fuerza
de sus pupilas de niña mimada amedrentó al musculoso hombre
vestido de chef internacional. Con voz recia le espetó una expresión
demasiado chungona, al mejor estilo de los miembros del nuevo
siglo, la llamada generación del milenio, jóvenes ariscos,
desenfrenados, sin apego a la lucha constante por las metas pues
todo lo han heredado sin esfuerzo o perdido sin reproches.
— ¿Sabes qué, Zurdo? ¡Hazte un favor! ¿Qué tal si te conviertes en
pelícano? Te buscas un yate, lo persigues y te comes los pececitos
que están en el mar ¡Osea, esfúmate! – el poder punzante de cada
palabra destrozó la valentía del guerrero mexicano. Fernando
M iralles arrugó el semblante. No pudo responder a las burlas de la
chicuela arrogante y bajó la mirada en clara señal de rendición. Con
pena observó cómo la indómita niña fresa, quizás con algo de
justificación, abandonaba la cocina dando bandazos con sus
caderas, contoneándose con exagerada rebeldía juvenil retando a los
presentes, de quienes ni se despidió, demostrando su mala
educación.
El Zurdo la detalló mientras se alejaba sola, molesta, incontrolable,
con las hormonas en ebullición y la piel lista para irritarse por
insignificantes motivos, como el rechazo de sus caprichos de
juventud. Su protector quedó triste, frustrado. Pensó que todos sus
esfuerzos habían sido mal interpretados o, peor aún, rechazados y
despreciados de mala manera. En sus ojos se empezó a formar un
manto casi imperceptible de contenido acuoso, claro ejemplo de
debilidad ante el rechazo de un ser amado. Fernando M iralles tenía
ganas de soltar unas lágrimas, pero no pudo liberarlas. En el narco
había aprendido que mostrar sus emociones podría resultar mortal;
era el primer paso antes de perder la cabeza. Durante esos
despreciables segundos, que, gracias a Dios, no llegaron a
convertirse en eternidad, sobre el hombro derecho sintió el peso de
una mano frágil, aunque demasiado poderosa en valor moral. Un
amigo que lo comprendía, respetaba y en mayor proporción lo
admiraba, quiso ofrecerle un reposo emocional. El Zurdo volteó la
cabeza en busca del causante de su distracción. El Pecas estaba a su
lado como de costumbre, siempre dispuesto a ser su aliado
incondicional. El resto del personal se unió. También sentían la
tristeza a flor de piel por los insultos mezquinos de Patricia; sin
embargo, no tenían el valor suficiente para comentarle nada al chef,
al antiguo hombre fuerte del cartel de los Tomateros del D. F. La
voz del Pecas se adueñó del cierre de la puesta en escena, y su
verbo sirvió de analgésico transitorio.
— ¡Vamos, mi querido Zurdo, entiéndelo de una buena vez,
compadre! Ya Patricita es una mujer. Casi hecha, aunque no muy
derecha. ¡Pero al final es mujer, güey! Ya no es la bebita del D. F., y
es verdad que tampoco estamos en M éxico, donde a punta de
pistola resolvíamos las diferencias. Ella no ha cometido ningún
crimen. Solo que ha crecido, y eso no es pecado. ¡Carajo! Termina
de aceptarlo, cabrón – expresó con libertad el buen amigo, el único,
el verdadero, el que siempre estaba a su lado en las buenas y en las
muy malas. El confidente lo miró con resignación. Daba crédito a
sus palabras; deseaba encontrar respuestas más certeras, capaces de
aliviar las penas del alma, las que solo existen en el diccionario de la
vida. El Zurdo le devolvió un suspiro al Pecas y lo abrazó con
cariño del bueno, de ese que los amigos inseparables siempre
tendrán a mano. Un abrazo de excompañero de armas y aventuras
de sangre derramada.
— ¡Tienes razón, mi querido Pecas! Como que me estoy poniendo
viejo, güey, y no termino de aceptarlo, caray. ¡Pero es que esa niña
siempre me ha traído loco! M i deber es cuidarla; tú lo sabes muy
bien, hermano – concluyó con resignación el dueño del café Bistró
M aximiliano I.
— ¡Lo sé, compadre; así de jodida es la vida, carachas! Todos
envejecemos. No eres el único que se pone fastidioso, Zurdo. Solo
bájale un poco a tu paranoia con Patricia. Déjala ser, dale libertad, y
que se dé sus trancazos. Si estás con ella como protector eterno,
jamás se dará cuenta de que la vida está llena de sufrimiento
– opinó a corazón abierto el flaco cocinero dándole una palmada al
espíritu removido de su gran amigo.
— ¡Cierto, Pecas! Debo hacerlo. Si no, ella me abandonará algún
día. Tengo que aprender a darle su espacio, lo sé; es necesidad pura
– la respuesta estaba preñada de sincera resignación.
El Pecas lo veía con alegría. Su antídoto estaba surtiendo efecto. El
maestro, el protector, el amigo entrañable, empezaba a recuperar la
paz. La piel volvía a su color normal. M enos mal, porque el Bistró
M aximiliano I estaba a tope, lleno de reservas hasta la medianoche.
Había muchas salsas por preparar durante el resto de la jornada. El
Zurdo caminó unos pasos a lo largo de su cocina. Se colocó al
frente de una hornilla con la intención de preparar una suculenta
salsa de tomatillo con nopales, aderezada con tocino ibérico, una
mezcla inventada por él que deleitaba a los comensales. Se relajó al
ver cómo cambiaban de tonos los ingredientes. Los aromas
combinados con locura empezaban a seducir los sentidos. De
pronto, un huracán sensorial sacudió la piel del chef haciéndole
perder la compostura, por segunda vez en menos de una hora, por
una impertinencia ingenua de su colega.
— ¡Por cierto, Zurdo! ¿Viste qué lindo es el tatuaje que lleva
Patricia en la espalda? – dijo el Pecas sin medir las posibles
repercusiones, como quien no tiene más nada de qué hablar y abre
la bocaza en el momento menos indicado, sin imaginar que aquel
inocente comentario atraería rayos y truenos hacia el cielo de la
capital de España.
— ¿Qué tatuaje? ¿De qué hablas? Patricia no me dijo nada –
preguntó sorprendido y desesperado el Zurdo, que, del impacto,
suspendió la cocción de sus salsas y cremas.
— ¡Sí, uno bien raro! Ya sabes, cosas de jóvenes. Es un dragón con
la cabeza mirando hacia atrás. ¡M edio misterioso el pinche dibujo!
Aunque debo reconocer que está chulísimo – la inocente confesión
del Pecas desenterró mil memorias de tragedias en el corazón del
Zurdo y destapó el recuerdo de una muerte horrible, un
pandemonio, en la atormentada mente del sanguinario asesino de
Temucalco. El poder del dragón representaba el don de la muerte o
la resurrección del pasado tormentoso de Fernando M iralles. Era un
recuerdo que solía ser portador de noticias trágicas.
Capítulo 6
El plan perfecto también puede matarte.
México D. F., días después del sueño tenebroso.
Transcurrieron cerca de dos semanas desde que el Zurdo empezó a
tener extrañas y repetitivas pesadillas. Era la segunda vez en toda
su corta existencia que el miedo le impedía gritar, hablar o tan
siquiera pedir ayuda. Por primera ocasión, dudaba de él y creía que
algo estaba mal en su cabeza. Presentía que el destino no estaba
dispuesto a abrazarlo con bendiciones. La imagen enloquecedora del
dragón pintado en el cuello de una mujer hermosa, transformándose
en demonio, le indicaba con certeza que algo estaba fuera de lugar.
Y con mayor reiteración, si san Judas Tadeo aparecía a su lado
protegiéndolo del fuego justiciero que salía del morro de la
horripilante criatura onírica. Bajo ninguna justificación, el Zurdo
podía aceptar o entender que un emisario de Dios estuviese cerca
de él, siendo un pecador confeso, más por obra que por omisión.
¿Con qué finalidad o justificación el santo estaba a su lado?
Durante varios años él había quebrantando el quinto mandamiento
y muchos de los nueve restantes. En sus manos reposaban ríos de
sangre, que, en su mayoría, eran del bando oscuro; la raquítica
excusa emergía en su alma tratando de suavizar su maltrecha
conciencia con el torpe propósito de justificar sus pecados.
Resultaba bastante cómodo asumir o pensar que puedes alcanzar
alguna gracia si estás dando de baja a gente mala. Pero no importa la
falsa moral, daba igual, la acción final no te exonera del infierno; él
lo sabía, a pesar de que su esencia de luz le recriminaba a cada
momento por sus malas acciones en el ejército de las sombras. No
solo era responsable por los muertos del narco, los cuales, en su
mayor porcentaje, se originaron de guerras entre clanes, o contra
advenedizos que se equivocaron de territorio y de mercancía
afectando los intereses de la hermandad de los Tomateros en el D.
F. En las decadentes listas también existieron posibles cadáveres de
inocentes: policías, jueces, enfermeros e incluso niños.
Independientemente, de que jamás le disparara a ningún infante, tal
vez sus órdenes acarrearon daños colaterales y pudieron acabar con
la vida de ángeles en tránsito. Dicha posibilidad constituía su
mayor pecado mortal. Quizás por ello, ahora su pánico era tan real.
Sentía que ese extrañísimo sueño, en cierto modo perverso, en el
fondo reflejaba algún tipo de anunciación justiciera, quizás
distorsionada de su realidad terrenal, pero que encajaba perfecto
con la balanza en la redención de las almas buenas.
El Zurdo trató de deslindarse de sus temores. Intentó cientos de
malabares mentales buscando sepultar la pesada carga sensorial.
Llegó a estar tentado a esnifar algo, de empolvarse la nariz con una
buena dosis de estimulante fuerte, de los que salvarían a cualquier
Quijote moderno, ayudándole a matar varios dragones de fuego; esa
vitamina blanca, absurda, adictiva, que muchos usan para evadirse,
o tal vez para sentirse superiores, empezaba a convencerlo. La
batalla emocional apenas iniciaba, y su instinto asesino prevalecía
recordándole que para matar a un personaje tan importante como el
juez Alberto M uñoz Pestana era imperativo mantener los cinco
sentidos en su máximo nivel de concentración. Ya restaban cuatro
días para cumplir con el encargo de don Tomás Hinojosa de
eliminar al leguleyo más encarnizado contra el negocio de los
estupefacientes en tierras mexicanas. La misión era de suma
importancia en favor de la hermandad. Requería sangre fría y la
sapiencia del mejor hombre del capo; necesitaba ser ejecutada por el
cerebro del grupo, el sicario de máxima confianza del empresario de
la muerte blanca. Por esa razón especial, el Zurdo, acompañado de
tres de sus mejores hombres, resultaron ser los privilegiados con la
intención de llevar a cabo el atentado del siglo: acabar para siempre
con el único enemigo de peso en el M inisterio de Justicia, el juez
que había desarrollado un plan certero con el fin de reducir de
manera eficaz el poder de los capos en la capital y bajar de forma
drástica los niveles de sangre en las calles.
En su escondrijo temporal de la populosa barriada de Temucalco, a
unas seis desproporcionadas cuadras de la histórica avenida
Reforma, distanciado unos veinte minutos en metro antes de llegar
a la basílica de la Virgen M orena, el sicario mayor, en presencia de
sus tres soldados, repasaban por enésima vez los detalles de la
arriesgada operación. La cita pautada con la muerte se marcó el
venidero jueves. Justo el día de descanso del magistrado. El
atentado debía producirse a las siete cuarenta y cinco de la noche,
minutos después de que la mayoría de la servidumbre se hubiera
ausentado y en concordancia plena con la información recabada por
el personal de confianza que había infiltrado el cartel en el seno de
la adinerada familia desde hacía cinco meses. De acuerdo con el
informante clave, a esa hora fijada, el hombre de leyes debía de
estar en su majestuoso despacho privado, localizado al final del ala
oeste de la casa, bastante cerca del corredor que conducía a la
alberca. La ostentosa oficina se convertía en el ambiente de relax
perfecto después de una semana agotadora en la Corte.
Representaba el oasis secreto del juez, su maravilloso refugio
contra el bullicio de la gran capital, su espacio ideal para el
descanso y la lectura de buenos libros, siempre acompañado con un
fino Davidoff Doble Corona, su vitola preferida, recubierto con
capa Connecticut cultivada al norte de La Española, cuyo suave y
ligero aroma entretiene, no asusta, ni irrita o perturba los sentidos;
es un sabor muy apreciado a la hora de relajarse, un magnífico
enrolado si deseas satisfacer a cualquier exquisito conocedor de
buenas y costosas marcas de tabaco. Alberto M uñoz Pestana solía
reposar a gusto en su butaca reclinable de cuero marrón importada
de M ilán en su último viaje de negocios. El pesado sillón estaba
ubicado al lado izquierdo del despacho, casi en el ángulo que
establecían las dos paredes en forma de esquinero, delimitadas a la
derecha por un vitral opaco de elaboración belga, parecido a los
diseños utilizados en las iglesias góticas, con la diferencia
manifiesta de que, en este caso, las imágenes exhibían unas figuras
impresionistas, que trataban de imitar cualquier visión de Dalí o
Picasso, aunque, por obvias razones, sin poder copiarlos.
El mural de cristal daba a la piscina; por esa razón se justificaba el
abuso de los tonos opacos que absorbían el nivel de penetración de
luz o distorsionaban las imágenes que distraían al hombre de leyes
mientras leía en su espacioso diván demasiado acolchado. En el lado
izquierdo se apreciaba una ventana con dimensiones medianas que
servía como fuente de luz natural en las primeras horas del día. Los
cristales eran de seguridad, y gozaban de un blindaje capaz de
soportar el impacto de balas de alto calibre. Cuando el juez por fin
lograba recostarse en su trono de descanso, colocaba sobre la mesita
de roble inglés, a corta distancia de su apoyabrazos derecho, un
finísimo cenicero de baccarat, regalo del embajador alemán el día de
su cumpleaños. Encendía el puro con parsimonia, lleno de paciencia
absoluta; como debe ser, apegado a las normas del buen fumar.
Utilizaba mecheros de butano con llamarada constante y fuerte,
procurando abarcar el centro de la circunferencia del tabaco. Era el
único gas noble, incoloro, carente de aromas viciados que estaba
permitido por los sibaritas del mundo tabaquero, gracias a su
inocuidad sobre las nobles capas de hojas secas que constituían el
cuerpo del tabaco. Como primera opción, le apetecía acompañar su
humareda con una copa de suculento sauternes, o, en su defecto, un
buen oporto con una piedra de hielo, cubriendo las expectativas,
pero de manera tajante, omitía de la lista los licores fuertes, como el
tequila o el vodka, debido al alto concentrado alcohólico y su
facilidad para irritar el paladar al mezclarse con las volutas en la
boca.
Culminado el ensayo de la operación, los tres maleantes le
ratificaron al Zurdo que el plan era perfecto, todos coincidían en
ello, estaba claro que no existía la probabilidad de errar. Cada
detalle se había cubierto al milímetro. Los guardias de seguridad,
situados en la garita principal, garantizarían el acceso a la lujosa
comunidad, otorgarían puerta franca a cambio de una donación tan
cuantiosa que podrían exiliarse en Barbados mucho antes de que la
Policía llegase a descubrirlos; en pocas horas, ya tendrían los pies a
suficiente distancia de allí… si antes el narco no los ejecutaba.
Recordemos que el demonio siempre cobra caro a quien le sirve,
argumento repetido cuando urgía borrar huellas indeseadas.
Una de las mujeres de servicio dentro de la lujosa propiedad
facilitaría la entrada a los cuatro sicarios a través de la parte
posterior de la suntuosa villa, evitando así miradas curiosas por el
frente, casi siempre bien iluminado en cada mansión de la zona
norte en la urbanización Las Lomas, en calle Veracruz, número 77,
quinta El Establo. La ventaja principal de utilizar el lado trasero,
reservado en exclusiva a obreros transitorios, empleados
domésticos, agencias de festejos y servicios de mantenimiento, era
la corta distancia que existía entre el jardín y la puerta principal del
despacho del juez. Los asesinos únicamente debían atravesar el área
del césped, bordear parte de la piscina y penetrar por el pasillo
central de la casa. Justo a la derecha, a unos quince pasos, se
encontraba el portón de la oficina privada del próximo cadáver de la
lista del Zurdo. El propio Fernando M iralles sería el encargado de
ejecutar al ilustre experto en leyes.
Las cámaras de vídeo no preocupaban a los bandoleros, que ya
conocían las claves para anular la transmisión y grabación mucho
antes de entrar en el complejo residencial. La mayor de las ventajas,
por extraño que parezca, derivaba de la actitud soberbia de la
víctima, ya que el juez se consideraba un intocable de la vieja casta
politiquera. A diario, su guardaespaldas se retiraba cuando el
magistrado llegaba a su hogar en horas de la tarde. Alberto M uñoz
Pestana alardeaba convencidísimo de que su casa era un búnker
impenetrable, y aseguraba que la protección de la urbanización
estaba más que probada como garante de su vida: más tarde, el
destino le demostraría que sus cálculos no siempre rayaban en la
perfección. Como de costumbre en el hogar, el jueves venidero se
esperaba la presencia del juez en compañía de tres empleados del
servicio doméstico. La esposa aprovechaba los jueves para estar
fuera de casa, por lo menos hasta la medianoche, casi siempre
atareada y muy dedicada a eventos o actividades sociales en pro del
apoyo a las causas infantiles. Ella presidía una fundación
gubernamental que ayudaba a madres adolescentes en la crianza de
sus bebés, un flagelo latente en los hogares de mayor pobreza. En la
fecha escogida por los hombres del narco, la esposa del infortunado
había decidido participar en una gala benéfica que se realizaría en el
Teatro Nacional, en el corazón de Polanco, el magnífico escenario
que es icono cultural de la capital, donde una inmensa bandera
tricolor con el águila devorando a la serpiente ondea libre y
majestuosa. El último detalle de tranquilidad para los sicarios era
Laura M uñoz, la hija adolescente del juez, quien esa noche asistiría
a sus prácticas de tenis entre las siete y las ocho cuarenta de la
noche. Imposible que la joven llegase a tiempo para socorrer o
proteger a su padre de una muerte segura.
La lógica predominaba en los planes de los sicarios, los detalles
encajaban a la perfección minimizando o, quizás, anulando los
índices de riesgo. El plan se visualizaba simple, fácil de ejecutar,
nada diferente a otras misiones de similar envergadura. El Zurdo y
sus sayones llegarían media hora antes a la lujosa urbanización.
Entrarían camuflados con un vehículo y ropas de empleados del
servicio de telefonía e internet, una excusa creíble. Consistía en
fingir que se estaban reparando conexiones en la zona debido al
reclamo de uno de los vecinos, que reportaba una supuesta
inestabilidad de la señal en sus equipos. Los justicieros del narco
aguardarían hasta la hora fijada, no había obstáculos, la puerta sin
cerrojo les daba la bienvenida y, al traspasarla, debían actuar
rápido. Necesitaban simular un robo, buscando esconder el motivo
real de la ejecución del hombre de leyes. En la investigación se
asumiría un enfrentamiento fingiendo resistencia al asalto. La
opinión pública tal vez expresaría repudio por el vil asesinato, y se
tejerían varias conjeturas y hasta vinculaciones con el narco. Tales
suposiciones no representaban problema alguno para el capo; los
políticos bien pagados, en complicidad con las fuerzas de
seguridad, se encargarían de distraer la verdad, de dilatar el caso
manejando un discurso bastante creíble y con argumentos directos
al olvido. Argumentos que eran socios peligrosos de la falsedad. En
tiempos del PRI, todo era posible en M éxico, como podrían
confirmar los hermanos de don Salinas. En la cúspide del poder se
permite cualquier cosa, o, en su defecto, con dinero sobrante, la
verdad se puede adecuar a conveniencia.
Sin embargo, el capo prefería hacer las cosas con disimulo. Su
intención era minimizar el alboroto periodístico. La publicidad
negativa podía repercutir en sus negocios, hasta el punto de querer
involucrar a organismos internacionales como la DEA o la Interpol,
entre otros. Quizás los podía acallar con dinero, aunque no siempre
es fácil llegar al precio final. Por ello, la idea del robo sonaba creíble,
tendía a evitar molestias futuras y, en realidad, no era ilógica la
estrategia, pues la mansión del juez parecía un museo, repleta de
cuadros y esculturas famosas, piezas arqueológicas y objetos que
valían una fortuna a precio de subasta. En el despacho privado,
detrás del sillón que hacía juego con el escritorio de trabajo,
reposaba colgado un M onet auténtico, cuyo valor entre
contrabandistas podía convertir en millonario a más de uno. Ni
hablar de las piezas precolombinas, que aglutinaban varias culturas
indígenas entre las tierras de mayas, toltecas y aztecas, y eso sin
considerar la colección de relojes antiguos que ostentaba el juez en
su biblioteca privada. Los artículos coleccionables de la familia
representaban la mejor inversión que sus adinerados ancestros le
habían regalado. Sus padres también fueron abogados y jueces en
diferentes gobiernos: no resultaba descabellado pensar que el
abultado enriquecimiento del patrimonio personal del juez también
fue sustentado por la implementación de ciertas triquiñuelas, o lo
que muchos llaman «favores» políticos, evadiendo interpretaciones
conflictivas a la hora de administrar justicia o, dicho de otra manera,
tal como repetía a cada rato el viejo capo don Tomás, «todo político
es ladrón… o hijo de ladrón». Los abogados y jueces, como es
costumbre, caminan muy de la mano de los políticos, es decir, cabe
la posibilidad de que les puedan salpicar propinas o donaciones
jugosas en sus cuentas bancarias después de «administrar justicia».
¿O cómo interpretamos el caso si eres abogado penalista y cobras
por defender a un asesino o tal vez a un violador? Pero
indignamente se tiene que convencer al jurado sobre la inocencia del
incriminado y negociarle un futuro tranquilo alegando locura. Lo
asqueroso del juicio es que en muchas ocasiones ganan los malos
¿Eso es justicia? Dios dirá.
El Zurdo se frotaba el rostro mientras sus compañeros de armas
abrían una botella de Revolución Reserva Especial añejo. El tequila
les valía para mitigar el frío invernal y ayudaba a despertar todos
los sentidos. El calor gutural les zarandeaba el esqueleto. La suerte
estaba escrita en piedra: en pocos días el juez dejaría este mundo,
ya no se le podría considerar un estorbo en los negocios del clan.
Los sicarios se ganarían un buen premio, y por partida doble. El
capo les reconocería el precio de la sangre de su enemigo legal con
un buen fajo de billetes gringos y, de manera adicional, recibieron
luz verde si deseaban robar alguna cosilla de la lujosa vivienda,
piezas fáciles de transportar y de vender sin mucho escándalo en el
ambiente de anticuarios. Lástima que los matones de poca monta
no sepan apreciar el valor del arte; con toda seguridad venderían las
obras a cambio de unas cuantas botellas de buen aguardiente. Los
subalternos estaban felices, ya saboreaban otra victoria en su
carrera criminal, de las buenas, de las mejores, de esas que el capo
mayor sabe aplaudir cediendo niveles de confianza, lo que equivale
a la recompensa imperial anhelada por cualquier burdo sicario: ser
reconocido y respetado en la familia.
Solo tres miembros del grupo brindaban con antelación, pues al
Zurdo no le gustaba contar los pollos antes de nacer, y mucho
menos con este encargo que le traía el alma en penitencia. Algo
turbio y rancio lo machacaba en sus pensamientos. Esta misión
serviría para abrir de par en par las puertas del infierno, y de
manera definitiva. Con bastante probabilidad, los implicados
costearían un precio impagable, quizás habría un antes y un
después en la vida de los sicarios al matar al juez Alberto M uñoz
Pestana. El jefe de la operación no era supersticioso; sin embargo,
estaba demasiado seguro de la presencia demoníaca en el curso de
esta encomienda tan relevante. A Fernando M iralles las cosas no le
pintaban bien; su intuición trató de advertirlo, pero ya era
demasiado tarde, y lo peor de todo era que tenía razón: su destino
estaba tatuado con tinta multicolor.
Los cuatro matones salieron del centro de reunión. Cada uno tomó
un rumbo diferente evitando generar sospechas. El Zurdo se retiró
con suma lentitud, caminaba pensativo, inmerso en una guerra
personal donde los combatientes eran él contra sus propios miedos
y demonios repentinos, pincelados en el cuello de una hermosa
emperatriz. Pesadilla fatídica para la actividad de un asesino tan
peligroso como él. El sicario mayor deambuló por varias calles sin
fijarse en esquinas, peatones o peligros de coches al cruzar las vías.
Se asemejaba a un sonámbulo, perdido, ausente, en tránsito
psicológico. Se encontraba sumido en un mundo sensorial, extraño,
y ahora sentía en carne viva la batalla contra el mal, que deseaba ser
derrotado por la luz; todo lo contrario a sus acciones pasadas.
Fernando M iralles visualizaba con detalle inmaculado una lanza de
hielo que le rompía el pecho hasta el punto de producirle reflujo
ácido. El miedo lo intimidaba, sentía que no podía cumplir con el
trabajo si antes no asesinaba o borraba de su mente la imagen de
terror nacida en sus recientes sueños fatalistas.
Se detuvo en un parque a observar un grupo de niños jugando al
fútbol. Los chamacos pateaban una pelota con los diseños del
antiguo mundial del 1986, donde M aradona utilizó «la mano de
Dios». Los chicos rebosaban alegría, jugaban tranquilos, felices,
inocentes de estar cerca de alguien que traía la muerte a su espalda
y le hablaba de tú a tú, la retaba y le escupía a voluntad repetidas
veces. El Zurdo pensó en correr, en pedir ayuda ante lo
desconocido. Lo primero que le vino a la mente fue un ensalmo
basado en las palabras de su madre: «Cuando dudes, acércate a
Dios, él te dará la respuesta. Solo él te salvará». Nunca antes había
tenido tan presente a su vieja como en estas últimas semanas.
Frenó en seco, pensó sin ideas claras, dio varios pasos sin rumbo
definido hasta toparse con una vendedora ambulante de tacos. Se
acercó al puesto de comida y, sorprendido, notó que el aroma
empezó a saturarse, a viciarse de forma peculiar, intensa pero
hermosa. Y de manera insólita, difícil de creer, no olía a carne, ni a
grasa recalentada o manteca vencida. El aire se cargó de
contradicciones increíbles, un efluvio a vainilla combinado con miel
lo hipnotizaba. El perfume calmó un poco al Zurdo: eran los
aromas de esencias que su madre siempre le dedicaba a San M iguel
Arcángel, el santo protector, el Guerrero de Luz y guardián de sus
hijos. Sintió paz verdadera, calma de niño ingenuo. Su madre estaba
cerca, la podía sentir. Si la vieja caminaba a su lado, con toda
certeza, el poder del cielo también lo cubría. Aunque dudaba sobre
esa posibilidad; él consideraba no merecer semejante bendición.
El Zurdo caminó tres pasos. Se paró frente a la taquería móvil y le
preguntó a la cocinera dónde había una iglesia cerca. La inocente
mujer le lanzó una sonrisa pícara, con timidez movió la mano y le
señaló con el dedo índice derecho que en la esquina había una. Que
por casualidad bendita, era la de San M iguel Arcángel, que él había
cruzado varias veces sin darse cuenta. No lo podía creer, de nuevo
el santo se le aparecía. Su mente voló, le jugó una mala pasada y lo
transportó una década atrás. Recordó a un chiquillo que le
contestaba: «Usted es como San Miguel Arcángel que mata al
demonio». Esas palabras se transformaron en imágenes nítidas de
aquel día en Oaxaca, cuando, sin pensarlo ni entenderlo, rompió
todos los protocolos del narco. Se había metido en un problema
gigante al matar a un bravucón de barrio que quería violar a una
indiecita en un puesto de frutas. El hermano de la víctima lo
comparó con el justiciero celestial, y ahora, en la mitad del parque,
no entendía nada. ¿Por qué le atormentaban esos recuerdos? ¿Qué
carajos tenían que ver con el puto juez? Comenzó a temblar, a
sentir miedo a la luz, a la verdad. Caminó en busca de la antigua
iglesia. Su impresionante cruz se divisaba a lo lejos. Llegó al portal
de la construcción centenaria, subió la mirada poco a poco, con
timidez, con pecado oculto hasta que el cuello no le otorgó mayor
ángulo a los ojos. Los abrió en su máxima capacidad y quedó
paralizado ante la sorpresa. Frente a él, emergía el pórtico de una
iglesia vieja, carcomida, bastante desgastada por el peso de los
años; en ella sobresalía con luz propia la imagen de San M iguel
Arcángel apostado en lo alto de la puerta principal, en el pleno
centro arquitectónico de la edificación, debajo de la cruz de metal
que servía de faro a los creyentes o turistas que deseaban
fotografiar el santo lugar de oración. Se atrevió a pronunciar en voz
baja lo que había aprendido en las pocas veces que leyó sobre el
poderoso Arcángel: «Quién como Dios». Suspiró lleno de dudosa
esperanza, un frío polar le congeló el pensamiento. Rezó en
privado, y en silencio pidió perdón por sus pecados. Un manto de
arrepentimiento le susurraba al oído un mensaje que solo él podía
escuchar: «Llegó tu tiempo de luz». El Zurdo inclinó la cabeza,
prorrumpió en llanto como un niño desconsolado, estaba
segurísimo de que había llegado su fin. Era definitivo, la misión de
matar al juez sería la última. La justicia divina tendría la última
palabra. Se arrodilló en el portal y gritó en silencio con la fuerza de
mil voces interiores. Aspiraba ser escuchado por el universo en
pleno. Enterró sus ojazos directo en el rostro del Arcángel M ayor
y le habló con humildad sincera, pura, real.
— ¿Qué quieres de mí? Solo pídelo y lo haré.
Capítulo 7
El asesinato del dragón
México D. F., invierno de 1999, el jueves del atentado.
Transcurrieron los días necesarios, y llegó el desdichado jueves
donde la bestia aparecería sin ser invitada, con la intención de
liberar a Pandora. Solo Dios, o lo que muchos escépticos llaman
universo, lo había predestinado de esa manera. La redención de los
pecados del Zurdo comenzaba a ser bendecida, la salvación llegaría
cuando él ahogase sus culpas en la sangre de los acólitos de la
oscuridad. En la mente de los pistoleros de don Tomás la ruleta
mortal había sido reservada a nombre del juez Alberto M uñoz
Pestana. Los tres asesinos acompañarían a su jefe en una misión
que les reportaría gloria en metálico y mucho poder dentro de la
hermandad criminal. Al inicio del día estaban calmados, serenos y
fríos, al igual que el crudo invierno que azotaba la ciudad, menos el
cabecilla de la banda, que, por enésima vez, no alcanzó a conciliar el
sueño en la víspera del asesinato del magistrado, porque había
pasado la noche en vela, dando vueltas en la cama. Apenas cerraba
los ojos, aparecía la figura fantasmal de la bella mujer que lucía un
dragón tatuado en el cuello, produciéndole terror en estado puro,
esa clase de terror que nos obliga a mirar al cielo y pedir perdón,
rogar por nuestra vida a pesar de dudar de la existencia del Ser
Supremo.
Apenas despertó el sol, Fernando M iralles decidió beber una taza
de café muy cargado. Casi parecía petróleo, por la densidad del
brebaje que saturaba con brozas la taza de cerámica rústica. Al
Zurdo le urgía a toda costa estar bien despierto. Asumió que la
cafeína como antídoto temporal tal vez le permitiera ahuyentar al
dragón, porque solo cuando estaba despierto y con los ojos
inflados era cuando la figura china solía emigrar de su mente. El
reloj de pulsera señalaba las siete de la mañana, faltaban doce horas
para acabar con la vida del erudito en leyes. El asesino se apoyó en
la mesa de la cocina donde reposaban los planos de la casa de la
víctima. Repasó una vez más, cada uno de los espacios que cubrir:
las entradas, las distancias, la seguridad, y, en especial, la huida.
M emorizó cada palabra que debían comunicar a los guardias de
seguridad en la garita de la urbanización. Estudió las claves
necesarias al momento de entrar camuflados, vestidos de empleados
de la compañía de teléfonos. Analizó cada detalle que debía cumplir
una vez atravesaran la puerta del jardín: los metros de separación
con el futuro cadáver y el tiempo del disparo. Por más que
visualizaba la simplicidad del trabajo, algo le retumbaba en la
cabezota. Su otro yo le jugaba una mala pasada. Sentía a la muerte
saludándole en cada esquina de la casa, en la urbanización y en todo
el D. F. La duda se adueñaba de él y lo poseía con perversa
plenitud.
La necesidad de evasión le recomendó al Zurdo la peligrosa idea de
envalentonarse a la fuerza. Abrió una de las gavetas de la cocina y
retiró un frasco de vidrio a medio llenar con varios sobres de papel
grisáceo, doblados en forma de cuadrado. Tomó uno de los
paquetitos. Apartó los laterales con sumo cuidado, y un polvo
blanco se dejó colar ante sus ojos. El confundido traficante permitió
la cercanía entre su nariz y el valor monetizado en dosis
pulverizadas. Titubeó un poco, no estaba seguro; sin embargo, la
desesperación lo empujó. Necesitaba cuadruplicar su valentía. La
idiotez lo embriagó, apostó y perdió la conciencia. Las fosas
nasales del sicario rozaron con timidez el suave polvillo blanco.
Seguía indeciso. Pero al final lo inhaló con fuerza desesperada y con
la determinación del miedoso. En segundos, un desenfreno de
claridad momentánea lo sacudió de golpe, sus bronquios se tiñeron
de blanco y el cerebro empezó a trabajar de manera febril. Las
emociones se dislocaron, el miedo mutó en falso coraje. La evasión
imperfecta pasó a tomar el control del cuerpo del sicario, el
segundo de mando de la familia de los Tomateros y futuro suplente
natural del capo.
El Zurdo salió de su casa cerca de las nueve de la mañana. Fue a
reunirse con sus soldados en un taller de latonería donde los rateros
desmantelaban coches robados, otro de los negocios encubiertos del
señor Hinojosa. A las once de la mañana, los cuatro hombres
degustaron un desayuno excesivamente fuerte; muy a la mexicana.
Incluyeron en su dieta del día huevos rancheros, bañados en salsa
verde con mole picosito y un pedazo voluminoso de arrachera en
cama de nopales acompañado de un tamal estilo Campeche. De
postre compartieron tarta de moras. Necesitaban toda la energía
posible para aguantar las próximas seis horas sin alimento. De ese
modo podían mantener los estómagos bastante entretenidos en
plena faena de digestión, ya que, al caer la noche debían tener
absoluta concentración en sus pistolas y en el escape perfecto. Los
soldados del Zurdo lo notaban intranquilo, carente de su tradicional
frialdad asesina. Por más que indagaron sobre las posibles causas, él
los evadía, insistía y machacaba que todo estaba bajo control; sin
embargo, no se confiaba, pues se trataba de una misión demasiado
importante para todos, y él no podía permitirse el lujo de fallarle a
don Tomás. Sus cuates de armas estaban sobrados, convencidos de
que la encomienda era rutinaria, incluso demasiado fácil por la
arrogante actitud del juez de confiarse y no llevar mucha escolta. Al
final de la conversación dejaron al jefe en su propio infierno
emocional. El resto de la banda prefirió deleitarse con los sabores
que les regalaban los típicos platillos de un suculento desayuno al
mero estilo chilango.
Terminaron de comer y se vistieron con uniformes de empleados de
la firma de teléfonos, tal y como especificaba el plan. En el taller
encontraron una camioneta Dodge modelo Van de 1996 decorada
con logos e identificación empresarial, un calco perfecto de la
publicidad que exhibían los transportes de las empresas del ramo, el
disfraz idóneo a la hora de zanjar sospechas de cualquier tipo. El
Zurdo manejaba el vehículo. La acción le ayudaba a concentrarse
mejor. A su derecha se sentó uno de sus asesinos de confianza,
Braulio Linares, un regiomontano de unos treinta años a quien el
mismo Fernando M iralles reclutó después de acabar con una banda
de ladronzuelos que intentaron montar un negocio paralelo en
Querétaro y les habían reducido ventas a los Tomateros. El chico
fue el único sobreviviente de la masacre y, por extraña piedad, el
Zurdo premió su valor en el combate, dándole una oportunidad de
trabajar para él. El acto de clemencia le garantizaba que jamás lo
traicionaría, porque le debía el alma, y un poco más. Era una
especie de código criminal. El joven Braulio, a su corta edad, ya
atesoraba una lista de muertes bastante notoria en su currículo. Era
tirador ambidiestro, y muy bueno a la hora de interrogar; conocía
los puntos débiles de sus víctimas, les arrancaba confesiones reales
con mucha facilidad; habilidoso en el arte de hacer cantar como
tenores a los desdichados sospechosos.
En la parte de carga de la camioneta iban dos de los guaruras con
mayor antigüedad en el clan. En alguna ocasión formaron parte del
anillo de seguridad que protegía una ruta importante en la frontera
con Texas. Se les conocía solo por el apodo, pues con el paso de
tantos años de servicio, sumado a la confianza repetitiva entre los
miembros de la banda, sus nombres se habían borrado de los
recuerdos. A uno lo bautizaron como el Burro, haciendo referencia
a su nivel cultural y a su tosca forma de matar. Él solía disparar a
mansalva, sin importarle las bajas inocentes. Al tercer asesino lo
identificaban como el Rex, un alias difícil de interpretar a simple
vista. Se lo había colocado don Tomás al constatar dos cosas: la
longitud de sus extremidades superiores, un tanto cortas a causa de
malformaciones congénitas, y porque el personajillo era tan tacaño
que hacía que sus manos jamás alcanzaran la billetera. Sus amigos
concluyeron que se asemejaba a un tiranosaurio Rex. El remoquete
causó gracia entre los miembros del club delictivo y para siempre
quedó marcado con el simpático apodo. Nadie recordaba haberlo
visto pagar una cuenta. Se fugaba con destreza cuando se acercaba
una factura. Solía esconderse en el baño o esgrimía el típico cuento
de no tener cambio. Inventaba excusas de lo más variado,
esquivando invitar a sus compinches.
La Dodge Van con logos de empresa de servicio telefónico atravesó
la ciudad de sur a norte en busca de la urbanización en la colonia
Las Lomas, en la misma avenida que conduce a Toluca. A las seis y
cuarto de la tarde, cuando el sol se disponía a descansar, los
malhechores frenaron en la alcabala de seguridad. Se identificaron
según lo acordado. Los guardianes telefonearon a la vivienda que
había solicitado el servicio de reparaciones siguiendo con el manual
de seguridad para verificarlo con la casa: alquilada por una supuesta
familia honorable. Los famosos vecinos que requerían mejoras en el
servicio de internet al fin resultaron ser parte integrante de la
organización criminal. Sin mayor problema, autorizaron a los
sicarios a entrar al selecto complejo residencial. El vehículo ingresó
con lentitud en el lujoso condominio de mansiones, en general
habitadas por políticos, empresarios y familias acaudaladas que
vivían de sus rentas históricas. Algunas fortunas, de procedencia
honesta; otras, quién sabe. Los asesinos dieron un par de vueltas
alrededor de la vivienda del juez. Dos rondas de reconocimiento
fueron suficientes. La obra aparentaba exceso de normalidad. Se
cercioraron de que el automóvil personal del juez estuviera
aparcado en el jardín de la casa. La realidad seguía coincidiendo con
el plan trazado. Ya todos los protagonistas de la tragedia estaban
juntos en el día, lugar y hora establecidos. El universo controlaba el
veredicto final y sus razones. Se avecinaba un resultado salpicado
bendiciones.
A las seis y de tragedia extrema, pero envuelto en
cincuenta minutos, el transporte de los bandoleros se detuvo en la
puerta trasera de la casa número 77, en la quinta El Establo. Tres de
los sicarios descendieron de la camioneta. El Zurdo iba al frente del
pelotón, llevaba colgado en su hombro derecho un bolso pequeño
con grabados de la compañía de telecomunicaciones que simulaba
un estuche de herramientas. Lo seguían muy de cerca el Burro y el
Rex. Sobre ellos recaía la función de servir de soporte y protección
del jefe a la hora de enfrentar fuego enemigo. Braulio quedó al
mando del volante de la Dodge Van. Aunque era el más joven, no se
le consideraba novato, pero el Zurdo se sentía el doble de protegido
por la impulsividad de los antiguos guerreros del clan. Ellos sabían
a la perfección, cuándo y de qué manera administrar la muerte como
escudo. Si algo se complicaba o enredaba, la lluvia de plomo
garantizaba la salvación de todos. No había necesidad de análisis.
Por otro lado, Braulio era el mejor conductor si había necesidad de
escapar deprisa.
La puerta trasera que comunicaba el jardín de la vivienda del juez
con la calle lateral del condominio se abrió con facilidad ante la
presión de la mano del Rex. El intruso llevaba puestos unos guantes
de látex de los utilizados en los quirófanos. Con tranquilidad
pasmosa, los tres visitantes inesperados, entraron en el campo de
combate. Surcaron el jardín sin levantar sospechas. Una de las
empleadas de servicio temporal estaba cuidando los helechos y las
orquídeas en el lado opuesto de la amplia morada. Ella alcanzó a
percibir la imagen de personas desconocidas, pero imposible de ser
identificadas por la distancia visual. La sirvienta se confundió por
la hora de llegada de los trabajadores; no obstante, supuso que, si
les habían autorizado el ingreso, serían órdenes precisas del ama de
llaves, que tal vez los esperaba en el salón principal.
Los asesinos bordearon la piscina temperada que humeaba volutas
de vapor fresco. Alguien la había usado uno minutos antes, o
quizás olvidaron desconectarla. En pocos minutos, los intrusos
llegaron al portal de vidrio que separaba el patio del jardín y la
piscina de la villa. La puerta corrediza de cristal se encontraba a
medio cerrar. El Zurdo fue el primero en cruzar el umbral. La
vivienda parecía deshabitada. Ya en el interior de la faraónica
mansión, Fernando M iralles se dejó embobar por el lujo, la
opulencia y el buen gusto de los dueños del palacete, cuyas paredes
imitaban las de un museo cualquiera. Sin duda alguna, la decoración
fue manejada por manos expertas en arte, diseño y arquitectura
clásica. Los muros se habían cubierto con hermosos lienzos de
pintores de fama mundial. Abundaban las esculturas creadas con
diversos tipos de materiales nobles, y sobresalía un imponente
mural que evocaba la batalla del Cinco de M ayo, que libraron los
ejércitos mexicano y francés en Puebla, en 1862. El majestuoso
diseño decoraba una de las paredes de la sala de estar, la obra
absorbía las miradas envidiosas de las visitas. El Zurdo no podía
creer la riqueza artística del lugar. Abstraído, se detuvo unos
segundos a revivir sus recuerdos estudiantiles en la lectura de obras
basadas en museos, pintores y escultores reconocidos. El espacio le
desenfocaba la concentración: quizás la droga inhalada a media
mañana le causaba efectos nocivos para ejecutar el plan. Esto ponía
en riesgo la vida de los otros esbirros. Distraerse en el mundo del
crimen es sinónimo de sangre y presagio de muerte. El Burro lo
ayudó a volver en sí; le recordó el motivo real de la visita. No
podían dilatar el tiempo en tonterías reservadas a los críticos de
arte. Habían venido a matar, y eso no se debía demorar.
El Zurdo reaccionó escupiendo sobrantes de saliva nerviosa, giró a
su derecha y divisó la puerta de madera antigua tallada por artistas
locales, donde resaltaban motivos del Barroco italiano, una
verdadera joya. El asesino recorrió los quince pasos de separación
entre la sala y el despacho del juez. La oscuridad exterior le
permitía disimulo visual ante cualquier enemigo potencial, y en el
hogar del juez también sobraba penumbra; un buen elemento
sorpresa durante el ataque. El Zurdo se acercó a la manija que lo
separaba de su encargo mortal, la cogió con fuerza y apretó la
circunferencia, pero, antes de girarla por completo en milésimas de
segundo, una suave melodía de piano lo desencajó. El soldado del
mal afinó el oído y lo adecuó ante el poder seductor de la música.
Se dejó excitar por las notas de un Vivaldi desafinado: alguien
estaba interpretando sus Cuatro Estaciones. La inconfundible
música emanaba del interior del despacho. Era un peligroso detalle
no descrito en el programa original. Entonces aplicó la lógica
criminal, y pensó que tal vez, el juez fuera fanático de la música,
rebuscó en sus notas mentales, pero no recordaba nada relacionado
con el sorpresivo artilugio sonoro. Demasiado extraño que ningún
informante comentara nada sobre el piano. Ahora los espacios
interiores de la oficina expresaban nuevas ubicaciones y
dimensiones inexactas. El campo de guerra había cambiado, quizás
un solo disparo no resultaría suficiente.
En concordancia con el guion inicial, se suponía que a esa hora la
víctima debía estar fumando sus costosos puros mientras quemaba
el tiempo leyendo un libro. El Zurdo trató de recalcular los planos
del despacho, buscó la forma de visualizar la colocación exacta del
piano con la intención de poder estimar el ángulo de la diana. De
ese modo, facilitaría el disparo sin margen de error. La precisión de
la bala generaba certeza, éxito en la muerte del sentenciado,
ahorraba tiempo y aligeraba la huida. Fernando M iralles aguzó los
sentidos y se concentró en las notas musicales. Gracias al sonido
dedujo que el pesado instrumento de teclas se encontraba a la
derecha de la puerta. Tenía que abrirla de un solo golpe, con fuerza,
y disparar sin titubear; al primer segundo, cuando su retina divisara
la silueta del dueño de la mansión. En su mente el tirador calculó el
tiempo máximo antes de apretar el gatillo y soltar el disparo. Su
efectividad dependía de entre cuatro y seis segundos. Durante esa
desquiciada fracción de tiempo él debía desplazar la puerta en toda
su capacidad de giro, abrirse paso, perseguir a la víctima que debía
estar sentada al frente del piano, tal vez a unos tres metros de la
entrada. El cambio de planes motorizó su circulación sanguínea. Por
precaución, le hizo señas al Burro dándole a entender la nueva
situación. Aun así, el escenario continuaba bajo el control de los
malos. Entraría a matar al juez mientras el Burro le protegía la
retaguardia ante cualquier eventualidad. Para mayor eficacia, al
abrirse la pesada puerta, ambos sicarios estarían enfrentados
rozando sus espaldas. El primero, atacando; el segundo,
custodiando el pasillo de escape.
Decidido, Fernando M iralles giró el pomo. El portal cedió con
facilidad extrema. Lo empujó con furia abriéndose por completo, y
dejando al descubierto el despacho privado del juez. Por mera
reacción de un asesino experto que sigue sus instintos, a la
velocidad de la luz, dirigió la mirada al lado derecho. Tal como
indicaba su sentido de ubicación, allí encontraría el blanco.
Fernando M iralles estaba listo para disparar, para escupir fuego
justiciero a través del cañón de su Smith & Wesson punto cuarenta
bañada en oro puro.
Sin embargo, tal como fue escrito en el firmamento, los decretos de
sus pesadillas llevaban un peso de verdad; inmenso como una
catedral. El plan, en efecto, exhibía un detalle mortal. Por última
vez en su carrera del crimen, quedó inmóvil, petrificado de miedo
absoluto, y se sintió desarmado. Su dedo índice no tuvo valor de
convencer al gatillo, la pistola se opuso a regalar muerte y las balas
se escondieron en la recámara del armamento de grueso calibre, y se
negaron de manera rotunda a escapar. La visión del sicario
controlaba sus movimientos, pero de nada sirvió. Estaba
paralizado, congelado ante el misterioso fantasma que se hallaba de
pie frente ferocidad, a él. Un segundo fue su instinto criminal,
suficiente para arrancarle su su lado perverso. Inspiraba
profusamente, el pánico le impedía pensar, actuar o siquiera hablar.
Había descubierto la primera prueba que certificaba la existencia del
destino o, como muchos suelen llamarlo, los designios de Dios.
Delante de él se dibujaba una imagen imposible de olvidar porque
cobraba vida en su propio corazón, en el lado más sublime de su
alma en pena. Una imagen que le revolcó sus pecados, sus miedos
y, sobre todo, su estupidez a la hora de sacrificar lo más hermoso
de la esencia de los seres humanos: el amor en su estado puro.
El Zurdo no daba crédito a la visión que estaba mirándolo con ojos
de profunda sorpresa cadavérica. Un fantasma hermoso que le
apuntaba con el dedo de la injusticia. Un ángel que se había
acercado en el día y lugar equivocado, el recuerdo impensable que
solo podía ser verdad en sus peores pesadillas, y capaz de abrirle el
universo en dos mitades; un espíritu que había reencontrado sin
quererlo y se convertía en justicia bendita, aunque portadora de
muerte, dolor y tragedia innecesaria. La visión cobró un realismo
sangriento. El Zurdo empezó a morir lentamente. Descubrió con
dolor que sus pecados al fin serían redimidos esa misma tarde y a
un precio impagable en las próximas veinte vidas.
Capítulo 8
Cuatro muertos sin historia
México D. F., 12 horas después del atentado.
El celular de don Tomás Hinojosa no paraba de sonar. El viejo capo
se encontraba en La Casona en el D. F., en el corazón de
Temucalco. Estaba desesperado por escuchar noticias claras,
relacionadas con los sucesos de la noche anterior. El máximo líder
del cartel actuaba nervioso, confundido y bastante alterado. Se
mantuvo en vela durante la madrugada y esperanzado aguardaba
alguna llamada o contacto directo con sus cuatro sicarios
encargados de aniquilar al enemigo de la Corte Suprema. Sus
matones habían desaparecido desde las siete de la noche del jueves,
momento del último contacto telefónico. El sol empezaba a
ejercitarse, y ni una sola llamada del experimentado comando.
Nadie en la guarida de la hermandad de los Tomateros había podido
dormir. Incluso los guaruras, sicarios, cocineros y el personal de
apoyo mostraban incredulidad ante la excesiva desinformación.
Parecía que el infierno se había tragado a los mejores hombres de la
banda criminal. A los medios de comunicación también les resultaba
difícil obtener información certificada. Ya transcurridas diez horas,
los diarios apenas publicaron un par de reseñas, muy escuetas. El
noticiero de la mañana de la televisión nacional puntualizaba una
breve bota sobre el ataque que sufrió la residencia del juez Alberto
M uñoz Pestana. Reportaron de manera extraoficial la muerte de
tres personas en el interior de la casa número 77, quinta El Establo,
propiedad del notorio hombre de leyes.
Dos delincuentes. Así los calificaban en las primeras pesquisas,
pues no existía certeza absoluta sobre un posible sicariato. El
primer parte policial disimulaba los confusos y peculiares hechos.
Se manejaban varias hipótesis; entre ellas, la posibilidad del robo;
pero la masacre permitía dudar de toda lógica. La investigación se
escudaba bajo el amparo del sumario. Como es costumbre, los
expertos amarillistas en crónicas de sangre ya rumoraban sobre la
muerte de una mujer, presumible víctima inocente entre la lista de
los difuntos. Por casualidad, a la misma hora de los crímenes, la
infortunada se encargaba de afinar el piano de la casa. Ella ejercía
como profesora de música de la hija del juez; le impartía clases los
lunes, miércoles y sábados, pero, por desgracia, el apego a su
profesión la traicionó ese fatídico día libre. La pianista había ido a
la casa del juez luego de terminar unas lecciones privadas en la
residencia de un empresario que vivía a poca distancia del lugar de
los acontecimientos. De forma inesperada, ella decidió revisar el
instrumento de teclas en la peor tarde de su vida.
Los diarios no mostraban fotos de la licenciada en M úsica. Se
concentraban en mencionar que falleció víctima de un disparo a
corta distancia. Y buscando aumentar el morbo del lector, en la
versión no oficial, la fuente informativa recalcaba que la munición le
atravesó el pulmón derecho. El centimetraje perverso de los
artículos periodísticos suele ser premiado, ya que los redactores
ganan según el rating, que aumentaba de forma considerable, en
función del volumen de sangre y violencia inventada. Los expertos
suponían que el arma utilizada era de grueso calibre, porque la
inocente dama presentaba orificio de entrada en el pecho con salida
directa por la espalda. El chisme, pagado con generosidad a algún
policía corrupto, culminaba explicando que ella había muerto en el
acto; ahogada en su propia sangre. En cuanto a los maleantes, se
multiplicaba el hermetismo policial. La información se guardaba a
buen recaudo, casi sepulcral. Los agentes federales se limitaban a
escudarse argumentando que la investigación avanzaba según el
proceso acostumbrado, aunque arropada en el marco confidencial, y
que en pocos días se desvelarían más detalles.
Otro cuerpo apareció recostado sobre el volante de una Dodge Van
robada y, ploteada con motivos publicitarios idénticos a los
utilizados por una empresa de telefonía. El cuarto cadáver
mencionado constituía el misterio aún mayor. El vehículo de carga
estacionó a pocas cuadras de la antigua iglesia de San Judas Tadeo,
a doce minutos de la casa del juez. Las pesquisas insinuaban que el
misterioso difunto también participó en la masacre de la quinta El
Establo. Lo extraño o contradictorio era la distancia geográfica
donde encontraron la camioneta, así como el tipo de perforación
que presentaba el muerto. Lo confuso nacía en los sesgados
reportes periodísticos impresos en los pasquines de crónica roja
donde se multiplicaban las incongruencias sobre las versiones de
este último delincuente abatido, permitiendo que las dudas se
incrementaran. Unos resaltaban que falleció desangrado; otros, más
exagerados, exponían que fue ahorcado, y aportaban cualquier
novedad equívoca que alcanzaran a transcribir con la intención
morbosa de vender muchos diarios, aun sin haber contrastado las
fuentes. Los encargados de la prensa amarilla obtenían versiones
encontradas sobre el cuarto fallecido, porque la camioneta apareció
en la vía pública, y eso permitía que el cerco de seguridad fuese
menos riguroso en comparación a la casa del juez. Ningún redactor
o editor serio opinaría a la ligera sin una fuente confiable.
Los medios de comunicación manifestaron su incomodidad ante la
limitada información que provenía de la única fuente autorizada: el
comisario jefe de la Policía Secreta y director de la División
Antiterrorista. Él era el único dueño de la verdad absoluta. A pesar
de la confidencialidad, se filtraron pistas que indicaban la supuesta
participación de otro sospechoso que había desparecido de la
escena dejando un claro rastro de sangre. Pero como dato extraño,
no existían pacientes heridos de bala registrados en las clínicas
cercanas. Algo clave faltaba en el rompecabezas de la peculiar
historia. También confundía la muerte de la pianista, situación fuera
de lógica a menos que estuviese implicada en las muertes. Los
sabuesos se enfrentaban a un fantasma que tenían que identificar,
suponer o inventar ante una masacre tan sangrienta y absurda.
Don Tomás no disimulaba su molestia. Los presentimientos
anunciaban la pérdida de tres de sus sicarios más importantes,
quizás los mejores. El viejo líder prefería convencerse de que los
muertos eran Braulio Linares, el Rex y el Burro; no obstante, se
temía el peor de los desenlaces; pues era muy probable la
desaparición física de su muchacho de confianza, su hijo putativo:
el Zurdo. Por más que le daba vueltas a la cabeza, el capo no
lograba entender lo sucedido. Resultaba demasiado extraño que no
hubiese contacto telefónico con su mejor hombre. Don Tomás
exigía noticias, pruebas, datos, quería conocer la verdad sin
importar cuán dolorosa fuese, porque la paciencia no formaba parte
del listado de sus virtudes. La zona del tiroteo se mantenía
acordonada, impenetrable. El jefe del cartel de los Tomateros
caminaba desesperado en el interior de su oficina y detallaba con su
mirada aguileña las esquinas de cada pared; analizaba los detalles en
las ventanas, perseguía los rayos de luz que se colaban por cada
rincón del centro de operaciones. No podía pensar con sapiencia.
Al jefe mafioso le acompañaba el resto de la banda capitalina.
Sentados en los bordes de la amplia mesa de metal y vidrio, los
restantes nueve jefes de su organización criminal cuchicheaban en
voz baja. Ninguno se atrevía a levantar el tono de voz y
distorsionar el silencio, nadie osaba perturbar la concentración del
líder. Don Tomás esperaba impaciente la llamada de su amigo, el
coronel Hilario M ancera, director de la Policía Federal de la
División Antidroga. El supuesto hombre de la ley decía ser el
encargado de perseguir a los narcos del D. F. cuando, en realidad,
buena parte de su trabajo lo dedicaba a ejercer de soplón de
confianza en la red de los Tomateros. Gracias a sus ayudas
informativas, el coronel percibía un salario bien grasoso, de esos
capaces de comprar la conciencia hasta de los que se autodefinen
como incorruptibles u honrados. La relación entre ellos se
remontaba a unos siete años, y de ese intercambio comercial el
mayor beneficio alcanzado por el capo se basaba en poder evitar las
futuras acciones del gobierno en su contra, permitiéndole diseñar
planes seguros y eficientes que aminorasen la posibilidad de
pérdidas de capital y soldados. El propio M ancera, en el pasado
reciente, delató a miembros de la Policía, agentes encubiertos que
finalizaban investigaciones en curso destinadas a encarcelar a don
Tomás. Las diligencias del soplón vestido de poli desparramaron
mucha sangre inocente. Los agentes antinarcóticos fueron
emboscados, torturados y asesinados sin piedad. La investigación
se desmoronó hasta morir en algún despacho burocrático de
asuntos sin resolver. El narcotraficante evitó vestir uniforme de reo
y por esa cobarde información premiaron al coronel con grosera
abundancia, intentando ayudarle a mitigar el sentido de culpa.
El líder de la mafia ojeaba su celular que se reventaba de tantas
llamadas, en su mayoría efectuadas por la gente de Chihuahua,
Sinaloa o Juárez. Los despachadores de la merca también se sentían
preocupados y ávidos de novedades. Los socios del negocio en
tierras del noroeste mexicano ofrecieron ayuda inmediata. Pero en
estos momentos de dudas, el capo no la precisaba. Concentró los
sentidos en un solo número telefónico, el de su compañero de
fechorías, que vestía uniforme de gendarme antinarco.
Los minutos apuraban el paso, las dudas se incrementaban a mil
por hora inquietando al bandolero. A su vez, los subalternos,
hacían apuestas entre ellos sobre la suerte del Zurdo. En general,
los nueve sicarios coincidían en dos predicciones: seguro que debía
estar muerto, o tal vez preso; o existía la posibilidad, de que lo
habrían interrogado y estaría listo para cantar las mañanitas. Un par
de delincuentes se alegró en privado. Ya asumían que la muerte del
segundo en el mando permitiría la formación de un nuevo orden
jerárquico en el grupo, aun cuando todavía eran simples conjeturas
individualistas justificadas por una desaparición bastante
misteriosa de un comando tan profesional en el arte de matar. El
celular volvió a sonar. De golpe, los guaruras vieron al capo
alegrarse con euforia al recibir la tan ansiada llamada.
— ¡¡¡Cabrón de mil putas!!! ¡Por fin me llamas, pendejo de mierda!
Llevo horas esperando por tu pinche averiguación ¡Y no sueltas la
sopa! A ver, dime ¿qué carajos has averiguado? Ya pasaron muchas
horas y es muy extraño que no se sepa nada con claridad. Así que
me vas diciendo la verdad o empiezo a ponerme de malhumor –
increpó con rabia don Tomás presionando a su confidente de la
Policía Federal.
— ¡Cálmese, amigo mío. Ya le he dicho que no está fácil la cosa!
