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El angel que no merecia morir

Carmelo Di Fazio El ángel que no merecía morir “Cuando el amor es verdadero, las casualidades se convierten en milagros” El ángel que no merecía morir. M iami julio 2014. © Derechos reservados. Carmelo Di Fazio Primera edición: julio 2014 ISBN-13: 978-1497371514 ISBN-10: - 1497371511 Impreso en M iami, USA Corrección literaria: Francisco Aljama Azor, [email protected] Alejandra Serrano Rivera, [email protected] Diseño de portada: Ramón León [email protected] Nota: Todos los datos, historias, lugares, personajes y situaciones reflejados en el libro son producto de la imaginación del autor; son hechos ficticios sin conexión con la realidad. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. P ara contactar con el autor: [email protected] © Todos los derechos reservados. Carmelo Di Fazio Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte, ni registrada o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito del autor y la editorial. Agradecimientos: A Dios, por haberme bendecido siempre. La confesión de Judas. Nadie es perfectamente bueno ni absolutamente malo. Todos al nacer disfrutamos de equilibro entre luz y oscuridad. Debemos aceptar que esas semillas antagónicas germinarán en relación con nuestros actos. La vida se encargará de ponernos a prueba, de buscar la manera de enseñarnos con claridad qué perfil se destaca en nosotros. Sin embargo, es necesario recordar que desde lo alto del firmamento nos suelen regalar oportunidades para cambiar de bando. ¡Así es la vida! Sí, esa jodida realidad del ser humano llamada vida. En ciertos momentos dulce; en ocasiones agria, triste, dolorosa. Y en especial cuando a uno le toca ver la muerte de su madre por un error de cálculo en la mal llamada justicia del narco. Atravesada por un balazo en la espalda que le perforó el pulmón derecho y terminó ahogándola en su propia sangre. Con ese triste y horrible recuerdo creció la pequeña sin rostro. Durante sus primeros años de vida, la espantosa memoria le robó el sueño en las noches sin luna. Hasta que el implacable destino cambió a su favor y Dios le regaló un ángel custodio. A fin de cuentas, la existencia siempre viene acompañada de llanto. Nacemos y, de sopetón, nos dan una sonora nalgada al salir del cálido vientre. Luego descubrimos que todos, en ciertos momentos de nuestra lucha constante, cargamos con una pesada cruz. Si lo sabré yo, que muchas veces me pregunté: «¿Cuál es la razón de mi existencia? ¿A qué carajos vine a este mundo?». Porque ¡mira que pasé trabajos desde muy joven! En ocasiones, las lágrimas derramadas abultaron más que las tibias sonrisas esbozadas en mi semblante. Sin yo pedirlo, el hado me empujó a un mundo bien requetepodrido cuando decidí pasarme al bando de los malos. Bueno, siendo franco, la riqueza, los lujos, y los placeres mundanos tenían su precio en sangre. ¡Qué le vamos a criticar, carrizo! ¡Cómo alegraban el alma en su momento esos disfrutes pecaminosos! En el fondo, y saturado de sinceridad, tenía una justificación terrenal: ser pobre, de purita verdad, es muy cabrón. Sobre todo, en nuestra sociedad actual, donde la «auténtica» moral parodia con creces el amor de las rameras, vendiéndose al mejor postor. En estos tiempos de globalización, la verdad aumenta en credibilidad cuando se tiñe de muchos verdes. Es bastante proporcional al peso en dinero y, sobre todo, gracias a la complicidad de los medios de comunicación, que adulan, o le dan ventana a cuanto político corrupto, mentiroso, aprovechado, asesino pulula en el país, en vez de educar al pueblo. ¡Triste y lamentable! No obstante, ¿qué podemos hacer? Así de jodida está la sociedad. Hoy el dinero es tan poderoso que muchos ya dudan de Dios. En los albores del siglo XXI, decir la verdad resulta políticamente incorrecto. En general, puede acarrearnos problemas. M uy en especial, si tus actos no gozan del aplauso de la mayoría, y aun cuando tengas la razón. Sí, es triste, pero, en ocasiones, decir la verdad puede resultar mortal. A mí me tocó comprobarlo en carne propia, y la experiencia me marcó con huellas eternas: dos tiros, un mes en cama y un pasaporte al más allá, que, gracias a San M iguel Arcángel, no hubo necesidad de usar. Jamás lo dudé; esa es la vida del narco. Te permiten tocar el cielo durante años. Pero, en segundos, el infierno abre sus puertas para recibirte y gran fiesta te hace. Nunca entendí por qué la antesala a esa bienvenida siempre huele a muerte dolorosa. Debería existir algún código, algo similar a cierto derecho de réplica. Digo que al menos nos permitan la oportunidad de exponer nuestras razones o el deseo de cambiar de rumbo. Tenemos la justificación perfecta: nos cansamos de desafiar a cada momento a la Pelona, todos los putos días del año. Pero pronto entendí, y con gran dolor, que en esa cofradía del mal resulta imposible ceder a terceros nuestro carné de admisión. No hay problema; acá estoy, dándole guerra a la vida, a ese milagro de Dios tan raro, y hermoso a la vez. ¡Sí! En realidad, vivir es un milagro. Debemos celebrarlo, cada vez que podamos y por partida doble, si, a pesar del peso de tus pecados, alguien, allá en el firmamento, te firma una segunda oportunidad, justo cuando menos te lo esperas. Es un alguien que no conocemos en persona; que algunos llaman universo; otros, vida, o, como la gran mayoría suele llamarlo: ¡Dios! Ser bendito que, muy a pesar de tu terquedad, del contumaz deseo de estar en el bando de las sombras, se empeña en decirte, justo en su momento, en sus tiempos benditos, que tienes otra posibilidad de redención; eso sí, bajo ciertas reglas que te empujan a adquirir un compromiso individual, y, de pronto, te das cuenta de que estás llevando a cabo ciertas acciones sin tener la mínima idea de por qué lo haces. Claro, es muy simple: te salvarás. La razón fundamental es que alguien controla tu destino y ha decidido «bendecirte» sin dejarte reaccionar. Te pone a prueba, recordándote lo inmensamente débil y pequeño que eres. Que ni con dinero, poder, o armas lograrás alcanzar la libertad absoluta sin su ayuda. M amá solía decir «Cuando menos lo esperas… Dios te da un manotazo en la cara. Te enseña el camino correcto, aunque el demonio sea tu socio». ¡Cuánta luminosidad había en las palabras de mi vieja bendita! A pesar de su ignorancia académica, pues nunca tuvo el privilegio de pisar una escuela, su intuición asustaba; era pasmosa. M i madre inspiraba, como vaticinios solían cumplirse. Todavía profeta del pueblo. Sus recuerdo su insistencia dictatorial, sus casi enfermizas exhortaciones a que siempre le rezara a San Juditas, su confidente personal. «¡Y dale con el temita!», pensaba yo, rezumando estúpida ignorancia, luego de su sermón. M es tras mes, ella me recordaba a cada rato: «Mijo, vaya y récele al santito de los imposibles; mire que si usted deja de buscarlo, él se le presentará cuando no lo esté llamando». Y de esa manera aconteció; la vieja me volvió a sorprender. Una tarde de verano en el D. F., un día 28 para ser exacto, la fecha del santo, que en especial, sus fieles de M éxico lo celebran todos los meses. M e encontraba lavando coches en Polanco, cerca de la esquina de Arquímedes. Eran ya pasadas las dos de la tarde, justo cuando el sol me escocía en la espalda. De pronto llegó a mis oídos la música, fuerte pero melodiosa, de una banda colegial. El vehemente sonido provenía de una orquesta de uno de esos institutos educativos privados que solo pueden pagarse con moneda extranjera, donde la mitad de las asignaturas se enseñan en otra lengua; típicas academias en que los egocéntricos «niños fresa» del D. F. adinerado comienzan a presumir de sus verdaderas dotes de déspotas. La música me sedujo con aguda sutileza y casi logró hipnotizarme por completo. Debo reconocer que la banda estudiantil tocaba con exquisita destreza. Enamoraba, galanteaba mis sentidos a placer. Era como escuchar un coro de ángeles que de puro gozo me erizaba la piel. Por instantes sentí la purificación de mi alma gracias a las notas del grupo musical y el coro de voces celestiales que acompañaba al cortejo religioso. Curioso, pregunté a uno de mis compañeros, el más antiguo en la zona, cuál era el motivo de la fiesta. El muy naco me espetó de forma grosera que no le importaba un carajo. Él se dedicaba a lavar coches para ganarse el sustento. Que me dejara de tonterías, de boberías destinadas a niños ricos. Quizás su resentimiento social le impedía alegrar el corazón de tal manera que ni siquiera con la bendición melodiosa que ambos oíamos podía sonreír. Lo impresionante estaba aún por suceder. La agrupación estudiantil tuvo que desviarse un poco; un grupo de obreros terminaba unas reparaciones en una transversal. Atravesando frente a nuestro improvisado puesto de trabajo, ataviados con su uniforme de gala, los músicos hicieron un ligero cambio en la ruta. M e acerqué a dos metros de la comitiva colegial. Cuando alcé la mirada, mis ojos se anegaron en lágrimas espontáneas, inexplicables, benditas. Quedé atónito contemplando la imagen más hermosa que jamás había disfrutado de San Judas Tadeo, idéntica a las estampitas religiosas con que mi madre a cada rato me obsequiaba o escondía en mi billetera, encargándole al santo mi protección. ¡Ciertamente, el auténtico, el mismísimo apóstol bendito, estaba a mi lado! El santo de los imposibles se acercó sin previa invitación. Vino a saludarme, a verme, ansioso de charlar conmigo. Ya no aceptaba mis demoras. El primo de Jesús quiso sellar, con circunstancias increíbles, nuestro encuentro casual. Con manifiesta complicidad del cielo, el santo realizó un pequeño milagro. El chico que guiaba, en la punta izquierda de la peana de nogal labrada en Zaragoza en que descansaba la figura de yeso veneciano del Príncipe de las Causas Difíciles o imposibles, se torció el tobillo… de manera muy sospechosa, y a escasos centímetros de mi mano derecha. Reaccioné en fracciones de segundo, como si alguien halara de mi antebrazo advirtiéndome del imprevisto y lo situara con rapidez en el extremo del madero que sobresalía y soportaba el peso lateral de la imagen. Empuñé con fuerza y decisión la viga marrón, tallada con esmero por carpinteros europeos. Contemplé de cerca el rostro de San Juditas, como lo llamaba mi vieja en tono amigable, de cuates cercanos. El santo me concedió una sonrisa cómplice en señal de gratitud. Al menos, eso sintió mi alma eufórica, y desde aquel momento comprendí que la fe, los milagros y el poder de Dios se unen de manera definitiva cuando menos lo esperas, y de manera habitual, en apoyo de una causa justa. Si no te acercas a Él, tranquilo: pronto lo tendrás de frente. Pero no sin antes recordarte que te pedirá un sacrificio que le resulte agradable. Nada en la vida llega sin esfuerzo; incluso los milagros. No importó cuánta sangre pasó por mis manos; lo culpable, asesino o nefasto que pude haber sido. Cuando Dios decidió que ya era tiempo de mi redención, me envió un ángel bendito dispuesto a salvarme, aunque en el camino haya tenido que destruir para siempre el amor verdadero. Ese fue el altísimo precio que tuve que pagar, un inmenso dolor que me tocó sufrir en aquel momento tan triste y funesto, basado en un acto humano; el penoso sacrificio que al final purificó mis horribles pecados. Y siempre agradeceré, aquella misión que habían diseñado en el cielo para ser ejecutada en nombre del amor, porque al final resultó más importante que la suma de mis anhelos. Lo único lamentable es que los acontecimientos se produjeron de una forma demasiado dolorosa, dura y rápida, casi con la misma sensación de viajar en una montaña rusa donde la mayor parte del tiempo estás de cabeza abajo, presagiando con claridad meridiana esa horrible impresión de combatir a ciegas, y con la certeza en la mente de que no lograrás salir vivo de la locura del narco. Acá estoy, feliz por la oportunidad de estar vivo, de poder rehacer mi vida. No sin pecados anteriores, cierto, aun cuando en el cielo me hayan borrado de la lista de los inicuos. En mi cuerpo, y en el corazón, las cicatrices persisten recordándome las culpas. El mayor sufrimiento nace cuando recuerdo las miradas de tantos muertos, que reposan en el historial delictivo, y a pesar de que en muchas ocasiones esos cadáveres fueron peores sicarios que yo. Tal vez Dios me utilizó como instrumento de justicia; no lo sé. Acaso sea una forma de justificar mi sangriento pasado, porque aquellas miradas de sangre endurecida siguen evocando mi historia criminal, que, en el fondo, en absoluto reflejaba mi verdadera esencia. Reconozco que mi pasado no resultó perfecto, pero, al menos, recibí la bendición de poder mejorar el futuro. Y en especial, por el bienestar de la morrita sin rostro. Capítulo 1 Romeo les teme a los amigos de Julieta Madrid 2008, una mañana a finales del otoño. Empezaba a morir el antepenúltimo año de la década. España era una fiesta masiva; abundaba la alegría fácil y la celebración efímera. M adrid dirigía la comparsa consumista. Las tiendas aburrían, repletas de clientes. Todos los mortales celebraban efusivos; algunos, la nueva colección de invierno recién exhibida en las vitrinas comerciales; otros, la compra de pisos nuevos, locales hipotecados, o viajes de placer a lugares recónditos en vísperas de las festividades navideñas. La capital invitaba a la juerga, la diversión y algarabía desmedida. El poder del capitalismo a todo dar o desmedido era palmario. La mayoría daba rienda suelta al placer de gastar lo que no se tiene o que tal vez jamás se ganará. M uchos disfrutaban adquiriendo cosas innecesarias que nunca podrían pagar en el futuro cercano. El monstruo de la crisis emitía sus primeros vagidos, nutrido por el cancerígeno dinero plástico, socio de los créditos bancarios a tasas preferenciales algo sospechosas, imposibles de liquidar a largo plazo. Y las consecuencias, embotadas por el trillado ardid publicitario de hacerte creer que «tú te lo mereces», aunque nada te haga falta. No obstante, las muchedumbres pregonaban merecerlo. Con seguridad, lo terminarían pagando con lágrimas, crujir de dientes o frustraciones psicológicas. La sociedad transitaba, henchida de aparentes alegrías, aunque, a la postre, demasiado endebles, ficticias. No había espacio para el miedo o la tristeza; no digamos ya para planificar un futuro estable, apacible, tranquilo. El cielo de M adrid seducía a los transeúntes a todo lo largo y ancho de la calle de Ortega y Gasset y sus alrededores pijos, casi tocando Serrano, hasta llegar al mismísimo Paseo de La Castellana. Nos encontramos en una de las zonas con mayor lujo y opulencia comercial por metro cuadrado de la majestuosa urbe cosmopolita. En ese reducido pedazo de tierra, donde el precio del concreto escandalizaba, nadie se preocupaba por menudencias económicas. Allí, en sus espacios comerciales, estaban presentes la mayoría de las firmas de lujo: modistas de renombre, joyeros, mueblerías, estudios de abogados, agencias de publicidad y políticos corruptos (valga la redundancia); en resumen, cuanto artículo se pudiera intercambiar por euros… de papel o de plástico mentiroso y esclavizador. A medianía de la prestigiosa calle, no muy lejos, en diagonal con la fundación Carlos de Amberes, el transeúnte se topa con el Edificio Alcántara, una añeja y recargada edificación de la época de la posguerra española; una torre no muy alta, de unos doce pisos, revestida de piedra rústica que le imparte un aire de grandeza, de alcurnia, o quizás de solidez económica. Es, en fin, uno más de esos viejos y legendarios palacios gubernamentales de la España mercadeada en lujosos catálogos turísticos. En los bajos del edificio, al costado derecho, se apreciaba una pequeña y muy refinada tienda de Carolina Herrera. En la madre patria, el mero nombre de la famosa diseñadora venezolana, radicada en Nueva York, implicaba tema de discusión en cenas o banquetes de príncipes y duques. Justo al lado, abrió sus puertas una boutique del mejor elixir de la oliva. Un establecimiento de opulenta elegancia, especializado en comercializar el icónico producto, básico en la dieta mediterránea. Algo tan simple y básico como aceite de oliva. En sus estantes y vidrieras, los curiosos encontraban cientos de mezclas del preciado líquido, elaboradas con mayor o menor grado de refinación, a un costo obscenamente gravoso, y guardando directa proporción a la ostentación de la vitrina. Daba igual. Durante esos meses anteriores a la gran crisis de Bankia y sus engendros, el ladrillo, las tierras, o el crédito criminal, al español medio le sobraba dinero para esos lujos y mucho más. En España eran tiempos de fanfarronear; revivía el festín de Baltasar. A continuación, emergía la puerta principal del Edificio Alcántara. M itad residencial; mitad empresarial. El pórtico de cristal separaba la calle de las lujosas oficinas, casi todas ocupadas por banqueros, publicistas o abogados. La crema de los corruptos en el corazón del M adrid adinerado. Tal vez faltaba algún narco, o quizás los había. El detalle peculiar es que nadie lo podía certificar… y eso que no me incluyo. Siguiendo en el pasillo comercial, el visitante se topaba con el café Bistró M aximiliano I, un lugar estupendo, sobrio, divino, elegante, digno émulo de la nobleza francesa de mediados del siglo XIX. El nombre fue escogido en honor al único extranjero emperador de M éxico. El propietario del restaurante era oriundo de esa nación al sur de la América del Norte. Pocos, o casi ninguno, de los asiduos comensales del lugar conocían el verdadero nombre del dueño: don Fernando M iralles. Los clientes tradicionales lo llamaban con cariño «el mexicano», un personaje agradable, de buenos modales, tranquilo, educado en la música, que era una de sus pasiones ocultas; tocaba con destreza el saxofón. Era conocedor de la buena repostería, su gran especialidad o, mejor dicho, su consagración en el arte culinario gracias a la sapiencia en la mezcla de sabores europeos tradicionales con ingredientes de la ancestral gastronomía indígena del Nuevo M undo. Utilizaba cultivados en tierras de M octezuma Xocoyotzin. El productos chef sabía combinar a la perfección el mestizaje de ambos paladares en finas masas, pellas, tartas, hojaldres, o bollería vienesa, parisiense y catalana. Los manjares salados en el peculiar bistró, eran también muy reconocidos por las altas esferas sociales del M adrid vanguardista, irreverente en su gastronomía moderna. El café multicultural ofrecía un menú selecto. Brindaba diversas opciones de finos platillos a la hora del desayuno, el almuerzo o la cena. A diario, la cocina ofrecía pescados frescos, cordero o cabrito (como suelen llamarlo los residentes de M onterrey), carnes blancas, sopas o potajes. Su decoración en la barra, techo y comedor empleaba imaginarias fusiones de telas coloridas combinadas con maderas nobles de Centroamérica, trabajadas con esmero y aristocrática delicadeza en Europa, que le conferían un acabado similar al del estilo de la nobleza española. Predominaban la mesas circulares, pequeñas, gruesas, de escaso radio, muy al estilo francés, casi un calco del famosísimo Café de Flore, que se halla ubicado en el 172 del bulevar Saint-Germain de París. Con un toque especial de refinada magia, los tablones chicos colocados a su alrededor permitían colocar a cuatro visitantes casi chocando las rodillas entre ellos debido a lo exiguo del diámetro. Los manteles de lino blanco, lavados y almidonados a diario, eran importados de Bélgica. La rústica tela llevaba bordados en tonos azules y rojos el nombre del emperador unido al escudo de armas de la familia imperial, reforzando una connotación ya demasiado parisina. Los paños que vestían las mesas terminaban en un fino doblez hecho a mano del que, de forma ocasional, colgaba algún hilo blancuzco que apenas acariciaba el piso. Sus medidas, calculadas a la perfección, obligaban a los meseros a cubrir el diminuto radio de la circunferencia de la mesita evitando que los ruedos fuesen pisados y dañados por los clientes de turno. La entrada principal del café Bistró M aximiliano I tal vez resultaba un tanto tímida, algo disimulada, sin mucha ostentación. Fue una estrategia muy bien pensada con el propósito de evitar alejar a clientes nuevos que, una vez dentro, luego de embriagarse el olfato al disfrutar los cautivantes aromas de cada alimento o exquisitez gastronómica, les impedía abandonar el sitio aunque el precio estuviese muy por encima de cualquier análisis financiero. Eso no importaba: al final del día, el poder del crédito alimentaba de manera morbosa el ego de los comensales, sobre todo, si quienes mantenían el lugar a tope eran en su mayoría venales, abogados, banqueros o publicistas. Es decir, una categoría de narcos bastante «light», que además eran aplaudidos con elegancia por la sociedad. La vieja del propietario acostumbraba a repetir en sus momentos de frustración social que «Los políticos matan por conveniencia, los narcos, por negocio, y los comunistas, por cobardía». Toda semejanza con el Bistró no era casual; el tiempo daría la razón. Las paredes del local se veían bastante sobrias. Una de ellas había sido decorada con murales del mapa regional de la Alsacia, donde se demarcaban las zonas vitivinícolas, en especial la de los caldos burbujeantes. El muro paralelo ofrecía un listado de quesos emblemáticos de las tierras galas que casaban en perfecto maridaje con los diferentes tipos, sabores y texturas del mejor fruto de la vid. Las dos paredes restantes estaban pintadas en tonos terracota que se habían obtenido degradando varios matices de marrones de campo. En ellas se exhibían sendos mostradores repletos de botellas de vino, apiladas de forma muy organizada en posición horizontal. La nota discordante o antiglamurosa de la vinoteca la daban las etiquetas que pendían de los picos en las marcas de cada cepa, resaltando en rojo chillón una breve reseña del producto, la composición de uvas, su añejamiento y, por último, el precio neto. En todo caso, el valor monetario representaba el argumento final a los ojos del comprador potencial a la hora de degustarlo, bien por placer, bien por mero compromiso social o laboral. La cocina era menuda, pequeña, al igual que todo en Europa. Poseía lo necesario al momento de suplir las exigencias de un público refinado y bien educado en el arte del buen comer. Las ollas que abundaban con notoriedad eran las cacerolas de hierro forjado, pintadas de colores vivos, llamativos y utilizadas en la preparación del platillo emblemático del Bistró: Moules et frites, con ligeros toques de huitlacoche, una combinación de sabores opuestos, única en el mundo. Era un manjar inventado por Fernando M iralles, el mexicano de buena presencia, quien logró reducir el índice de acidez del cítrico que se colocaba en el fondo del pintoresco y pesado envase metálico acoplándolo con buenas dosis del famoso hongo negro del maíz característico de M éxico que, según reza la leyenda, antes de la colonización era el banquete destinado a emperadores aztecas y sus consortes. Si bien la tintura de los mejillones se tornaba achocolatada y podía confundir al huésped, resultaría soberana estupidez repudiar el mágico menjurje gastronómico por su simple aspecto poco ortodoxo. Los audaces que probaban la receta, mitad indígena, mitad conquistador, terminaban alabándola con bravura. Como todas las mañanas, a las nueve en punto el sitio se atestaba de fanáticos del famoso café aromático; hasta los más aventureros se dejaban seducir por un maravilloso café de olla a la usanza veracruzana, cocinado con abundante agua, doble de piloncillo, tres palos de canela, y dos clavos de especia. No se podría certificar que esa receta tan perfumada, parecida a una sangría cafetera, hubiese nacido en Veracruz; no obstante, terminaba siendo una historieta promocional tal cual rezaba en el menú que don Fernando M iralles supo mercadear muy bien a beneficio de su negocio. La mayoría de los bebedores del estimulante negro creía la versión del mexicano. Lo importante no era el pasado cultural de la infusión, sino su sabor tan especial y adictivo. En esa mañana, un tanto aterradora y con vientos de muerte, no había sitio libre en la barra; estaba ocupada por un grupo de banqueros que se inyectaban las necesarias sobredosis de cafeína con glucosa antes de enfrentar las emociones del día. El negruzco brebaje ayudaba a repotenciar energías para continuar engatusando a las nuevas víctimas del crédito que se ofrecía como milagroso, pero que al final podría ser mortal. De manera selectiva, los financistas de sobra sabían que el futuro de sus clientes pintaba negro. A los jerarcas de la banca les daba igual. Era muy simple: a los traficantes de dinero la justicia se limitaría a sobarles el hombro, dilatándose la emisión de órdenes de captura y permitiendo la fuga legal de los ladrones hipotecarios, mientras que en el seno de las instituciones financieras los premiarían con retiros o jubilaciones millonarios. En el comedor había una mesa reservada. La selecta clienta la había apartado desde la noche anterior en contra de las normas del Bistró. En el café no permitían reservar puestos, pero, en esta ocasión, el propio dueño autorizó romper con las tradiciones. El improvisado mesón fue ubicado al final del pasillo lateral, contiguo a la puerta basculante de la cocina. El resto del espacio comercial se mostraba completo, lleno. M uchas personas hacían fila esperando para pedir su desayuno empaquetado y poder disfrutarlo después en alguna fría oficina, en pleno otoño, la estación antecesora del peor fraude de la historia bancaria mundial: la crisis inmobiliaria y sus derivados satánicos, la causante de muchas frustraciones en la sociedad de clase media. A las nueve y quince de la mañana, una pareja moderna entró en el famoso Bistró. Dos románticos amantes de Verona cuyo amor, a diferencia del de los originales, quizás no tendría el mismo final funesto. Ella era una niña perfecta de tez morena, cuya piel estaba hermoseada por unos suaves matices que tendían al ocre; hermosa, delicada, sublime, que exhibía unos rasgos de otras latitudes algo tostadas por el sol. La apariencia de la mujercita imitaba a la de un ángel de cabello castaño claro, suave, medio ensortijado y seductor que se retorcía en difusos remolinos en ciertas áreas de su exuberante cabellera que le producían un aire de Lolita pecaminosa, pero inexperta, de esencia pura e ingenua. A la distancia, la melena le regalaba un toque de mujer casi adulta, sensual, aunque un tanto camaleónica porque, de repente, cuando la mirabas de cerca entendías que, quizás, no superaba los diecisiete años, a pesar de su soltura femenina. La curvatura de sus párpados y el grosor de las cejas, sumados a la delicadeza de los pómulos, delataban alguna mezcla de tierras americanas en sus genes. No era la típica europea, aun cuando al hablar su fuerte acento españolito confundía. Su rostro la acusaba, delataba su linaje ancestral. Poseía el cuerpo y la belleza de la mujer latina nacida de la mezcla violenta del europeo con el indio o, en escasas ocasiones, con el negro. Sin duda alguna, podría ser heredera de la M alinche, cuando arrastraba sus amores prohibidos. Transpiraba dulzura, encanto, ángel, ese particular don que no todas las mujeres pueden expresar sin fingir. Era pura, real, bella de pies a cabeza. Utilizando modales muy delicados saludó al camarero y con rapidez se identificó como la dueña de la mesa reservada. Actuó de forma respetuosa, prudente, un tanto seca, tímida. Los trabajadores del Bistró la conocían muy bien. Estaba acompañada de un chico de aspecto extranjero, que tal vez provenía del Oriente M edio. Su nariz y el cabello claro ensortijado con marcados aires morunos facilitaban encasillarlo en un grupo étnico definido, quizás fiel creyente de una de las dos religiones más antagónicas, la judía o la musulmana. La nariz del muchacho sobresalía demasiado pronunciada y ofrecía surcos atormentados. Su sonrisa amigable le ayudaba a opacar ese desperfecto genético capaz de ofender el plano visual, el verdadero aspecto culpable que le desaconsejaba o impedía tomarse fotos de perfil. Era muy claro que el Romeo moderno descendía de algún linaje árabe o quizás de la propia Jerusalén, cuna de las tres religiones monoteístas que controlan el mundo gracias a la fe, el dinero y el fanatismo, sangriento contra toda lógica. Los románticos visitantes fueron ubicados en la mesa asignada; se los veía dubitativos; buscaban algo con la mirada, como tratando de identificar a un tercer invitado retrasado. Al menos eso sugerían, porque el tablón de comer exponía tres sillas francesas desocupadas, muy similares a las utilizadas en los bares de la Ciudad Luz, tejidas a mano, confeccionadas con mimbre camboyano. La mesa semioculta rompía con la distribución cotidiana del sitio; se notaba que había sido colocada como extensión forzada, utilizada en ocasiones especiales cuando el café Bistró estaba demasiado lleno. Parecía una especie de apéndice funcional de emergencia. La pareja de enamorados se acomodó con timidez; no querían ser molestados. La chica tomó la iniciativa y habló con suavidad romanticona. Pidió calma a su enamorado que, con franqueza, parecía más nervioso que un condenado a muerte. El moruno sudaba copiosamente en las axilas, en la parte superior de los labios y en la frente. Su prometida pues eso daba a entender la chicuela, se concentró en acariciarle la mano derecha intentando aliviar el desespero y reducir el exagerado nivel de estrés de su amado. El joven de pinta arábiga, deseoso de empuñar las riendas, le dio a entender a su princesa latina que no temía las consecuencias de sus actos: pasara lo que pasara, él jamás cambiaría su posición, afrontaría todo desafío, por muy duro que fuese. Defendería a fuego y metralla el amor de su doncella juvenil; había prometido dar la vida por ese amor atormentado y peligroso. El alma de la joven rebosó de alegría cuando sintió a Dios conversando con ellos, brindándoles fuerzas, esperanza y fe, e insinuándoles que todo saldría bien, que el miedo era el resultado de un prejuicio tonto, basado en el temor a la rudeza o al rechazo de su progenitor, alimentado por los típicos celos de un padre inquisidor. La mujercita de piel tostada rezaba, suspiraba por un hermoso final donde triunfara el amor verdadero. Se armó de valor, le robó un beso cómplice a su güero árabe, de esos que nutren el corazón del valeroso ante el peligro o ante los enemigos de la libertad. Necesitaban llenarse de pasión, fe, ardor y de ese vigor excitante nacido de las hormonas revueltas por una simple caricia que excita el alma. El seductor marroquí se dejó atrapar; los delicados labios de la astuta niña mujer lo redujeron. Ambos se fundieron en un ósculo de placer bendito, destinado en exclusiva a los verdaderos amantes, a los recién enamorados, los que saben darle vida exponencial al sublime placer de amar sin complejos. M ientras la pareja de pretendientes desinhibía sus temores escudándose en las emociones del deseo carnal como vitamina, entró al café Bistró M aximiliano I un hombre vestido elegancia, de estatura un poco más elevada que con sobrada el promedio estadístico de la sociedad; tal vez midiera un metro setenta y siete. La complexión del visitante era atlética, de porte sobrio, estilizado, bien aseado, perfumado con exceso. Por sus características y contornos faciales, se podía inferir o apostar sin temor a errar que el forastero no pasaba de los cincuenta años. El color de la piel también delataba su genealogía. No era difícil establecer el cruce de sangre latina con algún antepasado europeo, aunque prevalecían los genes del Nuevo M undo. De hecho, en cualquiera de los lugares de mala muerte de la España racista, todos dirían que se trataba de un sudaca. ¡Eso sí, de los adinerados! Las ropas que adornaban su cuerpo de apolínea musculatura revelaban un claro derroche. Vestía de traje azul marino de finísima lana, hecho con fibra de cachemira y de corte ceñido, típico estandarte de la casa Ermenegildo Zegna. El saco hacía juego con una delicada camisa rosada de doble puño, fabricada con el mejor algodón americano y diseñada por la firma Armani, tal como indicaba el logo bordado en el bolsillo del pectoral. Ambas prendas combinaban en perfecto equilibrio cromático con una corbata de cuadros muy gruesos, resaltados con finura por tres diferentes tonalidades de pigmentos azules, en cuyos vértices incardinaba cierta fusión de múltiples matices de rojo que tendían a los morado pálido, muy bien entrelazados con arte y glamour real. Parecía un lord inglés con cara de chilango, perdido en pleno M adrid. El peculiar comensal torció la vista en busca de algunos amigos o invitados conocidos. El camarero de turno lo saludó con alegría. Era notorio que se conocían. El latino de porte señorial enfiló en dirección a la puerta de la cocina, acercándose raudo a la romántica pareja. Sin sospechar, los amantes proseguían muy felices consumiéndose en su incendio hormonal a todo vapor. En sus corazones, el mundo se había detenido. Hasta que el crujir de los zapatos de cuero vino tinto sobre el piso de parqué alertó a los novios clandestinos. La chica alzó la mirada con sorpresa mortal y la clavó aterrorizada en el rostro del extraño ser, quien comenzaba a transformar su expresión facial con nuevos aires siniestros. El chico de nariz sobresaliente se comportó igual, duplicando los índices de pánico al ver la cara de asesino del nuevo compañero de mesa. El moruno presintió que se agudizaba su calvario emocional: tenía de pie frente a él a un personaje trágico sacado de una película de terror. El visitante, de grandes y saltones ojos negros, lo horadaba con una mirada agresiva, sádica, de esas que intimidan a las propias almas en pena. Los ojazos llevaban la muerte escrita en presente. El redondo semblante del inquisidor cobró un cariz diabólico cuando midió la cercanía corporal entre los enamorados y, en especial, al momento de alcanzar a certificar la entrega al roce sensual de los cuerpos. El vigilante de las sombras fijó la inspección visual solo en el muchacho de nariz grosera. Le saludó con voz recia como retándolo a duelo sensorial. — ¿Tú eres Daniel Salinas? ¿El judío? – preguntó el latino indeseado, con ademanes de sicario rudo y grosero. Creando sonidos roncos y con voz seca, de pocos cuates, se aproximó sin salutación, sin disimular la rabia de sus emociones perversas; su actitud prescindía de los buenos modales, no se visualizaba un momento feliz para nadie. El asustadizo enamorado lo contempló con pavor. La cara se le arrugó, encogió las aparentes dosis de valentía; los nervios le jugaron sucio. El levantino empezó a sudar frío, presintiendo su sentencia de muerte. La jovencita intentó abrir la boca; deseaba mediar entre ambos, pero el misterioso hombre con porte de asesino a sueldo alzó la mano derecha obligándola a desistir en su deseo de opinar. Todo cuanto atinó a hacer fue agarrar el antebrazo izquierdo de su amor idílico, paralizado por los nervios. El mozalbete comenzó a hilvanar una respuesta. Precisaba una excusa creíble, disimular sus miedos. M anifestando repentina tartamudez en su voz, el Romeo moderno descargó su mejor exposición verbal. — ¡Buu-eenn díí-aa, señor…síí-síí! ¡Sooyyy Daniel Salinas!... Un placer… – las palabras fracturadas distorsionaban el diálogo. — ¡Ahórrate los saludos! ¡No tengo tiempo que perder en pendejadas! Eres tal cual me lo había imaginado. Cosas de la vida; no acostumbro equivocarme – respondió a secas el irritante personajillo con ínfulas de matón de barrio, al tiempo que soltaba el botón superior de su fino traje de lana. El saco se abrió, y con rápido movimiento extrajo de él un pedazo de oro macizo transformado en pistola. El sicario se sentó en la silla apartada en su honor, apoyó en la mesa una Smith & Wesson punto cuarenta, considerada el híbrido entre una nueve milímetros y una cuarenta y cinco. La depositó a conveniencia cerca de su lado derecho, garantizando así mayor agilidad a la hora de matar. La pistola aparentaba una joya criminal, cubierta de oro de 18 quilates; brillaba tanto que iluminaba el pasillo de la cocina. El arma de grueso calibre llevaba un mensaje tallado en el lado izquierdo de la culata; en el área contraria, sobresalía en relieve la figura decorativa de una cabeza de lobo siberiano. Las cachas estaban recubiertas de marfil puro. Era el armamento típico de los capos mafiosos de cualquier grupo criminal del Golfo de M éxico. Los meseros transitaban impasibles junto a la increíble escena. Ninguno se inmutaba, dando a entender sobrada indiferencia: ya se habían acostumbrado a la repetitiva película. Parecía que el tiempo se negara a avanzar. El pasado sangriento de los empleados renacía en el café; surgía la triste sensación de que, en vez de compartir desayuno en el prestigioso café Bistró M aximiliano I, rememoraban sus vivencias en la taberna de los Tres Compadres Nacos, en pleno Sinaloa. La vida en el restaurante de lujo aparentaba normalidad. No obstante, en la mesa del final del pasillo aumentaba el olor a muerte. Tal vez en los próximos minutos podría aparecer un cadáver inocente. El hombre de fina vestimenta, armado con poder y sobreactuado con actitud de narco, señaló a uno de los meseros demandando su atención. El moruno, por su parte, estaba a punto de reventar. Observar en pleno M adrid, en un café lujoso, una pistola sobre la mesa con el cañón apuntándole equivalía a la peor pesadilla de su corta vida. El terror adormecía el cuerpo del tembloroso enamorado, los nervios le flagelaban a mil azotes por segundo si es que, en este caso, podemos establecer parámetros de velocidad, ante la contingencia de morir de un disparo a quemarropa. El judío de piel canela se encontraba al borde de un estallido de locura; algunos músculos claudicaron y sus esfínteres le fallaron. La ropa interior se le tiñó un poco, de marrón oscuro, y un inconfundible tufillo fétido comenzó a opacar el placer organoléptico de los aromas que nacían de los manjares preparados en la cocina. La hermosa doncella, lejos de asustarse, tomó cartas en el asunto, y, presa de una furia descomunal, golpeó la diminuta mesa con las palmas de las manos; el impacto con la madera logró sacudir la cubertería alemana, y, luego del fuerte estruendo, miró con intensidad al sádico compañero de tertulia forzada que invitaba a la muerte en el desayuno. Estaba dispuesta a defenderse con todas sus armas, anhelaba gritar sin medida, pero la rabia le robó poder a su verbo. El joven Romeo de M adrid arrancó a correr del lugar, escapó despavorido del Bistró como alma que lleva el diablo. Tropezando con el personal de servicio, el marroquí huyó dando grandes zancadas en zigzag, pensando poder esquivar así las balas que muy pronto saldrían del pistolón gigante. En menos de diez segundos, el fugitivo batió tres veces el récord mundial de los cien metros planos, y ya casi llegaba a Vallecas, poseído de la desesperación. El alma ingenua de su novia, o, más bien, lo que quedaba de ella, mostraba una resequedad desértica. Entre ahogados sollozos, recriminó a su atacante con gritos desgarradores que alertaron a los presentes, excepto a los mesoneros. El personal de servicio vivía en un mundo paralelo, como si nada en la vida fuese diferente del simple hecho de cumplir con su rutina laboral. La voz de la chiquilla distorsionó la quietud del renombrado café. Presa de la impotencia, se abalanzó sobre el asesino vestido de lord inglés, lo cogió por la finísima camisa rosada y la estrujó con odio. Le ululó casi al nivel del oído interno al pistolero exhibicionista: — ¡¡¡Zurdooo!!! ¡Guarda esa porquería!