Hay demasiado secretismo, más bien prohibición a las conjeturas,
pues, como ve, amigo, se trata de un juez muy chingón. Usted lo
sabe de sobra. Las directrices las están dando en la comandancia de
la Policía Secreta bajo supervisión personal del ministro de
Defensa. M is informantes, por ahora, no tienen muchos datos
diferentes a los comentados en la televisión o en la prensa. Es muy
raro, lo sé, pero necesitaré al menos un par de días. En ese tiempo
quizás pueda tener acceso al expediente oficial. Solo le aclaro que el
mismísimo presidente de la república está avalando el proceso de la
investigación y exige explicaciones contundentes, motivos y
responsables directos. Ya es un tema político, usted me entiende.
Tenga calma, no haga nada estúpido y desesperado o todos
perdemos. Quédese en casa con sus guardias. No se expongan,
déjeme trabajar con calma – respondió con voz quebrada el coronel
M ancera. Lo aterraba no poder calmar el ímpetu de su empleador
secreto. Temía una reacción en cadena por parte de los miembros
del cartel en represalia por la muerte de sus cuatro amigos, sobre
todo, por la del Zurdo, aun cuando todo era prematuro y nadie
conocía su paradero. El astuto coronel continuaba escudriñando en
su cerebro excusas perfectas cuando los gritos de don Tomás casi lo
dejan sordo.
— ¡¡Óyeme bien, pendejo!!¿Para qué demonios te pago una
fortuna? Si lo único que se te ocurre decirme es que lea los diarios.
¿Te estás burlando de mí, pinche poli? ¡¡¡Vete a la mierda,
cabrón!!! Acabo de perder a tres de mis cuates, tres putos sicarios,
y de los chingones. Lo peor del caso es que no logro encontrar una
puta noticia de mi hombre de confianza. Ya sabes, el desgraciado
del Zurdo. ¡Esto es muy raro, güey! No sé si está muerto, si está
detenido o qué carajos pasó con él, y tú me pides que me calme.
¡No seas pendejo! O me averiguas ahora mismo lo que pasó o te
mando a comer tierra, imbécil. ¿M e entendiste, M ancerita? ¡¡¡Yo
mismo te mato, lo puedes jurar!!!
Las amenazas de don Tomás eran ciertas. El viejo sabio pensó que
cabía la posibilidad, tal vez poco viable, pero no menos imposible,
de que se tratase de un anticipo a una guerra entre bandas del narco.
Por su mente cruzó una retorcida probabilidad acusatoria que recaía
sobre los hombres del cartel de M onterrey, la familia Oropesa;
quizás ellos lograron infiltrarse también en la Policía, o comprar al
propio M ancera (podría estar cobrando doble), o, a lo mejor, la
mujer muerta pertenecía a la misma banda que asesinó a sus
hombres y secuestró al Zurdo. Entre narcos las casualidades no
existen. El hermetismo en la información se transformaba en el
mejor amigo de la ansiedad del capo mayor. Su instinto, que nunca
le había defraudado, anunciaba que algo muy raro y pesado se
fraguaba en su contra. Las contradicciones podían apuntar a una
guerra o a una traición. El coronel M ancera trató de calmarlo y le
respondió con astucia. Su discurso buscaba salvarle la vida.
— ¡Cálmese, don Tomás! Las cosas no están fáciles. Le juro que
mañana después del mediodía tendré acceso al expediente oficial, y
luego le cuento. Si tengo novedades antes de la hora, se las reporto
de inmediato. Le adelanto con seguridad, que a uno de sus hombres
le perforaron la aorta, pudo ser con una bala de la pistola cuarenta
y cinco, y al segundo cadáver, dentro de la oficina del juez, le
volaron la cabezota de un solo disparo a escasos centímetros de
distancia. Esto me huele a posible emboscada. Sobre el chófer de la
Dodge Van, sé que murió por un impacto de bala en el pecho. No
tengo los detalles claros. Tampoco conozco las identidades de
ningún difunto, apenas pude averiguar la forma en que los mataron.
Del Zurdo, presumo que, si aún vive, debe de estar herido y muy
bien escondido, porque encontraron en la Van dos tipos de sangre,
y una de ellas no concuerda con los tres muertos de la casa.
Roguemos que esa sangre pertenezca a su muchacho de confianza.
Yo le juro que trabajaré todo el día en el caso. Recuerde que nunca
le he fallado. Tenga paciencia, mi querido amigo, calma mucha
calma. ¡No por levantarse más temprano el sol saldrá antes!
Las novedades confundieron al oyente. El capo se había parado en
seco. Se recostó sobre la ventana que daba al patio de La Casona.
Era evidente que la suerte que pudieran correr sus hombres era
importante; sin embargo, la forma de morir a corta distancia
demostraba ajusticiamiento. Ahora no tenía dudas, plomazón a
quemarropa contra sus sicarios era la justificación suficiente.
Habían sido emboscados. Su pensamiento no admitía excusas
aparentes. Podía existir un soplón en el grupo, o alguien en la
Policía estaba recibiendo más dinero que M ancera.
Don Tomás enfureció, se giró en dirección al escritorio, donde sus
nueve apóstoles charlaban. La mirada penetrante del líder le secó la
garganta a los presentes, que intuyeron que algo malo le había dicho
el informante. El único en abrir la boca fue Luis Zúñiga, apodado el
Sarna, en teoría, el más beneficiado por la muerte del Zurdo. Bajo la
lógica criminal, él se convertía en el próximo candidato en la línea de
sucesión al trono del mal. Con falsa timidez, el sicario interrumpió
los malos pensamientos del capo con el propósito de entender los
datos reportados por el coronel. En lo profundo de su alma, él
ansiaba la confirmación de la muerte de Fernando M iralles junto a
los demás.
— ¿Qué pasó, mi señor? ¿Qué le dijo el poli? ¿Qué sabemos del
Zurdo? ¿Está muerto el carnal, como los demás? – la curiosidad de
su mente demoníaca despertó un universo de dudas en don Tomás.
El viejo capo le concedió una mirada falsa, intimidante, retadora.
Sin darse cuenta, el Sarna empezaba a cavar su tumba.
— ¡Nada, muchacho! ¡No dijo un carajo interesante, el pinche
coronel! El muy imbécil solo repitió las notas de la prensa. La única
novedad importante es que él supone que el Zurdo está herido.
Hay ciertos indicios algo débiles. Por ese motivo, no conocemos su
paradero y ambos dudamos, no sabemos si murió o está
secuestrado. M uy pronto tendremos el expediente en nuestras
manos y sabremos la pinche verdad.
La débil notificación no cambió el ánimo de los nueve asesinos, que
bajaron la mirada en clara señal de resignación, y daban por perdido
al segundo jefe. Si ya la Policía emitió un mínimo detalle, quizás ya
tenían su cadáver. El Sarna volvió a retar a la muerte con sus
comentarios egoístas.
— ¡Bueno, patrón, si me lo permite! Yo creo que nuestro carnal
puede que esté en el otro lado del mundo – la pesada mano de don
Tomás golpeó el cristal de la mesa. La sala se llenó de tensión. La
duda comenzó a florecer y aparecieron muchos Judas en los
pensamientos del capo, que le gritó a su sicario regalándole una
mirada de odio y muerte.
— ¡¡¡No seas imbécil, Sarna!!! ¡Sabes que mi Zurdo es el mejor! Él
no es estúpido. Seguro que escapó y está escondido. Tal vez no
puede o no quiere comunicarse. Te juro que yo creeré que pasó al
otro lado cuando tenga su cadáver ante mí. Necesito tocarlo,
comprobar que está tieso como una piedra, de lo contrario es un
mera y estúpida suposición tuya o de un pinche coronel corrupto,
como son los malditos militares de este país de mierda. Lo único
que te garantizo, Sarna, es que voy a descubrir la verdad, así tenga
que matar a media ciudad. Y cuando dé con los culpables, les voy a
arrancar el corazón con mis propias manos. ¿Estamos claros,
cabrón?
La ruda exposición asustó a los compañeros de armas. Los nueve
asesinos veían en don Tomás un grado de odio, rabia, frustración y
venganza que jamás habían experimentado. El mayor miedo de sus
corazones consistía en ser tildados de traidores. Los nueve
apóstoles cruzaron miradas temerosas intentando buscar sombras,
descubrir fantasmas, atajar hechizos. Si el capo dudaba, tenían en
sus manos la mejor evidencia de que en el futuro correría mucha
sangre, incluso dentro de la propia familia de los Tomateros.
Capítulo 9
La verdad os hará libres
S ábado, 36 horas después del atentado en casa del juez.
El Zurdo despertaba de manera sosegada. Su cerebro le reclamaba
que abriera los ojos, ya era de día, cerca de media mañana. Sus
pupilas se negaban a permitir que entrara la luz. Todavía no se
recuperaban de la angustia macabra. Habían pasado casi cuarenta
horas desde la horrible tragedia en el caserón del juez Alberto
M uñoz Pestana. El sicario soportaba un dolor horrible en el
hombro izquierdo, arriba de las costillas. Debido a la inflamación de
los músculos respiraba con dificultad. Con dudas y algo de temor,
el herido comenzó a forzar los párpados. Ansiaba descubrir si aún
continuaba vivo o si transitaba al otro mundo. Quería constatar si la
espantosa visión del jueves había sido una pesadilla necia o si, en
realidad, ya moraba en el infierno, en las celdas de castigo
designadas a los criminales de su calaña. El silencio de su calabozo
temporal y la quietud del aire, tan solo alterada durante cortos
intervalos de tiempo por el canto de los canarios, le brindaba la
opción de dudar. De manera lenta y gradual sus ojazos cedieron con
un poco de miedo, y dejaron pasar un fino rayo de luz con la
excusa de ir acostumbrando la función de los globos oculares sin
esforzarlos demasiado, pues ya habían descansado muchas horas, y
había estado en reposo absoluto y forzado. La súbita exposición
violenta a la luz del sol podía convertirse en dolorosa.
Fernando M iralles trató de afinar la garganta, pero una resequedad
cortante atenazaba sus cuerdas vocales, y se conformó con
producir sonidos guturales. La laringe, así como el resto del aparato
fonador, estaban aturdidos por el desuso de los músculos,
sobradamente irritados y resecos, que retenían fragmentos de
mucosidad adheridos en las paredes laterales. A raíz de la infección
general, causante de la fiebre repentina, era tanto el dolor y los
padecimientos, que el sicario llegó a creer que estaba bien muerto o,
al menos, en clara transición del alma, listo para ser juzgado por sus
pecados.
Dos minutos de ejercicios con parpadeos constantes ayudaron en la
recuperación a medias de sus capacidades visuales. El Zurdo no
atinaba a reconocer el lugar, el espacio claustrofóbico le resultaba
desconocido, extraño por completo y fuera de lógica; no
concordaba con sus vivencias recientes. El prisionero movió los
brazos con cautela y con lentitud medida intentó levantarse de la
cama. De pronto, el dolor de su hombro izquierdo se agudizó, y
gracias a la sensación punzante, logró descubrir que aún estaba
vivo, por lo menos eso le gritaba su mente.
Respiraba con dificultad, el pulso cardiaco reflejaba una lentitud
preocupante, tragó saliva reciclada, amarga, añejada. Frunció el ceño
mientras consideraba incorporar su cuerpo, que reposaba en un
humilde catre que parecía pertenecer a una familia pobre. El
colchón vestía sábanas desteñidas pero bastante inmaculadas. La
confusión se reía de él, a duras penas logró ladearse en el respaldar
de la cama. Exhausto, con la vista cansada, divisó en su lado
derecho algo similar a una figura humana distorsionada, borrosa,
totalmente desconocida y fuera de contexto. Frente a él estaba
parado un hombre menudo, regordete, bastante hinchado por los
costados de su abdomen, e iba vestido de sotana marrón oscuro,
atada con un cordón grueso de fibras rústicas que estaba tejido con
hebras residuales provenientes de telas de sacos donde los
campesinos transportan sus vegetales. Al extraño personaje le
colgaba un grueso rosario de madera muy simple, sin lujos,
aprisionado en el nudo de la cintura. El enfermo sintió miedo en
lugar de confusión: supuso por tercera vez que ahora sí estaba listo
para despedirse. Quizás el cura había venido a darle los santos
óleos, pero no hablaba. En segundos, el Zurdo recapacitó, dudó, e
intentó recobrar la cordura. El paciente se decidió a hablar. La
primera expresión nació de un recuerdo intempestivo, de un
fogonazo en su mente que lo remontó a las últimas horas, cuando
atentó contra el honorable juez en la quinta El Establo. Examinó
con detenimiento al hombre vestido de santo y le parloteó con voz
cortada, seria, ruda.
— ¿Dónde está la niña? ¿Quién es usted? ¿Dónde estoy? – tres
preguntas demasiado entrelazadas, confusas, que no inmutaron al
oyente. El hombre, ataviado con sotana, observaba cauteloso los
movimientos del malherido convertido en prisionero, reducido en
fuerzas y pensamientos. Era evidente que el interrogado estaba
superando un trauma físico y cerebral bastante grave.
— ¡Vamos por partes, hijo mío! Primero dime, ¿quién eres? Y
luego me aclaras quién es la niña de la que hablas y de dónde salió.
El Zurdo no atinaba a dar con las excusas necesarias. En fracciones
de segundo, miles de ideas le transitaron por la cabeza. Pensó que el
personaje con disfraz de religioso tal vez podía ser un espía de otro
clan, o quizás era un policía encubierto. Por más que hurgaba en su
memoria, los recuerdos eran casi nulos. Corría el peligro de no
acertar si respondía a la ligera, aunque le urgía analizar mucho sus
próximos movimientos. Prevalecía, ante todo, cuidar a la pequeña
inocente, si es que continuaba con vida.
— ¡Óigame, señor! Dejemos los juegos de investigadores para otra
ocasión. Solo dígame dónde está la chamaca o le juro que lo mato.
El sacerdote sonrió lleno de sarcasmo y burla. Con pasos medidos,
se acercó a la cama del enfermo y le apretó con suavidad el hombro
lastimado. Una mueca de dolor demasiado expresiva que, suplicaba
piedad se le escapó al cautivo temporal.
— ¡Vamos, amigo! ¿No se da cuenta de que acá el único medio
muerto es usted? ¿No se ha enterado de que no tiene fuerzas ni
para ir al baño? Al menos deme las gracias por haberle salvado la
vida. ¡Hágame un favor! Solo le pido que me explique quién es
usted, quién es la niña y por qué están en la casa de Dios.
La confusión del Zurdo se incrementó, pero, al interpretar las
palabras de su misterioso compañero de charla se saturó de
felicidad, pues alcanzó a inferir que la pequeña aún estaba con vida.
Entonces decidió cooperar, considerando con sutileza su nueva
realidad. Necesitaba desenmascarar a su amigo circunstancial y la
estrategia del buen conversador le ayudaría a ganar tiempo para
crear un plan de reacción.
— ¡Está bien, usted tiene razón! Soy Fernando M iralles, me
apodan el Zurdo y trabajo por mi cuenta, no es su problema en
qué. Le juro que no recuerdo cómo llegué hasta acá, pero estoy
segurísimo de que yo vine con una pequeña muy asustada, casi
desvanecida en mis brazos. Ella es mi protegida y necesito
encontrarla. Lo que le he dicho es cierto, y ahorremos detalles. Le
ruego que me ayude porque en las próximas horas la vida de la
morrita corre gran peligro. ¿Ahora me entiende? ¿Y me puede
aclarar quién es usted?
El párroco escuchó con atención, no interrumpió al confesado en su
exposición. Con honestidad, esperaba una respuesta más
contundente. El hombre de fe necesitaba estar seguro de la
veracidad del argumento. El regordete fiscal moralista replicó
exhortando nuevas inquietudes. La confesión inicial le llegó
levemente al corazón, poca confianza se forjó en la cabeza del
religioso.
— ¡Lo que me dices no ayuda mucho, hijo mío! Sé que estás
malherido. La pregunta es simple: ¿por qué? ¿Quién te disparó?
¿Cuál es el motivo? ¿Acaso usted secuestró a la chiquilla? Por
cierto, eres muy afortunado. La bala te atravesó de un solo golpe,
entró y salió. Por el orificio asumo que te dispararon a quemarropa,
y, gracias al Señor, no hubo daños en huesos ni órganos vitales;
pronto recuperarás tu vida normal… Volviendo al tema central,
¡insisto!: no te diré nada sobre la niña si no me facilitas detalles
exactos de tu presencia acá. ¿M e explico?
El intercambio verbal no llevaba a ningún lado. El rebote de
respuestas retrasaba todo, el tiempo corría y la muerte rondaba
excitada. El Zurdo se molestó, pero las fuerzas le rehuían y la
herida le impedía defenderse. Por unos segundos, analizó con
calma. Debía ser inteligente, frío y prudente, pues la niña corría
peligro mortal. A fin de cuentas, daba igual decir toda la verdad. En
realidad, bajo estas condiciones, por extraña casualidad, dependía
del hombre vestido de franciscano.
— ¡Está bien, usted gana! Le contaré los detalles a cambio de la
pequeña. Soy la mano derecha de un narco muy poderoso, cabecilla
de la hermandad de los Tomateros en el D. F. Soy narcotraficante y
sicario, el segundo en rango. No sé dónde me encuentro ni qué día
es. En mi último recuerdo fresco, yo tenía la misión de matar a
alguien muy importante. Pero, inesperadamente, algo salió muy
mal. M e crea o no: San M iguel Arcángel estaba allí junto a mí,
protegiéndome, y recuerdo bien que al principio de la noche me
hirieron de un disparo. Escapé, gracias a un simple milagro, y traía
una niña en mis brazos, yo la rescaté de la muerte, y juntos nos
fugamos del infierno de balas. Luego perdí el conocimiento, no supe
más, la olvidé, no sé dónde la dejé. Pero tengo que recuperarla antes
de que la encuentren otros sicarios, la Policía o la DEA. M i
obligación celestial es cuidarla con mi vida; créame, soy su ángel
guardián y haré lo que sea por ella. Ahora necesito su ayuda, ya le
dije lo que sé. Le ruego con el alma abierta que me diga quién es
usted. Y ¡en el nombre de Dios, júreme que la pequeña está bien!
La confesión del herido aumentaba con ligero peso en credibilidad.
Su rostro lo gritaba, sus ojos aguados denotaban pureza sincera y
miedo al poder de Dios porque había en su mirada exceso de
humildad, arrepentimiento y ganas de libertad.
El inquisidor se acarició la barbilla mientras digería las excusas, unía
varios cabos sueltos y estructuraba su parte en la reconstrucción de
los hechos. A fin de cuentas, el párroco era el único que conocía la
existencia de la morrita acompañada por el sicario. El hombre con
sotana de Asís comenzó a sentir un vapor suave que transportaba
cierta energía celestial. Conocía la interpretación de ese tipo de
sensaciones especiales y ambos se encontraban a la mitad de una
guerra entre el bien y el mal. El aura del condenado lo delataba. Un
airecillo con toques de vainilla y miel profetizaban el inicio de un
milagro hermoso. Con humildad, el sacerdote apreciaba la verdadera
intención del cielo, y, apoyado en su fe, decidió ayudar relatando
su versión de los hechos.
— ¡Está bien, hijo mío, creo un poco más en ti! Tu sinceridad te
otorgará la libertad, según reza en las Sagradas Escrituras. Yo soy
M anuel García Porras, el presbítero a cargo de la iglesia de Santa
Clara, antigua capilla de San Judas Tadeo, que cambió su nombre en
1968 por justificaciones de un protocolo absurdo. Igual todos los
fieles la recuerdan con cariño en honor al patroncito de los
imposibles. Se cambió de santo cumpliendo el capricho de cierta
familia poderosa… Y en realidad, esa historia no viene al caso eso.
Estás en mi habitación. Sí, dentro de la propia capilla, bajo el manto
de Dios y, en cierto modo, ahora yo soy tu protector. Irónico, ¿no
crees? Llevas casi dos días de convalecencia. Apareciste el jueves
pasado a eso de las ocho y media de la noche. Yo acababa de cerrar
la iglesia porque había terminado el servicio litúrgico de las siete y
cuarto. M e disponía a rezar el santo rosario antes de ir a dormir,
pero, de repente, sonaron fuertes manotazos y escuché gritos
desesperados que venían de la puerta principal de este lugar santo.
A esa hora en pleno invierno casi no hay transeúntes. M e extrañé
por el alboroto, supuse por tus escalofriantes gritos que
necesitabas ayuda inmediata: porque era evidente que no se trataba
de un borrachín del barrio. Abrí la puerta y te encontré muy
alterado. Estabas arrodillado, sin fuerzas, bañado en sangre y
llorabas desconsolado, sostenías en tus brazos una toalla grande
que arropaba por completo la figura de una niña. La pequeña sufría
un shock postraumático, estaba aterrada, sin habla, casi
convulsionando, y no por causas del frío. Pregunté qué había
pasado, y solo atinaste a abrazarme rogándome que salvara a la
pequeña. Varias veces me pediste que no llamara a la Policía e
implorabas que la salvara. M e obligaste a jurar que ambas
peticiones serían cumplidas, yo te lo prometí casi en confesión. En
cuestión de segundos te desvaneciste, perdiste el conocimiento y
sin aliento caíste a mis pies.
Las palabras del sacerdote M anuel golpeaban con furia el oído
interno del Zurdo. El sicario reconstruía en su cerebro el
rompecabezas visual de la última aventura asesina. Los recuerdos
cobraban vida; con ligereza mental se ubicó en tiempo y espacio y
empezó a temblar cuando observó el reloj de pulsera que llevaba en
la muñeca derecha. Dudoso, efectuó varios cálculos matemáticos,
combinó días, fechas y acontecimientos recientes. A esa hora, era
un hecho de que la chiquilla podía estar en serio peligro de muerte.
Con su mano sana cogió con fuerza el antebrazo de su improvisado
confesor y le ululó con desesperación.
— ¿Dónde está la niña? ¿Qué hizo con ella? ¿Dónde carajos está?
Es demasiado tarde.
— ¡Tranquilo, cálmate, déjame terminar! A la pequeña la introduje
en el confesionario que está en la entrada. Al ver que no estaba
herida, la cubrí con una manta que siempre guardo por estas épocas
de frío debajo de mi asiento. La dejé tranquila, reposando, y con
rapidez cambié de paciente y te brindé socorro. No sé de dónde
saqué fuerzas, pero logré cargarte hasta mi habitación. Después
llamé a la hermana sor Berenice; ella es enfermera auxiliar, y
pudimos darte atención médica evitando la presencia de policías.
Así cumplí mi promesa de silencio. Te aplicamos los primeros
auxilios, vendamos la zona afectada e impedimos una posible
infección mayor inyectándote tres ampollas de antibiótico, y por
esa razón tu fiebre es casi nula. Ya te estás recuperando, solo
necesitas descansar.
El Zurdo escuchó con atención la fatídica verdad. Él ya podía
imaginar los acontecimientos; no obstante, su preocupación era
otra, por eso volvió a insistir con desespero.
— ¿Dónde carajos está la niña? ¿Cuántas veces se lo tengo que
decir? Ella es lo único que me importa en este momento.
Al mismo tiempo que reclamaba datos con relación al paradero de
la morrita, el Zurdo se recostó en la cabecera de la cama. Respiró
con furia acelerada e intentó buscar sus ropas. Pretendía vestirse y
desaparecer del lugar, una vida inocente dependía de él. La
intentona fracasó, las fuerzas lo dejaron solo.
— ¡Cálmate, hijo mío, la pequeña está bien! Sana y salva. Yo, en
persona, la dejé a cargo de la hermana Berenice. Ella pidió permiso
a la madre superiora con el propósito de cuidar a la niña en el
convento de las Esclavas de Dios. El edificio se ubica a cinco
minutos de la iglesia. Quédate tranquilo; repito: es un lugar santo,
nadie sospechará ni la buscará allí. Es un albergue para niños
abandonados. No temas, les pedí confidencialidad hasta saber la
verdad de tus propios labios. Las hermanas del monasterio no dirán
nada, ellas mantendrán el secreto, respetarán su promesa
dependiendo de mis órdenes. Nadie descubrirá el lugar, cálmate,
tranquilízate.
Al descubrir que su protegida estaba bien, el enfermo restringió su
nivel de adrenalina. Suspiró atiborrado de felicidad pura, y pleno de
alivio emocional. Desistió en su loca idea de salir corriendo. Había
aceptado con resignación que la fortaleza le era evasiva en todos
sus músculos porque la recuperación total demandaba un poco más
de tiempo. El sacerdote le ayudó a recostarse de nuevo. Fernando
M iralles, resignado, aceptaba que no era su día. A regañadientes, su
cuerpo exigía horas de descanso. Pensativo, ladeó su cabeza en la
almohada, su inteligencia trazaba planes anhelando acabar con
aquella pesadilla sangrienta. Ayer le temía a un dragón que escupía
fuego y se le aparecía en cada sueño repetidas veces; hoy la bestia
china ya había fallecido; sin embargo, la herencia del monstruo
imaginario corría peligro. De repente, su inflado salvador celestial le
cortó la inspiración en seco.
— ¡Ya nos hemos presentado! Cada uno sabe del otro. No
obstante, se te olvida un detalle importantísimo. No me has dicho
de dónde salió la pequeña y tampoco mencionaste el motivo del
supuesto peligro que ella corre. ¿Acaso tiene alguna relación con el
cadáver que apareció al volante de una furgoneta de la compañía de
teléfonos a tres cuadras de esta iglesia? ¿O viene de un intento de
secuestro? entender, ¿Cuántos muertos hay detrás de ella? Como
puedes todavía hay muchos interrogantes en mi cabeza, demasiadas
lagunas mentales. ¡Así que suelta la sopa y dime todo! ¿Por qué
estás herido? ¿De dónde salió la pequeña que tanto cuidas? Seré
muy franco. Tienes cinco minutos para contarme la verdad absoluta
y sin ahorrar detalles o, de lo contrario, te juro que ahora mismo
llamo a la Policía y denuncio el caso a las autoridades ¿Tú qué
prefieres?
Las amenazas del cura removieron el alma del Zurdo y, de cuajo, le
arrancaron la paz momentánea. Bajo ningún concepto podía
permitir que todo saliera a la luz, si es que durante estos casi dos
días ya no se habían filtrado en la prensa datos peligrosos sobre el
fatal tiroteo de la casa del juez.
Sin mucho que perder, el narco vengador explotó en sinceridad ante
su interrogador. Cabía la posibilidad de establecer una alianza con el
hombre de fe si lograba tocarle la fibra de justiciero, esa conexión
escondida bajo la sotana. bendita que todo religioso debe llevar
Dispuesto a relatar la segunda parte de su tragedia, el Zurdo rastreó
inspiración en el horizonte. Era ineludible encontrar la combinación
perfecta de palabras y emociones en el discurso. La credibilidad
simbolizaba su única defensa. El malherido movió su cuello
orientándose a la izquierda, en dirección a la ventana que le
proporcionaba luz natural. Abrió los ojos al máximo y en silencio
imploraba concentración, lógica y poder de convencimiento. Antes
de regresar su cabeza a la posición inicial, su mirada aguileña se
detuvo y, sin explicación, admiraba una estatua colocada en
diagonal a su cama. Entonces, los lagrimales se humedecieron, y las
ganas reprimidas de reventar en llanto contrajeron sus músculos
faciales, ocasionándole recuerdos dolorosos en la herida recién
cosida.
Sin anticiparlo o calcularlo, observaba con detenimiento la estatua
de San M iguel Arcángel «Quién como Dios», su aliado secreto
durante la batalla en casa del juez, el mismo guardián que salvó la
vida del asesino y de una niña con facciones de querubín, el
Arcángel M ayor, que estaba de pie a su lado combatiendo el mal
cuando las balas silbaron en todo el despacho del magistrado el
fatídico día en que cuatro cadáveres formaron parte de su redención
final. Sí, en definitiva, el maravilloso Arcángel fue quien arrojó la
pica de hielo, la lanza fría que atravesó al dragón la noche anterior,
el compañero del apóstol de las causas imposibles durante la batalla
de purificación de un malhechor arrepentido.
El Zurdo apretaba la garganta, sus emociones lo acusaban. No pudo
evitar despedazar su alma y comenzó a llorar igual que un chiquillo
frente a la estatua. Con la mirada al cielo, demandó perdón, le rezó
a su madre, fallecida hacía más de diez años. En silencio, le reiteraba
al oído de su vieja: «Tenías razón, madre, era verdad. Tarde o
temprano San Miguel Arcángel me salvaría la vida. Pero nunca me
aclaraste que también me condenaría por el resto de mi vida». El
desahogo emocional del condenado aflojó la rigidez imparcial del
párroco, quien comenzó a descubrir la existencia de alguna entidad
divina, cierta manifestación incomprensible, algo parecido a un
milagro. La curiosidad aumentaba en la conciencia del sacerdote, la
historia final debía ser bendita. El sicario, en estado de
arrepentimiento y con lágrimas en los ojos, empezó a revivir los
últimos minutos de un ángel que no merecía morir.
— ¡Ya le cuento, padre! El jueves pasado, tres de mis hombres y
yo intentamos ejecutar una misión importante. Se nos encomendó
asesinar al juez Alberto M uñoz Pestana. La orden vino de nuestro
capo, don Tomás Hinojosa, en represalia por las acciones que el
magistrado ejercía en contra de nuestra organización. Apegados al
plan inicial, los cuatro llegamos a las siete de la noche a la quinta El
Establo, casa número 77, la residencia oficial de la víctima.
Entramos por el lado trasero de la propiedad. La responsabilidad de
matar al sentenciado recaía en mí. El resto de mis hombres cuidaban
la retirada. Llegamos al despacho privado y yo abrí la puerta con
rapidez, empujándola con todas mis ganas. Cuando entré a la lujosa
oficina, buscaba el sonido de una música de piano; la melodía
indicaba la posible ubicación de la víctima. Seguí el instinto y, sin
titubear, mi pistola apuntó al objetivo, en dos segundos lo tenía a
tiro. Pero hinchado de sorpresa, descubrí que no era el juez quien
seducía al instrumento musical, sino una hermosa mujer con
cabellera voluminosa, llamativa, casi rubia y dueña de unos ojazos
más sublimes que el sol cuando nace. Era la única persona, aparte
de mí, dentro de la escena. Ella tocaba el piano con sus delicados
dedos. La enigmática doncella exhibía en su largo cuello el tatuaje de
un dragón chino idéntico al que hacía días me alteraba el sueño
convirtiéndose en una tortura para mí. Fueron unas semanas de
horribles pesadillas. Y justo ese maldito jueves descubrí la
verdadera razón, y la premonición se materializó en milagro.
»La mujer, sobresaltada, se levantó de golpe al oír el estruendo de la
puerta al chocar con la pared de la entrada. Ella me contempló
directo al centro de mi alma. Yo quedé hipnotizado, inmóvil y
sorprendido por su belleza inmaculada. El arma colapsó; tembló en
mis manos, y me resultaba imposible dispararle a una víctima
inocente, pues hallé más de mil razones que reprimían la
posibilidad de arrancarle la vida. M is dedos no reaccionaban y
riñeron con vehemencia a mi instinto asesino. Era imposible
matarla, su partida significaba aniquilar la esperanza para siempre.
Ambos intercambiamos miradas de estrellas, de luz bendita, fe y
libertad, una combinación irrealizable que usted jamás entendería.
Sin planificarlo, los dos estábamos congelados uno frente al otro y
sin poder hablar. El milagro duró poco, la sublime y corta vivencia
fue suplantada con sangre.
»Los gritos del Burro destruyeron la magia del mágico instante. La
mujer, al verse sorprendida y descubrir las diabólicas intenciones de
mi compañero, dio media vuelta y procuró llegar al mesón de
trabajo del juez. En el trayecto mi guardaespaldas, nervioso, soltó
un plomazo que despertó a todo el vecindario. El Burro, guiado por
el malsano deseo de matar de esos asesinos repugnantes, baratos,
que no piensan ni analizan circunstancias posteriores, le pegó un
balazo certero que le atravesó el pulmón derecho a la princesa de
cuello largo. Del impacto salvaje, ella saltó un metro detrás del
sillón, pero antes logró aferrarse a una de las gavetas del escritorio.
El cajón, por efecto de la reacción, se desprendió cayendo al piso,
muy cerca de ella. El Burro me reclamó airadamente con la mirada,
cuestionándome por no haber disparado primero. Creo haberle
escuchado algunas frases, aunque no le presté atención y no pude
responderle. Yo volaba en otra galaxia, continuaba en la misma
posición que al entrar, con el brazo erguido, apuntando a la nada y
tratando de matar el pasado que nunca muere.
»En fracciones de segundo, al final del despacho se abrió la puerta
del baño y emergió una niña hermosa que estaba llorando y gritaba
desquiciada en busca de su madre. Allí reaccioné, bajé el arma, no
podía competir con esa mirada de ángel asustado. El Burro
esperaba órdenes mías, los nervios lo flagelaron y lo traicionaron;
quería disparar, pero la duda ganaba y se burlaba al máximo de
nosotros. La historia cambió; en tres segundos, el matón
barriobajero tenía enfrente a dos enemigos: la mujer tiroteada, que
sangraba por la boca, pero ahora empuñaba una Colt 45 de
colección que había caído de la gaveta desprendida a su izquierda, y
una indefensa chiquilla, que del susto palideció, exponiendo una tez
cadavérica, y permanecía estática grabando la escena de un
horrendo crimen en su ingenua mente infantil.
»El sicario prefirió hacerle frente a la doncella que podía dispararle.
Le juro, don M anuel, por lo más sagrado del infinito, que algo
extrañísimo sucedió. Un destello jamás visto en toda mi puta vida.
Del techo apareció un relámpago tan poderoso como un simple
milagro. Entre la mujer herida y el Burro alcancé a visualizar la
figura de un santo. En mi duda pensé que tal vez se trataba de un
ángel guerrero igualito a San M iguel Arcángel, tal cual al que usted
tiene allí colgado en la pared. En la escaramuza, la figura angelical
congeló el tiempo, la mujer que sangraba copiosamente logró
levantar su pesada pistola y disparó sin titubear, sin miedo. Parecía
una experta tiradora. El cañón apuntaba a mi cuerpo, tal como lo
soñé en repetidas ocasiones, y de pronto escapó un pedazo de
fuego proveniente del mismo ángulo del dragón tatuado en su
cuello. La alquimia divina, o tal vez el saludo de la muerte, me
ayudó a divisar el justificado balazo. Ante mis ojos, el plomo se
transformó en lanza de hielo. Sentí mucho frío cuando la bala me
atravesó el hombro izquierdo. La munición era tan potente y la
distancia tan limitada que entró de sopetón en mi carne y, del
mismo modo, abandonó mi cuerpo con velocidad inaudita. ¡Créalo
o no! Por extraña piedad, el plomazo apenas rozó alguno de mis
músculos y huesos. El helado metal escapó de mi cuerpo sin
explicación desviándose de manera alocada y cambió de rumbo
hacia el pecho de mi guarura. El Burro recibió el castigo de Dios: la
justicia de San M iguel Arcángel le explotó en plena aorta. Fue un
chispazo sutil, emotivo, justiciero. De manera increíble, la misma
bala que iba en dirección a mi alma nunca la tocó y, sin embargo,
acabó con la vida de un asesino despiadado en cinco segundos.
»El Burro se desplomó y, por reacción natural, soltó otro disparo
que se perdió en el techo del campo de batalla sin causar heridos.
Eran muchas y consecutivas las detonaciones… El escándalo alertó
al Rex, mi segundo compañero de muerte en la casa del juez. El
sicario ingresó encolerizado a la habitación y se asombró al ver la
escena. La Pelona le aplaudió porque pronto lo abrazaría. Yo
continuaba tieso, apartado de la realidad; seguía en pie al lado de
una mujer agonizante cuyas palabras brotaban distorsionadas por
su propia sangre, aquella especie de tejido líquido rosado que
anegaba sus alvéolos. Una niña inocente de todo pecado, salida de
las sombras, se había convertido en el testigo mudo de dos muertos
y un próximo cadáver, ahora nervioso, armado, parado en la puerta
que la separaba de la libertad. El Rex me gritó con desespero
pidiendo explicaciones. No atiné a descifrar su palabrerío rancio, yo
estaba concentrado tratando de hablarle a un ángel disimulado en el
cuerpo de una hermosa mujer que estaba a punto de despedirse de
mí sin darme tiempo suficiente de ofrecerle disculpas y pedirle
perdón. Dios la bendijo, y ella alcanzó a susurrarme al oído:
«Cuídala, te lo ruego. Hazlo por mí». El sentido auditivo se me
estremeció con su voz de muerta, aunque mi corazón tuvo tiempo
de hacer una promesa al cielo antes de que ella partiese a un
universo de luz y bendiciones.
»El Rex intimidó con odio a la pequeña, que no podía hablar de
tanto pavor. El asesino levantó el arma. Su reacción natural era
liquidarla, y por le ello apuntó directo a la frente. M is ojos lo
observaban todo y el cerebro trataba de darme órdenes, pero,
aunque le suene increíble, mi cuerpo no reaccionaba. De las
sombras, otra fuerza misteriosa se manifestó viva, presente, y me
exigió justicia; en ese instante célico fui dominado por completo.
Sin darme cuenta, moví mi Smith & Wesson punto cuarenta y, con
la mayor certeza milagrosa, apunté a la cabeza de mi excompañero.
Sin remordimiento alguno, eufórico, apreté el gatillo. El cañón
explotó, y la bala fue escupida con fervorosa pasión, odio,
resentimiento y con una repentina sed de venganza que clamaba
redención o quizás justicia divina.
»La cabeza del Rex se partió en dos. La muerte lo abrazó de forma
instantánea, sin darle oportunidad tan siquiera a rozar el gatillo de
la pistola que dirigía contra la chiquilla. La sangre del malnacido
salpicó a la niña y, producto de la horrenda impresión, ella se
desmayó. La escena era dantesca; solo me faltaba comprobar si
cabía la posibilidad de un milagro destinado a la princesa que
sudaba sangre. Esperanzado, tomé su mano, pero el pulso ya se
había ausentado por siempre. La rigidez de la muerte iniciaba el
proceso de comprimir los tejidos y órganos. Su alma ya transitaba
camino al cielo. Los ojos de la doncella seguían abiertos buscando
paz y el corazón había dejado de bombear. El plan había fallado en
todos los puntos. Tal y como yo lo temía, el dragón que lanzaba
fuego me había ganado la batalla. M iré a la pequeña tirada cerca del
cadáver de la pianista que me recibió con Las cuatro estaciones de
Vivaldi. Fue el triste preámbulo de su muerte.
»Una voz interior me obligó a cargar la humanidad de la niña en mis
brazos. Si la abandonaba allí, existía un riesgo incalculable: mi jefe
me exigiría matarla, por tratarse de un testigo clave. La alcé de un
solo envión; su frágil cuerpecito reposaba en mi hombro sano. La
cubrí con una toalla escondiéndola del frío. Caminé con dificultad
en busca de la Dodge Van donde me esperaba mi chófer, Braulio
Linares. Debíamos huir rápido del lugar, la Policía llegaría en
minutos. M i compañero me recordó que yo estaba herido. La
sangre manaba con presión, aunque, por fortuna, el efecto
combinado de la coca y la adrenalina circulando con frenesí en mi
torrente sanguíneo después de una masacre distraían mi dolor
corporal. Hasta me había olvidado del balazo.
»El chófer arrancó a toda velocidad y, dentro de la camioneta, logré
frenar la hemorragia utilizando un puñado de servilletas y telas que
almacenaba en la guantera del vehículo. Al salir de la urbanización,
mi compañero me exigió una explicación. Él me reclamó por haber
traído a la niña. Eso no estaba en los planes, y recalcó que
debíamos matarla, pues se había convertido en testigo clave, algo
que jamás se perdona en el narco. Le expliqué a la brevedad la
situación pero modificando las verdades. Le dije que no se
preocupara, que todo saldría bien y que yo mismo acabaría con la
chiquilla; pero a mi manera. Logré convencerlo de la importancia de
tener a la pequeña como rehén ayudándonos en la fuga. Prometí que
ella viviría hasta comprobar que nadie nos perseguía. Braulio
preguntó si habíamos matado al juez, yo le dije que sí. La
tranquilidad evitaba dudas razonables y ahuyentaba los
sobresaltos. Le aclaré con falsa tristeza, que el Burro y el Rex
murieron baleados al enfrentarse con guardaespaldas inesperados
que dañaron parte de la operación. M anejé las muertes de los dos
infelices como una bendición para Braulio porque él recibiría una
compensación mayor y tal vez un ascenso. Por el momento, el
truco verbal calmó a mi compañero de armas. Rodamos unos diez
minutos en busca de nuestra guarida. La distancia no facilitaba las
cosas. Además, mi estado de salud no cooperaba. Braulio insistía
en que matara a la pequeña antes de llegar al escondite. Cuando
salimos de las lomas en Santa Fe, le pedí que detuviese la
camioneta. No me pregunte por qué, padre, no lo sé, pero yo lo
había guiado en busca de una cruz que sobresalía iluminada en la
penumbra… Ahora lo entiendo: era el faro celestial del campanario
de su iglesia. Y en mi mente, calculé la distancia y pensé que nos
separaba una sola cuadra. Fallé por cuatro y, peor aún, estábamos
en subida y yo malherido: cargando el cuerpo de la pequeña a
cuestas, el viaje sería eterno.
»Nos estacionamos en una zona que nos brindaba disimulo óptico.
Le solicité al chófer su M agnum 357. La excusa creíble era matar a
la morrita, que dormía en la parte trasera del vehículo reducida por
los nervios. Braulio me entregó su revólver y amagué con moverme
al asiento trasero. De repente, cambié la dirección del cañón y lo
coloqué a nivel del hígado de mi antiguo hombre de confianza. Él
me observó con sorpresa, yo le ofrecí perdón y redención bendita.
Disparé a quemarropa… su hígado reventó… lo ejecuté sin calcular
represalias. En el acto, acompañó al resto de la banda a un destino
penitente. Descendí de la furgoneta y, por segunda vez, cargué a la
pequeña, que se había despertado y gritaba asustada, aturdida por
escuchar la detonación del arma dentro del vehículo. Caminé con
ella en brazos hasta el portal de su iglesia. Recuerdo, sin mucho
detalle, haber golpeado la puerta y después perdí la noción de todo.
»Ya sabe toda la verdad con lujo de detalles. Ahora entiende el
peligro que corremos todos: la niña, por ser testigo de varios
crímenes; usted, por habernos salvado; y yo, por matar a mis
hombres, desobedecer las leyes del narco y fracasar en la
encomienda. Le agrade o no, los tres somos socios en la vida y en la
muerte. ¿M e entiende, verdad? Por eso necesito esconder a la
chiquilla hasta que se calme la tormenta. Tengo un plan, con cierta
posibilidad de realización, es bastante creíble y justificable ante mi
jefe. Soy su hombre de confianza, su mano derecha. Quizás pueda
arreglar esto en pocos días, solo tiene que mantener el secreto y
debe confiar en mí.
El sacerdote estaba erizado, sudaba de manera copiosa con la
increíble historia. Sabía por los diarios que en casa del juez hubo un
atentado la noche del jueves. Las noticias eran limitadas, cautelosas,
sobraban razones de seguridad o de control del estado. Los medios
no habían podido descifrar el acertijo. La censura informativa
condicionaba la veracidad de los acontecimientos. Los periódicos
reseñaban que el hombre de leyes salvó su vida de milagro: debido a
un percance casero, aquella tarde el juez visitó el hospital de
Polanco para acompañar a su hija adolescente porque se había
fracturado la mano derecha en la escuela. Y debido a los
compromisos sociales de la madre, ocupada en actividades
benéficas impostergables, el padre de la joven decidió tomarse el
resto del día libre y llevar a la joven al traumatólogo M inisterio de
utilizando un vehículo blindado perteneciente al
Justicia. En la misma noticia los informativos reseñaban de manera
sutil la muerte de los dos sicarios y de una mujer sin nombre, sin
rostro. Se mencionaba que la difunta era la profesora de piano de la
familia y que ese día había trabajado afinando el instrumento
musical. En ningún documento se mencionaba a una niña
desaparecida. La chiquilla no formaba parte de la historia contada
por los medios; quizás la Policía estaba ocultando su existencia por
razones de seguridad.
En la habitación del cura se formó un silencio sepulcral. Ambos
guerreros se miraban con intriga, sorpresa y mucha intuición.
Estaban obligados a sumar fuerzas de cara al futuro de su vida,
unidos por designios benditos a la misteriosa niña que, según
informo sor Berenice, ya empezaba a superar el estado preliminar
de shock. Al párroco le quedaba una duda: ¿quién era la pequeña?
¿De dónde había salido? Entonces volvió a interrogar al Zurdo.
Pero esta vez de nada sirvió el interrogatorio. El sicario aseguraba
una y otra vez no tener la menor idea de nada sobre la escuincla.
Ambos coincidían en que una gran casualidad de Dios facilitó el
encuentro de los tres. El Zurdo iba más allá de una simple
casualidad: él aseguraba con propiedad que los acontecimientos
tenían una explicación real, donde coincidían la presencia de su
madre y el poder infinito de Dios a través de sus Santos Ángeles y
Arcángeles. Fernando M iralles tenía claro que ya iniciaba su
oportunidad de redimir los pecados, de limpiar su alma que siempre
fue noble, pero, por desgracia, en su pasado reciente erró y se dejó
seducir por el poder del dinero. La repentina salvación venía de la
expresión purificadora de la esencia humana, el amor verdadero, el
que conjuga todos los verbos en uno solo para bien o para mal.
Vivir o morir.
Capítulo 10
Un ángel que llegó de la nada
México D. F., día y medio después de la masacre.
El párroco terminó de escuchar con sincero interés la declaración
jurada de su prisionero malherido. Si bien los hechos contados por
el supuesto sicario sonaban creíbles, aún persistía vacilación en el
relato. No resultaba del todo claro el tema de la misteriosa mujer.
¿Quién era? ¿Por qué la prensa escrita no había emitido fotos o
comunicados oficiales de ella? En definitiva, no era la esposa del
juez. La dueña de la casa se hallaba en un evento social e incluso ya
había prestado declaraciones el mismo día del atentado al llegar a su
vivienda. La gran duda que carcomía los pensamientos del clérigo se
afianzaba en la verdadera identidad de la nena, a quien, por obra del
Señor, el párroco le había salvado la vida dos días atrás. ¿Cuál era
su nombre? ¿Qué rol desempeñaba la cría en el triste y penoso
acontecimiento de sangre? El voluminoso hombre de fe apretó el
cordón que le ajustaba la sotana a su expuesta dimensión
abdominal. Rezó un padrenuestro con voz inaudible y caminó de
un extremo al otro alrededor de la cama donde se hallaba el
malherido en proceso de redención. Se frotó la cabeza con la mano
derecha y examinó en detalle los ojos de su prisionero mientras le
soltaba un ultimátum.
— ¡Supongamos que me has dicho toda la verdad! Eso espero por
el bien de todos. Aunque sea miembro representante de la Iglesia,
debes entender y aceptar que has cometido un crimen horrendo.
Bueno, a decir verdad, quizás fueron muchos en tu triste pasado
delictivo, eso me queda claro. Volviendo al caso del juez, entiende
mi posición: yo tengo la obligación moral de notificar a las
autoridades policiales tu presencia junto a la morrita. ¡Es cierto, yo
te ayudé, era mi santo deber! Y reconozco, muy a mi pesar, que te
hice caso en no denunciarte hasta descubrir toda la verdad. Con
franqueza, me motivé por el angelito que salvaste. A fin de cuentas,
la niña es una víctima indefensa. Pero debo acudir a la Policía o, en
caso contrario, me convierto en encubridor de conocidas hasta hoy,
según las noticias.
Las transparentes amenazas del presbítero alma del Zurdo.
cuatro muertes removieron el
El enfermo se incorporó con dificultad, pretendía alcanzar mayor
altura con su cuello erguido buscando otear de frente a su confesor
para entablar un diálogo convincente. Los ojazos del asesino
enrojecieron de mostraban una fina capa frustración e
cristalina a impotencia, y otra vez punto de abandonar sus
párpados. La reacción del sicario desnudó sus hermosos
sentimientos hacia la vida, que buscaban el perdón, la justicia y la
fe. En silencio, ingirió saliva revuelta con retazos de reciente flema
que se había formado detrás de las lágrimas internas que le
ahogaban la nariz, ese llanto silencioso capaz de asfixiarnos el
sentimiento momentáneo. Dubitativo, Fernando M iralles soltó un
pequeño gruñido, pues no alcanzaba a argumentar con libertad.
Comprendía que las palabras del cura se hallaban cargadas de razón.
Su preocupación se multiplicó. Si el viejo capellán cumplía con las
advertencias, era un hecho, que dos cadáveres adicionales recaerían
en su corazón, y hasta el mismo confesor podría acompañarlos en
el trayecto para ir a visitar a San Pedro.
— ¡Padre M anuel, créame que le entiendo! Pero le ruego por lo más
sagrado del universo, por las llagas de Nuestro Señor Jesucristo y
su sangre bendita, que no lo haga. Si usted llama a la Policía, tenga
claro que en un par de horas la niña y yo estaremos muertos, y le
garantizo que usted también recibirá una bala en mitad de los ojos.
Hágame caso: déjeme manejar las cosas al estilo nuestro, es un
problema del narco; usted no lo entenderá, ya que es un simple
observador, un implicado benditamente casual. ¡Confíe en mí, y le
juro que viviremos!
El Zurdo se debatía ante la negociación más difícil de su vida.
Trataba de convencer al cura manipulando un discurso salpicado de
conceptos religiosos; suspiraba, y las palabras de su emotiva
verborrea parecían llenas de luz e intentaban acariciar los oídos del
párroco, un discurso que no recordaba haber utilizado en su
juventud: era como si una fuerza superior le facilitase las ideas o le
dictase respuestas bien pensadas y convincentes. No había dudas,
experimentaba la presencia del perdón en su alma.
El perfume a vainilla, mezclado con miel y los vapores de fe, se
manifestaron de nuevo en la diminuta estancia. La energía tomó un
dejo de paz, esperanza y dominio sobre las fieras. Imperaban
verdaderas fuerzas contra el maligno. La habitación se vistió de un
poder sublime, superior. Dos hombres con virtudes y defectos
contrarios, defensores de bandos muy antagónicos, se enfrentaban
en busca de la verdad individual, esa verdad capaz de satisfacer a
cada uno en su filosofía de vida, en realidades mutables, maleables,
que en el fondo podrían suponer la diferencia entre la luz y la
oscuridad. No era el momento de egos, ni de vanidades, ni de
ponerse a discutir sobre algunas ideas retorcidas acerca del valor de
la justicia terrenal. En aquella situación, la verdad particular de cada
uno debía ser proporcional al riesgo de muerte. La justicia le
correspondía al universo o, como muchos lo llaman, a Dios.
El arrepentido bandolero peleaba por la vida, algo que, debido a su
empleo, en no pocas ocasiones se transformaba en una utopía. El
cura se debatía entre sus dogmas de fe y justicia; la prueba de la
existencia de un Dios piadoso le acariciaba el oído. El párroco se
acordó de la crucifixión de Jesús, reviviendo la escena cuando la fe
de uno de los bandidos que lo acompañaban le permitió entrar en el
paraíso. Revivir la escena del monte Calvario le obligó a rebuscar
con detalle en los ojos llorosos de un asesino que, en esta ocasión,
imploraba por defender la vida de otros. En el discurso proliferaba
el arrepentimiento, el sicario no deseaba seguir matando. Pero el
sacerdote no entendía nada, sus emociones estaban alborotadas y
en guerra constante con su moral, como si la conciencia divagase
entre dos ángeles que combatían por dominar el poder de una sola
verdad: uno de luz y otro de oscuridad. Hacer el bien y repartir
justicia. M anuel García Porras, mejor conocido como don Lolo por
los lugareños que asistían a sus sermones los domingos, suspiró
con un ligero toque de resignación.
— ¡Hijo mío, entiende que lo que me pides es muy difícil para mí!
¡Es un deber anunciar a la Policía lo sucedido! Ellos tienen que
tomar cartas en el asunto. Tarde o temprano lo sabrán y, de todas
formas, me acusarán – justificó el sacerdote intentando obtener
algún tipo de excusa perfecta que le desterrase el miedo y le
regalase esperanzas de salir de aquella locura sin mayores
sobresaltos.
— ¡¡Padre, confíe en mí!! ¡¡Se lo suplico!! Hágame caso, yo tengo
un plan. Voy a salir de la iglesia esta misma tarde. Buscaré la forma
de aclararle a mi jefe la situación. El secreto está en contar la
versión menos peligrosa. M ientras, gano tiempo, recupero algo de
dinero, consigo un coche, armas, credenciales, y sacamos a la niña
de la ciudad. Solo necesito veinticuatro horas o un poco más. Usted
saldrá de la ciudad con ella. Yo les buscaré protección a ambos.
Déjeme resolver el problema a mi manera, soy el responsable de
todo. Le prometo solucionar el caso sin derramar sangre. Lo
importante es mantener en secreto la existencia de la pequeña. Si la
prensa todavía no ha relacionado su desaparición con la masacre, ya
es una ventaja para nosotros, y debemos aprovecharla. Necesito
ganar tiempo para ganar la batalla. ¡¡Ayúdeme, se lo ruego!!
Después de la fuga le garantizo que nunca nos volverá a ver. Nos
perderemos lo más lejos posible.
La excusa seguía raquítica de lógica. ¿Por qué un sacerdote debía
confiar en un criminal confeso? ¿Cuál era el mágico plan del Zurdo?
¿Cómo podría convencer a un ejército de asesinos de que no hay
testigos vivos de la masacre? El rollizo hombre de fe exigía mayor
nivel de seguridad y, al mejor estilo de Tomás el apóstol, incrédulo,
quiso cerciorarse de algunas casualidades peligrosas:
— ¡¿Cómo pretendes que confíe en ti?! ¡¡Si eres el causante de
tanta desgracia!! ¡Estás loco! Se te olvida que no me has explicado
cómo carajos vas a inventar una historia que nos salve a los tres.
Según entiendo, el primero en morir serás tú. Entonces, ¿quién nos
salvará a nosotros?
El Zurdo se llevó las manos a la cabeza, la desesperación lo
abrumaba, abrió los ojos con amplitud. Observó con detenimiento
alrededor de la habitación, en ese tiempo rogaba en voz baja, en
privado, implorando ayuda divina. Le pedía al Señor que mediara,
al mismo a quien su madre lo encomendó al nacer, y de quien había
recibido tantas bendiciones sin pedirlas. Precisaba respuestas
contundentes, lógicas, y argumentos sólidos que nacen del universo
con la intención bendita de poder cambiar el mundo en un abrir y
cerrar de ojos.
No surgían muchas opciones en el pensamiento del matón antes de
argumentar razones, cargadas de cierta credibilidad. Sus pupilas se
enfocaron en la hermosa imagen de San M iguel Arcángel ubicada a
su lado. Se concentró en la mirada piadosa del Príncipe de los
Ejércitos Celestiales, el aliado invencible. Su corazón empezó a dar
volteretas, se agitaba con extrañas explosiones de fe y de amor del
bueno que le cicatrizaban el alma, amor que huele a gloria. Y,
súbitamente, emprendió un trance particular imposible de explicar
con palabras, similar a un efecto alucinógeno, posesivo, esclavizado
por una droga de luz que imaginaba la figura del santo en
movimiento sutil. Los dos cruzaban miradas, gestos, pensamientos,
e intercambiaban sueños dándole vida a una sublime entrevista
privada. Los dos guerreros del bien trazaban planes de vida. El
Zurdo sudaba frío porque estaba compartiendo verdades secretas
con el mismo Arcángel que le salvó la vida a él y a un querubín con
cuerpo de niña. El asesino, antes fiel representante del demonio,
semejante al que San M iguel pisoteó y destruyó según rezan las
Sagradas Escrituras, sentía la presencia de una fuerza muy ajena a
su esencia pecadora. En pleno trance, los colores fueron absorbidos
por una fuente de luz trascendentalmente brillante, tanto que
devoraba todo a su alrededor, y en el centro de aquella luminosidad
se ubicaba él, un asesino despiadado que ahora disfrutaba de la
claridad bendita y notaba cómo se extendía por cada rincón de su
cuerpo aquel destello purificador. El sicario se aterró, pensó que
moriría, que el Arcángel lo había sometido a juicio, el último, el
definitivo, para llevárselo fuera de la tierra. La verdadera intención
bendecida en las alturas certificaba lo opuesto. No era el final: era
un bautizo de luz. Todavía le quedaban por cumplir otras misiones
importantísimas en la tierra. Y no estaba dispuesto a partir sin
antes repartir justicia contra los acólitos de las sombras.
A los pocos minutos, la claridad inmaculada redujo su ímpetu. El
éxtasis bajó de nivel y la luz se opacó, los colores volvieron a
brillar. Fernando M iralles contemplaba la espada de San M iguel
Arcángel. Quería utilizarla, tomarla prestada para empuñarla contra
los engendros que le arrebataban la esperanza. Su señorío aumentó
al infinito y había recibido la bendición plena, el general de la
M ilicia Celestial lo guiaba. No importaba si moría, ya nada podía
fallarle en el cumplimiento de su misión. Por fin, selló el acuerdo
con el santo, cuya mirada expresaba misericordia. Era el momento
de justificar las súplicas y de conseguir el apoyo de su aliado, don
Lolo. — ¡Padre, es cierto, usted no tiene por qué confiar en mí
porque soy un asesino! De todas maneras, recuerde que en el
fondo,
aunque se resista a aceptarlo, yo también soy hijo de Dios. Con
más
pecados de lo normal, lo asumo con mucho remordimiento. M is
errores quizás nos alejen. Sin embargo, admítalo, soy igual que
usted, ambos venimos del mismo Padre, y al final Él nos juzgará.
M erezco una oportunidad, no me sentencie sin antes otorgarme el
chance de redimir mis faltas. Dios nos colocó en el mismo bando,
solo Él conoce el motivo de su milagro, Él tendrá sus razones.
Aunque suene increíble, no lo contradiga, pues Él es el creador del
plan, y nosotros, sus apóstoles. Por alguna justificación que no
viene
al caso, nuestra asociación será eterna. ¡No confíe en mí, es válido
dudar, no lo merezco, pero sí debe confiar en San M iguel Arcángel!
Le juro por lo más sagrado del universo, que fue mi madre bendita,
que yo salvaré a la niña, así tenga que matarlo a usted o a cientos
más. Es mi última misión en esta vida, lo sé, no pienso fallarle a la
pequeña, y menos a Dios.
La súplica del prisionero arrepentido desencajó al confesor.
Circulaban infinitas verdades en su sermón repentino, insólito y
jamás estudiado. Fernando M iralles utilizó la palabra de Dios como
escudo transformándola en arma de convencimiento. Tal vez fue el
Ser Supremo quien empleó al Zurdo para recordarle al sacerdote la
mayor de las bendiciones del ser humano, necesaria cuando nos
encontramos en lo profundo del abismo: la fe. Esa energía mística,
carente de análisis, esa fuerza necesaria y eterna, destinada a
quienes
saben vivir las batallas cotidianas con alegría, determinación y
valentía, y que los mantiene siempre convencidos en la esperanza
de que la misma fe les demostrará la inexistencia de imposibles. Si
la niña había llegado hasta ellos, con seguridad Dios les otorgó una
encomienda invalorable, que precisaba someter a prueba doctrinas,
enseñanzas, emociones y conflictos de dos personas bastante
opuestas en sus ideales, y que juntos, bajo el manto celeste, le
darían vida a una de las enseñanzas del Señor, quizás la de mayor
relevancia: ama a tu prójimo como a ti mismo… aunque se trate de
un sicario. De esa afirmación nace el perdón.
Con suma claridad, el poder anidado en las palabras del
Zurdo sacudió al franciscano.