… ¡Pinche naco de mierda! ¡Eres un puto cabrón! ¡Nooo estás en Temucalco! ¡Estás loco de remate! ¿Tú de que vas?… ¡Pendejo de mierda! ¡¡¡Déjame en pazzz!!! ¡¡¡Teee odiooo!!! Capítulo 2 Nada es casual, todo son « Diosidades » Oaxaca, verano de 1993. Un día de pleno verano: intenso, fuerte, tan abrasador como el mismísimo infierno. Fernando M iralles, a quien sus amigos conocían por el Zurdo, tuvo que viajar en carro al sur de M éxico. Le habían encomendado visitar un pueblucho entre Viguera Oaxaca y San Juan Tepeuxila, en pleno corazón de tierras oaxaqueñas, a unas cinco horas y media del D. F. La apartada región era uno de los lugares que menos le agradaba al sicario. Aparte del aspecto lúgubre, pobre y sucio de la ciudad, en particular no le entusiasmaba la gente de allí. Los consideraba muy lerdos en comparación con su estilo de vida chilango. Los lugareños parecían tener poco ánimo o espíritu de lucha. El capitalino sentía que le habían ordenado visitar una aldea que se negaba a morir, de esas que sirven nada más para ambientar películas realistas que persiguen reflejar la miseria, o incluso podría venir bien para rodar alguna obra de terror. El motivo del viaje era, a su entender, la segunda calamidad. Fernando M iralles era uno de los hombres de confianza de don Tomás Hinojosa, el mero capo del cartel de los Tomateros, que desarrollaba sus principales actividades en el D. F., un personaje que vivía un amor obsesivo por el béisbol, fanático furibundo del equipo emblemático de su natal Culiacán. Quienes conocían al viejo líder del clan comentaban en voz baja que incluso llegó a financiarlo en las grandes campañas beisboleras a finales de los setenta, ayudando a la novena en la conquista de siete campeonatos de liga. Tanto quería don Tomás a su equipo soñado que adoptó de ellos el nombre de la hermandad del crimen. En esta ocasión, el Zurdo no entendía la lógica de tan básico mandado. El importante cargo que ostentaba dentro de la jerarquía de la organización no cuadraba con semejante operación de poca monta. Al Zurdo se le mandó visitar a un viejo conocido del capo, el dueño del bar La Peña de Carlitos, el único antro de mediana importancia que existía en la comunidad de Saltos del M uerto, un municipio fantasmal, miserable, que ni figuraba en los libros de geografía. Una tierra bastante deprimida, tanto en lo económico como en lo moral, situada en la periferia de la ciudad… Bueno, si es que podía catalogarse de esa manera tan optimista. Si para los moradores del D. F. llegar a conocer Valle de Bravo resultaba una experiencia onírica, un anhelo social, para cualquier ser viviente, tener que visitar, sobre todo a la fuerza, una villa de mala muerte, antítesis del lujo y de la buena vida, un horrible y yermo pedazo de tierra olvidada bautizado con el nombre de Saltos del M uerto, aunque tan solo sea por una mera asociación lógica del pensamiento, te deprime a morir. Puestos a comparar, aquel viaje equivaldría a salir del paraíso chilango para ir en busca del arca perdida en Oaxaca. Durante el trayecto, a ratos casi interminable, hasta la mugrosa ciudad, el Zurdo se preguntaba una y otra vez, «¿Por qué el pinche don Tomás me castiga con este trabajo simplón de cobrar una puta deuda? Y continuaba dudando: ¡Ya llevo varios años demostrando mi valor! ¡Soy de su confianza! Venir a esta pocilga haciendo de cobrador es una ofensa. ¡Me lleva el alma el diablo! Espero que el viejo no intente reemplazar mi liderazgo». Por más que le daba vueltas a la cabeza, el Zurdo no podía imaginar que un verdadero milagro se hallaba presto a suceder, y, tal vez, el terco sicario no podría aceptar su autenticidad aunque lo hubiera visto con sus propios ojos. En realidad, el verdadero mensaje de Dios, sin imaginarlo, lo descifraría en las próximas décadas. El ego y la vanidad oscurecían el alma del asesino, le opacaban el pensamiento y su demacrada o menguada lógica. En ese preciso viaje jamás entendió que quien dirigía la faena se encontraba en la bóveda celeste. Le confundía además el hecho de ir acompañado por los tres sicarios más fuertes y sanguinarios del clan. «¿Para qué llevar tanto armamento?». Notaba que había un exceso de ganas de matar innecesario, si solo iban a cobrar el dinero de una deuda atrasada. Era una encomienda estúpida, pero el gran capo así lo dispuso, y las órdenes son órdenes; no se refutan. Iban sentados en la parte trasera de un viejo Chevrolet descapotado, modelo Caprice Classic de 1977, de color ocre satinado, cuyos tonos querían parecerse al oro sucio recién sacado del cauce de un río, sin pulir, muy al indiscutible y recargado estilo naco que en exclusiva los matones del narcotráfico saben exhibir con orgullo del bueno. Se encontraban ubicados, de derecha a izquierda, Felipe M onasterios, mejor identificado con el remoquete del Zopilote; a su lado, el despiadado Carlos jugueteaba con una Smith & Wesson 357 M agnum bañada en oro, de cañón largo reforzado. Nadie le conocía su verdadero apellido, y en el bajo mundo del clan lo señalaban con el simpático apodo del Chuquis. El curioso sobrenombre nació de la adaptación fonética a la mexicana, como resultado de la pronunciación popular a la hora de mencionar al muñeco asesino de la famosa saga fílmica, reforzada con acento chilango muy marcado. Carlos había adquirido su rancia fama como reconocimiento a su agresividad. No reparaba en buenos o malos, jóvenes o viejos, mujeres o niños; en el momento de matar, se transformaba en una bestia sanguinaria, y asesinaba por el mero placer morboso de hacerlo. Cuando surgían encargos, en extremo malos, sucios, de los que el mismísimo demonio se sentiría asqueado, el Chuquis solía ofrecerse de primero en la lista porque, por regla general, la paga era muy jugosa. Al volante del viejo Chevrolet iba Luis M artínez, personaje simpático que se había ganado el mote del Cumpa. Era un tipo de aspecto neutro, que aparentaba ser inofensivo; hasta pasaría por monaguillo a menos que su alma matonesca y sobradamente barriobajera lo delatase. Con frecuencia fue el encargado de «limpiar» las zonas de combate. Habilidoso en el arte de hacer desaparecer cadáveres, conocía a la perfección el asqueroso manejo que de la alquimia se hacía en el crimen organizado. Se acostumbró a «liquidar» (valga el énfasis) en ácido a sus víctimas sin dejar rastro alguno y en el menor ocultarlas de manera tiempo posible. De igual forma, podía menos grotesca, sepultándolas en construcciones donde el concreto les servía de ataúd eterno. Se las daba, además, de experto en trasladar los muertos de las zonas donde perpetraban los crímenes o los ajustes de cuentas entre bandas. Aquella estrategia facilitaba cambiar escenas o simular los hechos, y podía confundir a los investigadores policiales con incongruentes alteraciones de algunos datos clave. Con ese ejército de tres expertos asesinos, que representaban la cuarta parte de los apóstoles de confianza de don Tomás, el Zurdo se dirigía a un bar de mala muerte a cobrar una simple deuda a favor de su patrón. M ientras el clásico automóvil de los setenta viajaba a toda máquina con el escape ensordecedor surcando las carreteras semidesérticas, el cabecilla del grupo pretendía hacerse el dormido, cubriéndose los ojos con grandes lentes de sol que velaban el poder del astro mayor. En su introspección, salpicada de inteligencia, Fernando M iralles continuaba buscando algunas respuestas. El miedo lo llegó a confundir. Por un instante pensó que a lo mejor el viejo don Tomás intentaba «despacharlo», y, tal vez, la razón encubierta de la misión resultaría su tumba, aunque esa estúpida o absurda idea tampoco encajaba en ninguna predicción, y mucho menos luego de los últimos y sonados triunfos del Zurdo en la organización. Lo habían ascendido en el pasado reciente, pero aun con eso seguía dubitativo: «¿Qué podemos hacer?». Así somos los humanos; nuestro mayor enemigo convive en pensamientos o suposiciones que nunca llegan a suceder, aunque poseen la silenciosa facultad de asesinar la fe. Luego de mucho rodar a través de carreteras angostas, en ocasiones cubiertas de arena reseca, llenos de polvo del camino y con el esqueleto atormentado por la incómoda rigidez de la estructura de los asientos del vehículo, los cuatro matones al fin llegaron al misérrimo pueblo. Cada uno de los criminales revisó con detalle minucioso, casi enfermizo, los diferentes instrumentos de combate. Contaron las balas almacenadas en peines y tambores, verificaron de manera exhaustiva que tanto sus pistolas Smith & Wesson punto cuarenta, como sus revólveres de bolsillo Taurus calibre treinta y ocho corto, el equivalente a sus armas de repuesto, atados a los tobillos, se encontraran listos para cuando llegase la hora de matar… solo si resultaba necesario disparar. El mero capo bien les había aclarado esta peculiar orden antes de partir, y debían cumplirla con detalle: «Al hijo de puta de Omar Estrada, el pinche gordo con cara de niño malo dueño del bar La Peña de Carlitos, le van a cobrar la deuda, que ya tiene mucho atraso. ¡Y con intereses, mi Zurdo! Cuenta bien el dinero, y, si falta un mísero peso, me los quiebras a todos los que estén con él. Eso es pa que respeten, carajo, y aprendan a ser serios. ¡Con la palabra no se juega, cabrones!». Era la primera vez que don Tomás le regalaba una segunda oportunidad a alguien, pues no se acostumbra a perdonar en este oficio; tal vez existía alguna justificación secreta. En conversaciones aisladas con el capo, el Zurdo había entendido, o quizás cierta vez oyó decir, que, en tiempos remotos, el deudor había sido un gran amigo del traficante, que ahora gozaba de mucho poder y de respeto en el narco. Ambos se debían favores. Don Tomás, en el fondo, lo consideraba un cuate de negocios, un carnal de los buenos. Eso explicaba la paciencia del capo en demorar el cobro de su lana atrasada. El auto, con la muerte de pasajera, divisó el viejo letrero luminoso, ya corroído con el paso del tiempo, que identificaba al notorio bar La Peña de Carlitos. Todo mortal de la ciudadela de Saltos del M uerto y de los puebluchos aledaños conocía muy bien el lugar. Y aunque parezca extraño, la tasca del pueblo adoptó el llamativo nombre gracias a la admiración que sentía su dueño por el mítico Zorzal Criollo, el mismísimo rey del tango, el M orocho del Abasto, el gran embajador de la milonga a nivel mundial. De hecho, a ciertas horas preestablecidas los viernes y sábados, de forma ya tradicional los días de mayor concurrencia de la semana, el señor Omar Estrada les exigía a las putas del botiquín bailar un clásico tanguero mientras se despojaban de sus ropas de trabajo en pleno table dance. Los visitantes del burdel se habían acostumbrado a las excentricidades del viejo Omar, amante y admirador ferviente de la voz del maestro Gardel. Una pared del puticlub estaba decorada con fotos, notas de prensa y recuerdos del icónico cantante sureño nacido en Toulouse, justo un día antes de la festividad de la Lupita. Resultaba increíble pensar que en un lugar tan horrible, deprimido, olvidado, en pleno corazón de Oaxaca, una de las regiones más pobres del M éxico petrolero, existiese un museo particular dedicado a un personaje nada afín con la cultura azteca. El Zurdo le recomendó al chófer, su amigo el Cumpa, que diese un par de vueltas a la manzana con la finalidad de explorar el espacio entre las calles y locales cercanos. Ser precavidos evitaba las sorpresas antes de entrar en el lugar de la reunión. Los cuatro matones chilangos examinaron con minuciosidad el área comercial, cada una de las esquinas, entradas, salidas, rutas de fuga y espacios de protección. Urgía analizar el perímetro, procurando la seguridad habitual y necesaria por si se desataba una balacera. Chequearon los detalles importantes; nada se apreciaba sospechoso, todo rebosaba tranquilidad. Sin embargo, la incredulidad del Zurdo dictaminó la exigencia de mayor certeza. Los asesinos del asiento trasero, el Zopilote y el Chuquis, se bajaron con disimulo entre dos puntos equidistantes de la entrada a La Peña de Carlitos; esos espacios servirían de pasillo de escape. El Cumpa detuvo el larguirucho automóvil casi enfrente de la puerta de la cervecería. Con exagerada parsimonia, oteando el amplio horizonte, el Zurdo y él descendieron del ruidoso coche. Se apoyaron con actitud indiferente en el guardafangos derecho; ese lado asomaba en diagonal al portal decorado con neones baratos que parpadeaban con insistencia cada tres segundos, y que configuraban un paupérrimo mensaje lumínico de pueblo olvidado en el tiempo: «Chelas bien frías». Los dos cobradores del narco, a quienes con rapidez se les notaba que no eran de la zona, se detuvieron a fumar un cigarrillo mientras estudiaban el corredor de la zona de los negocios situada al lado de la taberna donde la muerte precedería a un milagro. No consumieron ni la mitad del tabaco enrollado a máquina. El fuerte olor a cloaca, aderezado con recuerdos de excrementos de caninos, les impidió degustar el aromático humo. A la izquierda del Zurdo yacía un perro mestizo, quizás emparentado de forma lejana con los genes de la raza pit-bull. El pobre animal estaba echado, mostraba cortes en la pierna trasera derecha y excoriaciones bastante grandes en el hocico, aún abiertas y algo sangrantes. También le habían comido parte de la oreja izquierda: con seguridad fue el resultado de una pelea; las moscas no permitían sanar las heridas, que indicaban claros síntomas de infección. El Zurdo se deprimió ante las penurias del animal y decidió acercarse con cautela. Desde niño había sido gran amante de los animales. Sentía predilección y respeto por los perros de gran tamaño y de razas fuertes. Al descubrir la presencia del extraño visitante, el cuadrúpedo se mostró un tanto nervioso, tal vez ansioso, necesitado de una caricia sincera. El infeliz había sido tan golpeado en la pata que le costaba incorporarse, mucho menos confrontar a nadie. Su nuevo amigo le gesticuló señas intentando calmarlo, y le arrojó una galleta que guardaba en uno de los bolsillos de su chamarra de cuero marrón claro, adornada con flecos en las mangas y en la espalda. El animal agradeció la migaja con ojos de esperanza y la saboreó con delirio. Empezaba el can a degustar la inesperada donación cuando el Cumpa alertó a su compañero de faena de que ya era hora de entrar. El buen samaritano lo comprendió, y negoció un minuto adicional porque deseaba despedirse del maltrecho tuso. Fernando M iralles se agachó sin miedo, extendió la mano derecha y le regaló una suave caricia sobre la frente al perro malherido; antes de despedirse, le platicó con voz cariñosa, directo al oído. — ¡Nos vemos en un rato, compadre, déjame hacer un mandado! Ya nos reuniremos, güey, al ratito, te lo prometo, amiguito. No te alejes, no te me vayas con una hembra: que vengo por ti es palabra de caballero – la oferta del sicario destilaba humildad hermosa, sincera, bonita. El noble animal lo entendió al instante con el corazón henchido de fe, y el destino de los dos fue sellado. Ambos emisarios de don Tomás entraron en el maloliente bar que hacía las veces de table dance o casa de citas en el horario nocturno. Una vez dentro, los olores de tabaco barato revueltos con los de licores empobrecidos, de mala muerte, les produjeron náuseas con facilidad y rapidez indescriptibles. Los dos forasteros no perdieron tiempo. Se acercaron a la barra y, con cada paso andado, efectuaron una radiografía del lugar. Determinaron el posible entorno de conflicto o campo de batalla. Con suma celeridad, calcularon cuántos hombres se encontraban sentados: había siete en total, que se hallaban repartidos en tres mesas. También detectaron a dos flacuchentos en la barra, que compartían una jarra de cerveza mientras leían la página de sucesos en la prensa regional. Tal vez verificaban si algún cuate engrosaba la lista de fallecidos o se esforzaban por descubrir el número de desconocidos que habían pasado a ser un dígito en las estadísticas del crimen reseñadas en la crónica roja. Los sicarios enumeraron tres salidas de emergencia. Descartaron una porque había sido bloqueada con un sólido candado y con varias cajas de tequila barato. Por último, restaban dos ventanales que podrían servir de alternativas potenciales en la huida, en caso de originarse un fuego cruzado, porque los cristales no ofrecían resistencia: eran bastante debiluchos, y un solo balazo bastaría para hacerlos añicos. Hasta el momento, el ambiente no presentaba ningún riesgo. Excepto por los olores rancios, la atmósfera aparentaba excesiva normalidad. Aun así, el Zurdo no se confiaba demasiado; cierta premonición le anunciaba que pronto mataría a algún pendejo atravesado en su destino, perdón, en su camino a la salvación gracias a un motivo bendito. El hombre de confianza de don Tomás comenzó a sentir emociones raras, desconocidas, misteriosas; la luz del ambiente lo sacudía, le distorsionaba y alteraba el pensamiento. Fernando M iralles y su escolta se acercaron a la barra. El Cumpa pidió un par de tequilas derechos. Su primer deseo fue degustar un caballito reserva de Don Porfidio, pero erró en su ambiciosa selección porque aquel licor resultaba prohibitivo: hubiera sido del todo imposible darle salida en aquella cantina de borrachines y putas polvorientas del camino. Los matones debieron conformarse con Herradura Plata, lo mejorcito de la barra, que también ofrecía una destilería casera donde fabricaban mezcal. El barman les sirvió una porción más larga de lo habitual, como si se tratase de alguien conocido o de huéspedes respetables de la capital. El Cumpa preguntó por el dueño y, en segundos, el gentil encargado de la tasca pueblerina les preguntó sus nombres, por mero formalismo. En menos de un minuto, apareció el famoso señor Omar Estrada, quizás el mayor fanático en todo el país del gran maestro del tango. — ¿Cómo están amigos? ¡Qué bueno verlos, un placer saludarles! Soy Omar Estrada, Carlitos para ustedes; bienvenidos a mi humilde bar; estoy para servirles. El hombre regordete con cara de niño malo saludó efusivo, alegre, lleno de sincera cortesía. El capo mayor había descrito muy bien al peculiar anfitrión. No medía más de metro cincuenta y siete, su tejido adiposo sobresalía bastante y definía el excedente de peso que resultaba imposible esconder. Tenía un semblante de párvulo travieso, de los que causan estragos en el colegio, que contrastaba con una voz recia de adulto curtido: por su insólito aspecto, nadie podría haber jurado que se trataba del dueño de aquel prostíbulo de mala muerte. De no haber tenido una idea clara del simpático personaje, el Zurdo habría desenfundado el arma ante la mínima sospecha de traición. M ás allá de la camaradería y de la paz del momento entre los sicarios y el deudor, algo difuso convivía en el aura del bar. Una extraña fuerza continuaba sin cuadrarle al Zurdo; la muerte rondaba cerca de él, a escasos metros. Lo tenía clarísimo. La percibía a su lado, podía olerla, tocarla. Pero, en definitiva, el tripudo hostelero no era el candidato a transformarse en cadáver ese día. El milagro germinaba vestido de inmaculada inocencia y de incredulidad aparente. — Un placer. Vengo de parte de Don Tomás – anunció el Zurdo con voz pausada, inocua, seria e inexpresiva. No había recorrido las carreteras rurales durante cinco horas con la intención de construir amistades. — ¡Claro muchacho, sé quién eres! Ya mi viejo amigo Tomás me telefoneó ayer y me dio toda la información de ustedes. Vengan, pasemos a mi oficina y les entrego el encargo – sugirió con educación el regente del burdel camuflado de taberna familiar. Al Cumpa no le inspiró confianza la actitud. M enos le agradó la idea de entrar a una oficina privada en busca de un dinero abundante. La oferta olía a engaño, a posible conjura, o tal vez a emboscada. El sicario se puso nervioso; el instinto asesino le llevó la mano derecha en busca de su pistolón moderno. El Zurdo se percató del efecto de la adrenalina en el organismo de su compañero e intervino con agilidad produciendo un código auditivo, una clave sonora parecida a ruidos chillones, un cierto mensaje cifrado dedicado al subalterno. El escudero detuvo en seco el intento de desenfundar el arma, y la posible escaramuza degeneró en simple amague, en advertencia real para aquellos que les gusta jugar a los valientes. El show exhibicionista de su sicario no perturbó al jefe de la banda en aquella taberna de poca vida. El sitio le producía lástima, y no lograba despertar en él dudas ni temores, a pesar de que, cerca de él, continuaba transitando la extraña percepción sensorial de muerte. Al Zurdo el corazón le ratificaba a gritos que la vida le cambiaría en el futuro inmediato, y no precisamente en ese recuadro de tragos baratos, putas desgastadas y añoranzas de un cantante nacido en Francia, muerto en Colombia e inmortalizado en Buenos Aires. Fernando M iralles calculó el poder de sus palabras evitando sonar grosero. Ofreció disculpas por la actitud del Cumpa. La paz espiritual guiaba sus acciones, se encontraba inmerso en el preámbulo de un trance místico. Ya no se veía ni proyectaba a sí mismo como sicario. — ¡Perdone usted! Si no le es molestia, señor Omar, preferimos contar el dinero acá, en una mesa apartada, exclusiva para nosotros. No veo necesidad de entrar a su oficina – recalcó de un modo conciliador el emisario del capo regalándole una sonrisa transparente. El Zurdo no buscaba conflictos innecesarios ni matar por placer; había venido a cobrar el préstamo y quería marcharse lo antes posible del mísero pueblo. Las guerras no aparecían en su guion. — ¡Como mande, señor Fernando! Lo que sucede es que hay clientes en La Peña, usted sabe. ¿M e entiende, verdad?... El dueño del boliche no remató la frase. El Zurdo, en sincronía con el Cumpa, miró a los clientes inoportunos con ojos de intimidación, y de manera poco amable les insinuaron que debían abandonar el sitio; bastó con que el jefe de la banda asomara la cacha de marfil de su instrumento de trabajo. En segundos, los testigos indeseados comenzaron a desfilar en tropel por la puerta principal. Los clientes se despedían con la manifiesta intención de pagar los consumos en la próxima visita. Don Omar, con sonrisa forzada, les recalcaba que no había problema; la casa cancelaba la cuenta. Les dio las gracias a sus bebedores por entender la inesperada situación. Una vez desocupado el recinto, el deudor acató de inmediato las órdenes del invitado que traía permiso de matar. Con toda prisa, el regente de La Peña de Carlitos se dirigió a su oficina privada en busca de un pesado maletín de estructura metálica color plata, con esquineros negros y manilla nacarada. En pocos segundos emergió el pagador con la valija que había sido preparada con antelación. En el interior del salón ya se encontraba un tercer invitado. El Chuquis descansaba recostado en la puerta del antro barato, servía de garante para evitar que nadie entrara o saliera sin autorización de su jefe. Sujetaba en la mano izquierda una M agnum 357, expuesta a la vista de cualquier transeúnte. Sin asomo de vergüenza, el sicario mostraba su pieza de artillería, su credencial de poder, su ley. El pavoneo tan descarado no le gustó al jefe de los matones, que con un gesto de la mano derecha le mandó guardar el revólver dorado; el amedrentamiento sobraba. Sin miedo y sin reclamos, el rechoncho pagador colocó la maleta sobre una de las mesas apartadas y abrió los candados numéricos de seguridad que estaban situados en ambos extremos. La tapa de la valija se levantó dejando a la vista abultados fajos de billetes de cien dólares americanos. Con esta prueba inicial, ante tres testigos, don Omar saldaba la antigua deuda con su amigo y máximo capo del D. F. — ¡Aquí tiene, señor Fernando! En esta maleta hay cuatrocientos doce mil ciento veintiséis dólares. La cifra incluye el pago de los intereses atrasados, que, con gentileza, su jefe me perdonó. Aun así, soy hombre de palabra sagrada, y con esa justificación los incluyo otra vez en la totalidad del nuevo saldo. Además, encontrará un regalito de diez compensación por la paciencia. Dígale mil dólares extra, en a don Tomás que le agradezco el apoyo, y que me haya perdonado la vida. Ya estamos a mano; no le debo un solo centavo – declaró don Omar luciendo una sonrisa plena en el rostro. El pago representaba recuperar su libertad y, sobre todo, seguir manteniendo la cabeza unida al cuello. El Zurdo contempló los ojos del dueño del puticlub de barrio olvidado. Su mirada transmitía verdad, inspiraba certeza; él lo podía sentenciar con facilidad. El grasoso personaje no mentía; de seguro las cifras coincidían. Debía ser bien estúpido si falseaba el número. Su cabeza era aval de honradez; en estos tratos, la palabra y la confianza se miden con sangre. De todos modos, Oaxaca quedaba bien lejos, y Fernando M iralles bajo ningún concepto deseaba volver al lugar, y mucho menos con la idea de matar a un hombre obeso con cara de niño pícaro. Los tres sicarios se repartieron la remesa para contarla, juntando montones similares y así verificar el valor real de la transacción. El deudor aceptó sin objetar, estaba segurísimo de su afirmación monetaria. Él mismo había contado los billetes cuatro veces; su vida no admitía errores matemáticos. Durante la operación de contabilización del dinero, el camarero les ofreció una botella de mezcal casero que los alegres criminales aceptaron felices. Celebraron que por ahora no había corrido la sangre y que muy pronto se podrían retirar a casa con la misión cumplida sin disparar un tiro, sin sobresaltos, sin arriesgar la vida. El encargo resultó tan simple que rayaba en lo ridículo. Terminado el escrutinio de los billetes gringos, el encargado de la misión de cobranza telefoneó a su jefe en el D. F. El Zurdo le certificó a don Tomás la culminación de la encomienda. El resultado había sido óptimo, sin reclamos ni percances. Le confesó la existencia de los diez mil dólares de más como agradecimiento por la espera en el pago. El capo mayor festejó la recuperación de su capital. Se alegró mucho, pues su antiguo amigo había cumplido su palabra, y ya no tenía motivos para matarlo. En agradecimiento por la buena labor, don Tomás les obsequió el dinero de bonificación a sus empleados de confianza. Los tres matones le gritaron al teléfono palabras de complacencia para el líder de la hermandad, (¡había dinero extra!). El premio se traduciría en festejos, tragos y putas gratis al llegar a casa. ¡Qué divina era la vida con ellos! ¡Cómo los trataba de bien!, pensaban los sicarios en su celebración personal. Los delincuentes se relajaron; estaban felices y listos a emprender el retorno. La banda ansiaba juerga; todos menos el Zurdo, a quien un sonido trascendental le zumbaba en el oído: le atormentaba una voz sigilosa de esas cuya procedencia nunca sabes identificar y que, sin embargo, te acaricia entender. Escuchaba repetidas veces con palabras difíciles de una voz con expresiones cómplices en el momento que despertaban sus demonios, miedos y nervios, símbolo de la perfecta anticipación o presagio de algo muy grande, que tanto podía ser un simple milagro como una bendición oculta. Las palabras que Fernando M iralles creía escuchar en el bar se asemejaban a los sermones de su madre, que a cada rato le solía comentar cuando la duda o el miedo le jugueteaban en el alma. «Cuando San Miguel Arcángel se acerque, no te niegues a su poder, a su pedido; es por tu bien: hazle caso». Los recuerdos motivaron cambios repentinos en el cuerpo del narco. En esta ocasión, el corazón del asesino se aceleraba a un ritmo diferente, único, especial. Era tal la sorpresa sensorial que en la atmósfera maloliente del horrible bar nació cierto aroma sublime. Del infinito cobró vida un olor peculiar y privado que de manera exclusiva el Zurdo podía captar e interpretar. Era una combinación de esencias de vainilla y miel, bendita percepción que le engalanaba el sentimiento, el alma, la esperanza y la vida misma. Un bálsamo casi celestial destinado a él, enviado por su madre fallecida años atrás. El resto de los presentes no advertía el embrujo de esa fuerza extraña, sutil, misteriosa, de aquella protectora fuente de vida a través de la muerte inmediata del mal. El Zurdo escudriñaba el ambiente, necesitaba encontrar el origen de ese ¡no sé qué! milagroso mensaje destinado a cambiarle la vida en un espacio de tiempo no muy lejano… según Dios. Su alma se estremeció, y el corazón le latió a velocidad desbocada; pero esa taquicardia no nacía del miedo; antes bien, era el fruto de la pura ansiedad de enfrentarse a lo desconocido. El dueño del bar mandó al camarero preparar raciones de botanas bien abundantes en porciones de carnitas, cochinita, y tamales, con la amigable intención de saciar el hambre de los ilustres invitados que le habían perdonado la vida. Los asesinos celebraron el agasajo; una buena ración de tacos jamás se debe rechazar. De improviso, expulsado de la nada, del fantasmal espacio que separa el bien del mal, la luz de las sombras, el ruido grotesco de un automóvil lejano y con el escape defectuoso perturbó la paz del grupo. El Zurdo interrumpió el disfrute de su universo paralelo y recibió el llamado del guerrero, el principio de un milagro doloroso. Aunque él no lo entendiera, San M iguel Arcángel estaba por hablar y se manifestaría en acción. Los matones que estaban al lado de don Omar ojearon sorprendidos buscando el origen del extraño sonido. A través del ventanal de La Peña de Carlitos, los cinco curiosos alcanzaron a divisar, a corta distancia, la cercanía de una pick up Dodge Ram, modelo Warlock del 1978, de las que exhibían los guardafangos laterales traseros parecidos a cachetes inflados. La camioneta estaba pintada de color verde claro, imitando las plumas de los pericos, y le habían decorado el costado de las puertas con una calcomanía grotesca de una cobra rodeada con rayos y fuego. En el capó sobresalía la imagen de una calavera con el ojo derecho sangrante atravesado con una espada de corsarios. Tres personas formaban el pasaje del peculiar transporte. El tipo de música atronadora que escupían los parlantes, así como la actitud y la vestimenta del grupito, indicaban que se trataba de simples rateros o miembros de pandillas delictivas locales sin mucha relevancia; tal vez fueran bandoleros dedicados a realizar faenas de menudeo, cobranzas de vacunas o extorsión básica al servicio de los