— ¡¡¡Tu discurso tiene fuerza bendita, hijo mío!!! Veo en tus
ojos un profundo deseo de justicia, de redención final. Percibo un
valor inmenso en tu corazón. Hay un pedazo de cielo en ti, lo
puedo
certificar. ¡Pero soy un tanto fiel a Santo Tomás! Desconozco
cómo
carajos vas a sacarnos de esta… ¡A menos que tú seas San M iguel!
–
observó el sacerdote con una sonrisa de oreja a oreja, como retando
toda lógica terrenal.
El Zurdo se persignó en señal de alivio. Entendía que su
nuevo amigo con sotana había recibido una descarga de Dios en su
alma y le otorgaba un voto de confianza, un aplauso ante un
milagro
viviente e inexplicable que muy pocos hombres de la Iglesia podían
jurar haberlo vivido. Fernando M iralles nadaba en felicidad. Por
ahora, la chiquilla se mantenía a salvo, pero no podía calcular por
cuánto tiempo. La buena noticia era que al menos tenía un nuevo
escudero en su tropa, un cura con aspecto poco ortodoxo, quizás
algo glotón. Por fortuna, el socio circunstancial era un hombre de fe
igual que él. El hasta entonces malhechor iniciaba el cambio de
bando alejándose de las sombras. Las bendiciones de su madre
comenzaban a dar fruto. Era un honor para el Zurdo convertirse en
soldado de San M iguel Arcángel. El sicario se detuvo un instante en
el tiempo y rememoró las vivencias y los sermones de su madre
cuando le enfatizaba: «Por muy pecador que seas, el Señor siempre
estará dispuesto a recibirte en su templo con los brazos abiertos.
Reza con fe todos los días, y los milagros nacerán cuando menos lo
esperes. Eso sí, nunca preguntes ni el cómo, ni el porqué. Jamás
retes a Dios, aun en la peor de tus tragedias; Él siempre tiene un
plan que jamás te contará. Ya tendrás tu oportunidad de vivirlo y
entenderlo cuando Él te lo muestre. Pero nunca dejes de creer,
porque, cuando eso suceda, ten la certeza de que la derrota será tu
aliado». El Zurdo disfrutaba de cierta renovación en toda su esencia
y actuaba feliz movido por su fe. Lo más importante era aceptar
que contaba con un ejército invencible. Con plenitud, observó a su
nuevo cofrade y, en
tono burlón, le regaló una galaxia de dudas benditas.
— ¡¡Don M anuel!! ¡¡Usted debería creer más!! Recuérdelo:
el apóstol Tomás quedó en ridículo al tocar la grandeza del Señor.
Le puedo garantizar que, en efecto, sí tengo un plan inteligente.
Pero, aunque suene increíble, todavía no lo conozco a la perfección,
pero lo ejecutaré según los movimientos de clan. Confórmese con
saber que es bendito y quien lo ideó siempre le gana al mismísimo
demonio, que, por casualidad, también lo voy a enfrentar en las
próximas horas. Rece por nosotros, no deje de hacerlo ni un
minuto. Del susto, el cura se persignó. A pesar del aplomo de su
nuevo amigo y de la mirada expresiva de la figura del Arcángel
mayor que estaba en la habitación, el encargado de la iglesia
manifestaba su miedo a morir. Aun así, no le quedaban alternativas.
Sonaba muy lógica y creíble la explicación del miembro del narco.
Confiar en la justicia de los humanos y avisar a la Policía supondría
apadrinar una bala dirigida a su cabezota, y, de paso, estaría
sepultando una vida inocente a cambio de, pretender lograr enjuiciar
a un sicario ahora arrepentido. La subasta no era buena. Si bien el
descabellado plan del Zurdo simbolizaba utópico para su
raciocinio,
a fuerzas debía conformarse, pues era la única posibilidad que
tenían. Estaba claro que si la niña llegó a su puerta, alguna noble
razón la acompañó. Y muy pronto la descubriría. Antes de aprobar
las locuras de un asesino afortunado, ahora vestido con la túnica de
justiciero, el párroco tanteó indagar sobre la pequeña.
— ¡Está bien, tienes razón, Fernando, tú ganas! No me queda otra,
no me dejas alternativa. Debo confiar en ti, aunque muy a mi pesar.
Pero, antes de tu partida, quisiera saber algo: ¿por qué defendiste a
la
niña? ¿Quién es? M e surge esa duda, pues jamás vi a un sicario
ejerciendo lo opuesto a su trabajo y creyéndose de repente un
soldado de Dios. Y no me vengas con que ella es un ángel caído del
cielo. ¡¡Carajo, no me subestimes!! Tampoco abuses de mi lógica.
Ya sabemos que la pequeña no tiene relación directa con la familia
del juez o, de lo contrario, medio M éxico estaría buscándola. Dime
con sinceridad, quién es la pequeña. ¿De dónde salió?
El Zurdo ojeó con ligereza y sacudió la cabeza en señal de
negación. No poseía respuestas suficientes, ni válidas, para
responder a semejante pregunta inquisidora.
— ¡Créame, padre, no lo sé, lo juro! Quizás pronto lo pueda
certificar, solo tengo nociones, ideas sin seguridad plena. Lo único
que le puedo garantizar es que, sin imaginarlo, se convirtió en
testigo
de tres crímenes, y dentro del narco el mejor testigo es aquel que
duerme siete metros bajo tierra. Hoy ella está a salvo gracias a
usted,
pero, cuando la verdad se descubra, le pondrán un precio altísimo a
su cabeza.
Capítulo 11
El hijo perdido vuelve a la madriguera
México D. F., 38 horas después del atentado.
Finalizaba la tarde mientras el sol iba dejando su puesto de
trabajo. Un taxi tradicional de la capital, el famoso y ancestral
Volkswagen verde y blanco, de los que aparecen repetidos en las
postales o recuerdos de la populosa urbe mexicana, zigzagueaba
entre el pesado tráfico del D. F. a plena hora pico sabatina. La
pericia del chófer esquivaba los retrasos, producto de los atascos
habituales debidos a los cambios de turno de trabajo en la turística
y concurrida zona del paseo de La Reforma, cerca del Zócalo. El
congestionamiento vehicular de la populosa área comercial tampoco
descansa los fines de semana.
El tamaño del emblemático transporte público le facilitaba el
recorrido a través de las raquíticas callejuelas. El contratante llevaba
prisa, necesitaba llegar al peligroso barrio de Temucalco, a uno de
los costados cercanos a la avenida de Reforma y a buena distancia
del Ángel de la Independencia. El experimentado conductor
entendía que la zona incrementa su peligrosidad a medida que la luz
solar se vuelve fantasmal. La colonia de Temucalco era considerada
por excelencia el mercado del mal. Allí puede uno comprar lo que
busque: desde simples verduras frescas y diferentes carnes o
productos alimenticios hasta un riñón humano preservado en
condiciones óptimas, ya listo para ser trasplantado de inmediato.
También se canjean armas de cualquier calibre y procedencia, sin
que importe su historia o los muertos ocultos en su cañón. Allí se
negociaban las cosas más increíbles: desde drogas baratas hasta
cuerpos, la vida y la muerte. En aquella época, Temucalco era una
barriada donde la misma Policía debía pedir permiso a los maleantes
que pululaban por las esquinas del intrincado pueblo sin ley. El
comercio ilegal imperaba con libertinaje y estaba controlado por los
carteles.
Los minoristas del polvo blanco, la merca que producía una mayor
rentabilidad y que era demandada por los consumidores más
adinerados, establecían sus puntos de control estratégico
garantizando seguridad a los niños fresa, esos chamacos con mucha
lana que compraban la droga con frecuencia, anhelando endulzar las
frustraciones de su monótona vida, saturada de riquezas
monetarias, pero en todo caso, yerma de aspiraciones, cariños, y
que siempre andaban faltos de sincero amor familiar. De igual
forma, solían acudir al excitante mercadillo del mal empresarios
respetables, que, camuflados en las sombras, visitaban con
frecuencia a sus proveedores de alucinógenos o mercaderes de calor
hormonal, cuyas preferencias sexuales variaban desde el sexo
opuesto hasta el propio. En el famoso arrabal satisfacían todas las
apetencias de la piel; el arrendatario escogía a placer entre
homosexuales, heterosexuales, transexuales u otras tendencias aún
no codificadas por la sociedad. La perversión de las altas esferas del
poder, de la farándula y de personajes exitosos, pero, vacíos en lo
moral, solían encontrar en el mítico barrio un oasis bendito de
evasión destinado a saciar sus apetencias, sus desbordados egos,
sus desviaciones y fantasías. Por su lado, el ciudadano de a pie
debía conformarse con sobrevivir en el pequeño infierno delictivo
que, debido a la robustez de su miserable posición económica, les
tocó como vecindario. La convivencia no es fácil cuando la pobreza
te cubre los cuatro costados.
El taxi logró penetrar en el populoso suburbio, el pasajero le había
indicado la dirección exacta. A tan solo cinco cuadras de la entrada,
necesitaban cruzar a la derecha, en la calle número 32, esquina en
cruz con avenida Díaz de León. El taxista sudaba, estaba nervioso
porque, a seis extensas cuadras, comenzaba el llamado callejón de la
puñalada, el escondite preferido por bandas de mucha envergadura,
y que eran dueños del tráfico de sangre y muerte en todo el Estado.
Con toda su fuerza, el chófer hincaba el pie sobre el acelerador. El
pequeño automóvil aceleró la marcha con bravura. Esquivaba
transeúntes, niños que jugaban al fútbol, o borrachos que se
encontraban rebuscando algún manjar en las sobras de la basura.
Transcurrieron doce minutos interminables hasta llegar a una
extraña rotonda que se hallaba al final de una calle sin salida,
idéntica a las que aparecen en las películas de suspense o de terror.
En el semicírculo del final de la vía se apreciaba un gran muro de
piedra bastante plomizo y marcadamente sucio, que, carcomido por
las inclemencias del clima, exhibía abundante moho, que se había
ido acumulando debido a varios años de ausencia de mantenimiento.
El paredón fungía de alcabala secreta. Habían llegado a la entrada de
la cueva donde se refugiaban los miembros del peligroso cartel de
los Tomateros en el D. F. No se podía distinguir mucho ni
establecer opiniones claras sobre el misterioso lugar.
Una portezuela diminuta separaba el camino de lo desconocido. En
el lugar no existían números de identificación, ni nombres alegóricos
a familia alguna. Solo un estrecho pórtico de metal grueso que, si
lograbas abrirlo, te enterabas del exagerado blindaje de su interior.
El chófer se detuvo al costado del portal, según le indicó el
pasajero. Como pago, recibió un billete de alta denominación. El
dinero representaba diez veces el valor del servicio. El dueño del
Volkswagen bicolor enmudeció, agradeció con silencio cómplice y
amagó con buscar su billetera: la finta indicaba la falsa intención de
dar el cambio al compañero de viaje, que salía con suma dificultad
del automóvil en forma de semicircunferencia achatada. Ya en la
acera de la calle, el misterioso turista le dio las gracias al chófer,
certificándole que podía quedarse con el cambio. Cerrado el trato, el
taxista le dio las gracias con abultadas bendiciones.
Era evidente que habían llegado a una guarida secreta de capos o
líderes criminales, porque el pago abusivo, sumado al secretismo
ofrecido por la calle sin salida, constituían pistas claves, fáciles de
interpretar en la mente de los conductores que conocían la historia
de la peligrosa colonia. El chófer temía por su vida. A pesar de su
ansiedad, la grosera propina le sirvió de justificante por haber
entrado en la cueva del lobo. Se inquietó: necesitaba diez minutos
antes de abandonar el infierno en plena barriada y poder celebrar la
ganancia de su arriesgada contratación reciente.
El visitante golpeó con suavidad la bóveda metálica fijada en el
muro rocoso. No hacía falta mucho alboroto. Varias cámaras de
vídeo, camufladas con anterioridad entre las piedras del muro y la
suciedad de la maleza, y colocadas en distintos ángulos, ya habían
delatado la presencia del viejo automóvil y del hombre que acababa
de apearse al enviar las imágenes hasta una cabina de seguridad que
adentro se incrustaba en el paredón. El visitante cubría su cabeza
con un sombrero de ala ancha y vestía una chamarra de cuero de
carpincho salpicada de sangre, que había sido comprada en la
propia capital, al oeste del río de la Plata, por un importador de
trajes de lujo que las revendía a domicilio en el D. F. Dos guardias
fuertemente armados abrieron con cautela la diminuta ventanilla de
seguridad. Al comprobar la identidad del misterioso hombre, se
alegraron muchísimo por la sorpresa y lo saludaron eufóricos con
cariño verdadero.
— ¡¡¡M i señor, es usted!!! ¡¡¡No mame, qué milagro!!! ¡Qué bueno
que apareció por acá, ya don Tomás está de madres!
Respondió uno de los guaruras a través de la cámara de seguridad,
cargado de sonrisas sinceras.
Con celeridad, abrió la pesada puerta metálica. La alegría le generó
cierta sobredosis de excitación sana, y quiso abrazar al conocido
para demostrarle su felicidad al descubrir el milagro. El visitante lo
rechazó con amabilidad, mostrando una mueca de dolor en el
hombro izquierdo. Despacio, le mostró los vendajes con algunas
manchas de sangre. Los dos cuidadores entendieron la situación y,
ofreciéndole disculpas, quisieron ayudarlo. Sin embargo, el
adolorido compañero de armas les dijo con cariño que no hacía
falta, que podía caminar, pero, de todos modos, les agradeció el
genuino gesto amigable. En cuestión de segundos, y ayudados por
sus aparatos de radio, los custodios le informaron al capo sobre la
presencia de su lugarteniente en La Casona. Y, regocijados, le
ulularon al transmisor: «¡¡¡El Zurdo está vivito y coleando!!!...
Acaba de llegar, mi señor»
Los nueve asesinos que acompañaban a don Tomás en el caney del
patio de la majestuosa mansión escucharon con claridad el mensaje
desde la puerta de seguridad. Fernando M iralles acababa de llegar.
Tal como predijo el capo, su muchacho no había muerto. El rostro
del jefe del clan se iluminó de felicidad. Llevaba casi dos días sin
saber nada de su mejor hombre, de su carnal en el negocio. Don
Tomás no poseía la información certera del caso, estaba molesto,
frustrado a causa del estrepitoso fracaso de la sangrienta misión,
pero la alegría de saber que resucitó el Zurdo opacó lo negativo que
pudo haberle quitado el sueño en las últimas horas. El resto de los
sicarios, que compartían unas chalupas de pollo con salsa de
barbacoa, se ahogaron de pronto por la sorpresiva noticia. Todos a
la vez se levantaron de la mesa y, de manera espontánea, se unieron
a la caminata para festejar el encuentro con el segundo hombre
fuerte de la hermandad. La mayoría de los narcotraficantes exhibía
una disimulada felicidad por el regreso del hijo perdido, aunque, con
sinceridad, en el fondo de sus corazones les carcomía la envidia y la
rabia por la salvación del Zurdo. En el lado oscuro de sus almas
preferían que hubiese muerto junto a los otros tres sayones. Los
malhechores aspiraban a crecer en la organización, y el falso
muerto, ahora de regreso a la vida, les aniquilaba las esperanzas de
promoción.
Don Tomás se abalanzó sobre su pupilo. El Zurdo lo abrazó con
cariño del bueno. El dolor en la herida del hombro izquierdo lo
sacudió, pero, aun así, debía disimular sus verdaderas intenciones.
El resucitado tenía un plan poco ortodoxo, tal como siempre fue su
vida. La estrategia, a fin de cuentas, representaba la única
escapatoria posible, la diferencia entre la vida y la muerte. Su
actuación con los cuates del mal ameritaba un dramatismo
histriónico. El resto de los cabecillas del grupo le dispensaron un
político recibimiento al malherido. De la mano del ilustre huésped,
todos se mudaron al salón principal de La Casona. El capo ordenó a
la servidumbre preparar un suculento manjar en honor al entrañable
amigo. Don Tomás abrió una botella de tequila que escondía en su
reserva privada; había seleccionado su marca favorita: Revolución
añejo en barrica especial, con cobertura de plata. Y, según resaltaba
la etiqueta, aquel líquido de color ámbar, almacenado con esmero y
paciencia debía de tener no menos de quince años de vejez. Los
bandidos lo acompañaron en el brindis familiar. Lo primero que
hizo don Tomás fue desparramar en el piso un buen chorro del
costoso elixir de agave como recordatorio o reverencia a los
muertos, tal y como rezaba la tradición sinaloense. Y de inmediato,
procedió a llenar los once vasos tequileros hechos de oro macizo.
Las piezas faraónicas de su vajilla especial que, de manera
exclusiva, las utilizaba en fechas y acontecimientos importantes. El
regreso de su hijo putativo bien valía tirar la casa por la ventana.
Los nueve cofrades se unieron a don Tomás y el Zurdo en la
improvisada comparsa de bienvenida. Se bebieron el tequila
derecho, como los charros, imitando a los meros machos que se
muestran en las películas o que se mencionan en los narcocorridos,
allá en los palenques: de un solo jalón y sin pestañear. El líquido,
de altísima graduación alcohólica, les rasgó la tráquea, y todos
gruñeron al ingerir el maravilloso y costosísimo brebaje de agave.
Sin mayores preámbulos, don Tomás y sus nueve guardianes
interrogaron al Zurdo. Al inicio las preguntas aburrían por obvias,
aunque fuesen necesarias. Era la primera vez en el D. F. que una
encomienda terminaba de forma tan desastrosa. Lo peor del caso no
era el resultado final, sino la impotencia ante el hermetismo policial
e informativo, porque, en el mundo de las drogas, el precio la
verdad se paga con sangre. Por fin, ahora las dudas podían ser
despejadas. El mero sobreviviente de la matanza, el actor principal
de la obra estaba de regreso, vivo, aunque recuperándose de las
heridas de guerra. Ya no era un fantasma o una duda peligrosa:
ahora se encontraba en el salón privado del capo y bajo su
protección, dispuesto a contar sus verdades en beneficio del clan
con claridad y realismo, las únicas llenas de poder de
convencimiento.
El Zurdo buscó la manera de ser parco, tenía la excusa perfecta si
necesitaba esconder detalles perturbadores. La realidad de sus
heridas lo escudaba; además, el disparo en el hombro izquierdo ya
revelaba la primera novedad en el caso: el Zurdo casi muere durante
el atentado. Dicho elemento mitigaba las exigencias o la dureza en el
interrogatorio y le ayudaba a ganar tiempo y, en cierto modo,
facilitaba indagar sobre criminal. La narración los próximos pasos
de de los hechos formaba la organización parte del plan
descabellado que, de manera exclusiva, el Zurdo podía entender y
ejecutar.
Por lógica, el herido empezó aburriendo a su público, detallando el
arribo a la mansión del juez. Recalcó al máximo los detalles
innecesarios de la entrada en casa de la víctima. En su confesión
enfatizó que el plan empezó tal como estaba previsto. Entraron al
recinto sin ser descubiertos. No hubo resistencia inicial hasta que él
entró en el despacho del juez. Allí su sorpresa fue mayúscula
cuando se topó con dos hombres acompañados de una mujer,
quienes lo esperaban en la oficina. Argumentó con vehemencia, que
fueron víctimas de una emboscada. El Zurdo le aclaró a don Tomás
que uno de los hombres fue el que disparó antes sorprendiendo al
sicario de los Tomateros. Él trató de defenderse, y se lanzó al piso
intentando esquivar los balazos de bienvenida. Cuando de
improviso, entró el Burro tiroteando para hacerles frente a los
inesperados pistoleros. En esas fracciones de segundo se inició la
balacera cruzada. El Zurdo juró en nombre de sus ancestros que vio
morir a la mujer. Ella fue la primera en desplomarse sobre el piso y
garantizó no saber quién era la extraña invitada. El Zurdo dio fe de
la destreza que la misteriosa dama exhibió en el manejo de armas,
pues, antes de morir, ella logró herir al Burro en plena aorta. Su
puntería evidenciaba probada experiencia en el arte de disparar.
Durante la corta refriega apareció el Rex, quien, confuso y
desesperado, entró en el despacho. Tuvo mala suerte, pues, en
aquel preciso instante, uno de los misteriosos hombres que les
habían tendido la encerrona, y que se encontraba ya en plena fuga,
le disparó por sorpresa a pocos centímetros de distancia y le
reventó la cabeza. El desgraciado enemigo logró huir hacia los
pasillos de la mansión. El Zurdo se adjudicó la muerte de la mujer
y, además, se apuntó el tanto de haber herido al menos a uno de los
extraños tiradores. Cuando cesó la metralla, él se percató del balazo
en el hombro; al verse malherido y saber que habían sido víctimas
de una misteriosa emboscada, decidió abortar la misión y abandonar
presuroso la escena del crimen. Sobraban muchos muertos y, era un
hecho que, ni el juez ni su familia se encontraban en la residencia. El
enfrentamiento había sido planificado.
El Zurdo machacó hasta el cansancio que la misión derivó en un
error forzado, evidenciando con ello la posibilidad de una traición.
Insinuó que alguien del clan o, alguien cercano, había soltado algún
pitazo al juez o a la misma Policía. Alguien se les adelantó. Don
Tomás escuchaba con atención guardando en su memoria cada
detalle, palabra, gesto de los ojos y ademanes del expositor. Hasta
allí las malas nuevas podían ser ciertas. Era la versión de su mano
derecha, el sucesor al trono quien hablaba con conocimiento de
causa, y sus heridas autentificaban la lógica. Difícil no creerle, las
situaciones aparentaban coincidir. De todas maneras, el triunfo no
estaba decretado. La sagacidad del capo le abría la ventana a ciertas
dudas razonables.
Cuando el Zurdo agotó la versión del ataque en el interior de la
quinta El Establo hizo una pausa breve, merecida, y se sirvió otro
vaso de tequila. Lo tragó sin remordimiento, necesitaba desahogarse
un poco, su actuación había sido perfecta, histriónica. Después se
acercó al plato lleno de botanas que había preparado la cocinera y
comenzó a degustar unas tostadas de camarones picosos, cuando el
Sarna lo interrumpió sin previo aviso porque quería saber detalles
de cómo fue la huida y de su peculiar recuperación. Quizás las
preguntas simbolizaban el capítulo faltante en el final de la creíble
aunque confusa historia. El Sarna respetaba al Zurdo como jefe,
aunque también lo envidiaba demasiado, porque aspiraba a ser un
sustituto natural si el herido caía en desgracia.
El Zurdo asintió con la cabeza a la vez que terminaba de
mordisquear y tragar con dificultad la comida que llenaba su boca.
Aseveró con vehemencia que corrió malherido hacia la parte
posterior de la casa. En la escapada miraba hacia atrás con
frecuencia tratando de evitar posibles disparos, pues temía las
represalias del hombre que se había escabullido del despacho en el
momento del tiroteo inicial. Logró salir, era el único sobreviviente
del grupo que entró a la escena del crimen. Exhausto, subió a la
Dodge Van que conducía Braulio Linares, y ambos huyeron a gran
velocidad. A pocos minutos de camino, sucedió lo impensable:
detrás venía un automóvil grande, cuyo modelo no pudo precisar
porque el dolor, sumado al exceso de adrenalina, le impedía
concentrarse y, para colmo de males, la oscuridad de la noche
dificultaba la visión. La verdadera prioridad de los dos sicarios en
fuga era salir con vida del infierno vivido. Bajaron por las lomas de
Santa Fe, Braulio conducía desesperado. El Zurdo recordó haber
escuchado al menos tres tiros de los cuales quizás uno logró
impactar en la camioneta. No estaba seguro del todo, la confusión
ahuyentaba los cálculos exactos. Se metieron por callejones
estrechos que Braulio conocía muy bien, pero cuando pensaron que
todo había acabado y que en apariencia habían logrado despistar a
sus perseguidores, volvieron a silbar más balas por su lado derecho,
a las que les hizo frente, aunque no pudo precisar de forma clara la
dirección de donde procedían. Los sentidos no reaccionaban a la
perfección, era de noche, la oscuridad abundaba. Fernando M iralles
se guiaba por los fogonazos que salían del arma del pistolero
enemigo, a quien nunca tuvo oportunidad de ver en la penumbra.
Aunque se lanzó del coche para repeler mejor la agresión, ya era
tarde: habían alcanzado a Braulio en el abdomen. Cuando los tiros
dejaron de sonar, comprobó la muerte de su amigo. Por la herida del
hombro no podía manejar. Sin dudarlo, caminó cuesta abajo por la
urbanización hasta encontrarse con un taxi y lo obligó a llevarlo a
casa de una amiga en una barriada pobre cerca de la zona. Era una
mujer que él conocía a quien había ayudado en el pasado. Ella le
servía de astróloga en momentos de dudas. La buena samaritana le
brindó los primeros auxilios, aunque en minutos perdió el
conocimiento por varias horas, casi un día. Había perdido mucha
sangre y, ante las dudas o por miedo, prefirió esconderse. Justificó
su silencio aludiendo que en la batalla perdió el celular y en la casa
de la misteriosa enfermera no había teléfono. En pocas palabras, el
Zurdo temía que las comunicaciones con La Casona estuviesen
intervenidas. Ya cuando se sintió mejor, decidió volver a la guarida
del capo sin ruido, sin levantar sospechas. Su intención era dar la
cara y buscar una solución al problema, desenmarañar la posible
traición. Concluyó su versión, reiterando su compromiso de matar
el juez cuando sus heridas sanaran.
Los presentes enmudecieron, nadie se atrevía a emitir opiniones.
Respetando la jerarquía, los acólitos aguardaban la respuesta del
cabecilla principal, eran las normas. Don Tomás miraba con
detenimiento los movimientos del Zurdo y se levantó del sillón de
cuero cuando finalizó la argumentación del herido. El capo
deambuló en círculos por la habitación mientras estructuraba sus
pensamientos. No conversaba con un novato, pero la historia, por
muy verosímil que fuese, presentaba visos de dudas o de lagunas
informativas, aunque viniese de la boca de su mejor hombre.
«¡Todo puede pasar en la vida!», solía repetir el viejo zorro
mafioso. La fábula de una traición con tantos involucrados
constituía la sorpresa decorativa del relato. Tres enfrentan a cuatro
y muere la mayor parte de su gente: quizás esa parte de la verdad
parecía raquítica o dudosa, pero, en definitiva, nada era descartable,
porque ya el capo había sospechado de una posible emboscada.
Sembrar la duda en la mente de sus compinches podía representar
un milagro para la fuga del Zurdo. De algo estaba seguro don
Tomás: la misión falló por un error saturado de misterio, pero
¿quién pudo haberles traicionado? M ientras la pregunta le rebotaba
en la cabeza, se dedicó a escrutar a los nueve sicarios que estaban
con él y que suponían ser de su entera confianza. El viejo no quería
sospechar de nadie a priori; sin embargo, ahora, ver al Zurdo de pie
frente a él, explicando historias un tanto diferentes a las que hasta
entonces conocía de boca del coronel Hilario M ancera, le alborotaba
las dudas. Don Tomás quiso indagar un poco más y retó la
creatividad de su pupilo tratando de arrinconarlo. El líder pretendía
descubrir quién estaba más cerca de la verdad: si el coronel, la
prensa o el único de los sobrevivientes de la masacre. El capo
caminó en dirección al Zurdo observándolo con detalle, tratando de
penetrar en el alma del hombre herido de bala que defendía una
verdad asombrosa, pero creíble y, en realidad, hasta ahora, la única
aceptable.
— ¡Dime algo, Zurdo! ¿Tienes idea de quiénes eran los dos
hombres de seguridad que los enfrentaron? – preguntó con mirada
incrédula el jefe de la hermandad del mal.
— ¡No, patrón! Jamás los había visto en mi vida. Con la rapidez
con que pasaron las cosas y con el plomazo en mi hombro, me
resultó imposible identificar a nadie – respondió seguro Fernando
M iralles mientras servía en su vaso de oro el tercer tequila. —
¡Tengo dudas! El coronel M ancera afirma que solo apareció el
cadáver de la mujer y, en efecto, nadie sabe quién es. También
concuerda que a su lado estaban los cuerpos del Burro y el Rex, por
eso mi duda: nos falta otro muerto según tu versión. Y el guarura
herido, ¿qué pasó con él? ¿Tienes idea de algo? Insistió don Tomás
con un dejo de ironía. Los otros sicarios empezaron a capacidad de
involucrarse en la conversación agudizando la réplica. Deseaban
interpretar y secundar las inquietudes del capo.
— M uy cierto lo que afirma M ancera. Si no me equivoco, lo
podemos leer en los diarios. Si esa es la fuente del gran coronel,
estamos jodidos. Yo dudaría del propio poli; tal vez esconde algo o,
quién sabe… Usted me entiende. Casi han pasado dos días, don
Tomás, y no hay un dictamen oficial de nadie, ¿no le suena
extraño? ¿Por qué? La prensa está limitada en cuanto a la
información. Se trata del atentado al juez más importante de
M éxico, lo entiendo, pero algo están manteniendo en secreto. No
quiero adelantarme, pero quizás están construyendo verdades o
alterando pruebas para justificar culpables convenientes. No lo sé,
yo solo puedo garantizar que maté a la desgraciada y, de inmediato,
le disparé a un hombre, y el pendejo cayó al lado contrario de la
muerta. De esa perra sí pude certificar su muerte, pero no puedo
garantizar que su compañero murió. Yo le di en el pecho, estoy
seguro, y luego no supe más, ya que abandoné la escena, salí
corriendo. Recuerde bien, mi señor, que en el sitio se desató una
lluvia de plomo y me hirieron; si me fajaba con ellos, no estaba hoy
aquí. El tercero de los vigilantes, estoy seguro de que logró salir con
vida del despacho. Por eso no aparece en las noticias y, sobre el
herido, podemos inferir mil cosas. La única certeza es que el güey
tiene un balazo, se lo juro. Como también estoy segurísimo de que
los tipos estaban avisados. Es estúpido pensar que las autoridades
informen con transparencia, nosotros sabemos bien cómo se maneja
el poder y la prensa. Yo solo puedo demostrar que me dieron un
plomazo, y casi me muero como un pendejo. M i conclusión es que
quizás, repito, quizás, pues aún no tengo las pruebas finales, nos
enfrentamos a una traición, pero créame que encontraré las
evidencias, y voy a reventar al maldito que nos vendió, sea quien
sea. Incluso si se trata del propio coronel M ancera.
Las palabras del Zurdo retumbaron en la amplia sala de reuniones
de don Tomás. La fuerza empleada en el verbo alcanzó a calmar al
capo, aunque, peligrosamente, alguno de los sicarios dudaba de la
explicación. Aun así, en la cabeza del jefe renacía la confianza a
favor del segundo en el mando, sus interpretaciones sobre el
silencio de la prensa y la Policía podían estar ligadas a un plan de
protección en favor del juez. No era despreciable el análisis, el
tiempo lo determinaría. El Zurdo continuó defendiéndose con furia.
Su idea de confundir a los socios podía ser perfecta. En las mafias,
el Ejército y las empresas tus subalternos siempre te son fieles
hasta que te traicionan.
Las dudas se tornaron pesadas. A raíz del regreso del Zurdo, los
nueve sicarios estaban en el ojo del huracán. La estratagema del
narcotraficante que buscaba redención echaba raíces. Los
subalternos sentían la sed de venganza del malherido y el torbellino
de la sospecha los saludaba a todos por igual y de forma peligrosa.
Las ganas de cobrar justicia con su propia mano ante una supuesta
traición eran evidentes, se podían tocar. Sin embargo, de los nueve,
solo tres conocían el plan en su totalidad. Don Tomás los oteó don
detenimiento: aquella mirada inquisidora del capo generaba dudas
entre los involucrados. Había transcurrido poco tiempo y parecía
prematuro establecer conclusiones. El Sarna fue el más inteligente,
y rompió la tensión del momento. Se acercó a la botella de tequila
que reposaba en el mueble de la biblioteca y se sirvió un abundante
chorro del licor puro antes de lanzar una verdad muy simplista. —
¡¡¡Tranquilos, carnales!!! ¡No se alboroten! En veinticuatro horas
sabremos la verdad, en ese tiempo ya tendremos el expediente del
caso en nuestras manos. ¿Cierto, don Tomás? El coronel M ancera
viene mañana por la tarde y nos ayudará a entender bien lo
sucedido. Solo con leer el reporte de balística y el resumen de los
peritos en ambas escenas, tendremos datos de los posibles
traidores que originaron la muerte de nuestros carnales – sentenció
el matón con una mueca de suspicacia en la boca, haciendo
ademanes con los brazos y encogiéndose de hombros.
La cordura se manifestaba en el grupo. Los miembros del clan
sintieron la necesidad de armarse de paciencia. Esa actitud
representaba la única vía para descubrir al Judas si es que existía,
tal y como lo certificaba con fogosidad una de las víctimas del
atentado o, en su defecto, para tratar de entender dónde estuvo el
error de cálculo capaz de producir semejante tragedia. El Zurdo se
concentró en su plan, debía insistir en la posibilidad de una conjura
en el D. F. Su creatividad celeste perseguía confundir y esconder las
evidencias del caso y, si lograba su meta, tal vez una purga entre los
sicarios ayudaría a salvar a la niña. Era un verdadero milagro que a
estas alturas la desaparición de la pequeña nadie la hubiera
reseñado. Eso indicaba una bendición de Dios. M ientras el grupo
seguía comiendo y bebiendo, don Tomás se apartó, salió de la sala
de juntas intentando analizar en privado la información.
A solas en el jardín, el capo agarró su celular y llamó al coronel
M ancera porque le urgía verificar si había novedades. Pero al final,
la llamada resultó infructuosa. El hermetismo con la información se
prolongaba más horas de lo deseado. El juez había anulado las
posibilidades para que se filtrasen datos que afectasen la
investigación. Hasta el coronel aliado le confesó al capo que era
muy probable que, el informe final podría demorarse otro día. La
odiada notica terminó de desencajar al líder mafioso, que se
encontraba con las manos atadas. Don Tomás no podía ni tan
siquiera indagar en persona en la escena del crimen, pues estaba
repleta de seguridad, tanto en la mansión del juez como en la
esquina donde atacaron a la Dodge Van. Las cosas no pintaban
bien, el caso se volvía en extremo complejo, y la única versión de
los hechos, contada por el superviviente del bando del mal todavía
dejaba pequeñas zonas oscuras en el pesado ambiente.
El Zurdo descubrió que sus nervios encendieron algunas alarmas en
el capo. El sicario necesitaba actuar rápido si quería salvar a la
pequeña sin nombre. Era cuestión de horas que la Policía o la
prensa ahondaran en detalles escabrosos que comprometerían las
verdades contadas a medias por él. No quedaba alternativa; ante los
hechos, el reloj se movía con mayor soltura. La cabeza del asesino
asemejaba una olla exprés saturada de ideas, guiones, alternativas y
mentiras verosímiles. Los venenos emocionales se conjugaban en
todos los tiempos, planos, espacios y ubicaciones. El margen de
error exigía ser minimizado. Ya las cartas estaban echadas y la
peligrosa apuesta parecía no serle favorable del todo. Fernando
M iralles fue obligado a cumplir un objetivo bien arriesgado:
convertirse en guardaespaldas de un ángel con cuerpo de niña en
solo setenta y dos horas. Parecía una misión imposible, a menos
que San M iguel Arcángel y su ejército del bien estuviesen de su
lado y, por casualidad, esa era la sensación que él transpiraba. El
exceso de confianza de Fernando M iralles provenía de un plano
empíreo, difícil de explicar; creía con fervor supremo en la victoria a
pesar de no conocer con exactitud la manera real de alcanzarla. Por
ahora, solo disponía de un espejismo sensorial, sus palabras no
eran propias y sus planes no existían, una mano bendita lo guiaba a
la vida… o la muerte. Él apostaba por la primera opción.
Fernando M iralles solicitó permiso de ausentarse durante la noche.
Necesitaba descansar para recuperar fuerzas y cargarse de
analgésicos que doblegaran su dolor corporal. El reposo lo ayudaría
a mejorar la concentración. La sencilla petición fue aceptada por
don Tomás. Sonaba lógico porque la herida de bala estaba fresca, y,
en realidad, la cicatrización necesitaba al menos una semana. Sin
ambages, el desconfiado líder de la banda le propuso al Zurdo
quedarse en La Casona; allí recibiría las atenciones necesarias las
veinticuatro horas. También recomendó llamar a un doctor de la
clínica La Arboleda, el famoso centro médico donde los sicarios
eran atendidos sin ser molestados por los Policías Federales. El
hospital se utilizaba en ciertas ocasiones cuando la donación
forzada de órganos se convertía en dividendos, lo que se pagaba
muy bien en el mercado negro. Las comisiones entre sicarios,
galenos y vendedores de cuerpos solían ser jugosas.
El Zurdo agradeció el gesto. Divagó un instante, actuó e insistió en
volver a su apartamento, que se encontraba en el mismo barrio, a
unas doce cuadras. El malherido alegó que deseaba revisar sus
cosas, garantizó tener asuntos pendientes y dijo que necesitaba
buscar ciertos datos en su agenda. Prefería dormir en su cama, en
privado, porque sentía la necesidad de aislarse un poco y descansar
largo rato. De igual forma, se comprometió a reunirse con el clan
cuando el coronel M ancera tuviese novedades sobre el expediente.
Don Tomás aceptó y le autorizó ir a su departamento; eso sí, debía
ir bien escoltado. El hombre de confianza aceptó sin poner
objeciones, necesitaba actuar sin despertar sospechas innecesarias.
Fernando M iralles salió de La Casona en una Chevrolet Suburban
blanca con blindaje reforzado, el amuleto perfecto, el artilugio que
ahuyentaba las balas enemigas. Le acompañaban tres de los nueve
guaruras de confianza del capo, quienes, por órdenes precisas,
vigilarían sus pasos hasta clarificar la situación y desenredar el
caso. Nada novedoso en las predicciones del Zurdo; ser espiado no
le restaría concentración. Precisaba llegar a su casa para llamar en
privado a su confesor, su nuevo aliado de sotana. El sicario debía
comentarle un resumen de la situación, y juntos debían poner en
práctica la fase dos de la huida: según el trastocado plan del sicario
arrepentido, la fuga en compañía de la pequeña sucedería en horas
del mediodía del domingo.
Al llegar al pequeño departamento, el Zurdo despidió a los
subalternos, ahora convertidos en perros de presa y posibles
verdugos de su cuerpo. Los hombres del capo disimularon la
retirada. El testigo entendía con claridad la misión que aceptaron los
sicarios: debían permanecer ocultos vigilando sus pasos. Fernando
M iralles entró en la modesta vivienda y, con prisa, se encaminó
hacia un mueble esquinero donde reposaba un florero chino, una
cerámica de imitación que disimulaba el mal gusto de la decoración
de su refugio. M ovió el trasto de madera hacia el costado derecho.
Ejerció presión sobre los viejos listones del antiguo piso de leño,
una de las tablas crujió y cedió bajo el peso del estante apoyado en
la pared. Al correr el pedazo de madera, dejó ver un compartimento
secreto, un pequeño agujero en el piso donde apareció un teléfono
celular privado. Lo tomó en sus manos, solo él conocía la existencia
del aparato, era su único medio de comunicación: imposible
rastrearlo ni grabar las conversaciones. Lo escondió en su chamarra
de cuero y recorrió todos los ángulos del hogar. Se cercioró de que
las cortinas estuviesen bien cerradas para que no dejaran un solo
espacio por donde poder mirar. Se aproximó a la pequeña biblioteca
y encendió el aparato de sonido, colocó el primer CD que alcanzó.
La recia voz de Jorge Negrete se dejó escapar a través de los
parlantes. Sonaba la canción de Juan Charrasqueado, ranchera que
cuadraba al máximo con la locura y con la valentía del Zurdo, que
aumentó el volumen del amplificador para evitar que cualquier
micrófono indeseado pudiese grabar la conversación que iba a
mantener. La privacidad se logró al máximo, ya nadie podría oírlos.
M arcó el número telefónico de la iglesia. Al otro lado del auricular,
sonó la voz campechana del cura. El Zurdo le advirtió sobre la
situación, le dijo que hasta ahora todo aparentaba tranquilidad, no
había mayor peligro mientras el expediente no llegase a las manos
del capo. Quizás podría demorar entre veinticuatro y cuarenta y
ocho horas, tiempo suficiente para escapar los tres. El sicario le
rogó a su ayudante que preparara a la niña, él pasaría a buscarla al
día siguiente antes de las once de la mañana. Tomaría unos cuantos
dólares que guardaba en su apartamento, así como dos pistolas, y
los tres escaparían lejos del lugar. El padre aceptó y se
comprometió a cumplir sus deseos. La próxima llamada quedó
pautada a las ocho de la mañana. Al amanecer, el sicario redimido
pasaría por ellos y se escaparían antes del mediodía. Le recomendó
al hombre de fe pedir un reemplazo, que inventara una excusa
creíble; tal vez un viaje familiar repentino. El plan empezaba con
buen pie, la idea era escapar sin derramar sangre innecesaria. Era un
sueño demasiado idealista, quizás iluso, cuando retas al señorío del
narco. El Zurdo sentía en el alma que la victoria representaría un
premio merecido. Colgó la llamada y se fue a duchar, deseaba
asearse un poco antes de irse a descansar, necesitaba fuerzas para el
próximo viaje.
Capítulo 12
Los fantasmas empiezan a espantar
México D. F. 18 horas después.
El Zurdo despertó un tanto nervioso, sobresaltado, y con rapidez
felina agarró su Smith & Wesson punto cuarenta bañada en oro y
con mango de marfil y la apuntó en dirección a la puerta principal
de su apartamento. La madera gritaba con furia reaccionando a los
fuertes golpes que recibía al otro lado. El efecto de los
medicamentos había sedado al sicario justiciero por más horas de lo
planificado. Confundido, Fernando M iralles, ojeó su Rolex
Submarine con esfera negra. Con una frustrante sorpresa, descubrió
que casi era mediodía, se perturbó ante el paso inclemente de las
horas. De la frustración, con la mano derecha se golpeó la frente
repetidas veces. Era su manera de castigarse al interpretar las
consecuencias funestas debido al fuerte retraso involuntario. El
Zurdo, en su interior, se cuestionó mil veces y, poseído de rabia,
maldijo otras tantas su descuido mortal. De nuevo la pequeña y el
párroco debían esperar el cambio de estrategia. La fase inicial del
escape acababa de fallecer. El sueño pesado ahuyentó la
oportunidad de recoger a sus protegidos y escapar. Con toda
seguridad, el exceso de reposo le impidió escuchar los chillidos del
teléfono móvil. Desesperado, revisó su celular personal. En efecto,
aparecían nueve llamadas que correspondían con el número de la
iglesia.
Los golpes de nudillos contra la puerta continuaban aumentando en
número e intensidad sonora. Sin necesidad de mucho análisis, el
Zurdo intuyó que uno de los guardias del capo lo buscaba. Con
precaución, se acercó al ojo de la puerta sosteniendo su pistola y
apuntando el cañón al centro del portal. El sicario malherido divisó
con facilidad al Rodillas, uno de los guardaespaldas de don Tomás.
Le abrió con demora el portón, con la excusa de no entender la
desesperación del visitante.
— ¿Qué le pasó, mi señor? ¡Perdone usted que lo moleste! Pero
llevamos un rato llamándolo, don Tomás lo necesita urgente.
Comentó el visitante a la vez que Fernando M iralles se daba media
vuelta y abotonaba su camisa arrugada. Se había desplomado en el
primer sofá que encontró: estaba tan cansado que, después de
hablar con don Lolo, ni siquiera había podido llegar a su cama. El
adormecido sicario le manifestó señas al guarura invitándolo a
entrar en el apartamento y, abusando de su actuación, le ofreció un
jugo de naranja al indeseado e inesperado huésped.
— ¡¡Tranquilo, Rodillas!! ¿Qué sucede? ¿Por qué tanto alboroto,
güey? – preguntó el Zurdo con expresión de asombro, recién
levantado y bostezando a medias.
— ¡Perdone, señor Fernando! Le marcamos varias veces a su
teléfono y no contestó. Entonces por eso me atreví a tocarle la
puerta ¡Es que el jefe lo necesita urgente en La Casona, nos exigió
llevarlo de inmediato!
El mensajero temblaba de miedo y pena. Si bien ejecutaba una
orden del capo mayor, el Zurdo era de los meros buenos, de los
más queridos y temidos en la organización. Se había ganado el
respeto de la mayoría por mostrar su lado humano, solidario y
responsable en apoyo a cada miembro de la hermandad con respeto
y justicia. Despertarlo de forma tan brusca alteraba los nervios a
cualquiera.
El somnoliento convocado le dispensó al mensajero una sonrisa
falsa, aunque necesaria. El Zurdo precisaba disimular su frustración
ante el error cometido por dormir más de lo necesario. Se acercó al
Rodillas hasta abrazarlo con suavidad, le dio los buenos días y un
par de palmadas en la espalda en señal de confraternidad.
Prosiguiendo con el teatro forzado, le solicitó que se sentara en el
diván de la sala, el mismo que había servido de catre al
convaleciente líder del cartel. No mostraba prisa, disimular su
ansiedad era muy necesario porque demostrar actitud sospechosa le
daba la bienvenida a la muerte. Ya el plan había germinado torcido y
necesitaba despedir la modorra, pensar con claridad, con cabeza
fría, le urgía enmendar el craso error. A esas horas se imaginaba
buscando al párroco y a la niña. Sin embargo, el destino, un poco
travieso, retrasó la huida. Ellos también se habían cansado de
llamarlo. De todas maneras, ya era demasiado tarde: inútil pensar
en las horas sepultadas. En el futuro inmediato debía actuar con
parsimonia, como si todo el universo respirase en calma y con paz
verdadera.
— ¡¡¡Cálmate, Rodillas!!! ¡Deja los nervios, relájate, güey nadie se
ha muerto! ¡Cuéntame! ¿Qué quiere el patrón? ¿Qué se le antoja al
viejo Tomás? ¿Cuál es el desespero, carnal? ¿No ves que estoy
herido? – desentendido de desubicado.
se burló el orador haciéndose la situación, y exponiendo cara el
tonto, el de aburrido
— ¡Ah, mi señor! ¡Pues fíjese que no me dijo, perdóneme! Yo sé
que usted se está recuperando; le ruego que no se moleste conmigo,
no es mi culpa, yo solo obedezco órdenes, y me pidieron que lo
lleve urgente. ¡Creo que usted tiene que hablarle al capo, cálmelo un
poco! ¡Hágame ese favorcito, mi patrón! – rogó el guarura; más
nervioso, «que filete de pobre».
Fernando M iralles bebió con calma su jugo de naranja, no había
tiempo para el café. Soltó el vaso, calzó su arma en la pistolera y la
colocó en su cintura bien ajustada a la correa por el lado derecho. A
pesar de la presión con el frío metal, se dio cuenta de que la herida
amaneció con ligeros síntomas de mejoría. En realidad, el descanso
ayudó en el proceso de recuperación de los músculos porque ya
disfrutaba de mayor libertad motriz en el hombro tiroteado.
Apenas un tímido dolor le recordaba el disparo. El Zurdo se vistió
con un saco de Cashmere negro que había comprado en unos
lujosos almacenes de La Gran M anzana, en uno de sus viajes de
negocios, donde llegó a pagar unos tres mil dólares por aquella
sofisticada prenda de marca. El blazer era de un absoluto boato,
aunque él podía lucirlo muy bien, pues derrochaba porte, elegancia
y clase. El sicario mayor ajustó el primero de los dos botones y
dejó el último desabrochado, tal y como dicta la norma del buen
vestir, y ya estaba listo para seguir a su escudero escaleras abajo.
Dos pisos los separaban de la calle. De modo curioso, descubrió
que cuanto más caminaba, menos dolor padecía. Daba la sensación
de que la herida cicatrizaba a paso redoblado.
Al salir del edificio los dos entraron en la misma camioneta que los
trajo la tarde noche anterior. Esta vez solo los acompañaba el
chófer, que aceleró nervioso por la demora y emprendió el recorrido
camino al escondite del capo. Llegaron en siete minutos. Bajaron
del voluminoso vehículo, y los tres se enfilaron raudos hacia la sala
principal. Alrededor de la mesa se encontraban en plena junta don
Tomás, el coronel M ancera y nueve de los lugartenientes del jefe.
Los presentes se levantaron a darle la mano al Zurdo, quien se
excusó por la demora, alegando no saber nada de la inesperada
reunión, y aprovechó para acusar a las pastillas del tratamiento por
haberlo drogado demasiado, excusa idónea ante la imposibilidad de
responder el teléfono. Don Tomás lo disculpó sin mayor
comentario; con celeridad, le expresó que no tenía importancia y le
recalcó la necesidad de su presencia debido a la aparición de nuevas
pistas y elementos que discutir sobre la masacre. Se había
adelantado la junta porque el oficial de la Policía Federal venía con
datos previos del informe sumarial. Al parecer, ya engranaban
algunas piezas, y poco a poco el rompecabezas cobraba forma real.
El Zurdo sonrió con alegría fingida y aplaudió la labor del sabueso,
tratando de mitigar sus frustraciones personales, y lo felicitó con
sobrada efusividad. Fernando M iralles intentaba disipar sospechas
innecesarias. Con agilidad, se acomodó al lado izquierdo del soplón,
lo que le facilitó divisar mejor los documentos del archivo sumarial.
La intentona fue innecesaria, pues, por orden del capo, la
información solo se compartiría en forma verbal. En principio, ese
era el acuerdo con el hombre de la ley, porque solo era un adelanto;
el reporte no se había culminado, y los invitados conocerían
aspectos superficiales interesantes que ayudarían a entender las
verdades del fracaso de la misión.
El Zurdo se estiró en la esquina de la mesa tratando de agarrar la
cafetera recién calentada. Se sirvió una taza bien llena, le hacía falta
una sobredosis de cafeína antes de asimilar el impacto de las
noticias. En efecto, el coronel corroboró parte de la historia del
sobreviviente, lo cual respaldaba la loca idea del sicario de sembrar
la factibilidad del escenario basado en la traición interna. M ancera
convalidó la balacera en el interior del lugar, también aseveró que la
dama murió de un impacto fulminante, producto de una bala similar
a las usadas por el Burro o el mismo Zurdo. Era definitivo, el
proyectil le atravesó la espalda, y la parafina que se descubrió en
las manos de la mujer también ratificaba o daba fe de la detonación
de una pistola o revólver, tal vez de grueso calibre, un cuarenta y
cinco o, en su defecto, de nueve milímetros, acorde al volumen de
pólvora quemada encontrada en su piel. Los detalles exactos se
definirían luego de emitirse el reporte de planimetría y conjugarlo
con el de balística y el forense. Cabía la posibilidad, de que la occisa
accionó su armamento un par de veces, y fue una de las balas la que
hirió al Zurdo en el hombro, pero, aunque parezca increíble, el
ángulo de la perforación en la aorta del Burro no coincidía con
ningún cálculo o plano de trazas percutadas, de allí la presunción de
los dos disparos hechos por la dama. Todavía no habían encontrado
un segundo casquillo que coincidiera con el anterior. O, al menos,
no quedaba claro en el informe previo; es decir, faltaba una bala o
sobraba una perforación, situación bien curiosa e inexplicable. En
definitiva, no se conocía la dirección de donde surgió el plomazo
que acabó con la vida del Burro. Quizás se produjo en la desviación
de la segunda bala, si es que la hubo, al caer la mujer en el piso; ese
detalle continuaba en revisión por los peritos.
Los informes del laboratorio policial aburrían a don Tomás, que no
prestó mucho interés al tecnicismo científico. El capo interrumpió
la meticulosa exposición y le exigió al militar ahorrarse detalles
superfluos y que fueran al grano. M ancera aceptó sin reproches,
aunque reforzó su argumentación en un par de puntos claves, como
la imposibilidad de demostrar la presencia de otros personajes en el
despacho, peculiaridad que tenía que ser esclarecida por la tarde. La
verdadera noticia de peso era que ya conocían el nombre y la
identidad de la occisa, así como su lugar de nacimiento y su reciente
dirección de vivienda fija en el D. F.
— ¡¡¡Ah, pues, qué buena noticia!!! ¡M ancera, vamos, suélteme la
sopa ahora mismo, dígame cómo se llamaba la perra esa!
– gritó eufórico don Tomás frotándose las manos.
El resto del grupo se alborotó siguiendo los pasos del líder, la
adulación se divisaba a leguas. El sobreviviente permanecía inmóvil
aguardando nervioso la tan ansiada información, peligrosísima para
él y su protegida. M ancera revolvió los papeles, sacó una de las
hojas mecanografiadas y resguardadas en una carpeta azul. Se
ajustó las gafas y, con voz seria, bien clara y audible, pronunció el
nombre, apellido y edad de la mujer. El capo, junto a sus
aduladores, frunció el ceño demostrando una franca expresión de
total desconcierto: ninguno tenía idea de quién carajos era la
misteriosa tiradora.
Por su parte, el Zurdo se quemó los labios y la lengua con el café
hirviendo, pero disimuló y no emitió queja ni sonido alguno,
mientras se mordía los labios para evitar delatarse. La saliva se
atoró en la garganta del sicario mayor, sus ojos se hincharon de
sorpresa. En efecto, se obró un milagro: al escuchar el nombre de la
víctima, su alma tembló. Con parsimonia, escondió su excitación y
dominó sus impulsos: sudaba entre los labios y la frente, y con
actitud apática apoyó la taza con café sobre la mesa. Un terror
satánico le recorría el cerebro, no quería ni pensarlo. Su mente le
flagelaba proyectando escenas futuras donde ejecutaban al cura y a
la niña; el Zurdo imaginaba lo peor: una venganza típica del narco.
Entonces no se le ocurrió otra idea que distraer a la audiencia;
decidió actuar para robar el protagonismo de todos en la sala.
M ostró cara de póker, mirada de tahúr, curiosidad de juez y ojos de
verdugo.
— ¿Y quién carajos era esa mujer? ¿De dónde ha salido? ¿Tiene
algún historial delictivo? ¿Qué más sabemos de ella? ¿A qué
organización pertenece? ¡¡¡Porque a mí no me suena una mierda ese
nombre!!! ¿Ustedes qué opinan?
Preguntó el Zurdo con seriedad suprema, lleno de frialdad pasmosa
y procurando enredar el juego. No entendía si se trataba de una
emboscada o, por una bendición, nadie sospechaba un ápice. Su
parsimonia y el manejo del lenguaje corporal no dejaban huellas.
Los hombres de la sala no sospechaban de sus movimientos porque
él se había graduado de actor dramático aunque, de manera
inevitable, el miedo continuaba acompañándolo. Cuanto antes,
necesitaba salir del lugar para ir a buscar a la niña fantasma junto
con su guardián celestial y huir muy lejos del alcance de las balas de
don Tomás. La astucia en el dominio y en el manejo de la
información eran las herramientas claves en el éxito del plan.
— ¡Buenas preguntas, Fernando! dijo M ancera. Por extraño que
parezca, la mujer no presenta antecedentes delictivos. Hasta ahora
solo conocemos que es profesora de piano y que se encontraba
arreglando el instrumento musical en la sala del juez el día del
atentado. Parece una casualidad aislada y mortal. En los datos que
averiguamos no existen récords criminales, pero, gracias a las
pesquisas, ya tenemos la dirección de su residencia y la de sus
padres, donde vivía antiguamente. Ya una comisión de la Policía
antidrogas y extorsión salió en operativo adelantando
interrogatorios a testigos potenciales de ambas zonas.
Concluyó el coronel con total ingenuidad. El Zurdo se levantó de la
mesa, les dio la espalda y respiró fuerte ante las miradas atónitas
del jefe y de los nueve acólitos. De forma brusca, se giró y golpeó
la mesa con la mano sana a la par que retaba al coronel corrupto y
portador de datos peligrosos para él y sus intenciones de fuga.
— ¿Qué coño dices, M ancera? ¿Cómo que no tiene antecedentes?
¿Eres cretino o qué? Una mujer que dispara una pistola cuarenta y
cinco con sobrada pericia, me revienta el hombro, le parte el
corazón al Burro y todavía tiene los «güevos» de seguir disparando
desde el piso, malherida, y tú me dices que era una
simple y estúpida profesora de piano. ¡¡Vamos, M ancera, no
mames, cabrón!! ¿Para qué coños te pagamos? Esa perra estaba
bien armada, sabía usar la pistola con incalculable precisión.
Además, la acompañaban dos putos guaruras, dos malditos
asesinos fantasmas con quienes nos caímos a plomo limpio. ¡¡Ah!!
Pero eso no cuenta, y tú me dices que no sabes nada de ella fuera de
su puto nombre… ¡¡Por favor, don Tomás, estamos perdiendo el
tiempo y el dinero!! M ejor salgo con mis hombres en un rato e
investigo por mi cuenta, y le juro que en veinticuatro horas
descubro la vida y muerte de todos los involucrados. ¡¡Vete a la
mierda, M ancera!!
Espetó el Zurdo ofreciendo una soberana cátedra de buenas tablas.
Todos se sorprendieron y creyeron su argumento. El mismísimo
don Tomás se rascaba la barbilla mientras divisaba con sorpresa la
magistral discusión de ambos contendientes. En el fondo, se
inclinaba a preferir la verdad de su compañero de negocios; por
ahora las falsas verdades encajaban a la perfección. El Zurdo y su
palabrería sonaban creíbles. El policía no tardó en reaccionar, se
defendió esgrimiendo cierto nivel de respeto porque debatía en la
casa del lobo y se encontraba rodeado de muchos asesinos
despiadados que lo podían hacer desaparecer en la parrillera del
patio sin que nadie supiese de él durante los venideros cien años.
— ¿Qué quieres que haga, Zurdo? Este caso se escapa de mis
manos, fue remitido a instancias superiores. Aunque no me creas,
lo llevan bajo supervisión estricta de la presidencia de la República.
La censura es total. Arriesgué demasiado al obtener estos datos sin
autorización firmada. La culpa no es mía. ¡¡Ustedes fallaron en la
misión, tú bien sabías que matar al juez no era trabajo de niños!!
¡¡¡Ustedes sabían muy bien las consecuencias del éxito o del
fracaso!!!
La tímida defensa del policía le regaló argumentos contundentes al
Zurdo, imperdibles en el momento de atizar las peligrosas dudas en
la mente del capo. El sicario no entendía cómo era posible que
manejase un discurso tan atípico en él. Sin lugar a dudas, de la mano
de Dios, las adversidades se modificaban a su favor. Sin dudarlo un
segundo, Fernando M iralles corrió la mano derecha entre el saco de
cachemira y la camisa de algodón con un ágil movimiento, que,
debido a la inclinación de su cuerpo, le generaba un espacio abierto
fácil de maniobrar. Eufórico, el sicario desenfundó rabioso su
pistola de oro con cachas de marfil. Con insólita rapidez la sacó de
su cartuchera para recostarla en la sien del cobarde informante, y,
delante de la audiencia, le gritó con rabia suprema intimidando a
propios y extraños.
— ¡¡¡Pedazo de cretino!!! ¡En esa puta misión murieron tres de mis
mejores hombres! Sabíamos que no era fácil, por eso me encargué
en persona de los detalles, pero, por desgracia, algo salió mal. ¡¡Sí,
cabrón de mierda, fallamos porque alguien nos estaba esperando;
seguro que nos delató algún desgraciado, güey!! No sé cómo ni por
qué, pero estoy convencido de que alguien compartió los datos.
Ahora sospecho de todos, incluso de ti, pendejo, y te puedo volar
los sesos en esta oficina. ¡¡¡Eres un pinche cobarde que no sirve
para una mierda!!! ¡Yo mismo voy a descubrir la verdad! Los voy a
reventar a todos, te lo puedo jurar por mi sangre.