carteles de poca monta en la comarca. Don Omar los identificó al instante. Anunció a viva voz, rabiosa, impotente, que, en efecto, se trataba de alcabaleros de protección o peajes. Los tres nacos eran secuaces del nuevo jefe de una banda de pequeños traficantes de la frontera con el estado de Guerrero, insignificantes en comparación con el poder de los Tomateros. Pero, por desgracia, los estrambóticos bandoleros representaban el cáncer que roía las entrañas del pueblo, avasallando a los comerciantes y a la comunidad entera, exigiéndoles protección a cambio de vida, paz y libertad. Por extraño encantamiento, el Zurdo alcanzó a ver con claridad los ojos saltones del chófer, que ostentaban la mirada del pecado y de la muerte; era un burdo secuaz del mismísimo demonio. A Fernando M iralles no le agradó lo que entonces sintió. De forma súbita, y sin previa despedida, desapareció el perfume de vainilla con miel, los susurros al oído se esfumaron y la paz que experimentaba mutó en violencia sensorial. Callaron el alma, los pensamientos y deseos del Zurdo. De sopetón, el sicario mayor se levantó de la silla sin razón explícita, bastante molesto, perturbado, con extraño sentir, poseído, y marchó en solitario en busca de la salida del bar, dejando a sus guaruras con más interrogantes que un alumno en su primera clase de introducción al álgebra. El Zurdo salió al pasillo exterior de La Peña de Carlitos siguiendo con la mirada de águila la trayectoria de la carroza psicodélica de los tres nacos envalentonados que empezaban a teñirse de muerte. No entendía su reacción. Su cuerpo, carente de dominio propio, se movía en persecución discreta de la cobra con rayos y fuego en los ojos. No era el Zurdo quien se desplazaba, sus músculos no reaccionaban de forma habitual. Parecía más una marioneta dispuesta a retar al mal y sus sombras, lista, decidida a tener un encuentro privado con la muerte. La pickup verde perico se estacionó a un par de cuadras del puticlub de arrabal, justo en una esquina donde se había levantado una improvisada carpa muy humilde, construida con cuatro parales de troncos secos del monte y una tela desteñida, ahuecada en varias partes. El rústico techo pretendía apaciguar los candentes brazos del sol estival. La pobretona lona cubría un pequeño estante de madera donde vendían sandías. Las frutas estaban algo pálidas y raquíticas, al igual que la mugrienta ciudadela; el hambre no perdonaba ni a la naturaleza. Al frente del negocio se encontraban dos niños: un varoncito de unos ocho o diez o doce añitos (no más de eso), flacuchento, con una osamenta que acusaba los efectos de la desnutrición, principio de y que le aportaba mayor debilidad, o tal vez un anemia. Su hermana lo acompañaba en la faena comercial. La madre de los pequeños vendedores había salido de urgencia para llevar a otro de sus hijos al ambulatorio porque presentaba problemas gastrointestinales. Alguien debía cuidar la mal llamada empresa familiar: así de dura es la vida del pobre. La niña, casi entrada en la adolescencia, tenía la piel destacada como consecuencia del exceso de sol; un tono canela fuerte demarcaba una figura femenina que se iba aproximando a la de una mujer sensual. Su cara evidenciaba rasgos indígenas; quizás en su ADN convivían mezclas de mixtecos o chinantecos. Tenía una melena azabache, heredera de la noche sin luna. La hermosa cabellera, lisa de nacimiento, le cubría hasta más abajo de los diminutos pechos, que empezaban a mostrar rebeldía, deseosos de aumentar su volumen y engrosar la circunferencia. En poco tiempo, los minúsculos senos dejarían de ser una frustración y le darían el perfil de una reina del erotismo, sueño que las mujeres siempre anhelan para esa mágica zona erógena tan alabada por Fellini. La imagen angelical de la morrita, mitad india, mitad chilanga, y sazonada con alguna facción europea, podía invocar el deseo carnal de cualquier morboso degenerado sin mucho esfuerzo. Su ángel tentaba los malos deseos, que en esos lugares miserables son más peligrosos que cazar leones con navaja. Los ocupantes descendieron del estrafalario vehículo, venían a cobrar su respectiva vacuna atrasada y, quizás, a probar las frutas. Podía ser la excusa perfecta si deseaban admirar de cerca a la ingenua indiecita con cara de lujuria. El cabecilla del grupo llevaba atada a la frente una pañoleta con dibujos llamativos al mejor estilo de Halloween, y era, con mucho, el más grosero, rudo y fanfarrón del pelotón. El delincuente empezó a burlarse de los indefensos niños; intimidándolos con su actitud cobarde. Preguntó por la madre de los chiquillos, y estos le explicaron la razón de la ausencia. En sincronía, los tres cobardes ladronzuelos insistieron en saber la hora de regreso de la dueña del changarro. La mujer les debía una cuota de protección. Los párvulos no entendían el motivo real de la visita, y el miedo germinaba ya en sus infelices corazones. En voz baja, los hermanitos le rogaron al Señor que los indeseables se fueran sin hacerles daño. El capo del grupito de envalentonados de poca monta — porque incluso hasta los asesinos con poder, los ladrones y narcos deben mostrar cierto don, cierto carisma y madera de líder— empujó al hombrecito de la familia arrebatándole la caja de cartón donde guardaban algunas monedas y unos pocos billetes de baja denominación, que resumían los míseros frutos de las ventas de la jornada. La frustración de los malvivientes se hizo notoria cuando descubrieron que solo había limosnas. La totalidad de las cifras no cubría ni un décimo de las deudas de la madre. Con perversa urgencia, la maldad y el pecado al servicio de las sombras se adueñaron del engendro de la bandana con decorados cadavéricos. El degenerado detalló con ojos libidinosos, con rancia lujuria a la indefensa niña. Se la imaginó desnuda, con ese cuerpo excitante de princesa india, y se vio a sí mismo tratando de intentando hacerla suya, forzándola a someterse a violentarlo, su pasión indeseada como parte del pago. El desalmado emprendió a proferir palabras de doble sentido, recubiertas de veneno sexual, intentando así aumentar el morbo de su estúpido deseo perverso. Pero, al parecer, sus compinches no aplaudían su actitud. Abusar de niños no ocupaba espacio en la mente de los novatos. Pero donde manda capitán, no manda marinero; y la bestia ese día ejercía de jefe. Existen códigos que hasta los maleantes tienen que respetar; les guste o no. La chiquilla sintió manifestaciones de terror, sus ojos se anegaron en lágrimas con sollozos de pánico y desesperanza; sabía lo que le esperaba, y temía lo peor. A su corta e inexperta edad, entendía con detalle traumático la intención real del monstruo que tenía ante sí. En plena calle, bajo el amparo de la sombra que le proporcionaba su estrambótico y ruidoso coche, el vulgar delincuente se acercó más de la cuenta a la frágil humanidad de la indefensa princesa india y apostó a robarle un beso a la fuerza. La chicuela se negó de manera rotunda, rechazándolo con asco. Ante el significativo desprecio, la niña recibió como castigo una bofetada que la estremeció, y del fuerte manotazo la víctima fue empujada contra el asiento del copiloto. Su hermano se disfrazó de héroe y le propinó una patada en la rodilla derecha al cerdo degenerado, pero el vano cosquilleo en la rótula incrementó la maldad del agresor. El sadismo y la excitación del violador se acrecentaron de manera exponencial, y de otro cachetón lanzó al pequeño vengador unos metros hacia el costado del vehículo. El despreciable personajillo era presa de una fogosidad desmedida y muy desequilibrada. Quería, a todas luces, violentar la inocencia de la pequeña que en la peor hora de su vida tuvo la desgracia de estar donde no debía. A la fuerza, el cobarde narco trató de recostarla en la camioneta. La ubicó con dificultad sobre el asiento que daba al lado contrario de la calle. Ella se zafó a medias. La aberrante pasión del cobrador de vacunas era violarla allí mismo; ansiaba poseerla con dolor, sin pena, sin reparo de su maldad, porque se consideraba inmune a los reclamos del pueblo. Él portaba armas, detentaba el poder, y dos sayones temerosos secundaban sus acciones. El repugnante criminal se percató del miedo que emanaba del cuerpecito de la hembrita. Tanteó por segunda vez forzarla a subir en el carruaje moderno, que muy pronto olería a muerte. La chica resistió con furia indomable. Entre empellones, cachetadas y jaloneos, el aberrado le rasgó un lateral al vestido de flores de la virgen mestiza. Prisionero de su excitación perversa, y sin ahorrar tiempo, el verdugo comenzó a bajar la mano derecha para dirigirla en busca de la panty blanca que cubría la intimidad de la morrita indefensa. Cuando logró materializar su perturbada intención, apretó con fuerza, y con lujuria sádica y cobarde, en los labios mayores de la diminuta vulva, lo que le produjo un gran dolor físico, pero, sobre todo, moral a la niña mujer, que se defendía con furia salvaje intentando cerrar sus frágiles piernas. La refriega desencajó al monstruoso engendro de las sombras, al punto de ocasionarle una eyaculación intempestiva, desbordada, producto del combate hormonal. El deprimente orgasmo calmó un poco la fogosidad del aberrado, y fue la antesala ideal para que un mensajero de luz pudiese convertirse en juez y verdugo dispuesto a repartir justicia; o tal vez cobrar venganza. Sin calcularlo, pues el frustrado violador se consideraba el rey de la populosa barriada, y el mísero pueblucho entero le temía. Al costado, el desalmado escuchó una voz retadora que le advertía lo peor. El condenado levantó la mirada lujuriosa, pecadora. Una sombra a contraluz le interrumpía su asqueroso placer. — ¡¿Qué hay, güey?! Como que la fiesta no terminará bien, compadre. Digo, me parece. ¿O me equivoco, pendejo de mierda?… ¿No te das cuenta de que a la morrita no le agrada tu olor a marrano? Con voz sonora y ruda, el Zurdo declaraba su mejor proclama de guerra en franca actitud justiciera, retadora. Nadie entendía un carajo. Los aduladores del aprendiz de violador estaban confundidos emocionalmente. Parecían sorprendidos, dudosos de qué acción tomar. ¿Quién demonios era este idiota vestido con ropas de vaquero chilango que se atrevía a buscarle bronca al mero jefe de los cobradores de vacunas de la zona? ¡¡El capitalino estaba loco!! ¡¡O, la neta: al pendejo le sobraban muchos «güevos»!! ¡Y bien puestos! Porque cuando alguien desafía a los delincuentes se le debe caer a plomo cerrado. En principio, a los guaruras pueblerinos jamás les cruzó por la cabeza la loca idea de actuar en defensa de su cobarde jefe. Se lo pensaron bien antes de hacer tonterías; total, él representaba la ley en Saltos del M uerto, y se conformaron con esperar y ver el desenlace del sangriento espectáculo. El sádico se volteó aturdido y miró de soslayo a la sombra que lo amenazaba a corta distancia. Sin miedo aparente, haciéndose el valeroso, retó a la Pelona. — ¿Qué te pasa, pendejo? ¿Con quién crees que estás hablando? ¡¡Pinche cabrón chilango!! ¡Este es mi territorio! ¡¡Acá mando yo!! Si no quieres que te meta un tiro, sal corriendo, vete a tu tierra, y no me jodas. Arránquese calladito, cabrón, y muy rapidito – ripostó el perturbado abusador de niños. — ¡¡¡Ah, carachas!!! ¡¡Pos mira tú!! Quizás mandes acá en este pueblucho de mierda, pero no me das órdenes a mí. ¡¡¡Es más: ni me asustas tantito, cabrón!!! ¿Sabes una cosa? No es de hombres pelear con niñas. ¿No te parece que ya estás bien grandecito pa esas babosadas de ladronzuelos cobardes? Está clarísimo cabrón, o tú eres marica o te bañas con tacones altos – espetó el Zurdo, hinchado de rabia. Agredía con su verborrea grosera, abusando de la burla en directa actitud retadora. Las palabras no provenían de su boca; era su alma que despedía truenos y rayos, discursos de muerte y sangre. Era incapaz de dominar sus acciones, pero un milagro pronto estallaría en su camino sin que se lo imaginara. Daba igual si su aturdida memoria lo traicionaba o intentaba hacerlo olvidar: el cielo le recordaría las bendiciones en el peor momento de su vida, como debe ser, cuando Dios decreta, y no cuando nosotros aspiramos a que suceda. — ¡Ah! ¡¡Conque valiente me salió el chilango!! ¡Pues vas a ver lo que es bueno, compadre! Te voy a sacar el hígado – vociferó enfurecido el líder de los maleantes del pueblo. En ese momento, los presentes vivieron un miedo sobrecogedor. La muerte llegó y se asomó, rondando a las claras, haciendo cálculos, apuestas, midiendo cuerpos y tamaños. Se la podía adivinar, olfatear, acariciar. El pánico cundió en las almas del pueblo, se justificaba; era libre. Las lágrimas y sonrisas futuras se perdonaban. Había llegado la hora de los valientes en busca de justicia. La niña gemía de terror. Su hermano se reponía de los golpes y el susto le apretaba la vejiga. El aire se enrareció y pesaba el doble. Los acólitos del camorrero quedaron petrificados: ellos sí le temían a la muerte. Un suspiro les certificaba que el desconocido con chamarra de cuero con flecos colgando en la espalda y en las mangas no decía tonterías. Tras de él, los contemplaba inmisericorde, y apuntándoles sin desperdicio de ángulo, el mismo espanto del purgatorio. El hombre con el pantalón bañado de semen pretendió mostrar su falso valor apostándole a la guerra, al fuego y la metralla. Vigiló con detalle los movimientos del Zurdo y descubrió a destiempo que el personaje que le retaba a duelo había dejado de ser un enemigo normal. Y tal vez, en realidad fuese un ángel justiciero que le franqueaba el portón del averno. La fortuna se había decidido ya, y se agotaron los boletos de regreso; pedir perdón no era una alternativa. El sudor brotó a raudales de la frente del sádico, y en segundos mojó las calaveras de la pañoleta multicolor que le cubría la cabeza. El cruel abusador deseó, como en el juego del truco, ver la muerte, descubrir si en realidad la Pelona estaba presente o si se trataba de un espejismo, y consideró con estúpida fatalidad, que el sicario chilango no poseía cartas ganadoras. El duelo se inició, y el frustrado violador intentó llevar la mano a la pistola pero, de forma inesperada, la vista se le nubló, y, para colmo de frustraciones, un extraño dominio le convirtió oxidado el movimiento; una súbita parálisis se adueñó de él. Fernando M iralles, con destreza bendita, sacó de la funda su «escupe lejos», como llamaba a su punto cuarenta hecha de oro macizo, premio de don Tomás por sus buenos servicios. El plomazo de la inmensa pistola detonó con el estruendo de un relámpago a corta distancia. La bala atravesó la rodilla izquierda del cobrador de vacunas. El impacto del proyectil le destruyó la rótula obligando al herido a arrodillarse sobre la pierna sana transido de dolor y sin esperanzas. Al desplomarse, el matón perdió su pistola sin llegar a dispararla. Los escuderos intentaron empuñar sus revólveres, pero fue demasiado tarde. El Chuquis, el Zopilote y el Cumpa los tenían encañonados y a menos de un metro. Los enemigos se entregaron sin resistencia, implorando clemencia y mirando aterrados al Zurdo, que se acercaba a quien muy pronto sería cadáver. El verdugo se inclinó, y cogió de la cabeza a su víctima circunstancial metiéndole de un golpe la humeante pistola de alta potencia en la boca. — ¡¡¿Qué pasó, puto?!! ¡¡Te lo advertí, marrano!! ¡¡No juegues conmigo!! Si te haces tan valiente cuando violas niñas o matas inocentes, al menos ten los «güevos» pa morir con valor, ¡¡¡que ni para eso sirves, pendejo de mierda!!! – las palabras del Zurdo taladraron el alma del infeliz. Se había pronunciado el veredicto; la ejecución era inminente, no había vuelta atrás. Los compañeros del repentino vengador quedaron atónitos; no entendían la actitud de Fernando M iralles. Este no era su pueblo, ni su mercado y ni mucho menos su guerra. Además, matar a un sicario barato de otro clan podía acarrear problemas al cartel de los Tomateros. ¿Por qué carajos jalarse un muerto que no tiene sentido? Pero igual lo apoyaban; no tenían opción. Así lo establecía el código de la familia. El Zurdo empujó hasta la garganta de su enemigo el cañón de la pistola todavía incandescente. El metal logró romper el cielo de la boca de su nuevo trofeo de guerra. El malhechor se achicharraba la lengua y la tráquea por el calor abrasador del oro recién excitado por la pólvora y la bala detonada. Incapaz de articular palabra, el muerto en vida imploraba misericordia con ruidos guturales. Era la típica reacción de los cobardes cuando llega la despedida final. M uchos ojos indefensos, asomados en las puertas y ventanas de toda la cuadra, disfrutaban alegres con la escena del ajusticiamiento. Los habitantes no se atrevían a murmurar; sin embargo, en silencio religioso, sus corazones y sus almas celebraban con jolgorio el día que un pinche chilango les quitó del medio al sucio de M atías Gamarra, el cobrador de vacunas que tanto daño les había causado. Entre los felices espectadores había un chiquillo con el cachete amoratado, abrazado a su bella hermana mestiza, de piel canela hermosa que se salvó de una vil violación. En realidad, fueron ellos los más afortunados espectadores de la película en tercera dimensión que ahora disfrutaban en primera fila. Desde sus corazones abusados, los pequeñines pedían venganza; y la recibirían en cantidades industriales. El Zurdo apretó con rabia el mango de la pistola automática e inclinó al máximo el cañón, incrustándolo en el cielo de la boca de su estúpido e indeseado enemigo. Antes de pronunciar el dictamen definitivo, pasó revista mental al supuesto negador del trauma que había sufrido la morrita a manos de una rata tan cobarde y sucia como el futuro muerto, que sangraba con abundancia de su rodilla destrozada. Las injusticias, en todas sus manifestaciones terrenales, hacían hervir la sangre del segundo líder en el escalafón del poder del clan de don Tomás, capo y señor del Cartel del Este. Desde sus inicios en el crimen organizado, el Zurdo resultó un tipo peculiar, de refinada sensibilidad, a quien el romanticismo, en ocasiones, lo metía en serios aprietos. Pero no temía; a su noble corazón lo protegía un manto celestial tejido por su madre en las alturas; ella lo cuidaba a diario gracias a tantos rezos. No obstante la figura poderosa de su vieja, el sicario había sido destinado a planes mayores en la corte del universo, y hoy, en especial, se estaba por ejecutar uno. Sediento de justicia en vez de venganza, y lleno de ganas de ver morir al abusador de niños, el verdugo acarició con odio el gatillo del pistolón alistándose para darle la despedida eterna al engendro. — ¡Bueno, cabrón, llegó tu hora! Recuerda en el infierno que un verdugo jamás pide clemencia. Si te sientes tan valiente para matar, también debes serlo pa morir. Otra bala salió disparada del cilindro sin fin de la pistola de grueso calibre. Era una Dum-Dum, la munición preferida del sicario, porque al contacto con el blanco abría su punta en cuatro cuchillas que rompían y despedazaban la carne y los huesos de sus víctimas, garantizado así la destrucción total e inmediata del enemigo. La cabeza del ahora cadáver se fragmentó en tres pedazos a consecuencia del impacto y de la onda expansiva del plomo y del fuego. Los sesos del ajusticiado saltaron en todas las direcciones y ángulos posibles. Algunas partes de la horrorosa y cursi camioneta quedaron cubiertas por una masa de color rojo amarillento. Los chiquillos se espantaron al ver la muerte tan de cerca. Por su parte, el Zurdo no comprendía la razón de sus actos, aunque igual no los analizó mucho. De puro corazón, se alegraba de haber repartido justicia, y, en el fondo, consideró que se trataba de su buena obra del día. Los acompañantes del sicario mayor le recordaron que aún sobrevivían los dos compadres del muerto. Y respetando los códigos del narco, ellos también debían acompañar al difunto en su viaje a las calderas del infierno. El Zurdo se viró, y con extraña calma les pidió paciencia a sus hombres. Los detenidos se arrodillaron; ya habían soltado las armas y rogaban perdón alegando inocencia. Aseguraron no tener nada que ver con los pecados de su exjefe; eran simples ayudantes novatos en período de entrenamiento. Juraron por mil cruces que jamás le harían daño a ningún inocente, y mucho menos a unos pobres niños indefensos. Aunque, por desgracia, sus captores necesitaban poner fin al calvario de los prisioneros. Los tres sicarios debían ejecutar la sentencia y regresar a casa para disfrutar de los diez mil dólares de regalo en sus bares y burdeles predilectos. El estrenado justiciero del D. F. se acercó a los pequeñines olvidándose del resto del universo. El Zurdo se aseguró de que las criaturas estuviesen bien. Sacó del bolsillo izquierdo de su pantalón una billetera de piel de cascabel auténtica, la abrió delante de sus nuevos amigos y retiró un fajo de billetes que sumaban unos veinte mil pesos. Les entregó el dinero a los rapaces; los fondos servirían para comprar comida, y el resto debían entregárselo a su madre para ayudarla con los gastos médicos del hermano enfermo. También les recomendó alejarse del sitio por un tiempo y les garantizó que nada malo les pasaría en el futuro, que podían estar tranquilos. Durante unos cortos minutos entabló franca y amigable conversación con los angelitos de la calle del bar La Peña de Carlitos, un lugar que jamás olvidaría en su vida, y, aunque lo intentara, el firmamento en pleno se lo recordaría en momentos de duda y falta de fe. — ¿Cómo te llamas, muchacho? ¿Cuántos años tienes? – indagó el pistolero salvador. — ¡¡¡Gerardo Guanipa, mi señor!!! ¡¡Para servirle!! Pero todos me dicen el Pecas. M i hermana se llama Guadalupe en honor a la virgencita del Tepeyac, y tengo trece años – respondió con efusiva soltura el chiquillo dibujando una sonrisa que le cubría el alma. Su hermana, embargada por una mezcla de dolor y miedo, apenas podía enjugarse las lágrimas; intentaba apretujar la costura rota de su vestido floreado mientras obsequiaba con una mueca bendita y tímida a su héroe anónimo. — ¡Pues muy bien, Gerardo, un placer conocerte! M i nombre es Fernando M iralles, y mis amigos me dicen el Zurdo. Ahora debes cuidar de tu hermana, de tu madre, y del resto de la familia; eso es lo único que importa – sentenció el ángel salvador a modo de despedida. No obstante, la sorpresa que el niño le tenía reservada se transformaría en un mensaje celestial de esos que suelen dar miedo cuando estás del lado de las sombras. — ¡Híjole, mi señor! ¡¡Usted sí es bárbaro!! ¡¡¡De dos plomazos usted acabó con el desgraciado!!! Cuando yo sea grande, quiero ser como usted, así de… – el protector chilango lo interrumpió con un exagerado gesto de rechazo y en tono de autoritario reproche le recalcó. — ¡No mijo! ¡Jamás serás narco! Tú tienes que estudiar, superarte, y luego ayudar a tu familia. Jamás te equivoques como lo hice yo. M atar no es bueno: es pecado aun cuando sea por causas justas. No, muchacho, no te acerques al narco – explicó molesto el justiciero, ansioso de huir de un destino que le ocultaba la verdad que vivía en su esencia de luz. — ¡No mi, señor! ¡Usted no me entendió! De grande yo quiero ser como usted, igualito, valiente, fuerte, sin miedo… Que no me tiemble el pulso cuando deba matar a los malos. ¡Al demonio, pues! Así como lo hace San M iguel Arcángel; esa historia me la cuenta mi madre a cada rato. ¡Y usted es idéntico al mero ángel de los buenos! ¿Sí me entiende? – replicó el crío con el rostro inflado de admiración extrema. El Zurdo percibió un escalofrío en lo más profundo de su alma cuando entendió el verdadero mensaje que le transmitía su menudo compañero en aquella charla informal. En cierto modo, aunque se negara a reconocerlo, al acabar con la vida del sádico se había transformado en un ángel salvador a los ojos de los chamacos. Y, de paso, menudo problema se había buscado cuando despachó al malnacido. Lo complicado del caso era que no fue él quien actuó, porque desde el firmamento dirigieron la película, aunque pareciese imposible demostrarlo; el pequeñín de inocente sonrisa se lo estaba recordando. Sin duda alguna, detrás de los acontecimientos sangrientos había un plan divino que algún día sería develado. Su madre era fiel creyente de dos personajes bíblicos, sumamente poderosos según ella: San Judas Tadeo, el santo de los imposibles, a quien de manera constante le imploraba por la protección y la bendición de su hijo, y el gran Arcángel M ayor, que con su espada y jurisdicción infinita ostentaba el poder bendito a la hora de acabar con el mal. A ambos doña Justina les encomendó la tarea de velar por la luz de sus ojos, por su hijo Fernando, y en este ilógico día, perdido en un pueblucho de mala muerte en el centro de Oaxaca, el Zurdo se esforzaba por creer en una verdad inmensa. El destino está en las manos de Dios, y es Él quien dictamina nuestra existencia. En realidad, es el dueño del poder y la gloria, y nos utiliza en momentos decisivos procurando nuestra redención final. El Cumpa interrumpió la cháchara. Le recordó a su jefe la necesidad de moverse rápido, porque quizás el muerto pudiera tener cola. El Zurdo entendió de una vez y asintió con la cabeza. Se despidió de sus diminutos amigos con un beso en la frente y, sin responsabilizarse de sus actos, les dedicó una bendición, algo que no había repetido desde de la trágica muerte de su madre. Dando media vuelta, buscó a sus cuates de armas para decidir la suerte de los prisioneros. Los sentenciados comenzaron a sollozar cuando lo vieron aproximarse con lentitud, pistola en mano y decidido a repartir justicia. En el trayecto de la escueta caminata, el Zurdo retiró el peine de su Smith & Wesson chapada en oro puro y expulsó dos balas Dum-Dum de calibre 9mm que capturó en el aire, en plena caída libre. Acto seguido, volvió a introducir la cacerina en el arma, y la montó; la pistola ya estaba lista, ansiosa de disparar, feliz de matar. Contrario a lo que todos pensaron, en especial los subalternos, el sicario mayor ordenó soltar a los atemorizados cobradores de vacuna y les clavó la mirada de frente y recargada de odio, hundiendo sus ojos de fuego, muerte y venganza en el alma de los infelices. Le entregó una bala a cada uno antes de darles un par de opciones muy claras. — ¡M uy bien, idiotas! ¡Hoy es su día de suerte, pendejos! Les voy a dar dos caminos. Se olvidan de hacer sus cochinadas y les perdono la vida. O acá le entrego una bala a cada uno; así la recordarán clarito cuando se las meta en la mitad de los ojos. ¡Por si me mienten!¡Ustedes eligen, cabrones! Es lo único que puedo hacer por ustedes – los dos sentenciados al patíbulo, de inmediato y sin chistar, juraron lealtad eterna y prometieron abandonar su trabajo; es más, se irían del pueblo en minutos. Desesperados, e intentando salvar el pellejo, llegaron a solicitarle trabajo al verdugo, y le pidieron convertirse en sus ayudantes. El Zurdo sonrió de manera burlona y los puso a prueba, porque el sicario todavía debía honrar una promesa hermosa. — ¡Está bien, pendejos! ¿Quieren serme útiles? ¡Recuérdenlo bien: me deben un favor muy grande! Acepto, y acá les doy el primer encargo: vayan a la esquina del bar La Peña de Carlitos. Allí van a encontrar un perro echado y que está malherido. Lo cargan en el camión y me lo llevan al D. F. Se lo entregan a un buen veterinario, lo curan; ustedes pagan los gastos y esperan a que sane por completo. Cuando lo tengan listo, me lo traen a mi casa. En esta tarjeta tienen la dirección y mi teléfono. Pónganse de acuerdo con el Cumpa si necesitan algo. Si no me traen el perro a casa, me los despacho al otro mundo, y ustedes saben muy bien que cumplo mi palabra. Así que, muévanla rápido, y cuídenme al pulgoso o se mueren de una vez – ofreció el Zurdo con auténtica nobleza en el corazón. Los tres compañeros del Zurdo quedaron atónitos; no daban crédito a lo que veían y escuchaban. El líder estaba eufórico, fuera de control, ausente de toda lógica criminal, la situación resultaba peligrosa e incompatible con los estatutos del crimen organizado. Fernando M iralles rompía las leyes del cartel en un solo día. Tenían la obligación de liquidar a los cómplices del muerto. No obstante, el Zurdo fue categórico. Les recalcó a sus compinches que quería darles a los jóvenes una oportunidad de cambiar. No eran más que simples novatos que no merecían la muerte. Además, él quería salvar al pobre perro; se lo había prometido con fervor al noble animal, y su palabra era sagrada. Por otro lado, el mugriento can no cabía en el viejo Chevrolet Caprice Classic, y estaba herido, olía muy mal. ¿Cómo carajos harían para transportarlo? Aunque la sutil excusa resultaba poco convincente. Los perdonados dieron mil veces las gracias antes de salir disparados, prestos a cumplir las órdenes de su nuevo comandante. Primero recogieron el cadáver sangrante de Gamarra con la cabeza destrozada, lo montaron en el camión y arrancaron desesperados a rescatar al perro de su salvador. Los tres sicarios del D. F. objetaron las decisiones del Zurdo; sin embargo, pensar en la noche de juerga que les esperaba, facilitó suavizar el poder de las dudas razonables. «A fin de cuentas, los capos siempre saben más que los subalternos», sentenció el Chuquis en político apoyo a su mentor, tal vez por adulación, o quizás deseoso de salir corriendo del nefasto cementerio viviente. Los cuatro matones subieron al automóvil color oro sucio y salieron como alma que lleva el diablo, con un muerto encima y cargando un milagro en hombros. Un milagro que le haría mucho bien al Zurdo, el nuevo émulo de San M iguel Arcángel en Oaxaca. Los dos sobrevivientes se deshicieron del cuerpo inerte del antiguo patrón, abandonándolo en unos polvorientos matorrales a las afueras del pueblo y, de inmediato, rescataron al cuadrúpedo herido, tal como exigió el pistolero. Un par de meses después de la recuperación total del dichoso perro, se lo llevaron a la casa de Fernando M iralles. Los nuevos reclutas al fin encontraron empleo en el clan de los Tomateros durante un par de años, hasta que la Pelona los saludó e invitó a un café en Ciudad Juárez. Capítulo 3 Si los ángeles te visitan, salúdalos; no temas México D. F., invierno de 1999. Eran las tres de la madrugada cuando Fernando M iralles despertó de forma violenta, nervioso y gritando como un niño asustado. Sudaba a raudales a pesar de que el aire helado del invierno de aquel particular año resultó uno de los más crudos de las últimas décadas. Un invierno que quemaba la piel y obligaba a usar varias mantas si deseabas dormir en paz. El Zurdo temblaba en exceso poseído de un terror extraño, fuera de lo común. Arrastraba varias noches la misma pesadilla repetitiva que lo perseguía y le quitaba el resuello, generándole una suerte de apnea del sueño un tanto mortal. Por segunda vez, esa madrugada se palpó la piel para cerciorarse de que ningún fuego infernal le había achicharrado el pecho, el rostro, ni mucho menos el alma. Examinó de reojo en torno a su antiguo reloj despertador y, cargado de premura, verificó la hora que marcaban las manecillas del viejo aparato de cuerda. Preso de una angustia genuina, se levantó de la cama y echó un vistazo temeroso tras la cortina que cubría el pequeño tragaluz de la derecha de su colchón. Sentía la urgencia de ver los neones de los bares de mala muerte de la calle, que estaban repletos de expendedores de perico, borrachos de paso y prostitutas devaluadas. El sicario, en realidad, anhelaba certificar que aún estaba vivo, necesitaba convencerse de que no se encontraba ni remotamente cerca de las puertas de la muerte. Hallar vida en el pobre callejón de su barrio ahuyentó sus miedos de forma provisional, por demás justificados. Inspiró profundo y recargó sus pulmones a toda su capacidad. Después del acto de conciencia, donde alcanzó a entender su permanencia en el mundo de los vivos, descubrió que había vuelto a ser protagonista de otra alucinación onírica. El asesino a sueldo secó el exceso de sudor con una de las almohadas que decoraban su cama e inició el proceso de recordar con claridad detallista la razón de aquella falta de sosiego, ese espejismo soñoliento y turbio que no le permitía conseguir la paz, la calma, y a la vez le impedía desenmascarar a los verdaderos fantasmas del futuro. En su película sensorial recordaba haber entrado en un cuarto lóbrego, negro como las sombras del mal, similar al primer forro de los ataúdes. De manera intempestiva, y carente de dirección lógica, una tenue luz apareció de la nada alumbrando el cuello de una mujer que, a su vez, le daba la espalda al sicario. La fuente lumínica le permitía un cierto flirteo óptico con el perfil de la doncella, que empezaba a voltear suavemente la cabeza con una delicada y bendita lentitud, en claro derrotero hacia el punto focal donde se ubicaba el Zurdo. De manera gradual, comenzaba a divisarse el majestuoso porte de una hermosa mujer de pelo rubio o, más bien, castaño claro, propietaria de una nariz respingona similar a las esculpidas con maestría por los eruditos del mármol en el apogeo del Renacimiento. Con prudente curiosidad, Fernando M iralles inclinaba la cabeza a la izquierda frunciendo las cejas con auténtica sorpresa, cargado con curiosidad de niño amoroso, y ávido de contemplar a la diosa que empezaba a cobrar vida. Un indefinido pliegue de los labios anunciaba la germinación de una mueca alegre, una sonrisa pícara, ingenua y muy femenina. A medida que aumentaba el ángulo de la luz que incidía sobre el largo cuello de la enigmática doncella real, por su dermis se escurría la llamativa imagen de un tatuaje artístico con la figura de un dragón chino que torcía la cabeza en paralelo a su propia columna vertebral. La mirada del engendro asiático simulaba ser pacífica, alegre, risueña, aunque se apreciaba metódicamente engañosa. Aquella sensación de paz vivió hasta que el morro del animal se topó con los incrédulos ojos del Zurdo. De forma inesperada, el colorido demonio mudó su talante, y se colocó en franca postura de defensa y ataque aprestándose a infligir una muerte horrible. En aquel preciso instante, un fogonazo de reproche se escapó de los multicolores ojos de la mitológica fiera china. El monstruo, nervioso, se contorsionaba. Primero levantó la cabeza tratando de alcanzar su máxima altura, lo que denotaba la obvia intención de abalanzarse sobre el curioso asesino. Su cuerpo bestial parecía desfigurarse de forma sistemática, y la metamorfosis concluyó con su transformación en demonio de guerra, muerte, sangre y dolor. Acto seguido, el gigantesco saurio de tinta escupió varias ráfagas de fuego que iluminaron las esquinas del oscuro salón. Unas fuertes llamaradas parecían querer consumir la aterrada humanidad de Fernando M iralles, que se defendió encorvándose y plegándose sobre las rodillas tratando de esquivar la súbita hoguera, mientras se protegía el rostro con los brazos en cruz a modo de escudo corporal. El sueño cobraba matices reales y parecía eterno. El Zurdo pretendía despertar de su pesadilla, escapar, salir corriendo del terrorífico espacio iluminado por las llamas que aumentaban el castigo en su desquiciada psique. Una fuerza empírea, nunca antes experimentada por él, le obligaba a permanecer en la batalla cual Caballero del Temple. Sin pensarlo, y saturado por la necesidad de indagación, el Zurdo, en su pesadilla, logró abrir el párpado izquierdo, el menos expuesto a los latigazos incandescentes que escapaban de las fauces de la extraña quimera asesina. La luz le hizo posible analizar la batalla sensorial que libraba y que casi daba por perdida. La sorpresa del Zurdo fue exorbitante cuando entre el fuego del engendro y su propio cuerpo, pudo vislumbrar desdibujada por la penumbra la silueta de otro personaje con apariencia humana, de porte célico, único, parecido a cualquier santo de la Iglesia. Fernando M iralles no era muy creyente, aun cuando su madre había tratado por todos los medios de inculcarle la fe desde muy chico. Incluso en su formación académica, durante el largo paseo por las aulas del colegio, pudo leer historias de ángeles y querubines, esos míticos seres de luz que acompañaban a Dios en sus quehaceres diarios a la hora de bendecir a la humanidad. Pero en aquel momento, en su privada visión aterradora, no estaba seguro de la identidad del misterioso personaje que le servía de escudo e impedía al enorme dragón calcinarlo con su lluvia de fuego. El Zurdo intuyó que se trataba de un ángel indefinido que lo protegía, un guardián privado que recibe órdenes en un plano celestial. A pesar de su esfuerzo de concentración, el Zurdo no lograba descubrir la identidad del personaje ni la manera de hablarle en ese sueño desgarrador donde el mal intentaba destruirlo con llameantes resoplidos. La terrible pesadilla continuaba. Del infinito, y casi a sus espaldas, surgió una lanza de hielo que pasó rozando el antebrazo derecho del sicario. El extraño venablo atravesó de forma milagrosa la figura del ángel desconocido sin tocarlo para luego enfilarse directo al cuerpo de la bestia, que escupía fuego sin piedad. La punta de la garrocha perforó a plenitud el corazón del animal diabólico haciéndolo estallar en cólera, y segándole la vida. Pocos segundos después que la helada saeta se incrustara en el alma del monstruoso animal, sus embestidas cesaron. El dragón se transfiguró de nuevo, convirtiéndose en una hermosa mariposa multicolor que huyó de la habitación sin dejar rastro, y se perdió en la oscuridad que decoraba el recinto. Sobrevino un destello sublime y renació la luz. Ya el Zurdo podía ver con claridad; ahora sí podía descubrir la identidad real de su protector, que se ubicaba de pie frente a él. El santo lucía un manto verde intenso, una lengua de fuego le bailaba sobre la cabeza y un medallón de oro le pendía del cuello. El miedo volvió a dirigir los movimientos, las acciones, los pensamientos, las dudas, e incluso las verdades eternas de Fernando M iralles, aunque quiso saludar al apóstol ubicado a su costado: era el mero protector de su madre, fallecida años atrás. Pero, al acercarse, la imagen se fue desvaneciendo, y el Zurdo fue presa de la desilusión. La duda volvió a sacudir al narcotraficante. No pudo descubrir con exactitud la procedencia de la lanza de hielo. De manera instintiva, se percató de que la hermosa mujer continuaba protagonizando la película sensorial que se desarrollaba frente a él. La dama lo observaba con el semblante expuesto a la luz; sus ojos de emperatriz romana mezclada con sangre moruna destellaban libertad, pero, en el fondo, aquella hermosa mirada, imposible de olvidar, se encontraba ahíta de una honda tristeza acusadora que no solo hubiera sido capaz de deprimir a quien intentara sostenerla, sino que se trataba de una belleza tan especial que podría grabarse con fuego hiriente en el corazón de cualquiera, en lo más íntimo, donde más duele, y podría atormentarlo durante las próximas cien vidas. El Zurdo quedó espantado al vislumbrar con detalle el rostro perfecto de la mujer. La boca del sicario se abrió con sorpresa de amor puro e inmaculado, del amor que conjuga todos los verbos en uno solo. Fernando M iralles soñaba con pronunciar un discurso romántico, saludarla, preguntarle qué hacía allí. No tuvo ocasión; la realidad lo sacudió de golpe. Y, como si nada, la figura con cuerpo de sublime deidad prorrumpió en un doloroso llanto. Sus lágrimas venían teñidas de un rojo intenso, un matiz idéntico al de la sangre, pero de muerto, ya fría, casi seca y negra, aunque con un increíble olor a vainilla y miel, a vida eterna. La aparición quería despedirse, y su semblante se endurecía a velocidad meteórica, hasta que, de un soplo, se desvaneció en la negrura de los pensamientos del Zurdo, quien dejó escapar un alarido pletórico de dolor y frustración al ver morir a la princesa que llevaba un implacable dragón tatuado en el cuello. Era la cuarta vez que el Zurdo se desvelaba por la reiterativa, extraña y absurda alucinación, que lo asustaba en el preciso instante de disfrutar en el regazo de M orfeo. El sueño, en toda su magnitud, era bien irreal, y no hubiera podido explicarse, a menos que por la sangre del durmiente además circulara heroína o cualquier otro producto alucinógeno fuerte. Siendo del todo francos, la realidad era que el confundido, sudoroso y aterrado sicario llevaba más de cinco años sin probar la merca que su jefe, don Tomás Hinojosa, despachaba en el este de M éxico. Resultaba imposible soñar en tercera dimensión, en colores, con figuras tangibles y con sensaciones térmicas. En la cabezota de Fernando M iralles, las cosas no se encontraban en su sitio. Sobraba la distorsión de la realidad. Sentía que enloquecía o, peor aún, asumía que la muerte deseaba visitarlo. O tal vez el sueño era el presagio de otro milagro importante. Recuperada la cordura, Fernando M iralles sintió un frío polar en su exhausta humanidad, resultado de la peligrosa combinación del sudor con el viento gélido que se colaba a través de las rendijas de la oxidada ventana del cuartucho del apartamento donde se refugiaba. Se hizo el firme propósito de analizar la recurrente novela de horror que le perturbaba el sueño y la paz espiritual. A su magín acudieron espontáneos los recuerdos de su difunta madre. En tiempos de la infancia del ahora narco asesino, ella fue el paño de lágrimas, la fuente de enseñanzas y recomendaciones, y la protagonista de las hermosas vivencias del Zurdo. Los recuerdos florecieron alegres, danzando en su adolorida cabeza. La razón redoblaba sus esfuerzos buscando dominar el espectáculo premonitorio, pero los sentimientos acabaron por teñir el monólogo emotivo. Se sorprendió de que las palabras de la abnegada madre flotaran por toda la estancia. M uchas veces le había hecho hincapié a su chicuelo en que, por muy grandes que fuesen sus pecados, Dios siempre estaría dispuesto a regalarle otra oportunidad si y solo si existiese en su alma pecadora el deseo de redención. Que, sin planificarlo, la presencia del Ser Supremo y sus milagros le harían saber si había llegado el tiempo de redención y la búsqueda de clemencia. Que no tuviese miedo ni dudas; si en su corazón alguna vez estuvo presente el amor, ya con eso bastaba. No importaban los hechos, siempre y cuando hubiese arrepentimiento real; a partir de allí, fluirían los milagros. Su madre insistía en que estuviese atento, porque quizás no lograría descifrar las razones en el momento. Tenía que recordar que los acontecimientos sorpresivos sucederían por su bien, sea cual fuere el precio. En la mente del Zurdo no se hallaba terreno fértil para la fe en aquellos momentos de locura, y mucho menos después de ver morir a su vieja luchando en vano contra el cáncer. Ahora solo se fiaba de su intuición, que, de manera perpetua, iba de la mano de su Smith & Wesson punto cuarenta con dos cacerinas llenas de balas. Ese era su verdadero amuleto contra el mal; el resto lo consideraba simples circunstancias de la vida. El Zurdo quiso hacerse el valiente y buscar la manera de encontrar las respuestas por sí mismo. Pero, por designio bendito, en cada batalla racional la vieja Justina le ganaba. Su madre aparecía por doquiera recordándole lo maravilloso que era Dios, a pesar de sus extraños pero eternos y benditos designios. Y su amado hijo, en el futuro cercano, recibiría órdenes claras que lo convertirían en mensajero divino o, tal vez, en un apóstol capaz de cambiar el mundo. A Fernando M iralles esa parte del manido discurso de su madre, por lógica, le causaba risa, aunque la frecuente pesadilla perturbadora y la presencia inmediata de un ángel que lo protegía de un demonio e impedía que el fuego lo devorase le hacían pensar con seriedad, obligándolo a formularse la pregunta obligatoria del supersticioso o ateo por conveniencia: «¿Qué tal si la vieja tenía razón?». Al plantearla, el miedo siempre se desata, sobre todo, después de tantos sueños perversos. Nada en la vida es descartable; no existen los imposibles cuando la fe prima. Lo que sí rebosaba claridad era que no se enfrentaba a alucinaciones simples ni fabricadas o inducidas por efectos de alcaloides en su cuerpo. La segunda verdad lapidaria era que parecía imposible soñar con tantos detalles, con aquella claridad meridiana y con exagerado realismo térmico. No cabía duda de que sus experiencias oníricas no eran normales. El Zurdo detuvo los pensamientos. Se dirigió al baño, quería darse una ducha caliente para tonificar y refrescar el cuerpo. Necesitaba borrar los recuerdos; le urgía quitarle fuerza a la pesadilla bajo el amparo del dragón. Imperaba la apremiante necesidad de purificar el alma, aunque ello no fuese tarea simple. De una cosa sí estaba muy seguro: si estos sueños se repitiesen, buscaría ayuda profesional. Nunca había creído en los loqueros, como solía llamar a los psiquiatras; sin embargo, ya cansado, empezaba a dudar de sus propias creencias. Trataría de curarse a las buenas, o a las malas. No podía continuar con una locura que no le dejaba vivir en paz. Capítulo 4 El narco que anhelaba ser médico. Fernando M iralles nació en el D. F., en una humilde barriada de clase media baja, no muy por encima del nivel socioeconómico inferior de la gran capital de M éxico, una de la urbes más pobladas, diversas, contrastantes y sublimes del planeta. Vino al mundo en un suburbio de mala muerte, en la carretera hacia Toluca, en un arrabal aledaño al municipio de M etepec, que, por ironías de la vida, es una de las zonas de mayor riqueza de todo el estado. Sin embargo, esa abundancia, está groseramente mal repartida, lo que genera altísimos índices de desigualdad social. Su hogar estaba enclavado en una zona de recursos económicos precarios, pero habitada por gente muy noble. Su madre, doña Justina M iralles, les dio vida a cinco hijos de tres padres diferentes que hicieron mutis al nacer los críos; el abandono paterno nada tiene de extraño en una sociedad donde predomina el machismo. Debido a ese popular estigma social, la matrona decidió dar a sus vástagos su propio apellido, a secas, sin recuerdos deshonrosos. Ninguno de sus cinco hijos llevaba segundo apellido en los registros civiles. Justina era una mujer de contextura mediana, algo esmirriada de cuerpo, pero demasiado robusta en esperanza, fe y ganas de luchar. Tenía finas facciones, mirada aguileña y un cabello liso al mejor estilo de los descendientes indígenas; su piel era de un marrón suave, un tostado que se parecía a un atenuado tono crema opaco. La jefa del hogar era una incansable luchadora, admirable y sacrificada por sus hijos; una mujer de mucha fe y devoción, temerosa de Dios. Doña Justina era una humilde trabajadora que se dedicaba a vender comida casera en un puesto ambulante a la entrada de la colonia Santa Fe, un distrito de inmenso desarrollo urbanístico, una pujante área metropolitana destinada al éxito inmobiliario en la primera década del siglo XXI. En su modesto y pulcro restaurante de tarantines móvil convergían obreros, empleados públicos y oficinistas. Sus tortas ahogadas eran famosísimas, y, cuando empezaba la temporada de los chiles en nogada, los encargos se multiplicaban por cientos. El delicado platillo, y con tanto esmero elaborado, llegó a ser aplaudido hasta en la televisión internacional, pues en cierta oportunidad su quiosco de comida apareció ante las cámaras de Televisa, gracias a la transmisión de un documental sobre alimentos callejeros considerados gourmet. Con mucho sacrificio, doña Justina, que sabía leer y escribir con cierta dificultad, les dio a sus hijos una educación básica en excelentes colegios de clase media. Por desgracia, como dice el refranero popular, «la cabra siempre tira para el monte». Vivir en una zona de escasos recursos propiciaba que los chicos tuviesen malas compañías y tendieran a equivocar sus caminos. La mayoría de los varones abandonó los estudios al culminar el bachillerato. Prefirieron aprender un oficio y comenzar a ganar dinero desde temprano, sin advertir que una buena formación académica por regla general, suma oportunidades en la vida e incrementa las probabilidades y las herramientas si deseas multiplicar el dinero de la mano del éxito. Aunque solo si el estudiante conjuga el intelecto con las ganas de explotarlo; de lo contrario, será tiempo, esfuerzo y dinero perdidos. De los cinco herederos, el único que evidenció grandes deseos de superarse, de convertirse en un ejemplo fue Fernando M iralles, que desde muy chico soñaba con laurearse de médico. Sus calificaciones auguraban el milagro, pero la infelicidad rondaba: el destino le marcaba otras opciones diametralmente opuestas: Dios lo había escogido como apóstol justiciero. El chico no tenía que realizar mucho esfuerzo intelectual; los estudios le resultaban fáciles, y el joven terminó la escuela básica con magníficas calificaciones y como sólido candidato a optar por una beca en la prestigiosa universidad de M éxico, la siempre aplaudida UNAM . Fernando M iralles se convirtió en el orgullo de su madre y de sus hermanos, que en el fondo jamás lo envidiaron. Ellos aspiraban a mucho menos que el futuro doctor; se conformaban con ganar lo suficiente, comprar unas buenas chelas, pasarla bien con sus amigas con derecho y vivir la vida con desenfreno, libertinaje, sin compromisos: nada de hijos ni familias pobres; pero los escuincles terminaban colándose en el destino convirtiéndolos en padres a la fuerza, bien por errores de cálculo o bien por pasiones embriagadas, aumentado así sus carencias económicas; el dinero jamás era suficiente. Concluidos sus estudios de bachiller, Fernando M iralles disfrutó un poco del sublime poder que nace de conjugar el verbo amar en toda su dimensión. Si bien fue precoz en las artes amatorias, en un futuro cercano llegaría a considerarse privilegiado a la hora de saborear las mieles del amor verdadero, que solo llega una vez en la vida; ese amor que debemos aprisionar con tenazas de admiración, con respeto y embargados por una pasión infinita. Aunque en ocasiones, por alguna estúpida razón, por miedo o por el ego, otras veces lo dejamos perder sin sospechar que ese abandono en el futuro acabará por matarnos de tristeza y a fuego lento. Cuando descubrimos que, sin desearlo, forzados por el uso indolente del pensamiento, autorizamos la defunción de la verdadera fuente de felicidad bendita, y es demasiado tarde. Por contradictorio e ilógico que parezca, el «amor» en nuestros días suele abandonarse con sospechosa facilidad, a manos de perversas vanidades, por egoísmo, por envidia o ante el poder del dinero, o de alguna otra estupidez nacida del mal uso de la razón, ese demonio desquiciado y travieso empeñado en competir contra el sentimiento puro, ingenuo y bello. Porque la perversidad, vestida de globalización en los tiempos modernos, hace que el amor «verdadero» se torne camaleónico y evolucione en proporción directa al sentimiento egoísta de la conveniencia individual. Fernando M iralles era un chico normal, de complexión media y sin musculatura exagerada; sin embargo, su cuerpo tampoco estaba despoblado de pectorales y abdominales exhibicionistas. De todos, Fernando prefería ejercitar su cerebro antes que cultivar la figura atlética. Era gran fanático de la buena lectura, y, en ese aspecto, superaba a cualquier estudiante de su tiempo. Pasaba horas en la biblioteca pública navegando por océanos de conocimiento en libros que casi llegó memorizar. No era selectivo en la lectura y combinaba la ficción con la poesía, la historia y la geografía; la ciencia con el teatro y las culturas milenarias. Quería saber de todo, amasar un nivel intelectual competitivo que le permitiera aspirar a convertirse en una persona de éxito. Ese era su verdadero norte, su compromiso para con Justina y con Dios, con el obligatorio propósito de sacar a su familia de la precariedad económica. Una tarde, a mediados de la primavera, durante su primer semestre en la universidad, el aspirante a médico buscó una banqueta en el solar de la facultad. Su intención era revisar un manual de anatomía que necesitaba estudiar para el examen que le esperaba en cuatro días. Repasaba sus apuntes cuando escuchó la melodiosa voz de un ángel vestido de mujer que le preguntaba por una dirección en el recinto estudiantil. La chica se presentó con gran soltura. Su nombre era Claudia Rebeca Peralta, recién llegada a la UNAM . Explicó que iniciaría el curso preparatorio en una semana con miras a matricularse después en la universidad. Añadió que sus padres se habían trasladado de M onterrey al D. F. tres semanas atrás. Fernando M iralles la detalló con evidente desenfreno. Sus ojos no podían relajarse ante la belleza natural y el poder de seducción de la forastera. Era la mujer más hermosa que había visto en su vida: alta, de cuello largo y esbelto que le impartía un porte señorial, un aire de elegancia sutil comparable con el de las modelos de las pasarelas europeas. La joven revelaba una piel suave, tersa, delicada. Sus facciones angelicales y su mirada seductora parecían calcadas de un mármol esculpido con el éxtasis de M iguel Ángel, el genio de Leonardo da Vinci y la locura de Salvador Dalí. Llevaba el cabello teñido en tonos castaño claro, y con un corte cuadrado que le dejaba ver su impresionante y adorable figura de virgen celestial. Al cabo de una breve conversación, Fernando M iralles la ayudó a encontrar la oficina que buscaba. El enamoradizo estudiante exageró sus atenciones y la acompañó durante el resto del día. No quería despegarse de ella: el próximo examen de anatomía pasó a segundo o quizás tercer plano. De allí en adelante se empezó a tejer un hechizo de amor bendito entre dos jóvenes adolescentes preparados para emancipar sus hormonas. La química del corazón no se hizo esperar. Con velocidad incalculable, la mutua atracción corporal se fue multiplicando en los poros, en cada divino roce. No tardaron en fundir sus almas en una aventura de pasión, deseo y lujuria pocas veces encontrada en las páginas de autores eróticos. Sus cuerpos descubrieron de manera natural cómo entregarse sin reserva; aprendieron a amarse tierna y salvajemente, a prodigarse infinitos orgasmos. El fuego de la juventud era el combustible necesario que les permitía darle vida a un amor perfecto, verdadero, único, mágico. Porque cuando uno ama de verdad no se conforma con conjugar un solo verbo, pues el amor indómito, el que quema bonito y arde incandescente en nuestros corazones los conjuga a todos a la vez, en su máximo poder; para bien o para mal. Con el paso de los meses, la compenetración llegó a ser especial; absoluta y bendita. El noviazgo no solo se basaba en lo sexual. Era más bien la suma de muchos aspectos de la vida misma: en especial la admiración mutua, los deseos de lucha, el afán de superación y las aspiraciones académicas. Compartían criterios y pensamientos filosóficos similares, deseaban trascender juntos el resto de su vida. Ella ambicionaba estudiar Literatura. Amaba la poesía y las historias desgarradoras de la conquista de M éxico, plagadas de pólvora, sangre, sexo, sudor, mestizaje y violencia moral. M ás que nada, le seducía indagar sobre el valor del pueblo indómito, sobre el espíritu libre y creador de sus antepasados. Los sueños de los nuevos enamorados cobraban vida; pero a medias. Fernando M iralles pudo conquistar la tan anhelada beca en la famosa universidad, icono educativo del país. No obstante, pronto surgió el primer revés en la vida de los románticos «Amantes» del D. F. Con tristeza en el alma, Claudia Rebeca recibió la primera mala noticia: no obtuvo la puntuación mínima necesaria para alcanzar su sueño universitario. En su interior siempre abrigó la sospecha de que su rechazo había sido producto de la discriminación. Sumida en una honda decepción, la doncella se resignó a la realidad de que no podría cursar la carrera de letras. Su Romeo buscó la forma de ayudarla a mitigar la desilusión con renovadas muestras de apoyo y mucho amor bonito. Y logró convencerla de buscar un nuevo norte, un plan B acorde con sus capacidades. Ella se decidió por otra carrera humanística. A pesar del momentáneo traspié, la vida aparentaba maravillosa para Fernando M iralles y su amada; el universo derramaba dones y les regalaba pinceladas de felicidad con fuertes dosis de esperanza de un futuro prometedor. De todos modos, ambos compartían la creencia de que la vida no es perfecta, ni estable ni segura, y menos cuando el destino esconde otras cartas en el horizonte. Por mucho esfuerzo que uno haga por encontrar todos los ases del mazo, jamás logrará vencer en la partida, ya que el juego lo decide alguien más grande, un ser dotado de poder infinito. A mediados del segundo semestre de M edicina, y avalados por las calificaciones sobresalientes de Fernando, los novios decidieron fijar fecha para su boda. Deseaban legalizar su relación, vivir juntos el resto de su vida; sus corazones reventaban de alegría. Pero, la infelicidad se asomó, y sus planes enfermaron de tristeza y llanto: las penas nunca están lejos de la efímera felicidad del pobre. Cuatro meses antes del día previsto para la gran fiesta religiosa, cuando el padre M artín Elizalde bendeciría a los recién casados, doña Justina sintió una fuerte y extraña molestia en la parte posterior del estómago, casi pegada a la columna vertebral; quizás se trataba de algún dolor reflejo, pero tan inusual como los chiles en nogada el 15 de marzo. El curioso malestar no le agradó mucho a la matrona porque, en efecto, la repentina dolencia traía escondida bajo la manga una verdad funesta. La vieja era medio india y buena sibila, y conocía muy bien su cuerpo. Sus visiones y presentimientos casi siempre resultaban reales y certeros. Su cansado cuerpo no andaba bien. Y después de varios exámenes de rigor, las pruebas médicas corroboraron la sospecha mortal: cáncer de páncreas, un maldito padecimiento de pésimo pronóstico, el de mayor tasa de mortandad. De todas las posibilidades, germinó la peor, la que anuncia de frente, de una puta vez y sin anestesia: «Calma, no hagas nada, no desesperes. La suerte está escrita. ¿De qué color quieres la lápida?». Por carecer de sólidos recursos económicos en la familia, hasta los tratamientos paliativos resultaban impagables en el sistema médico de un estado venal y corrupto, la mal llamada «asistencia pública» que solo facilitaba al paciente algunos medicamentos genéricos que, lejos de calmar el dolor, se burlan de las esperanzas del enfermo y sus consanguíneos. Fernando M iralles entró en una profunda crisis emocional. Presa de la frustración, se hundió en un oscuro vacío emocional y decidió confrontar a Dios; ya hasta dudaba de su existencia. Se quejaba con rabia indomable por el estado de su progenitora, pero el tono de sus protestas no ayudaba en nada: doña Justina seguía consumiéndose en vida. Vomitaba todo lo que ingería, y, cuando avanzó la destrucción del aparato digestivo, ya no podía comer, y le colocaron una sonda nasogástrica con la penosa intención de simular la función del estómago demasiado oprimido por la glándula inflamada. En pocas semanas, el dolor se hizo intolerable. Su famélico cuerpo moría poco a poco debido a la falta de sustento y nutrientes. En realidad, la vieja Justina moría de hambre. Dice otro refrán «Bienvenido el mal si viene solo». A la agonía de su madre se sumaba ahora otro grave inconveniente: el dinero escaseaba. Fernando M iralles utilizó todos los medios posibles, trabajaba a destajo, pero en pocos días descubrió con frustración enfermiza que los pocos pesos que con ello ganaba no guardaban proporción con el esfuerzo físico ni con las horas de faena. Vencido por la desesperación, el estudiante de M edicina acudió a sus hermanos. Sin embargo, entre las deudas de juego, las mujeres, amantes, e hijos desperdigados con las putas de la ciudad, sus raquíticos sueldos apenas les daban para medio morir. Las puertas se le cerraban al buen hijo; ya la vieja se le retorcía de dolor, y la morfina se cotizaba a precio de oro. Imposible vislumbrar alguna salida esperanzadora. Dado el avanzado estado de la maldita enfermedad, la señora precisaba de manera urgente doble o triple dosis de calmantes por día; si las recibía por vía intravenosa, sus dolores disminuían… hasta la próxima inyección. Todos deseaban que la muerte pusiera fin a los atroces sufrimientos de Justina, todos menos el que aspiraba a pronunciar un día el juramento hipocrático. Fernando M iralles se negaba a aceptar la partida de su madre bendita. Qué más hubiera deseado Claudia Rebeca que poder ayudar a su amado con el pago de las medicinas, pero el sueño resultó imposible; la falta de recursos de su familia se lo impedía. En su hogar tampoco sobraban los ahorros. Decidida a apoyar a su prometido en la hora de mayor necesidad, buscó trabajo, y, al igual que Fernando, abandonó sus estudios en el conservatorio de forma temporal y comenzó a laborar a doble turno. Pero, a pesar de su gran esfuerzo, el sueldo de cajera en el supermercado del barrio duraba un suspiro en las farmacias. La historia del mexicano de a pie se repetía en carne propia: si eres pobre, cuando caes en cama la pobreza se convierte en pecado mortal. Fernando M iralles desesperó al máximo. Ver morir a su madre le despedazaba el corazón al abnegado hijo. Cuanto más aumentaba el dolor de su vieja, más honda se hacía la sepultura de su propia fe. Ya casi destruido, Fernando M iralles luchaba por un milagro, hizo lo que pudo; solicitó ayuda a los vecinos del barrio. Los amigos de la cuadra se unieron sin vacilar, y respondieron con generosidad haciendo una colecta que de poco ayudó. La frustración exponía cara de perro. Fue entonces cuando uno de los despachadores de refrescos de la ciudadela vecina, antiguo compañero de juegos, le hizo al favorito de Justina la mejor oferta salvadora en aquella hora de urgente necesidad y negra desesperanza, sin imaginar que, a la postre, ese gesto de buen amigo se convertiría en maldición. Su viejo cuate le habló en privado a Fernando M iralles de un personajillo a quien todos lo llamaban don Chente, un viejo amargado que vivía en las cercanías de la cantina donde Pancho Villa había entrado a caballo y dejó un par de balas como recuerdo en la viga del techo de madera del comedor principal. El tal Chente era el contable de una organización criminal que se dedicaba al menudeo de merca blanca en varias colonias del D. F. El arisco individuo se especializaba en multiplicar el saldo de los capos. Como administrador, manejaba parte de la fortuna del clan de los Tomateros, y en sus negocios paralelos también prestaba dinero a intereses de usura. Su amigo le proponía establecer contacto con él. Fernando M iralles vaciló ante la propuesta. Desde muy joven rehusaba tocar dinero manchado de sangre. Su madre les había inculcado a todos sus hijos que en el mundo del narco solo existen dos verdades seguras; «Así como la lana es abundante y rápida… también la muerte suele ser repentina y muy dolorosa». Desde su infancia, todo parecía indicar que el futuro médico sería fiel a las enseñanzas maternas. Pero los errores suelen ocurrir de forma habitual cuando el amor nos lleva a cometer estupideces o cuando la desesperación nos induce a retar el destino. Gracias a sus conocimientos básicos de medicina, el aventajado estudiante entendía en toda su magnitud los sufrimientos que padecía su madre a medida que la penosa enfermedad avanzaba. Desesperado, Fernando M iralles se planteó que si no podía salvar a su vieja, en vista de la acelerada evolución negativa del cuadro clínico, donde ya ningún erudito de la ciencia médica podía hacer nada, al menos intentaría mitigar sus dolores y evitarle sufrimientos. Sentía esa obligación moral, porque morir de hambre ya era atroz; al menos, adormecer el dolor físico se consideraría un milagro aceptable. Recomido por el resentimiento y la rabia profunda, Fernando M iralles se cargó de valor, se sobrepuso a sus miedos, y al final le tocó la puerta al hijo de puta del Chente. A partir de allí, comenzarían sus primeros pasos por la universidad del crimen; desde aquel momento quedó sembrada la semilla que germinaría en su primer milagro, algo irregular quizás, pero como cualquier bendición confusa, ya había sido escrita en el cielo. El préstamo fue suficiente para atiborrar de analgésicos y sedantes a doña Justina. Aunque el cáncer la devoraba implacable, la pobre mujer ya no rabiaría de dolor hasta su despedida. La debilidad la desvanecía, pero jamás demostraba dolores. Gracias a los efectos soporíferos del calmante de amplia gama, la señora reforzaba su creencia en los milagros, sin percatarse de que en realidad era una forma dulce y disimulada de despedirse con lentitud de este injusto mundo. Como era de esperar, la muerte no tardó en visitar el hogar de los M iralles. La jefa soltó sus amarras terrenas y se fue de viaje eterno en una tarde de lluvia copiosa en que el universo parecía llorar su partida, o acaso sus patronos celestiales celebraban su entrada en el paraíso con la alegría desbordada que se expresa en llanto amoroso. Su muerte dejó un gran vacío en el hogar, una amarga tristeza en el corazón de sus hijos, y transformó convirtiendo en desierto la fe de Fernando M iralles. Después del doloroso sepelio, el hijo de Justina se dedicó a sacar cuentas e interpretar sus cálculos con la intención de pagarle a don Chente la descomunal deuda. Pero las cifras no cabían en ecuación alguna; no existía álgebra capaz de predecir la fecha de cancelación del préstamo. Por obvias razones, su vida corría peligro. El vástago se sintió solo y abandonado, a pesar de haber tocado el cielo en los últimos meses cuando descubrió el amor y se comprometió en aquellos hermosos días que comía un pedazo de nube con su amada. Ahora dudaba de su propia existencia; no entendía si le quedaba interés por vivir. Su cabeza tenía precio, y mucho peor todavía: el amor bendito de su madre había muerto para siempre el mismo día del entierro. La dedicación moral por su Justina ya empezaba a ocasionarle problemas racionales, emocionales y de sangre. Si algún ingrediente amargo faltaba en su desdicha, Claudia Rebeca ahora le recriminaba haber aceptado favores del narco en esos momentos de desesperanza. Todos sus seres «queridos» en cierta forma lo condenaban, criticándolo por haber cometido semejante locura, aunque estuviera justificada por el amor de un hijo noble. Novia y parientes le recordaban a cada rato el típico cuento de lo malo que es tocar plata maldita, ensangrentada. Nacieron los aburridos clichés: «Te va a costar la vida». «Del narco nadie se escapa», y tantos miles de historias trilladas que nadie le contó antes de solicitar el maldito dinero. En la cansada y dolida cabeza de Fernando M iralles solo cabían frases y expresiones lapidarias, intensas, maleables según el porcentaje de felicidad que disfrutaba en el momento: «¿De qué sirve?». «¿Para qué luché por la vieja si, total, Dios me la quitó?». Esos eran los reproches que atormentaban los pensamientos del aprendiz de médico, donde conjugaba fantasías a las que él mismo daba veracidad según su conveniencia, bajo el influjo de las almas en pena, de los ángeles de las sombras, de esos maléficos entes que aparecen en momentos de duda y contribuyen a erradicar el imponente milagro llamado fe. El infeliz huérfano se flagelaba el alma repitiendo en mil ocasiones esas estúpidas dudas que nacen en momentos de intensa frustración: «¿De qué sirve trabajar duro si jamás saldrás del barrio? ¿Para qué luchar, esforzarse, producir, si al final uno vivirá como pobre? ¿Pelear toda una vida para luego despedirse como miserable? ¿De qué sirve amar de manera incondicional si la traición es inevitable cuando falle la lana? ¿De qué sirvió rezar si Dios no salvó a la vieja de una muerte dolorosa?». Era así de simple: ¿De qué sirve aceptar la pobreza y la honradez si uno no puede ayudar a su madre a morir en paz? En el corazón de Fernando M iralles, la vida había perdido su brillo, el milagro de creer se marchó por tiempo indefinido. El hijo de Justina nadaba en su soledad destructiva; hasta el amor de Claudia Rebeca se le antojaba un reproche racional, y aumentado, cuando escuchaba de sus labios la horrible expresión del derrotado: «Yo te lo dije». El ahora acusado intentó sonreír y recuperar un pedazo de esperanza tanteando diversas maneras de pagar el préstamo; no obstante, nada que lograra reducir el aplastante peso del acreedor. Ante el fracaso de sus cálculos, y por tanto darle vueltas a la pensadora, terminó cuestionándose a sí mismo, y se formuló la misma interrogante destructiva, la del vencido sin pelear: «¿De qué sirve luchar si no voy a ganar jamás?». Casi sin ánimo, ya resignado a aceptar cualquier resultado, Fernando M iralles se enfrentó a don Chente con la idea de buscar alguna salida honrosa, sin saber que en la mente de los criminales el honor se resume en cumplir con la palabra empeñada al precio que sea. El diabólico prestamista le planteó con brutal claridad los dos caminos que se abrían ante él: o pagaba la deuda o mataban a sus hermanos como parte del pago. Le advirtió además de que, si intentaba huir, el resultado sería mucho peor, pues antes de matarlos redoblarían su tortura. El joven a duras penas pudo contener la náusea, pero le propuso otra alternativa: que lo matasen a él, y así quedaba pagada la deuda. El viejo zorro prestamista le replicó con una verdad demoledora y asquerosa: — ¡Y para qué carajos te voy a matar, pendejo, si tú ya estás muerto! Cuando aceptaste el dinero del préstamo me diste tu alma en prenda. Recuerda que los muertos no pagan las deudas; se los comen los gusanos. Por eso, si asesino poco a poco a cada uno de tus hermanos, al menos tengo la certeza de que moverás cielo y tierra para pagarme. Casi siempre, el duelo familiar suele ser más poderoso y persuasivo que la propia muerte. Fernando M iralles entendió de inmediato la despiadada brutalidad del negocio. En una sola lección de vida, aprendió que con esa gente no se juega. El mensaje del prestamista llevaba sangre y muerte en cada palabra. M uy a su pesar, llegó a la conclusión de que la única posibilidad de pagar la deuda era