Las grotescas amenazas del bravucón fueron interrumpidas por la
recia voz de don Tomás, que le daba la razón a su hombre de
confianza, aun cuando precisaba tener en sus manos el guion
completo de la película con el propósito de establecer una
conclusión. El capo necesitaba paz en la reunión para poder
concentrarse en las acciones futuras.
— ¡¡Cálmate, Zurdo!! ¡Deja los nervios, carajo, y baja el arma,
muchacho! – negociador puro.
¡Sabemos que ordenó don Tomás con voz autoritaria de
estás muy molesto! ¡Tienes razones para estarlo! Sabemos que te
hirieron, y que de milagro estas acá, pero difiero en una cosa:
matando al poli no vas a lograr nada. En cierta medida, M ancera
también lleva algo de razón, el caso va lento y la información es
limitada por tratarse del juez con mayor arraigo en la Corte
Suprema. No te impacientes, que la verdad siempre sale, güey,
relájate. Yo me comprometo, así tenga que sobornar al mismísimo
general en jefe del Ejército, te garantizo que tendremos la verdad en
nuestras manos y, cuando aclaremos el caso, podrás vengar la
muerte de tus muchachos. Ahora cálmate, recuerda que ya tenemos
el nombre de la misteriosa mujer. Vamos a mandar a investigarla y
averiguaremos sobre ella, su círculo familiar, sus amistades, amores
y pasado, eso nos ayudará. En pocas horas también podremos
visitar la escena donde apareció la Dodge Van con el cuerpo del
Braulio. M e informan de que los Federales han despejado por
completo la zona, te ruego que trabajaremos con calma – el discurso
conciliador de don Tomás apaciguó las falsas fieras emocionales del
Zurdo. El asesino entendió el cambio que necesitaba su
histrionismo, las buenas tablas debían reducir el ímpetu. En la
nueva escena debía ser camaleónico y transmitir la imagen de
subalterno respetuoso con las órdenes de arriba, de colaborador
serio en el largo proceso investigativo.
Con movimientos lentos, Fernando M iralles alejó el cañón de su
S&W punto cuarenta de la sien del coronel y trató de volverlo a
colocar en su pistolera. Apoyó su cuerpo en la mesa. El esfuerzo
muscular resultante de la soberbia actuación le removió algunos
puntos de sutura y revivió el intenso dolor. Las punzadas lo
distrajeron de la realidad ayudándolo a cometer el peor error de su
vida. Sin percatarse, soltó de manera ingenua su pistola al costado
de la mesa. Unos segundos después, se sentó en la silla de cuero
ubicada a su lado izquierdo e inhaló con devoción, necesitaba bajar
la presión sanguínea. La calma momentánea colaboraba a mitigar los
pinchazos en la zona afectada. El Zurdo sentía un fuerte dolor en el
hombro que le recordaba la bala disparada por una mujer hermosa
que llevaba un tatuaje de dragón en el cuello. El sicario mayor
modificó el guion; ahora necesitaba un discurso con tono
conciliador. Le urgía mantenerse en la pelea sin generar sospechas
innecesarias.
— Está bien, don Tomás, usted manda, disculpe mi actitud. Ya
mismo salgo con mis muchachos de confianza a investigar la
absoluta e incongruente locura de la misteriosa perra que tocaba el
piano y a la vez disparaba como un sicario profesional. No se
preocupe, yo me encargo de todo, ya verá cómo le traeré mejores
resultados que este títere disfrazado de policía.
Fernando M iralles abusó de su confianza en el destino, se levantó
victorioso de la cómoda silla dando a entender que muy pronto
saldría en misión investigadora. De lograrlo, garantizaba dos cosas:
primero, unas horas extra para preparar el escape con sus
protegidos, y, segundo, cabía la posibilidad de modificar ciertos
datos de la mujer, porque, si él investigaba en privado, buscaría la
manera de distraer las verdades o confundirlas, destruiría pruebas,
cambiaría conceptos hasta cansar al capo logrando sepultar la
presencia de la testigo infantil que se encontraba en el lugar y la
hora equivocados. De la inflada emoción, Fernando M iralles casi
llegó a la puerta de la oficina sin recordar que su pistolón
descansaba en la mesa de juntas. Su alegría momentánea se disipó
en un soplido. La contraorden de don Tomás le apagó la sonrisa del
alma, y de cuajo le alteró sus cálculos y estrategias.
— ¡No, Zurdo, tú estás herido! Además, no deseo que te vean
mucho en la calle. No sabemos quién está detrás de esto. Es mejor
que piensen que sigues desaparecido, encarcelado o que asuman tu
muerte. Así que vete tranquilo a casa y descansa. Si hay noticias, te
hago llamar. A los demás, les exijo que no hablen por los celulares
más de la cuenta, no regalen pistas innecesarias, traten de llamar
utilizando las cabinas de los teléfonos públicos de la calle.
Debemos ser discretos. A partir de este momento, tenemos carta
abierta del coronel M ancera, ya podemos armar nuestra propia
investigación. En media hora saldrán dos equipos: el Perro y el
Zopilote irán a visitar el apartamento de la muerta. ¡M uchachos,
les encargo descubrir todos los detalles de la mujer! Y al rato sale el
Chuquis acompañado del Pablito. A ustedes les ordeno interrogar a
los testigos donde murió Braulio Linares, en Las Lomas, donde
apreció la Dodge Van. Quiero que averigüen muy bien qué
demonios fue lo que pasó en ese carro, seguro que algún vecino
tuvo que ver algo. Páguenle lo que sea, no se frenen, exijo toda la
verdad lo antes posible – las órdenes del capo no le agradaron al
Zurdo.
Los cuatro matones de peor calaña recibieron la responsabilidad de
deshojar la margarita. En especial, los encargados de ir a la vivienda
de la pianista implicaban malas noticias para el malherido, porque
ellos eran los acólitos del Sarna, el acérrimo envidioso del Zurdo.
Esos hombres buscarían cualquier detalle intentando incriminar al
sicario redimido. Fernando M iralles consultó su reloj y se dio
cuenta de que enfrentaba serios problemas. No podía usar el
teléfono para advertir al párroco sobre los cambios repentinos,
porque, como resultaba lógico, los hombres del capo lo estarían
observando con cautela. El Zurdo se sintió preso en su propio clan
del mal; la investigación escapaba de sus manos, lo que le impedía
que pudiera alterar las evidencias. La fuga volvía a ser cremada, no
existían muchas opciones en el horizonte. Dos grupos de trabajo en
direcciones opuestas y con la misma obligación: descubrir la
tormentosa verdad. El Zurdo interrumpió al jefe buscando a toda
costa participar en la pesquisa.
— Perdone que me meta, don Tomás, pero yo amanecí muy bien.
Ya la herida va sanando, y opino que mi conocimiento de los
hechos nos ayudaría a poder buscar la información con facilidad y
claridad. Prefiero dirigir la operación.
A pesar de la lógica de sus palabras, el destino había trazado otras
coordenadas muy diferentes. Las horas de sangre apenas iniciaban.
— ¡¡No, Zurdo!! ¡Tú te quedas en casa! Deja a los muchachos
hacer su trabajo, yo te pondré unos buenos guaruras para que te
cuiden – reiteró el capo con voz de mando.
— ¡Jefe, disculpe que le lleve la contraria! Yo creo que…
La insistencia en el discurso del Zurdo alcanzó a molestar al jefe,
que se vio obligado a golpear la mesa con la palma de las manos en
clara señal de autoridad suprema. Lo que más detestaba el capo era
que le llevasen la contraria cuando tomaba una decisión. Don
Tomás observó a su hombre de confianza y le gritó con temple
dictatorial.
— ¡¡¡Basta, carajo!!! ¡Ya te dije que no, Zurdo! Putas, a la mierda,
no me encabrones más. Te me vas a tu casa y te acuestas a dormir.
Cuando te pongas bien, nos vemos acá; solo si haces falta. No
quiero repetirlo otra vez, esta misma tarde quizás tendremos el
reporte final de la Policía gracias a las buenas gestiones del coronel.
Luego lo comparamos con lo que averigüen los muchachos en
ambos sitios, ¡¡¡así que me obedeces, carajo!!! – gritó con furia
descomunal el capo mayor obligando a su sicario favorito a
retroceder en sus intenciones de cambiar las decisiones de arriba.
Impartidas las órdenes, cada uno de los presentes asumió sus
funciones. Los cuatro matones se agruparon en una reunión
improvisada al final de la extensa mesa de reuniones. Ellos le
solicitaron a M ancera repetir las direcciones exactas y los datos de
interés en ambos lugares, que, por casualidad del destino, eran
bastante equidistantes. El Zurdo memorizó el que le faltaba en sus
recuerdos: la dirección de la mujer que murió frente a sus ojos en el
despacho del juez. No podía seguir objetando las órdenes del jefe,
era mucho peor seguir insistiendo, porque resultaría muy obvia la
rebeldía y podría sembrar la semilla de la desconfianza. Fernando
M iralles trató de afinar sus pensamientos. Sostenía pocas cartas
con las que jugar y contaba con menos horas de recorrido todavía;
además, carecía de argumentos en su defensa, y podía ser peor aún
si se encontraba bajo la estricta vigilancia de los guaruras del capo.
En realidad, él estaba preso, inmóvil, y se enfrentaba a una
operación imposible de ejecutar.
El tiempo apremiaba. Las órdenes impartidas lo alejaban de sus
protegidos. La muerte empezaba a rondar y danzaba sobre él
burlándose con sarcasmo e ironía, la sentía muy cerca. En las
próximas horas la sangre inundaría la vida de todos ellos. El Zurdo
deliraba de manera inconsciente. Abstraído, ya se había sentado en
otro sillón. M ostraba la mirada perdida y se zambulló en su propia
pesadilla, que tal vez se convirtiera en una realidad mortal. De
manera increíble, presentía las fuerzas del mal rogándole, pidiéndole
clemencia cuando empuñaba una espada de hielo. En unos
instantes, aceptó que la locura conquistaba su mente, aunque los
recuerdos le avivaban las ideas. El trance inoportuno no lo dejaba
reaccionar, volvió a sentir la presencia de Caronte por tercera vez
en pocos días. Se hallaba cerca de él pero, por extraño milagro, no
venía a buscarlo; no: los verdaderos cadáveres lucían caras
retorcidas y pasaban a su lado; sin embargo, no podían tocarlo a él,
solo le pedían clemencia, pues estaban destrozados, sangrantes. El
Zurdo reía ante su espejismo al verse libre, vivo, ganador, y alzaba
la mirada al cielo agradeciendo algo que no entendía. Volvía a reír de
forma nerviosa. En pleno éxtasis mortuorio, el sonido de unas
palmas lo obligó a aterrizar, a despertar de forma brusca de su
delirio absurdo, de aquella locura, de aquella especie de
premonición de vida. — ¿Qué pasó, güey, estás bien? – le dijo el
capo ojeándolo de frente.
— Sí, todo bien, don Tomás. Un poco de dolor, nada más. Quizás
usted tenga razón, jefe, mejor me voy a descansar. Puede que eso
ayude a bajar el dolor; además, mejora la cicatrización. Usted me
avisa con cualquier novedad o me manda a buscar con los
muchachos.
La respuesta del Zurdo reconfortó al capo. Los ojos del enfermo le
regalaron una mirada tétrica porque estaban idos, fuera de este
mundo. La vista proyectaba la imagen de la muerte cercana, y don
Tomás sintió un aire gélido en todo el cuerpo, pensó que su amigo
estaba muriendo o, quizás, delirando con el demonio dentro. Era la
primera vez que el capo recibía ese tipo de visiones de ultratumba,
y menos transmitidas por su mejor hombre. El miedo le generó
angustia al líder del clan, la realidad mutaba fuera de sitio. El Zurdo
se levantó con dificultad, aún no había recuperado la conciencia al
cien por cien. Caminó y se detuvo en la puerta, cruzó el umbral
dejando olvidada su pistola, un par de hombres lo escoltaban muy
de cerca. Don Tomás les hizo señas, les ordenó que no se alejaran
de él, que lo llevaran a casa. Fernando M iralles no debía moverse
fuera del perímetro del barrio, lo custodiarían las veinticuatro horas
y, solo si fuese necesario, lo trasladarían al hospital para las curas
de rigor.
El Zurdo se despidió de los presentes con un simple gesto de
manos y cruzó el amplio pasillo rumbo a la salida. Su mente
maquinaba ideas, planes, trazaba distancias, calculaba las horas y el
kilometraje requerido para poder estar a salvo. Le quedaba una sola
opción bastante ingenua para lograr escapar minimizando el riesgo
y la sangre. De repente, en el fondo de su corazón escuchó una voz
tenue. El sonido de las palabras le generaba paz, pero a cambio de
exigirle mucha sangre en el proceso de lavar sus pecados
eternamente.
Capítulo 13
Comienzan a morir los demonios
México D. F., media hora después de la junta con don Tomás.
Una Chevrolet Suburban blanca blindada y con vidrios polarizados
con tanta intensidad que en su interior nunca amanecía salió con
lentitud del escondite de la hermandad de los Tomateros en pleno
D. F. El Ratas y su acompañante, el Perico, dos sicarios de
relevancia media en la cofradía, iban sentados en las butacas
delanteras del transporte privado. Habían recibido la orden clara y
precisa de trasladar al Zurdo a su residencia. Debían vigilarlo y, a la
vez, protegerlo de posibles atentados. La única opción de alterar las
órdenes del capo era llevar al herido a un centro asistencial por si
necesitaba revisarse las suturas del hombro tiroteado. Por regla
general, en esos casos los miembros de la banda acudían a la clínica
La Arboleda, localizada en dirección a Periférico Sur, a unos
cuarenta minutos de La Casona, si no había mucho tráfico, aunque
en hora pico, la duración del recorrido podía triplicarse. El antiguo
hospital, en buena parte, era controlado por los miembros del
cartel. Allí los criminales podían ser atendidos sin despertar
sospechas ante los ojos de las autoridades. El director del hospital,
Ramón Abreu, a cambio de buenas donaciones por parte de don
Tomás, podía alterar expedientes con facilidad, modificar actas de
defunción o cuanto papeleo fuese necesario para evadir culpas y
sepultar verdades. Lo más horrendo de aquel negocio encubierto era
que también servía de tanatorio clandestino donde desaparecían
cadáveres, en su mayoría provenientes de los enfrentamientos con
los enemigos del clan y, por si faltara algún ingrediente siniestro, en
ocasiones, dentro de aquel tétrico lugar se comerciaba con órganos
extraídos a inocentes, y todo amparado bajo el manto de la ley, que
hacía la vista gorda a cambio de recibir una buena tajada en dólares
americanos. De manera especial, cuando un narco o sicario de
medio pelo fallecía, resultaba conveniente que abandonara este
mundo sin dejar mayor rastro, sin explicaciones, de lo contrario,
podrían surgir represalias contra los agentes de la Policía.
En el asiento trasero de la voluminosa camioneta, la mente del
Zurdo trabajaba a marchas forzadas. Se enfrentaba a un dilema
peligrosísimo: por un lado, le urgía buscar una excusa para evitar
que los dos matones pudieran establecer contacto con la dirección
de la difunta y, a su vez, necesitaba bloquear la investigación del
Chuquis y el Pablito, que en sesenta minutos rondarían el barrio de
la iglesia del padre M anuel García Porras. Imposible partirse en
dos. En definitiva, solo existía una sola oportunidad, aunque
suponía recorrer un camino pedregoso. El novedoso y maleable
plan del Zurdo, derivado de los anteriores, no constituía más que
una ilusión visualizada por él, porque a cada instante sufría
modificaciones temerarias a medida que las averiguaciones del
atentado resplandecían.
Fernando M iralles calculó sus ágiles movimientos con
meticulosidad. Tenía que retrasar la aparición de las verdades o, en
su defecto, modificar evidencias sin levantar sospechas, pues en
caso contrario la niña, el cura y él mismo, pasarían a convertirse en
un dígito, en una estadística más de los crímenes por drogas o por
ajuste de cuentas de la gran capital. Sus pensamientos calculaban
distancias entre los dos puntos bien distantes en la congestionada
urbe. Comparaba la velocidad y la capacidad de análisis de los
cuatro sicarios encargados de ambas indagaciones paralelas. En
resumen, cuantificaba el margen de riesgo que existía si decidía
actuar primero sobre uno u otro grupo. El Zurdo planificaba alguna
manera creativa de silenciar las voces de los cuatro enemigos. Le
quedaba muy poco tiempo. Entonces, decidió con el corazón. Y
escogió tomar el camino más difícil: frenar el contacto del Perro y el
Zopilote con los vecinos de la enigmática mujer, la pianista sin
rostro. Su descabellado plan se manifestaba peligroso e
incriminatorio, quizás un tanto alocado e imposible, aunque no
estaba en sus manos evitar cumplirlo, porque una fuerza extraña
que no podía definir lo encaminaba como si fuera una marioneta.
Fernando M iralles se recostó entre los asientos delanteros que
separan al piloto y su acompañante, y solicitó el único cambio de
ruta que estaba tácitamente permitido. El sicario mayor buscaba la
cercanía con la colonia La Condesa, el lugar oficial donde había
residido la mujer del tatuaje en el cuello.
— ¡Oye, Ratas! ¿Sabes qué? ¡M ejor me llevas al hospital, güey! La
neta es que me está doliendo bastante la herida, tengo la sensación
de que sangra; tal vez los puntos se abrieron durante la pelea con el
coronel. M ejor me hago un chequeo rápido – planteó el Zurdo con
parsimonia y exhibiendo pequeñas muecas de dolor. Trataba de
poner en marcha desquiciado plan sin levantar la primera fase de su
nuevo y sospechas en sus guardianes. La
discreción significaba su mejor defensa. — ¡Claro, don Fernando,
ahora mismo lo llevo a la clínica La Arboleda! Si lo desea, llamamos
al doctor Ramón Abreu, y así le vamos organizando la cita para que
lo atiendan rápido, nada más llegar. Yo calculo que, con este tráfico,
en cuarenta y cinco minutos o una hora estamos en la puerta de su
consultorio – respondió el Ratas sin mayor recelo. La petición del
pasajero se mantenía en el radio de acción autorizado por el capo.
— ¡¡¡No, Ratas, ese doctorcito es un carnicero!!! ¡Es un hijo de
puta, y tú lo sabes! La última vez que me atendió, ¡híjole!, me
cosió una herida como si yo fuera un chancho. ¡¡No, carnal!!
Prefiero ir un poco más cerca, llévame al ambulatorio de Santa
Clara, que está acá a la vuelta, cerquita del Zócalo. Estamos a unos
veinte minutos. En ese hospital rural tengo una doctora amiga mía
que, además de buena en su oficio, ¡¡está rechula la condenada!!
Provoca que te haga de todo, hasta maldades, ja, ja, ja… y hace
tiempo que no la veo. No es mala la idea de acariciarla un poco.
La camaradería entre el jefe y los subalternos empezaba a dar sus
frutos; no obstante, la orden del capo fue muy clara: solo en caso
de emergencia debían ir a La Arboleda. El Ratas trató de defender la
postura del máximo líder del clan.
— ¡M i señor! Con gusto lo llevaría a donde me pide, pero ya sabe
usted que el patrón fue muy claro en sus órdenes y él dijo… – la
voz temerosa del Ratas se quebró cuando el Zurdo lo interrumpió
de golpe.
— ¿Qué pasó, güey? ¡¡¡Acá el enfermo soy yo!!! ¡No el viejo don
Tomás! El que tiene el hombro abierto de un plomazo soy yo,
cabrón. ¡¡No mames, pendejo!! Espetó con su recia voz. No
permitiré que un carnicero me revise, y lo peor de todo es que no
sabemos si los pinches polis nos están esperando allí. M ira que el
caso del juez puede hacerles pensar más de la cuenta y ponerlos
creativos. Eso no me gusta, así que vámonos a la otra dirección que
segurísimo que nadie sospecha que llegaremos – exigió el Zurdo en
tono amigable, pero con autoridad.
— Hagamos una cosa, señor Fernando, y perdone usted, pero ya
sabe cómo son las reglas: déjeme llamar a don Tomás solo para
informarle del cambio de ruta, a ver si lo aprueba. ¡Así de fácil! Él
nos exigió que le comunicáramos el mínimo detalle de su seguridad,
es nuestro trabajo, nuestra obligación. ¡Porfis, no se me enfade, don
Fernando!
Ripostó el Perico con bastante educación. Él estaba de copiloto,
pero ahora ejercía como abogado del diablo. Si bien el Zurdo era el
segundo de la organización, los guaruras no querían recibir un
reclamo innecesario del mero jefe. El enfermo respiró hondo y trató
de calmarse, no podía dar muestras de desesperación, aunque
ansiaba volarles los sesos al par de infelices que transitaban con él
en la camioneta. En fracciones de segundo, el Zurdo relajó su
mente, debía obedecer o les otorgaría argumentos para generar
sospechas y motivos claros para que lo delataran. En estos
momentos de dudas, el manejo magistral de su verbo, sumado a la
inteligencia en la actitud histriónica, representaban las mejores
armas o salvavidas.
— ¡¡M uy bien, Perico!! ¡Tienes razón, compadre, hay que
respetar las normas, carajo! Vale, llamemos al jefecito; solo les
aclaro que el viejo se molestará por semejante estupidez. Les juro
que se va a encabronar con ustedes, y no será mi culpa.
Los dos sicarios se miraron a los ojos. La sentencia podía ser cierta,
pero, de todos modos, el Perico prefirió congraciarse con el gran
capo. Su jugada no salió tan perfecta. La fidelidad extrema en el
cumplimiento de una orden tan simple se transformó en un reclamo
estruendoso contra los aduladores guardias.
El sicario de medio pelo que retó la orden del Zurdo llamó a La
Casona con su teléfono móvil y pidió hablar con don Tomás por un
tema que, en su escaso nivel de análisis, él consideraba delicado.
Por casualidad, el capo acababa de entablar una junta telefónica con
sus encargados del cartel en Chihuahua, y estaban comenzando a
repasar algunas acciones futuras tras el fracaso del atentado del
juez. La tranquilidad del jefe del clan retoñaba, porque en la zona
comercial del estado donde el polvo blanco es el rey no surgían
indicios de movilizaciones extrañas por parte de la Policía Federal
ni del Ejército. En apariencia, nada perturbaba la entrada de
capitales a la familia de los Tomateros desde el noroeste de la
nación. Parecía que el terremoto investigador acontecía en exclusiva
en el D. F. El atentado al hombre de leyes de la capital todavía no
representaba un tema inquietante para los industriales de la muerte
en tierras chihuahuenses. Las buenas nuevas alegraban a don
Tomás. Sus ingresos continuaban incrementándose.
Pero, ante la insistencia del Perico, los narcos interrumpieron la
conferencia telefónica. Rabioso, don Tomás atendió el teléfono,
quería entender cuál era aquel problema tan serio. Escuchó con
atención los cambios de planes solicitados por el Zurdo. El viejo
explotó contra el mensajero con ira endemoniada y le dio a entender
al pinche sicario que su estúpida inquietud resultaba poco
importante en comparación con los acontecimientos que se vivían
en la hermandad. El capo consideró que la excusa del herido era
pertinente y el enfermo podía atenderse donde carajos le diese la
gana. Don Tomás exigió que no lo volvieran a interrumpir con
pendejadas de ese calibre. Los gritos del capo se podían escuchar
con claridad en el interior de la camioneta. El Zurdo suspiró
aliviado, y una sonrisa interna le acarició el alma. Al fin, los nervios
habían traicionado al jefe del clan que, de manera inconsciente había
dejado un cabo suelto insospechado. El capo nunca imaginó el error
que acababa de cometer. En apariencia, el plan de Fernando
M iralles volvía a renacer con cierta probabilidad de éxito. Un
extraño sortilegio lo saludaba, porque el vengador no combatía solo.
Utilizando una voz burlona, pero sin exagerar en el chiste,
Fernando M iralles se mofó de sus guardianes.
— ¡¡¡Te lo dije, Ratas!!! ¡¡¡Te lo dije, Perico!!! M olestaron al mero
mero y les salió regaño del bueno. ¡Carajo, qué pendejos! ¡La
próxima vez confíen en mí, carnales, no sean babosos y ahórrense
problemas! Yo conozco muy bien los cambios de ánimo del viejo y,
sobre todo, cuando las cosas no le salen como esperaba. El cabrón
se enfurece mucho cuando pierde el norte.
La burla mutó en confianza en los ojos del asesino reprendido que
manejaba el pesado vehículo. Su compañero arrugó el rostro en
franca solidaridad con su pasajero de carga. Ambos guaruras la
habían embarrado cuando decidieron molestar al neurótico capo con
semejante tontería.
— Ratas, ¿me prestas tu teléfono? Quiero llamar a mi amiga, la
doctora M arta Román. Ella es la jefa de cirugía, la güera que me va a
revisar la herida.
La solicitud fue apoyada en el acto, de ahora en adelante los
guaruras no le llevarían la contraria al herido: el miedo de los
escoltas apostaba a favor del Zurdo. A partir de este momento, él
podía jugar con las distancias, los tiempos o lugares y, así, le daría
vida a su estrategia de fuga con facilidad, aunque no había forma de
minimizar la cantidad de muertos y los litros de sangre que podrían
derramarse en su batalla del bien.
— ¿Sí?... ¡Buen día! Con la doctora M arta Román, por favor
– dijo el Zurdo con seriedad.
— ¿Qué pasó, pendejo? ¿Cómo qué doctora, güey? ¿Qué te pasa,
carnal, estás drogado? ¡Qué sorpresa oírte, cabrón! – respondió una
voz de hombre al otro lado de la señal telefónica. Era evidente que
se conocían y manifestaban sobrada fraternidad entre ellos.
— ¡Hola, doctora! ¿Cómo está? Soy Fernando M iralles, quiero
verla en unos minutos. Voy camino a la clínica Santa Clara. Tengo
una herida de bala en el hombro izquierdo – puntualizó el Zurdo
con la mayor tranquilidad posible, moviéndose al costado izquierdo
del ancho asiento mientras trataba de ocultar la voz que respondía
al otro lado del auricular.
La conversación pasó desapercibida para los oídos del chófer y su
acompañante; los matones seguían concentrados en el regaño que
acababan de recibir, producto de su terquedad o de la falta de
criterio propio; bueno, tampoco se les podía exigir más, por algo
ellos ejecutaban los trabajos sucios de la organización. Entre sus
funciones no encajaba pensar.
— ¿Qué, pasa, Zurdo? ¿Estás bien? – replicó el misterioso amigo
tratando de entender el mensaje en clave y modulando la voz para
que resultara menos audible: había que evitar indiscreciones.
— ¡Sí, doctora, estoy bien, muchas gracias por preguntar! Necesito
revisar la herida en su consultorio, espero no quitarle mucho
tiempo. Llegaré en unos quince minutos y necesito su ayuda
urgente – el Zurdo insistía en su lenguaje encriptado.
— ¡Está bien, cabrón! ¿Quieres que le hable a mi novia y te
atienda? ¿Es en serio? – interrogó la voz con un tono casi
imperceptible que imposibilitaba ser delatado.
— ¡Perfecto, doctora! Nos vemos ahora mismo usted, yo y su
enfermero de confianza. M uchas gracias, y perdone la molestia.
¡Ah! Le ruego que tenga a mano mucha anestesia, ja, ja, ja – el
paciente rezaba por que su amigo hubiese entendido las claves.
— ¡Vale, cuenta con eso, Fernando! Le informo a M arisol para que
te reciba en su consultorio lo antes posible – concluyó el misterioso
compañero de charla telefónica.
— ¡Gracias, doctora! Le ruego que usted esté presente, y que me
atienda en persona, nada más llegar. Dígale a su enfermero de
confianza que me espere en la entrada, tengo mucha prisa. Se lo
ruego, no me falle – recalcó el Zurdo con marcado hincapié.
— ¡Ok, entendido! Dame tiempo, Fernando, llego en diez minutos
o menos – la confirmación era un claro indicio de que había
comprendido el mensaje. La segunda fase del plan parecía avanzar.
— ¡M uchas gracias, doctora! Perfecto, al llegar pregunto por su
enfermero, gracias – se despidió el supuesto paciente con seriedad
desmesurada. A partir de la llegada al ambulatorio, tocaba hilvanar
con pericia quirúrgica el resto de la estratagema.
La camioneta aceleró la marcha por órdenes precisas del pasajero en
custodia. La excusa del dolor retumbaba un tanto creíble, lo que
obligaba al chófer a apretar el acelerador. Esta vez, los
acompañantes de Fernando M iralles no rechistaron al cumplir las
nuevas órdenes, e incluso, si alguna patrulla los detenía, ellos
estaban exentos de problemas con la ley porque utilizarían sus
credenciales: el automóvil tenía placas con códigos especiales que
les otorgaban impunidad al conducir por la capital. Ellos nada más
acataban las órdenes del jefe. Atravesaron la avenida de Reforma al
costado sur; el giro ayudó a esquivar el atasco, y se escabulleron
entre las avenidas paralelas. El truco les permitía ahorrar unos
cuantos minutos para llegar a su destino. En el asiento trasero, el
Zurdo estiró las piernas, se recostó a lo largo del cómodo butacón.
Intentaba disimular sus pensamientos y esconder sus verdaderas
intenciones. Cerró los ojos, pues necesitaba concentrarse.
En su mente, el Zurdo visualizó la entrada del hospital y contó los
escalones que separaban el pasillo principal de la planta baja hasta
la sala de espera del tercer piso. Fotografió en su cabeza el área de
los consultorios. Dicho espacio le serviría de falso escondite.
También recordó el número de pasos que lo separaban de la puerta
de la sala de espera hasta la salida de la escalera de emergencia, su
pasadizo secreto, la vía ideal para escapar y poder culminar la fase
intermedia del improvisado plan. Fernando M iralles abrió los ojos,
se tocó en el pecho y la cintura y se aterró al descubrir que no traía
su pistola. Pensó que, debido a la confusión y los nervios en la
reunión con don Tomás y el coronel M ancera, quizás la había
olvidado. Craso error, porque nacía otro inconveniente: se
encontraba sin protección. Ahora surgía una nueva e imperiosa
exigencia, el Zurdo necesitaba herramientas de trabajo, sus
adminículos de matar. Por un instante, el desespero invadió su
corazón, y volvió a sentir desasosiego, pero, de repente, una paz
interior logró reducir su exceso de adrenalina. Se concentró al
máximo nivel, como si se tratase de la misión más importante de su
vida. Era un maestro en el arte de asesinar. Cualquier cosa podría
servirle: desde un bolígrafo hasta un tenedor de plástico.
Obviamente, si no estaba herido. En condiciones normales, era una
máquina de muerte. Fernando M iralles volvió a usar su poderosa
imaginación y se enfocó en la sala de emergencias del hospital.
Seguro que allí encontraría las armas necesarias para poder silenciar
verdades mortales, para liquidar a cualquier investigador
impertinente e indeseado.
Transcurrieron veinte minutos exactos. La camioneta blanca con
vidrios polarizados llegó al hospital de Santa Clara, tal como había
solicitado el Zurdo. Justo al atravesar la puerta del lugar, se les
acercó un hombre de complexión atlética vestido de bata verde
agua, con pelo rubio, ojos claros y rostro alegre. En su antebrazo
derecho sobresalía el tatuaje de la Virgen de Guadalupe, pintado en
vivos y hermosos colores: parecía un lienzo recién hecho. El
enfermero se acercó con educación al Zurdo y sus dos
acompañantes con caras de nacos chilangos. El ayudante de
enfermería se presentó de un modo cortés y les indicó el camino
hacia los consultorios, donde atenderían las heridas del paciente.
Los cuatro subieron al segundo piso.
El antiguo hospital se construyó en la época de la Revolución, a
principios de 1918, bajo la presidencia de Carranza. Y con el paso
de los años, nunca habían contemplado la posibilidad de
modernizar el viejo ambulatorio con ascensores, pero, por increíble
que parezca, en cada presupuesto estatal, de la partida monetaria
destinada a reformas sociales, en cada sexenio cotizaban los túneles
y cabinas manufacturados por compañías alemanas, las más
costosas, prometiendo las mejoras estructurales en el edificio.
Aunque, de manera dudosa, nunca se cristalizaban en beneficio del
pueblo. Por décadas, los costos estimados en cada supuesta obra
futurista se aprobaban con ligereza gubernamental pero, al final, y
de manera inexplicable, el dinero iba a otras manos con la venia del
partido presidencial.
Después de subir dos niveles, el enfermo y los sicarios se
estacionaron en un amplio salón que albergaba seis filas de asientos
bastante corroídos, algo viejos, desgastados e incómodos, donde los
familiares de los pacientes solían despilfarrar horas de eterna espera
mientras atendían a sus consanguíneos o amigos de paso. El
practicante con aspiraciones de médico, que no se identificó por su
nombre ni apellido, pidió al Ratas y al Perico que esperasen en la
espaciosa estancia. En principio, se negaron, e insistieron en la
obligación de entrar con su compañero de armas. El Zurdo
aprovechó para usar su poder de convencimiento y les refrescó el
regaño de don Tomás, amenazándolos con otra acusación ante el
capo si no dejaban hacer su trabajo al personal médico. Los
guaruras se resignaron y aceptaron sin chistar, se limitaron a
preguntar el tiempo estimado que requeriría el paciente. El
enfermero les aclaró con tranquilidad, que podían bajar a comer,
pues el tiempo solía dilatarse más de lo esperado en cualquier sala
de urgencias; les dijo que había un cafetín en la planta baja o, mejor
aún, si caminaban unas cuatro cuadras largas, podían disfrutar de un
buen almuerzo y varios tequilas en el famosísimo café Tacuba, y, a
modo de burla con ademanes femeninos, les dijo que no olvidaran
probar de postre la tarta de fresas con chile rojo. Los sicarios
insistieron en saber en cuánto se estimaba la espera, la aclaración
representaba una exigencia obligatoria para ellos. El caballero con
bata de doctor no graduado les recalcó que más o menos debían
aguardar un par de horas, quizás tres. La justificación creíble se
sustentaba en el hecho de la llegada de muchas emergencias en la
sala de traumatología esa tarde.
Satisfecha la duda, el grupo se separó en dos. El Zurdo atravesó el
pasillo central rumbo a los consultorios guiado por el enfermero.
Frustrados, el Ratas y el Perico, decidieron permanecer en la sala de
espera pese a conocer que el margen de tiempo aparentaba bastante
amplio e impreciso. Dentro del área de consultas médicas, el Zurdo
empujó a su cómplice, el supuesto médico, al primer espacio vacío
y empezó a definir los pasos que ambos debían seguir.
— ¡¡M il gracias, hermano, por este apoyo!! Debemos movernos
rápido – dijo el paciente con abultada desesperación. — ¡¿M e
quieres explicar qué carajo está pasando? ¿Por qué tanto misterio?
¿En qué lío te has metido? ¿Quién es la doctora M arta Robles?! –
increpó el misterioso hombre uniforme verde agua. Los nervios
comenzaban a ataviado con dominar sus pensamientos, temía una
tragedia dolorosa porque él conocía muy bien las andanzas de su
amigo malherido. La situación rebosaba claridad: los escoltas de
afuera eran sicarios de muy mal aspecto, y la historieta pintaba mal
en las próximas horas.
— ¡Tranquilo, M anuel, confía en mí! ¡Te lo ruego! Necesito que
me ayudes en dos cosas: primero, voy a salir por la escalera de
incendios, tengo que visitar la colonia La Condesa, es demasiado
urgente, préstame tu auto y tu pistola. Luego te explico con lujo de
detalles. Regresaré en hora y media como mucho. Después,
necesito que tu novia M arisol me revise la herida. Tú encárgate de
entretener a mis guardaespaldas, mantenlos ocupados. ¡Te lo
suplico! Solo dame tiempo, mucho tiempo y no te apartes de ellos.
Pase lo que pase, no los dejes entrar al consultorio hasta que yo
esté presente. Y no comentes nada de mi salida. Créeme, es
cuestión de vida o muerte – la voz del Zurdo se aceleró presa de los
nervios mientras revisaba repetidas veces su Rolex de pulsera. Su
batalla contra Cronos era determinante si deseaba salvar a la
morrita. — ¡¿Estás loco, güey?! ¿Cómo vas a manejar así? Además,
perdóname, pero no tengo mi pistola acá, la dejé en casa, jamás
imaginé que tú, un capo tan importante, necesitarías una, es
absurdo pensarlo. M i novia M arisol debe llegar en una hora, tiene
guardia hoy. Ella puede revisarte la herida sin problema, pero
¿cómo carajos pretendes que entretenga a tus matones? Esos nacos
de mierda no entienden otro idioma que el del plomo. ¿De qué
carajos me hablas? No entiendo nada – justificó el enfermero
caminando de un lado a otro en la diminuta oficina. La confusión
dominaba y era el peor aliado de la conversación.
— ¡Tengo que salir rápido, no hay tiempo, luego te explico con
calma! Debo salvar tres vidas, incluyendo la mía. Debes hacerme
caso, confía en mí y procura disimular, mantenlos a raya. Diles que
me están tratando los viejos puntos de sutura e inventa que
necesito cirugía, privacidad o lo que sea, explícales algo raro en
lenguaje médico, esos animales no entenderán un carajo. Solo dame
un par de horas. ¡¡Ah, por cierto, pendejo!! Inventé el nombre de la
doctora M arta buscando proteger a tu novia; cálmate, que estás
hecho un mar de nervios. Ellos jamás sospecharán nada, ni siquiera
verán a M arisol en persona. Quédate en paz, tienes que relajarte, si
te ven nervioso, estamos muertos, hermano – la aclaración del
Zurdo resultó más peligrosa que la verdad de sus locuras y
esperanzas. — ¡¿Estás loco, güey?! ¡Ellos me vieron! Ya saben
quién soy y tienen dónde localizarme. Saben que soy enfermero,
vieron mi rostro y mi tatuaje, ¡Putas, que locura! ¿En qué lío me
has metido? Soy tu amigo, cabrón, ¡pero por Dios, Zurdo, no me
vendas, carajo!
– suplicó el socio circunstancial que estaba bastante aterrado, pues
conocía de sobra las historias de su amigo para quien trabajaba.
Cualquier fallo de interpretación era sinónimo de una muerte lenta
y muy dolorosa.
— ¡¡No seas idiota, M anuel!! Esos imbéciles jamás podrán
distinguir nada. Ellos no conocen tu nombre. Además, tú no
trabajas acá y en todo el D. F. debe de haber un millón de pendejos
con el mismo tatuaje tuyo. Deja la paranoia, yo soy tu amigo, tu
único amigo. Te salvé la vida dos veces, y no te estoy cobrando,
pero sí necesito de ti, no tengo en quién confiar. Y en última
instancia, a esos guaruras los mato antes de que abran la boca.
Respira profundo, concéntrate, sigue mis órdenes y viviremos.
La contundencia de las palabras de Fernando M iralles logró calmar
los ánimos del inesperado cómplice, que, con un gesto afirmativo
de la cabeza, confirmó su apoyo incondicional para el escape y la
misión secreta de su entrañable amigo. No hacían falta más
palabras, sobraba la claridad en la información, apenas faltaba un
detalle clave: las armas.
— ¡M anuel! ¿Crees que podrás conseguir una pistola y seis balas
ahorita mismo? – consultó desesperado el sicario con alma de
justiciero.
— ¡Híjole! ¡Pues no, carnal! Debes darme como mínimo una hora y
te consigo un arsenal, pero así de golpe, estando aquí adentro, que
no es mi hospital regular, es casi imposible encontrarte un revólver.
Perdóname, esa te la debo, discúlpame, hermano. Al Zurdo le
rechinaban los dientes; apretó el puño derecho y empezó a dar
vueltas a su alrededor. Requería espacio para caminar y activar su
creatividad. Escudriñaba su mente en busca de alguna idea, por loca
que pudiera parecer. El Zurdo observó con detalle el paso de
médicos, enfermeros, ayudantes y empleados de limpieza que
atravesaban el pasillo al frente del consultorio donde ellos definían
el futuro del plan. De pronto, una ráfaga de luz le recordó la
posibilidad de utilizar un armamento silencioso, que resultaba fácil
de esconder, y que, manejado con absoluta destreza, le permitiría
enviar al cementerio con sigilo a cualquiera. — ¡Listo, M anuel!
Consígueme un par de escalpelos de hoja larga. Es suficiente como
arma de defensa; ni modo, es lo que hay – el Zurdo celebró aquella
idea con optimismo al saber que ya podía contar con unas armas
silentes que poseían un desmesurado poder de asesinar.
— ¡¡Ah!! Esa está fácil, ya mismo te los doy, vuelvo en un minuto
– respondió el enfermero con seguridad a la vez que sacaba del
bolsillo derecho de su bata verde agua las llaves del automóvil, un
Ford M ustang de 1978, de color negro y con unas rayas laterales
rojas y blancas. Hoy en día, una pieza de museo. M anuel le entregó
las llaves del coche y salió del consultorio en busca del improvisado
pertrecho solicitado por su amigo el sicario. En menos de tres
minutos, el Zurdo había recibido en sus manos tres escalpelos y las
llaves de un deportivo muy preciado en el mercado; ahora ya podía
realizar el deseo de llevar a cabo aquel desquiciado plan para salvar
vidas, aunque al final fuese letal y sangriento.
El vengador le dio un fuerte abrazo a su compañero de teatro y
prometió regresar lo antes posible. Juntos, caminaron hasta la
salida de emergencia que daba a la escalera de incendios. Era la única
vía de escape que garantizaba el anonimato. Antes de partir, el
Zurdo se despidió con algo de duda.
— ¡Gracias, hermano! Si en dos horas no estoy de vuelta, reza por
mí y aléjate de acá, corre, corre muy lejos y perdona lo malo.
****
M anuel se convirtió en el primogénito de la familia M irabal
Arteaga. A los pocos años, dos hermanas llegaron al hogar. Fue
compañero de estudios de Fernando M iralles en su breve paso por
las aulas universitarias. Desde el inicio del curso introductorio a la
M edicina, se hicieron amigos, compartieron ideas similares en
filosofía y maneras de pensar, aun cuando provenían de clases
socioeconómicas demasiado enfrentadas en el M éxico clasista. El
ahora enfermero había superado una situación lamentable y
miserable en su pasado reciente, pese a proceder de una familia de
clase media-alta. Su padre fue el dueño de una afamada tienda de
alfombras en pleno Coyoacán, a menos de un kilómetro de la Casa
Azul, el maravilloso espacio donde Frida Kahlo, con su depresiva
locura romántica, le arrancaba orgasmos existencialistas a sus
lienzos. Si bien los ingresos familiares eran bastante frecuentes y,
sobre todo, abultados, la vida licenciosa del único varón y heredero
de la empresa familiar no ayudaba a mantener los saldos positivos
durante mucho tiempo en las cuentas de ahorro de la familia. Ya
entrado en la década de sus primeros veinte años, el joven M anuel
cometió el peligroso error de visitar el mundo de las drogas con la
intención de evadirse. Consumirlas era divertido. Así lo catalogaban
en su círculo de amigos, unos jóvenes adinerados e irreverentes,
unos escuincles de clase alta que rozaban la cúspide de la pirámide
social, chicos desenfrenados que nada les cuesta y todo les sobra.
Se inició por lo clásico, por la moda inofensiva, el sedante suave,
esa nota que producía risas o distracción irreverente, también
denominada por los eruditos como las hojas menos dañinas, las
amigables, según comentaban los expertos a la hora de mercadear y
vender la «inofensiva» yerba promocionada por Bob M arley en
todo el mundo; y más aún después de muerto. Eran otros tiempos,
con diferentes ideales, si es que existieron alguna vez. El
confundido y soñador M anuel empezó con varios cigarrillos por
semana y, a muy corto plazo, las semanas se acortaron a
veinticuatro horas. En poco tiempo, ya la marihuana resultaba
inocua, no ejercía efecto transportador, daba sueño, aburría, y dejó
de ser chic; se la había encasillado como merca de pobre, y su
estatus bajó de forma considerable. Y como era de esperarse, llegó
el salto de escalafón. El débil M anuel probó el famoso polvo
blanco, el que ayudaba a Conan Doyle a descubrir los enigmas
policiales. El aprendiz de drogadicto comenzó inhalando con
estúpida timidez una muestra pequeña, típica y absurda excusa
para tratar de saber si lograba emancipar el sentido o si alcanzaba a
seducirlo y enamorarlo. El encuentro fue perfecto y, antes de
convertirse en adicto, dio los pasos establecidos en el mundo de las
drogas. Ya cuando la mesada familiar duraba un suspiro, el hijo
mimado se dedicó a robarles el dinero a sus padres. Tanto alcanzó a
extraer el desdichado M anuel que los dejó en la ruina gracias a los
líos legales en que se metió. Al final, su viejo perdió la tienda y se
divorció de su esposa debido a la férrea defensa que la mujer ejerció
sobre su inmaculado hijo. En pleno, la familia se vino a menos, y
cambiaron de posición social tan rápido como M anuel aumentaba el
deseo de muerte.
El Zurdo se topó con los rastrojos de M anuel M irabal cuatro años
después de que ambos abandonaran el sueño de ser doctores: les
había quedado grande la esperanza. Cuando los excompañeros de
estudios se reencontraron, su vida había dado giros insospechados
y, por casualidad, «si es que alguna vez existió el azar», los dos se
habían acercado al narco, de maneras muy diferentes, pero igual de
peligrosas. Fernando M iralles llevaba año y medio trabajando para
la familia de los Tomateros, la organización criminal más
importante, cuyo negocio manejaba en varias zonas del centro, y se
le consideraba un microempresario en franco crecimiento. El Zurdo
ya era un narco exitoso, adinerado y con poder, ya tenía autoridad
para despachar a quien quisiera, o, como se dice en el narco, servía
para dar de baja sin permiso.
Cierto día, uno de sus vendedores de la Zona Rosa reportó
problemas con un cliente que adeudaba un préstamo, que prometió
pagar con la venta al detal en los puticlubs de la colonia, pero el
problema fue que el desquiciado se empolvó la nariz con la merca
y, por razones obvias, le resultaba imposible pagar el crédito. En
consecuencia, surgía la opción de extorsionar a su familia, de lo que
tendría que encargarse el Zurdo, una de las funciones que mejor
desempeñaba en el clan.
El 28 de octubre, el día de San Judas Tadeo, quizás por un milagro
del apóstol, los viejos compañeros de facultad se volvieron a
encontrar. El sicario se deprimió mucho al ver a su antiguo amigo
hecho pedazos, no solo por la droga, que poco a poco le carcomía
el alma, sino también por el fuerte castigo corporal que había
recibido al negarse a pagar la deuda. El Zurdo le brindó auxilio y se
responsabilizó del pasivo financiero. De igual forma, pagó las curas
médicas de M anuel. Este, en agradecimiento, le prometió con
vehemencia no volver a drogarse y rehacer su vida. Pero el
arrepentimiento duró un suspiro. El maldito vicio volvió del
infierno dispuesto a llevarse a M anuel de paseo, y, cuando la
cocaína ya no funcionaba como vitamina necesaria, llegó el demonio
líquido. Para aumentar su tragedia, el joven conoció a un traficante
de heroína que le dio una probada. El joven enloqueció con el
mortal alucinógeno, el primer orgasmo con el viscoso líquido fue
amor a primera vista. Aquella porquería sí lograba transportarlo a
las alturas. Y le ayudó a descubrir que en realidad, Alicia existió y
el país de las maravillas drenaba paz en su propia mente, que se
llenaba de unicornios verdes, elefantes rosados bailando cumbia,
peces espada jugando a los naipes, y un enano con torso de caballo
alado cantaba arias de Verdi certificando que las compuso Pink
Floyd.
En ocasiones, para comprar el veneno intravenoso, M anuel se
prostituía, pero el humillante sacrificio no generaba mucha lana;
entonces, con propiedad demencial, se dedicó al hurto, hasta que lo
descubrió la Policía, y casi lo matan en una persecución. De
milagro, el joven logró escapar de las balas medio muerto, pero la
fatalidad seguía acompañándolo de cerca. Cuando recuperó el
sentido, comprendió que había firmado su sentencia de muerte al
descubrir que acababa de perder el botín de un robo de cierta
cuantía. Ahora los compañeros, unos ladronzuelos que pertenecían
a una banda de raterillos de arrabal, pero con muy mala entraña y
heroinómanos hasta la médula, lo querían liquidar. Al verse solo,
abandonado y con un pie en el cementerio, M anuel decidió perder
el miedo, y se acercó a Fernando M iralles, su único amigo,
rogándole ayuda y suplicando clemencia.
El Zurdo no quería entrar en la jugada, pues ya le había fallado en
otras ocasiones, pero el llanto y la desesperación de M anuel le
rompieron el corazón al sicario. Él conocía muy de cerca el dolor y
la tristeza que siente una persona cuando lo ha perdido todo. Él lo
había vivido en el pasado reciente, y estaba muy claro que en este
podrido mundo nadie echa una mano sin un interés a cambio y, por
desgracia, al infeliz sentenciado solo le quedaba su sangre como
moneda de curso legal. Entonces, el excompañero de la facultad,
ahora convertido en líder en ascenso dentro de la familia de los
Tomateros, se apiadó. El Zurdo siempre lo quiso como amigo de
verdad; sentía un raro y especial cariño hacia M anuel, y entendió
que no había otra salida con los maleantes de baja calaña; solo
quedaba el diálogo con olor a plomo y mucha sangre en el pecho. El
sicario mayor utilizó a tres de sus hombres, fingió un robo y acabó
con toda la banda que perseguía al drogadicto. No dejaron rastros
de los bandoleros: sus cuerpos los diluyeron en ácido. Por última
vez, el Zurdo le garantizó la vida a M anuel M irabal. En
agradecimiento, el drogadicto al final aceptó su denigrante condición
y adquirió con su hermano putativo el verdadero compromiso de
entrar en el centro de rehabilitación de Terrazas Altas, en la ciudad
de Puebla. El Zurdo costeó los gastos del largo proceso de
desintoxicación. Su buena acción le llenó el alma, pues había
salvado una vida inocente en pleno trance al infierno.
Durante dos años, y con el mayor de los empeños, M anuel pudo
superar su adicción ayudado por la mano milagrosa del amor,
encarnada en M arisol Zúñiga, la psicóloga titular del centro de
atención especializado en jóvenes con problemas adictivos. Ella se
convirtió en el verdadero sentido de la existencia para el alma del
joven pecador. La doctora logró regresarlo a la realidad y
demostrarle que la vida ofrece multitud de hermosos matices. Le
ayudó a querer vivir, a ser una persona digna. En aquel momento,
ambos ejercían en dos hospitales: uno en la capital y otro en
Querétaro los fines de semana. M anuel no se pudo graduar como
médico, solo alcanzó a especializarse en Fisioterapia y M asaje
Deportivo. Percibía un ingreso decente y tenía una prometida
hermosa con quien a la fecha no se había casado, ya que ambos
preferían huir de los papeles. Se consideraban modernos, y
albergaban la sólida creencia de que al rubricar un contrato moriría
el amor. El joven enfermero y su novia le debían el cielo y un poco
más al paciente que acababa de salir del hospital de Santa Clara con
la prisa del fugitivo. Estaban dispuestos a dar la vida por el Zurdo.
****
Fernando M iralles descendió por la escalera de incendio del
hospital. Presuroso, subió al clásico Ford M ustang negro y arrancó
desesperado rumbo a la colonia La Condesa. Lo separaban quince
minutos, y necesitaba llegar antes que el Perro y el Zopilote. A
medida que el deportivo recortaba distancias, él rezaba en silencio
pidiéndole a Dios que los sicarios se hubiesen retrasado, o, en el
mejor de los casos, que no encontraran mucha información
relacionada con la mujer del dragón tatuado en el cuello, y menos
aún, de la niña fantasma. En su plan sobresalía una sola alternativa:
silenciar a los asesinos enviados por don Tomás en misión
indagatoria. Si el Zurdo alcanzaba a neutralizarlos y darles de baja
sin generar sospechas, la confusión permitiría alimentar la excusa de
una venganza entre clanes o, en definitiva, sustentar la existencia de
un infiltrado. Si el plan funcionaba, la pequeña permanecería a salvo
y llevaría una vida normal sin temor a ser sorprendida por una bala
del narco. La teoría del Zurdo se apoyaba en la vieja afirmación del
narco: «En un conflicto armado entre bandas, las muertes son a
montones, y cualquiera puede ser sospechoso circunstancial».
Dicho cálculo matemático, amparado en el abuso del plomo, la
sangre derramada y los cadáveres esparcidos, permitiría olvidar un
detalle tan nimio como una niña que quizás jamás existió.
El justiciero aceleró al máximo. Las llantas del V-8 descapotado
rechinaban en el asfalto retando al peligro en cada cruce, pero eso
no importaba porque no podía darse el lujo de dilatar el encuentro
con los falsos investigadores enviados por el capo. El Zurdo llegó a
lugar mencionado por el coronel M ancera. Según el informe previo,
la mujer habitaba en las residencias Altamira, piso 7, apartamento
40, en un complejo de viviendas para renta ubicado en la calle
Pedregal, número 130, esquina con Tampico, bastante cerca de la
estación del metro de la colonia La Condesa. El Zurdo circundó el
lugar del encuentro, dio un par de vueltas tratando de localizar el
automóvil de los sicarios. La pesquisa visual deparó alguna
sorpresa. En cuatro manzanas a la redonda no se apreciaba ningún
automóvil perteneciente a la flotilla de la hermandad. Al contemplar
aquella escena, tragó saliva y, esperanzado, inspiró con
profundidad, pues todo parecía indicar que él había llegado
primero. Eso le otorgaba un margen de tiempo prudente y una
buena ventaja que lo ayudaba a ubicarse en una posición estratégica
para seguir los pasos del Perro y el Zopilote.
Aparcó el Ford M ustang negro con rayas rojas y blancas a escasos
metros del hogar de la víctima: total, nadie conocía la procedencia
del deportivo. Los asesinos no podrían establecer relación alguna
entre el llamativo automóvil y el ángel vengador. A medida que
avanzaba buscando la entrada principal, Fernando M iralles oteaba
el horizonte en todas las direcciones, y se armó con un bisturí de
hoja larga que escondió en su mano derecha, la que permanecía
sana. El efecto de la sorpresa se convirtió en su mejor aliado.
Nada indicaba la presencia de peligro inminente. Al llegar al pórtico
del complejo residencial, se topó con la conserje que limpiaba el
pasillo exterior. La saludó con educación y le robó una sonrisa
usando un piropo lisonjero, de los que rejuvenecen a las damas ya
entradas en edad madura. Intentaba ganarse la confianza de la
señora, era imperativo lograr puerta franca sin despertar sospechas
ni hacer factible la identificación. El visitante le mintió a la señora,
comentó que se desempeñaba de reportero en busca de noticias
sobre la mujer asesinada en casa del juez M uñoz. Con efusividad, la
dama soltó la lengua sin mucho esfuerzo. Hablar con los
representantes de la prensa equivalía a un privilegio poco usual
para el proletariado, ya que las personas de clase social baja son
tomadas en cuenta solo si ocurre alguna tragedia; en ese caso, el
rating de los medios de comunicación vale oro puro en proporción
con el dolor real del pueblo.
La empleada de servicio doméstico empezó su relato aportando una
historia de amor y dolor relacionada con la mujer y la hija de la ya
occisa. Ella enfatizó con sorpresa genuina que la chiquilla se había
esfumado desde el día del atentado, y enumeró las veces que la
Policía Federal había ido a interrogarla. También explicó en detalle
la versión que le dio a las autoridades. Su discurso era largo,
detallista y muy explicativo. El Zurdo se cansó de la conversación,
de los chismes que la mujer compartía y no eran de su interés. Solo
le preocupaba saber si había venido alguien diferente, extraño. La
sorpresa del Zurdo fue mayúscula cuando la mujer le confirmó su
terrorífica suposición.
— ¡¡Ah!! ¡¡Pues fíjese que sí, mi señor!! Justito hace un rato no
más vinieron dos tipos bastante raros. Dijeron que eran de la
Policía antisecuestro ¡¡Pero qué va, yo no les creí!! A esos los
conozco bien por su manera de actuar. ¡Tienen pinta de muy nacos
y muy malas pulgas! Yo les ofrecí ayuda, y casi que ni me dejaron
hablar cuando les comenté que el apartamento de la señora estaba
abierto. Pues fíjese que los verdaderos agentes…
El supuesto periodista la interrumpió en seco, no le importaba
saber más detalles vacíos sobre las frustraciones de una conserje
chismosa después del encuentro con los sicarios del clan. El Zurdo
temía lo peor, quizás ya los asesinos conocían la verdad.
— ¡Dígame algo, señora! ¿Ya se fueron esas personas extrañas? –
preguntó Fernando M iralles con seriedad sepulcral.
— ¡¡¡No, mi señor!!! Apenas acaban de subir hace unos diez
minutos, ellos me dijeron que necesitaban hacer…
Por segunda vez, el Zurdo cortó la cháchara quitándole las palabras
de la boca. La interrumpió con frialdad, ya no había tiempo para
cuentos de peluquería.
— ¡Dígame algo, mi buena señora! ¿Por casualidad uno de los
hombres lleva chamarra de cuero azul con botones rojos y tiene una
cicatriz en la frente?
Con las preguntas, el visitante describió a la perfección al Perro,
uno de los enemigos a quien tenía que dar de baja.
— ¡¡¡Uyyy!!! ¡Pues fíjese que sí, ese era el más maleducado!
¿Cómo lo sabe? – preguntó la conserje, cuya faz reflejaba una
mezcla de sorpresa e incredulidad ante tal profusión de detalles
exactos.
El Zurdo no comentó nada, cerró la boca, llenó los pulmones al
máximo nivel de capacidad y, luego exhaló con rabia. Pleno de
frustración, dio media vuelta y comenzó a subir las escaleras
camino al apartamento 40. Debido al cambio drástico en la actitud
del supuesto periodista, la mujer se quejó con una prédica que
evidenciaba una clara intención de desahogo.
— ¡¡¡Híjole!!! ¡¡Otro maleducado más!! M ucha cortesía, muchos
cariñitos y luego te sueltan lo naco. ¡¡Así no más!! Por gusto,
¿pues qué clase de periodista es este? ¡Válgame Dios, cómo está de
jodida la sociedad! – la doméstica quedó medio minuto criticando al
mundo y su falta de valores. No tenía a quién soltar sus penas.
El Zurdo corrió escaleras arriba como gacela en persecución. A raíz
del intenso esfuerzo, sintió fuertes punzadas en la herida. El
calmante que le inyectó M anuel antes de salir del ambulatorio de
Santa Clara daba indicios de adrenalina impedía su poder relativo.
El expiración y la dolor le restaba concentración al sicario mayor, lo
aturdía y limitaba su rapidez motriz; entonces se decidió por la vía
fácil. Fernando M iralles cruzó la mano derecha, la introdujo en el
bolsillo interno de su chaqueta a la altura del corazón, encontró un
envoltorio de papel y lo extrajo, abriéndolo con suavidad. El
diminuto sobre contenía un poco de estimulante blanco, residuo de
su última esnifada, pero ahora representaba la única fuente de
energía sintética. Depositó el polvillo blancuzco, puro, brillante en
la palma de la mano, lo aproximó a la nariz y, de un jalón rabioso,
consumió toda la cocaína: no dejó ni rastro. El impacto fue
inmediato, las fuerzas le retornaron al cuerpo, y con el paso de los
segundos el dolor empezó a evaporarse. Las punzadas en el orificio
del balazo era, por el momento, lo que más necesitaba desterrar.