trabajar para el narco. Los dividendos solían ser elevadísimos, y de esta manera heterodoxa y criminal, el aspirante a médico podría redimir el cuerpo, aunque a costa del alma. Así era de fácil, así de simple; no había escape. El joven, por fin colgó la bata de laboratorio que usaba en sus prácticas de la universidad y se disfrazó de aprendiz de narco, justificándose con una hueca excusa de su maltrecha moralidad: «Solo trabajaré hasta pagar lo que debo». Fue un jueves cuando empezó a manejar el menudeo del polvo blanco en una zona muy prometedora, en pleno corazón de la máxima casa de estudios, el lugar perfecto donde miles de curiosos buscaban la oportunidad de experimentar nuevas formas de felicidad fuera de la rutina legal. Por fortuna, él conocía a la perfección las debilidades de los estudiantes, sobre todo las de los miembros de las familias adineradas, muchos de ellos provenientes de la casta política del PRI, el PAN o el PRD, así como las de los hijos de empresarios, abogados o familias de rancio abolengo. Su fama de buen servicio a la hora de despachar el perverso estimulante blanco, siempre de la mejor calidad, le ayudó a generar altos dígitos en ganancias nunca antes soñadas. En muy poco tiempo, Fernando M iralles logró acumular un capital interesante y sólido. Al final, fue suyo el seductor poder del dinero que compra sonrisas, celebraciones, alegrías, triunfos y un futuro prometedor. Con el dinero recobró el deseo de vivir, el futuro asomaba mucho más placentero y sin carencias de ningún tipo. Con la velocidad del trueno, el vendedor de merca descubrió que la lana sí puede llegar a comprar la felicidad, aunque sea falsa o efímera. En pocos meses le pagó la deuda al viejo usurero. Pensó de manera equivocada que una vez eliminado el préstamo podría retomar sus estudios. Pero nada podía estar más alejado de la verdad: el coqueteo con la riqueza y el poder ya había atenazado su alma. Sin sospecharlo, su potencial como narco a gran escala lo alejaba de la luz; la codicia ganaba terreno a pasos agigantados. El que se acostumbra a saborear el embriagador elixir del éxito y del dinero en cantidades insospechadas, y, sobre todo, a conseguirlo de manera un tanto «fácil», ya no querrá volver a ser pobre. Esa gran verdad es todavía más cierta en la hermandad de los traficantes de la muerte. Pero, antes de decidir su camino, Fernando M iralles trató de justificarse una vez más: «¿De qué sirve ser honrado si esa falsa bendición no me da de comer y no salva vidas? Si no, mira los políticos... Son peores que los narcos. Se hacen ricos abusando de la ignorancia del pueblo. Regalan miseria mental para que jamás se recuperen las masas. Ayudan al gobernante y a sus politiqueros a aumentar el grosor de sus billeteras a costa de la involución del votante, convirtiéndolo en electorado borreguil; eso es doblemente perverso». La pócima del poder comenzó a emponzoñar al humilde muchacho del barrio que una vez soñó con ser médico para ayudar a los pobres, a los de su misma clase social. Sin embargo, el soñador había descubierto de la manera más peligrosa que más allá de sus carencias existe un mundo paralelo donde la abundancia económica y sus placeres, en ocasiones perversos, siempre guardan proporción al riesgo que decides correr. Fernando M iralles hipotecó su vida. En poco tiempo dejó de ser un simple vendedor al detal, un despachador más. Con la velocidad del rayo le encomendaron el manejo de un importante distrito. Su astucia y sapiencia en la visión de los negocios le franquearon las puertas de don Tomás Hinojosa, el mero macho, el duro, el mismísimo líder de la peligrosa hermandad de los Tomateros, que controlaba casi todo el tráfico de droga en el este de la nación. El capo había establecido su centro de producción y distribución de cocaína entre Chihuahua, Culiacán y Ciudad Juárez, pero la vida cosmopolita y la cercanía con los tentáculos de las altas esferas del poder político y militar que suponía el D. F. atrajeron al sanguinario líder, que acabó por fijar su guarida en un palacio bautizado como La Casona, construido en el mero centro de Temucalco, donde no entraba ni el Ejército. Las ideas del Zurdo, con miras a expandir el negocio, encontraron eco en el propio jefe del clan, que empezó a observar al joven como una promesa de mucha valía. Sus dotes de gerencia y agresividad creativa en los negocios eran los atributos perfectos, cualidades esenciales en toda organización del crimen, valores que no se encontraban tan fácil en la calle. Aunque fuese paradójico, cuanto más crecían los triunfos en el nuevo «trabajo», más palpable se hacía la distancia entre Fernando M iralles y Claudia Rebeca. La joven lamentaba que su gran amor hubiera caído tan bajo, que se hubiera convertido en un don nadie, un simple y burdo miembro del narco, que tal vez nadase en plata, pero a cambio de perder su humanidad, sus valores, el respeto por ella y por sí mismo, pero, sobre todas las cosas, deploraba que no hubiera rendido honores a las enseñanzas de su madre. El mayor dolor de Claudia Rebeca era saber que el éxito del hombre amado dependía del sufrimiento de muchos. El amor entre ellos no había muerto, para nada, todo lo contrario, y ese era el peor capítulo de la novela. Se amaban con delirio, y no se conformaban con hacer el amor con pasión pura, desbordada, tierna y salvaje a la vez. Cada uno sabía domar el cuerpo y las pasiones de su compañero. Se entregaban de lleno a una lujuria bendita, sublime y apasionada. La barrera, el obstáculo insuperable, nacía en la razón de la amada, que bajo ninguna justificación aceptaría ser la mujer de alguien que en algún lugar del planeta tenía garantizada una bala en la cabeza, porque el mundo del narcotráfico es una sociedad que no consiente los exmiembros. Claudia Rebeca estaba muy segura de sus actos. No anhelaba ser viuda antes de tiempo; por ello, no deseaba sepultar aquel exclusivo querer bonito. Aquel sublime pedazo de nube jamás se alejaría de su cuerpo, de su mente, de sus sentimientos ni de su alma. El amor todo lo puede, reza el trillado refrán justificador; sin embargo, cuando permitimos que en nuestro pensamiento se alíen la ambición, el ego y la vanidad, mutilamos los sentimientos puros, y el llamado amor eterno puede quedar relegado a un segundo plano, por muy real, auténtico, inimitable y único que sea. Un apego íntimo que, muy a pesar de que nos encontremos en algún ardoroso combate sexual con otros amantes, sudando a borbotones entre sábanas húmedas y arrugadas, y excitados por tanta pasión y por la sobredosis de lujuria, jamás dejaremos de añorar. Y en ocasiones, mientras nos entreguemos a otro cuerpo, nos relameremos tan solo con recordar la piel de aquel amor bonito, lo maravilloso que era disfrutar de aquel verdadero amor que dejamos partir por premiar al miedo, ese que una vez justificamos dejar escapar por alguna estúpida razón que entraba en conflicto con los deseos esenciales del corazón. Poco a poco, el tiempo fue erosionando la paciencia de la Julieta mexicana. Su amado le había agarrado el gusto a su nuevo reto profesional, que, con infelicidad, le sazonó con descaro el ego y la vanidad, cualidades que empezaron a recalcar y demostrar a su otro yo que ser pobre es de tontos, es malo y no merece la pena. Total, pensaba él, «en estos tiempos modernos, la dignidad es un estúpido estandarte por el cual nadie da un solo peso. Cuando demuestras dignidad, la gente dice respetarte, hasta que descubren que eres un pobre diablo que nada puedes ofrecer. Ahí, el respeto a tus valores pasa a ser una vulgar adulación políticamente correcta, y, a espaldas tuyas, te conviertes en el motivo de burlas y de rechazo público. Reconócelo: sin dinero ni poder nadie te abre la puerta». El Zurdo veía las cosas con claridad. En el mundo real, el del mexicano de a pie y sin lana, el pobre es un hombre incompleto, sin autoridad. La muerte de su madre se trasformó en un falso escudo irreverente que justificaba sus pecados. Nunca olvidó la cruda y dolorosa verdad: que ante la ausencia de muchos pesos en la cuenta bancaria, ningún hospital les tendió una mano. Quedó convencido del todo, y de mala manera, de que la falta de poder económico suponía la pérdida de amigos, hasta el punto que muchos le retiraron el saludo. Para el nuevo narco, pues, el dinero era el complemento necesario si aspiraba a ser alguien respetado. Bien decían o predicaban los jefes del cartel: que los pobres solo sirven cuando mueren de miseria, porque en ese momento trágico ayudan a subir el rating de los noticieros de la televisión. Cuanto más dramático sea el dolor social, más aumenta y de forma considerable la ganancia de audiencia morbosa. El rating sirve para vender publicidad. ¿Es que acaso alguien se preocupa de fotografiar a un pobre mendigando en África antes de largar el piojo, de morirse? ¡¡Jamás!! Sin embargo, los derechos de la foto de alguien famoso, o hasta notorio o tristemente célebre, valen millones en las revistas del corazón. Entonces, ¿para qué ser pobre si se puede ser rico y de forma fácil? ¿Quieres medir el poder del dinero? Espera la repartición de la herencia de cualquier familia adinerada y «unida»: te llevarás sorpresas. Por más que Fernando se esmeraba en crear guiones que justificasen su deseo de riqueza, la princesa de sus sueños, su verdadera mitad de la luna, descartaba de manera tajante cualquiera de sus argumentos. Como era de esperarse, las cosas desembocaron en un ultimátum doloroso. Si el aspirante a médico no dejaba la venta de droga, Claudia Rebeca se alejaría para siempre. Y al final, el ego del nuevo empresario del mal le cuchicheó al oído por el costado de la indiferencia: «¡No hagas caso, güey, así son las mujeres: solo quieren mandar! No te preocupes. Si te aman, al final no se alejarán de ti. Solo tienes que darles costosos regalos, con muchos orgasmos (¡de los buenos!) que las hagan gritar de pasión». Fernando M iralles caía en el craso error machista de subestimar al ser más sublime de la creación: la mujer; además, enamorada de la vida y de la libertad, y fiel creyente en el amor puro, el real, el que quema bonito por dentro. El plazo venció, y Claudia Rebeca Peralta cumplió sus amenazas. Dio la media vuelta y se alejó para siempre de su gran amor, a pesar de estar convencida de que no volvería a sentir otra vez con la misma intensidad. De sobra sabía que su piel nunca sudaría igual sin Fernando M iralles a su lado, y que sus orgasmos, con él o sin él, se los dedicaría en exclusiva a su otra mitad de la luna. Antes de despedirse, le comunicó al próspero empresario de la coca que, si recapacitaba, su corazón siempre estaría abierto para él, pero le recordó que fuese prudente en el uso del tiempo, pues ella no esperaría un siglo. Solo le impuso una terminante condición: que le tuviese respeto y que se comprometiera a no quebrantar el quinto mandamiento. Si lo hacía, ella sentiría repulsión, asco y ganas de vomitar con tan solo verlo. Poco después de marcharse con un triste y penoso hasta siempre, luego de una inolvidable noche de placer salvaje, Fernando M iralles desobedeció todos los mandamientos; quebrantó todas las leyes de Dios y de los hombres. El hijo de Justina había cambiado de manera absoluta. Ya se había cargado a un traficante de quinta que les estaba revendiendo mercancía adulterada. Él mismo lo descubrió, y no tuvo otra opción que llenarlo de plomo. Las razones las tenía muy claras: en el negocio de la coca debes proteger tu buen nombre en la familia, y, en especial, ganarte puntos en la confianza del gran capo. Estas dos reglas lo ayudarían a encumbrarse en la cofradía del mal. No hicieron falta muchas lunas antes de que el Zurdo trepara a las más altas posiciones en la empresa de don Tomás. Su mayor aval recaía en su educación, conseguida gracias a la inteligencia innata que Dios le había regalado en su cheque de luz. Era insólito que un simple despachador de merca ascendiera con tal rapidez. Esas carreras meteóricas estaban reservadas para un sicario de los duros, de los que matan por placer o exhibicionismo y que llevan un demonio muy definido en su alma. Por lo general, esos criminales envalentonados solo sirven de guaruras o vigilantes, empleados que conforman el anillo de seguridad del capo y sus familiares. Son los que se utilizan para los trabajos sucios, los mismos que acaban como carne de cañón cuando las balas de la ley o de algún clan competidor empiezan a zumbar. Su éxito es a corto plazo. M uy pronto riegan con su sangre las calles que pisan los jefes. Ganan buena plata porque ya están muertos, y solo hay que esperar la llegada de la carroza fúnebre que les dará el último aventón. Por aquella causa, Fernando M iralles descollaba sobre ellos. Era diferente; desbordaba inteligencia, astucia, malicia y mucho don de mando. El novato no era el típico narco salido de hogares violentos ni poseía un historial familiar de tráfico de drogas. El único pecado que había cometido en los bajos fondos por los que ahora se movía yacía en lo profundo de su alma noble, genuina de apóstol del bien. En unos pocos años, el destino lo pondría a prueba para redimirlo, y de esa manera lavar sus pecados con la sangre del mismísimo demonio y sus ángeles caídos. Capítulo 5 La rabia de una niña mimada Madrid, otoño de 2008. M ientras el joven de aspecto moruno salía despavorido del café Bistró M aximiliano I, empujado por el miedo a morir de un balazo, Patricia se levantó hecha un mar de furia de la mesa privada que habían compartido antes de que llegara el Zurdo para amargarles el resto del día. Empujó con desprecio al aguafiestas con cara de sicario chilango que lucía vestimenta de etiqueta, el nefasto personaje que había colocado una pistola punto cuarenta bañada en oro en el borde de la mesa con evidente intención de amedrentar a un pretendiente poco valeroso. La envalentonada joven deseaba a toda costa zafarse del impertinente y desquiciado invitado. La agraviada no descubrió otra vía. Rabiosa, se aventuró en dirección a la cocina ubicada a escasos metros y golpeó la media puerta basculante que controlaba el acceso al centro neurálgico donde elaboraban los exquisitos platillos que habían expandido la fama internacional del famoso bistró multiétnico. Le seguía a muy corta distancia el hombre con aspecto de matón, pero ataviado con suma elegancia protocolar, cual mafioso neoyorquino que, de no ser por sus genes latinoamericanos, bien se podría catalogar como imitador del legendario John Gotti. Ambos entraron a la humeante sala de cocción, distanciados por escasos cuatro segundos el uno del otro. El Zurdo ya había guardado su arma en la pistolera de nailon negra aprisionada entre la correa y la cintura, atada en el medio de la espalda casi rozando la espina dorsal, el lugar perfecto a la hora de desenfundarla para matar, fácil de asir con ambas manos. La chicuela gritaba improperios contra el arisco visitante. Poco le importaba enfrentar a los cocineros, camareros y ayudantes, en su mayoría de aspecto de mestizos centroamericanos. De todos modos, ninguno de los aludidos le daba crédito a sus ofensas nacidas de su malacrianza. Los empleados se reían en grupo, se burlaban de la triste escenita, con franca expresión de guasa. La lucha temperamental entre la niña mujer y el sicario ya no sorprendía a nadie en la cocina del Bistró M aximiliano I. Por su lado, el hombre de la pistola bañada en oro transmitía calma; se quitó el elegante saco y desprendió los gemelos de oro de 18 quilates que aprisionaban los dobles puños de su camisa de algodón pakistaní. El causante de la pelea se arremangó con delicadeza, estaba listo para la faena del día. De la pared cercana a su derecha descolgó un delantal florido, bastante pintoresco, parecido a los que usan los chefs famosos en los ridículos e increíbles Reality Shows transmitidos por los canales de cocina moderna de la TV española. Se colocó el mandil, que le cubría del pecho hasta las rodillas, buscando esquivar cualquier contacto de residuos de comida con sus finas ropas de marca. Se lo ató a la espalda procurando que el arma estuviese bien camuflada, disimulada ante miradas curiosas. Previo al próximo enfrentamiento con su agresora sentimental, el personaje con faz de sicario pasó revista a un par de platillos y salsas, comprobó que no hubiese exceso de sodio o carencia del pique necesario para acariciar paladares retadores. Esperaba el momento clave de arrancar la conversación con la enamorada ofendida. Uno de los cocineros, el de aspecto más joven, de cuerpo menudo, flacucho, algo famélico, quiso mediar entre los luchadores. — ¡Señorita Patricia! ¿Todo bien? Le sirvo un… – sus intenciones de buen samaritano fueron bloqueadas de golpe. Los contendientes empezaban a preparar su artillería verbal para poder así discutir sin opiniones de terceros. — ¡Cállate, Pecas; también me tienes harta! Todos en este lugar lleno de locos, nacos y narcos asesinos y… ¡Grrruufff!…! ¡Los odio! – gritó con marcado acento madrileño la hermosa jovencita de cabellera cobriza suave de ojazos negros como el ébano y con perfil de emperatriz, de niña mimada pero con alma muy solitaria: la verdadera enamorada frustrada. — ¡Está bien, señorita; ni modo! ¡¡Qué coraje!! Como que empezamos el día con el pie izquierdo, ¿eh, jefe? – apostilló el Pecas, mirando al hombre con el delantal florido que empezaba a controlar las solicitudes en la cocina. — ¡Tranquilo, Pecas! Yo me encargo de esta ingrata mujercita – respondió con alegría forzada el Zurdo oteando con un dejo de ironía a su agresora. En el fondo quería provocarla, retarla. — ¿Ingrata yo? ¡Pero qué estupidez dices, mi estimado Fernando M iralles! ¡Tú, el único narco del mundo que se le ocurre andar en pleno M adrid amedrentando a punta de pistola a mis amigos! Como si esto fuera tierra sin ley, como si todavía vivieras en Temucalco, pendejo – vociferó la ofendida muchacha. — ¡Primero y principal, señorita: hace mucho tiempo que no soy narco! – recalcó el Zurdo con fuerte tono autoritario, tratando de poner distancia y procurando respeto. — ¡Pero las malas mañas quedan! Parece que no te has desprendido de tus malos recuerdos. Digo, por lo agresivo que andas hoy – repuso la chiquilla a la vez que veía con rechazo a su compañero de charla, quien hacía gran esfuerzo por hacerse oír y exigía modales. El volumen del altercado estaba aumentando en cada frase. Gerardo Guanipa, el cocinero de aspecto un tanto cadavérico al que todos le decían el Pecas, les pidió calma. No parecía correcto que los comensales escucharan semejante pelea en el café bistró más lujoso de la capital. La bochornosa situación no era buena publicidad: podría espectáculo contra levantar chismes negativos en la prensa del la imagen del emblemático restaurante. Los luchadores pactaron con muecas de aprobación y bajaron el tono de la voz, a pesar de que los niveles de rabia continuaban en ascenso. — Te recuerdo, chiquilla, que desde nuestra llegada a Europa abandoné mi pasado criminal; mis muertos y mis secretos en el D. F. Tú lo sabes muy bien, mejor que nadie, desde hace varios años, cuando tu madre me pidió cuidarte. Créeme que eso haré siempre, te guste o no – aclaró el Zurdo con autoridad antes de golpear el mueble de la cocina buscando la manera de acortar la absurda pelea. Era una situación incómoda, triste, que él consideraba inútil. — ¿Cuidarme de qué, güey? ¿De un pendejo tan inofensivo como cualquier otro puto chico ingenuo y gilipollas de esta ciudad? ¿Qué crees? ¿Que el pinche mamón me hará daño sabiendo que tú estás allí como perro faldero? ¡Deja de joderme la vida, coño; deja de intimidar a mis amigos! ¡Ya me tienes harta de tus celos enfermizos! – gritó cargada de cólera la mujer con cuerpo de niña, intentando demarcar territorios y separar responsabilidades. — ¡Tú eres muy inocente, Patricia! ¿No te das cuenta? ¡Ese pinche pendejo te tiene ganas! Solo se quiere acostar contigo, y después te rompe el corazón, se burla de ti y va pal carajo. Yo solo le estoy advirtiendo al escuincle ese que no estás sola, que soy tu guardián. ¿Qué hay de malo en eso? Solo te protejo coño, entiéndelo de una puta vez. — ¡A ver, Zurdo! … – el oyente con aspecto de arrepentimiento la interrumpió con dulzura irónica. — ¿M e podrías llamar por mi nombre? ¡Digo, por respeto! – exigió el ofendido contendiente. — ¡Está bien, don Fernando M iralles! ¿Puedes hacer el esfuerzo de entender que ya tengo dieciocho años? Que no soy una niña. Que sé escoger a mis amigos. Incluso puedo saber quién me quiere follar y quién trae intenciones serias. ¿O te molesta que me acueste con el primer idiota que me embruje el corazón? Tengo derecho a disfrutar la vida. Su argumento fue cortado de cuajo. Frente a ella, una mano pesada, musculosa, se alzó en clara posición de ataque. La irreverente y antojadiza mujercita cerró los párpados, los apretó con fuerza tratando de aminorar el dolor que nacería después de la cachetada. La reacción violenta no prosperó. El verdugo contuvo el movimiento de su brazo a escasos centímetros del delicado pómulo de la Cleopatra madrileña. Las miradas inquisidoras del Pecas, los meseros, aguateros y el personal de limpieza que estaba cerca de la reyerta reprendieron al Zurdo, obligándolo a entrar en razón momentánea. El agresor evitó la violencia física, se calmó los nervios, respiró copiosas cantidades de oxígeno y atiborró sus pulmones deseando dominar al guerrero azteca que proyectaba arrancarle la cabeza a la grosera adolescente. Su mano no ejecutó la orden de golpear; sin embargo, de sus labios estallaron fuertes reproches contra la mal agradecida fierecilla. — ¡Escúchame bien, Patricia! Sé de sobra que no eres una niña. Pero no tienes idea de los peligros que hay en la calle ni de las intenciones de los hombres, en especial de los jóvenes cazadores de fortuna. Esos desgraciados que solo desean divertirse con niñas… ¡perdón!, con mujercitas ingenuas. Yo solo hago mi trabajo de velar por ti y guiarte – contestó el Zurdo con euforia. — ¡Está bien, Fernando, disculpa mis agresiones! Solo te ruego que seas menos naco, menos grotesco. ¿Dónde queda la palabra, el diálogo, la confianza? ¿Crees, con sinceridad, que hacía falta mostrar tu pistolón? – preguntó molesta y con voz explosiva la joven que aspiraba a la libertad. Su comentario le arrancó una risa burlona al Pecas, que estaba muy involucrado en las históricas quejas entre ambos bandos. El ayudante de cocina se metió en la pelea con la idea de recordarles cierta anécdota a los enemigos circunstanciales. — ¡Sí, claro, señorita Patricia, como aquella vez! Cuando vino el joven andaluz y quería pedir permiso para ser su noviecito. Ajajá, recuerdo que el animal del Fernando, mirándolo a los ojos con desprecio y mostrando cara de asesino, le habló rudo: «Sí, muchacho; claro que pueden ser novios. Pero si la tocas o la haces llorar, te arranco el hígado… Soy asesino a sueldo»… Ajajá, a ese no hubo necesidad de sacarle la escupe-lejos dorada, ¡ja, ja! ¡El pobre se hubiera muerto de un infarto allí mismo! – el mal chiste no causó gracia a la pareja, que solo buscaba establecer formas de entendimiento. Los dos miraron al Pecas con aburrimiento, y casi le gritan «Otra vez con el mismo temita de siempre. ¡Párala ya, Pecas!». Ambos se burlaron de él con expresiones aburridas en los labios. Prefirieron ignorarlo y volver a la rutina de discutir. O, tal vez, amarse en secreto. El que hacía las veces de santo protector e inquisidor ofreció una tregua planificada. — ¡Hagamos un trato, Patricia! Está bien, prometo ser más tolerante. Solo te ruego que antes de presentarme a tus amiguitos o pretendientes, al menos me des detalles suficientes. Deja que los investiguemos un poco. ¡Es por mera seguridad! ¿Te parece? – la ofendida ninfa exhaló un trozo de fatiga emocional. Estaba cansada de oír la misma cháchara cada vez que deseaba ser feliz y tener un pretendiente oficial. La joven abrió sus ojazos y los enterró en la mirada protectora de su eterno guardaespaldas personal. La fuerza de sus pupilas de niña mimada amedrentó al musculoso hombre vestido de chef internacional. Con voz recia le espetó una expresión demasiado chungona, al mejor estilo de los miembros del nuevo siglo, la llamada generación del milenio, jóvenes ariscos, desenfrenados, sin apego a la lucha constante por las metas pues todo lo han heredado sin esfuerzo o perdido sin reproches. — ¿Sabes qué, Zurdo? ¡Hazte un favor! ¿Qué tal si te conviertes en pelícano? Te buscas un yate, lo persigues y te comes los pececitos que están en el mar ¡Osea, esfúmate! – el poder punzante de cada palabra destrozó la valentía del guerrero mexicano. Fernando M iralles arrugó el semblante. No pudo responder a las burlas de la chicuela arrogante y bajó la mirada en clara señal de rendición. Con pena observó cómo la indómita niña fresa, quizás con algo de justificación, abandonaba la cocina dando bandazos con sus caderas, contoneándose con exagerada rebeldía juvenil retando a los presentes, de quienes ni se despidió, demostrando su mala educación. El Zurdo la detalló mientras se alejaba sola, molesta, incontrolable, con las hormonas en ebullición y la piel lista para irritarse por insignificantes motivos, como el rechazo de sus caprichos de juventud. Su protector quedó triste, frustrado. Pensó que todos sus esfuerzos habían sido mal interpretados o, peor aún, rechazados y despreciados de mala manera. En sus ojos se empezó a formar un manto casi imperceptible de contenido acuoso, claro ejemplo de debilidad ante el rechazo de un ser amado. Fernando M iralles tenía ganas de soltar unas lágrimas, pero no pudo liberarlas. En el narco había aprendido que mostrar sus emociones podría resultar mortal; era el primer paso antes de perder la cabeza. Durante esos despreciables segundos, que, gracias a Dios, no llegaron a convertirse en eternidad, sobre el hombro derecho sintió el peso de una mano frágil, aunque demasiado poderosa en valor moral. Un amigo que lo comprendía, respetaba y en mayor proporción lo admiraba, quiso ofrecerle un reposo emocional. El Zurdo volteó la cabeza en busca del causante de su distracción. El Pecas estaba a su lado como de costumbre, siempre dispuesto a ser su aliado incondicional. El resto del personal se unió. También sentían la tristeza a flor de piel por los insultos mezquinos de Patricia; sin embargo, no tenían el valor suficiente para comentarle nada al chef, al antiguo hombre fuerte del cartel de los Tomateros del D. F. La voz del Pecas se adueñó del cierre de la puesta en escena, y su verbo sirvió de analgésico transitorio. — ¡Vamos, mi querido Zurdo, entiéndelo de una buena vez, compadre! Ya Patricita es una mujer. Casi hecha, aunque no muy derecha. ¡Pero al final es mujer, güey! Ya no es la bebita del D. F., y es verdad que tampoco estamos en M éxico, donde a punta de pistola resolvíamos las diferencias. Ella no ha cometido ningún crimen. Solo que ha crecido, y eso no es pecado. ¡Carajo! Termina de aceptarlo, cabrón – expresó con libertad el buen amigo, el único, el verdadero, el que siempre estaba a su lado en las buenas y en las muy malas. El confidente lo miró con resignación. Daba crédito a sus palabras; deseaba encontrar respuestas más certeras, capaces de aliviar las penas del alma, las que solo existen en el diccionario de la vida. El Zurdo le devolvió un suspiro al Pecas y lo abrazó con cariño del bueno, de ese que los amigos inseparables siempre tendrán a mano. Un abrazo de excompañero de armas y aventuras de sangre derramada. — ¡Tienes razón, mi querido Pecas! Como que me estoy poniendo viejo, güey, y no termino de aceptarlo, caray. ¡Pero es que esa niña siempre me ha traído loco! M i deber es cuidarla; tú lo sabes muy bien, hermano – concluyó con resignación el dueño del café Bistró M aximiliano I. — ¡Lo sé, compadre; así de jodida es la vida, carachas! Todos envejecemos. No eres el único que se pone fastidioso, Zurdo. Solo bájale un poco a tu paranoia con Patricia. Déjala ser, dale libertad, y que se dé sus trancazos. Si estás con ella como protector eterno, jamás se dará cuenta de que la vida está llena de sufrimiento – opinó a corazón abierto el flaco cocinero dándole una palmada al espíritu removido de su gran amigo. — ¡Cierto, Pecas! Debo hacerlo. Si no, ella me abandonará algún día. Tengo que aprender a darle su espacio, lo sé; es necesidad pura – la respuesta estaba preñada de sincera resignación. El Pecas lo veía con alegría. Su antídoto estaba surtiendo efecto. El maestro, el protector, el amigo entrañable, empezaba a recuperar la paz. La piel volvía a su color normal. M enos mal, porque el Bistró M aximiliano I estaba a tope, lleno de reservas hasta la medianoche. Había muchas salsas por preparar durante el resto de la jornada. El Zurdo caminó unos pasos a lo largo de su cocina. Se colocó al frente de una hornilla con la intención de preparar una suculenta salsa de tomatillo con nopales, aderezada con tocino ibérico, una mezcla inventada por él que deleitaba a los comensales. Se relajó al ver cómo cambiaban de tonos los ingredientes. Los aromas combinados con locura empezaban a seducir los sentidos. De pronto, un huracán sensorial sacudió la piel del chef haciéndole perder la compostura, por segunda vez en menos de una hora, por una impertinencia ingenua de su colega. — ¡Por cierto, Zurdo! ¿Viste qué lindo es el tatuaje que lleva Patricia en la espalda? – dijo el Pecas sin medir las posibles repercusiones, como quien no tiene más nada de qué hablar y abre la bocaza en el momento menos indicado, sin imaginar que aquel inocente comentario atraería rayos y truenos hacia el cielo de la capital de España. — ¿Qué tatuaje? ¿De qué hablas? Patricia no me dijo nada – preguntó sorprendido y desesperado el Zurdo, que, del impacto, suspendió la cocción de sus salsas y cremas. — ¡Sí, uno bien raro! Ya sabes, cosas de jóvenes. Es un dragón con la cabeza mirando hacia atrás. ¡M edio misterioso el pinche dibujo! Aunque debo reconocer que está chulísimo – la inocente confesión del Pecas desenterró mil memorias de tragedias en el corazón del Zurdo y destapó el recuerdo de una muerte horrible, un pandemonio, en la atormentada mente del sanguinario asesino de Temucalco. El poder del dragón representaba el don de la muerte o la resurrección del pasado tormentoso de Fernando M iralles. Era un recuerdo que solía ser portador de noticias trágicas. Capítulo 6 El plan perfecto también puede matarte. México D. F., días después del sueño tenebroso. Transcurrieron cerca de dos semanas desde que el Zurdo empezó a tener extrañas y repetitivas pesadillas. Era la segunda vez en toda su corta existencia que el miedo le impedía gritar, hablar o tan siquiera pedir ayuda. Por primera ocasión, dudaba de él y creía que algo estaba mal en su cabeza. Presentía que el destino no estaba dispuesto a abrazarlo con bendiciones. La imagen enloquecedora del dragón pintado en el cuello de una mujer hermosa, transformándose en demonio, le indicaba con certeza que algo estaba fuera de lugar. Y con mayor reiteración, si san Judas Tadeo aparecía a su lado protegiéndolo del fuego justiciero que salía del morro de la horripilante criatura onírica. Bajo ninguna justificación, el Zurdo podía aceptar o entender que un emisario de Dios estuviese cerca de él, siendo un pecador confeso, más por obra que por omisión. ¿Con qué finalidad o justificación el santo estaba a su lado? Durante varios años él había quebrantando el quinto mandamiento y muchos de los nueve restantes. En sus manos reposaban ríos de sangre, que, en su mayoría, eran del bando oscuro; la raquítica excusa emergía en su alma tratando de suavizar su maltrecha conciencia con el torpe propósito de justificar sus pecados. Resultaba bastante cómodo asumir o pensar que puedes alcanzar alguna gracia si estás dando de baja a gente mala. Pero no importa la falsa moral, daba igual, la acción final no te exonera del infierno; él lo sabía, a pesar de que su esencia de luz le recriminaba a cada momento por sus malas acciones en el ejército de las sombras. No solo era responsable por los muertos del narco, los cuales, en su mayor porcentaje, se originaron de guerras entre clanes, o contra advenedizos que se equivocaron de territorio y de mercancía afectando los intereses de la hermandad de los Tomateros en el D. F. En las decadentes listas también existieron posibles cadáveres de inocentes: policías, jueces, enfermeros e incluso niños. Independientemente, de que jamás le disparara a ningún infante, tal vez sus órdenes acarrearon daños colaterales y pudieron acabar con la vida de ángeles en tránsito. Dicha posibilidad constituía su mayor pecado mortal. Quizás por ello, ahora su pánico era tan real. Sentía que ese extrañísimo sueño, en cierto modo perverso, en el fondo reflejaba algún tipo de anunciación justiciera, quizás distorsionada de su realidad terrenal, pero que encajaba perfecto con la balanza en la redención de las almas buenas. El Zurdo trató de deslindarse de sus temores. Intentó cientos de malabares mentales buscando sepultar la pesada carga sensorial. Llegó a estar tentado a esnifar algo, de empolvarse la nariz con una buena dosis de estimulante fuerte, de los que salvarían a cualquier Quijote moderno, ayudándole a matar varios dragones de fuego; esa vitamina blanca, absurda, adictiva, que muchos usan para evadirse, o tal vez para sentirse superiores, empezaba a convencerlo. La batalla emocional apenas iniciaba, y su instinto asesino prevalecía recordándole que para matar a un personaje tan importante como el juez Alberto M uñoz Pestana era imperativo mantener los cinco sentidos en su máximo nivel de concentración. Ya restaban cuatro días para cumplir con el encargo de don Tomás Hinojosa de eliminar al leguleyo más encarnizado contra el negocio de los estupefacientes en tierras mexicanas. La misión era de suma importancia en favor de la hermandad. Requería sangre fría y la sapiencia del mejor hombre del capo; necesitaba ser ejecutada por el cerebro del grupo, el sicario de máxima confianza del empresario de la muerte blanca. Por esa razón especial, el Zurdo, acompañado de tres de sus mejores hombres, resultaron ser los privilegiados con la intención de llevar a cabo el atentado del siglo: acabar para siempre con el único enemigo de peso en el M inisterio de Justicia, el juez que había desarrollado un plan certero con el fin de reducir de manera eficaz el poder de los capos en la capital y bajar de forma drástica los niveles de sangre en las calles. En su escondrijo temporal de la populosa barriada de Temucalco, a unas seis desproporcionadas cuadras de la histórica avenida Reforma, distanciado unos veinte minutos en metro antes de llegar a la basílica de la Virgen M orena, el sicario mayor, en presencia de sus tres soldados, repasaban por enésima vez los detalles de la arriesgada operación. La cita pautada con la muerte se marcó el venidero jueves. Justo el día de descanso del magistrado. El atentado debía producirse a las siete cuarenta y cinco de la noche, minutos después de que la mayoría de la servidumbre se hubiera ausentado y en concordancia plena con la información recabada por el