El sicario mayor caminó por el largo pasillo de apartamentos
adosados. Contaba los números mientras buscaba el 40. A dos
puertas de su destino, un pequeñín asomó su rostro de ángel, y, del
sorpresivo impacto visual, ambos se asustaron, pero no emitieron
sonido alguno. El Zurdo lo saludó con cariño, hasta llegó a
bendecirlo con la señal de la cruz, una acción que él no entendió,
pensó que podían ser efectos de la droga. Utilizando gestos y
muecas, le indicó al chiquillo que debía entrar en su casa. El niño
obedeció. Entonces el vengador prosiguió su recorrido hasta llegar
con sigilo a la puerta número 40. El Zurdo hizo girar el pomo con
delicadeza y, con suavidad, la abrió, pero, antes de traspasar por
completo el umbral del inmueble, un terror le invadió toda la piel.
El visitante inesperado fue recibido por una pistola Walther PPK,
calibre 9 milímetros, que le apuntaba en medio de los ojos. El
Zopilote lo tenía en la mira, listo y dispuesto a secarle la vida.
Ambos asesinos se sorprendieron y, poco a poco, el arma
descendió hasta la cintura del pistolero enviado por el capo.
— ¡¡¡Hijo de la chingada!!! ¡Zurdo! ¿Estás loco? ¿Qué carajo haces
acá, carnal? ¡Casi te mato, pendejo! ¿Por qué no tocaste? No me
des esos sustos güey – gritó el Zopilote a escasos centímetros de la
entrada al apartamento.
— ¡Perdona, viejo! Es que no tenía baterías mi celular, y no te pude
llamar para avisar de que venía. Pero a última hora, el jefe me pidió
averiguar unas cosas adicionales.
La excusa sonaba creíble. El guarura enfundó su pistola europea,
suspiró profundo y saludó a su compañero con un apretón de
manos. Al mismo tiempo, y producto del alboroto, el Perro, que
resultó ser el más sorprendido de todos, emergía de una de las
recámaras. El confundido asesino era uña y mugre del Sarna, el
envidioso del clan, el enemigo declarado de Fernando M iralles. Por
ende, la presencia del intruso que se encontraba convaleciente por
un disparo, no encajaba con las órdenes originales. Algo no
cuadraba. Por instinto repentino, la duda molestó al Perro que,
dubitativo, empuñó su pistola sin desenfundarla.
— ¿Qué hubo, Zurdo? ¿Tú aquí? ¿Y ese milagro? ¿O es pesadilla?
– preguntó con ironía burlona el Perro retando al indeseado
huésped. En definitiva, no le agradó la sorpresa, y menos aún
cuando en las últimas cuarenta y ocho horas habían fallecido cuatro
personas muy cerca del visitante no autorizado.
— ¡Tranquilos, muchachos, ya les dije! Vine a indagar algo que me
pidió don Tomás a última hora. No demoraré mucho, tranquilos,
sigan con lo suyo, yo hago mi parte y me voy – comentó el Zurdo
sin mayores explicaciones.
— ¡Pues qué raro! Yo acabo de hablar con el capo y no mencionó
nada – replicó el Perro con evidente inconformidad mientras
aferraba su mano derecha a la pistola que deseaba salirse.
— ¡Calma Zurdo, no pasa nada! Nosotros ya hicimos nuestro
trabajo y nos vamos. El lugar es tuyo, puedes buscar lo que sea –
repuso el Zopilote con bastante ingenuidad, carente de dudas o
sospechas, esquivando la conversación y tratando de abandonar la
residencia de la fallecida.
— ¡¡Qué bueno, muchachos, me alegro!! ¿Qué averiguaron? ¿Hay
novedades?
Insistió Fernando M iralles procurando descubrir lo que ya se
imaginaba.
La mirada del Perro, que se había puesto nervioso, se tornó
agresiva, peligrosa y mortal. El Zurdo, sin mucho esfuerzo, se dio
cuenta. La guerra pronto estallaría y entonces se concentró en el
escalpelo oculto en su mano derecha, listo para atacar al menor
intento de agresión.
— ¡Pues nada, carnal! Descubrimos que la mujer tenía una hija y
está desaparecida desde el jueves. El mismo día del atentado. ¡Qué
casualidad! Y nadie sabe de la pequeña. Los datos de la difunta ya
los conoces, son los mismos que nos entregó el coronel M ancera.
De todos modos, ya nos vamos; le tenemos que dar esta
información y otros detalles curiosos a don Tomás.
Explicó con amabilidad el Zopilote abriéndose paso en dirección a
la salida. El sicario sostenía en la mano izquierda un sobre amarillo
tamaño carta. El Zurdo intentó averiguar un poco más; sin embargo,
el aura del Perro se tornó negra y el demonio de su corazón indicaba
tiempos de muerte. El visitante no deseado estaba obligado a no
dejarlos escapar con vida.
— ¿Puedo ver lo que llevas en el sobre?
Solicitó el Zurdo con tono recio y autoritario. Su actitud pretendía
retarlos y causar una pelea a pesar de no contar con armas de fuego.
Su navaja quirúrgica era su esperanza de vida. El Zopilote no
entendió la contraorden porque los papeles estaban destinados al
capo. Entonces, observó con incredulidad retadora a su
impertinente jefe. A su lado, el Perro, cada vez más nervioso, no
perdió más tiempo: desenfundó su Pietro Beretta 92f negra y la
apuntó a la cabeza del inquisidor malherido con sobrada intención
de volarle los sesos.
— ¿Qué te pasa, pendejo? ¿Cuál es tu insistencia? El jefe nos
mandó a cumplir un trabajo, el viejo fue muy claro en sus órdenes.
Ya terminamos y te apareces de la nada cuando deberías estar
descansando en tu casa. ¿Qué intentas, pinche Zurdo? ¿De qué lado
estás? No me gustan las sorpresas.
Ripostó el Perro retando a la Pelona. El sicario barato transpiraba
coca hasta por la retina y soñaba con reventarle la cabeza al único
hombre que impedía el ascenso de su cuate el Sarna. Y en aquel
preciso instante, por primera vez, tenía a su enemigo común a una
distancia de ejecución perfecta y con una excusa que podría
justificar aquel acto despiadado ante los ojos del capo de la banda,
pero, por suerte para el Zurdo, su compañero evitó el cobarde
crimen y le exigió cordura al Perro, un craso error que resultaría
mortal para ambos infelices.
— ¡¡¡Cálmate, no seas estúpido Perro!!! ¡No cometas ninguna
locura! – gritó envalentonado el Zopilote, que usaba el sobre
amarillo de bandera manual.
El atolondrado aspirante del clan deseaba ver sangre y, de manera
equivocada, pensó en ejercer la justicia por su mano. Desde hacía
tres noches, el Perro sospechaba del Zurdo ante la ola de muertes
extrañas. Y dudaba de todas las versiones expuestas por el único
sobreviviente de la matanza de la casa del juez M uñoz; algo le olía
mal, y desenmarañar el caso le acreditaría las charreteras necesarias
para ascender en su escalafón criminal. El capo lo premiaría con
creces si descifraba el misterio de la mujer justiciera y su hija
desaparecida. El intenso deseo de rancia venganza lo traicionó
cuando le exigió al Zurdo levantar las manos y mostrárselas. El
detenido aceptó y sonrió con sorna. Su agresor había firmado la
sentencia de muerte. No quedaba opción, el Zurdo le clavó una
mirada de odio al nervioso sicario, que temblaba sin poder evitarlo,
pues era consciente de que acababa de invocar a la muerte, aunque
estaba seguro de la victoria porque sostenía una pistola que
apuntaba a la cabeza de su rival quien, además, estaba desarmado y
malherido: ¡imposible perder! Fernando M iralles cooperó, levantó
las manos en dirección al cielo y pronunció su declaración de
sangre.
— ¡¡Cálmate, Perro!! ¡No juegues al valiente güey! No invoques a
la muerte; mira que luego se asoma y saluda a los devotos en pena.
Compadre, estás lleno de coca; tranquilízate, hermano, y vivirás
para…
Las advertencias del Zurdo no contribuyeron a bajar la efusividad
del asesino, fueron apagadas por el grito desesperado del inexperto
sicario, que ahora tomaba la iniciativa.
— ¡¡¡Cállate, pendejo!!! Aquí el único que se va a morir eres tú,
cabrón.
El miedo ayudaba al Perro a cometer errores imperdonables. Con su
pulgar movió el martillo de la pistola hacia atrás con la franca
actitud de amedrentar al Zurdo. La pistola automática utilizada por
el Ejército americano ya estaba montada, lista, ansiosa de ser
accionada y fogosa por matar. Con extraña sorpresa divina, el
Zurdo emanaba paz, serenidad, frialdad y estaba decidido a
enfrentar a los demonios del Perro. Atento, aguardaba la
oportunidad idónea antes de actuar.
Sin darse cuenta, el Zopilote se convirtió en su mejor aliado.
Resultó una bendición del cielo al intentar mediar entre los
contrincantes. Su acción conciliadora ayudó a que el pistolero
perdiera el foco y la concentración. En aquellos instantes decisivos,
la distracción abrió las puertas del infierno. En una fracción de
segundo, el Zurdo lo percibió y actuó con furia asesina. Fernando
M iralles movió de izquierda a derecha la mano que sostenía el
bisturí, y, con pericia quirúrgica, de un solo tajo, profundo,
demoledor, aniquilador logró rajar profesional y mortalmente el
cuello de su agresor. El bisturí penetró la circunferencia plena de la
yugular y la vena se reventó en el acto. Sin mediar palabra, la mano
que sostenía el escalpelo cambió el ángulo, continuó en la misma
dirección circular, y la cuchilla fue a incrustarse con furia animal en
el ojo izquierdo del Zopilote.
En menos de tres segundos, dos criminales baratos cayeron al piso
heridos de muerte. Uno se desangraba con el cuello abierto a lo
ancho y le resultaba imposible pronunciar sonidos guturales,
mientras que el segundo emitía alaridos de dolor mortal: la
perforación del globo ocular, que casi rozaba el occipital, le
aniquilaba la vida en minutos porque su cerebro generó un
cortocircuito; los movimientos se tornaron erráticos y el dolor
inmenso, desgarrador. Fernando M iralles necesitaba resultaba
silenciar el escándalo del guarura moribundo: desabotonó su
chaqueta y retiró la segunda navaja quirúrgica, la afianzó con ira en
su mano, y le asestó un golpe certero que le atravesó el cuello de
parte a parte. De inmediato, la respiración del Zopilote se detuvo,
y dejó de ulular.
El Zurdo se agachó de soslayo, recogió el sobre amarillo y volteó
sus efusivos ojazos al lado contrario, donde ojeó con asqueroso
desprecio al Perro, que intentaba tapar con ambas manos la herida
del cuello con la imposible esperanza de contener la escandalosa
hemorragia que, sin demora, lo transportaba a la casa de las
sombras. El verdugo se acercó al oído de su enemigo agonizante y le
susurró su despedida:
— ¡¡¡Te lo advertí, pendejo!!! No invoques a la muerte, no tienes
«güevos». ¡¡Te ganaste la lotería!! Y la Pelona te vino a buscar:
ahora púdrete en el infierno, maldito cabrón.
El nuevo vengador se levantó con dificultad abandonando al herido
rodeado por un río de sangre. A pesar del volumen de cocaína, su
alma se removía en pena: matar a sangre fría a dos de sus
compañeros no era placentero. El Zurdo se aproximó a la puerta,
deseaba escapar de la escena del crimen. En el pasillo exterior
saboreó un ligero reflujo de vómito, el asco le carcomía por dentro;
luego inhaló con fuerza y se llenó de aire fresco, aire libre,
purificador, redentor. El sicario mayor huyó del complejo de
apartamentos, buscaba desesperado su Ford M ustang. Durante la
fuga, abrió el sobre amarillo que le había arrebatado al Zopilote. El
envoltorio de correspondencia resguardaba una veintena de fotos
pertenecientes a la mujer asesinada y su pequeña hija. El Zurdo no
aguantó más y comenzó a sollozar traspasado por un dolor
auténtico. Sentía culpabilidad por la insospechada tragedia de
ambas. Aun cuando la pequeña sobreviviese a la venganza del capo,
jamás se perdonaría haber contribuido de forma tan horrible en el
fallecimiento de su madre. Lo único que tranquilizaba al verdugo del
narco era saber que durante las próximas doce horas la vida de la
chiquilla continuaba a salvo.
Dos informantes menos, cinco hombres de confianza del capo
liquidados en tres días. Como si se tratara de un buen augurio,
aquellas cifras podían encajar en la línea de la teoría de la
conspiración. La posibilidad de convencer al resto del clan sobre
una venganza orquestada por otra familia del narco ya no asemejaba
una utopía. Tal vez podría funcionar si argumentaba bien las
excusas. La confusión y el desespero de don Tomás ante la tragedia
jugaban a favor de Fernando M iralles. Debía destruir las fotos, y
borrar las evidencias recabadas por los emisarios del jefe de los
Tomateros.
El Zurdo se concentró en el resto del plan. Cerró el sobre amarillo y
lo escondió en la guantera del carro antes de salir disparado de
regreso al hospital. Le quedaban cuarenta y cinco minutos antes de
levantar sospechas. El tráfico se confabuló con él como un nuevo
aliado y le ayudó en gran medida, porque no circulaba en plena hora
pico; las distancias desaparecían gracias al potente motor del
moderno carruaje. Solo hicieron falta treinta y dos minutos para
regresar al ambulatorio de Santa Clara. El Zurdo estacionó en el
espacio asignado y, apurado, subió por las escaleras de incendio,
abrió la puerta de emergencia e ingresó en el área de los
consultorios. A mitad del pasillo se topó con M arisol, que tenía
bien claro el guion.
Con celeridad, recostaron al herido en el mesón de consultas
médicas. La doctora le soltó los vendajes. La potente luz del galeno
confirmó las sospechas, la herida se había abierto un poco y
exponía algunos puntos zafados: la sangre manaba, aunque con
poca presión. M ientras la doctora iniciaba la limpieza de la lesión
dérmica y muscular, en la sala de espera se oían los atronadores
gritos del Ratas y el Perico. Los compañeros del convaleciente
discutían con el enfermero. Los guaruras exigían verificar el estado
de salud del jefe, ya no aceptaban más excusas e hicieron caso
omiso a las advertencias de M anuel. Los escoltas atravesaron la
puerta basculante e intentaron ubicar el consultorio donde estaban
realizando las curas de rigor a su amigo. Cuando por fin vieron al
Zurdo, los sicarios se relajaron por completo, y en su rostro se
dibujó la misma expresión que cuando a uno le dan una sorpresa
gigante. Fernando M iralles permanecía recostado con el torso
desnudo y casi se había dormido por el efecto de la anestesia local,
que trabajaba en complicidad con el descenso de los niveles de
adrenalina. Al jefe le suturaban el corte por segunda vez, aquella
calma aparente desconcertaba a cualquiera. Una espera de dos horas
se consideraba dentro de los parámetros normales de toda clínica
pública de la capital, y más si estaba cerca del Zócalo. Los
criminales interrumpieron la consulta médica, porque la tensión
emocional los sacudía, y comenzaban a mostrar indicios de
desesperación. La falta de información en la interminable espera no
agradó y la voz del Ratas se hizo presente. Ofreció disculpas, por
el modo rudo al momento de entrar, pero traía nuevas exigencias del
capo.
— ¡Perdone, don Fernando, es que estábamos preocupados! Usted
entró hace mucho tiempo y pa colmos, el jefe nos ha estado
llamando desde hace un rato. Necesita hablar con usted, creo que es
bien urgente. Nos obligó a encontrarlo a la fuerza, creo que don
Tomás está muy encabronado, molesto porque usted no atiende el
celular. ¡Por favorcito, llámelo! ¡Ya nos regañó en el móvil! Se lo
ruego, mi señor, llame al capo.
Imploró el guarura con mirada inocente, temerosa. El pobre
subalterno se encontraba en el medio de dos líderes de peso
ejerciendo de mensajero y chófer a la vez.
— ¡Disculpen, muchachos, pero la doctora me dejó esperando en la
sala de cuidados! Luego me inyectaron un calmante que redujo el
dolor y me desconecté del mundo. La medicina me adormeció, era
necesario antes de realizar la operación. Lo siento, pero aquí no
tenemos preferencia, igual me dejaron en la fila porque llegaron
otros pacientes peor que yo, son normas de los médicos. Quizás
allí se generó la demora y mi celular está apagado, me lo exigió la
güera, no se permite ingresar a los consultorios con los móviles
encendidos – se excusó el Zurdo aprovechando su postura de
víctima inocente ante los acontecimientos. La actitud sosegada
evidenciaba el mejor disfraz si aspiraba a disimular el exceso de
euforia que recorría sus venas. En pocas horas, despachó al mundo
de las sombras a dos de los peores asesinos, los fieles y peligrosos
acólitos del Sarna. Las malas nuevas de seguro molestarían a don
Tomás.
El Zurdo imploraba que no se enredase de nuevo el plan, si es que
existía alguno que tuviera objetivos claros y concretos. En su
cabeza comenzaba a visualizar un poco de lógica. Restaba crear una
falsa verdad y reforzar de manera encarnizada, la creencia de la
guerra entre bandas. El herido analizaba los escenarios que podían
presentarse, fáciles de predecir en las próximas doce horas, y
maquinaba posibles soluciones para todos ellos. Lo primero que le
vino a la mente fue la difusión de la muerte de los sicarios en el
apartamento de la colonia La Condesa. Tal vez los gritos del
Zopilote alertaron a los moradores y tal vez ya habrían llamado a la
Policía. Era lógico y obvio. La información del crimen circularía con
facilidad en los medios audiovisuales en unas cuatro horas. Esa
posibilidad cruzaba a través de su cansada y saturada cabezota. La
sexta parte de un día era margen suficiente para él, solo faltaba
recoger a sus protegidos y marchar lejos de la ciudad. Pero de forma
inesperada, en las horas venideras descubriría un fatídico error de
cálculo. Los sicarios aceptaron las excusas, pero aun así insistían en
la necesidad de llamar al capo.
— ¡Lo que usted diga, patrón, pero, por favorcito! Agarre mi
celular y márquele a don Tomás; de veras está muy rabioso y
quiere hablar con usted. Nos amenazó de mala manera si no
lográbamos encontrarlo, por eso entramos a la brava. ¡Perdóneme,
mi señor! Usted ya sabe cómo se pone el viejo cuando no lo
consigue a usted.
Tembloroso, el Ratas le acercó su teléfono móvil. El Zurdo lo
agarró y presionó la tecla para iniciar la llamada. Al otro lado del
auricular se escucharon los gritos abusivos del capo.
— ¡¡¡Pinches idiotas!!! ¿Ya encontraron al puto del
Zurdo? – ululaba don Tomás con mil demonios a cuestas. —
¡¡Tranquilo, jefe, soy yo!! Perdone, es que me están
cosiendo la herida y, además, estoy medio sedado, por eso no le
atendí cuando usted… – la explicación sobraba. De forma brusca y
grosera el demandante le cambió el giro al diálogo, no le importaban
los detalles. Era la primera vez que le alzaba la voz al Zurdo, hasta
el
punto de llegar a amenazar a su hijo putativo.
— ¡¡¡Oye bien, Zurdo!!! M e importa una mierda si te están
operando el pinche cerebro. Ahora mismo te vistes y te vienes a La
Casona o te juro que te reviento a ti también. Están pasando cosas
muy raras, y eres el único que las puede explicar o ayudarme a
entenderlas. Confío demasiado en ti, pero te necesito lo más rápido
posible, y bien centrado. Si quieres, traes contigo al doctor y que te
arregle en el camino o acá en nuestra oficina. Te quiero en diez
minutos.
La llamada murió en el acto, la comunicación fue cortada
de cuajo. El Zurdo entendió a la perfección que tal vez algo había
salido mal o, al revés, quizás los nervios del capo eran tales que ya
creía la historia del infiltrado. Seguro que el viejo descubría
fantasmas en todas las esquinas. La efímera justificación le
proporcionó al herido la esperanza necesaria de seguir soñando con
salvar a su testigo clave y al cura que les había protegido la vida de
ambos. El problema central, a medida que expiraban las horas,
consistía en la cantidad de obstáculos cada vez más inverosímiles
que surgían en el plan de fuga. Habían pasado treinta y seis horas
desde que el Zurdo abandonó la iglesia del padre M anuel. En la
nueva fase imperaba lidiar con las casualidades o con los caprichos
benditos del destino. En definitiva, su futuro estaba en manos de
Dios.
El paciente se disculpó, le pidió a la doctora que dejara de
suturarle los puntos. Era cuestión de vida o muerte. Ella aceptó con
la condición de colocarle un par de grapas de sutura en las áreas
sensiblemente expuestas y, antes de vendar la zona afectada, selló
el
ancho del hombro con caléndula en polvo. Al contacto con la
sangre,
el medicamento natural formó una capa pegajosa que daba la
sensación de un tipo de yeso mal elaborado. En segundos, los
poros
circundantes de los orificios por donde emergía el hilo de sutura se
taponaron de forma momentánea, evitando el derrame del tejido
líquido durante las próximas tres horas. Procurando amortiguar el
dolor cutáneo, la doctora esparció fuertes dosis de prilocaína. La
prescripción no representaba la solución más adecuada, pero al
menos engañaba al cerebro por un rato. Por último, y sin ser visto
por sus guaruras, el Zurdo volvió a esnifar una dosis media de coca
que le había robado al Perro antes de despedirse. El remedio
artificial en polvo blanco con certeza le ayudaba a olvidar la
realidad que estaba viviendo. Luego se ajustó la chamarra y salió
escoltado por sus hombres con destino a La Casona donde se
reuniría con don Tomás. Ya pronto terminaría el festín de muerte,
el Zurdo lo podía presagiar. Se avecinaba la fase tres de un plan
concebido en el cielo. En los momentos futuros, cualquier palabra
mal dicha o gesto mal utilizado garantizaba una muerte horrible y
muy dolorosa. Con el narco no se juega, y Fernando M iralles
siempre lo supo de sobra. Le parecía increíble que, en menos de
setenta y dos horas, hubiera roto todas las reglas: se había
comprado muchos billetes de la lotería del mal, y lo peor del caso
era que ni él mismo terminaba de entender la razón de actuar de
aquella forma, el motivo por el cual una sublime energía lo
empujaba a esta situación.
Capítulo 14
En La Casona cobran vida los fantasmas
México D. F., una hora después de abandonar la clínica.
De regreso a la guarida del lobo, el Zurdo experimentaba un
cansancio exagerado. No atinaba a juntar ideas claras, los efectos de
la coca mezclados con el analgésico en la herida adormecían sus
neuronas. A lo largo del trayecto, casi no cruzó palabras ni con el
chófer ni con su copiloto. Las conjeturas meditadas se descartaban
por un soplo de lógica. El terror a lo desconocido lo impelía a
claudicar antes de la batalla, y ya dudaba de su estrategia y
sagacidad. El pensamiento más doloroso era imaginar la muerte de
la niña y del indefenso cura.
Fernando M iralles se encontraba atado de manos, la contraorden de
retornar a la guarida modificó el rumbo de sus ideas. Dudaba y; se
cuestionaba la viabilidad del plan. Pensó que, si tal vez hubiese
apretado el gatillo en el estudio del juez, quizás hoy estuviera
celebrándolo en el mejor burdel del D. F. en vez de ir por ahí
intentando salvar el mundo, ese lugar tan podrido y carente de
valores donde la lana lo compra todo, incluso lo que sobra. Pero
cada vez que el pesimismo demoníaco trataba de dominarlo, de
ganarle la partida y robarle el alma, un remanso de paz le acariciaba
el corazón que reforzaba la idea de que había hecho lo correcto. Por
primera vez su vida tenía sentido, y existía una misión divina en
sus manos. Al Zurdo le urgía expulsar el desánimo y aniquilar las
frustraciones porque, al final, la victoria lo aplaudiría, aunque él se
negara a creerlo. Los efectos alucinógenos no cooperaban en la
batalla emocional. Pero había algo, imposible de descifrar, que lo
motivaba y le revoloteaba en la cabeza recalcándole una y mil veces
la idea de que, cuanto más se esforzara, más cerca se encontraría de
la prometida recompensa. Si anhelaba redimir sus pecados y
conseguir el perdón divino, la sangre de sus demonios lo
favorecería. Hurgar tanto en su mente lo ayudó a caer en un
descanso sublime y, poco a poco, se dejó llevar hasta olvidar su
cuerpo. Aunque no dormía, solo confundía los estados de ánimo.
Sus músculos no respondían a los estímulos porque había entrado
en una especie de plano espiritual donde quizás te asomas cuando
interpretas que estás a punto de morir. La evasión terrenal duró
poco, lo suficiente para reavivar sus esperanzas. El paseo terminó
cuando estacionaron la camioneta en La Casona. El Ratas lo
despertó de su viaje existencial. El pasajero bostezó con paciencia
y descendió del pesado transporte. Un grupo de guardianes lo
saludaron con cariño dándole la bienvenida, dispuestos a
acompañarlo a la sala de juntas donde le esperaba don Tomás hecho
un mar de nervios.
El Zurdo entró al despacho privado del capo y de inmediato,
percibió un ambiente pesado y enrarecido. De las siete cabezas que
quedaban en pie, solo cinco con aspiraciones de liderazgo se
encontraban en la oficina. En general, los sicarios lo veían con cierta
camaradería hipócrita, y no lo envidiaban porque su suerte podía
ser transitoria, e incluso, había alguno que aseguraba que en aquel
momento se encontraba en decadencia. En la sala de reuniones, los
malhechores hacían apuestas por la cabeza del hombre de confianza
de don Tomás, sobre todo el Sarna que, sigiloso, ya se veía como el
nuevo líder de la hermandad. El error garrafal en el intento de acabar
con la vida del juez se convertía en el Titanic del hasta ahora
invencible Fernando M iralles, pero a él no le importaban las
intrigas de los segundones, su mente permanecía fija en un solo
objetivo: salvar dos vidas, aunque fuera a costa de su muerte. El
Zurdo había decidido retornar a la guarida de su posible verdugo,
pues no existía escapatoria. Además, la posibilidad de descubrir el
empeño del capo en realizar esta reunión tan inesperada podría
facilitarle ideas para su macabro plan.
Fernando M iralles saludó con la mano derecha a su mentor, que se
había colocado al final de la espaciosa oficina. El capo charlaba por
teléfono con alguien conocido, su interlocutor le aportaba noticias
poco halagadoras o quizás retardadas. Con educación, el visitante le
extendió la mano al resto de sus compañeros con cara de aburrido, a
sabiendas de que varios de ellos entregaría toda su fortuna por verlo
muerto. El sicario mayor no se amilanó: al contrario, desfiló con
abultado ego, digno de un líder consumado, y se pavoneó por la
oficina dirigiéndose al bar, que estaba localizado en el lado contrario
de la zona donde su jefe despotricaba con su oyente a través del
celular, y se sirvió un buen vaso de tequila; esta vez optó por un
Herradura Plata de los básicos, de los menos fuertes. No debía
tomar más de la cuenta o, de lo contrario, los antibióticos que le
habían inyectado en la clínica incumplirían su trabajo de alejar las
infecciones. Con el trago en la mano, se sentó a un costado de la
silla presidencial e intentó conversar con los presentes buscando
romper el hielo e indagar sobre el motivo de la cita. Los
interrogados respondieron con monosílabos evasivos, ninguno era
capaz de adelantar nada porque, en realidad, ellos también
desconocían los reales motivos del evento. Transcurrieron un par
de minutos antes de que don Tomás colgara la llamada. El capo
tragó aire con rabia explícita, dio un par de vueltas sobre sí mismo
y se involucró en la mesa de reuniones. Lo primero que hizo fue
saludar a su hombre de confianza e iniciar la conversación clavando
los ojos en la mirada del recién llegado.
— ¿Viste las noticias, Zurdo? – preguntó a quemarropa el líder de
la banda con mirada retadora.
— ¡No, don Tomás! ¿Qué pasó? ¿De qué noticias me habla? –
respondió con absoluta sorpresa el Zurdo mientras daba un sorbo a
su tequila.
El capo apoyó las manos en el escritorio y, con su masa corporal,
impulsó la silla presidencial en dirección contraria, que fue a
detenerse al lado de una gigante pantalla de vídeo, de más de 120
pulgadas. Agarró el control remoto y encendió la televisión, y por
unos segundos manipuló con nerviosismo el zapping, hasta llegar al
canal de noticias. Las informaciones, que en aquel preciso instante
se encontraban en pleno desarrollo, rompieron la quietud del alma
del Zurdo. El expediente del sumario de la Policía Federal sobre el
caso del juez M uñoz ya empezaba a ser público. Algunos detalles
noticiosos auguraban un trágico final.
— ¿Viste, mi querido Zurdo? La puta que murió en casa del juez, la
tal Claudia Rebeca Peralta… ¡¡¡sí era profesora de piano!!!
Graduada con honores en el Conservatorio, y no está vinculada a
ninguna organización criminal, es un hecho certificado.
Don Tomás se levantó iracundo de la mesa y empezó a deambular
dando vueltas alrededor de la silla del Zurdo, tan cerca que incluso
llego a rozarla, y sin dejar de espiarlo.
— Y lo peor del caso, mi carnal, es que la mujer dejó una hija
huérfana llamada Patricia Peralta. Una escuincla de ocho o quizás
diez años, quien, por mera casualidad, está desaparecida desde hace
tres días, es decir, desde la misma noche del atentado. ¿Entiendes lo
delicado del caso, mi querido Zurdo? Ahora puedes ponerte en mis
zapatos: ¿qué opinas de esta revelación? Estamos jodidos güey.
Fernando M iralles se mantuvo inmóvil comportándose con frialdad
cadavérica y contrajo con furia silenciosa sus músculos. Necesitaba
quedarse estático, inexpresivo, necesitaba hallar respuestas
inmediatas utilizando su sapiencia criminal. No podía caer en
contradicciones y, para ello, ejercitó su mejor expresión de jugador
de póker. El Zurdo domeñó sus emociones, le faltaba conocer las
dimensiones del inminente peligro. Si titubeaba, perdía y
sentenciaba el final de la morrita y, si evidenciaba miedo, en
fracciones de segundo terminaría su paso por esta vida. Pletórico de
ironía actoral, frotó sus labios, y con la barbilla ejecutó una mueca
ingenua imitando a un niño regañado por el maestro, antes de soltar
la mejor explicación evasiva que se le ocurrió.
— ¡No sabía nada, don Tomás! Recuerde que estaba en la clínica
haciéndome las curas de la herida; por otro lado, usted mandó al
Perro y al Zopilote a averiguar algo sobre la misteriosa dama.
¿Cómo es que se llamaba?... ¡¡Ah, sí!! La tal Claudia Peralta.
Quizás ellos tengan más información que la propia televisión.
Disculpe las dudas pero ¿qué tiene eso que ver con el caso? ¡Las
mujeres suelen tener hijos! – ripostó el Zurdo con un exceso de
simplicidad y mostrándose yermo de análisis o saturado de vano
conformismo en su exposición. El capo recibió las palabras con
frustración abismal, esperaba una postura más impulsiva, acorde
con el nivel de un criminal que dudaba hasta de su propia sombra.
— ¿Cómo que qué tiene que ver? ¿Estás mal de la cabeza? ¿Qué te
pasa, pendejo? ¡¡¡El plomazo te secó el cerebro!!! ¿No te das
cuenta? Hay una persona faltante en el caso y sobran dos
pistoleros. Estamos llenos de fantasmas, ¿lo ves, hermano? – la
sentencia intentaba descomponer la pasividad del interrogado.
— ¡A ver, don Tomás! ¿Qué me insinúa? ¡Sea más claro! Quizás el
analgésico no me deja pensar con claridad porque no le sigo el
punto, explíquese mejor – increpó el Zurdo retando la lógica del
buen empleado. El servilismo no se le daba bien bajo ninguna
circunstancia, sin embargo, en este caso particular, poner en su cara
seria una expresión de sorpresa podía ayudar en la parodia.
— M uy fácil, mi querido Zurdo, esa niña puede ser un testigo clave
en el caso y podría perjudicarnos en el proceso de investigación.
Quizás sabe de ti o de los muchachos, puede testificar en contra
nuestra y, bajo ninguna razón, la hermandad debe estar vinculada en
el proceso. No quiero líos con la presidencia de la república – la
respuesta confundió al oyente. El toma y dame verbal
resquebrajaba la paciencia entre ambos contendientes.
— Perdone la curiosidad, don Tomás, ¿pero en qué nos puede
perjudicar? ¿Acaso no están los cadáveres del Braulio, el Rex y el
Burro en la propia escena del crimen? En la Policía Federal ya
somos noticia vieja. ¿Qué pinto yo? A mí nadie me vio, pero da
igual, nuestros muertos son pruebas contundentes contra la familia,
sin quererlo, ya estamos involucrados – aclaró Fernando M iralles
haciéndose el desentendido y sin mostrar rastros de preocupación o
nerviosismo.
— ¿No entiendes nada, muchacho? ¡¡Definitivamente, estás
drogado!! Recuerda bien, haz el esfuerzo, ¡no te hagas el idiota! Los
dos infelices que murieron en la casa del juez son sicarios
profesionales que no son exclusivos de nuestra hermandad. Tú lo
sabes muy bien. Ellos ejecutaban encargos sucios para otras
organizaciones y en ocasiones les servían a políticos o empresarios
corruptos. En pocas palabras, los pudo contratar un tercero. Ellos
no me preocupan, no hay manera de que nos inculpen con facilidad.
Sus cadáveres pueden ser camaleónicos. Tenemos miles de
justificaciones y de posibles defensas. Tú mismo me diste la idea
de usarlos a ellos y no involucrar a otros más exclusivos de nuestra
familia, ¿lo recuerdas? Si tú hubieras muerto, hubiera cambiado el
guion. Ahora bien, si esa niña te descubrió, estamos bien jodidos,
por eso debemos encontrarla y eliminarla lo antes posible.
Las órdenes expuestas por el capo estallaron en la cabeza del
interrogado. Tal vez el argumento asomaba un tanto válido, pero,
con algo de felicidad y sin planificarlo, otorgaba un ligero halo de
esperanza en favor de la chiquilla y del propio Zurdo. El sicario,
que parecía adormecido, necesitaba reformular la historia a su favor.
Convertir una verdad en suposición efímera, y viceversa, para dar
pie a una búsqueda sin final, pues con ello crearía uno de esos
típicos círculos viciosos de información no certificada que se logran
haciendo desaparecer algunos expedientes donde se recogen datos
históricos.
— ¡Ahora que lo pienso, usted no tiene razón, don Tomás! Sin
temor a errar, esa niña que usted menciona, ¿cómo me puede
acusar? Si nunca me vio… No puede reconocerme. Perdóneme, creo
que es una alucinación suya. Le repito que yo entré en la casa y
jamás vi a ninguna chamaca: en el despacho del juez M uñoz tan
solo se encontraban dos hombres armados en complicidad con la
misteriosa mujer, que, hoy descubrimos que tiene una hija. Los tres
nos hicieron frente. Que la mujer sea pianista, profesora o lo que
sea no le prohíbe o impide saber de armas ni de cómo matar. Por
ejemplo, yo soy narco y sicario, pero también sé cocinar muy bien,
aunque eso no me convierte o acredita como chef. No sé si me
explico, jefe: estamos debatiendo una situación muy diferente. Por
ahora hemos descubierto que Claudia Rebeca Peralta recibió
certificación de profesora de piano y, si buscaba empleo, dudo que
enseñara sus credenciales de asesina, ¿no le parece lógico? Además,
¿no le parece casual que justo ese día no apareció el pinche juez,
pero ella sí, y estaba bien armada? ¿No le parece que a alguien del
Gobierno o de la Policía le puede convenir crear nuevas mentiras?
En mi opinión, la supuesta formación académica puede representar
un disfraz maravillosamente creativo. Quizás la emboscada tiene
una factura política; tal vez quieran descabezar a alguien de la
Policía. Todo es muy raro: qué tal si la pianista era agente
encubierta.
La abultada inteligencia del Zurdo de manera constante abrumaba al
capo, razón suficiente para ganarse el respeto en la organización. El
viejo dudó un instante y preparó con mesura su argumento
intentando desencajar al experimentado orador.
— ¡¡Touché!! ¡Buen punto, mi querido Zurdo! Es cierto, puede
que la mujer tuviera una doble vida. Y también puede ser que la
niña no estuviera con ella. ¿No la viste? Creo en ti, pero ¿qué
sucedería si estás errado y ella te identificó? No abuses de tu
confianza. ¿Qué tal si la chamaca se escondió antes del ataque? Ese
detalle peligroso jamás me lo podrás argumentar. Por eso hay que
encontrarla y matarla. Recuérdalo bien: testigo muerto, testigo
seguro.
Las justificaciones dichas por el capo fueron secundadas de
inmediato por el Sarna, que se unió a la conspiración. La cizaña
apoyaba los argumentos de don Tomás; el interés que demostraba
perseguía sumar puntos con el líder de la banda e ir restando poder
al segundo hombre, ya caído en desgracia. sospechaba de Fernando
M iralles, y era Además, el adulador la mejor manera de provocarlo,
pues en la refriega se medirían sus reacciones.
— ¡Yo pienso que don Tomás tiene razón! Esa pequeña es un
estorbo peligroso. No debemos confiarnos mucho, hay que…
La recia voz del Zurdo aumentó su volumen de forma
desproporcionada, interrumpiendo con sobrada autoridad al Sarna.
La acción determinó el destino de la charla.
— ¡¡Cállate, Sarna, tú eres un simple asesino barato!! Pretendes
adular al jefe intentando hacer un poco de ruido porque necesitas
que se fijen en ti. ¡Piensa antes de hablar, güey! – la respuesta
contundente de Fernando M iralles detuvo en seco al matón de
barrio. El malherido cortó la comunicación con los sicarios de medio
pelo y clavó la mirada en los ojos de don Tomás procurando
adormecer los demonios que consumían los nervios del viejo
traficante.
— ¡Cálmese, jefe! No hace falta buscar muertos innecesarios que
solo traen problemas. Aumentar el número de cadáveres genera
mayor cantidad de preguntas, acarrea otras acusaciones, más
investigaciones, críticas y dudas. No podemos pelear contra
fantasmas, nunca le ganaremos a una sombra. Tengamos calma, le
juro que allí no había ninguna niña. Quizás la chiquilla jugaba en
otro cuarto, o, puede ser que no acompañó a su madre esa noche.
Por otro lado, hasta no tener la certeza absoluta nos podemos
adentrarnos en la boca del lobo; recuerde que el asesinato de niños
levanta mucho polvo, y del adverso. Las autoridades pedirán
cabezas, y las tendrán aunque las tengan que inventar. Ya la Policía
está averiguando, dejémosla hacer su trabajo, aguardemos los
reportes de M ancera y, cuando se aclare todo, actuamos. Salir al
encuentro de fantasías no es recomendable. Piénselo con claridad. Y
en el supuesto de que la niña se escondió en la casa, créame, es casi
imposible que alguien hubiera podido ver nada en medio de una
lluvia de balas y con el ruido de los cañonazos. Don Tomás, la
distracción era total, y el miedo de las víctimas forma parte de
nuestra victoria, usted lo sabe – los argumentos del Zurdo
taladraron de forma directa los pensamientos del capo. Aun cuando
estaba alterado porque nada le cuadraba, la explicación de su
hombre de confianza estaba henchida de lógica. Quizás fuera cierto
y la niña no presenció el crimen, o tal vez, con la encarnizada
balacera, le resultó imposible distinguir una silueta, un rostro. El
viejo zorro bajó sus niveles de miedo y estrés reavivando su
confianza en el asesino que por muchos años le había cuidado el
changarro.
— ¡Está bien, Zurdo, confío en ti! Te encargo que averigües bien
sobre esa niña, te doy el beneficio de la duda. Pero esta vez
asegúrate de no dejar cabos sueltos. No quiero ninguna sorpresa.
Ahora mismo me arreglas ese temita.
El apoyo del capo llenó de frescura el corazón del asesino herido.
La decisión de arriba indicaba que no había necesidad de alterar los
planes por tercera vez y que la vida de la pequeña podía pasar
desapercibida. El Zurdo daba las gracias a Dios. Sus falsos
argumentos mutaron en contundentes verdades: había
reconquistado la confianza del líder supremo. Los problemas y las
amenazas parecían disminuir y se había ahuyentado el peligro hasta
el limbo. Pronto enterraría para siempre el pasado y el futuro de la
pequeña. En su alma, el Zurdo festejaba eufórico, agradecía a los
santos por ese milagro tan sencillo. Pero la tristeza corría a
velocidades incalculables. Y su felicidad vivió corto tiempo. El
celular de don Tomás sonó, y el viejo contestó con tranquilidad, sin
sospechar que las noticias venían sazonadas de intrigas y muchas
dosis de incongruencias peligrosas.
— ¡Dígame, coronel! ¿Cómo le va? ¿Ya tiene el expediente?
¡Júreme que me puedo quedar tranquilo! – respondió el capo
usando una voz simpaticona, amigable, relajada.
— ¡¡¡Óigame bien, don Tomás!!! Intente disimular delante de sus
hombres. Ya tengo el informe de balística en mis manos. También
los reportes de los peritos del departamento científico y de los
investigadores que levantaron los cadáveres del Burro y el Rex en
casa del juez, así como el de Braulio en la camioneta. ¡¡Se va a
sorprender!! Tenga mucha discreción, disimule al máximo y no
muestre efusividad. Tal vez nos enfrentamos a uno o más traidores
en la familia. Las cosas no pintan bien.
Las aseveraciones del sabueso congelaron el cerebro del capo. Su
expresión facial se endureció. El viejo emitió una risa fingida que
evidenció su verdadero estado de zozobra. El Zurdo lo percibió en
segundos y comenzó a ver monstruos revoloteando cerca del aura
del capo. La anémica festividad que un minuto antes vivió el sicario
salvador iniciaba su proceso de expiración. Don Tomás intentó
despedirse del informante: sin embargo, otra noticia mortal terminó
de derrumbarlo.
— ¡¡Por cierto, don Tomás!! M is agentes de la Policía Nacional me
acaban de notificar sobre un nuevo incidente demasiado confuso
que corrobora mis teorías. En la colonia Condesa encontraron los
cadáveres de dos de sus hombres, el Perro y el Zopilote, dentro del
apartamento donde vivía Claudia Rebeca Peralta. Le anexaré el
informe preliminar y los datos de los detectives acerca de estos
nuevos cadáveres. Esto huele muy mal, mi querido amigo. No haga
nada, y que sus hombres no se muevan, hay un enemigo en casa.
Nadie debe salir de la guarida, busque protección con sus hombres
de mayor confianza. En una hora debo estar en La Casona, le ruego
que nos reunamos en privado – concluyó el delator con uniforme de
la ley.
— M uchas gracias, mi querido amigo. ¡¡Claro que sí!! Lo espero
con ansias. En una hora nos vemos, no se demore mucho que el
tiempo apremia – respondió nervioso el líder de la banda antes de
colgar la llamada. Con dificultad, intentó controlar sus impulsos
emocionales ante el nefasto vendaval de trágicas noticias.
Sus empleados trataron de indagar sobre la charla, pero el viejo
tardaba en responder las interrogantes, porque el miedo y la duda le
robaban el habla. El Zurdo se adelantó, tomó ventaja de la
confusión. Intuía que la noticia de la muerte de los dos sicarios ya
era pública entre las fuerzas policiales y tardaría muy poco en salir
en la prensa. Entonces se levantó de la silla y se encaminó al bar
tratando de disimular su curiosidad. La información resultaba
determinante para definir los pasos que debía dar, por lo que se
atrevió a romper el silencio sepulcral.
— ¿Todo bien, don Tomás? ¿Qué le dijo el coronel? – la ingenua
pregunta llevaba veneno.
El capo no se inmutó. Observó a su sicario mayor de frente, cara a
cara, y le dirigió una mueca con el rostro. Cambió la dirección de la
mirada dispuesto a pasearse por los rostros de los cinco guaruras
con aspiraciones. M ientras don Tomás oteaba a cada uno de los
supuestos sicarios de confianza, se formuló la misma inquietud no
menos de cien veces. ¿Quién carajos era el puto Judas? Pero no
abrió la boca, y utilizando la mano le enfatizó señas claras al Zurdo.
Le pidió que lo acompañará a fumar en el jardín. Al resto de la
banda le ordenó quedarse en la sala de juntas, nadie podía salir. Los
autorizó a beber un buen tequila mientras él y el Zurdo charlaban
en el patio. Ellos volverían en pocos minutos. Antes de salir a
charlar, el capo abrió un finísimo humidor Elie-Bleu tallado a mano,
decorado con motivos de la bandera y el escudo de M éxico y retiró
dos Aurora Preferidos Número 4, sus figurados más exquisitos que
reservaba para ocasiones especiales. Le entregó uno al Zurdo, que
no pudo rechazarlo. Caminaron por el largo engramado y se
sentaron debajo de un caney gigante donde habían construido una
parrillera de ladrillos diseñada al mejor estilo bonaerense. —
¡¡Tenías razón, pinche Zurdo!! ¡Hay un soplón en la organización!
El oyente arrugó el corazón, el miedo se adueñó de su cuerpo, él
sentía las palabras de su jefe como acusación directa, pero algo
sospechosa y confusa. Por un instante, Fernando M iralles pensó
que el coronel había ofrecido detalles incriminatorios. Entonces
evaluó la opción de actuar en defensa propia. M idió las
posibilidades, pero enfrentaba un escaso nivel de éxito; obrar así
carecía de lógica porque, si atentaba contra su jefe, en segundos lo
cosían a plomo. Prefirió jugársela, y continuó fingiendo adoptando
la pose del incrédulo monaguillo que ayuda en la sacristía.
— ¿Por qué lo dice, don Tomás? ¿Al fin lo descubrió? Yo tenía
razón en mis conjeturas – espetó con voz neutra el sicario en
proceso de redención.
— ¡M e lo acaba de confirmar M ancera! El coronel viene en camino
cargado de pruebas contundentes. Trae el reporte de balística y,
además, los peritajes realizados en las dos escenas de los crímenes.
Está convencido de que, en efecto, tal como mencionaste desde el
principio, tenemos el enemigo en casa. También me informó de que
hace un par de horas mataron al Perro y al Zopilote en casa de la
pinche Claudia. ¿Quién crees que es el puto traidor? ¿Quién nos
vendió?
La situación empeoraba. El Zurdo estaba a punto de ser
descubierto, su mente retrocedió cuarenta y ocho horas y
rememoró con claridad cuando él mató al Rex con un balazo directo
al cráneo, a quemarropa. Ese disparo resultaría determinante en las
pruebas de balística. Ya no existían excusas creíbles, ni tiempo
suficiente para escapar. Esperar a ver los reportes dilataba su
espantosa agonía. Necesitaba huir en busca de la niña y del párroco
o, de lo contrario, la única opción viable era silenciar al coronel
antes de que se entrevistase con el capo. El pánico le congeló los
pensamientos. Al sicario malherido, se le acabaron las ideas: su
mente acababa de teñirse por completo de un blanco inocuo. No
atinaba a estructurar una respuesta defensiva, las opciones de su
salvamento volvían a pulverizarse. De repente, un palmoteo de su
confesor lo obligó a aterrizar.
— ¿Qué te pasa, Zurdo? ¡Te pregunté si tienes alguna idea del
soplón! – dijo el líder del clan con marcada angustia.
— ¡Tengo presentimientos, don Tomás! Necesito ver los informes,
sin ellos no puedo decir nada. No me quiero adelantar. Cuando
llegue M ancera, con gusto le checo la información. Deme los datos.
Creo que podré corroborar la identidad del maldito traidor.
Sospecho de varios, en especial de un par de candidatos que
pueden tener aspiraciones en la organización. Creo que nos están
vendiendo a las autoridades y eso sí es delicadísimo en nuestra
operación – concluyó con solvencia el Zurdo, lo que generó el doble
de nervios a su oyente. La única alternativa alocada que podía
favorecer al vengador consistía en dilatar la llegada de las malas
nuevas que traía M ancera.
— ¿De quién hablas, pinche carnal? Dime quiénes son. ¡Suelta la
sopa de una vez, cabrón! M e tienes harto con tus misterios
– gritó don Tomás tratando de reducir su ansiedad.
— ¡Pues con toda confianza, patrón! No me dan buena espina el
Sarna y el Chuquis, no sé, los he notado extraños. Son matones de
baja calaña y tienen aspiraciones de manejar territorios grandes.
Recuerde que yo mismo les he frenado sus ambiciones y, tal vez,
repito, no aseguro nada aún, ellos quieran acelerar el ascenso a costa
de destruirme. Otro que no me hace mucha gracia es el tonto de
M ancera, usted me disculpa, maestro, pero, a mi modo de ver las
cosas los polis siempre son de cuidado.
Las verdades convenientes pronunciadas por el sicario
confundieron al compañero de chismes. En sus años de experiencia,
don Tomás nunca se había enfrentado a una situación tan
descabellada, y las dudas le carcomían la mente. El Zurdo volvía a
dominar la situación, su lenguaje corporal reafirmaba su
credibilidad, la historia y las circunstancias demasiado peculiares,
en el fondo parecían otorgarle el beneficio de la duda, y hasta lo
protegían. Por ello reforzó la gran premisa del narco, que ahora le
permitía crear fantasmas en todos lados: «Jamás confíes en nadie,
todos son leales hasta que te traicionan». Era un negocio duro
donde la fidelidad solía representar el pasaporte al éxito y, sobre
todo, era algo que podía garantizarte seguir con vida. Pero la
deslealtad solía nacer de la tentación del dinero, el poder y la
ambición desmedida, demonios humanos que hacían flaquear la
lealtad de los aspirantes a capos. Verdades que daban forma a la
estratagema de confundir al enemigo.
Don Tomás grabó en su cabeza las sospechas del Zurdo. El viejo
caminó en línea recta de un lado a otro intentando visualizar la
situación y encontrarle la lógica. La organización y su vida se
encontraban en serio peligro: ahora le tocaba interpretar con detalle
inmaculado cada pieza del mural. Lo aseverado por su amigo
aparentaba ser cierto y probable. Gracias a un elemento tangible, la
historieta fantasmal sonaba demasiado simple y básica, pero en el
día a día del narco nada es tan sencillo, obvio o realista. Las
situaciones conllevan un proceso, riesgos, pistas mal cruzadas y un
motivo de locura, pero hasta la fecha, ninguno de los supuestos
básicos se hacían presentes en la retorcida fábula del atentado
frustrado. Una pieza determinante continuaba faltando: el motivo.
El beneficio de la duda decía presente en la cabeza del capo. Por su
parte, el nuevo vengador respiraba con cierta tranquilidad. Suponía
que su discurso calaba hondo en los demonios de su socio criminal.
Apenas faltaba la estocada final: inculpar a los líderes medios del
cartel e involucrar colateralmente al coronel traidor. Si lo lograba, lo
cual no parecía tan descabellado, se generarían conflictos internos
de alta repercusión. Precisaba inventar pruebas, crear casualidades
negativas y acelerar el asesinato de los rangos inferiores. Una vez
muertos los sicarios y M ancera, el silencio en el caso de la niña
fantasma se traduciría en libertad, en una vida secreta, feliz y
tranquila. El Zurdo imaginaba la victoria de su lado, aunque,
lamentablemente, el maestro Cronos le demostraría que celebrar a
destiempo podía ser un error garrafal. En pocas horas podría
enfrentarse a una muerte sin honor, la que está reservada a los
traidores en las organizaciones del mal.
M ientras los dos líderes del clan conversaban alegres en el jardín de
La Casona y parecía que estuvieran ya listos para resolver la
porción faltante del mortal acertijo, el reloj seguía su rutinario
deambular. En una hora, el coronel entregaría las pruebas que
cambiarían el curso de los planes y la vida de todos los
involucrados. Las dudas o las sospechas de los protagonistas de la
misteriosa venganza saldrían a la luz. Y los vencedores se
transformarían en derrotados, los fantasmas cobrarían vida
reclamando cuotas de sangre. La redención presumía inminencia,
aunque para alcanzarla por completo hubiera que dejar que el
tiempo siguiera marcando el camino durante un buen puñado de
horas, que se presumían angustiosas y muy sangrientas. Los
milagros y las maldiciones estaban escritos en la bóveda celeste.
Capítulo 15
Los fantasmas sí tienen rostro
México D. F., una hora después, en La Casona
El coronel M ancera llegó retrasado a la guarida de los traficantes de
muerte. No hizo falta que se identificara en la garita de seguridad,
porque se había advertido de la visita a la tropa que conformaba el
anillo de protección, y el capo en persona había subrayado la
importancia que representaba para los intereses de la organización
aquel invitado tan especial. Con suprema rapidez lo escoltaron
hasta el despacho privado del capo. En la sala de juntas aguardaban
impacientes don Tomás, protegido por el Zurdo, que estaba
sentado a su derecha, y los cinco sicarios restantes, que vigilaban al
lado contrario del majestuoso escritorio. M ancera se sorprendió
ante la comitiva; había solicitado privacidad con el capo, pues era el
portador de muchas verdades que podían desenmascarar a uno o
quizás dos traidores. Sin mayor expresión de efusividad, y con la
mano derecha a medio alzar, el coronel saludó a los presentes con
un gesto bastante tímido, casi que por compromiso. Bajo ningún
concepto el militar realizaría una reunión grupal, resultaba
imperativo el diálogo directo y exclusivo con el líder de la banda.
Con facilidad, el Zurdo notó el nerviosismo y la desconfianza del
coronel, y presentía la mirada del sabueso sobre sus hombros.
Alguna prueba parecía acusarlo de forma directa, lo que no
facilitaba que fluyeran opciones positivas a su favor. Pero no podía
moverse del sitio, la escapatoria se desvanecía. En pocas palabras,
el herido se sentía rodeado y, por si fuera poco, la orden estricta del
capo era que los presentes debían permanecer en la residencia hasta
culminar la conversación con el policía. La vigilancia se redobló, el
plan original de evasión sufría nuevas alteraciones. Fernando
M iralles perdía terreno a medida que el reloj completaba el
inclemente recorrido mortal. Trataba de inventar posibles salidas,
cuando el celular de don Tomás rompió la quietud forzada de la
sala.
El capo contestó con expresa efusividad. Podía oírse con claridad la
voz del Pablito. El motivo de su llamada era reportar las novedades
de la misión investigadora en la escena del crimen donde murió
Braulio Linares, la iglesia de San judas Tadeo. M alas nuevas para el
Zurdo: a la misma hora, dos reportes coincidían en tiempo y
espacio.
M ancera se fue aproximando al capo, pero don Tomás le hizo
muecas con la cara y las manos insinuándole la necesidad de
privacidad momentánea. El jefe le dio a entender que primero
escucharía la tan esperada llamada telefónica de sus sicarios. Dos
fuentes informativas a la vez implicaban demasiado trabajo mental
para su exhausta cabeza. Administró sus opciones, necesitaba los
cinco sentidos bien despejados para entender cada uno de los
análisis de sus investigadores.
Don Tomás se levantó de la silla y caminó derecho al fondo del
salón, se dirigió con premura a la puerta de salida trasera, la que
daba al jardín. Cuando por fin estuvo solo, procedió a interrogar a
su primer corresponsal de confianza, el coronel podía esperar su
turno. Desde el otro lado de la ciudad, los sicarios detallaron la
extensa jornada de trabajo. Comentaron desde el momento en que
llegaron a la zona hasta la forma de entrar y preguntar casa por
casa, negocio por negocio, incluyendo transeúntes o borrachines del
barrio, haciéndose pasar por oficiales de la Policía, para lo que
utilizaron las credenciales falsas que el propio M ancera les había
entregado. La historia aburría al jefe del clan, el viejo se molestó;
tenía prisa, y les exigió concentrarse en los detalles claves. Les dijo
que, si no tenían nada interesante que aportar, mejor se quedaran
callados y volvieran a La Casona de inmediato. El regaño surtió
efecto. El Pablito ofreció disculpas por el exceso de detalles;
cambió el tono y se enfocó en la verdadera razón de la llamada. El
capo agudizó el sentido auditivo, pues no quería perderse un solo
detalle del reporte. Los sicarios coincidieron en dos puntos claves
en la indagación que don Tomás escuchó con sorpresa excesiva.
Incrédulo, los nervios le generaron una sudoración fría, la rabia le
disparó los niveles de tensión en la circulación sanguínea y las
orejas se pigmentaron de morado a consecuencia de la
concentración de tejido líquido en la cabeza. El capo exhalaba
indignación, su saliva se espesó y la lengua le raspaba al hablar.
Exigió un instante de silencio, quería detener el tiempo para escapar
de la mortal realidad. La frustración ante las pruebas recibidas por
vía telefónica le estallaba en los poros, las verdades desenterradas
masacraban la fe en su equipo de trabajo. Jadeó con profundidad y
expulsó el aire con indignación suprema. Tenía ganas de vomitar, y
en su retorcida mente le dio forma a una venganza horrible. Con
voz suave, y casi imperceptible, les giró órdenes satánicas.
— ¡M uy bien, Pablito, los felicito! Dile al Chuquis que estoy
satisfecho con los resultados de la averiguación. Ahora mismo me
hacen un favor grande: van y me interrogan al pinche curita de
mierda. ¡Quiero que le saquen toda la verdad a como dé lugar! Usen
las técnicas que sean necesarias. ¡Les exijo resultados inmediatos,
quiero la solución lo antes posible! Si me fallan, yo mismo los voy
a reventar a los dos. ¿Estamos claros, muchachones? Ah, por
cierto, les van a llegar unos refuerzos con órdenes mías bien
precisas. Préstenles todo el apoyo a mis carnales y, cuando ustedes
finalicen las confesiones, le dejan el trabajo sucio a los nuevos
reclutas que pronto irán en camino – concluyó eufórico don Tomás.
Las malas nuevas llegaban cargadas de tranquilidad; por fin la
verdad salía a flote, y muy pronto se acabaría la pesadilla en el seno
de su organización.
El Pablito y su compañero se comprometieron a terminar el encargo
con la ilusión de darle la gran sorpresa al jefe del cartel. Los dos
sicarios no tuvieron oportunidad de expresarle las gracias por la
confianza. Don Tomás había cortado la comunicación y, en
solitario, se retorcía de la impotencia ante la dolorosa verdad.
Todavía le costaba dar crédito a la información recibida. En los
minutos previos a su regreso a la sala de juntas, donde le esperaba
M ancera presto a mostrarle los datos de los informes de balística
junto al resumen final de la investigación, se topó con uno de los
encargados de custodiar La Casona. El subalterno venía corriendo,
traía la lengua afuera y respiraba de manera entrecortada. El
emisario se encontró cara a cara con el capo en su peor estado de
furia animal. El mensajero le advirtió sobre una llamada importante
desde la garita de seguridad, pero el jefe de la hermandad se
desentendió y recomendó que lo resolvieran ellos. El novato no
tuvo otra alternativa que desafiar la orden, y le insistió sobre la
importancia del mensaje, pues habían llegado unos visitantes de sus
oficinas de Chihuahua que aguardaban la orden de entrar en la
propiedad. Al entender la procedencia de los forasteros, don
Tomás reaccionó con ilusión en los ojos y alivio en su espíritu
derrotado. Se volteó en dirección al guardia de seguridad y le
arrebató la radio. El capo conversó con los custodios del portón
principal, quería certificar los datos de los invitados especiales.
— ¿Qué onda, muchachos? – preguntó con voz ronca. — ¡Disculpe
la molestia, don Tomás! Acá en la puerta está el señor Pedro Rojas,
dice que viene por un encargo suyo desde Chihuahua. ¿Qué le digo?
– aclaró el encargado de proteger la puerta principal, en espera de
órdenes precisas.
— ¡Hágalo pasar inmediatamente! Y dígale a uno de los muchachos
que lo acompañen a la cocina y le ofrezcan de comer, que en un
momento estoy con él. Te exijo que nadie comente sobre la visita, y
mucho menos con los pendejos que están en la sala de juntas.
Quiero discreción total: nadie puede saber que Pedro Rojas llegó, en
un momento lo atiendo – certificó el capo que sonreía gracias a la
llegada de sus socios de las tierras del noroeste.
— ¡Está bien, señor, lo que usted diga! Vienen tres personas con él,
¿las dejo entrar a todas o solo a don Pedro? – consultó el vigilante
de manera ingenua.
— ¡¡¡Claro, imbécil!!! ¡Que entren todos! ¡Son mis hombres de
Sinaloa, cabrón; los quiero a todos en la cocina, y que me esperen,
carajo! ¿Es que nadie entiende cuando hablo? – ululó con
frustración don Tomás, sorprendido ante la inoperancia del
empleado. El capo apagó la conversación en tono muy grosero, le
devolvió el transmisor al guardián y, acto seguido, se enfiló de
regreso al despacho principal donde lo esperaban con ansias, en
especial el coronel M ancera.
Don Tomás entró de golpe en la sala de conferencias. Por respeto al
líder, cada uno de los presentes se levantó de su cómodo sillón. Sin
embargo, la rabia consumía al capo impidiéndole fingir o disimular
sus emociones. A quemarropa, les volvió a pedir paciencia. Les
exigió a los presentes que se sentaran otra vez, y les dijo que debían
disculparlo porque acababa de surgir un imprevisto de peso y debía
ausentarse una media hora, cuando mucho. Le urgía resolver aquel
asunto de último minuto, era una situación imposible de posponer.
En compensación, les ofreció comida y bebida, lo que quisieran;
incluso podían abrir su reserva privada donde resguardaba alcoholes
finos o tabacos de selectas marcas. La invitación alegró a los
sicarios.
El Zurdo intuía que algo trágico se confabulaba a su espalda,
muchas situaciones confusas, repentinas y misteriosas a la vez.
Eran demasiadas fuentes informativas las que le obligaban a pensar
en tragedias. Pero se ahorró palabras, no pretendía despertar
sospechas de ningún tipo, si es que aún sobrevivía cierto nivel de
confianza hacia él. M ancera, por su parte, trató de averiguar el
tiempo de espera, pues debía acudir a una cita de trabajo en una
hora. Su curiosidad fue cubierta: el capo le ofreció disculpas y le
garantizó que su reunión sería breve, le pidió que esperara con
calma y no se moviera del sitio.
Antes de cerrar la puerta, don Tomás les ordenó a sus
guardaespaldas sellar todas las salidas, nadie podía retirarse del
sitio sin su aprobación, él volvería en treinta minutos como mucho.
Finalizada la orden, el capo se trasladó a la cocina, deseoso por
atender a sus invitados del noroeste mexicano. Apenas llegó, don
Tomas abrió los brazos con sincera alegría al ver el rostro de su jefe
de operaciones en toda la región de Chihuahua comprendida entre
las ciudades de Sinaloa y Juárez. Ambos se abrazaron con
efusividad y conversaron haciendo gala de su ancestral amistad.
— ¡¿Cómo está, mi querido don Tomás?! – declamó Pedro Rojas
abusando de zalamería.
— ¡¡¡Pos muy bien, mi Pedrito del alma, pues acá, extrañándote!!!
Ya no me visitas, cabrón, ¿le tienes fobia al Distrito Federal o tus
novias no te dan permiso para venir, pinche chingón? ¡M e da
mucho gusto verte, carnal! – respondió el capo lleno de cariño
sincero.
— ¡Pues sí, mi jefe!, es que, ¿usted sabe? a nosotros, los del
interior, nos cuesta venir aquí, a la capital, porque todo es
complicado en tierras chilangas. Allá en Sinaloa es mucho más
tranquilo. Yo prefiero mi rancho, quedarme en la finquita, jefe.
¡Pero acá me tiene, mi señor, no más dígame pa qué le soy bueno!
M ire que me dejó nervioso después de la llamada de ayer – aclaró el
encargado de la merca en tierras lejanas. En su mirada afloraba un
buen trozo de sorpresa y misterio. Era la primera vez que el mero
mero le exigía silencio absoluto y celeridad para visitar el D. F.
— ¿M e trajiste el encargo, Pedrito? – preguntó a quemarropa don
Tomás.
— ¡Pos claro, mi patrón! Acá les traje a mis hombres de confianza,
los meros pa matar. Tal como usted me exigió, estos son los
mejores asesinos de la plaza. Son tres picudos, carajo – certificó el
emisario mientras le presentaba a los matones a sueldo.
Dos de ellos provenían de Ciudad Juárez, y el último había nacido
en tierras mixtecas. Los de las zonas fronterizas con los gringos sí
demostraban aspecto satánico, sus caras se ajustaban al tradicional
fenotipo del asesino despiadado, del que mata por placer sin
importarle el dinero, de esos que ostentan un alma negra incluso
peor que la del mismo demonio. Ambos eran regordetes y tenían la
faz de pocos amigos; su ropa estaba algo sucia, no se habían
afeitado desde hacía varios días y su aspecto era tosco, rudo, ruin y
desaliñado. Su semblante asemejaba a los de los personajes salidos
de las películas de terror: si te los encontrabas en una noche oscura,
quizás un infarto fuera tu mejor premio porque, solo con verlos, ya
sentías pánico. El tercero era un chico de una de las regiones más
pobres del M éxico petrolero. Su apariencia confundía,
distorsionaba la realidad, pues parecía no cuadrar con las funciones
que desempeñaba en la obra sangrienta. De lejos se asumía que
podía tratarse de un párvulo, apenas pasaba de los veinte años. De
aspecto frágil, huesudo, mal alimentado, pero, aunque parezca
increíble, la mayor sorpresa nacía de sus facciones, que se
asemejaban a las de un niño con mirada angelical, la antítesis de
cualquier asesino o de alguien vinculado al narco. En definitiva, su
presencia rompía con la imagen del negocio.
Don Tomás los saludó uno por uno, les extendió la mano y se
presentó con respeto. Solicitó los nombres y constató la prudencia
de los invitados. Ninguno miraba al capo directo a los ojos por más
de dos segundos, lo que manifestaba un claro respeto por el líder.
Al terminar el protocolo de presentación, el capo les recalcó a los
tres sicarios la exigencia de que mantuvieran un silencio sepulcral
sobre la visita advirtiéndoles que pagarían con su sangre la
insolencia de abrir la boca. Los asesinos a sueldo certificaron que lo
habían comprendido con un movimiento afirmativo de la cabeza y
se comprometieron a mantener la discreción necesaria sin
pronunciar tan siquiera un murmullo. El capo jaló a Pedro Rojas
por la manga del blazer de pana color cereza con bordados blancos
que lucía y lo apartó del grupo con la intención de explicarle los
detalles de la misión.
— ¡Oye, güey! M e gustan los dos pendejos, esos panzones de
Juárez; los pinches matones tienen cara de perros de presa, parecen
buenos, pero ¿de dónde carajos sacaste al escuincle ese? ¡Híjole,
parece un bebé! Debe ser broma o estás loco hermano. ¡Ja, ja, ja!
Te lo juro, hasta me da miedo que dispare: el pendejo se puede
fracturar las manos. Dime la verdad, ¿de dónde salió ese chamaco?
– indagó el capo con risa burlona. El chico con rostro de hambre no
le producía ninguna sensación positiva.
— ¡¡Pues créame, don Tomás!! Ese flacuchento, tímido y, con
careta de escuincle, el muy chingón, tiene malas pulgas, es de armas
tomar y, la neta, es un matón de los mejores. Con su aspecto de
angelito, pasa desapercibido, cualquiera se confía y le abre el
corazón. El muy desgraciado dispara a dos manos y asesina que da
miedo, tiene una puntería de lo más picuda. No le tiembla el pulso
y aniquila a quien se le cruce. Yo le juro, don Tomás, que ese infeliz
es mucho mejor que los otros dos juntos; usted solo diga rana, y él
salta. De corazón, hermano, es de lo mejor que he descubierto.
Hace dos años se convirtió en mi sicario de confianza, por eso lo
traje.
El capo observó en el chico de aspecto enclenque un peculiar
detalle, cierta duda mística que no podía interpretar. El joven le
producía desconfianza, incluso quizás un temor supersticioso; sin
embargo, creía de manera ciega, en el buen ojo de Pedro Rojas. No
en vano, resultó su mejor hombre en el comercio de coca en la
frontera entre M éxico y Estados Unidos. En los últimos seis años
no le había fallado ni una sola vez, y su empresa había crecido de
forma exponencial. Además, fue el cerebro encargado de abrir las
operaciones con Europa. A fin de cuentas, don Tomás no tenía que
hacer el trabajo sucio, eso era menester de sus visitantes, y no le
importaba la forma en que Pedro matara las pulgas: era problema de
él.
— ¡Bueno, Pedrito, si tú lo dices, confío en ti!
El capo cerró el tema de la duda con una palmada en el pecho de su
hombre fuerte en tierras de Chihuahua.
— No se preocupe, mi patrón, yo me responsabilizo de todo, es mi
palabra. Usted no más dígame qué debo hacer, y listo, delo por
hecho. A ver, ¿cuál es el encargo tan especial y secreto? Soy todo
oídos – consultó el sinaloense con intriga poco disimulada.
— ¡Bueno, mi carnal, ya te la suelto! Antes que nada, todo lo que
hablemos sabes que es secreto, nadie debe enterarse de tu visita ni
de quién te acompaña. Y si tienes que dispararle a cualquier
curioso, te doy permiso, y mátalo si te apetece, sea quien sea de la
hermandad. Segundo, parece que existen claros indicios de que
tenemos uno o varios traidores en el clan. Estoy a punto de
resolver el temita, por eso te llamé con tanto desespero – aclaró
don Tomás rascándose la barbilla.
— ¡¡¡Híjole, mi patrón!!! ¡¡Eso sí es delicado!! ¿Y ya sabemos
quiénes son los chivatos hijos de las mil putas? Si me autoriza, me
los reviento enseguida – Pedro Rojas comprometió su palabra.
Estaba muy molesto con la situación.
— Estamos en eso, Pedrito. Hay sospechas, aún no tengo todas las
pruebas en mis manos, aunque estoy segurísimo de que en las
próximas tres horas ya se sabrá la purita verdad. M ancera trajo los
expedientes de las autoridades y, por su lado, el Pablito con el
Chuquis averiguaron cosas muy importantes. Es cuestión de
astucia, tiempo y un poco de paciencia – declaró el capo con
solemnidad.
— ¡Perfecto, patroncito! Dígame ¿qué puedo hacer por usted? –
insistió Pedro Rojas.
— En unos minutos te vas con tus hombres a la antigua iglesia de
San Judas, la que está empezando la zona norte en la vía a Toluca,
acá tienes la dirección exacta. Allí, en la capilla te esperan el Pablito
y el Chuquis. ¿Te acuerdas de ellos, cierto? – explicó don Tomás
despejando dudas con relación a la ubicación del sitio y sobre el
apoyo de su gente, mientras le extendía la mano derecha con un
papel azulado donde aparecía escrita la dirección exacta.
— ¡¡Sí, claro, mi señor!! M e acuerdo muy bien de los compañeros.
Ellos son de los buenos, de los confiables.
— ¡Perfecto! Ellos tienen mis órdenes bien claras… Tú vas y les
das apoyo. Deben seguir el plan al pie de la letra y, al amanecer, yo
les caigo allí para que terminemos la misión antes del mediodía.
Después les pagas a tus tres sicarios, y que se tomen vacaciones
una semana. Pero te ruego que no estés en la iglesia cuando yo
llegué en la mañana, por ahora no deseo que el resto de mis
muchachos sepa de tu participación en este trabajo – exigió don
Tomás con extrema claridad.
— ¡Ah, pero es muy fácil, patrón! Claro que lo haremos ahorita
mismo. Una sola duda, señor, ¿por qué nosotros? ¿Son muchos los
involucrados con la traición acá en la capital? Es un honor su
confianza en tan delicado encargo, pero le confieso mi sorpresa,
pues me nació la curiosidad, y si puede facilitarme otros detalles,
eso me ayudaría a evitar sorpresas – consultó el encargado de
ejecutar la fase inicial de la despiadada venganza del capo.
— ¡Esa te va, Pedrito! No sé cuántos están metidos en el lío, pero
no confío en nadie, y prefiero llamar a mi gente de otros estados:
eso me ayuda a evitar sospechas y, sobre todo, a no alertar a los
condenados que morirán mañana bien temprano. Cuanto menos se
sepa, mucho mejor, mi pinche Pedrito – puntualizó el jefe.
— ¡Listo, patrón! No se hable más, voy saliendo con mis guaruras.
— ¡M uy bien, Pedrito! M uchas gracias por el favor. En la entrada
está mi chófer, él te puede aclarar mejor sobre la ruta. Te doy el
número del celular de Pablito: llámalo cuando estén llegando. No me
falles, mira que es delicado el tema.
El capo finalizó la entrevista. Se despidió de los sicarios con cara
siniestra, y al chico con rostro de ángel lo saludó con respeto, su
presencia lo incomodaba demasiado. Un extraño rayo de luz le
transmitió un presagio funesto. Por un instante lo sacudió cierto
escalofrió al rozar las manos del flacucho personaje. Don Tomás
pensó que se había generado algún tipo de extraña energía. Era muy
obvio: no había química con él. Quizás la cantidad de muertes que
traía el pobre muchacho a sus espaldas le causaba algo de terror al
capo.
Al concluir la tertulia, el líder se sirvió un vaso lleno de agua fría.
Los nervios le habían deshidratado la garganta. Abandonó el envase
sobre la mesa de la cocina y volvió a retomar sus obligaciones en el
estudio donde le esperaban los demás compañeros. Don Tomás
entró a la reunión con semblante reposado. A medida que pasaban
los minutos, recuperaba la confianza y la tranquilidad, ya podía
contemplar el rompecabezas con la tercera parte de las piezas
colocadas en su sitio. A buen seguro, antes del mediodía próximo
ya tendría resuelto el misterio al precio que fuese necesario. En el
interior de la sala de juntas, el capo se concentró de manera
exclusiva en M ancera, porque estaba ansioso de escuchar el informe
final del sabueso.
Antes de empezar la conversación con el coronel corrupto, la
cabeza del clan dio órdenes a sus empleados solicitando estricta
privacidad, y los obligó a salir de la amplia oficina. Les dijo que
podían esperar en el jardín. Los miembros del clan se levantaron
dispuestos a cumplir los deseos del capo, menos el Zurdo, que
esperaba formar parte del comité informativo. Pero su sorpresa fue
mayúscula cuando su jefe le exigió salir de la sala. Fernando
M iralles percibió aquella actitud como una clara señal, y se sintió
cercado cuando supo que tampoco a él iban a facilitarle información
alguna. No se vislumbraba solución posible, acatar la orden
representaba una necesidad perentoria. Frustrado y con
parsimonia, se despegó de la silla y salió con los demás. Tenía un
semblante de sorpresa, duda y resignación. Presentía a la muerte
como amiga.
En privado, con absoluta confidencialidad, M ancera abrió su
portafolio de cuero rústico, uno de esos que asignaba la
comandancia para premiar la labor de los policías que cumplían
veinte años de servicio. El coronel retiró un sobre de color azul
sellado con cinta adhesiva impresa con el logo y los emblemas del
M inisterio de Interior y Justicia, lo colocó en la mesa deslizándolo
hacia la esquina donde se había sentado don Tomás. Antes de
abrirlo, le explicó al capo un breve resumen de lo que encontraría en
el envoltorio policial. El jefe de la banda se acodó en el escritorio
para sostener la cabeza con las manos y comenzó a leer con mucha
atención. Su mirada simulaba estar ausente, perdida, aunque la
concentración mental era absoluta. No se le escapaba un solo
detalle de cada palabra, frase o descripción científica que exponía el
documento redactado por especialistas policiales y forenses. Las
pruebas eran concluyentes. Ya no había dudas, el misterio fue
develado por completo; tal vez el detalle que faltaba era determinar
los motivos, pero al fin se convenció, se resignó ante la luz de las
noticias. Explotaba en cólera, pero debía mantener la compostura,
pues resultaba peligroso alertar a los implicados. Necesitaba
descubrir quiénes eran los cómplices de aquella locura sangrienta y
sin sentido.
Don Tomás se apartó de la mesa luego de escuchar la exposición
descriptiva del coronel. No pronunció vocablo alguno y, durante
tres minutos exactos, recorrió la sala de esquina a esquina en varias
direcciones. El capo pensaba, analizaba y emitía sonidos guturales
imperceptibles a los oídos del poli. Por momentos, se negaba a
creer lo que estaba leyendo, pero las pruebas eran irrefutables. No
obstante, don Tomás maquinaba un plan final, pero antes
necesitaba encontrar una justificación de peso o una razón valedera
que explicara por qué los traidores habían sacrificado su vida de
manera tan estúpida. Antes de culminar la reunión, don Tomás
miró con fijeza al informador y le lanzó una interrogante final.
— ¿Estás seguro de todo lo que me dices, M ancera? ¿Lo juras por
tu vida? – cuestionó con rabia porque aún no salía de su asombro.
— ¡Cien por cien, mi señor! Hice lo imposible para conseguir los
archivos. Las pruebas son evidentes, claras e inequívocas. No hay
dudas, las muestras de sangre concuerdan, igual que las balas; todo
encaja. M e falta conocer los detalles del interrogatorio a los testigos
en el vecindario donde apareció la furgoneta, aunque en pocas horas
me los envían. Alguien tuvo que ver algo… pero los datos de la
mujer y la niña son ciertos y fiables en toda su magnitud. Lo siento
mucho, mi amigo – certificó con autoridad el soplón que portaba
uniforme de policía.
— ¡¡¡No, tranquilo, M ancera!!! No te preocupes por el cadáver del
Braulio, esa averiguación la hice por mi lado y, debo admitir, mi
querido poli, que también concuerda con tus verdades. Una última
cosa antes de que te retires, ¿crees que el pinche traidor posee
aliados en mi organización, en la DEA o en la Policía Federal?
¿Piensas que alguien más podría estar implicado? – consultó el
capo con marcadas sospechas.
— ¡Don Tomás! Esas preguntas no puedo responderlas sin
pruebas contundentes. En mi humilde opinión, puede ser que sí
tenga algún aliado en su equipo. Yo que usted me cuidaría, pues
dudo de que el infeliz trabaje en solitario. Pero con respecto a la
DEA o a los Federales tengo mis interrogantes, no creo que los
haya contactado. M ejor deme unos días y haré un esfuerzo por
desenmascararlo con mis informantes: es la única manera certera de
poder saberlo – enfatizó con propiedad el coronel, satisfecho por el
logro alcanzado, un triunfo que sería retribuido con una grasosa
fortuna en billetes verdes, de los que valen a nivel mundial y
pueden comprar la moral de los débiles.
— M uchas gracias por la información, M ancera. M i administrador
se encargará del pago a sus valiosos servicios. Le pido discreción.
Ahora aléjese de La Casona por un buen tiempo, yo le llamo si lo
necesito, y lo que usted averigüe de forma adicional, me lo cuenta
por teléfono. No lo quiero cerca de mí; distanciémonos hasta que
las aguas vuelvan a su curso. M uchas gracias – concluyó don
Tomás despidiéndose de su soplón.
Cuando el coronel de la Policía Federal salió de La Casona, el capo
reanudó la cita con sus hombres en la sala de juntas. Con educación,
y empleando un lenguaje pausado, don Tomás les dio a entender
que hablaba con M ancera de otros puntos; entre ellos, la
posibilidad de crear un nuevo plan con el fin de acabar con la vida
del juez M uñoz. La estúpida excusa sonaba fuera de contexto,
porque otros sucesos de mayor importancia habían ocurrido en el
seno de la hermandad: tan solo en setenta y dos horas habían
muerto cinco miembros del clan y, por ello, los presentes
consideraban que los planes deberían ser otros. Aun así, el jefe era
quien tenía la última palabra, que utilizó para darles una última
orden esa noche: la banda en pleno debía dormir en La Casona
porque, al amanecer, se reunirían de nuevo, y el líder los necesitaba
cerca. Las órdenes en el narco se respetan o te mueres. Y con
evidente respeto, ninguno objetó el comunicado dictatorial, cada
uno se levantó decidido a buscar una buena habitación donde pasar
la noche de la manera más cómoda posible. Don Tomás se acercó a
su hombre de confianza, a quien no le permitió despedirse, y le
habló en voz baja, observándolo con intensidad a los ojos.
— ¡Tenías razón, Zurdo! Tus análisis eran ciertos, M ancera me lo
corroboró. Te felicito, vamos a celebrarlo juntos.
El subordinado se sentía reticente a las amables palabras del capo,
y aunque en cualquier otra circunstancia, en su corazón, el miedo a
morir hubiera crecido a velocidades inusuales, ahora ya no temía
por su vida. Fernando M iralles solo sufría ante la posibilidad de
que la niña y el cura pagaran por lo que había hecho. Su fe
aparentaba un tanto desilusionada. Por un lado, creía poder
salvarlos aunque, con suma tristeza, en el fondo presentía que los
tres habían sido condenados por su culpa. El rostro del capo, unido
al misterio que había envuelto las tres conversaciones simultaneas,
asesinaban sus esperanzas. Un suspiro mortal lo aterraba, lo
acusaba, y todo parecía indicar que al salir el sol él y sus protegidos
se convertirían en polvo húmedo y que jamás se podrían encontrar
sus cuerpos. No era impensable, que los disolverían en ácido o, con
suerte, los enterrarían en una fosa común, sin lápida, sin recuerdos.
El Zurdo contempló los ojos del capo y de inmediato, descubrió la
presencia de la muerte, que, juguetona, los abrazó a ambos uniendo
sus destinos en un mar de sangre y dolor.
Capítulo 16.
El secreto de confesión
México D. F., a las 9:15 h de la mañana del día siguiente.
Terminada la conversación privada entre don Tomás y el coronel
M ancera la noche anterior, el Zurdo estaba seguro de la aparición
de nuevos indicios en su contra, sospechó que la verdad ya no se
ataviaba de misterio. Pasó la noche en vela en una recámara de La
Casona, tal como ordenó el capo. Durante las largas horas de
insomnio, intentó desarrollar setenta planes de fuga y,
paradójicamente, fracasó cien veces. Convalecía de una herida en el
hombro izquierdo. Habían redoblado la vigilancia en las esquinas de
la guarida, y una treintena de guaruras armados hasta los dientes,
tenían la orden de disparar a cualquiera que intentara salir del
recinto sin salvoconducto. No poseía libertad para llamar por
teléfono sin que lo espiaran y, para colmo de males, a causa de sus
nervios, había quedado desarmado, sin poder de fuego. Solo
contaba con un bisturí que le había sobrado después de matar a los
dos hombres del capo en la casa donde vivía Claudia Rebeca
Peralta. El olvido de su Smith & Wesson calibre punto cuarenta
había reducido las posibilidades de defensa. Resultaba absurdo
intentar salir de la cueva del mal. Necesitaría de al menos cuatro
soldados de confianza y bien apertrechados, capaces de neutralizar
la reacción de los custodios.
Las eternas horas que esperó a que el sol despertara las dedicó a
idealizar posibles milagros, pero el inconveniente fundamental
recaía en descifrar los pormenores de la verdad expuesta por el
coronel a su mentor. Un contundente detalle irradiaba peligrosa
claridad, pues la presencia de un traidor ya había dejado de ser una
suposición y, a lo mejor, los sicarios no actuaban porque
necesitaban medir el radio expansivo de la traición y definir cuántos
Judas se involucraban en el impensable desafío; pero, a la vez, el
Zurdo seguía guardando un endeble as bajo la manga, aunque
utilizarlo ahora parecía un sueño. Las próximas acciones debían
orientarse a crear sospechas sobre una posible confabulación en la
que estuviesen implicados varios sicarios aparte de él. Si el milagro
se alimentaba de las sospechas presentes en la mentalidad asesina
de don Tomás, y lograba convencerlo del peligro derivado de no
tener la certeza del número de fantasmas y de no saber qué
represalias podrían generarse contra su organización, la conjura
desconocida podía ser un escudo momentáneo, un débil argumento
capaz de darle un ligero respiro al Zurdo, aunque no muy largo.
Amparado en esa exclusiva y anémica fortaleza, discurría el
argumento mañanero que pretendía indagar detalles sobre el reporte
del militar para desmenuzarlo e intentar producir intrigas
adicionales en la supersticiosa y quebradiza mente de su jefe. Pero
la esperanza era demasiado frágil, y no importaba el abuso en
cálculos y estratagemas; los planes quizás no sirvieran de nada,
pues la suerte macabra ya estaba escrita con mucha tinta roja. Por
más que el sicario se esforzaba, no hallaba nuevos caminos. En
pocas horas la Pelona recogería muchos cadáveres. Suficientes
demonios pecadores se irían de paseo con un óbolo bajo la lengua si
no deseaban que sus almas vagasen por cien años.
A las nueve y quince de la mañana tocaron con fuerza la puerta de
la habitación del Zurdo. El ruido aturdió al cansado matón, parecía
que la jornada de sangre arrancaba bien temprano. El herido se
incorporó con esfuerzo y dificultad del cheslón de tela rústica de
saco donde había reposado un par de horas. El dolor de la herida se
mantenía en reposo y los músculos seguían adormecidos, y con
algo de flacidez. Las dosis recurrentes de cocaína paliaban la
sensación punzante de la lesión cutánea mal cicatrizada; el detalle
favorable en la evolución del paciente indicaba que la hemorragia se
había controlado gracias al poco esfuerzo realizado durante el resto
del día tras el asesinato de los dos hombres en la colonia Condesa.
El sentenciado abrió la puerta, y su asombro fue mayúsculo al
percatarse de que el propio don Tomás se hallaba al otro lado del
pasillo escoltado por dos guardias de seguridad armados con fusiles
de asalto AK 47. La mente del Zurdo voló, y lo primero que
asumió fue la contingencia de morir asesinado en el dormitorio
después de un interrogatorio salvaje y doloroso. Su piel se erizó, y
oró sin pronunciar palabra, implorando en silencio una sola
oportunidad de vivir que fuera al menos suficiente para salvar a la
niña y al párroco quienes, bajo su responsabilidad, se aproximaban
a las puertas custodiadas por San Pedro.
El capo entró con solvencia y les pidió a sus hombres cerrar la
puerta, necesitaba privacidad con el sentenciado. En la mano
derecha sostenía una Pietro Beretta 92f Cougar plateada y
grotescamente ornamentada. Abusando de una opulencia exagerada,
el arma tenía el mango cubierto de diamantes y decenas de piedras
preciosas multicolores. Era su arma favorita; según él, la más
precisa e ideal a la hora de reventar cabezas enemigas. La
manipulaba con notoria provocación cada vez que le hablaba al
Zurdo aunque, de modo curioso, no transmitía la impresión de
amedrentamiento; más bien, el líder del cartel se comportaba
eufórico ante las novedades recibidas.
Don Tomás compartió la alegría con su sicario favorito, le excitaba
el viaje que debían emprender en media hora. El capo se sentó en un
puff triangular de diseño art déco tapizado en cuero repujado y
coloreado en tonos azules, que era utilizado como soporte y
descanso de los pies. Le propuso al Zurdo que se sentara paralelo a
él, en una butaca Luis XV que contrastaba con el diminuto mueble
decorativo donde se había ubicado don Tomás. El sicario aceptó la
exigencia, no podía rechazarla, aunque le parecía demasiada
casualidad que hubieran pasado muchas lunas desde la última vez
que pudo disfrutar de aquella actitud tan amigable, sonriente y
jocosa del líder del clan. El detalle diferente surgía del manejo del
arma. Cuando todos estaban sentados, casi rozando las cabezas, el
capo cogió por el cuello a su hijo putativo, y con cierta fuerza lo
acercó a su boca quedando muy próximo del oído para compartirle
los motivos de felicidad y celebración. Con voz suave, casi
imperceptible, como deseando protegerse de oyentes peligrosos le
dijo:
— ¡¡¡Pinche Zurdo!!! ¡Eres un maestro, ya tenemos descubierto al
traidor! Tenías razón, ese maldito está entre nosotros, y era de los
buenos. Necesito tu colaboración ahora mismo; ya lo tenemos
detenido, y el muy puto nos va a contar la neta en unas horas.
¡Después de que suelte la sopa, te lo cargas! Tú lo revientas y me
lo mandas bien lejos, bien profundo, donde se pudren los perros
traidores – comentó don Tomás con evidente actitud revanchista.
Su compañero de charla frunció el ceño expresando sorpresa. No
podía creer la versión del capo. Aunque cabía la muy lejana
posibilidad de otorgarle el beneficio de la duda, tal vez hubo alguna
mala interpretación de los hechos debido a la poca astucia de
M ancera. En el pasado reciente, el coronel había sido un sabueso
algo mediocre, y por esa razón nunca ocupó puestos importantes
en la Policía Federal. El Zurdo disfrazó la suspicaz interpretación
de las palabras del capo y decidió continuar con la farsa. O, quizás
se trataba de algún posible milagro sin explicación. A pesar de estar
repleto de inquietudes, debía comportarse como un actor
consumado y seguirle la corriente.
— ¡Se lo dije, jefe! Era evidente que alguien nos vendió. Dígame,
¿quién es el hijo de puta? ¿Qué le dijo M ancera? – preguntó el
Zurdo con asombro, a la vez que planificaba excusas.
— ¡¡¡No, carnal!!! ¡Calma, paciencia, todo a su tiempo! Por ahora
te vienes conmigo. Ya mismo salimos a interrogar al desgraciado.
¡Esa película no me la pierdo! Primero, yo le voy a reventar los
ojos antes de que tú lo mates. Vamos, arréglate, salimos en diez
minutos. ¡Ah, por cierto, te ordeno que no comentes nada con el
resto de los guaruras! – exigió don Tomás con autoridad amigable.
El sicario no entendía nada, la farsa le olía mal, y no confiaba en que
la suerte hubiera sido la responsable de aquella redención tan
repentina y sin explicación lógica. El jefe mintió a medias. Se
esforzó, pero no convenció, aunque, de manera lamentable, no
cabían otras posibilidades. Había que obedecer las órdenes. Se
ajustó la camisa dentro del pantalón y se apretó el cinturón
mientras se dirigía a cepillarse los dientes antes de salir para
ejecutar la que él sabía que era una absurda operación de venganza.
Afuera del cuarto, le esperaban el capo, el Sarna y el Rodillas, los
enemigos no declarados que envidiaban su poder en secreto.
Ninguno portaba armas largas. Un dato curioso. Tan solo llevaban
sus respectivas pistolas automáticas bien disimuladas en la cintura
del pantalón, armamento básico con suficiente poder de fuego para
un ataque simple que no prevé reacción enemiga. Los cuatro
subieron a una Chevrolet Suburban blanca con blindaje pesado. La
escena parecía sencilla, amigable pero muy contradictoria, algo
estúpida, simple e increíble. Aunque, de vez en cuando, el Zurdo
creía en milagros.
En el asiento trasero se sentó don Tomás acompañado del Zurdo,
tal como mandaba el respeto a la tradición jerárquica. Apenas
arrancó la camioneta y cruzó la puerta de seguridad de La Casona,
el capo le dio nuevas instrucciones al Sarna. De forma expresa
autorizó que le entregaran la pistola bañada en oro a su hombre de
confianza, quien, producto de los nervios, la había dejado olvidada
en el despacho el día anterior. El gesto impresionó a Fernando
M iralles por partida doble, parecía un buen síntoma que le
devolvieran su herramienta de trabajo. Aquella orden podía
interpretarse como una señal de confianza, pero el exceso de calma
sumado a la evidente sobreactuación de los tres compañeros de
viaje reforzaban las preocupaciones del Zurdo, quien, de forma
discreta, deslizó el carril de la pistola hacia atrás intentando
certificar la presencia de balas. No podía expulsar el peine, pues
evidenciaría su incredulidad, y esa actitud defensiva podría ser
interpretada en su contra, pero, al montar la pistola, alcanzó a
observar, sin suficiente precisión, que sí había munición dentro de
la recámara. Una bala dorada cruzó en dirección al disparador.
Aunque ya tenía el arma en sus manos, lo aterraba la sobredosis de
normalidad, pues algunos indicadores hubieran podido desencajar al
mejor psicólogo, dado el alto grado de incongruencia que
presentaban. Los años que llevaba en el narco le habían enseñado a
desconfiar hasta de su sombra; sin embargo, esta vez debía
reconocer que la puesta en escena del capo y sus guaruras o era
muy real o estaban graduándose para actores en Televisa.
Fernando M iralles volvió a insistir. Preguntó cuál era la ruta del
vehículo, adónde se dirigían y quién era el traidor, pero don Tomás
se limitaba a demandar paciencia y enfatizaba que ya se había
resuelto el misterio y, en pocas horas, la pesadilla se esfumaría. No
hubo mapa de ruta. El Rodillas, que era el responsable de conducir
el vehículo 4x4, conocía el camino a la perfección, y llegarían al sitio
en menos de cuarenta minutos. Al poco tiempo, subieron a
Reforma en dirección norte, buscando la salida que comunica Santa
Fe camino a Toluca. El Zurdo agudizó el sentido visual y descubrió
la primera casualidad funesta: la camioneta iba por el mismo
recorrido que llevaba a la residencia del Juez. Los nervios
comenzaron a traicionarlo: ¿qué tenía que ver el traidor con la
extraña dirección? Las dudas y las conjeturas revoloteaban en la
cabeza del herido, que insistió en preguntar, pero otra vez quedó
sin respuestas claras.
Recorrieron unos quince kilómetros, hasta que la camioneta tomó
un desvío que atravesaba una zona humilde para acortar camino.
Poco a poco fue reduciéndose la distancia. El pasajero, embargado
por temores razonables, pronto descubriría el misterio: estaban a
punto de llegar al lugar de donde él había logrado escapar con vida
después del fallido atentado. Los cuatro miembros de la hermandad
se aproximaban al sitio donde quedó abandonada la Dodge Van. El
destino final terminaba en la antigua iglesia de San Judas Tadeo, al
costado de la carretera de Las Lomas. El Zurdo sudaba frío, pues
los nervios, la resignación y el miedo a morir le estaban jugando una
mala pasada. De la tensión muscular, se entreabrían los puntos de
sutura. El efecto del estimulante artificial en dosis de polvo blanco
había cesado hacía rato, y, a paso lento, la adrenalina lo
descomponía; su circulación aceleraba el ritmo, el hígado trabajaba a
mayor velocidad y el estrés irrigaba dosis de mortal ansiedad.
Fernando M iralles sentía el final muy cerca. Era un decreto, una
capitulación forzada. Seguro que ya habían capturado al padre
M anuel García Porras, y tal vez la chiquilla también estuviera en
poder de los asesinos.
Las sospechas se corroboraron. La camioneta blindada se detuvo al
frente del portal de la antigua iglesia del santo de los imposibles. La
incertidumbre lo dominaba. ¿Cuál era la razón específica de haber
ido al misterioso lugar donde él había acabado con la vida de un
compañero de armas? El sicario preguntó con voz entrecortada.
Existía un cortocircuito en su memoria visual que se reflejaba en
cada una de sus palabras o frases. Su confundida mente se
trasladaba al jueves anterior. Presentía el rostro de la pequeña
manchado de sangre y con ojos llorosos que imploraban clemencia.
La terrorífica visión le generó angustia. Entonces pensó en
desenfundar su arma y acabar con aquella pesadilla emocional, pero
no tuvo opción, se había demorado en la acción, y ya los tres
compañeros se estaban bajando del vehículo: era imposible
liquidarlos a los tres de un solo disparo; además necesitaba conocer
la suerte final de su pequeño angelito con rostro de niña.
El Zurdo se la jugó por enésima vez en las últimas horas y decidió
seguir personificando el papel de sicario sorprendido. Subió las
cortas escaleras que separaban la puerta principal de la iglesia de la
calzada peatonal a la vez que meditaba sus próximos movimientos.
Se concentró en su pistola, su única posibilidad de reacción
inmediata, el amuleto idóneo, el protector de la vida de sus amigos.
El tiempo jugaba en contra del herido, escaseaban las opciones.
Solo le quedaba entrar en la casa de Dios, contar el número de
objetivos que dar de baja y, si la suerte bendecía sus disparos,
rescataría al párroco con la princesita en los próximos minutos (si
es que no habían muerto), una visión un tanto desquiciada teniendo
en cuenta su estado de salud, pero, de manera inexplicable, su fe
todavía respiraba con algo de fuerza.
Al encontrarse los cuatro en el portal principal de la capilla, el
Rodillas golpeó con fuerza la pesada obra de arte que bloqueaba el
acceso a lugar de oración. La puerta tenía una historia de al menos
trescientos años; fue labrada con finos relieves al mejor estilo de la
Escuela Sevillana, emulando a los maestros diseñadores de la
catedral donde reposan los restos de Cristóbal Colón. Después de
varios intentos, la pesada estructura se abrió con cierta dificultad,
las antiguas y oxidadas bisagras crujieron por el movimiento
giratorio sobre los pernos. Al otro lado del portal emergió la figura
de un hombre de contextura gruesa con cara de naco asesino. Su
rostro estaba plagado de facciones siniestras muy marcadas, la
típica expresión facial de los bandoleros de Sinaloa. El extraño
personajillo exponía una marca en forma de circunferencia en el
cachete izquierdo, con toda seguridad, era una herencia del impacto
de algún cartucho o tal vez de la hoja de un filoso cuchillo que le
hubiera atravesado la carne en alguna refriega. El impresentable era
uno de los sicarios que la noche anterior acompañaba a Pedro Rojas
en la reunión privada con el capo. El gordinflón con alma de asesino
rancio saludó con respeto a don Tomás y bajó la cabeza al ver sus
ojos. El portero les permitió el acceso a los cuatro visitantes. El
Zurdo no conocía al extraño invitado de la iglesia, pero con suma
facilidad interpretó que podía tratarse de algún matón que estuviera
al servicio de la organización, tal vez contratado en tierras de
Ciudad Juárez.
En el interior de la iglesia no había fieles. Los miembros del cartel
habían tomado la edificación desde la madrugada. Con la mirada
despierta, Fernando M iralles revisó el amplio espacio del interior
de la capilla y contó el número de columnas que separaban los
pasillos de los asientos hasta el altar mayor. Necesitaba establecer
un perímetro de combate. También midió las distancias entre los
cinco huéspedes, que por ahora, ocupaban el campo de guerra. De
repente, de la sacristía aparecieron dos figuras humanas que fueron
cobrando vida a medida que se alejaban del oscuro pasillo lateral
ubicado a la derecha del Cristo Redentor, que divisaba el púlpito
desde lo alto. La mirada del condenado trató de identificarlos, pero
no eran rostros conocidos. Los nuevos invitados despertaban un
miedo absoluto. Eran dos cuerpos antagónicos: uno rechoncho,
muy parecido al de la entrada, y con semblante de pocos amigos y
muchas muertes encima; su aspecto encajaba con el de los asesinos
que disfrutan torturando y matando a sangre fría. El segundo
disimulaba muy bien su amplio prontuario criminal: era un chico
joven de escasa complexión esquelética, emanaba una mirada
musculatura, más bien famélico; de su
destacaban dos tímidos ojos de donde angelical, que podía seducir
al más desconfiado; sin embargo, las dos Glock de calibre 45 que
colgaban a ambos lados de su cintura daban a entender su verdadera
capacidad de matar, y en todo caso, no puesta al servicio del bien.
Por algún extraño sortilegio, los ojos tristes del flacucho brillaron
con perversa intención reflejando maldad, resentimiento y odio
aunque, de manera incongruente, también proyectaban vida. Era
una especie de dicotomía o bendita casualidad. Del impacto visual,
el Zurdo padeció un escalofrío. Esa mirada confusa le sacudió el
alma, lo asfixió por unos segundos. Aquellos perversos ojazos
denotaban con propiedad el poder de la muerte, pero enmarcado en
un rostro de ángel aún no caído, y quizás con aspiraciones de
salvación, una rara combinación que solo los sentenciados a muerte
pueden entender. Verdugo y condenado sintieron el mismo efecto.
El infierno los presentaba y los ponía a prueba.
El Zurdo se vio rodeado por seis almas negras. Los presentes
deambulaban en direcciones poco claras y entrecruzándose, y
resultaba imposible enfrentarse a ellos con una sola pistola. Los
seis criminales no permanecían en actitud estática por más de tres
segundos, se movían con pasos cortos tratando de ubicarse en
ángulos estratégicos para cubrir un área bastante amplia y crear así
un radio de acción seguro. Bajo esas condiciones, calcular el tiempo
de que dispondría para liquidarlos o buscar el mejor momento de
ataque resultaba muy descerebrado. A pesar del peligro real, la idea
de enfrentarse a varios hombres armados y con elevadas ganas de
asesinar era la única alternativa que Dios le ofrecía al sicario
vengador, o quizás lo estuviera sometiendo a una prueba de fe.
Intentando mejorar su posición de combate, Fernando M iralles se
aproximó a don Tomás al punto de casi chocarle el hombro
izquierdo con la mano herida. La desesperada intentona lograba
cumplir un par de propósitos: primero, utilizar al capo como
escudo móvil le permitía cubrir un gran ángulo de tiro, ya que, sin
discusión, los sicarios se lo pensarían tres veces antes de realizar
ningún disparo porque existía alto riesgo de herir al líder del clan; a
su vez, la mano derecha del Zurdo, la que estaba sana, obtenía total
libertad de acción en el momento de disparar contra los verdugos
pues, si él se giraba sobre su mismo pie, podría atacar en círculo
disparando de izquierda a derecha al instante de desenfundar, y
seguiría protegido por la humanidad del capo. Tener al jefe en su
territorio reducía las posibilidades de sus enemigos y aumentaba el
escaso porcentaje de éxito. Las predicciones del Zurdo eran sueños
intangibles, aunque, lo motivaban; la fe en su disminuido instinto
asesino unida al maravilloso poder de Dios. M ientras él ideaba su
plan, don Tomás manifestó instrucciones con la mano. El flacucho
y uno de los sicarios desconocidos fueron a esconderse en la
sacristía y los otros matones se ubicaron cuatro puestos detrás del
Zurdo y el capo, que se sentaron en los bancos centrales de la
iglesia. Con esa orden repentina, el mundo se venía abajo para
Fernando M iralles, a quien le tocaba recalcular la estrategia de
ataque porque, a raíz de las nuevas posiciones, el Zurdo ya no
podía usar como escudo al mero líder de la banda. En un instante,
desesperado por ganar tiempo, el herido pretendió distraer al jefe,
intentando extraerle información antes de dar comienzo a su
mortífero ataque.
— ¡Óigame, patrón! ¿Quiénes son esos hombres? Es la primera vez
que los veo – advirtió el Zurdo con mirada nerviosa.
— ¡Tranquilo, mi Zurdo! Son unos muchachos que me recomendó
Pedro Rojas, allá en Sinaloa. Dice que son los mejores tiradores que
tiene – aclaró don Tomás empleando una voz burlona que trataba
de intimidar a su compañero de charla.
— ¿Y cómo pa qué los trajo? ¿No tenemos suficientes matones de
confianza por acá en el D. F. ? Los nuestros son muy buenos –
recalcó Fernando M iralles cuestionando la decisión.
— Pues sí, pero, como te comenté, ya sabemos quién es el soplón,
y no me fío de nadie. Además, estos perros están listos para dar de
baja a los posibles socios del pinche traidor. Usándolos a ellos no
quedan remordimientos a la hora de matar a los excuates
confundidos. Total, ellos no los conocen, y les importa un carajo
matar a quien sea: de eso viven – festejó el capo ante la reacción de
su contertulio.
— ¡M e parece buena estrategia, don Tomás! Lo felicito, pensó en
todos los detalles. Ahora suelte la sopa y dígame la neta, ¿qué
averiguó con M ancera? ¿Quién es el traidor? – preguntó el Zurdo
con evidente interés. Su jefe lo complació.
— ¡Pues fíjate que el M ancerita resultó ser muy útil! En nuestra
conversación de anoche me abrió los ojos. Con tantos detalles que
me facilitó, creo que ya tenemos el motivo de la estúpida traición.
¡¡¡Pues ahí te va la primera bomba!!! ¿Sabes quién es Patricia
Peralta? – interrogó el viejo zorro a la vez que clavaba su mirada
diabólica en los ojos de su sicario. La pregunta no inmutó al Zurdo
porque su actuación demandaba frialdad, y apostó a luchar por un
milagro. Su respuesta fue tan opaca que molestó al líder del cartel.
— ¡Pues no, patrón! No me dice nada ese nombre – aclaró
Fernando M iralles con inocencia y la mirada seca, seria, sin
titubear. La actuación logró irritar a don Tomás por unos segundos.
¿Cómo era posible que se hiciera el tonto ante ese dato tan
especial? De todos modos, le siguió la corriente.
— Es el nombre de la hija de la profesora de piano que murió en
casa del juez. Pero lo mejor del cuento es que ya ubicamos a la niña
– la afirmación heló la sangre del Zurdo, que, a la fuerza, evitó ser
delatado mordiéndose la lengua tan fuerte que la sangre empezó a
escabullirse en el interior de su boca.
De todos modos, estaba obligado a minimizar el nivel de
nerviosismo, ya que cualquier mal movimiento podría acelerar el
final. Tragó saliva amarga con algún rastro de mucosidad nasal que
le había provocado la gran cantidad de coca que había inhalado.
Recapacitó, recuperó la conciencia y, con discreción, fue moviendo
la mano derecha en busca de su pistola, la sintió con el dedo medio
y la acarició con fino tacto hasta sentir el mango en la palma de la
mano. Don Tomás se percató de la intención defensiva, pero no se
esforzó en detenerlo. Ya el destino no podía variar, el capo
mandaba y controlaba la vida o la muerte de los presentes en la
capilla. Fernando M iralles se cargó de valor, estaba listo para
atacar. Si la princesita moría, el viejo la acompañaría en el viaje. Si
habían descubierto a la pequeña, lo demás sobraba, y la vida del
sicario ya no tenía sentido.
— ¡Ah, caramba, qué buena noticia! ¿Y dónde dice M ancera que
esta la niña? – curioseó con actitud seria.
— ¡¡No, carnal, nada que ver!! El coronel no me dijo el paradero de
la pequeña. Eso lo descubrimos gracias a otra fuente que luego te
explico. Lo importante del poli, es que me reveló el reporte de
balística con el expediente del caso. Fíjate los puntos curiosos del
pinche informe. En la casa del juez solo se reportaron disparos de
tres armas. Una bala calibre 45 que salió del revólver Colt de
colección que el juez guardaba en su escritorio. Con seguridad, fue
accionada por la profesora de piano; sí, la tal Claudia Rebeca
Peralta disparó esa puta pistola tal y como mencionaste desde el
primer momento. Y en definitiva, fue una sola bala, y pensamos
que es la misma que te atravesó el hombro izquierdo; pero también
se reporta otra arma que coincide con una M agnum 44, y esa debe
ser la bala que lanzó el Burro que, por lógica, y en concordancia con
el orificio de salida en el cuerpo de la mujer, se concluye que dicha
munición mató a la dama al perforarle el pulmón izquierdo. Pues sí,
la muy pendeja se ahogó en su propia sangre. Debió ser muy
doloroso. Por cierto, el último casquillo asesino fue detonado por
una punto cuarenta, es decir, la misma pistola con la que le volaron
la cabeza al Rex. Supongamos que esa arma pertenecía a uno de los
misteriosos pistoleros que dices que se enfrentaron contigo y los
muchachos. Hasta ahora todo puede sonar creíble, y hasta parece
coincidir con tu versión – autentificó don Tomás con voz neutra,
sin emociones palpables, como si se tratase de una exposición de
un policía experimentado que le da una charla a sus estudiantes
novatos.
El Zurdo resollaba con ligera tranquilidad sin soltar el mango de su
pistola bañada en oro. Las miradas de los dos compañeros del narco
seguían fijas y desafiantes. M ientras, los restantes cinco testigos
vigilaban los movimientos del herido. El tácito acusado comentó
con infantil satisfacción:
— ¡Se lo dije, don Tomás, eso que M ancera le reportó lo viví en el
interior del despacho del juez! ¿Cuál es la novedad? No sé qué
hacemos acá: ¿cuándo debemos interrogar a esa niña?
El Zurdo sonrió con sorna tratando de esconder las verdades que le
destruían el alma.
— ¡¡Pues ahí te va, compadre, y agárrate duro, mi cuate!! Al
Braulio, que estaba al volante de la Dodge Van, lo mataron con un
plomazo de una 357, es más, te aseguro que utilizaron su propia
arma, y lo jodido del caso es que fue a quemarropa, directo a la
altura del hígado y, más contradictorio aún, mi querido Zurdo, se lo
cargaron dentro del coche, porque no existen perforaciones en
ninguna parte de la camioneta; es decir, el copiloto pasa a ser el
sospechoso principal. Lo tiroteó sin piedad, y al verlo moribundo,
se fugó y lo dejó desangrarse en minutos. Lo que no me cuadra en la
historia son dos realidades impensables: en primer lugar,
increíblemente el cabrón que estaba a su lado eras tú y, segundo, la
bala que reventó los sesos del Rex salió de tu pistola. ¿Cómo la ves
mi carnal; que raro todo, eh?
El Zurdo se estremeció, sus ojos zigzagueaban en busca de las
sombras de los pistoleros que estaban cerca, se sentía descubierto.
La única opción que le quedaba era tomar como rehén al capo. La
misma sentencia final que estaba a punto de firmar, se convertiría
en la autorización para que Fernando M iralles desenfundara el
pistolón y lo encañonara. Era el último as que le quedaba al Zurdo
bajo la manga, la única vía desesperada de escape. El experimentado
criminal intentó jugar una carta neutra antes de delatarse por
completo.
— ¡¡¡No me joda, don Tomás!!! ¿Acaso insinúa que yo fui tan
estúpido de arriesgar mi vida y matar a mis propios hombres? ¿Con
qué ilógico propósito? No me diga que esa es la conclusión del puto
M ancera. ¡Es obvio que esos cabrones me quieren chingar! Deme
una sola razón para haberlo hecho – sentenció con rabia el acusado
buscando ganar tiempo y tratar de distorsionar las creencias del
capo, pero, ya era demasiado tarde: la sangre estaba por
derramarse.
— ¡Tienes razón, mi Zurdo! Solo faltaba el motivo, y eso también
lo descubrimos. Creo que fue en nombre del amor. Sí, aunque suene
cursi o medio maricón.
Los verdugos apostados en las esquinas del templo se cruzaron las
miradas; la duda y la confusión reinaron en el recinto. Un dejo de
sonrisa burlona se fugó del rostro del Sarna porque su competidor
por el liderazgo en el cartel había caído en desgracia y estaba listo
para el matadero. El ambiente estalló de ironías. El propio acusado
sonrió de manera nerviosa. Nadie entendía lo que pasaba. Resulta
que hubo una masacre de narcos y la única excusa era el amor,
palabra que en el mundo de las drogas solo se relaciona con el
dinero o con el poder.
— ¿De qué carajos me habla, don Tomás? ¿Se metió droga o qué?
Las expresiones del Zurdo molestaron en demasía al capo, que se
levantó con parsimonia del banco la iglesia y se alejó unos pasos de
su antiguo hombre de confianza. Estaba dispuesto a contarle el
resto de la verdad.
— ¡¡¡M ira, pendejo, no te la des de listo conmigo!!! En la Dodge
Van se encontró un zapato deportivo de niña. Seguro que se le cayó
a la pequeña Patricia cuando la colocaste en la camioneta. Sí, tú
mataste a mis hombres buscando protegerla. Ya descubrimos que la
chamaca tiene el mismo lunar tuyo en la espalda y en el mismo
pliegue debajo del cuello, y son del mismo tamaño. Pues sí, la
escuincla es tu hija, cabrón. Hasta lo mandé a verificar con pruebas
de sangre, ella tiene tu mismo tipo. Descarté todos los interrogantes
porque en el fondo yo confiaba en ti y no podía creer tanta locura
de tu parte y, al final, ya descubrimos el motivo de tus crímenes,
pendejo. Por eso nos quieres quebrar a todos: necesitas proteger a
tu hija, ¿me equivoco?
El Zurdo enmudeció, el silencio fue absoluto. Ninguno de los
testigos daba crédito a las palabras del capo porque jamás habían
conocido el pasado amoroso del acusado. Era un mujeriego
empedernido, que se relacionaba de manera exclusiva con
prostitutas de alta gama, de las que cobran en dólares, y a precio de
oro. Nunca se le descubrió una sola novia o una mujer por quien
suspirar. Él siempre decía que el amor no era para los narcos
porque el amor nutre la vida y no la muerte. Fernando M iralles
estaba al desnudo, descubierto y sin excusas. Desesperado, siguió
intentando disuadir al enemigo tratando de ver si lograba
convencerlo de que su razonamiento era falso. El acusado volvió a
esgrimir argumentos fallidos.
— ¿Pero de qué habla, jefe? ¿Qué dice? ¡Yo no tengo hijos, usted lo
sabe de sobra! No creo en el amor, ¿de dónde saca esa información
tan absurda? ¿No se da cuenta de que es una venganza en mi
contra? Además, ¿cómo es ese cuento del zapato? ¡Todo es
absurdo, perverso!
El capo le enterró la mirada a su hijo putativo, el odio brotaba de
sus pupilas, no le agradaba ser retado y no le interesaba proseguir
con la plática: había llegado el momento de lanzar toda la
información.
— ¡Para que sepas, pendejo! Tengo todo el expediente de Claudia
Rebeca Peralta en mi poder. Ella estudió contigo en la Universidad
Autónoma cuando empezaste M edicina. Luego te retiraste, hay
pruebas escritas que te incriminan. La lógica nunca falla, la Policía
Federal y nuestros muchachos hablaron con sus padres y ellos
aportaron datos claves del romance: fechas, nombres,
acontecimientos y la ruptura entre ustedes porque te hiciste narco.
Y para tu mayor desgracia, ya tengo a la niña en mi poder. Sus ojos
son los tuyos, lleva tu sangre en las venas, heredó tu lunar y, sí,
estaba en la escena del crimen; la morrita identificó tu foto, aunque,
por extraña incongruencia, insiste en no conocerte. No tengo ni
puta idea de qué demonios hacía allí en casa del juez con su madre.
Pienso que, por alguna justificación, el destino los conectó durante
la masacre, y tú le salvaste la vida pero, de forma trágica, a su
madre la dejaste morir y, en represalia, mataste a mis muchachos.
Después escapaste y la escondiste en la camioneta; seguro que
Braulio te reclamó y entonces decidiste matarlo con la intención de
proteger a tu nenita. Ya no mientas, pendejo, varios vecinos
observaron a un hombre descendiendo de la Dodge Van cargando un
saco al hombro que resultó ser el cuerpo dormido de la escuincla,
que se lo entregaste al puto cura, y él te salvo la vida, güey; el
panzón de la iglesia ya habló, lo confesó todo. No discutamos más,
tus facciones son idénticas a las de ella, y es la única justificación
lógica. Acéptalo, por ella asesinaste a mi gente. ¿Quieres pruebas
adicionales? Vamos, Zurdo, se acabó la farsa, me conoces bien. Si
confiesas todo, prometo que tu muerte y la de ella no serán
dolorosas, te doy mi palabra de honor, no busques más dolor.
La confesión del verdugo desató el lado animal del Zurdo que, al
verse acorralado, escogió la decisión más agresiva. Sin pensarlo dos
veces, desenfundó el arma con una velocidad inusual. En un
segundo, la apuntó directo a la cabeza del capo, lo tenía a medio
metro de distancia, imposible errar el disparo. Al sicario mayor no
le importaba morir, su preocupación era preservar la salud de la
pequeña y, por ello, buscó la forma de amedrentar a don Tomás,
pero la jugada ya había sido calculada en el bando de las sombras.
— ¡Don Tomás! Lo he respetado toda la vida, sé que le debo
mucho, pero si toca a la niña o al padre M anuel, le juro por Dios
que lo mato, así que dígame dónde están. ¡¡¡Ahora mismo o no
respondo!!! Usted también me conoce, no juegue conmigo – la
amenaza no inmutó a uno solo de los testigos. Pero con extraño
morbo, ninguno de los hombres se alteró ni buscó amagar con usar
sus armas. El Zurdo apuntaba al hombre más poderoso del cartel
tratando de infundirle miedo al propio demonio y, por alguna
extraña razón, el miedo no existía en el corazón del viejo capo, a
pesar de mirar de frente el cañón de la punto cuarenta.
— ¡Vamos, Fernando, acéptalo, ya todo terminó! Baja el arma, de
esta no sales vivo. Tranquilo, ahora mismo te traigo a tus amigos
para que se despidan con alegría de este cochino mundo de mierda,
y recuerda, por si llegas a reencarnarte, que con el narco no se juega
– certificó don Tomás con sobrada efusividad, pletórico y
victorioso, dispuesto a dar órdenes a sus matones del oeste.
— ¡¡¡M uchachos, traigan a los invitados!!!
La voz del Sarna retumbó en toda la capilla, y el sicario flacucho,
acompañado por uno de los dos gordinflones, apareció de las
sombras. Del pasillo de la sacristía se escuchaba el crujir de ruedas
de caucho chillando al girar sobre el mármol encerado. En pocos
segundos, aparecieron dos figuras fantasmales colocadas sobre un
par de carruchas de esas utilizadas en el transporte de mercancías
en las viejas tiendas de abarrotes. En la primera carretilla
descansaba el padre M anuel García Porras. Su cara mostraba
recuerdos de haber sido golpeada con furia, y exhibía moretones y
grandes llagas con sangre esparcida a lo largo de los brazos. Las
huellas del interrogatorio insinuaban el dolor vivido, era palpable
que los signos de tortura fueron el resultado de una indagación
salvaje. Su abultada masa muscular, apoyada en una pieza de
madera rústica, simulaba la crucifixión de Cristo. En la segunda
carrucha habían atado a la supuesta hija del hombre que apuntaba al
causante de tanto dolor. El sicario de aspecto famélico empujaba el
improvisado transporte de la niña; el joven de mirada angelical no
se atrevía a mover la cabeza, tenía la mirada clavada al piso para
esconder sus ojos asesinos. La pequeña no presentaba evidencias
de tortura física; sin embargo, su mirada de horror daba a entender
el calvario psicológico vivido horas atrás. Le había sellado la boca
con una franja de tirro gris. El Zurdo no aguantó la escena, perdió la
paciencia y gritó con toda su furia mil maldiciones a su antiguo jefe
al tiempo que accionaba el arma.
— ¡¡¡M uérete, maldito perro!!!
La pistola detonó cuatro veces contra la cabeza del capo, pero de
manera inexplicable, no manó sangre de la víctima. Al contrario, a
pesar de los plomazos, nadie resultó herido. El líder del clan seguía
en pie mientras sus acólitos reían. La burla le demostró al Zurdo su
impotencia, cayó en manos del demonio y estaba rodeado de sus
ángeles caídos. Habían cargado la pistola con balas de salva
camufladas a la perfección. La agresión del Zurdo significaba la
prueba final que exigía don Tomás, la razón verdadera para matar a
su hijo putativo. Al verse descubierto, no le quedó más remedio y
se rindió. A partir de ahora, la justicia recaía en manos de Dios, ese
amigo que respondía cuando menos lo esperas; pero esta vez el
Zurdo sintió que la ayuda celestial llegaría con retraso. O el poder
divino se hacía presente en segundos o todos morirían con mucho
sufrimiento.
— ¿Qué pensabas, Zurdo? «Preguntó el capo tras recuperarse del
atolondramiento provocado por las detonaciones de las balas de
fogueo». No soy tan idiota como crees. Al dispararme, ya me
respondiste, cabrón. Esa era la última confirmación que necesitaba.