personal de confianza que había infiltrado el cartel en el seno de la adinerada familia desde hacía cinco meses. De acuerdo con el informante clave, a esa hora fijada, el hombre de leyes debía de estar en su majestuoso despacho privado, localizado al final del ala oeste de la casa, bastante cerca del corredor que conducía a la alberca. La ostentosa oficina se convertía en el ambiente de relax perfecto después de una semana agotadora en la Corte. Representaba el oasis secreto del juez, su maravilloso refugio contra el bullicio de la gran capital, su espacio ideal para el descanso y la lectura de buenos libros, siempre acompañado con un fino Davidoff Doble Corona, su vitola preferida, recubierto con capa Connecticut cultivada al norte de La Española, cuyo suave y ligero aroma entretiene, no asusta, ni irrita o perturba los sentidos; es un sabor muy apreciado a la hora de relajarse, un magnífico enrolado si deseas satisfacer a cualquier exquisito conocedor de buenas y costosas marcas de tabaco. Alberto M uñoz Pestana solía reposar a gusto en su butaca reclinable de cuero marrón importada de M ilán en su último viaje de negocios. El pesado sillón estaba ubicado al lado izquierdo del despacho, casi en el ángulo que establecían las dos paredes en forma de esquinero, delimitadas a la derecha por un vitral opaco de elaboración belga, parecido a los diseños utilizados en las iglesias góticas, con la diferencia manifiesta de que, en este caso, las imágenes exhibían unas figuras impresionistas, que trataban de imitar cualquier visión de Dalí o Picasso, aunque, por obvias razones, sin poder copiarlos. El mural de cristal daba a la piscina; por esa razón se justificaba el abuso de los tonos opacos que absorbían el nivel de penetración de luz o distorsionaban las imágenes que distraían al hombre de leyes mientras leía en su espacioso diván demasiado acolchado. En el lado izquierdo se apreciaba una ventana con dimensiones medianas que servía como fuente de luz natural en las primeras horas del día. Los cristales eran de seguridad, y gozaban de un blindaje capaz de soportar el impacto de balas de alto calibre. Cuando el juez por fin lograba recostarse en su trono de descanso, colocaba sobre la mesita de roble inglés, a corta distancia de su apoyabrazos derecho, un finísimo cenicero de baccarat, regalo del embajador alemán el día de su cumpleaños. Encendía el puro con parsimonia, lleno de paciencia absoluta; como debe ser, apegado a las normas del buen fumar. Utilizaba mecheros de butano con llamarada constante y fuerte, procurando abarcar el centro de la circunferencia del tabaco. Era el único gas noble, incoloro, carente de aromas viciados que estaba permitido por los sibaritas del mundo tabaquero, gracias a su inocuidad sobre las nobles capas de hojas secas que constituían el cuerpo del tabaco. Como primera opción, le apetecía acompañar su humareda con una copa de suculento sauternes, o, en su defecto, un buen oporto con una piedra de hielo, cubriendo las expectativas, pero de manera tajante, omitía de la lista los licores fuertes, como el tequila o el vodka, debido al alto concentrado alcohólico y su facilidad para irritar el paladar al mezclarse con las volutas en la boca. Culminado el ensayo de la operación, los tres maleantes le ratificaron al Zurdo que el plan era perfecto, todos coincidían en ello, estaba claro que no existía la probabilidad de errar. Cada detalle se había cubierto al milímetro. Los guardias de seguridad, situados en la garita principal, garantizarían el acceso a la lujosa comunidad, otorgarían puerta franca a cambio de una donación tan cuantiosa que podrían exiliarse en Barbados mucho antes de que la Policía llegase a descubrirlos; en pocas horas, ya tendrían los pies a suficiente distancia de allí… si antes el narco no los ejecutaba. Recordemos que el demonio siempre cobra caro a quien le sirve, argumento repetido cuando urgía borrar huellas indeseadas. Una de las mujeres de servicio dentro de la lujosa propiedad facilitaría la entrada a los cuatro sicarios a través de la parte posterior de la suntuosa villa, evitando así miradas curiosas por el frente, casi siempre bien iluminado en cada mansión de la zona norte en la urbanización Las Lomas, en calle Veracruz, número 77, quinta El Establo. La ventaja principal de utilizar el lado trasero, reservado en exclusiva a obreros transitorios, empleados domésticos, agencias de festejos y servicios de mantenimiento, era la corta distancia que existía entre el jardín y la puerta principal del despacho del juez. Los asesinos únicamente debían atravesar el área del césped, bordear parte de la piscina y penetrar por el pasillo central de la casa. Justo a la derecha, a unos quince pasos, se encontraba el portón de la oficina privada del próximo cadáver de la lista del Zurdo. El propio Fernando M iralles sería el encargado de ejecutar al ilustre experto en leyes. Las cámaras de vídeo no preocupaban a los bandoleros, que ya conocían las claves para anular la transmisión y grabación mucho antes de entrar en el complejo residencial. La mayor de las ventajas, por extraño que parezca, derivaba de la actitud soberbia de la víctima, ya que el juez se consideraba un intocable de la vieja casta politiquera. A diario, su guardaespaldas se retiraba cuando el magistrado llegaba a su hogar en horas de la tarde. Alberto M uñoz Pestana alardeaba convencidísimo de que su casa era un búnker impenetrable, y aseguraba que la protección de la urbanización estaba más que probada como garante de su vida: más tarde, el destino le demostraría que sus cálculos no siempre rayaban en la perfección. Como de costumbre en el hogar, el jueves venidero se esperaba la presencia del juez en compañía de tres empleados del servicio doméstico. La esposa aprovechaba los jueves para estar fuera de casa, por lo menos hasta la medianoche, casi siempre atareada y muy dedicada a eventos o actividades sociales en pro del apoyo a las causas infantiles. Ella presidía una fundación gubernamental que ayudaba a madres adolescentes en la crianza de sus bebés, un flagelo latente en los hogares de mayor pobreza. En la fecha escogida por los hombres del narco, la esposa del infortunado había decidido participar en una gala benéfica que se realizaría en el Teatro Nacional, en el corazón de Polanco, el magnífico escenario que es icono cultural de la capital, donde una inmensa bandera tricolor con el águila devorando a la serpiente ondea libre y majestuosa. El último detalle de tranquilidad para los sicarios era Laura M uñoz, la hija adolescente del juez, quien esa noche asistiría a sus prácticas de tenis entre las siete y las ocho cuarenta de la noche. Imposible que la joven llegase a tiempo para socorrer o proteger a su padre de una muerte segura. La lógica predominaba en los planes de los sicarios, los detalles encajaban a la perfección minimizando o, quizás, anulando los índices de riesgo. El plan se visualizaba simple, fácil de ejecutar, nada diferente a otras misiones de similar envergadura. El Zurdo y sus sayones llegarían media hora antes a la lujosa urbanización. Entrarían camuflados con un vehículo y ropas de empleados del servicio de telefonía e internet, una excusa creíble. Consistía en fingir que se estaban reparando conexiones en la zona debido al reclamo de uno de los vecinos, que reportaba una supuesta inestabilidad de la señal en sus equipos. Los justicieros del narco aguardarían hasta la hora fijada, no había obstáculos, la puerta sin cerrojo les daba la bienvenida y, al traspasarla, debían actuar rápido. Necesitaban simular un robo, buscando esconder el motivo real de la ejecución del hombre de leyes. En la investigación se asumiría un enfrentamiento fingiendo resistencia al asalto. La opinión pública tal vez expresaría repudio por el vil asesinato, y se tejerían varias conjeturas y hasta vinculaciones con el narco. Tales suposiciones no representaban problema alguno para el capo; los políticos bien pagados, en complicidad con las fuerzas de seguridad, se encargarían de distraer la verdad, de dilatar el caso manejando un discurso bastante creíble y con argumentos directos al olvido. Argumentos que eran socios peligrosos de la falsedad. En tiempos del PRI, todo era posible en M éxico, como podrían confirmar los hermanos de don Salinas. En la cúspide del poder se permite cualquier cosa, o, en su defecto, con dinero sobrante, la verdad se puede adecuar a conveniencia. Sin embargo, el capo prefería hacer las cosas con disimulo. Su intención era minimizar el alboroto periodístico. La publicidad negativa podía repercutir en sus negocios, hasta el punto de querer involucrar a organismos internacionales como la DEA o la Interpol, entre otros. Quizás los podía acallar con dinero, aunque no siempre es fácil llegar al precio final. Por ello, la idea del robo sonaba creíble, tendía a evitar molestias futuras y, en realidad, no era ilógica la estrategia, pues la mansión del juez parecía un museo, repleta de cuadros y esculturas famosas, piezas arqueológicas y objetos que valían una fortuna a precio de subasta. En el despacho privado, detrás del sillón que hacía juego con el escritorio de trabajo, reposaba colgado un M onet auténtico, cuyo valor entre contrabandistas podía convertir en millonario a más de uno. Ni hablar de las piezas precolombinas, que aglutinaban varias culturas indígenas entre las tierras de mayas, toltecas y aztecas, y eso sin considerar la colección de relojes antiguos que ostentaba el juez en su biblioteca privada. Los artículos coleccionables de la familia representaban la mejor inversión que sus adinerados ancestros le habían regalado. Sus padres también fueron abogados y jueces en diferentes gobiernos: no resultaba descabellado pensar que el abultado enriquecimiento del patrimonio personal del juez también fue sustentado por la implementación de ciertas triquiñuelas, o lo que muchos llaman «favores» políticos, evadiendo interpretaciones conflictivas a la hora de administrar justicia o, dicho de otra manera, tal como repetía a cada rato el viejo capo don Tomás, «todo político es ladrón… o hijo de ladrón». Los abogados y jueces, como es costumbre, caminan muy de la mano de los políticos, es decir, cabe la posibilidad de que les puedan salpicar propinas o donaciones jugosas en sus cuentas bancarias después de «administrar justicia». ¿O cómo interpretamos el caso si eres abogado penalista y cobras por defender a un asesino o tal vez a un violador? Pero indignamente se tiene que convencer al jurado sobre la inocencia del incriminado y negociarle un futuro tranquilo alegando locura. Lo asqueroso del juicio es que en muchas ocasiones ganan los malos ¿Eso es justicia? Dios dirá. El Zurdo se frotaba el rostro mientras sus compañeros de armas abrían una botella de Revolución Reserva Especial añejo. El tequila les valía para mitigar el frío invernal y ayudaba a despertar todos los sentidos. El calor gutural les zarandeaba el esqueleto. La suerte estaba escrita en piedra: en pocos días el juez dejaría este mundo, ya no se le podría considerar un estorbo en los negocios del clan. Los sicarios se ganarían un buen premio, y por partida doble. El capo les reconocería el precio de la sangre de su enemigo legal con un buen fajo de billetes gringos y, de manera adicional, recibieron luz verde si deseaban robar alguna cosilla de la lujosa vivienda, piezas fáciles de transportar y de vender sin mucho escándalo en el ambiente de anticuarios. Lástima que los matones de poca monta no sepan apreciar el valor del arte; con toda seguridad venderían las obras a cambio de unas cuantas botellas de buen aguardiente. Los subalternos estaban felices, ya saboreaban otra victoria en su carrera criminal, de las buenas, de las mejores, de esas que el capo mayor sabe aplaudir cediendo niveles de confianza, lo que equivale a la recompensa imperial anhelada por cualquier burdo sicario: ser reconocido y respetado en la familia. Solo tres miembros del grupo brindaban con antelación, pues al Zurdo no le gustaba contar los pollos antes de nacer, y mucho menos con este encargo que le traía el alma en penitencia. Algo turbio y rancio lo machacaba en sus pensamientos. Esta misión serviría para abrir de par en par las puertas del infierno, y de manera definitiva. Con bastante probabilidad, los implicados costearían un precio impagable, quizás habría un antes y un después en la vida de los sicarios al matar al juez Alberto M uñoz Pestana. El jefe de la operación no era supersticioso; sin embargo, estaba demasiado seguro de la presencia demoníaca en el curso de esta encomienda tan relevante. A Fernando M iralles las cosas no le pintaban bien; su intuición trató de advertirlo, pero ya era demasiado tarde, y lo peor de todo era que tenía razón: su destino estaba tatuado con tinta multicolor. Los cuatro matones salieron del centro de reunión. Cada uno tomó un rumbo diferente evitando generar sospechas. El Zurdo se retiró con suma lentitud, caminaba pensativo, inmerso en una guerra personal donde los combatientes eran él contra sus propios miedos y demonios repentinos, pincelados en el cuello de una hermosa emperatriz. Pesadilla fatídica para la actividad de un asesino tan peligroso como él. El sicario mayor deambuló por varias calles sin fijarse en esquinas, peatones o peligros de coches al cruzar las vías. Se asemejaba a un sonámbulo, perdido, ausente, en tránsito psicológico. Se encontraba sumido en un mundo sensorial, extraño, y ahora sentía en carne viva la batalla contra el mal, que deseaba ser derrotado por la luz; todo lo contrario a sus acciones pasadas. Fernando M iralles visualizaba con detalle inmaculado una lanza de hielo que le rompía el pecho hasta el punto de producirle reflujo ácido. El miedo lo intimidaba, sentía que no podía cumplir con el trabajo si antes no asesinaba o borraba de su mente la imagen de terror nacida en sus recientes sueños fatalistas. Se detuvo en un parque a observar un grupo de niños jugando al fútbol. Los chamacos pateaban una pelota con los diseños del antiguo mundial del 1986, donde M aradona utilizó «la mano de Dios». Los chicos rebosaban alegría, jugaban tranquilos, felices, inocentes de estar cerca de alguien que traía la muerte a su espalda y le hablaba de tú a tú, la retaba y le escupía a voluntad repetidas veces. El Zurdo pensó en correr, en pedir ayuda ante lo desconocido. Lo primero que le vino a la mente fue un ensalmo basado en las palabras de su madre: «Cuando dudes, acércate a Dios, él te dará la respuesta. Solo él te salvará». Nunca antes había tenido tan presente a su vieja como en estas últimas semanas. Frenó en seco, pensó sin ideas claras, dio varios pasos sin rumbo definido hasta toparse con una vendedora ambulante de tacos. Se acercó al puesto de comida y, sorprendido, notó que el aroma empezó a saturarse, a viciarse de forma peculiar, intensa pero hermosa. Y de manera insólita, difícil de creer, no olía a carne, ni a grasa recalentada o manteca vencida. El aire se cargó de contradicciones increíbles, un efluvio a vainilla combinado con miel lo hipnotizaba. El perfume calmó un poco al Zurdo: eran los aromas de esencias que su madre siempre le dedicaba a San M iguel Arcángel, el santo protector, el Guerrero de Luz y guardián de sus hijos. Sintió paz verdadera, calma de niño ingenuo. Su madre estaba cerca, la podía sentir. Si la vieja caminaba a su lado, con toda certeza, el poder del cielo también lo cubría. Aunque dudaba sobre esa posibilidad; él consideraba no merecer semejante bendición. El Zurdo caminó tres pasos. Se paró frente a la taquería móvil y le preguntó a la cocinera dónde había una iglesia cerca. La inocente mujer le lanzó una sonrisa pícara, con timidez movió la mano y le señaló con el dedo índice derecho que en la esquina había una. Que por casualidad bendita, era la de San M iguel Arcángel, que él había cruzado varias veces sin darse cuenta. No lo podía creer, de nuevo el santo se le aparecía. Su mente voló, le jugó una mala pasada y lo transportó una década atrás. Recordó a un chiquillo que le contestaba: «Usted es como San Miguel Arcángel que mata al demonio». Esas palabras se transformaron en imágenes nítidas de aquel día en Oaxaca, cuando, sin pensarlo ni entenderlo, rompió todos los protocolos del narco. Se había metido en un problema gigante al matar a un bravucón de barrio que quería violar a una indiecita en un puesto de frutas. El hermano de la víctima lo comparó con el justiciero celestial, y ahora, en la mitad del parque, no entendía nada. ¿Por qué le atormentaban esos recuerdos? ¿Qué carajos tenían que ver con el puto juez? Comenzó a temblar, a sentir miedo a la luz, a la verdad. Caminó en busca de la antigua iglesia. Su impresionante cruz se divisaba a lo lejos. Llegó al portal de la construcción centenaria, subió la mirada poco a poco, con timidez, con pecado oculto hasta que el cuello no le otorgó mayor ángulo a los ojos. Los abrió en su máxima capacidad y quedó paralizado ante la sorpresa. Frente a él, emergía el pórtico de una iglesia vieja, carcomida, bastante desgastada por el peso de los años; en ella sobresalía con luz propia la imagen de San M iguel Arcángel apostado en lo alto de la puerta principal, en el pleno centro arquitectónico de la edificación, debajo de la cruz de metal que servía de faro a los creyentes o turistas que deseaban fotografiar el santo lugar de oración. Se atrevió a pronunciar en voz baja lo que había aprendido en las pocas veces que leyó sobre el poderoso Arcángel: «Quién como Dios». Suspiró lleno de dudosa esperanza, un frío polar le congeló el pensamiento. Rezó en privado, y en silencio pidió perdón por sus pecados. Un manto de arrepentimiento le susurraba al oído un mensaje que solo él podía escuchar: «Llegó tu tiempo de luz». El Zurdo inclinó la cabeza, prorrumpió en llanto como un niño desconsolado, estaba segurísimo de que había llegado su fin. Era definitivo, la misión de matar al juez sería la última. La justicia divina tendría la última palabra. Se arrodilló en el portal y gritó en silencio con la fuerza de mil voces interiores. Aspiraba ser escuchado por el universo en pleno. Enterró sus ojazos directo en el rostro del Arcángel M ayor y le habló con humildad sincera, pura, real. — ¿Qué quieres de mí? Solo pídelo y lo haré. Capítulo 7 El asesinato del dragón México D. F., invierno de 1999, el jueves del atentado. Transcurrieron los días necesarios, y llegó el desdichado jueves donde la bestia aparecería sin ser invitada, con la intención de liberar a Pandora. Solo Dios, o lo que muchos escépticos llaman universo, lo había predestinado de esa manera. La redención de los pecados del Zurdo comenzaba a ser bendecida, la salvación llegaría cuando él ahogase sus culpas en la sangre de los acólitos de la oscuridad. En la mente de los pistoleros de don Tomás la ruleta mortal había sido reservada a nombre del juez Alberto M uñoz Pestana. Los tres asesinos acompañarían a su jefe en una misión que les reportaría gloria en metálico y mucho poder dentro de la hermandad criminal. Al inicio del día estaban calmados, serenos y fríos, al igual que el crudo invierno que azotaba la ciudad, menos el cabecilla de la banda, que, por enésima vez, no alcanzó a conciliar el sueño en la víspera del asesinato del magistrado, porque había pasado la noche en vela, dando vueltas en la cama. Apenas cerraba los ojos, aparecía la figura fantasmal de la bella mujer que lucía un dragón tatuado en el cuello, produciéndole terror en estado puro, esa clase de terror que nos obliga a mirar al cielo y pedir perdón, rogar por nuestra vida a pesar de dudar de la existencia del Ser Supremo. Apenas despertó el sol, Fernando M iralles decidió beber una taza de café muy cargado. Casi parecía petróleo, por la densidad del brebaje que saturaba con brozas la taza de cerámica rústica. Al Zurdo le urgía a toda costa estar bien despierto. Asumió que la cafeína como antídoto temporal tal vez le permitiera ahuyentar al dragón, porque solo cuando estaba despierto y con los ojos inflados era cuando la figura china solía emigrar de su mente. El reloj de pulsera señalaba las siete de la mañana, faltaban doce horas para acabar con la vida del erudito en leyes. El asesino se apoyó en la mesa de la cocina donde reposaban los planos de la casa de la víctima. Repasó una vez más, cada uno de los espacios que cubrir: las entradas, las distancias, la seguridad, y, en especial, la huida. M emorizó cada palabra que debían comunicar a los guardias de seguridad en la garita de la urbanización. Estudió las claves necesarias al momento de entrar camuflados, vestidos de empleados de la compañía de teléfonos. Analizó cada detalle que debía cumplir una vez atravesaran la puerta del jardín: los metros de separación con el futuro cadáver y el tiempo del disparo. Por más que visualizaba la simplicidad del trabajo, algo le retumbaba en la cabezota. Su otro yo le jugaba una mala pasada. Sentía a la muerte saludándole en cada esquina de la casa, en la urbanización y en todo el D. F. La duda se adueñaba de él y lo poseía con perversa plenitud. La necesidad de evasión le recomendó al Zurdo la peligrosa idea de envalentonarse a la fuerza. Abrió una de las gavetas de la cocina y retiró un frasco de vidrio a medio llenar con varios sobres de papel grisáceo, doblados en forma de cuadrado. Tomó uno de los paquetitos. Apartó los laterales con sumo cuidado, y un polvo blanco se dejó colar ante sus ojos. El confundido traficante permitió la cercanía entre su nariz y el valor monetizado en dosis pulverizadas. Titubeó un poco, no estaba seguro; sin embargo, la desesperación lo empujó. Necesitaba cuadruplicar su valentía. La idiotez lo embriagó, apostó y perdió la conciencia. Las fosas nasales del sicario rozaron con timidez el suave polvillo blanco. Seguía indeciso. Pero al final lo inhaló con fuerza desesperada y con la determinación del miedoso. En segundos, un desenfreno de claridad momentánea lo sacudió de golpe, sus bronquios se tiñeron de blanco y el cerebro empezó a trabajar de manera febril. Las emociones se dislocaron, el miedo mutó en falso coraje. La evasión imperfecta pasó a tomar el control del cuerpo del sicario, el segundo de mando de la familia de los Tomateros y futuro suplente natural del capo. El Zurdo salió de su casa cerca de las nueve de la mañana. Fue a reunirse con sus soldados en un taller de latonería donde los rateros desmantelaban coches robados, otro de los negocios encubiertos del señor Hinojosa. A las once de la mañana, los cuatro hombres degustaron un desayuno excesivamente fuerte; muy a la mexicana. Incluyeron en su dieta del día huevos rancheros, bañados en salsa verde con mole picosito y un pedazo voluminoso de arrachera en cama de nopales acompañado de un tamal estilo Campeche. De postre compartieron tarta de moras. Necesitaban toda la energía posible para aguantar las próximas seis horas sin alimento. De ese modo podían mantener los estómagos bastante entretenidos en plena faena de digestión, ya que, al caer la noche debían tener absoluta concentración en sus pistolas y en el escape perfecto. Los soldados del Zurdo lo notaban intranquilo, carente de su tradicional frialdad asesina. Por más que indagaron sobre las posibles causas, él los evadía, insistía y machacaba que todo estaba bajo control; sin embargo, no se confiaba, pues se trataba de una misión demasiado importante para todos, y él no podía permitirse el lujo de fallarle a don Tomás. Sus cuates de armas estaban sobrados, convencidos de que la encomienda era rutinaria, incluso demasiado fácil por la arrogante actitud del juez de confiarse y no llevar mucha escolta. Al final de la conversación dejaron al jefe en su propio infierno emocional. El resto de la banda prefirió deleitarse con los sabores que les regalaban los típicos platillos de un suculento desayuno al mero estilo chilango. Terminaron de comer y se vistieron con uniformes de empleados de la firma de teléfonos, tal y como especificaba el plan. En el taller encontraron una camioneta Dodge modelo Van de 1996 decorada con logos e identificación empresarial, un calco perfecto de la publicidad que exhibían los transportes de las empresas del ramo, el disfraz idóneo a la hora de zanjar sospechas de cualquier tipo. El Zurdo manejaba el vehículo. La acción le ayudaba a concentrarse mejor. A su derecha se sentó uno de sus asesinos de confianza, Braulio Linares, un regiomontano de unos treinta años a quien el mismo Fernando M iralles reclutó después de acabar con una banda de ladronzuelos que intentaron montar un negocio paralelo en Querétaro y les habían reducido ventas a los Tomateros. El chico fue el único sobreviviente de la masacre y, por extraña piedad, el Zurdo premió su valor en el combate, dándole una oportunidad de trabajar para él. El acto de clemencia le garantizaba que jamás lo traicionaría, porque le debía el alma, y un poco más. Era una especie de código criminal. El joven Braulio, a su corta edad, ya atesoraba una lista de muertes bastante notoria en su currículo. Era tirador ambidiestro, y muy bueno a la hora de interrogar; conocía los puntos débiles de sus víctimas, les arrancaba confesiones reales con mucha facilidad; habilidoso en el arte de hacer cantar como tenores a los desdichados sospechosos. En la parte de carga de la camioneta iban dos de los guaruras con mayor antigüedad en el clan. En alguna ocasión formaron parte del anillo de seguridad que protegía una ruta importante en la frontera con Texas. Se les conocía solo por el apodo, pues con el paso de tantos años de servicio, sumado a la confianza repetitiva entre los miembros de la banda, sus nombres se habían borrado de los recuerdos. A uno lo bautizaron como el Burro, haciendo referencia a su nivel cultural y a su tosca forma de matar. Él solía disparar a mansalva, sin importarle las bajas inocentes. Al tercer asesino lo identificaban como el Rex, un alias difícil de interpretar a simple vista. Se lo había colocado don Tomás al constatar dos cosas: la longitud de sus extremidades superiores, un tanto cortas a causa de malformaciones congénitas, y porque el personajillo era tan tacaño que hacía que sus manos jamás alcanzaran la billetera. Sus amigos concluyeron que se asemejaba a un tiranosaurio Rex. El remoquete causó gracia entre los miembros del club delictivo y para siempre quedó marcado con el simpático apodo. Nadie recordaba haberlo visto pagar una cuenta. Se fugaba con destreza cuando se acercaba una factura. Solía esconderse en el baño o esgrimía el típico cuento de no tener cambio. Inventaba excusas de lo más variado, esquivando invitar a sus compinches. La Dodge Van con logos de empresa de servicio telefónico atravesó la ciudad de sur a norte en busca de la urbanización en la colonia Las Lomas, en la misma avenida que conduce a Toluca. A las seis y cuarto de la tarde, cuando el sol se disponía a descansar, los malhechores frenaron en la alcabala de seguridad. Se identificaron según lo acordado. Los guardianes telefonearon a la vivienda que había solicitado el servicio de reparaciones siguiendo con el manual de seguridad para verificarlo con la casa: alquilada por una supuesta familia honorable. Los famosos vecinos que requerían mejoras en el servicio de internet al fin resultaron ser parte integrante de la organización criminal. Sin mayor problema, autorizaron a los sicarios a entrar al selecto complejo residencial. El vehículo ingresó con lentitud en el lujoso condominio de mansiones, en general habitadas por políticos, empresarios y familias acaudaladas que vivían de sus rentas históricas. Algunas fortunas, de procedencia honesta; otras, quién sabe. Los asesinos dieron un par de vueltas alrededor de la vivienda del juez. Dos rondas de reconocimiento fueron suficientes. La obra aparentaba exceso de normalidad. Se cercioraron de que el automóvil personal del juez estuviera aparcado en el jardín de la casa. La realidad seguía coincidiendo con el plan trazado. Ya todos los protagonistas de la tragedia estaban juntos en el día, lugar y hora establecidos. El universo controlaba el veredicto final y sus razones. Se avecinaba un resultado salpicado bendiciones. A las seis y de tragedia extrema, pero envuelto en cincuenta minutos, el transporte de los bandoleros se detuvo en la puerta trasera de la casa número 77, en la quinta El Establo. Tres de los sicarios descendieron de la camioneta. El Zurdo iba al frente del pelotón, llevaba colgado en su hombro derecho un bolso pequeño con grabados de la compañía de telecomunicaciones que simulaba un estuche de herramientas. Lo seguían muy de cerca el Burro y el Rex. Sobre ellos recaía la función de servir de soporte y protección del jefe a la hora de enfrentar fuego enemigo. Braulio quedó al mando del volante de la Dodge Van. Aunque era el más joven, no se le consideraba novato, pero el Zurdo se sentía el doble de protegido por la impulsividad de los antiguos guerreros del clan. Ellos sabían a la perfección, cuándo y de qué manera administrar la muerte como escudo. Si algo se complicaba o enredaba, la lluvia de plomo garantizaba la salvación de todos. No había necesidad de análisis. Por otro lado, Braulio era el mejor conductor si había necesidad de escapar deprisa. La puerta trasera que comunicaba el jardín de la vivienda del juez con la calle lateral del condominio se abrió con facilidad ante la presión de la mano del Rex. El intruso llevaba puestos unos guantes de látex de los utilizados en los quirófanos. Con tranquilidad pasmosa, los tres visitantes inesperados, entraron en el campo de combate. Surcaron el jardín sin levantar sospechas. Una de las empleadas de servicio temporal estaba cuidando los helechos y las orquídeas en el lado opuesto de la amplia morada. Ella alcanzó a percibir la imagen de personas desconocidas, pero imposible de ser identificadas por la distancia visual. La sirvienta se confundió por la hora de llegada de los trabajadores; no obstante, supuso que, si les habían autorizado el ingreso, serían órdenes precisas del ama de llaves, que tal vez los esperaba en el salón principal. Los asesinos bordearon la piscina temperada que humeaba volutas de vapor fresco. Alguien la había usado uno minutos antes, o quizás olvidaron desconectarla. En pocos minutos, los intrusos llegaron al portal de vidrio que separaba el patio del jardín y la piscina de la villa. La puerta corrediza de cristal se encontraba a medio cerrar. El Zurdo fue el primero en cruzar el umbral. La vivienda parecía deshabitada. Ya en el interior de la faraónica mansión, Fernando M iralles se dejó embobar por el lujo, la opulencia y el buen gusto de los dueños del palacete, cuyas paredes imitaban las de un museo cualquiera. Sin duda alguna, la decoración fue manejada por manos expertas en arte, diseño y arquitectura clásica. Los muros se habían cubierto con hermosos lienzos de pintores de fama mundial. Abundaban las esculturas creadas con diversos tipos de materiales nobles, y sobresalía un imponente mural que evocaba la batalla del Cinco de M ayo, que libraron los ejércitos mexicano y francés en Puebla, en 1862. El majestuoso diseño decoraba una de las paredes de la sala de estar, la obra absorbía las miradas envidiosas de las visitas. El Zurdo no podía creer la riqueza artística del lugar. Abstraído, se detuvo unos segundos a revivir sus recuerdos estudiantiles en la lectura de obras basadas en museos, pintores y escultores reconocidos. El espacio le desenfocaba la concentración: quizás la droga inhalada a media mañana le causaba efectos nocivos para ejecutar el plan. Esto ponía en riesgo la vida de los otros esbirros. Distraerse en el mundo del crimen es sinónimo de sangre y presagio de muerte. El Burro lo ayudó a volver en sí; le recordó el motivo real de la visita. No podían dilatar el tiempo en tonterías reservadas a los críticos de arte. Habían venido a matar, y eso no se debía demorar. El Zurdo reaccionó escupiendo sobrantes de saliva nerviosa, giró a su derecha y divisó la puerta de madera antigua tallada por artistas locales, donde resaltaban motivos del Barroco italiano, una verdadera joya. El asesino recorrió los quince pasos de separación entre la sala y el despacho del juez. La oscuridad exterior le permitía disimulo visual ante cualquier enemigo potencial, y en el hogar del juez también sobraba penumbra; un buen elemento sorpresa durante el ataque. El Zurdo se acercó a la manija que lo separaba de su encargo mortal, la cogió con fuerza y apretó la circunferencia, pero, antes de girarla por completo en milésimas de segundo, una suave melodía de piano lo desencajó. El soldado del mal afinó el oído y lo adecuó ante el poder seductor de la música. Se dejó excitar por las notas de un Vivaldi desafinado: alguien estaba interpretando sus Cuatro Estaciones. La inconfundible música emanaba del interior del despacho. Era un peligroso detalle no descrito en el programa original. Entonces aplicó la lógica criminal, y pensó que tal vez, el juez fuera fanático de la música, rebuscó en sus notas mentales, pero no recordaba nada relacionado con el sorpresivo artilugio sonoro. Demasiado extraño que ningún informante comentara nada sobre el piano. Ahora los espacios interiores de la oficina expresaban nuevas ubicaciones y dimensiones inexactas. El campo de guerra había cambiado, quizás un solo disparo no resultaría suficiente. En concordancia con el guion inicial, se suponía que a esa hora la víctima debía estar fumando sus costosos puros mientras quemaba el tiempo leyendo un libro. El Zurdo trató de recalcular los planos del despacho, buscó la forma de visualizar la colocación exacta del piano con la intención de poder estimar el ángulo de la diana. De ese modo, facilitaría el disparo sin margen de error. La precisión de la bala generaba certeza, éxito en la muerte del sentenciado, ahorraba tiempo y aligeraba la huida. Fernando M iralles aguzó los sentidos y se concentró en las notas musicales. Gracias al sonido dedujo que el pesado instrumento de teclas se encontraba a la derecha de la puerta. Tenía que abrirla de un solo golpe, con fuerza, y disparar sin titubear; al primer segundo, cuando su retina divisara la silueta del dueño de la mansión. En su mente el tirador calculó el tiempo máximo antes de apretar el gatillo y soltar el disparo. Su efectividad dependía de entre cuatro y seis segundos. Durante esa desquiciada fracción de tiempo él debía desplazar la puerta en toda su capacidad de giro, abrirse paso, perseguir a la víctima que debía estar sentada al frente del piano, tal vez a unos tres metros de la entrada. El cambio de planes motorizó su circulación sanguínea. Por precaución, le hizo señas al Burro dándole a entender la nueva situación. Aun así, el escenario continuaba bajo el control de los malos. Entraría a matar al juez mientras el Burro le protegía la retaguardia ante cualquier eventualidad. Para mayor eficacia, al abrirse la pesada puerta, ambos sicarios estarían enfrentados rozando sus espaldas. El primero, atacando; el segundo, custodiando el pasillo de escape. Decidido, Fernando M iralles giró el pomo. El portal cedió con facilidad extrema. Lo empujó con furia abriéndose por completo, y dejando al descubierto