¿Sabes por qué? En el fondo de mi corazón aun creía en ti, te quise
como a un hijo. Solo quiero hacerte una pregunta, pendejo: ¿por
qué carajos no me dijiste que era tu hija? Yo la hubiese perdonado –
cuestionó el capo buscando humillar a su víctima. El Zurdo
pensaba la respuesta y prefirió evadirla. Era más importante orar
en privado.
Los dos matones de voluminosa apariencia corporal y cara de nacos
le ataron las manos hacia atrás y lo obligaron a sentarse en una
banqueta sin respaldar que ubicaron en el centro del pasillo antes de
llegar al altar mayor. El padre M anuel y la niña observaron toda la
escena. El cura casi no podía moverse debido al dolor de las manos
y de la cabeza. La niña temblaba de terror, era la segunda vez que se
encontraba cerca de la muerte en tan solo setenta y dos horas. Su
cuerpecito no resistió observar tanta violencia y del susto se
desvaneció. Al menos, el desmayo borraría de sus recuerdos la
ejecución de su protector. El sicario, caído en desgracia, dio su
confesión en busca de clemencia.
— No le dije de la niña, don Tomás, porque conozco muy bien las
reglas del narco: el testigo muerto es el mejor testigo. Usted la iba a
matar, lo apuesto cien a uno. De seguro, me lo hubiese pedido
como prueba de lealtad, y eso yo no lo podía permitir, usted lo
sabe.
El capo caminaba en círculos alrededor de su víctima durante el
improvisado interrogatorio final.
— ¡Quizás te equivocaste, pendejo! Puede ser que hubiésemos
negociado. De todos modos, sí sabías que en esa casa estaba tu
exmujer, ¿para qué carajos fuiste, cabrón? Te lo buscaste sin
necesidad, debiste cambiar la fecha, fue un error garrafal que nos
chingó a todos – ripostó el capo dándole un fuerte golpe en la cara
en señal de reclamo y venganza. Del impacto, el Zurdo cayó al
suelo. Al ser incorporado por los guaruras de Sinaloa dejó ver la
boca llena de sangre con los labios rotos e hinchados.
— Le juro, don Tomás, que no había tenido noticias de Claudia
desde hace diez años como mínimo. Nos dejamos de ver cuando
empecé a trabajar para don Chente, ¿se acuerda? Es más, ni siquiera
sabía si la niña era mía porque nunca supe que Claudia estuviese
embarazada, se lo puedo jurar por lo más sagrado de mi vida. Ella
jamás me lo comentó, nunca me dijo que tuviera una hija, de manera
simple y callada se alejó de mí y se fue sin despedirse. Yo no sabía
de su existencia – confesó Fernando M iralles implorando clemencia
a favor de la morrita.
— ¡¡No seas imbécil, Zurdo!! Ahora no metas a Dios en tu tragedia
cuando sabes que vas a morir como un perro. M ataste a cinco de
mis mejores hombres, y eso no te lo voy a perdonar. Ustedes van a
sufrir cañón – respondió el verdugo con voz de mando exhibiendo
autoridad sobre la vida y la muerte.
Don Tomás ojeó con desprecio absoluto a su antiguo amigo y, con
mirada sádica y enfermiza, giró sobre sí mismo en dirección a sus
hombres de confianza, el Sarna y el Rodillas, a quienes les recodó
un par de instrucciones antes de buscar la puerta principal para
emprender la huida. El capo no deseaba disfrutar con la muerte de
los infortunados. El Sarna caminó directo adonde se encontraba la
chiquilla y le solicitó al flacuchento que le entregara la carretilla; él
se la llevaría a otro lugar. El Sarna desató a la pequeña, la dobló en
su hombro derecho y se enfiló detrás del capo, pero, al pasar al
lado de su antiguo jefe, le escupió a la cara, se agachó a su altura y
le habló al oído:
— ¡¿Viste, pinche Zurdo?! Se te acabó la suerte, cabrón, ya estás
muerto, y el nuevo jefe seré yo. Sabías que tarde o temprano te
ganaría la batalla. Soy el mejor, y hoy celebraré en grande tu
muerte, cabrón. – al culminar su grotesco mensaje le lanzó un fuerte
puñetazo que le removió dos dientes y, con la boca ensangrentada,
el Zurdo insistió en pedir clemencia, piedad y dignidad para la niña.
— ¡Se lo ruego, don Tomás! Perdone la vida de la pequeña. Ella es
inocente, se lo suplico – su voz se cortó por una patada que le
propinó el Sarna como recuerdo de despedida. Al llegar a la salida,
el envalentonado sicario se reunió con el Rodillas y don Tomás, y
los tres se detuvieron por orden del capo. El jefe quería despedirse
de su enemigo.
— No, Zurdo, no se puede. Ustedes ya están muertos. A la niña
me la llevo, ella vale oro en otro negocio. Despídete de este mundo,
cabrón, morirás como traidor. M uchachos, ya saben lo que tienen
que hacer con los cuerpos. Los veo en La Casona en dos horas
– el Zurdo lo fotografió en su memoria con un odio perverso y, sin
razón aparente, sin argumentos lógicos, antes de morir le recordó su
última advertencia al viejo líder narcotraficante.
— ¡¡¡Cuídese, maldito, cuídese de las sombras, don Tomás!!! Y
míreme por última vez, usted sabe quién soy, me conoce bien; sabe
que, de ahora en adelante, cuando mi gente de confianza descubra
mi ausencia, sus días están contados. Acuérdese de mí porque no
tendrá paz, la Pelona viajará en mi memoria y mis hombres harán
justicia. No confíe en nadie. Usted jamás podrá saber quién le
cobrará por mi sangre, se lo prometo.
Al finalizar la tétrica despedida, don Tomás apretó el mentón. La
intimidación, por muy desquiciada que pareciera, podía contener un
dejo de verdad. EL viejo zorro dudó un instante, no comentó nada
para analizar en frío sus acciones futuras. Don Tomás salió
tembloroso de la casa de Dios porque él conocía el poder de
Fernando M iralles y, en cierta forma, sus amenazas quizás
salpicaban algo de credibilidad. La discreción funcionaba como la
mejor salida. El capo cerró la puerta de la iglesia de San Judas. Era
supersticioso, por ello sintió nervios, temor, y pensó que la Pelona
le regalaba un guiño a través de las maldiciones del Zurdo. Por
ahora, él no comentaría con ninguno de los hombres de La Casona
sobre la ausencia del personaje, hasta asegurarse de haber eliminado
a los subalternos de confianza del muerto.
Los tres sicarios levantaron al Zurdo y lo sentaron sobre el
pequeño sillón, que voltearon para permitirle mirar de frente al
párroco buscando que ambos se despidieran o para que de manera
morbosa observaran la tortura y muerte del otro. El más panzón de
los sicarios le levantó el mentón, y lo obligó a ojear al sacerdote y,
burlándose de él, le preguntó si deseaba recibir la bendición antes de
morir. El Zurdo no podía hablar, el dolor de la herida sangrante y la
amoratada boca le impedían pronunciar sonido alguno. En su
frustración, se arrepintió de haberle fallado a tantas personas
inocentes y, lleno de resignación, observó triste el rostro deforme
del franciscano.
Fernando M iralles alzó la mirada con dificultad. Sentía la piel
helada, quizás fuera la antesala de la muerte. Durante infinitos
segundos, en su mente se dibujaron miles de hermosos recuerdos de
su infancia al lado de su madre y de sus hermanos o amigos.
Rememoró travesuras y vivencias un tanto alocadas pero muy
felices de sus días de colegial. Revivió el primer amor, el primer
beso. Solo las alegrías afloraban en su resignada alma. Sabía que el
final estaba cerca, sus pecados le habían cavado la tumba y, antes
de partir, curioseó alrededor buscando respuestas o escudriñando
miradas de perdón, aunque se frustró. La realidad era fatal, pues
solo alcanzaba a ver el rostro de dos sicarios cebados, muy
sanguinarios, ávidos de muerte, deseosos de sangre junto a un flaco
con cara de hambre y unos ojos zarcos que irradiaban luz. Los tres
matones recibieron la orden de asesinar a los dos condenados
después de torturarlos. Ese era el triste final de un sicario que llegó
a tener el poder supremo en el cartel, pero cuya vida, en aquel
preciso momento, valía menos que un tamal.
En su delirio existencial previo a morir, el Zurdo solicitó despedirse
de sus victimarios, que le negaron la palabra. Pero de forma
inesperada, cuando trató de mirar al matón con cara de niño, se
percató de una imagen bendita detrás del enclenque asesino: del de
las dos pistolas negras como la muerte emergía soberbia la figura de
yeso que representaba la majestuosidad infinita de San M iguel
Arcángel. Sí, justo a espaldas de uno de sus verdugos se hallaba
parado el Príncipe de la M ilicia Celestial. El condenado pensó que
el santo llegó a bendecirlo antes de morir. Con el imponente
milagro, perdió el miedo. Pidió como último deseo tres minutos de
oración para el gran guerrero célico. El flacuchento intercedió por él,
y convenció a los otros de otorgarle tiempo al futuro cadáver, lo
suficiente para un padrenuestro y un avemaría. El sicario imploró
en silencio; la entrega fue total, y recibió a flor de piel la presencia
de San M iguel «Quién como Dios» Al notar su cercanía, su corazón
se aceleró con bravura. Sabía que moriría, aunque sus pecados le
eran perdonados. Era de alma noble aunque, por infortunio
momentáneo, el destino lo llevó por el camino errado. Ya no había
espacio terrenal para más; solo restaba pedir perdón por él y rogar
por la salvación del alma de su niña inocente. Sin haber consumido
sus minutos de luz, cerró los ojos. Pidió mil veces por la vida de
Patricia y, antes de enfrentar a la muerte, se le devolvió la
esperanza eterna cuando escuchó con claridad divina unas palabras
celestiales destinadas a él: «Ella estará bien». El mensaje fue claro
y nítido, perceptible en lo más profundo de su alma. Ya podía
morir en paz, su fe permanecía intacta, y sabía que la pequeña
estaría bien, porque así fue escrito en el cielo.
Los tres sicarios se repartieron a los lados del Zurdo. El asesino
con cara de niño se ubicó al frente, a cuatro pasos detrás de los
gordinflones que estaban estacionados uno a cada lado de las manos
de la víctima. El padre M anuel García Porras oraba en secreto; su
boca continuaba tapada por una tela maloliente sujetada con aquella
cinta adhesiva gris, aunque la mordaza no le impedía regalarle la
extrema unción al hombre que le trajo destrucción y sangre a su
iglesia. Uno de los rechonchos sicarios sacó su revólver del calibre
38, de cañón largo reforzado y cromado que brillaba como un
espejo. El Zurdo vio reflejada su mirada en el arma y volvió a cerrar
los ojos; no poseía valor para seguir el trayecto de las balas que,
escupidas con fuego y aliento a muerte, irían destinadas a clavarse
en su cuerpo y arrancarle la vida de un soplo. No era cobardía, sino
una mezcla de resignación y frustración. Fernando M iralles agachó
la cabeza y apretó los ojos con fuerza mientras el hombre de fe
hizo otro tanto, porque no tenía estómago para ver al matón
disparar contra un indefenso malherido atado de manos. El silencio
sobrecogedor duró poco. Cuatro detonaciones simultáneas
explotaron como truenos y, por inercia, el prisionero cayó en seco
hacia adelante, el impacto con el cemento fue brutal. El Zurdo
sintió que su alma se despedía, y le invadió una extraña sensación.
Le sobrevino cierta apnea mortal que le indicaba el final del camino.
Capítulo 17
El perdón nutre el alma
Museo del Prado, una hora después de la pelea en el Bistró.
La resequedad del verano madrileño era lo único que le desagradaba
a Fernando M iralles. De hecho, le resultaba peor para su sinusitis
alérgica crónica que la polución de su antigua residencia en pleno
Distrito Federal. Cuando la ausencia de humedad ambiental excedía
las estadísticas, solía protegerse las fosas nasales con abundantes
porciones de vaselina o alguna otra crema hidratante con aromas
neutros para restaurar la normalidad de la respiración. Pero, esa
mañana, la pelea con su hija Patricia Peralta M iralles en el café
Bistró M aximiliano I por un rechazo del supuesto amor bonito
entre dos románticos adolescentes le había subido la adrenalina y lo
había puesto muy nervioso. La aceleración cardiaca le había
causado sudoración, alteración de la respiración y, sobre todo, un
grado de estrés intolerable.
El Zurdo amaba a la pequeña con la típica locura existencial de
padre sobreprotector que no acepta que su ángel con cuerpo
bendito de mujer algún día crecerá, se irá de casa y entregará su piel,
su alma y su corazón a un amor, al parecer verdadero, o tal vez a
varios, hasta encontrar el que pueda quitarle el aliento solo con
acariciarla con la mirada. En varias ocasiones, el padre de la joven
había buscado las formas de alejar a los pretendientes de su
pequeña emperatriz de fuego, que nació de la entrega sublime entre
Claudia Rebeca y él. Pero Fernando M iralles no toleraba ver a la
pequeña mujer derramar una lágrima, y menos por un hombre que
no le inspiraba confianza. Era tarea difícil encontrar a ese príncipe
azul de carne y hueso que pudiese satisfacer los exigentes
requisitos del celoso custodio del frágil corazón de su niña mimada.
Descubrir que la rebelde heroína de su vida se había tatuado un
dragón en la espalda le revolvió los recuerdos al antiguo jefe de la
mafia mexicana: rememorar las escenas de muertes violentas,
crímenes, abusos y cuantas perversiones cabían en su alma le
ocasionaron gran desasosiego. El Zurdo casi se desploma sobre el
mesón de trabajo de la lujosa cocina del café Bistró M aximiliano I.
El Pecas y uno de los ayudantes, el que se encargaba de servir el
agua en las mesas, el único empleado sin pasaporte chilango, lo
ayudaron a sentarse en un pequeño taburete en el que antes habían
estado los cestos de los manteles que pronto serían enviados a la
lavandería. El Zurdo se había fugado de un mundo hostil, lleno de
muerte y de miserias humanas. Ya habían transcurrido casi diez
años desde la última víctima de su pistola bañada en oro, el arma
que había decidido guardar como antídoto contra los fantasmas que
intentasen revivir guerras perdidas en la capital de España. Su
fuerza de voluntad lo ayudó a sepultar los trágicos recuerdos, las
asociaciones con el mal y la sangre derramada en vano. Pero cada
vez que alguien le recordaba el ominoso dragón chino, ese diseño
maldito que una vez estuvo tatuado en el cuello de su gran amor, el
alma se le dislocaba, caía en trance, en erupción voraz y
destructiva, porque ese monstruo silueteado con tinta multicolor lo
transportaba a la trágica muerte de la única mujer que le enseñó a
conjugar todos los verbos en su corazón, la única que le entregó al
Zurdo un pedazo de nube envuelta en caricias de sublime
admiración junto con la mitad del universo. Pero, en definitiva, él
no había sabido encauzar el poder de aquel amor, quizás por miedo,
por el ego o por competir de un modo innecesario. Daba igual.
Claudia Rebeca fue la única mujer capaz de superar su propia ansia
de vivir. Su influencia fue tan poderosa que alcanzó a dominar hasta
la fe del sicario. Por eso, el mero hecho de recordarla de forma
trágica, en el día de su muerte, le descomponía el alma. M ayor aún
era el poder destructor de la bestia china cuando el recuerdo de la
partida de ese amor bonito cobraba vida en el cuerpo del ángel que
nació del choque de dos estrellas.
El Zurdo bebió una infusión relajante, una combinación de palos de
canela, camomila, té verde y rosas, que siempre estaba lista en la
nevera privada del chef. Era el sedante perfecto que reducía el
estrés y gracias a la canela le ayudaba a mejorar los niveles de
colesterol, y que tomado antes de acostarse se convertía en el
somnífero ideal. Dos minutos bastaron para que el brebaje surtiera
efecto. Fernando M iralles se repuso, secó el sudor de su frente y se
levantó del incómodo sillón. Luego le pidió al Pecas que se
encargara del changarro porque él necesitaba estar solo. Su amigo y
confidente de la última década lo miró a los ojos y asintió con la
cabeza, aunque sus labios esbozaron un mohín al no poder
disimular la sonrisa. Estaba claro que el desquiciado padre saldría
en busca de su morrita: siempre pasaba lo mismo cuando surgía un
conflicto entre ellos, y el Zurdo terminaba bajando la cabeza
pidiendo perdón. Patricia era su punto débil, su talón de Aquiles,
su mitad más dos que le permitía certificar que Dios no solo existe,
sino que, además, premia a cada cual según sus actos. De algo
estaba seguro el Pecas: la conversación de aquel día entre el padre
sobreprotector y su pequeño ángel de luz de seguro produciría un
resultado diferente. Había un aditivo que provocaba una cierta
sazón peligrosa entre ellos que podría degenerar en un conflicto
delicado. El tatuaje del dragón ejercía un poder especial sobre el
Zurdo, y habérselo tatuado por mera rebeldía no había sido buena
idea.
No le fue difícil al nervioso padre dar con su chiquilla protestona.
En menos de media hora estaba comprando el billete de entrada
para la exposición de Picasso en el M useo del Prado, el refugio
habitual donde Patricia solía escapar de sus penas para zambullirse
en el mensaje icónico de los maestros de la pintura. El embrujo
divino que sobre su alma ejercían los diestros de las sombras y las
luces, que acariciaban un lienzo virgen, silente, muerto, y con sus
trazos impresionantes (y en ocasiones impresionistas)
amalgamaban colores, y que luego de un orgasmo creativo daban
vida a millones de historias, interpretaciones, verdades o mentiras
solo con manipular un simple pincel, ejercía de bálsamo para su
atribulado ánimo.
Aquel maravilloso espacio arquitectónico que atesora los recuerdos
del arte puro le permitía a la joven rebelde esconderse en ese
imperfecto mundo de percepciones donde todo es posible, incluso
diluir el dolor, la pena y la tristeza. Patricia era amante de todos los
museos, sobre todo del majestuoso Prado, y siempre se debatía
entre Picasso, M iró o Dalí, entre esas tres deidades de la pintura y
la creación existencial. Junto a las obras de los tres grandes
españoles modernos, debatía sus creencias, su manera de ver la vida
y su opción de ser libre.
Fernando M iralles, gracias a esa energía hermosa que suele ir en
pareja con la consanguineidad, subió con premura al cuarto piso.
No dudó ni un segundo; estaba seguro de que su niña mimada
estaría enjugando sus lágrimas ante el indómito Pablo, el maestro
del trazo perfecto, el gran seductor cuyas caricias desgarraron los
corazones de cientos de mujeres, incluyendo los de las amantes de
turno «¡Qué casualidad! El muy cabrón, después de muerto,
todavía puede robarle el alma a mi emperatriz de fuego… »
Pensaba el narco celoso al aproximarse a la galería.
Nada más entrar en el espacio reservado para el gran cubista
malagueño, el Zurdo avistó la frágil espalda de su hija, sentada en
una banqueta de madera rústica, sin respaldar, frente a uno de los
famosos cuadros. La escena era majestuosa: los ojos de la mujer con
alma de niña simulaban abstracción, pero en realidad coqueteaban
con el creador. Ansiaba tener el poder, el don bendito de descifrar
en los matices, ángulos y cruces de líneas las auténticas emociones
que excitaron (por no decir masturbaron) la creatividad de aquel
andaluz de aspecto tosco, rudo y común antes de darle vida a ese
poder que supone conjugar el peligroso verbo crear. Para ella, el
tiempo y el espacio se resumían en la pintura que tenía ante sí. El
universo había emigrado, desparecido; en definitiva, había sido
absorbido por el mensaje encerrado en la pintura. La verdad no
existía; era una quimera. Ella solo admiraba una galaxia paralela que
nacía en la urdimbre misma de la tela seducida por los pigmentos y
excitada por los ojos de millones de visitantes.
El Zurdo se acercó con lentitud a la sensible y frágil protagonista de
su redención con el infantil disimulo de los culpables, y de los que
no saben dialogar cuando es lo imperativo o, como dirían en
Temucalco, «del chingón que viene con el rabo entre las piernas».
La observadora con porte de crítica de arte ni se inmutó. Estaba
presente en cuerpo, pero su alma violaba a Picasso y le regalaba mil
orgasmos clandestinos. Tragando en seco y con fuertes sacudones
de culpa, el antiguo sicario del D. F. se sentó a corta distancia de
ella y se humedeció los labios, cuarteados por la aridez del verano
madrileño. Inhaló con exageración tratando de llamar la atención de
su compañera de banco; temía las reacciones impulsivas de la joven.
Por minutos no hubo respuesta al ronco sonido de su respiración
forzada. El atlético visitante, ataviado con suma elegancia, bien que
limitado en interpretación artística, apoyó la cabeza sobre las
manos que, cual cariátides, descansaban sobre los muslos. Fernando
M iralles pensó en aguardar un poco y así medir la reacción de la
Julieta malcriada. Para ganar tiempo, se enfocó en el cuadro de la
pared cercana y, transcurridos unos minutos de silencio sepulcral y
de nula interpretación, ayudado por los nervios, más allá de un
simple «¡Joder, qué locura! ¡Cómo pintaba de bien este cuate!». El
Zurdo se decidió a romper el poder destructivo del silencio.
— ¿Qué ves? – preguntó con dulzura tratando de vulnerar las
defensas de su reina de fuego ofendida por los celos del padre
protector.
— ¡Un cuadro! – respondió con burla la interrogada, sin miedo y
sin poses. Su intención era muy clara: herir a su compañero de
tertulia forzada.
— ¡Sí, bueno, claro; estamos en un museo. Acá hay cuadros por
todos lados! – ripostó el Zurdo con una sonrisa ingenua.
— ¡¡¡Y también esculturas, fotos, vídeos, en fin, muchas otras
manifestaciones de arte!!! ¡No seas tan naco! Date un paseíto y
descúbrelo – replicó tajantemente la dulce crítica de arte,
ofendiendo al fin a su fastidioso interlocutor. El Zurdo se molestó.
Quedar en evidencia le hacía hervir la sangre. Y lo peor era que
estaba desarmado. No podía competir con ella en terreno cultural.
— ¡Está bien! ¡Sé que para ti soy inculto! Perdona. Solo quería
robar tu atención y conversar con calma, como buenos amigos
– imploró el padre penitente.
— ¿Trajiste la pistola, güey? – preguntó Patricia con sarcasmo.
— ¿A qué te refieres? – dijo sorprendido Fernando M iralles.
— ¡Digo, por si se te ocurre matar a alguien que me mire feo! O tal
vez al propio Picasso, porque con él sacio mis deseos íntimos de
vez en cuando… en los museos, claro – aclaró Patricia con burla,
deseando herir al causante de sus frustraciones.
— ¡¡Está bien, hija; tú ganas!! Joder, qué dura eres. Te pido
perdón. Sé que exageré, pero te ruego que me escuches – volvió a
suplicar el padre en tono conciliador.
— ¡Es que siempre te propasas! Y terminas haciéndome daño.
¿Qué puede cambiar si te perdono? ¿Hay algún beneficio para mí?
Tú jamás estás de acuerdo con mis ideas o mis sentimientos y
piensas que soy una niña; ese es tu puto error – Patricia alzó la voz
sin cambiar la dirección de su mirada.
Fernando M iralles estaba derrotado. Sus argumentos eran débiles.
Esta vez no encontraba la manera de evadir las embestidas de su
adorada hija. La adolescente con alma de mujer apasionada había
perdido el miedo. Era la última vez que iba a soportar una
humillación de su padre, ya no se doblegaría ante el antiguo sicario.
La emancipación había sido decretada, pero el problema que
atormentaba al Zurdo no era perder a su hija; lo que de verdad lo
aterraba era que dejara de amarlo. Su soledad era el abismo que los
separaba. M ientras ideaba cómo construir nuevas verdades, el ex
asesino a sueldo del D. F. alzó la mirada al techo. Anhelaba la
presencia de alguna figura celestial, como San M iguel o San Judas
Tadeo, que estuvieron a su lado en trances de vida o muerte. Pero
en ese museo y en esa galería, el gran Picasso no había dedicado su
arte a los santos. Con el alma vacía y arrepentida, el Zurdo pensó
en claudicar y abandonar el recinto dejando por respuesta un
silencio mortal. Pero antes de despedirse quiso darle un beso a su
amada hija. Y se volteó a la izquierda buscando el rostro perfecto
de Patricia y sus ojos se bañaron de luz. A propósito, la jovencita
dejó correr parte del chal que le cubría los hombros, y la piel de la
espalda reveló con indiscreción el dibujo que decoraba su cuerpo. El
Zurdo vio con sus propios ojos el tatuaje que su hija se había hecho
y suspiró apesadumbrado.
El universo jugó con las dos almas en conflicto. La chica se percató
del cambio en la mirada del asesino a quien por designios de Dios
debía su existencia. Un aroma de vainilla los envolvió, y el Zurdo se
estremeció de los pies a la cabeza. Su cuerpo sintió un poder
especial. Era la primera vez que el dragón no despertaba
sensaciones rancias. Todo lo contrario: la fiera había mutado en
alegría, vida y esperanza. La pintura silueteada en la piel de la
jovencita no era idéntica a la de su madre. Además, el mensaje que
en esta oportunidad transmitía encerraba todo el poder del bien.
Fernando M iralles quedó paralizado, y su alma rebosó de felicidad.
No hubo necesidad de palabras superfluas, la aureola del amor
eterno los miraba desde algún punto del universo, el lugar que todos
sabemos que existe en nuestros corazones cuando un ser querido se
despide con un simple «hasta luego»; el espacio que muchos
llaman cielo, otros, el más allá, y los más osados hombres de fe,
Dios. Sentía la presencia de algo perfecto, sublime y superior a
ellos de la que ninguno de los dos se atrevía a hablar. Les sacudía la
vida, les abofeteaba sus sentimientos. Ambos deseaban nombrarla a
viva voz, pero Claudia Rebeca se lo impedía. Pero en aquel museo
ella no era lo importante; la esencia estaba en el amor de un padre y
su hija, en ese amor que da vida y nutre la esperanza. Los dos
necesitaban desdoblarse, desterrar sus egos y soltar las amarras del
corazón para abrazarse sin cuestionamientos. Las palabras
sobraban, y Claudia Rebeca se lo recordó. Antes de que abrieran la
boca, la ausente les acarició los labios con un gélido viento que
acalló las voces innecesarias. Los dos se miraron con perdón, pero
la terquedad del Zurdo pudo más, y un par de lágrimas delatoras
escapó de sus ojos. Las gotas de pasión no arrancaron palabra
alguna, pero sus gritos empíreos estremecieron dos universos. El
Zurdo lloraba con pasión de padre amoroso. Era la primera vez que
lo hacía desde que enterró a su madre. Pero esta vez el llanto no era
por dolor; ahora era señal de vida, amor, esperanza y fe. Sin
titubear, Fernando M iralles se levantó de la silla, volvió a mirar al
cielo y les sonrió a Dios y a los santos que siempre lo habían
acompañado. Reía entre lágrimas y le agradecía aquel momento a la
mujer que una vez le demostró que Dios existía. Como lo hacía en
su niñez, se enjugó el rostro con las mangas del saco. Y se topó cara
a cara con la ilusión de Claudia, con la belleza del amor que los
unió, y le dio las gracias con un gesto que solo ellos entendían. Se
fundieron en un abrazo sublime, y las dos almas se dieron un baño
de estrellas bajo un arcoíris de rocío con olor a esperanza. El Zurdo
secó las últimas lágrimas, era tiempo de abandonar la confrontación.
Se inclinó para darle un beso a su angelito de luz. El padre rozó la
mejilla de su pequeña y le dijo al oído:
— ¡¡Te quiero mucho, chiquita!! ¡Siempre te querré bonito; jamás
lo olvides! ¡¡¡Sabes que eres mi todo y un poco más!!!
Fernando M iralles emprendió la retirada. No se sentía derrotado;
todo lo contrario: había ganado la batalla y se marchaba con el alma
llena de paz y alegría. El amor había ganado la guerra. Con tan solo
atravesar las puertas de la galería, el lugar quedó yermo, vacío de
emociones y de luz, a pesar de los muchos turistas que llenaban la
sala junto a una chiquilla que comenzaba a hacer pucheros. El padre
feliz que había emigrado y la madre celestial que los había unido en
el milagro de la luz lo celebraban con un tornado de bendiciones.
Patricia no dudó; el corazón se le salía del pecho. Se arrepentía de
haber sido tan dura con su padre. La niña mujer se ajustó el chal, se
cubrió los hombros y dejó reposar al dragón. Con sus manos
delicadas, secó las lágrimas que habían hecho correr el ligero
colorete oscuro de las pestañas y se lanzó en pos de su amado
padre. A lo lejos se oyó una voz entrecortada y suplicante.
— ¡¡Papá, espera!! ¡¡Papá, no te vayas!! ¡Pinche Zurdo,
perdóname! ¡¡¡Híjole, no seas tan susceptible, güey!!! Te quierooo.
Capítulo 18
Cuando los ángeles aparecen sin avisar
México D. F., en la iglesia donde todo empezó.
El cuerpo de Fernando M iralles se cubrió del frío glacial que se
supone presagia el poder de la muerte. El dolor se adueñó de sus
músculos, comenzando en el hombro izquierdo e irradiando al
cuello, la cara y, por último, hacia todo el cuerpo. Durante aquellos
segundos de vencimiento, de abandono de la vida, experimentó esa
horrible transición previa que arropa el deceso. Las cuatro
explosiones de las pistolas de los sicarios volvieron a retumbar en
los oídos. M orir no fue agradable. M ás bien, hasta le pareció raro,
diferente, curioso.
La iglesia había ennegrecido, la víctima no veía reflejos de luz; ya no
existía la facultad de movimiento. El Zurdo tampoco imaginaba que
el olfato pudiera sobrevivir a la muerte. La pólvora quemada con
olor a camposanto inundaba sus pulmones y le impedía respirar. La
sensación de asfixia que le anegaba los alveolos, forzada por la
sangre nerviosa y asustadiza, lo sofocaba. Por último, el sicario
mayor jamás había llegado a sospechar que al morir también fuera
posible oír con claridad. Sin embargo, ahora él escuchaba tacones de
botas texanas que se alejaban de su radio auditivo como si
estuviesen despidiéndose del cadáver. Lo lógico era interpretar que
el alma aún seguía viva, que quizás no se dirigiera a ningún sitio, y
tal vez quedara sepultada en los muros de la capilla. M orir
resultaba extraño, insistía en su último suspiro: sí, en definitiva,
aquello era muy raro. El frío cadavérico que percibía en el pómulo
derecho le recordaba el impacto de la caída cuando le dispararon a
quemarropa. Su último recuerdo consciente, fresco, palpable eran
los rostros de sus dos verdugos macilentos, con caras de nacos
infernales, apuntándole de frente antes de dispararle. La espera de
los balazos se le antojó una eternidad al muerto, desde el momento
cuando cerró los ojos hasta que por fin oyó los cuatro truenos.
Pero lo escandalosamente diferente, extraño a todo análisis forense,
era la posición de su cuerpo, algo muy difícil de explicar. Supuso
que cuando cerró los ojos, los sicarios se movieron y cambiaron de
posición para dispararle por la espalda; de lo contrario, su
esqueleto debió haber sido lanzado hacia atrás por el impacto de las
municiones. «¡Qué raro todo…! volvió a pensar Fernando M iralles
antes de partir hacia un nuevo espacio infinito. ¡O será que ya
estoy muerto y no quiero aceptarlo!». Para despejar las dudas,
forzó los párpados del ojo izquierdo, el que estaba libre y chocaba
contra el piso. Su visión era muy difusa, y se imaginó en tránsito
hacia el otro lado del mal, aunque no divisaba las puertas del
averno, ni el fuego eterno, ni mucho menos al demonio. Creyó estar
solo en una antesala, en un cubículo de espera pintado de negro
intenso.
Cuando al final la pupila pudo enfocarse, el sicario mayor se aterró.
A poca distancia de su cabeza, un río de sangre que arrastraba
pedazos de masas gelatinosas, amarillentas y pálidas venían hacia él
«¡Qué raro es morirse!», insistía el terco del Zurdo. Casi por
inercia, intentó erguir el cuello, pero el peso del cuerpo se lo
dificultó; a duras penas alcanzó a alzar un poco la mirada, pero tal
fue el impacto que le causaron las terribles imágenes que pudo
adivinar, que volvió a desplomarse presa del miedo. A su derecha
yacía uno de los sicarios encargados de matarlo. Sí, el desgraciado
de panza más hinchada tenía la cabeza hendida en dos como una
flor, y el riachuelo de sangre que había a su alrededor estaba
decorado con pedazos de materia encefálica. La escena era
aberrante. «¿Qué carajos pasa acá?», se preguntó el difunto. La
curiosidad lo sedujo, obligándole a voltear bruscamente la mirada en
sentido contrario, y la escena se repitió: del otro lado estaba
tendido un segundo cuerpo inerte, sangrando por la rodilla y con el
cráneo hecho pedazos, como el de su compañero.
Con gran dificultad, el Zurdo logró arrodillarse. Las ataduras de las
muñecas se habían apretado en el momento de la caída.
Sorprendido, focalizó su mirada en la carrucha que sostenía el
cuerpo crucificado del padre M anuel García Porras. A su lado, el
asesino con cuerpo de escuincle, de muchacho escuálido, le ayudaba
a soltarse. El párroco había perdido el conocimiento, lo que facilitó
el doloroso trabajo de desprender los clavos de las extremidades. El
Zurdo no entendía nada; llegó a pensar que la cocaína que el día
anterior inundaba su sangre le estaba generando visiones absurdas
en el infierno. El salón era un teatro del absurdo, sin embargo, los
muertos eran bien reales. La sangre y los sesos olían sinceros, a
matadero, y sabían a muerte. La Pelona estaba de fiesta: por ahora
ya tenía dos infelices en su carruaje.
Buscando explicaciones, los ojos del Zurdo se posaron en el rostro
de San M iguel, a su izquierda. Sin querer le preguntó qué estaba
pasando. No hubo respuesta, pero sí un ligero rocío bañado de
aromas de vainilla y miel, el mismo incienso que su madre encendía
para dar gracias al poderoso Príncipe de la M ilicia Celestial. El
débil ateísmo circunstancial del Zurdo había adelgazado setenta y
dos horas atrás, y ahora entraba en agonía. En lo más profundo de
su corazón, Fernando M iralles repitió las palabras de su madre:
«Dios nos envía los milagros cuando más los necesitamos y
cuando menos pensamos merecerlos». Por extraño embrujo o
milagro bendito seguía vivo, y, por alguna casualidad inexplicable,
eran sus verdugos quienes yacían muertos a su lado, bañados en su
propia sangre. Tratando de entender la incomprensible película, el
indultado intentó conversar con la otra persona consciente de la
sala, el asesino silencioso con cara de chico hambriento. De seguro,
él podría explicarle el extraño drama. Con tono risueño e incrédulo
el Zurdo preguntó si se trataba de alguna broma pesada.
— ¡¡Oye, güey!! M e perdí algo, ¿verdad? ¿M e puedes ayudar a
entender todo esto? ¡Digo, no sé! Porque matar a dos sicarios para
salvar a otro ya condenado, ehhh…, es algo que no se ve todos los
días… ¡¡Ah, ya sé!! De seguro otros te pagaron por mi cabeza.
¿Otro clan, verdad? ¡Segurito les valgo más vivo que muerto!
¡Claro, eso es! – el silogismo burlón no inmutó al joven de cuerpo
raquítico que caminaba en dirección al Zurdo empuñando un filoso
cuchillo de doble hoja. De nuevo la sensación de la muerte
inminente se apoderó de su ser. El Joven sicario tal vez lo
degollaría. La cabeza sangrante era la prueba que necesitaba llevarle
a don Tomás y tal vez los gordinflones desangrados en el piso del
lugar santo no eran más que testigos innecesarios. Claro, esa era la
típica forma de actuar en el mundo del narco. Cuanto más
sanguinario es uno, más se gana el respeto de los de arriba, y sobre
todo, de los contrarios. Es la mejor forma de amedrentar el alma del
enemigo.
Sin pronunciar palabra, el despiadado asesino con cara de niño
angelical se acercó lo suficiente al condenado y lo tomó con
suavidad por los hombros, teniendo la consideración de no ejercer
mucha presión en el lado izquierdo y evitando cualquier roce con la
herida de bala. La perplejidad del Zurdo era cada vez mayor. El
extraño personaje, que hasta entonces no se decidía a matarlo, se
colocó detrás de él y con el cuchillo cortó las ataduras dejándole
libres las manos al segundo capo de los Tomateros. Se miraron a los
ojos, y una sensación de paz irrigó el corazón del Zurdo. Aquella
mirada le era conocida, imposible de ubicar con precisión, pero, en
algún momento, aquellos ojos se habían cruzado por designios de
Dios con los suyos. El sicario le sonrió con afecto fraternal. Era la
segunda ocasión en su vida que se presentaba ante Fernando
M iralles.
— ¿Cómo está, patrón? ¿No se acuerda de mí? ¡He crecido un poco
desde la última vez que nos vimos! – dijo con voz pausada el
criminal de mirada de ángel. Su interlocutor arrugó la sien y toda su
alma. El Zurdo miró en derredor, y llegó a pensar que podía estar
en un show de cámara oculta. Con ojos saltones, ahora sí que no
entendía un carajo, porque no recordaba ni la voz, ni el rostro del
matón que le perdonó la vida; solo distinguía el poder benéfico de
los ojos de su milagroso amigo.
— ¡Ah, carachas, pues perdona la sinceridad, güey! ¡¡¡Pero no
tengo ni puta idea de quién carajos eres!!! No me malinterpretes,
carnal, pero la neta es que no sé quién eres, y si tienes que
matarme, pos dele de una vez y con ganas, que esto ya aburre –
exclamó Fernando M iralles con resignación.
— ¡Ja, ja, ja; no lo vengo a matar, mi patrón, cálmese! Soy Gerardo
Guanipa, y me dicen el Pecas; soy de Oaxaca, ¿se recuerda? Hace
diez años usted impidió que violaran a mi hermana, y también nos
salvó la vida a ambos; además, ayudó a pagar las medicinas de mi
hermano enfermo. ¿Ahora sí se acuerda de mí, señor? Usted
significó todo para nosotros esa tarde. Yo le debía la vida, y por
una de esas casualidades de Dios, hoy le puedo devolver el favor –
los ojos del Zurdo se desorbitaron, los recuerdos cobraron vida: no
daba crédito a lo que estaba escuchando, y un repentino escalofrío
le taladró los huesos. Lo primero que le vino a la mente fue la
imagen de su madre, que le recordaba el poder piadoso del Señor y
su forma extraña de regalarnos milagros, sobre todo si estamos
dispuestos a acercarnos a la luz. El aroma a vainilla y miel volvió a
embriagarle el recuerdo: la imagen de la chiquilla mestiza
lloriqueando y pidiendo clemencia ante el ataque salvaje del sádico
que deseaba robarle su esencia de niña cobró vida en el corazón del
Zurdo, y el pasado se hizo presente. Claro, ese día, al salir de La
Peña de Carlitos, en aquella misión que jamás entendió pero que
ahora le manoteaba la cara, bien valió la pena asesinar a un
vendedor de drogas en el poblado más pobre del país. El asesinato
fue el origen del vínculo con su nuevo ángel guardián. El cielo los
presentó diez años atrás, y ahora Dios los volvía a juntar cuando
hacía falta. El rostro del bandolero que había ejecutado en un
pueblucho de mierda nunca se le borró de la mente: hoy Fernando
M iralles logró entender por qué lo hizo.
El corazón le palpitaba con furia, mitad por el susto y mitad de
alegría. El Zurdo no encontraba palabras de agradecimiento; solo un
par de lágrimas le demostraron al chico de cuerpo desnutrido que
los valientes también tienen sentimientos de gozo ante Dios y la
vida y saben desparramar el llanto cuando deben, sin necesidad y a
puro corazón. El perdonado abrazó con fuerza a su querubín
salvador. Detrás, la imagen de San M iguel los contemplaba
sonriente, y el Zurdo le guiñó el ojo en señal de agradecimiento. El
santo le devolvió el saludo con una brisa sutil para burlarse de él
con cariño. La fe del hijo de Justina ahora pesaba el cuádruple de
una semilla de mostaza.
— ¡¡¡No mames!!! ¡¡Pinche cabrón, a «güevos»: si eres el Pecas!!!
¡Carajos, claro que me acuerdo! Fue hace mucho tiempo, y no te
había vuelto a ver. Ahora te me apareces para salvarme; no mames,
cabrón – dijo el perdonado con euforia.
— ¡Bueno, mi señor, al final crecí en el pueblo! Allí me contrataron
para ser empleado de un café, pero me peleé con un cliente, y casi
lo mato. Y, por casualidad, estaba reunido un grupo de narcos que
iban de paso, camino a Guerrero para llevar una merca, y, al ver mi
actitud valiente, uno de ellos me dio su apoyo. Yo no quería ir
preso, y, a cambio, empecé a chambear como minorista. Después
maté a mi primer encargo, y la historia se repitió. M e contrataron
varios narcos de medio pelo, hasta que don Pedro Rojas, en
Chihuahua, me dio chamba (y de la buena) como guardaespaldas, y
hoy soy su sicario de confianza. Disparo con las dos manos, y
ellos dicen que soy bueno. Llevo dos años con los Tomateros, entre
Sinaloa y Juárez. Ayer nos trajeron al D. F., y cuando me dijeron
que había un trabajo especial, jamás me imaginé que fuera matar a
mi salvador. Así que esperé el momento justo y libertamos la
patria, carajo; ahora estamos a mano. Bueno, igual, mi vida siempre
ha sido suya, mi señor, y después de esto ya no tengo para dónde
ir, así que trabajo solo para usted. ¿Qué me dice, patroncito? ¿Le
damos con ganas? – el Zurdo, aún incrédulo, intentaba reanimar al
párroco, que seguía inconsciente.
— ¡¡Pues ni modo, Pecas!! ¡Ahora yo te la debo, cabrón! Lo que
no entiendo es por qué has inmolado tu carrera por mí – preguntó
Fernando M iralles sonriente.
— ¿Qué es eso, mi patrón? ¿Qué es inmo… qué?… – inquirió con
dudas inofensivas el sicario. Su nuevo capo se rascó la cabeza y
pensó con visible alegría interna: «Pinche escuincle… Pos, ni modo:
tendré que educarlo». Una carcajada silente lo delataba. La
ignorancia humilde y sana del Pecas lo hacía feliz; pero no había ni
tiempo ni razón para cuestionar el conocimiento de la lengua
española de un asesino a sueldo que solo entiende de balas, muertos
y sangre. El Zurdo no le dio importancia al comentario, y prefirió
concentrarse en rescatar a la pequeña y vengarse.
— ¡No hay problema, muchacho! Olvídate de esa palabra, pero
necesito que me ayudes. ¿Cuento contigo? – dijo el Zurdo
buscando sumar fuerzas para la gran guerra, aunque tampoco quería
usar a su milagroso amigo de carne de cañón, porque la batalla era
de Fernando M iralles, y él no pretendía víctimas inocentes a su
lado.
— ¡¡¡Pues claro, mi señor, eso no se discute!!! ¡Usted diga rana, y
yo salto nomás! – certificó el Pecas con vehemencia.
— ¡Entonces, manos a la obra! Primero ayúdame a levantar al
padre Lolo – los dos compañeros de aventuras enderezaron la
pesada humanidad del hombre de la Iglesia y lograron recostarlo
sobre un pilar de mármol rosa del altar mayor. Le lavaron las
heridas de la mano, le limpiaron la sangre y los coágulos del rostro
y de las partes del cuerpo que fueron torturadas para sacarle la
verdad sobre la pequeña. El esfuerzo valió la pena, y, en menos de
dos minutos, ya el franciscano tenía otro semblante. El Zurdo
utilizó el celular del Pecas para llamar al convento de las carmelitas
descalzas donde vivían las monjas que días atrás le habían curado
las heridas. El sicario le rogó a la madre superiora que mandara un
grupo de enfermeras a curar al sacerdote porque el hombre había
sufrido un «accidente» (imposible dar detalles por teléfono).
Resuelto así el primer problema, el Zurdo volvió a concentrarse en
su pequeña hija. Cierto, aún no estaba seguro de que lo fuese, pero
las coincidencias hablaban por sí solas. M irando fijamente a su
salvador, el único aliado que tenía para ejecutar su idea libertadora,
le dijo.
— ¡Oye, Pecas, de veras te agradezco el apoyo! Pero, ¿estás seguro
de que me quieres acompañar? M ira que vamos por peces gordos.
Eso significa que la muerte puede ser el peor premio, y que tal vez
tengamos casi todos los billetes de esa lotería, y con la Pelona
jodiendo. Todavía estás a tiempo de rajarte y huir. Créeme que
estás en tu derecho. Ya no me debes nada, no lo hagas por
compromiso, ya hiciste mucho por mí, carnal, es tu decisión –
advirtió el Zurdo con la seriedad del padre que despide al hijo que
marcha a la guerra.
— ¡¡¡M i señor, no dude; estoy para servirle!!! Cuando maté a
estos cabrones ya firmé mi sentencia de muerte, así que es solo
cuestión de ponerle fecha. Quizás muera hoy, pero le juro por mi
madrecita bendita, mi Lupita hermosa, que haré todo lo posible
para que nos toque ir al infierno en otra fecha. Cuente conmigo,
patrón; no perdamos tiempo. Vamos a salvar a su chamaquita, eso
es lo único importante – aseveró con sinceridad absoluta el único
soldado de Fernando M iralles, su nuevo escudero.
El Zurdo lo observó con sorpresa, con gallardía y valor, y le dio
una palmada en el pecho celebrando su valiente decisión. Antes de
salir de la iglesia, le dieron un poco de agua al franciscano y le
aseguraron que volverían por él, que las monjitas del convento
estaban en camino para curarle y que la fe es lo más sagrado en el
camino a la victoria. Don M anuel apenas tuvo fuerzas para sonreír.
Estaba hecho pedazos, golpeado y malherido, pero aplaudía las
palabras del nuevo vengador. Fernando M iralles se inclinó y tomó
la mano del sacerdote y la besó como despedida. Acto seguido hizo
lo mismo con el Cristo que pendía de su rosario. Y, con esperanza,
le pidió la bendición al párroco, que se la dio con lentitud; los
brazos seguían demasiado adoloridos, pero la luz del Señor llegó al
corazón del penitente. El Zurdo se incorporó y corrió hacia la
puerta principal, pasando junto a la figura de San M iguel Arcángel.
Por última vez ese día se persignó, besó los pies de la estatua y le
dio las gracias por aquella oportunidad, y en silencio le imploró que
salvara la vida de Patricia. El criminal se disculpó, pero tenía que
guardar los rezos para después porque no sobraba tiempo; aun así,
le prometió siete misas y un arreglo floral si los sacaba de aquel
infierno. El minutero corría raudo e implacable, pero Fernando
M iralles sintió en lo más profundo de su alma que San M iguel
Arcángel le había guiñado el ojo y le había otorgado su bendición.
Sentía el poder del ejército celestial a sus espaldas; sabía que su
misión parecía absurda, pero ante los ojos de Dios nada es
imposible; todo se puede moldear con fe y esfuerzo, y a Fernando
M iralles le abultaban los dos. Una vez fuera de la iglesia, le explicó
su increíble plan al chico famélico, repitiendo su frase de guerra:
«Jamás nos ganarán».
— ¡Pecas, necesitamos armas! De ser posible, también un par de
granadas nos pueden ayudar mucho en la guerra – solicitó nervioso,
consciente de que no contaba con poder de fuego, y sin armas no
había esperanzas de ganar la pelea. Las dos pistolas del muchacho
no daban para mucho.
— ¡No se preocupe, mi señor! Venga conmigo – le respondió con
soltura su lazarillo abriendo la cajuela de un Ford LTD color vino
tinto. Era el auto en el que habían llegado de Sinaloa los sicarios con
la misión de acabar con la vida de tres inocentes. El Zurdo echó un
vistazo rápido y admiró el bien surtido arsenal que había dentro del
carro. Faltaban muchas manos para poder disparar todo el
armamento de grueso calibre que sobresalía de la parte trasera del
automóvil. Cada uno tomó un par de Sig Sauer P250 calibre 357,
verificaron que cada peine contuviese quince balas y se
apertrecharon con algún cargador de reserva. Se echaron las pistolas
a la cintura, enfundadas en cartucheras de cuero negro con dos
compartimientos para los peines de recambio. En los tobillos se
ataron sendos Smith & Wesson 38, de cañón corto y de solo seis
tiros, por si las noventa y seis balas de que disponía cada uno no
fueran suficientes. Ambos se vistieron con una chamarra de lana
multicolor, típicas del invierno norteño, que reposaban en el asiento
trasero. La vestimenta prestada servía para disimular el bulto de las
armas. Las chamarras de los sicarios muertos les quedaban anchas,
pero no había otra salida; el uniforme les servía de camuflaje. El
Zurdo completó su disfraz con un sombrero de cuero negro que le
tapaba la frente y parte de los ojos, e impedía su identificación a
simple vista. Para triplicar su capacidad de ataque, depositaron
cuatro granadas, dos en cada saco. Ahora ya tenían el disfraz, las
armas, las municiones, el motivo y las ganas de matar: solo les
faltaba el plan perfecto.
El Zurdo le indicó a su sargento que subiera al coche y condujera
sin pausa; en el camino le daría ideas para acabar de inmediato con
la guerra. El pesado Ford LTD arrancó a toda marcha. Dos asesinos
experimentados y armados hasta los dientes iban dispuestos a
cambiar el curso de la historia del cartel más poderoso del D. F. y
parte de la costa oeste del país. M ientras continuaban su avance
rumbo a un destino incierto, el dolor en el hombro izquierdo
comenzó a minar la resistencia física y la concentración del Zurdo,
pero no había oportunidad de ver a un médico. Se le ocurrió
entonces, volver a administrarse un analgésico alternativo, pero
muy eficaz en situaciones de extrema presión.
— ¡¡Oye, Pecas, necesito un poco de coca!! ¿Crees que me la
puedas conseguir? – demandó el herido, consciente de que, si no
recuperaba las fuerzas, su batalla arrancaba medio perdida.
— ¡¡¡Pues claro, mi señor, nomás abra la guantera y es toda suya!!!
– el copiloto hurgó en el compartimiento interno del lujoso auto y
encontró un sobre de papel cartón grueso color beis. El Zurdo lo
tomó en las manos, desprendió un pedazo de cinta adhesiva que
sellaba los extremos del envoltorio y sacó dos bolsas plásticas
llenas del estimulante blanco. Cogió un puñado en la mano derecha
y se lo llevó a la nariz, crónicamente irritada por las frecuentes
inhalaciones, y de inmediato, se empolvó las fosas nasales dándole
una esnifada tan profunda que hubiera podido resucitar a un
muerto. Los pulmones le rechinaron al recibir semejante descarga.
En cuestión de segundos, el efecto de la droga comenzó a
transportarlo a un espacio silencioso, carente de dolor, y salpicado
de libertad sensorial. Los espasmos de la droga le hicieron perder la
noción del tiempo por escasos segundos, hasta que el chófer tuvo
que recordarle su misión. Ese fue el detonante que lo devolvió a la
tierra. El Zurdo le dio las gracias al joven, y recuperó la
concentración necesaria para elaborar su nuevo plan. A los pocos
minutos le dio instrucciones al Pecas.
— ¡Carnal, necesitamos refuerzos! ¿Tienes a alguien de extrema
confianza que nos dé una mano? ¡Hacen falta dos hombres más!
Ustedes eran cuatro; la lógica es que entremos cuatro a La Casona.
Eso nos lleva hasta la puerta principal. La ventaja es que ustedes
llegaron de noche, y en la oscuridad todos los gatos son pardos –
sintetizó el Zurdo con claridad insuperable.
— Tengo un primo en el D. F. que es sicario, igual que yo. ¡Es muy
bueno el cabrón! Pero cobra caro, y no sé si estaría dispuesto;
déjeme, que le llamo – confirmó el Pecas tratando de calmar la
excitación de su nuevo jefe.
—¡¡¡Por dinero no te pares!!! Dile que le pago diez veces lo que él
cobra por matar a cualquier pinche pendejo pero de muchísimo
peso. Asegúrale que lo voy a hacer rico en un solo día, porque
vamos a matar a varios peces gordos; de los picudos – enfatizó el
Zurdo. No quería perder tiempo negociando menudencias, la guerra
estaba declarada, y el dinero solo servía para pagar mercenarios.
— ¡No se preocupe, patrón; yo me encargo! No más dígame dónde
es la fiesta, y allí estará el primo y algún cuate más; se lo garantizo,
es de mi confianza. Estoy seguro de que él conoce a varios matones
de los meros buenos – prometió el chófer sacando de la chaqueta el
celular para cuadrar la cita y el negocio.
Ya habían pasado más de treinta minutos desde la fuga de la iglesia
donde descansaban los cuerpos baleados de dos sicarios
chihuahuenses. El Pecas convenció a su primo para que los
acompañara en la misión suicida. Establecieron el sitio de reunión a
diez cuadras de La Casona, en pleno Temucalco, en un galpón
abandonado que servía de basurero para carros desmantelados
después de haber vendido sus piezas. Nadie sospecharía. El sitio
era la residencia de lujo de pordioseros, mendigos y drogadictos en
etapa terminal. Esos malvivientes ya no pertenecían a este mundo.
Sus cerebros solo entendían de rinocerontes de colores que
danzaban en lagunas de miel con chispas de canela, o de dinosaurios
que salían de los coches abandonados para devorar a sus víctimas
en noches de luna menguante. Ningún jefe del cartel pasaba por ese
lugar de cadáveres ambulantes. Era el mejor escondite para ultimar
los planes para el asalto a La Casona.
El primo del Pecas llegó en 34 minutos. Se bajó de un taxi verde y
blanco en forma de escarabajo, acompañado de uno de sus hombres
de confianza. Los recién llegados entraron al deprimente lugar y
llamaron al celular del Pecas para que les dijera la ubicación exacta
del Ford LTD. Lo encontraron en siete minutos de caminata. Una
vez dentro del automóvil, los cuatro pasajeros se saludaron. El
primo del Pecas quedó estupefacto cuando vio el rostro del
contratante, el mero Zurdo, el segundo al mando de los Tomateros.
El temido y respetado jefazo de la propia hermandad les estaba
pidiendo que hicieran una matanza peligrosa con don Tomás y
todos sus soldados valiéndose solo de la sorpresa como estandarte
para entrar y aniquilar a todo un ejército. A simple vista, la idea les
pareció desquiciada, pero luego de pensarlo bien decidieron aceptar
el trabajo por dos razones: si todo salía bien, no solo recibirían una
buena paga que les permitiría retirarse para siempre del mundo del
crimen, sino que, además, cabía la posibilidad, solo si había éxito en
el ataque, de llegar a ser los escoltas del nuevo capo de capos, don
Fernando M iralles. Claro que, en caso contrario, el único reembolso
sería una muerte segura. Una apuesta peligrosísima, pero ¿qué está
exento de peligro en la vida? Los cuatro guerreros se dieron un
apretón de manos para sellar su pacto de sangre. El plan era
demasiado simple, concreto, fácil de entender, aunque bien absurdo
y muy peligroso. El Pecas echó a andar el Ford LTD vino tinto, y
los vengadores salieron del escondite rumbo a La Casona en busca
de la libertad o de la muerte. Entendían con claridad que solo Dios
diría la última palabra. Dos de los nuevos caballeros del Temple se
encomendaron a la Santa M uerte; otro era ateo, y le rezó a sus
pistolas. El Zurdo se encomendó a San M iguel Arcángel.
El largo automóvil atravesó las cinco cuadras que los separaban del
campo de combate en solo doce minutos. Cuando se asomó al
callejón sin salida, los guardias de La Casona advirtieron la
presencia de los visitantes y observaron que era el mismo
automóvil de la noche anterior. El coche se detuvo a la altura del
intercomunicador electrónico. La voz del vigilante de turno pidió
identificación al conductor, el único que abrió la ventanilla
polarizada. La luz en diagonal reveló la presencia de otras personas,
el mismo número de visitantes del día anterior. Gerardo Guanipa se
identificó con soltura, y dijo traerle noticias importantes a don
Tomás relacionadas con la suerte de unos prisioneros. El celador
llamó a la sala de juntas y transmitió el recado. El capo, que
esperaba ansioso al visitante, dio órdenes claras de que fueran de
inmediato a donde se estaba celebrando una reunión entre el jefe del
clan y sus últimos siete lugartenientes todavía vivos. Todo encajaba
con la estrategia del Zurdo, que conocía al dedillo los movimientos
del capo y sus secuaces en el interior del refugio. Las órdenes
fueron audibles, claras y sencillas para los cuatro visitantes.
Fernando M iralles sonrió para sus adentros: la primera fase del
ataque había transcurrido sin sorpresas, el plan avanzaba. Ya
parecía tener algo de lógica.
El Ford LTD cruzó los jardines de la lujosa mansión. De día, las
flores parecían inmenso, muy diferente destellar con luz propia; el
jardín era del de la oscura noche anterior. Tres hombres se bajaron
del coche frente al portón principal de la lujosa mansión del mal.
De allí a la sala de juntas los separaba una distancia más bien corta.
El ayudante del primo del Pecas se pasó al volante del vehículo,
listo para emprender la fuga a toda máquina. Su responsabilidad en
el combate era simple: abandonar el lugar a toda velocidad después
de la masacre. Fernando M iralles pasó inadvertido. Los lentes de
sol, el sombrero de ala ancha, una talla más que la de su cabeza, y la
chamarra del naco obeso le brindaban privacidad absoluta; lo hacían
irreconocible. Nadie se percató de la presencia del verdugo
malherido; ninguno de los habitantes de la morada osaba sospechar
que cuatro locos armados atacarían al capo y sus apóstoles en su
propia madriguera. Esa posibilidad era increíble. La sorpresa seguía
siendo el amuleto del Zurdo.
El Pecas saludó al escolta que los acompañaría hasta la puerta del
salón de reuniones. Los tres hombres siguieron al guía y
atravesaron parte de la mansión. Cada uno de ellos memorizó su
parte en el ataque por sorpresa. En la mente del Zurdo solo cabían
los cálculos de las distancias donde solía ubicarse y desplazarse
don Tomás. Su mano derecha practicaba en silencio los
movimientos que ejecutaría antes de dispararle a uno de los brazos
de su antiguo jefe. Lo necesitaba vivo; sin el capo, el plan fracasaría
y todos morirían en el acto. Los tres hombres llegaron a la puerta
del salón privado. El Pecas se ubicó al frente, y detrás de él, su
primo, con el Zurdo en la retaguardia. Cada uno sabía el rol que le
tocaba desempeñar tan pronto como sonara el primer plomazo.
Por lo general, los invitados se ubicaban en números similares a
ambos lados del grueso y amplio mesón. La sorpresa era el
verdadero milagro que permitía el éxito en la pelea a muerte. El
guarura del capo se puso de pie frente a la puerta, dejó reposar su
AK 47 sobre el cordón que guindaba del hombro izquierdo e hizo
girar con ambas manos los tiradores de la pesada puerta del
despacho. El Pecas fue el primero en entrar. Su primo apenas se
había asomado a medias en el umbral cuando se oyó el efusivo
saludo de don Tomás. La escena transpiraba normalidad.
— ¡¡¡M i querido amigo!!! ¿Cómo estás? Dime que me traes noti…
– la salutación de don Tomás murió en segundos. No había
terminado el capo de pronunciar su bienvenida cuando el Zurdo
salió de la sombra de los dos primeros visitantes y tiró el sombrero
prestado para apuntar mejor al objetivo. La Sig Sauer P250 calibre
357 acalló las voces de los presentes. Un disparo certero le
destrozó el hombro derecho al capo, que salió despedido y fue a
caer varios metros detrás chocando contra una vieja biblioteca que
adornaba el salón. El estruendo alertó a los moradores y dio inicio
la fiesta de sangre y muerte. El Pecas ya había desenfundado sus
dos pistolones, y disparó con precisión magistral sobre la
humanidad de tres sicarios sentados a la izquierda. La sorpresa del
ataque impidió toda reacción en el bando contrario.
Ninguno de los siete escoltas del capo pudo tan siquiera
desenfundar su arma. El ataque duró fracciones de segundo, tal
como lo había planificado el Zurdo en su experimentada mente fría
y criminal. El primo del Pecas se encargó de despachar al resto de
los guardias en el lado opuesto de la mesa. El hombre que había
quedado de guardia en la puerta trató de echar mano de su rifle de
asalto de fabricación rusa, pero el propio Zurdo le dio tres disparos
que acabaron con su vida al instante. Los tres vengadores se
adentraron en la sala de juntas y remataron a los caídos. Pero no al
Sarna. El Zurdo exigió que no lo liquidaran todavía porque le tenía
reservada una sorpresa. La hermandad de los Tomateros, al menos
en el D. F. acababa de ser descabezada por completo.
El estruendo de las detonaciones alertó a la treintena de custodios
que protegía la cueva del mal. Corrieron hacia la sala de juntas. Pero
el Zurdo ya había impartido nuevas y precisas órdenes. La fase tres
del plan comenzaba de inmediato. El primo del Pecas abrió la
puerta y lanzó dos granadas de fragmentación al pasillo exterior.
Las explosiones derribaron a varios sicarios, y la confusión más
absoluta se adueñó de la situación. Las armas de los guardias les
servían de poco, ya que el polvo generado por las bombas impedía
la visibilidad. Además, la puerta del salón, las ventanas y las salidas
de emergencia estaban blindadas. Era un hecho: el Zurdo tenía
secuestrado al capo en una caja fuerte.
Fernando M iralles se acercó al maltrecho jefe del cartel o, más bien,
a lo poco que quedaba de él. La historia había cambiado mucho
desde que se despidieron en el interior de la iglesia. Al ver la mirada
asesina del Zurdo, don Tomás imploró perdón y clemencia, y hasta
incluso rezaba en voz baja, pero los planes de su captor eran otros.
El sicario se agachó hasta el suelo y tomó por el cuello a su víctima,
la lanzó contra el escritorio, y, con la mano derecha, asió
firmemente la cabellera del capo, que sangraba de manera copiosa
por el hombro. El Zurdo lo obligó a mirar a sus apóstoles muertos.
El mensaje no podía ser más claro: la vida del capo estaba en manos
de su antiguo hombre de confianza; todo error tenía como premio la
muerte inmediata y sin contemplaciones. Afuera, los guardias
gritaban y preguntaban qué estaba ocurriendo en el salón principal.
En realidad temían por su vida. Si el capo lograba sobrevivir, los
fusilaría a todos por no mantener la seguridad del lugar. La voz del
Zurdo logró calmarlos. Ellos no sabían de la traición del Zurdo, ya
que don Tomás, por miedo, jamás hizo públicas las acusaciones
contra Fernando M iralles. Sin quererlo, el secretismo se convirtió
en cómplice del sicario justiciero.
— ¡¡¡M uchachos, tranquilos; soy el Zurdo!!! Don Tomás está
herido, pero está bien; fuimos víctimas de un complot. Hemos
matado a varios traidores. ¡Vamos a salir, y necesito su ayuda!
Vigilen la salida principal, y que nadie entre ni salga sin mi
autorización – las palabras del hombre fuerte sonaron increíbles,
pero más inaudita era la escena. O el tipo decía la verdad o estaba
loco de remate. El tiempo estaba contra ellos, pero, si no
cooperaban, las cosas podrían ser peores. Uno de los guaruras de
confianza pidió hablar con el capo. El Zurdo le mandó que
despejaran el área del pasillo y alistaran las camionetas; todos
debían abandonar La Casona porque los Federales venían a
matarlos. Y enfatizó que uno de los traidores era M ancera; si lo
veían, debían reventarlo sin preguntar y sin piedad. Don Tomás no
salía de su estupor. La situación estaba en manos de su antiguo
mejor amigo, el gran Zurdo, que ahora lo tenía todo bajo control. La
victoria continuaba de su lado. El capo no pudo pronunciar palabra,
porque tenía una Sig Sauer en la boca, lista para volarle la garganta
y el cuello. Los guardias de seguridad analizaron el mensaje que
ahora cobraba visos de realidad creíble y comenzaron a cumplir las
órdenes, aunque dejaron a tres hombres como custodios de la
retaguardia. En el interior de la prisión sin rejas, el Zurdo definió
los parámetros de la fase cuatro, la penúltima del plan: el escape de
la mansión de la muerte.
— ¡Bueno, don Tomás, ahora me toca a mí, pendejo de mierda! O
usted me hace caso y cumple al pie de la letra todas mis órdenes, o,
de una, lo lleno de plomo – el capo mayor asintió con la cabeza. El
Pecas retiró con lentitud la pistola que oprimía las cuerdas vocales
del prisionero. Don Tomás realizó un último intento de imponer su
autoridad:
— ¡¡Pinche Zurdo!! ¡¿Te volviste loco?! ¡¡Sabes que de esta no
sales vivo, cabrón!! M is hombres te van a volver mierda, eres un
idiota. Todavía estás a tiempo de salvarte. Dime cuánta lana
quieres, y arreglamos esto por las buenas – la amenaza encolerizó a
Fernando M iralles. En respuesta le introdujo el cañón de la pistola,
aún al rojo vivo por los fogonazos de los disparos recientes, en el
hueco del balazo en el hombro. El metal chamuscó los bordes de la
herida arrancándole al capo alaridos de dolor. El hombre otrora
poderoso no era más que un condenado al patíbulo.
— ¡¡No, hijo de mil putas, acá el que se muere es usted si
no hace lo que le digo!! Preocúpese por salvarse, si es que desea
vivir. Repito por última vez, pinche naco, ¿va a hacer lo que le
digo, sí o no, pendejo de mierda? – la pistola siguió penetrando en
el orificio dejado por la bala; entonces el prisionero no tuvo opción:
se rindió sin condiciones.
— ¡Está bien, Zurdo, haré lo que mandes! Solo quítame esa
porquería de encima; me duele mucho la herida – el hombre fuerte
había claudicado. Su verdugo sonrió con odio y rabia. Obligó a don
Tomás a ponerse de pie. El Zurdo agarró una de las granadas que le
quedaban en su chamarra destallada y colocó el explosivo en la axila
izquierda del capo, la que estaba sana. Con cinta adhesiva gris de la
que se utiliza para amarrar objetos pesados, incluso para atar de
pies y manos a las víctimas de los crímenes del narco, forró la
bomba de mano con muchas vueltas para que fuera imposible
desprenderla. A continuación, ató un cordón a la espoleta de la
pieza fragmentaria y el otro extremo a su mano derecha. Ahora ya
podía develar la estrategia que los sacaría ilesos del infierno.
— ¡Óigame bien, don Tomás! Si usted rompe el trato, yo nada más
debo jalar del cordón, y en diez segundos la granada lo manda al
otro mundo. Yo tengo tiempo de correr; usted no, porque, vaya a
donde vaya, lleva la muerte encima. Si no quiere morir ahorita, su
única salida es hacerme caso al pie de la letra – decretó el verdugo
en espera de confirmación.
— ¡Está bien, Zurdo, haré lo que me digas! Solo te ruego que no me
mates – el miedo a morir de aquella forma tan sádica forzó la
rendición final del condenado. Estaba claro que con el sicario no se
jugaba.
— ¡M uy bien, don Tomás, el plan es simple! Vamos a salir los
cuatro. Usted dirá que el Sarna, el Chuquis y M ancera lo
traicionaron, y que gracias a mí y a los hombres de Pedro Rojas de
Chihuahua está usted vivo. Luego les dirá a todos los guardias de
La Casona que, hasta que usted se recupere, el capo encargado soy
yo. Que su seguridad y su protección están bajo mi cargo y que
todos deben hacer lo que yo les diga. Esta misma noche me reuniré
con los jefes del cartel de Chihuahua. Si cumple con el guion, le juro
que se salva. De lo contrario, celebramos hoy mismo el grito de
independencia con su cuerpo volando por los cielos del Distrito
Federal.
Los presentes quedaron atónitos. El dominio de la situación que el
Zurdo demostraba era absoluto. Nadie se imaginó nunca que un
sicario chingón pondría de rodillas al mismo demonio. El Sarna, que
estaba muy malherido, recostado en una silla a la derecha del
mesón, no podía creer lo que estaba pasando. Atemorizado y
resignado, bajó la mirada ante la derrota inminente que todavía
negaba con la cabeza. Había recibido tres disparos certeros, y las
fuerzas le fallaban. La muerte se lo llevaba. El Zurdo se acercó a él.
Sentía necesidad de verlo morir con mucho dolor: qué menos
merecía su negra traición. Le presionó el arma contra el cielo de la
boca y, antes de apretar el gatillo, le dijo:
— ¡¡¡Ya viste, güey!!! Ni tienes los «güevos» ni eres capaz de
sustituirme, cabrón. Ahora púdrete en el infierno, maldito Sarna.
¡Esto es en nombre del padre M anuel y de mi hija! Que Dios se
apiade de ti, cabrón de mil putas, porque yo no – el plomazo hizo
volar la cabeza del sicario en mil pedazos. Fernando M iralles era
feliz. Había cobrado con creces su despiadada venganza.
Las órdenes del nuevo líder fueron aceptadas sin chistar. Los
guardias de seguridad se tranquilizaron cuando vieron a don Tomás
salir caminando, herido, pero con vida. En el trayecto hacia el
jardín, el capo repitió el discurso como un papagayo, y los
vigilantes se quedaron convencidos de lo que el Zurdo les había
dicho. Nadie se percató de la presencia de la granada ni del
verdadero motivo de las órdenes, porque el maquiavélico sicario
abrazaba a don Tomás y le impedía que advirtiera a sus secuaces.
Antes de subir al Ford LTD, Fernando M iralles les dijo a los
hombres que aún quedaban en La Casona que en la biblioteca del
salón, detrás de la Enciclopedia Británica, había una bóveda secreta,
con una caja fuerte que guardaba más de treinta millones de dólares
en efectivo. Les ordenó que se los repartieran entre todos y se
escondieran hasta nuevo aviso, y que mantuvieran silencio; ni una
palabra a nadie. Por ahora él hablaría con Pedro Rojas para retomar
el control de la operación hasta que don Tomás se repusiese de sus
heridas. Por último, la cabeza del coronel M ancera tenía precio: un
millón de dólares para el que le diera de baja esa misma tarde.
En medio de la confusión que se desató, el Ford LTD vino tinto
emprendió la huida. Los maleantes que quedaron en La Casona se
dispusieron a hacer lo mismo, pero la idea de repartirse el tesoro
oculto desencadenó la guerra interna. ¿Cómo comprobar en corto
tiempo la existencia de tal cantidad de dólares? ¿Quién haría la
repartición? Antes que llegaran los supuestos Federales, el maligno
hizo acto de presencia, y la codicia sedujo a los guaruras. Como
sucede con todo botín de guerra, los sicarios dirimieron sus
diferencias con las armas. Las pistolas hablaron, y los delincuentes
acabaron matándose unos a otros, porque después de escapar
cualquiera podía delatar a los demás. Incluso la idea de la llegada de
las supuestas tropas daba vida a la versión de un enfrentamiento
con los hombres de la ley. Un plan magistral de parte del Zurdo,
que reducía el número de enemigos y perseguidores. Al final, solo
tres asesinos quedaron en pie, los más suertudos. Con recelo, cada
uno extrajo varios sacos de dinero, los tiró en una camioneta y salió
con rumbo desconocido.
Dentro del Ford LTD, el prisionero de lujo deliraba del dolor que le
producía el balazo en el hombro derecho. El Zurdo le dio un par de
bofetadas para avivarlo mientras que sus hombres celebraban la
huida sin bajas de su ejército. Pero era temprano para cantar
victoria; aún había que cumplir con el segundo plan. El capo volvió
en sí y, a gritos, reclamaba su libertad y pedía que lo llevaran a una
clínica para curar sus heridas. Su captor prometió ponerlo en
libertad a cambio de un último compromiso.
— ¡M uy bien, don Tomás, usted cumplió con su palabra! Yo
cumpliré la mía. Pero antes me tiene que decir dónde está la niña,
porque de sobra sé que no estaba en La Casona; ese no es su estilo.
Con eso estamos a mano. Le prometo que usted vive y yo me voy
lejos, muy lejos. Lo dejamos todo en silencio y sin rencores.
¿Estamos claros? – puntualizó el Zurdo con voz seria.
— Claro, Zurdo; no hay problema. La niña está en la clínica La
Arboleda con el doctor Ramón Abreu; a él se la entregamos –
respondió con ingenuidad el prisionero, lo que desató la furia
asesina de su captor, que volvió a colocar la pistola en la herida del
capo.
— ¿Qué carajos hace Patricia con ese maldito doctor asesino? – la
pregunta aclaró el estúpido error del viejo capo.
— Perdona, Zurdo. El doctor Abreu la necesitaba para unos
trasplantes de órganos; ya conoces su negocio – con esa
explicación, don Tomás firmó su sentencia de muerte.
— ¡¡¡M aldito hijo de puta!!! Es una niña, y la mandaste matar por
sus órganos. Te juro por mi sangre que, si le han tocado un solo
cabello, yo mismo te arranco el hígado y acabo con ese maldito
hospital. Te lo juro por Dios y la Lupita – la amenaza vino cargada
de golpes e improperios contra el capo.
El Pecas intervino, y logró calmar la furia de su amigo. Sugirió
moverse con premura en busca de la pequeña, ya habían
transcurrido varias horas desde la salida de la iglesia. El Zurdo
aceptó la recomendación, se calmó un poco y pensó con prudencia.
Ese tipo de intervención quirúrgica amerita un sinfín de exámenes
médicos para determinar la compatibilidad. El sicario rezó en
silencio por que esa fuera la realidad del problema, y, queriendo
ayudar a Dios en sus milagros, le exigió al prisionero otra orden
inmediata. Le facilitó un celular a don Tomás para que actuara.
— Tome, llamé al consultorio del doctor y dígale que hay cambio
de planes con la pequeña. Que pare todo. Que usted va en camino
al hospital y luego le explica.
El viejo zorro no tenía alternativa, le dictó el número telefónico de
la clínica a su agresor. La operadora recibió el recado y transfirió la
llamada al consultorio particular del doctor Abreu. La intención no
ayudó mucho. La pequeña ya había entrado en el quirófano, y no se
podía interrumpir el proceso. Los sicarios escucharon la respuesta
de la enfermera, el Zurdo maldijo al narco y toda su terrible
historia. El Pecas y sus aliados encogieron el alma en apoyo a su
jefe. La hija del Zurdo ya debía de estar muerta. Don Tomás
temblaba: sabía que el final sería horrible.
Capítulo 19
Los malos siempre dejan daños colaterales Cincuenta y cuatro
minutos después de la huida.
El peculiar automóvil pintado en tonos vino tinto entró de golpe en
el área de emergencia de la clínica La Arboleda. A esa hora se
toparon con una ambulancia en el momento de la entrega de un
paciente terminal. Un señor mayor, casi anciano, llegaba con una
crisis respiratoria, eran sus últimas horas de vida porque estaba
perdiendo la batalla contra un devastador cáncer pulmonar. Los
cuatro hombres salieron disparados del Ford LTD arrastrando a un
herido de bala. Para evitar llamar la atención de los guardias de
seguridad, el Zurdo les salió al paso, ellos lo conocían al igual que al
paciente, que casi no podía hablar. El sicario les advirtió a los
custodios que guardaran silencio: habían sufrido un atentado, y la
idea era curar, esconder y proteger al capo en las instalaciones del
hospital bajo la supervisión médica del doctor Ramón Abreu. Con
celeridad, los cuidadores de la clínica les indicaron el número de la
unidad de cirugía donde se encontraba el doctor. Era el quirófano
número seis, en el piso cuarto.
Colocaron a don Tomás en una silla de ruedas para facilitar la
movilidad y se enfilaron en busca de los ascensores. El Pecas
caminaba a la derecha del Zurdo, ambos constituían la tropa de
avanzada, los otros dos cubrían la retaguardia. Ninguno exhibía sus
armas, pero las acariciaban cada diez segundos debajo de las ropas
para estar seguros de su capacidad de reacción ante lo inesperado.
Apenas llegó el elevador al primer piso, metieron con rudeza al
herido que estaba en la silla de ruedas. Un grupo de personas quiso
entrar con ellos al ascensor, pero los guaruras los convencieron de
no hacerlo. Al principio, su escueta verborrea no ayudaba a
persuadir a los pacientes de no abordar el mismo espacio, hasta que
mostraron un Smith & Wesson de calibre 38 de cañón largo
reforzado. El instrumento de trabajo convenció a todos de que era
más sensato abordar el próximo elevador. En la cabeza del Zurdo,
los minutos corrían a una velocidad desproporcionada, y cada vez
que las puertas se abrían antes de llegar al piso seleccionado
aumentaba la rabia del sicario. Cuando la luz del botón del cuarto
piso se iluminó en el panel de mandos del ascensor, la vida volvió a
sonreírle: ya solo faltaban unos metros para salvar a su pequeña.
Los cuatro sicarios salieron disparados en busca de los carteles de
señalización. Producto de la angustia, al Zurdo casi se le olvida el
cordel que sostenía en la mano derecha, el mismo capaz de accionar
la granada pegada al cuerpo del casi difunto capo y, con precaución,
le entregó la responsabilidad al primo del Pecas.
Corrieron a grandes zancadas, la herida del hombro no era capaz de
frenar el poder del amor entre un padre y su hija. La sangre que
fluía del orificio de bala solo era un recordatorio del precio que
debió pagar por sus errores. Sin pedir autorización o esperar ser
atendidos, rompieron la manija de seguridad que bloqueaba el
acceso al público hacia los quirófanos y hacia la sala de cuidados
intensivos. En esa carrera contrarreloj pasaron por las áreas donde
estaban salvando vidas, negociando con órganos o consumando
defunciones obligatorias. El número seis estaba a la derecha, a mitad
del pasillo. El Zurdo pateó la puerta y, pistola en mano,
interrumpió la operación que estaban practicando. Los galenos,
enfermeros y anestesiólogos gritaron desesperados y, por mero
instinto, alzaron las manos en señal de rendición. No era la primera
vez que algún delincuente obstaculizaba su trabajo, bien para exigir
salvar al enfermo, o bien para cobrar venganza y rematarlo en el
acto: cosas de la guerra entre bandas en una ciudad donde el crimen
es el primer titular de los diarios.
camilla
Las sábanas verdes que cubrían al paciente postrado en la exhibían
una abundante pigmentación rojiza. La gran cantidad de sangre
hacía presagiar lo peor. El Zurdo gritó desconsolado, sentía que le
arrancaban la vida. Preso de furia vengadora, preguntó por el doctor
Ramón Abreu; él no podía identificarlo porque las máscaras verde
lima habrían confundido al mejor cazador. Los compañeros del
cirujano le abrieron paso a las demandas del pistolero. Abreu
comenzó a sudar frío y a temblar sin pausa, el Zurdo se le acercó, le
colocó la punta de su Sig Sauer negra de alta potencia en la frente y
le exigió con odio que se hiciera cargo de la salud de la pequeña.
— ¿Qué hiciste, maldito? ¡¡¡Eres un cerdo asesino!!! ¡Ahora sí te
vas al infierno, pendejo, hijo de las mil putas, te vas a la chingada! –
sus palabras transportaban olor a muerte y a sed de venganza, y
brotaban de su boca fruto de una total irracionalidad.
Abreu se dio cuenta de que en la sala de operaciones estaba don
Tomás, sentado en una silla de ruedas, baleado, golpeado y rendido
ante un poderoso e insospechado enemigo que ahora tenía en sus
manos todo el poder de la vida o la muerte. El maquiavélico doctor
quiso justificar sus cochinas acciones y pidió clemencia:
— ¡¡¡Cálmate, Fernando, cálmate, te lo ruego!!! ¿Qué ha pasado?
¿Qué necesitas de mí? ¿Quieres que atienda a don Tomás? – la
estúpida excusa irritó al asesino, que escupía sangre y odio. Estaba
dispuesto a destruir todo el edificio si su pequeña moría.
— ¡¡Era una niña, maldito, una chiquilla llena de vida!! ¡M i
pequeña reina! ¿Cómo pudiste, cobarde? ¡M atarla por sus órganos,
hijo de puta! Ahora sí que todos se mueren en esta mierda de
hospital.
El doctor expresó el asombro de su vida, y los ayudantes vestidos
de enfermeros se miraron entre sí. El Zurdo los observó con detalle,
algo no cuadraba. Cuando estaba decidido a terminar con la infamia,
dos policías federales, que con seguridad, no conocían la verdadera
relación entre el narco y el hospital, entraron en el quirófano con
sus armas listas para disparar: el escándalo en los pasillos los había
alertado. El Pecas, su primo y el compañero fueron sorprendidos
por los agentes de la ley. El Zurdo los miró con indignación y
desespero; el tiempo corría, y ahora un par de idiotas quería jugar a
los buenos. El plan cambiaba de mando porque dos pistolas
asustadizas estaban advirtiéndole de un final trágico si cometía
alguna estupidez. Fernando M iralles no podía pensar, estaba
aturdido, molesto, cambiaba de dirección la mirada y movía su
cabeza de un lado a otro. Primero, observaba la camilla de
operaciones, quería acariciar a su pequeña, pero a la vez necesitaba
detener a los polis que no entendían de razones, y menos si eran
forzadas por un pistolero armado. Seguro que habían pedido
refuerzos. Una balacera en ese pequeño lugar era sinónimo de
masacre. M uchas armas, muchos miedos, todos los demonios
sueltos y Pandora deseando salir de su prisión. Antes de rendirse,
una idea loca le cruzó por la cabeza al padre desesperado.
— ¡Cálmense, muchachos, yo solo vine a buscar a mi hija! Voy a
bajar mi arma, pero les ruego que se calmen, nadie desea una
tragedia – respondió el Zurdo con voz suave intentando convencer
a sus captores de que no habría reacción de ataque.
Los policías no estaban dispuestos a negociar, su intención era
apresar al agresor. El sicario cumplió su promesa inicial, y empezó
a bajar el arma al nivel del tobillo. M ientras disimulaba la rendición,
con su mirada le advirtió al Pecas de que se apartara cuando él
soltara su Sig Sauer en el suelo. Los oficiales trataban de seguir con
la vista la posición del prisionero, cualquier movimiento extraño
significaba la autorización necesaria para soltar el primer plomazo.
Cuando la pistola rozó el piso, los guardias sintieron tranquilidad,
la confianza les redujo la adrenalina y se sentían victoriosos. El
Pecas siguió las instrucciones y se dejó caer a su derecha. El
movimiento brusco descentró a los policías. El Zurdo aprovechó y
se recostó sobre la espalda: el tiempo que tardó en hacer contacto
con el frío cemento resultó suficiente para sacar su 38 de cañón
corto que permanecía atada en el tobillo. Su habilidad con las armas
le ayudó a disparar con puntería a la pierna del oficial más cercano.
Su compañero titubeó, dudó entre atacar al Pecas o defenderse de
las balas que nacían en el suelo. La indecisión pudo costarle la vida.
En fracciones de segundo, dos pistolas le recordaban que los
valientes pueden ser los primeros en caer. Dominada la situación
con los imprudentes hombres de la ley, el Zurdo se acercó al oficial
que estaba en el suelo retorciéndose de dolor por el balazo en la
pierna. Lo desarmó y pidió al personal médico que lo atendiera, y
sin dilatar tiempo recogió su pistola y encaró de nuevo al galeno
asesino, quien, lejos de intentar hacer justicia con sus propias
manos, le lanzó un dardo verbal que desequilibró por completo al
sicario.
— ¿De qué niña me hablas, Zurdo? – la estúpida pregunta
descompuso al pistolero.
— ¡De Patricia Peralta, la niña que hace horas te trajo don Tomás
para que le sacaras los órganos y los vendieras en tu maldito
negocio de muerte! ¡¡Ella es mi hija, y ruega por que se salve, o te
mato!!
El verdugo dio media vuelta en dirección a la camilla de operaciones
y, frente al paciente, en plena intervención quirúrgica, removió las
sábanas verdes que le cubrían el rostro de la pequeña. El impacto
fue asqueroso, una sacudida recorrió cada poro del Zurdo, cada
parte de su cuerpo estalló en mil pedazos y giró el cuello buscando
la mirada de Abreu para gritarle con sorpresa mortal. La imagen le
dio ganas de vomitar.
— ¡¡¿Dónde está la pequeña, maldito?!! ¡¡¿Qué hiciste con ella?!! –
insistió el Zurdo fuera de sí.
— ¡¡Tranquilo, cálmate, ella está bien!! La estaban preparando en
el pabellón ocho, aún no la hemos tocado. Tranquilo, gracias a Dios
que está viva. Todo saldrá bien, te juro que no sabía nada de ella, el
capo me la envió. Yo solo cumplo órdenes.
La sala de operaciones se llenó de luz, de vida y felicidad. El Zurdo
respiró aliviado, el cielo le regalaba otra oportunidad, quizás la
última. Ahora su deuda con el universo era impagable, y sonrió
como un chiquillo. M iró a sus hombres en señal de agradecimiento
y le regaló una lágrima caudalosa a la vida. La sala de operaciones se
llenó con un fino perfume con suspiros de vainilla, palo de rosa y
lirios. La vida le daba otra bendita bofetada al sicario, para
demostrarle el poder de los milagros. Su redención había valido la
pena. El Zurdo se acercó por segunda vez a la camilla y volvió a
mirar el rostro del enfermo. Un señor de avanzada edad, entrado en
los setenta, canoso, de nariz pronunciada, estaba en plena
operación de colon. Le acarició la frente y le habló:
— ¡¡Perdone usted la interrupción, mi cuate!! M e equivoqué,
compadre, pero tranquis… Eh…, todo bajo control. Dios me lo
bendiga siempre, mi señor. Nos vemos – saludó el sicario con
palabras que le nacían en lo profundo de su lado de luz.
Fernando M iralles se despidió del equipo médico, apuntó en la sien
al doctor Abreu y lo obligó a salir con los cinco en busca de la
pequeña. A corta distancia estaba el quirófano ocho, el lugar donde
en pocos minutos cometerían un crimen atroz. Los visitantes
entraron con celeridad; el Pecas y sus amigos verificaron la
seguridad del perímetro porque, con seguridad, el balazo de la otra
sala ya había alertado a las patrullas de la zona. El Zurdo se
abalanzó sobre la camilla y verificó con exactitud la identidad de la
supuesta enferma. ¡¡¡Era ella!!! Su niña bendita, la hija de la cual
nunca supo hasta hacía apenas poco más de setenta y dos horas, y
que, por azares del destino, se había convertido en la causante de
una guerra sin cuartel y de la hermosa redención de uno de los
narcos más peligrosos del D. F. Fernando M iralles abrazó con toda
su alma a la chiquilla, le besó la frente y le dio la bendición; se
sentía extasiado, feliz, pleno. Patricia le demostró por enésima vez,
y sin lugar a dudas, que Dios existe: y mucho.
El encuentro entre dos almas que se hallaban perdidas demoraba la
huida. El Pecas advirtió a su patrón que debían escapar cuanto
antes. El Zurdo aprobó la sugerencia y cargó por segunda vez en su
vida con el cuerpo de su reina de fuego. La niña continuaba bajo los
efectos sedativos, y al padre le sobraban las fuerzas para cargarla.
Antes de huir, un rayo de justicia se apoderó del alma del sicario
redimido y clavó los ojos en la miserable humanidad de Abreu: los
recuerdos de cada una de las aberraciones que había cometido al
frente del hospital le produjeron fuertes náuseas malolientes. Lo
que en el pasado era un simple negocio permitido por el cartel de
los Tomateros, ahora significaba para el Zurdo una realidad bien
distinta, que se encontraba plagada de maldad, miseria humana y
pecado. El Zurdo sentía la necesidad de hacer justicia, de hacer
pagar ojo por ojo y muerte por muerte. Un minuto antes de alejarse
del lugar, el sicario se despidió de Abreu para siempre.
— ¡Óigame, doctor! ¿Por qué la pequeña está tan fría y pálida? –
preguntó algo inquieto tratando de disimular la sangrienta venganza
— Es el efecto de la anestesia. Tranquilo, se le pasará en un par de
horas. Dale mucho líquido, y que coma ligero, estará bien en pocas
horas – respondió con delicadeza el doctor en señal de solidaridad
buscando una clemencia que parecía injustificada. El médico pensó
que se había salvado.
— ¡Dele gracias a Dios porque no le tocaron un pelo a la chiquita!
– repuso el padre con el mayor cinismo, pues conocía el final de la
trágica obra.
— ¡¡Sí, tienes razón, amigo, es un verdadero milagro!! Pero
recuerda que yo solo cumplía órdenes de don Tomás. Yo los
cuidaba a ustedes y su familia; el tema de los órganos era un
negocio del capo, yo solo era un instrumento – la respuesta ofendió
al Zurdo. Un reflujo de bilis le quemó la garganta y tragó con odio
supremo una dosis de saliva con rastros de hiel.
— ¡¡Claro que te entiendo, Abreu, no hay problema, sé muy bien
cómo se manejaban las cosas!! Dios te perdone: estoy seguro de
que Él entenderá. Ahora te dejo al viejo don Tomás para que lo
cuides. Está malherido y ha perdido mucha sangre; te ruego que le
salves la vida – recalcó el sicario mientras caminaba hacia la puerta
de la sala de cirugía.
En el trayecto se topó con el Pecas y le habló al oído. Sus
instrucciones fueron simples y muy claras. El famélico joven con
cara de ángel y alma perversa cogió las asas de la silla de ruedas. El
herido se mantenía en trance: la pérdida de sangre y el dolor lo
alejaban de la realidad, con seguridad, no entendía nada, su mente
deambulaba por el infinito. El Pecas le entregó la silla de ruedas al
doctor y le pidió que entraran hasta el fondo de la sala de
operaciones mientras ellos salían del recinto. Antes de despedirse,
se cercioró de que su jefe y la pequeña se habían alejado lo
suficiente y después le advirtió al médico que debía curar al capo o
tendría problemas.
El galeno le garantizó que estaba en buenas manos. El Pecas se
despidió y arrancó a trotar; al décimo paso, el cordón que sostenía
en su mano se tensó al máximo, la presión obligó a la espoleta de
seguridad a abandonar el cuerpo de la granada, el dispositivo
metálico saltó y comenzó la cuenta regresiva. Don Tomás se
percató de la situación y trató de advertirle al médico sobre lo que
acontecía, pero Abreu no tenía ni idea de armas, explosivos ni
granadas, y, cuando vio al paciente tan excitado, pensó que sufría
un shock nervioso. El doctor de la muerte se arrodilló frente a él
para darle atención médica. El Pecas, por su parte, ya estaba en el
pasillo corriendo detrás del Zurdo, la chiquilla y el resto de la
banda.
Abreu desabotonó la chaqueta del herido para revisar la magnitud
de la perforación y se confundió por la presencia de un tirro gris,
que sujetaba algo abultado en el pecho. El enfermo chillaba, no
podía pronunciar palabra alguna y sus manos temblaban. El
cirujano tomó su estetoscopio; los segundos corrían y la muerte se
acercaba. Los delincuentes apretaron el botón del ascensor para
cerrar la puerta, mientras que, al fondo del pasillo, se escuchaba una
tremenda explosión. Todo el quirófano número ocho voló por los
aires: las paredes, el piso y lo que quedaba de techo estaban llenos
de pedazos de carne y había sangre por todas partes. La muerte
estaba de juerga. Dos almas en pena iniciaban su recorrido rumbo al
infierno.
La detonación de la granada sembró el caos en todo el lugar. Se
dispararon las alarmas, los enfermos y el personal médico corrían
desesperados, las operadoras telefónicas llamaban a los organismos
de seguridad pidiendo auxilio. El ascensor se abrió en la planta baja,
y cuatro hombres con aspecto normal, pese a que se encontraban
en pleno proceso de fuga con una niña profundamente dormida,
ausente de la tragedia que se vivía en la zona, salieron con
parsimonia enfermiza rumbo a la salida de la zona de pacientes
ubicada en emergencias. Cruzaron las puertas de cristal que los
separaba de la calle trasera del hospital y divisaron el viejo Ford
LTD vino tinto. El Pecas amagó con sacar la llave del carro, pero su
nuevo jefe le indicó una contraorden necesaria. Al lado del clásico
automóvil, una ambulancia acababa de llegar, los paramédicos
terminaban de firmar los papeles de la entrega de otro paciente. Los
cuatro amigos de armas subieron al transporte de servicio médico;
el primo del Pecas se sentó al volante, con su amigo de copiloto, y
en el compartimiento donde viajan los enfermos se ubicaron el
Zurdo, la niña y el Pecas.
Los asesinos salieron del lugar simulando una emergencia de rutina
con las luces de la ambulancia encendidas. Antes de abandonar el
sitio, el acompañante del chófer de la unidad, bajo las órdenes del
Zurdo, lanzó una granada dentro del antiguo auto que les había
servido de transporte hasta ese momento. La ambulancia se alejó, y
en su trayecto se toparon con tres patrullas de los Federales, pero
nadie se sorprendió, las sirenas de los coches se confundieron entre
sí. Al cruzar la calle sonó la segunda explosión en el hospital de la
muerte: un viejo Ford LTD color vino tinto explotaba en plena
zona de emergencias. Imposible, a simple vista, determinar la
magnitud de los daños. El truco pirotécnico sirvió para alejar a los
posibles perseguidores. La ambulancia atravesó la ciudad de sur a
norte, la sirena de los altavoces era el mejor permiso de circulación
posible y el mejor camuflaje. El plan del Zurdo, aparentaba, que
había sido todo un éxito bendito.
Capítulo 20
El amor verdadero sabe perdonar
Madrid, después de la pelea, en el Museo del Prado.
Patricia Peralta M iralles salió desesperada por la puerta principal
del M useo del Prado. En su alocada carrera no se percató de los
sensores de seguridad que se activaron con su intempestiva actitud.
Un guardia de seguridad la frenó en seco y le pidió que abriera el
morral de tela de jeans con un logo bordado del Atlético de M adrid
(su equipo favorito del fútbol español) que llevaba colgado en el
hombro izquierdo. La jovencita con rostro de estudiante de los
últimos cursos de secundaria ofreció disculpas, trató de comentarle
al agente el motivo de su conducta. Le explicó que la urgencia por
salir del sitio era porque había peleado con su padre y necesitaba
pedirle perdón enseguida. El guardia la miró con desconfianza,
consideró la excusa como poco creíble, y le dijo que estaba obligado
a cumplir con los protocolos de seguridad que exigía el lugar. La
requisa del bolso le arrebató ocho minutos a la nerviosa joven, que
intentaba, durante la eterna espera, escudriñar el horizonte parada
de puntillas para aumentar el campo visual en busca de la figura de
su padre. El esfuerzo fue en vano, el tumulto de los visitantes
imposibilitaba cualquier oportunidad de encontrar fantasmas en
fuga. Patricia se arrepintió por haber sido tan dura con su padre. Al
poco tiempo recibió su mochila y presurosa, se perdió entre los
transeúntes.
Trató de ubicar en tiempo y espacio a su padre. Lo llamó al móvil,
pero estaba apagado. Su frustración iba en aumento. Respiró, se
concentró para evaluar las posibles opciones tratando de adivinar
dónde podía encontrarse el cascarrabias. De las tres alternativas que
afloraron, escogió la segunda: el café Demetrio, un lugar de copas
que se localizaba a dos cuadras de la estación del metro de la salida
de Goya, casi diagonal al Corte Inglés. Era uno de los bares
preferidos del Zurdo, tanto por la privacidad que le proporcionaba
como por sus dimensiones: apenas contaba con nueve pequeñas
mesas, y con una barra mediana donde convergían las personas
mayores a tomar él te o café de manera habitual desde las siete de la
mañana, cuando abría sus puertas a los clientes; y luego, cerca del
horario del mediodía, servían una variedad de tapas a un precio
justificadamente exagerado. Aquella estrategia comercial lograba
conferirle al local cierto aire de distinción. A Fernando M iralles le
gustaba mucho el sitio por el estilo elegante, la calidad de la comida
y la magnífica carta de vinos que vendía, pero, sobre todo, por ser
el único lugar de todo M adrid que ofrecía a los clientes selectos
como él un humidor lleno de puros costosísimos y en perfecta
conservación. El dueño del Demetrio supervisaba personalmente, y
de una manera casi enfermiza, que el higrómetro estuviese en
setenta y dos grados, un ligero exceso de humedad que ayudaba a la
frescura del tabaco después de haberlo expuesto al reseco ambiente
de la capital. Además, ofrecía a los clientes una lista de oportos,
brandys, escoceses de malta y, aunque suene extraño, diez tipos de
excelentísimos tequilas difíciles de encontrar en la zona y otros
tantos mezcales galardonados con medallas de calidad en todo el
mundo. El Zurdo solía en las tardes de los martes y jueves fumarse
un buen Zino Platinum figurado, acompañado de una copa de
Rémy M artin Louis XIII, en su mesa de siempre, al lado mismo de
la puerta de entrada.
Patricia no se equivocó. Salió de la estación de Goya y, quizás por
embrujo divino, sus palpitaciones subieron la frecuencia, sentía la
presencia de su padre a corta distancia. M ientras recorría los
escasos metros que la separaban de la mesa donde el Zurdo
degustaba una copa de cóctel de cava, hecho con la mezcla exacta de
tres unidades de Segura Viudas, dos goteros de vodka Pravda y tres
piedras de hielo, la pequeña malcriada imaginaba su discurso para
aplacar la tristeza de su padre. La joven entró al Demetrio cabizbaja
y con la mirada afligida.
Fernando M iralles alzó la cabeza y la miró con sorpresa; no
esperaba verla allí porque jamás en el pasado ella se había rendido
tan rápido, le costaba bajar la cabeza. Ambos se saludaron con
cariño verdadero, aunque sin pronunciar palabra alguna; sus
expresiones eran el discurso perfecto que nace del corazón
arrepentido. Los dos mostraban unos ojos recién humedecidos por
las tristezas del alma. La joven pidió permiso para sentarse, y el
padre aceptó con dudosa alegría. M ientras llegaba el camarero, no
cruzaron palabra, la sorpresa les cortaba la inspiración. Al
aproximarse el hombre de servicio de mesa, se rompió el hielo.
— ¡Buenos días, señorita! ¿Qué desea tomar? – consultó
amablemente el mozo.
— Una caña, por favor. De Estrella Galicia, ¡bien fría! – dijo
Patricia con ingenuidad.
— ¡Sin alcohol! – enfatizó el Zurdo cortando la alegría de la
chiquilla
Ella intentó contradecirlo, pero no tenía sentido, prefirió suspirar
con resignación, no le quedaba alternativa; se había sentado a su
lado para recuperar la paz y llegar a una tregua entre dos almas de
fuerte personalidad. No era tiempo de discutir por puntos de honor
irrelevantes.
— ¡¡¡No!!!... Está bien, mejor deme una Coca-Cola Light con una
rodaja de limón – solicitó la joven, que respiró profundo y se llenó
de paciencia.
— ¡Vale, enseguida! ¿Queréis algo de picar? – preguntó el mesero
por cortesía. Ambos negaron con la cabeza, no deseaban ser
molestados. El hombre se retiró al otro lado de la barra para
preparar el pedido.
Los compañeros de tertulia guardaban silencio, se estudiaban como
dos boxeadores en el primer campanazo, ninguno se atrevía a ceder
terreno. Pasaron dos minutos y llegó la bebida gaseosa con la fruta
ácida. Por segunda vez, el camarero sirvió de aliado en la
conversación, aunque su interrupción fue breve. El Zurdo abrió la
charla.
— ¡Qué sorpresa verte acá! ¡No me lo esperaba! – comentó el
padre confundido por completo.
— ¡Bueno! Es que… me quedé muy triste en el museo. Creo que
fui una tonta malcriada… ¡Necesitaba verte!... Ofrecerte disculpas
por mi actitud…, pedirte perdón por mis arranques injustificados –
dijo Patricia con la voz, a ratos, entrecortada.
— ¡Te entiendo! Yo también me sentí bastante movido por los
recuerdos y por la forma en que te traté. ¡Creo que también soy un
poco tonto, digo, en ocasiones! – respondió el antiguo sicario en
tono honesto y frágil, intentando mendigar comprensión.
Patricia encogió la mirada, el cuerpo, el alma, no entendía nada
porque era la primera vez desde que tenía uso de razón que
descubría el otro lado del corazón de su padre. Ese lado bonito,
noble y recubierto de humildad. La imagen intransigente, terca y
radical de Fernando M iralles se desvanecía. En un destello, pensó
que podía ser una treta, pero su corazón le repitió al oído: «confía
en él». Era como si su madre le estuviese hablando, igual que
cuando apenas era una chiquilla y necesitaba las sabias
recomendaciones de Claudia Rebeca en los momentos de duda.
— ¡Tienes razón, papá! Creo que todos estamos muy movidos.
M amá sigue teniendo un peso fuerte en nuestra historia común y
continúa siendo la jefa. ¡Joder, qué intensa era! – justificó la joven
con los ojos sensibles al llanto. Hablar de su madre era rememorar a
un ser sublime, especial, bañado de luz y de amor puro.
— ¡¡¡Sí, hija!!! Tienes razón. ¡Créeme que me duele tratarte mal!
Reconozco que en ocasiones me extralimito con mis celos hacia ti –
respondió el Zurdo casi tragándose las palabras. Patricia soltó una
carcajada sutil que se fugó del alma en rebeldía.
— ¡¡¡Bueno, Zurdo, tampoco es así!!! ¡Yo diría que no eres celoso
en ocasiones! ¡¡¡No, qué va, tú eres celoso tooodo el tiempo!!! Para
ti nadie es digno de mí, y eso nos trae de cabeza, papá. Entiéndelo:
ya no soy una niña, tengo casi dieciocho años, debes aceptarlo ya –
el Zurdo la escuchó atento, aunque prefería esquivar la mirada.
— ¡Tienes razón, hija! Te prometo bajar la guardia; solo te ruego
que seas más comunicativa conmigo. Te amo mucho, Patricia, y
quiero tu bien – explicó el padre antes de claudicar.
— ¡Vale, colaboremos los dos! Te ruego de corazón que me
perdones la malacrianza de hace un rato, porque eso me hace sentir
mal, y necesito tu bendición – suplicó la chiquilla explosiva y
mimada, lo que a su amado padre le produjo el mismo efecto que si
le hubiera regalado un pedazo de universo.
— ¡Te lo prometo! ¡Te perdono, y tienes mi bendición! Jamás
dejaré de perdonar tus tontas agresiones o malacrianzas. Es
imposible, eres mi hija y, además, eres idéntica a tu madre, y eso es
lo que más adoro de ti. Tienes su fuerza bendita, eres ella en
miniatura – comentó el Zurdo embargado por una euforia
sentimental. Ella lo observaba con ternura; le regaló una lágrima
escondida y le dedicó una bendición envuelta en una pregunta
obligada.
— La amaste mucho, ¿verdad? – expresó con dulzura la pequeña.
Al escuchar la ingenua pregunta, el Zurdo apretó los dientes con
intensidad, no quería romper en llanto como un niño mimado, le
daba miedo mostrar a plenitud su lado vulnerable. Sus ojos
realizaban un esfuerzo sobrehumano por no derramar las lágrimas e
inundar el lugar, la saliva se multiplicó, y su nariz empezó a sudar
por dentro. Los recuerdos de la piel, del corazón y del alma lo
sacudían sin piedad. Revivir el amor profundo que había
experimentado por su emperatriz de fuego, su «Claudia bonita»,
como solía llamarla, le permitía tocar el sol debajo de un arcoíris.
Fernando M iralles tomó de las frágiles manos a la chiquilla
preguntona y, tras, acariciarle los dedos, se las besó. Quería decirle
que el mundo entero solo representaba un pedazo de arena
comparado con aquel inmenso amor bonito, aquella fuerza sublime
y bendita que los había fundido en un solo ser. El Zurdo bajó la
cabeza y dejó escapar algunas lágrimas que salpicaron tímidas sobre
el cóctel de cava y lo suavizaron con esencias del alma. El eterno
enamorado se confesó.
— Nos amamos tanto que nunca nos conformamos con conjugar el
verbo amar, porque, en el fondo, cuando amas bonito, en realidad,
estás conjugando todos los verbos en uno. Esa era nuestra verdad –
las palabras del Zurdo se taraceaban de pedazos de cielo y gotas de
nube con caricias de sol.
— ¡Te creo, papá, lo veo en tus ojos cada vez que hablas de ella!
Yo quisiera poder vivir esa misma sensación alguna vez. No
importa si pierdo, pero vivirla debe de ser una bendición
maravillosa e increíble – expresó Patricia con el alma hecha pedazos
de tanta felicidad.
— ¿Ahora entiendes por qué te protejo tanto? Ya lo sabes, eres un
trocito de ella y, para mayor bendición, llevas mi sangre, y créeme
que, al igual que lo hubiese hecho por ella, por ti soy capaz de todo
– enfatizó con voz ronca antes de beberse el resto del trago. —¡Lo
sé! Eres capaz de todo por defender a tu gente, ya
lo demostraste en M éxico, y acá en España también. Tranquilo, te
prometo que me esforzaré al máximo para no preocuparte tanto:
solo dame un voto de confianza – el rostro del Zurdo se transformó
ante aquel ingenuo comentario.
— ¿Qué sabes de M éxico? ¿A qué te refieres? – preguntó con
cautela.
— ¡Tu pasado, la venganza o, mejor dicho, tu manera de repartir
justicia! Tu locura por aquel bendito amor – certificó con
vehemencia la hija, honrada por la historia criminal de su padre.
— ¿Qué sabes, de qué hablas? ¿Quién te ha llenado de ideas? –
interrogó con una curiosa mueca el Zurdo, que estaba ansioso por
descubrir qué escondían los pensamientos de su hija mimada.
— ¡No te enojes, no digas nada! ¿M e lo juras? – pidió la confesora
con una sonrisa plena en el rostro.
— ¡Está bien, suelta la sopa! Prometo ser discreto. ¿Quién se fue
de la lengua? ¿Quién fue el valiente que te contó mi pasado? –
inquirió el padre en espera del chisme, aunque sin manifestar
molestia o preocupación alguna.
— ¡Alguien que te admira y respeta muchísimo me contó lo que
sucedió en M éxico! Alguien que sabe más de ti que yo misma. ¡Fue
el Pecas! Él me dijo muchas verdades que me honran al saber que
eres mi padre – la confesión arrancó un dejo de rabia burlona al
viejo sicario.
— ¡Pinche Pecas, soplón de mierda, lo voy a matar! – comentó
fingiéndose furioso mientras golpeaba con sus nudillos la esquina
de la mesa con sobrada alegría.
— ¡¡¡M e prometiste que no dirías nada, carajo!!! ¡Zurdo, no
empieces con la locura! – recalcó la chicuela con una carcajada
cómplice.
— ¡Es que el muy pendejo no sabe guardar secretos! A ver, ¿y qué
te contó el idiota ese? No tiene otra cosa que hacer el pinche cabrón
– espetó el padre abultado de alegría. En el fondo, gracias al Pecas
se había ahorrado muchas explicaciones de su perverso pasado, que
en la época de niña era difícil aclarar.
Patricia Peralta M iralles hinchió el alma con los recuerdos de unos
actos violentos, pero hermosos, porque habían nacido del poder del
amor en el pasado de su admirado padre. Le confesó a su Zurdo
bendito que tres años atrás, después de una pelea muy fuerte entre
padre e hija, el Pecas la invitó a tomar café una tarde de invierno,
cuando no había mucha chamba en el café Bistró M aximiliano I. Él
estaba muy triste y preocupado por las diferencias entre los dos
familiares y, en cierto modo, se decidió a hablar por dos razones:
ayudarles en la comunicación y, sobre todo, para que la malcriada
quinceañera supiera muy bien quién era el hombre que tanto la
cuidaba. Gracias a aquel café, Patricia descubrió que el Zurdo se
había jugado la vida por ella, así como el padre M anuel, y que, en
casi diez días de locura, él descabezó, desmembró y, al final,
destruyó una de las organizaciones criminales de mayor poder en el
territorio mexicano.
La astucia de Fernando M iralles, bajo la tutela de San Juditas y San
M iguel, su gran Arcángel mayor, le ayudó a dar de baja a las
personas que en un futuro podrían perseguirla a ella o a sus
descendientes en cualquier lugar del mundo. El chismoso le explicó
que el Zurdo logró confundir y hacer que se enfrentaran los
miembros del clan con la Policía Federal, la DEA y, en especial, con
soldados de otros carteles deseosos de tomar el control de los
mercados dominados por los Tomateros, una guerra organizada por
la sapiencia de su padre y ejecutada con valentía. El rescate de La
Casona, romper los códigos del crimen, entrar en la boca del lobo,
matar al grupo de lugartenientes del capo, secuestrarlo y, sobre
todo, repartir un botín millonario para ganar tiempo, fue el mejor
antídoto contra los enemigos: aquella tarde, doce hombres de
confianza del cartel en el D. F. se masacraron entre ellos por pura
codicia. Sin embargo, a la hija del Zurdo, lo que le produjo mayor
alegría fue saber que su guardián había preferido salvarle la vida
aunque fuera a costa de la suya.
M ás tarde, logró convencer a Pedro Rojas de que M ancera era el
enemigo, el causante de todo el complot, y aceleró el conflicto
pidiéndole al Pecas que llamara al coronel y le facilitara pistas
falsas que lo convencieron de que los seguidores del Zurdo, entre
ellos el propio Rojas, habían matado a don Tomás para quedarse
con el poder en todo el país. A fin de cuentas, los propios amigos,
por miedo, dudas o codicia, se enfrentaron a plomo limpio,
mientras el Pecas y el Zurdo, junto a una niña indefensa que no
entendía nada de narcos, se refugiaron en una finca olvidada de
Chiapas. Por último, el Zurdo habló con Pedro Rojas. Lo convenció
sobre la caída de los grandes líderes y de que ahora la organización
estaba en sus manos. Durante cuatro meses, don Pedro, como pidió
que lo llamaran, estuvo a cargo del cartel de los Tomateros en
Culiacán.
Por fin, el Zurdo negoció silencio y tiempo de escape con el cartel
de M onterrey a cambio de facilitarles información confidencial. Los
enemigos de su hermandad se encontraban en ascenso por la
cercanía de las rutas con los Estados Unidos, y en cuanto tuvieron
en su poder nombres, direcciones, hábitos y rutas de tráfico de
estupefacientes, en menos de un mes habían acabado con el
cincuenta por ciento de los negocios de sus antiguos competidores
intocables, el clan que ahora lideraba Rojas. La moneda había
cambiado de manos de forma brusca. Uno a uno fueron cayendo los
enemigos del Zurdo y su pequeña heredera.
M asacre tras masacre, el temido cartel de don Tomás rápidamente
pasó a la historia. Con aquellas muertes, la vida tranquila,
respetable y silenciosa para el Zurdo, el Pecas y Patricia estaba
garantizada. Un mes después de terminada la guerra entre clanes, y
una vez confirmadas las bajas en ambos bandos, los tres fugitivos
transitaron durante catorce meses por Centroamérica, entre
Guatemala, Honduras y El Salvador. Cuando su vida dejó de tener
importancia o su muerte se convirtió en una creencia y pasaron a
ser un recuerdo mítico, pero sin relevancia en el crimen del D. F.,
los tres partieron rumbo a Suiza. Consiguieron documentación
falsa, nada imposible en los países de la región centroamericana,
donde solo hace falta una buena «donación» para que el funcionario
público estampe su rúbrica. Al llegar a la tierra de Heidi, el Zurdo
retiró una buena cantidad de los fondos que tenía depositados en
los bancos favoritos de los políticos corruptos y de los narcos, que
al final son animales de la misma camada. Con el dinero, se
establecieron en España, y comenzaron por el sur. Alicante fue el
primer puerto. Allí, entre lugareños, moros y turistas, pasaron
desapercibidos un par de años. Para disimular su estancia,
montaron una taquería sencilla donde el Zurdo explotó sus dotes
culinarias con éxito moderado. No importaban las ganancias, fondos
había de sobra. El objetivo central era pasar desapercibidos hasta
lograr la nacionalidad. Cuando lo lograron, se movieron a M adrid: el
resto era historia.
— ¡¡¡Todo eso te contó el Pecas!!! ¡O sea, el hijo de puta me
desnudó por completo! ¿Por qué no me habías dicho nada, hija?
– preguntó Fernando M iralles.
— Porque le hice una promesa al Pecas. Y me daba terror tu
posible reacción – confesó la chiquilla con un brillo de admiración
en la mirada.
— Bueno, ahora que ya eres casi una mujer con mayoría de edad,
creo que es más fácil conversar. Dime algo, ¿me odias por mi
pasado? – interrogó temeroso el Zurdo. El miedo a perderla
constituía su eterna preocupación, no podría soportarlo.
— ¡Todo lo contrario! Siempre te admiré, y desde ese día que el
Pecas me contó todo, pues mucho más, no tienes idea de cuánto.
¡Aunque seas más terco que una piche mula! – expuso Patricia con
una sonrisa plena. Se levantó de la silla y le besó la frente al celoso
guarura, y el padre celebró con jolgorio aquella caricia bendita que
explotó en su esencia humana haciendo que se elevara la energía de
su karma.
— ¡¡¡Qué bueno, me alegra mucho!!! ¿Entonces, no tengo que
matar al Pecas? – respondió con cinismo burlón el Zurdo. La idea
era retarla, sacarla de sus casillas.
— ¡¡¡Uuuyyy, qué pesado que eres!!! ¡No, necio, no tienes que
matar a nadie! Ni andar sacando tu pistola como si fueses un sicario
de Temucalco, joder. ¡¡M adura, güey, madura!! – la respuesta venía
salpicada de un sarcasmo amigable y placentero.
— ¡Está bien, vale, no te molestes! Era broma – se escudó el padre
con alegría suprema.
— ¡¡¡Por fin!!! ¡Gracias a Dios que empiezas a comportarte como
la gente normal! Ya era hora Ja, ja, ja… – una carcajada maravillosa
brotó de manera espontánea de la chiquilla, la felicidad se le
escapaba por los poros y le engordaba el alma.
— Por cierto, papá, todavía me queda una sola duda, que, por
obvias razones, el Pecas no supo aclararme y, perdona que te lo
diga, pero creo que eso nos ayudaría en la relación: ¿por qué dejaste
a mamá?
La pregunta se clavó como un puñal en el corazón del Zurdo.
Durante años había evadido esa respuesta, quizás porque Patricia
era muy niña y tal vez jamás lo entendería. A ella le costó aceptar
que su madre no le dijese a Fernando M iralles que estaba
embarazada. Es más, el Zurdo nunca supo de la existencia de su hija
hasta que, en la casa del juez, Dios los presentó, porque ese era el
plan bendito para todos. Fernando M iralles se armó de valor, miró
a los ojos a su pequeña emperatriz de fuego y soltó la verdad.
— Aunque suene imposible de creer, la culpa fue mía. Quizás nació
de una combinación entre ego, vanidad y profundo miedo: esos
tristes aliados destruyeron mi felicidad. M e dejé llevar por valores
equivocados que, a la postre, significaron la pérdida del amor
bonito. Porque solo hay un tipo de amor como el nuestro, pero,
aunque suene contradictorio, no siempre te quedas al lado del amor
que quema, que nutre y que te da la vida. En ocasiones fallamos por
culpa de miedos como los míos, los mismos que espero que jamás
sufras tú. Ahora, mi mayor deseo es que puedas vivir con ese amor
bendito, el que quema de verdad.
Patricia escuchó atenta la rendición de su padre ante el amor
perdido. En el fondo lo entendió, no hacía falta que lo perdonara,
eso había sucedido mucho tiempo atrás. Hoy más que nunca estaba
orgullosa de sus raíces, aun cuando los celos que su padre mostraba
con ella sonaran bastante injustificados, ya los aplaudía con alegría,
aunque no era mala idea que los suavizara un poco. Gracias a una
simple disputa familiar, no solo habían revivido juntos los
fantasmas del pasado, sino que también pudieron fortalecer los
lazos de amor que los unían desde siempre, incluso antes de
conocerse. Por muy dura que hubiera sido la vida con ellos, les
terminaba sonriendo en el momento necesario, porque ese era el
plan divino. Llevaban rato hablando, sus corazones se unieron con
fuerza bendita; un aire tenue, sigiloso, pero estridente en el alma y
con aromas de vainilla los acarició con ternura. El reencuentro
resultó mágico, esplendoroso y sublime. Patricia debía asistir a la
universidad, le tocaba comprobar los listados de materias y
profesores del próximo curso. Antes de irse, se abrazó con furia a
los hombros y al cuello de su padre y le dio un beso estruendoso,
sonoro como la explosión de un volcán en erupción, y solicitó
repetir con frecuencia estos momentos de luz.
— ¿Sabes qué, Zurdo? Aunque eres un cascarrabias, en el fondo
tienes muy buen corazón, güey. ¡Creo que debemos repetir estas
charlas, ¿eeeh?! – le dijo la niña mujer casi desde la puerta.
— ¡Tienes razón, hija, me alegras el alma cuando hablamos! Espero
que sea muy pronto – le respondió Fernando M iralles con una
sonrisa espléndida, y una lágrima de felicidad estuvo a punto de
saltar.
— Vale, pero la próxima lo celebramos con un buen tequila –
replicó alegremente Patricia.
— ¡Nada de alcohol hasta que cumplas veintiún años! – decretó el
padre.
— ¡¡¡Joder, Zurdo!!! ¡Acá los jóvenes de dieciséis ya beben, no
seas retrógrado! – le gritó Patricia con ganas de iniciar una guerra de
besos y caricias.
— ¡No me importa! Tú eres chilanga, y allí los jóvenes pueden
beber tequila cuando cumplen la mayoría de edad. ¡He dicho! –
respondió Fernando M iralles con voz de mando, que exhibía una
sonrisa tan grande en el rostro que con suma facilidad podía haber
albergado la mitad del universo.
— ¡Grrr!… ¡A veces me dan ganas de matarte a besos!… ¡Uyyy,
qué pesado eres! ¡¡¡Joder, mi padre es Torquemada, qué horror!!!
… Eres un cavernícola, pero te amo – ululó Patricia Peralta
M iralles moviendo la cabeza a ambos lados y repartiendo sonrisas
al cruzar la puerta de salida.
El Zurdo le devolvió las carcajadas que nacían en el centro del
corazón, y no se volvió a sentar hasta que perdió de vista a su niña
mimada. Al final, le dedicó una última mirada al cielo, quería dar
gracias por tanta felicidad, y soltó un suspiro al infinito para
saludar a su amada eterna: «Híjole, Claudia, ella es idéntica a ti,
bendita como tú, fregona como tú, las dos malcriadas hasta la
médula, carajo. Por eso te amo por siempre, mi bonita». Su
felicidad era el doble del tamaño del cielo. El Zurdo volvió a
sentarse en la mesa, ya era hora de degustar un maravilloso puro y
un tequila añejo de los mejores, y de recordar a aquel ángel que no
merecía morir.
FIN
Carmelo Di Fazio 04 de agosto 2014.