el despacho privado del juez. Por mera reacción de un asesino experto que sigue sus instintos, a la velocidad de la luz, dirigió la mirada al lado derecho. Tal como indicaba su sentido de ubicación, allí encontraría el blanco. Fernando M iralles estaba listo para disparar, para escupir fuego justiciero a través del cañón de su Smith & Wesson punto cuarenta bañada en oro puro. Sin embargo, tal como fue escrito en el firmamento, los decretos de sus pesadillas llevaban un peso de verdad; inmenso como una catedral. El plan, en efecto, exhibía un detalle mortal. Por última vez en su carrera del crimen, quedó inmóvil, petrificado de miedo absoluto, y se sintió desarmado. Su dedo índice no tuvo valor de convencer al gatillo, la pistola se opuso a regalar muerte y las balas se escondieron en la recámara del armamento de grueso calibre, y se negaron de manera rotunda a escapar. La visión del sicario controlaba sus movimientos, pero de nada sirvió. Estaba paralizado, congelado ante el misterioso fantasma que se hallaba de pie frente ferocidad, a él. Un segundo fue su instinto criminal, suficiente para arrancarle su su lado perverso. Inspiraba profusamente, el pánico le impedía pensar, actuar o siquiera hablar. Había descubierto la primera prueba que certificaba la existencia del destino o, como muchos suelen llamarlo, los designios de Dios. Delante de él se dibujaba una imagen imposible de olvidar porque cobraba vida en su propio corazón, en el lado más sublime de su alma en pena. Una imagen que le revolcó sus pecados, sus miedos y, sobre todo, su estupidez a la hora de sacrificar lo más hermoso de la esencia de los seres humanos: el amor en su estado puro. El Zurdo no daba crédito a la visión que estaba mirándolo con ojos de profunda sorpresa cadavérica. Un fantasma hermoso que le apuntaba con el dedo de la injusticia. Un ángel que se había acercado en el día y lugar equivocado, el recuerdo impensable que solo podía ser verdad en sus peores pesadillas, y capaz de abrirle el universo en dos mitades; un espíritu que había reencontrado sin quererlo y se convertía en justicia bendita, aunque portadora de muerte, dolor y tragedia innecesaria. La visión cobró un realismo sangriento. El Zurdo empezó a morir lentamente. Descubrió con dolor que sus pecados al fin serían redimidos esa misma tarde y a un precio impagable en las próximas veinte vidas. Capítulo 8 Cuatro muertos sin historia México D. F., 12 horas después del atentado. El celular de don Tomás Hinojosa no paraba de sonar. El viejo capo se encontraba en La Casona en el D. F., en el corazón de Temucalco. Estaba desesperado por escuchar noticias claras, relacionadas con los sucesos de la noche anterior. El máximo líder del cartel actuaba nervioso, confundido y bastante alterado. Se mantuvo en vela durante la madrugada y esperanzado aguardaba alguna llamada o contacto directo con sus cuatro sicarios encargados de aniquilar al enemigo de la Corte Suprema. Sus matones habían desaparecido desde las siete de la noche del jueves, momento del último contacto telefónico. El sol empezaba a ejercitarse, y ni una sola llamada del experimentado comando. Nadie en la guarida de la hermandad de los Tomateros había podido dormir. Incluso los guaruras, sicarios, cocineros y el personal de apoyo mostraban incredulidad ante la excesiva desinformación. Parecía que el infierno se había tragado a los mejores hombres de la banda criminal. A los medios de comunicación también les resultaba difícil obtener información certificada. Ya transcurridas diez horas, los diarios apenas publicaron un par de reseñas, muy escuetas. El noticiero de la mañana de la televisión nacional puntualizaba una breve bota sobre el ataque que sufrió la residencia del juez Alberto M uñoz Pestana. Reportaron de manera extraoficial la muerte de tres personas en el interior de la casa número 77, quinta El Establo, propiedad del notorio hombre de leyes. Dos delincuentes. Así los calificaban en las primeras pesquisas, pues no existía certeza absoluta sobre un posible sicariato. El primer parte policial disimulaba los confusos y peculiares hechos. Se manejaban varias hipótesis; entre ellas, la posibilidad del robo; pero la masacre permitía dudar de toda lógica. La investigación se escudaba bajo el amparo del sumario. Como es costumbre, los expertos amarillistas en crónicas de sangre ya rumoraban sobre la muerte de una mujer, presumible víctima inocente entre la lista de los difuntos. Por casualidad, a la misma hora de los crímenes, la infortunada se encargaba de afinar el piano de la casa. Ella ejercía como profesora de música de la hija del juez; le impartía clases los lunes, miércoles y sábados, pero, por desgracia, el apego a su profesión la traicionó ese fatídico día libre. La pianista había ido a la casa del juez luego de terminar unas lecciones privadas en la residencia de un empresario que vivía a poca distancia del lugar de los acontecimientos. De forma inesperada, ella decidió revisar el instrumento de teclas en la peor tarde de su vida. Los diarios no mostraban fotos de la licenciada en M úsica. Se concentraban en mencionar que falleció víctima de un disparo a corta distancia. Y buscando aumentar el morbo del lector, en la versión no oficial, la fuente informativa recalcaba que la munición le atravesó el pulmón derecho. El centimetraje perverso de los artículos periodísticos suele ser premiado, ya que los redactores ganan según el rating, que aumentaba de forma considerable, en función del volumen de sangre y violencia inventada. Los expertos suponían que el arma utilizada era de grueso calibre, porque la inocente dama presentaba orificio de entrada en el pecho con salida directa por la espalda. El chisme, pagado con generosidad a algún policía corrupto, culminaba explicando que ella había muerto en el acto; ahogada en su propia sangre. En cuanto a los maleantes, se multiplicaba el hermetismo policial. La información se guardaba a buen recaudo, casi sepulcral. Los agentes federales se limitaban a escudarse argumentando que la investigación avanzaba según el proceso acostumbrado, aunque arropada en el marco confidencial, y que en pocos días se desvelarían más detalles. Otro cuerpo apareció recostado sobre el volante de una Dodge Van robada y, ploteada con motivos publicitarios idénticos a los utilizados por una empresa de telefonía. El cuarto cadáver mencionado constituía el misterio aún mayor. El vehículo de carga estacionó a pocas cuadras de la antigua iglesia de San Judas Tadeo, a doce minutos de la casa del juez. Las pesquisas insinuaban que el misterioso difunto también participó en la masacre de la quinta El Establo. Lo extraño o contradictorio era la distancia geográfica donde encontraron la camioneta, así como el tipo de perforación que presentaba el muerto. Lo confuso nacía en los sesgados reportes periodísticos impresos en los pasquines de crónica roja donde se multiplicaban las incongruencias sobre las versiones de este último delincuente abatido, permitiendo que las dudas se incrementaran. Unos resaltaban que falleció desangrado; otros, más exagerados, exponían que fue ahorcado, y aportaban cualquier novedad equívoca que alcanzaran a transcribir con la intención morbosa de vender muchos diarios, aun sin haber contrastado las fuentes. Los encargados de la prensa amarilla obtenían versiones encontradas sobre el cuarto fallecido, porque la camioneta apareció en la vía pública, y eso permitía que el cerco de seguridad fuese menos riguroso en comparación a la casa del juez. Ningún redactor o editor serio opinaría a la ligera sin una fuente confiable. Los medios de comunicación manifestaron su incomodidad ante la limitada información que provenía de la única fuente autorizada: el comisario jefe de la Policía Secreta y director de la División Antiterrorista. Él era el único dueño de la verdad absoluta. A pesar de la confidencialidad, se filtraron pistas que indicaban la supuesta participación de otro sospechoso que había desparecido de la escena dejando un claro rastro de sangre. Pero como dato extraño, no existían pacientes heridos de bala registrados en las clínicas cercanas. Algo clave faltaba en el rompecabezas de la peculiar historia. También confundía la muerte de la pianista, situación fuera de lógica a menos que estuviese implicada en las muertes. Los sabuesos se enfrentaban a un fantasma que tenían que identificar, suponer o inventar ante una masacre tan sangrienta y absurda. Don Tomás no disimulaba su molestia. Los presentimientos anunciaban la pérdida de tres de sus sicarios más importantes, quizás los mejores. El viejo líder prefería convencerse de que los muertos eran Braulio Linares, el Rex y el Burro; no obstante, se temía el peor de los desenlaces; pues era muy probable la desaparición física de su muchacho de confianza, su hijo putativo: el Zurdo. Por más que le daba vueltas a la cabeza, el capo no lograba entender lo sucedido. Resultaba demasiado extraño que no hubiese contacto telefónico con su mejor hombre. Don Tomás exigía noticias, pruebas, datos, quería conocer la verdad sin importar cuán dolorosa fuese, porque la paciencia no formaba parte del listado de sus virtudes. La zona del tiroteo se mantenía acordonada, impenetrable. El jefe del cartel de los Tomateros caminaba desesperado en el interior de su oficina y detallaba con su mirada aguileña las esquinas de cada pared; analizaba los detalles en las ventanas, perseguía los rayos de luz que se colaban por cada rincón del centro de operaciones. No podía pensar con sapiencia. Al jefe mafioso le acompañaba el resto de la banda capitalina. Sentados en los bordes de la amplia mesa de metal y vidrio, los restantes nueve jefes de su organización criminal cuchicheaban en voz baja. Ninguno se atrevía a levantar el tono de voz y distorsionar el silencio, nadie osaba perturbar la concentración del líder. Don Tomás esperaba impaciente la llamada de su amigo, el coronel Hilario M ancera, director de la Policía Federal de la División Antidroga. El supuesto hombre de la ley decía ser el encargado de perseguir a los narcos del D. F. cuando, en realidad, buena parte de su trabajo lo dedicaba a ejercer de soplón de confianza en la red de los Tomateros. Gracias a sus ayudas informativas, el coronel percibía un salario bien grasoso, de esos capaces de comprar la conciencia hasta de los que se autodefinen como incorruptibles u honrados. La relación entre ellos se remontaba a unos siete años, y de ese intercambio comercial el mayor beneficio alcanzado por el capo se basaba en poder evitar las futuras acciones del gobierno en su contra, permitiéndole diseñar planes seguros y eficientes que aminorasen la posibilidad de pérdidas de capital y soldados. El propio M ancera, en el pasado reciente, delató a miembros de la Policía, agentes encubiertos que finalizaban investigaciones en curso destinadas a encarcelar a don Tomás. Las diligencias del soplón vestido de poli desparramaron mucha sangre inocente. Los agentes antinarcóticos fueron emboscados, torturados y asesinados sin piedad. La investigación se desmoronó hasta morir en algún despacho burocrático de asuntos sin resolver. El narcotraficante evitó vestir uniforme de reo y por esa cobarde información premiaron al coronel con grosera abundancia, intentando ayudarle a mitigar el sentido de culpa. El líder de la mafia ojeaba su celular que se reventaba de tantas llamadas, en su mayoría efectuadas por la gente de Chihuahua, Sinaloa o Juárez. Los despachadores de la merca también se sentían preocupados y ávidos de novedades. Los socios del negocio en tierras del noroeste mexicano ofrecieron ayuda inmediata. Pero en estos momentos de dudas, el capo no la precisaba. Concentró los sentidos en un solo número telefónico, el de su compañero de fechorías, que vestía uniforme de gendarme antinarco. Los minutos apuraban el paso, las dudas se incrementaban a mil por hora inquietando al bandolero. A su vez, los subalternos, hacían apuestas entre ellos sobre la suerte del Zurdo. En general, los nueve sicarios coincidían en dos predicciones: seguro que debía estar muerto, o tal vez preso; o existía la posibilidad, de que lo habrían interrogado y estaría listo para cantar las mañanitas. Un par de delincuentes se alegró en privado. Ya asumían que la muerte del segundo en el mando permitiría la formación de un nuevo orden jerárquico en el grupo, aun cuando todavía eran simples conjeturas individualistas justificadas por una desaparición bastante misteriosa de un comando tan profesional en el arte de matar. El celular volvió a sonar. De golpe, los guaruras vieron al capo alegrarse con euforia al recibir la tan ansiada llamada. — ¡¡¡Cabrón de mil putas!!! ¡Por fin me llamas, pendejo de mierda! Llevo horas esperando por tu pinche averiguación ¡Y no sueltas la sopa! A ver, dime ¿qué carajos has averiguado? Ya pasaron muchas horas y es muy extraño que no se sepa nada con claridad. Así que me vas diciendo la verdad o empiezo a ponerme de malhumor – increpó con rabia don Tomás presionando a su confidente de la Policía Federal. — ¡Cálmese, amigo mío. Ya le he dicho que no está fácil la cosa! Hay demasiado secretismo, más bien prohibición a las conjeturas, pues, como ve, amigo, se trata de un juez muy chingón. Usted lo sabe de sobra. Las directrices las están dando en la comandancia de la Policía Secreta bajo supervisión personal del ministro de Defensa. M is informantes, por ahora, no tienen muchos datos diferentes a los comentados en la televisión o en la prensa. Es muy raro, lo sé, pero necesitaré al menos un par de días. En ese tiempo quizás pueda tener acceso al expediente oficial. Solo le aclaro que el mismísimo presidente de la república está avalando el proceso de la investigación y exige explicaciones contundentes, motivos y responsables directos. Ya es un tema político, usted me entiende. Tenga calma, no haga nada estúpido y desesperado o todos perdemos. Quédese en casa con sus guardias. No se expongan, déjeme trabajar con calma – respondió con voz quebrada el coronel M ancera. Lo aterraba no poder calmar el ímpetu de su empleador secreto. Temía una reacción en cadena por parte de los miembros del cartel en represalia por la muerte de sus cuatro amigos, sobre todo, por la del Zurdo, aun cuando todo era prematuro y nadie conocía su paradero. El astuto coronel continuaba escudriñando en su cerebro excusas perfectas cuando los gritos de don Tomás casi lo dejan sordo. — ¡¡Óyeme bien, pendejo!!¿Para qué demonios te pago una fortuna? Si lo único que se te ocurre decirme es que lea los diarios. ¿Te estás burlando de mí, pinche poli? ¡¡¡Vete a la mierda, cabrón!!! Acabo de perder a tres de mis cuates, tres putos sicarios, y de los chingones. Lo peor del caso es que no logro encontrar una puta noticia de mi hombre de confianza. Ya sabes, el desgraciado del Zurdo. ¡Esto es muy raro, güey! No sé si está muerto, si está detenido o qué carajos pasó con él, y tú me pides que me calme. ¡No seas pendejo! O me averiguas ahora mismo lo que pasó o te mando a comer tierra, imbécil. ¿M e entendiste, M ancerita? ¡¡¡Yo mismo te mato, lo puedes jurar!!! Las amenazas de don Tomás eran ciertas. El viejo sabio pensó que cabía la posibilidad, tal vez poco viable, pero no menos imposible, de que se tratase de un anticipo a una guerra entre bandas del narco. Por su mente cruzó una retorcida probabilidad acusatoria que recaía sobre los hombres del cartel de M onterrey, la familia Oropesa; quizás ellos lograron infiltrarse también en la Policía, o comprar al propio M ancera (podría estar cobrando doble), o, a lo mejor, la mujer muerta pertenecía a la misma banda que asesinó a sus hombres y secuestró al Zurdo. Entre narcos las casualidades no existen. El hermetismo en la información se transformaba en el mejor amigo de la ansiedad del capo mayor. Su instinto, que nunca le había defraudado, anunciaba que algo muy raro y pesado se fraguaba en su contra. Las contradicciones podían apuntar a una guerra o a una traición. El coronel M ancera trató de calmarlo y le respondió con astucia. Su discurso buscaba salvarle la vida. — ¡Cálmese, don Tomás! Las cosas no están fáciles. Le juro que mañana después del mediodía tendré acceso al expediente oficial, y luego le cuento. Si tengo novedades antes de la hora, se las reporto de inmediato. Le adelanto con seguridad, que a uno de sus hombres le perforaron la aorta, pudo ser con una bala de la pistola cuarenta y cinco, y al segundo cadáver, dentro de la oficina del juez, le volaron la cabezota de un solo disparo a escasos centímetros de distancia. Esto me huele a posible emboscada. Sobre el chófer de la Dodge Van, sé que murió por un impacto de bala en el pecho. No tengo los detalles claros. Tampoco conozco las identidades de ningún difunto, apenas pude averiguar la forma en que los mataron. Del Zurdo, presumo que, si aún vive, debe de estar herido y muy bien escondido, porque encontraron en la Van dos tipos de sangre, y una de ellas no concuerda con los tres muertos de la casa. Roguemos que esa sangre pertenezca a su muchacho de confianza. Yo le juro que trabajaré todo el día en el caso. Recuerde que nunca le he fallado. Tenga paciencia, mi querido amigo, calma mucha calma. ¡No por levantarse más temprano el sol saldrá antes! Las novedades confundieron al oyente. El capo se había parado en seco. Se recostó sobre la ventana que daba al patio de La Casona. Era evidente que la suerte que pudieran correr sus hombres era importante; sin embargo, la forma de morir a corta distancia demostraba ajusticiamiento. Ahora no tenía dudas, plomazón a quemarropa contra sus sicarios era la justificación suficiente. Habían sido emboscados. Su pensamiento no admitía excusas aparentes. Podía existir un soplón en el grupo, o alguien en la Policía estaba recibiendo más dinero que M ancera. Don Tomás enfureció, se giró en dirección al escritorio, donde sus nueve apóstoles charlaban. La mirada penetrante del líder le secó la garganta a los presentes, que intuyeron que algo malo le había dicho el informante. El único en abrir la boca fue Luis Zúñiga, apodado el Sarna, en teoría, el más beneficiado por la muerte del Zurdo. Bajo la lógica criminal, él se convertía en el próximo candidato en la línea de sucesión al trono del mal. Con falsa timidez, el sicario interrumpió los malos pensamientos del capo con el propósito de entender los datos reportados por el coronel. En lo profundo de su alma, él ansiaba la confirmación de la muerte de Fernando M iralles junto a los demás. — ¿Qué pasó, mi señor? ¿Qué le dijo el poli? ¿Qué sabemos del Zurdo? ¿Está muerto el carnal, como los demás? – la curiosidad de su mente demoníaca despertó un universo de dudas en don Tomás. El viejo capo le concedió una mirada falsa, intimidante, retadora. Sin darse cuenta, el Sarna empezaba a cavar su tumba. — ¡Nada, muchacho! ¡No dijo un carajo interesante, el pinche coronel! El muy imbécil solo repitió las notas de la prensa. La única novedad importante es que él supone que el Zurdo está herido. Hay ciertos indicios algo débiles. Por ese motivo, no conocemos su paradero y ambos dudamos, no sabemos si murió o está secuestrado. M uy pronto tendremos el expediente en nuestras manos y sabremos la pinche verdad. La débil notificación no cambió el ánimo de los nueve asesinos, que bajaron la mirada en clara señal de resignación, y daban por perdido al segundo jefe. Si ya la Policía emitió un mínimo detalle, quizás ya tenían su cadáver. El Sarna volvió a retar a la muerte con sus comentarios egoístas. — ¡Bueno, patrón, si me lo permite! Yo creo que nuestro carnal puede que esté en el otro lado del mundo – la pesada mano de don Tomás golpeó el cristal de la mesa. La sala se llenó de tensión. La duda comenzó a florecer y aparecieron muchos Judas en los pensamientos del capo, que le gritó a su sicario regalándole una mirada de odio y muerte. — ¡¡¡No seas imbécil, Sarna!!! ¡Sabes que mi Zurdo es el mejor! Él no es estúpido. Seguro que escapó y está escondido. Tal vez no puede o no quiere comunicarse. Te juro que yo creeré que pasó al otro lado cuando tenga su cadáver ante mí. Necesito tocarlo, comprobar que está tieso como una piedra, de lo contrario es un mera y estúpida suposición tuya o de un pinche coronel corrupto, como son los malditos militares de este país de mierda. Lo único que te garantizo, Sarna, es que voy a descubrir la verdad, así tenga que matar a media ciudad. Y cuando dé con los culpables, les voy a arrancar el corazón con mis propias manos. ¿Estamos claros, cabrón? La ruda exposición asustó a los compañeros de armas. Los nueve asesinos veían en don Tomás un grado de odio, rabia, frustración y venganza que jamás habían experimentado. El mayor miedo de sus corazones consistía en ser tildados de traidores. Los nueve apóstoles cruzaron miradas temerosas intentando buscar sombras, descubrir fantasmas, atajar hechizos. Si el capo dudaba, tenían en sus manos la mejor evidencia de que en el futuro correría mucha sangre, incluso dentro de la propia familia de los Tomateros. Capítulo 9 La verdad os hará libres S ábado, 36 horas después del atentado en casa del juez. El Zurdo despertaba de manera sosegada. Su cerebro le reclamaba que abriera los ojos, ya era de día, cerca de media mañana. Sus pupilas se negaban a permitir que entrara la luz. Todavía no se recuperaban de la angustia macabra. Habían pasado casi cuarenta horas desde la horrible tragedia en el caserón del juez Alberto M uñoz Pestana. El sicario soportaba un dolor horrible en el hombro izquierdo, arriba de las costillas. Debido a la inflamación de los músculos respiraba con dificultad. Con dudas y algo de temor, el herido comenzó a forzar los párpados. Ansiaba descubrir si aún continuaba vivo o si transitaba al otro mundo. Quería constatar si la espantosa visión del jueves había sido una pesadilla necia o si, en realidad, ya moraba en el infierno, en las celdas de castigo designadas a los criminales de su calaña. El silencio de su calabozo temporal y la quietud del aire, tan solo alterada durante cortos intervalos de tiempo por el canto de los canarios, le brindaba la opción de dudar. De manera lenta y gradual sus ojazos cedieron con un poco de miedo, y dejaron pasar un fino rayo de luz con la excusa de ir acostumbrando la función de los globos oculares sin esforzarlos demasiado, pues ya habían descansado muchas horas, y había estado en reposo absoluto y forzado. La súbita exposición violenta a la luz del sol podía convertirse en dolorosa. Fernando M iralles trató de afinar la garganta, pero una resequedad cortante atenazaba sus cuerdas vocales, y se conformó con producir sonidos guturales. La laringe, así como el resto del aparato fonador, estaban aturdidos por el desuso de los músculos, sobradamente irritados y resecos, que retenían fragmentos de mucosidad adheridos en las paredes laterales. A raíz de la infección general, causante de la fiebre repentina, era tanto el dolor y los padecimientos, que el sicario llegó a creer que estaba bien muerto o, al menos, en clara transición del alma, listo para ser juzgado por sus pecados. Dos minutos de ejercicios con parpadeos constantes ayudaron en la recuperación a medias de sus capacidades visuales. El Zurdo no atinaba a reconocer el lugar, el espacio claustrofóbico le resultaba desconocido, extraño por completo y fuera de lógica; no concordaba con sus vivencias recientes. El prisionero movió los brazos con cautela y con lentitud medida intentó levantarse de la cama. De pronto, el dolor de su hombro izquierdo se agudizó, y gracias a la sensación punzante, logró descubrir que aún estaba vivo, por lo menos eso le gritaba su mente. Respiraba con dificultad, el pulso cardiaco reflejaba una lentitud preocupante, tragó saliva reciclada, amarga, añejada. Frunció el ceño mientras consideraba incorporar su cuerpo, que reposaba en un humilde catre que parecía pertenecer a una familia pobre. El colchón vestía sábanas desteñidas pero bastante inmaculadas. La confusión se reía de él, a duras penas logró ladearse en el respaldar de la cama. Exhausto, con la vista cansada, divisó en su lado derecho algo similar a una figura humana distorsionada, borrosa, totalmente desconocida y fuera de contexto. Frente a él estaba parado un hombre menudo, regordete, bastante hinchado por los costados de su abdomen, e iba vestido de sotana marrón oscuro, atada con un cordón grueso de fibras rústicas que estaba tejido con hebras residuales provenientes de telas de sacos donde los campesinos transportan sus vegetales. Al extraño personaje le colgaba un grueso rosario de madera muy simple, sin lujos, aprisionado en el nudo de la cintura. El enfermo sintió miedo en lugar de confusión: supuso por tercera vez que ahora sí estaba listo para despedirse. Quizás el cura había venido a darle los santos óleos, pero no hablaba. En segundos, el Zurdo recapacitó, dudó, e intentó recobrar la cordura. El paciente se decidió a hablar. La primera expresión nació de un recuerdo intempestivo, de un fogonazo en su mente que lo remontó a las últimas horas, cuando atentó contra el honorable juez en la quinta El Establo. Examinó con detenimiento al hombre vestido de santo y le parloteó con voz cortada, seria, ruda. — ¿Dónde está la niña? ¿Quién es usted? ¿Dónde estoy? – tres preguntas demasiado entrelazadas, confusas, que no inmutaron al oyente. El hombre, ataviado con sotana, observaba cauteloso los movimientos del malherido convertido en prisionero, reducido en fuerzas y pensamientos. Era evidente que el interrogado estaba superando un trauma físico y cerebral bastante grave. — ¡Vamos por partes, hijo mío! Primero dime, ¿quién eres? Y luego me aclaras quién es la niña de la que hablas y de dónde salió. El Zurdo no atinaba a dar con las excusas necesarias. En fracciones de segundo, miles de ideas le transitaron por la cabeza. Pensó que el personaje con disfraz de religioso tal vez podía ser un espía de otro clan, o quizás era un policía encubierto. Por más que hurgaba en su memoria, los recuerdos eran casi nulos. Corría el peligro de no acertar si respondía a la ligera, aunque le urgía analizar mucho sus próximos movimientos. Prevalecía, ante todo, cuidar a la pequeña inocente, si es que continuaba con vida. — ¡Óigame, señor! Dejemos los juegos de investigadores para otra ocasión. Solo dígame dónde está la chamaca o le juro que lo mato. El sacerdote sonrió lleno de sarcasmo y burla. Con pasos medidos, se acercó a la cama del enfermo y le apretó con suavidad el hombro lastimado. Una mueca de dolor demasiado expresiva que, suplicaba piedad se le escapó al cautivo temporal. — ¡Vamos, amigo! ¿No se da cuenta de que acá el único medio muerto es usted? ¿No se ha enterado de que no tiene fuerzas ni para ir al baño? Al menos deme las gracias por haberle salvado la vida. ¡Hágame un favor! Solo le pido que me explique quién es usted, quién es la niña y por qué están en la casa de Dios. La confusión del Zurdo se incrementó, pero, al interpretar las palabras de su misterioso compañero de charla se saturó de felicidad, pues alcanzó a inferir que la pequeña aún estaba con vida. Entonces decidió cooperar, considerando con sutileza su nueva realidad. Necesitaba desenmascarar a su amigo circunstancial y la estrategia del buen conversador le ayudaría a ganar tiempo para crear un plan de reacción. — ¡Está bien, usted tiene razón! Soy Fernando M iralles, me apodan el Zurdo y trabajo por mi cuenta, no es su problema en qué. Le juro que no recuerdo cómo llegué hasta acá, pero estoy segurísimo de que yo vine con una pequeña muy asustada, casi desvanecida en mis brazos. Ella es mi protegida y necesito encontrarla. Lo que le he dicho es cierto, y ahorremos detalles. Le ruego que me ayude porque en las próximas horas la vida de la morrita corre gran peligro. ¿Ahora me entiende? ¿Y me puede aclarar quién es usted? El párroco escuchó con atención, no interrumpió al confesado en su exposición. Con honestidad, esperaba una respuesta más contundente. El hombre de fe necesitaba estar seguro de la veracidad del argumento. El regordete fiscal moralista replicó exhortando nuevas inquietudes. La confesión inicial le llegó levemente al corazón, poca confianza se forjó en la cabeza del religioso. — ¡Lo que me dices no ayuda mucho, hijo mío! Sé que estás malherido. La pregunta es simple: ¿por qué? ¿Quién te disparó? ¿Cuál es el motivo? ¿Acaso usted secuestró a la chiquilla? Por cierto, eres muy afortunado. La bala te atravesó de un solo golpe, entró y salió. Por el orificio asumo que te dispararon a quemarropa, y, gracias al Señor, no hubo daños en huesos ni órganos vitales; pronto recuperarás tu vida normal… Volviendo al tema central, ¡insisto!: no te diré nada sobre la niña si no me facilitas detalles exactos de tu presencia acá. ¿M e explico? El intercambio verbal no llevaba a ningún lado. El rebote de respuestas retrasaba todo, el tiempo corría y la muerte rondaba excitada. El Zurdo se molestó, pero las fuerzas le rehuían y la herida le impedía defenderse. Por unos segundos, analizó con calma. Debía ser inteligente, frío y prudente, pues la niña corría peligro mortal. A fin de cuentas, daba igual decir toda la verdad. En realidad, bajo estas condiciones, por extraña casualidad, dependía del hombre vestido de franciscano. — ¡Está bien, usted gana! Le contaré los detalles a cambio de la pequeña. Soy la mano derecha de un narco muy poderoso, cabecilla de la hermandad de los Tomateros en el D. F. Soy narcotraficante y sicario, el segundo en rango. No sé dónde me encuentro ni qué día es. En mi último recuerdo fresco, yo tenía la misión de matar a alguien muy importante. Pero, inesperadamente, algo salió muy mal. M e crea o no: San M iguel Arcángel estaba allí junto a mí, protegiéndome, y recuerdo bien que al principio de la noche me hirieron de un disparo. Escapé, gracias a un simple milagro, y traía una niña en mis brazos, yo la rescaté de la muerte, y juntos nos fugamos del infierno de balas. Luego perdí el conocimiento, no supe más, la olvidé, no sé dónde la dejé. Pero tengo que recuperarla antes de que la encuentren otros sicarios, la Policía o la DEA. M i obligación celestial es cuidarla con mi vida; créame, soy su ángel guardián y haré lo que sea por ella. Ahora necesito su ayuda, ya le dije lo que sé. Le ruego con el alma abierta que me diga quién es usted. Y ¡en el nombre de Dios, júreme que la pequeña está bien! La confesión del herido aumentaba con ligero peso en credibilidad. Su rostro lo gritaba, sus ojos aguados denotaban pureza sincera y miedo al poder de Dios porque había en su mirada exceso de humildad, arrepentimiento y ganas de libertad. El inquisidor se acarició la barbilla mientras digería las excusas, unía varios cabos sueltos y estructuraba su parte en la reconstrucción de los hechos. A fin de cuentas, el párroco era el único que conocía la existencia de la morrita acompañada por el sicario. El hombre con sotana de Asís comenzó a sentir un vapor suave que transportaba cierta energía celestial. Conocía la interpretación de ese tipo de sensaciones especiales y ambos se encontraban a la mitad de una guerra entre el bien y el mal. El aura del condenado lo delataba. Un airecillo con toques de vainilla y miel profetizaban el inicio de un milagro hermoso. Con humildad, el sacerdote apreciaba la verdadera intención del cielo, y, apoyado en su fe, decidió ayudar relatando su versión de los hechos. — ¡Está bien, hijo mío, creo un poco más en ti! Tu sinceridad te otorgará la libertad, según reza en las Sagradas Escrituras. Yo soy M anuel García Porras, el presbítero a cargo de la iglesia de Santa Clara, antigua capilla de San Judas Tadeo, que cambió su nombre en 1968 por justificaciones de un protocolo absurdo. Igual todos los fieles la recuerdan con cariño en honor al patroncito de los imposibles. Se cambió de santo cumpliendo el capricho de cierta familia poderosa… Y en realidad, esa historia no viene al caso eso. Estás en mi habitación. Sí, dentro de la propia capilla, bajo el manto de Dios y, en cierto modo, ahora yo soy tu protector. Irónico, ¿no crees? Llevas casi dos días de convalecencia. Apareciste el jueves pasado a eso de las ocho y media de la noche. Yo acababa de cerrar la iglesia porque había terminado el servicio litúrgico de las siete y cuarto. M e disponía a rezar el santo rosario antes de ir a dormir, pero, de repente, sonaron fuertes manotazos y escuché gritos desesperados que venían de la puerta principal de este lugar santo. A esa hora en pleno invierno casi no hay transeúntes. M e extrañé por el alboroto, supuse por tus escalofriantes gritos que necesitabas ayuda inmediata: porque era evidente que no se trataba de un borrachín del barrio. Abrí la puerta y te encontré muy alterado. Estabas arrodillado, sin fuerzas, bañado en sangre y llorabas desconsolado, sostenías en tus brazos una toalla grande que arropaba por completo la figura de una niña. La pequeña sufría un shock postraumático, estaba aterrada, sin habla, casi convulsionando, y no por causas del frío. Pregunté qué había pasado, y solo atinaste a abrazarme rogándome que salvara a la pequeña. Varias veces me pediste que no llamara a la Policía e implorabas que la salvara. M e obligaste a jurar que ambas peticiones serían cumplidas, yo te lo prometí casi en confesión. En cuestión de segundos te desvaneciste, perdiste el conocimiento y sin aliento caíste a mis pies. Las palabras del sacerdote M anuel golpeaban con furia el oído interno del Zurdo. El sicario reconstruía en su cerebro el rompecabezas visual de la última aventura asesina. Los recuerdos cobraban vida; con ligereza mental se ubicó en tiempo y espacio y empezó a temblar cuando observó el reloj de pulsera que llevaba en la muñeca derecha. Dudoso, efectuó varios cálculos matemáticos, combinó días, fechas y acontecimientos recientes. A esa hora, era un hecho de que la chiquilla podía estar en serio peligro de muerte. Con su mano sana cogió con fuerza el antebrazo de su improvisado confesor y le ululó con desesperación. — ¿Dónde está la niña? ¿Qué hizo con ella? ¿Dónde carajos está? Es demasiado tarde. — ¡Tranquilo, cálmate, déjame terminar! A la pequeña la introduje en el confesionario que está en la entrada. Al ver que no estaba herida, la cubrí con una manta que siempre guardo por estas épocas de frío debajo de mi asiento. La dejé tranquila, reposando, y con rapidez cambié de paciente y te brindé socorro. No sé de dónde saqué fuerzas, pero logré cargarte hasta mi habitación. Después llamé a la hermana sor Berenice; ella es enfermera auxiliar, y pudimos darte atención médica evitando la presencia de policías. Así cumplí mi promesa de silencio. Te aplicamos los primeros auxilios, vendamos la zona afectada e impedimos una posible infección mayor inyectándote tres ampollas de antibiótico, y por esa razón tu fiebre es casi nula. Ya te estás recuperando, solo necesitas descansar. El Zurdo escuchó con atención la fatídica verdad. Él ya podía imaginar los acontecimientos; no obstante, su preocupación era otra, por eso volvió a insistir con desespero. — ¿Dónde carajos está la niña? ¿Cuántas veces se lo tengo que decir? Ella es lo único que me importa en este momento. Al mismo tiempo que reclamaba datos con relación al paradero de la morrita, el Zurdo se recostó en la cabecera de la cama. Respiró con furia acelerada e intentó buscar sus ropas. Pretendía vestirse y desaparecer del lugar, una vida inocente dependía de él. La intentona fracasó, las fuerzas lo dejaron solo. — ¡Cálmate, hijo mío, la pequeña está bien! Sana y salva. Yo, en persona, la dejé a cargo de la hermana Berenice. Ella pidió permiso a la madre superiora con el propósito de cuidar a la niña en el convento de las Esclavas de Dios. El edificio se ubica a cinco minutos de la iglesia. Quédate tranquilo; repito: es un lugar santo, nadie sospechará ni la buscará allí. Es un albergue para niños abandonados. No temas, les pedí confidencialidad hasta saber la verdad de tus propios labios. Las hermanas del monasterio no dirán nada, ellas mantendrán el secreto, respetarán su promesa dependiendo de mis órdenes. Nadie descubrirá el lugar, cálmate, tranquilízate. Al descubrir que su protegida estaba bien, el enfermo restringió su nivel de adrenalina. Suspiró atiborrado de felicidad pura, y pleno de alivio emocional. Desistió en su loca idea de salir corriendo. Había aceptado con resignación que la fortaleza le era evasiva en todos sus músculos porque la recuperación total demandaba un poco más de tiempo. El sacerdote le ayudó a recostarse de nuevo. Fernando M iralles, resignado, aceptaba que no era su día. A regañadientes, su cuerpo exigía horas de descanso. Pensativo, ladeó su cabeza en la almohada, su inteligencia trazaba planes anhelando acabar con aquella pesadilla sangrienta. Ayer le temía a un dragón que escupía fuego y se le aparecía en cada sueño repetidas veces; hoy la bestia china ya había fallecido; sin embargo, la herencia del monstruo imaginario corría peligro. De repente, su inflado salvador celestial le cortó la inspiración en seco. — ¡Ya nos hemos presentado! Cada uno sabe del otro. No obstante, se te olvida un detalle importantísimo. No me has dicho de dónde salió la pequeña y tampoco mencionaste el motivo del supuesto peligro que ella corre. ¿Acaso tiene alguna relación con el cadáver que apareció al volante de una furgoneta de la compañía de teléfonos a tres cuadras de esta iglesia? ¿O viene de un intento de secuestro? entender, ¿Cuántos muertos hay detrás de ella? Como puedes todavía hay muchos interrogantes en mi cabeza, demasiadas lagunas mentales. ¡Así que suelta la sopa y dime todo! ¿Por qué estás herido? ¿De dónde salió la pequeña que tanto cuidas? Seré muy franco. Tienes cinco minutos para contarme la verdad absoluta y sin ahorrar detalles o, de lo contrario, te juro que ahora mismo llamo a la Policía y denuncio el caso a las autoridades ¿Tú qué prefieres? Las amenazas del cura removieron el alma del Zurdo y, de cuajo, le arrancaron la paz momentánea. Bajo ningún concepto podía permitir que todo saliera a la luz, si es que durante estos casi dos días ya no se habían filtrado en la prensa datos peligrosos sobre el fatal tiroteo de la casa del juez. Sin mucho que perder, el narco vengador explotó en sinceridad ante su interrogador. Cabía la posibilidad de establecer una alianza con el hombre de fe si lograba tocarle la fibra de justiciero, esa conexión escondida bajo la sotana. bendita que todo religioso debe llevar Dispuesto a relatar la segunda parte de su tragedia, el Zurdo rastreó inspiración en el horizonte. Era ineludible encontrar la combinación perfecta de palabras y emociones en el discurso. La credibilidad simbolizaba su única defensa. El malherido movió su cuello orientándose a la izquierda, en dirección a la ventana que le proporcionaba luz natural. Abrió los ojos al máximo y en silencio imploraba concentración, lógica y poder de convencimiento. Antes de regresar su cabeza a la posición inicial, su mirada aguileña se detuvo y, sin explicación, admiraba una estatua colocada en diagonal a su cama. Entonces, los lagrimales se humedecieron, y las ganas reprimidas de reventar en llanto contrajeron sus músculos faciales, ocasionándole recuerdos dolorosos en la herida recién cosida. Sin anticiparlo o calcularlo, observaba con detenimiento la estatua de San M iguel Arcángel «Quién como Dios», su aliado secreto durante la batalla en casa del juez, el mismo guardián que salvó la vida del asesino y de una niña con facciones de querubín, el Arcángel M ayor, que estaba de pie a su lado combatiendo el mal cuando las balas silbaron en todo el despacho del magistrado el fatídico día en que cuatro cadáveres formaron parte de su redención final. Sí, en definitiva, el maravilloso Arcángel fue quien arrojó la pica de hielo, la lanza fría que atravesó al dragón la noche anterior, el compañero del apóstol de las causas imposibles durante la batalla de purificación de un malhechor arrepentido. El Zurdo apretaba la garganta, sus emociones lo acusaban. No pudo evitar despedazar su alma y comenzó a llorar igual que un chiquillo frente a la estatua. Con la mirada al cielo, demandó perdón, le rezó a su madre, fallecida hacía más de diez años. En silencio, le reiteraba al oído de su vieja: «Tenías razón, madre, era verdad. Tarde o temprano San Miguel Arcángel me salvaría la vida. Pero nunca me aclaraste que también me condenaría por el resto de mi vida». El desahogo emocional del condenado aflojó la rigidez imparcial del párroco, quien comenzó a descubrir la existencia de alguna entidad divina, cierta manifestación incomprensible, algo parecido a un milagro. La curiosidad aumentaba en la conciencia del sacerdote, la historia final debía ser bendita. El sicario, en estado de arrepentimiento y con lágrimas en los ojos, empezó a revivir los últimos minutos de un ángel que no merecía morir. — ¡Ya le cuento, padre! El jueves pasado, tres de mis hombres y yo intentamos ejecutar una misión importante. Se nos encomendó asesinar al juez Alberto M uñoz Pestana. La orden vino de nuestro capo, don Tomás Hinojosa, en represalia por las acciones que el magistrado ejercía en contra de nuestra organización. Apegados al plan inicial, los cuatro llegamos a las siete de la noche a la quinta El Establo, casa número 77, la residencia oficial de la víctima. Entramos por el lado trasero de la propiedad. La responsabilidad de matar al sentenciado recaía en mí. El resto de mis hombres cuidaban la retirada. Llegamos al despacho privado y yo abrí la puerta con rapidez, empujándola con todas mis ganas. Cuando entré a la lujosa oficina, buscaba el sonido de una música de piano; la melodía indicaba la posible ubicación de la víctima. Seguí el instinto y, sin titubear, mi pistola apuntó al objetivo, en dos segundos lo tenía a tiro. Pero hinchado de sorpresa, descubrí que no era el juez quien seducía al instrumento musical, sino una hermosa mujer con cabellera voluminosa, llamativa, casi rubia y dueña de unos ojazos más sublimes que el sol cuando nace. Era la única persona, aparte de mí, dentro de la escena. Ella tocaba el piano con sus delicados dedos. La enigmática doncella exhibía en su largo cuello el tatuaje de un dragón chino idéntico al que hacía días me alteraba el sueño convirtiéndose en una tortura para mí. Fueron unas semanas de horribles pesadillas. Y justo ese maldito jueves descubrí la verdadera razón, y la premonición se materializó en milagro. »La mujer, sobresaltada, se levantó de golpe al oír el estruendo de la puerta al chocar con la pared de la entrada. Ella me contempló directo al centro de mi alma. Yo quedé hipnotizado, inmóvil y sorprendido por su belleza inmaculada. El arma colapsó; tembló en mis manos, y me resultaba imposible dispararle a una víctima inocente, pues hallé más de mil razones que reprimían la posibilidad de arrancarle la vida. M is dedos no reaccionaban y riñeron con vehemencia a mi instinto asesino. Era imposible matarla, su partida significaba aniquilar la esperanza para siempre. Ambos intercambiamos miradas de estrellas, de luz bendita, fe y libertad, una combinación irrealizable que usted jamás entendería. Sin planificarlo, los dos estábamos congelados uno frente al otro y sin poder hablar. El milagro duró poco, la sublime y corta vivencia fue suplantada con sangre. »Los gritos del Burro destruyeron la magia del mágico instante. La mujer, al verse sorprendida y descubrir las diabólicas intenciones de mi compañero, dio media vuelta y procuró llegar al mesón de trabajo del juez. En el trayecto mi guardaespaldas, nervioso, soltó un plomazo que despertó a todo el vecindario. El Burro, guiado por el malsano deseo de matar de esos asesinos repugnantes, baratos, que no piensan ni analizan circunstancias posteriores, le pegó un balazo certero que le atravesó el pulmón derecho a la princesa de cuello largo. Del impacto salvaje, ella saltó un metro detrás del sillón, pero antes logró aferrarse a una de las gavetas del escritorio. El cajón, por efecto de la reacción, se desprendió cayendo al piso, muy cerca de ella. El Burro me reclamó airadamente con la mirada, cuestionándome por no haber disparado primero. Creo haberle escuchado algunas frases, aunque no le presté atención y no pude responderle. Yo volaba en otra galaxia, continuaba en la misma posición que al entrar, con el brazo erguido, apuntando a la nada y tratando de matar el pasado que nunca muere. »En fracciones de segundo, al final del despacho se abrió la puerta del baño y emergió una niña hermosa que estaba llorando y gritaba desquiciada en busca de su madre. Allí reaccioné, bajé el arma, no podía competir con esa mirada de ángel asustado. El Burro esperaba órdenes mías, los nervios lo flagelaron y lo traicionaron; quería disparar, pero la duda ganaba y se burlaba al máximo de nosotros. La historia cambió; en tres segundos, el matón barriobajero tenía enfrente a dos enemigos: la mujer tiroteada, que sangraba por la boca, pero ahora empuñaba una Colt 45 de colección que había caído de la gaveta desprendida a su izquierda, y una indefensa chiquilla, que del susto palideció, exponiendo una tez cadavérica, y permanecía estática grabando la escena de un horrendo crimen en su ingenua mente infantil. »El sicario prefirió hacerle frente a la doncella que podía dispararle. Le juro, don M anuel, por lo más sagrado del infinito, que algo extrañísimo sucedió. Un destello jamás visto en toda mi puta vida. Del techo apareció un relámpago tan poderoso como un simple milagro. Entre la mujer herida y el Burro alcancé a visualizar la figura de un santo. En mi duda pensé que tal vez se trataba de un ángel guerrero igualito a San M iguel Arcángel, tal cual al que usted tiene allí colgado en la pared. En la escaramuza, la figura angelical congeló el tiempo, la mujer que sangraba copiosamente logró levantar su pesada pistola y disparó sin titubear, sin miedo. Parecía una experta tiradora. El cañón apuntaba a mi cuerpo, tal como lo soñé en repetidas ocasiones, y de pronto escapó un pedazo de fuego proveniente del mismo ángulo del dragón tatuado en su cuello. La alquimia divina, o tal vez el saludo de la muerte, me ayudó a divisar el justificado balazo. Ante mis ojos, el plomo se transformó en lanza de hielo. Sentí mucho frío cuando la bala me atravesó el hombro izquierdo. La munición era tan potente y la distancia tan limitada que entró de sopetón en mi carne y, del mismo modo, abandonó mi cuerpo con velocidad inaudita. ¡Créalo o no! Por extraña piedad, el plomazo apenas rozó alguno de mis músculos y huesos. El helado metal escapó de mi cuerpo sin explicación desviándose de manera alocada y cambió de rumbo hacia el pecho de mi guarura. El Burro recibió el castigo de Dios: la justicia de San M iguel Arcángel le explotó en plena aorta. Fue un chispazo sutil, emotivo, justiciero. De manera increíble, la misma bala que iba en dirección a mi alma nunca la tocó y, sin embargo, acabó con la vida de un asesino despiadado en cinco segundos. »El Burro se desplomó y, por reacción natural, soltó otro disparo que se perdió en el techo del campo de batalla sin causar heridos. Eran muchas y consecutivas las detonaciones… El escándalo alertó al Rex, mi segundo compañero de muerte en la casa del juez. El sicario ingresó encolerizado a la habitación y se asombró al ver la escena. La Pelona le aplaudió porque pronto lo abrazaría. Yo continuaba tieso, apartado de la realidad; seguía en pie al lado de una mujer agonizante cuyas palabras brotaban distorsionadas por su propia sangre, aquella especie de tejido líquido rosado que anegaba sus alvéolos. Una niña inocente de todo pecado, salida de las sombras, se había convertido en el testigo mudo de dos muertos y un próximo cadáver, ahora nervioso, armado, parado en la puerta que la separaba de la libertad. El Rex me gritó con desespero pidiendo explicaciones. No atiné a descifrar su palabrerío rancio, yo estaba concentrado tratando de hablarle a un ángel disimulado en el cuerpo de una hermosa mujer que estaba a punto de despedirse de mí sin darme tiempo suficiente de ofrecerle disculpas y pedirle perdón. Dios la bendijo, y ella alcanzó a susurrarme al oído: «Cuídala, te lo ruego. Hazlo por mí». El sentido auditivo se me estremeció con su voz de muerta, aunque mi corazón tuvo tiempo de hacer una promesa al cielo antes de que ella partiese a un universo de luz y bendiciones. »El Rex intimidó con odio a la pequeña, que no podía hablar de tanto pavor. El asesino levantó el arma. Su reacción natural era liquidarla, y por le ello apuntó directo a la frente. M is ojos lo observaban todo y el cerebro trataba de darme órdenes, pero, aunque le suene increíble, mi cuerpo no reaccionaba. De las sombras, otra fuerza misteriosa se manifestó viva, presente, y me exigió justicia; en ese instante célico fui dominado por completo. Sin darme cuenta, moví mi Smith & Wesson punto cuarenta y, con la mayor certeza milagrosa, apunté a la cabeza de mi excompañero. Sin remordimiento alguno, eufórico, apreté el gatillo. El cañón explotó, y la bala fue escupida con fervorosa pasión, odio, resentimiento y con una repentina sed de venganza que clamaba redención o quizás justicia divina. »La cabeza del Rex se partió en dos. La muerte lo abrazó de forma instantánea, sin darle oportunidad tan siquiera a rozar el gatillo de la pistola que dirigía contra la chiquilla. La sangre del malnacido salpicó a la niña y, producto de la horrenda impresión, ella se desmayó. La escena era dantesca; solo me faltaba comprobar si cabía la posibilidad de un milagro destinado a la princesa que sudaba sangre. Esperanzado, tomé su mano, pero el pulso ya se había ausentado por siempre. La rigidez de la muerte iniciaba el proceso de comprimir los tejidos y órganos. Su alma ya transitaba camino al cielo. Los ojos de la doncella seguían abiertos buscando paz y el corazón había dejado de bombear. El plan había fallado en todos los puntos. Tal y como yo lo temía, el dragón que lanzaba fuego me había ganado la batalla. M iré a la pequeña tirada cerca del cadáver de la pianista que me recibió con Las cuatro estaciones de Vivaldi. Fue el triste preámbulo de su muerte. »Una voz interior me obligó a cargar la humanidad de la niña en mis brazos. Si la abandonaba allí, existía un riesgo incalculable: mi jefe me exigiría matarla, por tratarse de un testigo clave. La alcé de un solo envión; su frágil cuerpecito reposaba en mi hombro sano. La cubrí con una toalla escondiéndola del frío. Caminé con dificultad en busca de la Dodge Van donde me esperaba mi chófer, Braulio Linares. Debíamos huir rápido del lugar, la Policía llegaría en minutos. M i compañero me recordó que yo estaba herido. La sangre manaba con presión, aunque, por fortuna, el efecto combinado de la coca y la adrenalina circulando con frenesí en mi torrente sanguíneo después de una masacre distraían mi dolor corporal. Hasta me había olvidado del balazo. »El chófer arrancó a toda velocidad y, dentro de la camioneta, logré frenar la hemorragia utilizando un puñado de servilletas y telas que almacenaba en la guantera del vehículo. Al salir de la urbanización, mi compañero me exigió una explicación. Él me reclamó por haber traído a la niña. Eso no estaba en los planes, y recalcó que debíamos matarla, pues se había convertido en testigo clave, algo que jamás se perdona en el narco. Le expliqué a la brevedad la situación pero modificando las verdades. Le dije que no se preocupara, que todo saldría bien y que yo mismo acabaría con la chiquilla; pero a mi manera. Logré convencerlo de la importancia de tener a la pequeña como rehén ayudándonos en la fuga. Prometí que ella viviría hasta comprobar que nadie nos perseguía. Braulio preguntó si habíamos matado al juez, yo le dije que sí. La tranquilidad evitaba dudas razonables y ahuyentaba los sobresaltos. Le aclaré con falsa tristeza, que el Burro y el Rex murieron baleados al enfrentarse con guardaespaldas inesperados que dañaron parte de la operación. M anejé las muertes de los dos infelices como una bendición para Braulio porque él recibiría una compensación mayor y tal vez un ascenso. Por el momento, el truco verbal calmó a mi compañero de armas. Rodamos unos diez minutos en busca de nuestra guarida. La distancia no facilitaba las cosas. Además, mi estado de salud no cooperaba. Braulio insistía en que matara a la pequeña antes de llegar al escondite. Cuando salimos de las lomas en Santa Fe, le pedí que detuviese la camioneta. No me pregunte por qué, padre, no lo sé, pero yo lo había guiado en busca de una cruz que sobresalía iluminada en la penumbra… Ahora lo entiendo: era el faro celestial del campanario de su iglesia. Y en mi mente, calculé la distancia y pensé que nos separaba una sola cuadra. Fallé por cuatro y, peor aún, estábamos en subida y yo malherido: cargando el cuerpo de la pequeña a cuestas, el viaje sería eterno. »Nos estacionamos en una zona que nos brindaba disimulo óptico. Le solicité al chófer su M agnum 357. La excusa creíble era matar a la morrita, que dormía en la parte trasera del vehículo reducida por los nervios. Braulio me entregó su revólver y amagué con moverme al asiento trasero. De repente, cambié la dirección del cañón y lo coloqué a nivel del hígado de mi antiguo hombre de confianza. Él me observó con sorpresa, yo le ofrecí perdón y redención bendita. Disparé a quemarropa… su hígado reventó… lo ejecuté sin calcular represalias. En el acto, acompañó al resto de la banda a un destino penitente. Descendí de la furgoneta y, por segunda vez, cargué a la pequeña, que se había despertado y gritaba asustada, aturdida por escuchar la detonación del arma dentro del vehículo. Caminé con ella en brazos hasta el portal de su iglesia. Recuerdo, sin mucho detalle, haber golpeado la puerta y después perdí la noción de todo. »Ya sabe toda la verdad con lujo de detalles. Ahora entiende el peligro que corremos todos: la niña, por ser testigo de varios crímenes; usted, por habernos salvado; y yo, por matar a mis hombres, desobedecer las leyes del narco y fracasar en la encomienda. Le agrade o no, los tres somos socios en la vida y en la muerte. ¿M e entiende, verdad? Por eso necesito esconder a la chiquilla hasta que se calme la tormenta. Tengo un plan, con cierta posibilidad de realización, es bastante creíble y justificable ante mi jefe. Soy su hombre de confianza, su mano derecha. Quizás pueda arreglar esto en pocos días, solo tiene que mantener el secreto y debe confiar en mí. El sacerdote estaba erizado, sudaba de manera copiosa con la increíble historia. Sabía por los diarios que en casa del juez hubo un atentado la noche del jueves. Las noticias eran limitadas, cautelosas, sobraban razones de seguridad o de control del estado. Los medios no habían podido descifrar el acertijo. La censura informativa condicionaba la veracidad de los acontecimientos. Los periódicos reseñaban que el hombre de leyes salvó su vida de milagro: debido a un percance casero, aquella tarde el juez visitó el hospital de Polanco para acompañar a su hija adolescente porque se había fracturado la mano derecha en la escuela. Y debido a los compromisos sociales de la madre, ocupada en actividades benéficas impostergables, el padre de la joven decidió tomarse el resto del día libre y llevar a la joven al traumatólogo M inisterio de utilizando un vehículo blindado perteneciente al Justicia. En la misma noticia los informativos reseñaban de manera sutil la muerte de los dos sicarios y de una mujer sin nombre, sin rostro. Se mencionaba que la difunta era la profesora de piano de la familia y que ese día había trabajado afinando el instrumento musical. En ningún documento se mencionaba a una niña desaparecida. La chiquilla no formaba parte de la historia contada por los medios; quizás la Policía estaba ocultando su existencia por razones de seguridad. En la habitación del cura se formó un silencio sepulcral. Ambos guerreros se miraban con intriga, sorpresa y mucha intuición. Estaban obligados a sumar fuerzas de cara al futuro de su vida, unidos por designios benditos a la misteriosa niña que, según informo sor Berenice, ya empezaba a superar el estado preliminar de shock. Al párroco le quedaba una duda: ¿quién era la pequeña? ¿De dónde había salido? Entonces volvió a interrogar al Zurdo. Pero esta vez de nada sirvió el interrogatorio. El sicario aseguraba una y otra vez no tener la menor idea de nada sobre la escuincla. Ambos coincidían en que una gran casualidad de Dios facilitó el encuentro de los tres. El Zurdo iba más allá de una simple casualidad: él aseguraba con propiedad que los acontecimientos tenían una explicación real, donde coincidían la presencia de su madre y el poder infinito de Dios a través de sus Santos Ángeles y Arcángeles. Fernando M iralles tenía claro que ya iniciaba su oportunidad de redimir los pecados, de limpiar su alma que siempre fue noble, pero, por desgracia, en su pasado reciente erró y se dejó seducir por el poder del dinero. La repentina salvación venía de la expresión purificadora de la esencia humana, el amor verdadero, el que conjuga todos los verbos en uno solo para bien o para mal. Vivir o morir. Capítulo 10 Un ángel que llegó de la nada México D. F., día y medio después de la masacre. El párroco terminó de escuchar con sincero interés la declaración jurada de su prisionero malherido. Si bien los hechos contados por el supuesto sicario sonaban creíbles, aún persistía vacilación en el relato. No resultaba del todo claro el tema de la misteriosa mujer. ¿Quién era? ¿Por qué la prensa escrita no había emitido fotos o comunicados oficiales de ella? En definitiva, no era la esposa del juez. La dueña de la casa se hallaba en un evento social e incluso ya había prestado declaraciones el mismo día del atentado al llegar a su vivienda. La gran duda que carcomía los pensamientos del clérigo se afianzaba en la verdadera identidad de la nena, a quien, por obra del Señor, el párroco le había salvado la vida dos días atrás. ¿Cuál era su nombre? ¿Qué rol desempeñaba la cría en el triste y penoso acontecimiento de sangre? El voluminoso hombre de fe apretó el cordón que le ajustaba la sotana a su expuesta dimensión abdominal. Rezó un padrenuestro con voz inaudible y caminó de un extremo al otro alrededor de la cama donde se hallaba el malherido en proceso de redención. Se frotó la cabeza con la mano derecha y examinó en detalle los ojos de su prisionero mientras le soltaba un ultimátum. — ¡Supongamos que me has dicho toda la verdad! Eso espero por el bien de todos. Aunque sea miembro representante de la Iglesia, debes entender y aceptar que has cometido un crimen horrendo. Bueno, a decir verdad, quizás fueron muchos en tu triste pasado delictivo, eso me queda claro. Volviendo al caso del juez, entiende mi posición: yo tengo la obligación moral de notificar a las autoridades policiales tu presencia junto a la morrita. ¡Es cierto, yo te ayudé, era mi santo deber! Y reconozco, muy a mi pesar, que te hice caso en no denunciarte hasta descubrir toda la verdad. Con franqueza, me motivé por el angelito que salvaste. A fin de cuentas, la niña es una víctima indefensa. Pero debo acudir a la Policía o, en caso contrario, me convierto en encubridor de conocidas hasta hoy, según las noticias. Las transparentes amenazas del presbítero alma del Zurdo. cuatro muertes removieron el El enfermo se incorporó con dificultad, pretendía alcanzar mayor altura con su cuello erguido buscando otear de frente a su confesor para entablar un diálogo convincente. Los ojazos del asesino enrojecieron de mostraban una fina capa frustración e cristalina a impotencia, y otra vez punto de abandonar sus párpados. La reacción del sicario desnudó sus hermosos sentimientos hacia la vida, que buscaban el perdón, la justicia y la fe. En silencio, ingirió saliva revuelta con retazos de reciente flema que se había formado detrás de las lágrimas internas que le ahogaban la nariz, ese llanto silencioso capaz de asfixiarnos el sentimiento momentáneo. Dubitativo, Fernando M iralles soltó un pequeño gruñido, pues no alcanzaba a argumentar con libertad. Comprendía que las palabras del cura se hallaban cargadas de razón. Su preocupación se multiplicó. Si el viejo capellán cumplía con las advertencias, era un hecho, que dos cadáveres adicionales recaerían en su corazón, y hasta el mismo confesor podría acompañarlos en el trayecto para ir a visitar a San Pedro. — ¡Padre M anuel, créame que le entiendo! Pero le ruego por lo más sagrado del universo, por las llagas de Nuestro Señor Jesucristo y su sangre bendita, que no lo haga. Si usted llama a la Policía, tenga claro que en un par de horas la niña y yo estaremos muertos, y le garantizo que usted también recibirá una bala en mitad de los ojos. Hágame caso: déjeme manejar las cosas al estilo nuestro, es un problema del narco; usted no lo entenderá, ya que es un simple observador, un implicado benditamente casual. ¡Confíe en mí, y le juro que viviremos! El Zurdo se debatía ante la negociación más difícil de su vida. Trataba de convencer al cura manipulando un discurso salpicado de conceptos religiosos; suspiraba, y las palabras de su emotiva verborrea parecían llenas de luz e intentaban acariciar los oídos del párroco, un discurso que no recordaba haber utilizado en su juventud: era como si una fuerza superior le facilitase las ideas o le dictase respuestas bien pensadas y convincentes. No había dudas, experimentaba la presencia del perdón en su alma. El perfume a vainilla, mezclado con miel y los vapores de fe, se manifestaron de nuevo en la diminuta estancia. La energía tomó un dejo de paz, esperanza y dominio sobre las fieras. Imperaban verdaderas fuerzas contra el maligno. La habitación se vistió de un poder sublime, superior. Dos hombres con virtudes y defectos contrarios, defensores de bandos muy antagónicos, se enfrentaban en busca de la verdad individual, esa verdad capaz de satisfacer a cada uno en su filosofía de vida, en realidades mutables, maleables, que en el fondo podrían suponer la diferencia entre la luz y la oscuridad. No era el momento de egos, ni de vanidades, ni de ponerse a discutir sobre algunas ideas retorcidas acerca del valor de la justicia terrenal. En aquella situación, la verdad particular de cada uno debía ser proporcional al riesgo de muerte. La justicia le correspondía al universo o, como muchos lo llaman, a Dios. El arrepentido bandolero peleaba por la vida, algo que, debido a su empleo, en no pocas ocasiones se transformaba en una utopía. El cura se debatía entre sus dogmas de fe y justicia; la prueba de la existencia de un Dios piadoso le acariciaba el oído. El párroco se acordó de la crucifixión de Jesús, reviviendo la escena cuando la fe de uno de los bandidos que lo acompañaban le permitió entrar en el paraíso. Revivir la escena del monte Calvario le obligó a rebuscar con detalle en los ojos llorosos de un asesino que, en esta ocasión, imploraba por defender la vida de otros. En el discurso proliferaba el arrepentimiento, el sicario no deseaba seguir matando. Pero el sacerdote no entendía nada, sus emociones estaban alborotadas y en guerra constante con su moral, como si la conciencia divagase entre dos ángeles que combatían por dominar el poder de una sola verdad: uno de luz y otro de oscuridad. Hacer el bien y repartir justicia. M anuel García Porras, mejor conocido como don Lolo por los lugareños que asistían a sus sermones los domingos, suspiró con un ligero toque de resignación. — ¡Hijo mío, entiende que lo que me pides es muy difícil para mí! ¡Es un deber anunciar a la Policía lo sucedido! Ellos tienen que tomar cartas en el asunto. Tarde o temprano lo sabrán y, de todas formas, me acusarán – justificó el sacerdote intentando obtener algún tipo de excusa perfecta que le desterrase el miedo y le regalase esperanzas de salir de aquella locura sin mayores sobresaltos. — ¡¡Padre, confíe en mí!! ¡¡Se lo suplico!! Hágame caso, yo tengo un plan. Voy a salir de la iglesia esta misma tarde. Buscaré la forma de aclararle a mi jefe la situación. El secreto está en contar la versión menos peligrosa. M ientras, gano tiempo, recupero algo de dinero, consigo un coche, armas, credenciales, y sacamos a la niña de la ciudad. Solo necesito veinticuatro horas o un poco más. Usted saldrá de la ciudad con ella. Yo les buscaré protección a ambos. Déjeme resolver el problema a mi manera, soy el responsable de todo. Le prometo solucionar el caso sin derramar sangre. Lo importante es mantener en secreto la existencia de la pequeña. Si la prensa todavía no ha relacionado su desaparición con la masacre, ya es una ventaja para nosotros, y debemos aprovecharla. Necesito ganar tiempo para ganar la batalla. ¡¡Ayúdeme, se lo ruego!! Después de la fuga le garantizo que nunca nos volverá a ver. Nos perderemos lo más lejos posible. La excusa seguía raquítica de lógica. ¿Por qué un sacerdote debía confiar en un criminal confeso? ¿Cuál era el mágico plan del Zurdo? ¿Cómo podría convencer a un ejército de asesinos de que no hay testigos vivos de la masacre? El rollizo hombre de fe exigía mayor nivel de seguridad y, al mejor estilo de Tomás el apóstol, incrédulo, quiso cerciorarse de algunas casualidades peligrosas: — ¡¿Cómo pretendes que confíe en ti?! ¡¡Si eres el causante de tanta desgracia!! ¡Estás loco! Se te olvida que no me has explicado cómo carajos vas a inventar una historia que nos salve a los tres. Según entiendo, el primero en morir serás tú. Entonces, ¿quién nos salvará a nosotros? El Zurdo se llevó las manos a la cabeza, la desesperación lo abrumaba, abrió los ojos con amplitud. Observó con detenimiento alrededor de la habitación, en ese tiempo rogaba en voz baja, en privado, implorando ayuda divina. Le pedía al Señor que mediara, al mismo a quien su madre lo encomendó al nacer, y de quien había recibido tantas bendiciones sin pedirlas. Precisaba respuestas contundentes, lógicas, y argumentos sólidos que nacen del universo con la intención bendita de poder cambiar el mundo en un abrir y cerrar de ojos. No surgían muchas opciones en el pensamiento del matón antes de argumentar razones, cargadas de cierta credibilidad. Sus pupilas se enfocaron en la hermosa imagen de San M iguel Arcángel ubicada a su lado. Se concentró en la mirada piadosa del Príncipe de los Ejércitos Celestiales, el aliado invencible. Su corazón empezó a dar volteretas, se agitaba con extrañas explosiones de fe y de amor del bueno que le cicatrizaban el alma, amor que huele a gloria. Y, súbitamente, emprendió un trance particular imposible de explicar con palabras, similar a un efecto alucinógeno, posesivo, esclavizado por una droga de luz que imaginaba la figura del santo en movimiento sutil. Los dos cruzaban miradas, gestos, pensamientos, e intercambiaban sueños dándole vida a una sublime entrevista privada. Los dos guerreros del bien trazaban planes de vida. El Zurdo sudaba frío porque estaba compartiendo verdades secretas con el mismo Arcángel que le salvó la vida a él y a un querubín con cuerpo de niña. El asesino, antes fiel representante del demonio, semejante al que San M iguel pisoteó y destruyó según rezan las Sagradas Escrituras, sentía la presencia de una fuerza muy ajena a su esencia pecadora. En pleno trance, los colores fueron absorbidos por una fuente de luz trascendentalmente brillante, tanto que devoraba todo a su alrededor, y en el centro de aquella luminosidad se ubicaba él, un asesino despiadado que ahora disfrutaba de la claridad bendita y notaba cómo se extendía por cada rincón de su cuerpo aquel destello purificador. El sicario se aterró, pensó que moriría, que el Arcángel lo había sometido a juicio, el último, el definitivo, para llevárselo fuera de la tierra. La verdadera intención bendecida en las alturas certificaba lo opuesto. No era el final: era un bautizo de luz. Todavía le quedaban por cumplir otras misiones importantísimas en la tierra. Y no estaba dispuesto a partir sin antes repartir justicia contra los acólitos de las sombras. A los pocos minutos, la claridad inmaculada redujo su ímpetu. El éxtasis bajó de nivel y la luz se opacó, los colores volvieron a brillar. Fernando M iralles contemplaba la espada de San M iguel Arcángel. Quería utilizarla, tomarla prestada para empuñarla contra los engendros que le arrebataban la esperanza. Su señorío aumentó al infinito y había recibido la bendición plena, el general de la M ilicia Celestial lo guiaba. No importaba si moría, ya nada podía fallarle en el cumplimiento de su misión. Por fin, selló el acuerdo con el santo, cuya mirada expresaba misericordia. Era el momento de justificar las súplicas y de conseguir el apoyo de su aliado, don Lolo. — ¡Padre, es cierto, usted no tiene por qué confiar en mí porque soy un asesino! De todas maneras, recuerde que en el fondo, aunque se resista a aceptarlo, yo también soy hijo de Dios. Con más pecados de lo normal, lo asumo con mucho remordimiento. M is errores quizás nos alejen. Sin embargo, admítalo, soy igual que usted, ambos venimos del mismo Padre, y al final Él nos juzgará. M erezco una oportunidad, no me sentencie sin antes otorgarme el chance de redimir mis faltas. Dios nos colocó en el mismo bando, solo Él conoce el motivo de su milagro, Él tendrá sus razones. Aunque suene increíble, no lo contradiga, pues Él es el creador del plan, y nosotros, sus apóstoles. Por alguna justificación que no viene al caso, nuestra asociación será eterna. ¡No confíe en mí, es válido dudar, no lo merezco, pero sí debe confiar en San M iguel Arcángel! Le juro por lo más sagrado del universo, que fue mi madre bendita, que yo salvaré a la niña, así tenga que matarlo a usted o a cientos más. Es mi última misión en esta vida, lo sé, no pienso fallarle a la pequeña, y menos a Dios. La súplica del prisionero arrepentido desencajó al confesor. Circulaban infinitas verdades en su sermón repentino, insólito y jamás estudiado. Fernando M iralles utilizó la palabra de Dios como escudo transformándola en arma de convencimiento. Tal vez fue el Ser Supremo quien empleó al Zurdo para recordarle al sacerdote la mayor de las bendiciones del ser humano, necesaria cuando nos encontramos en lo profundo del abismo: la fe. Esa energía mística, carente de análisis, esa fuerza necesaria y eterna, destinada a quienes saben vivir las batallas cotidianas con alegría, determinación y valentía, y que los mantiene siempre convencidos en la esperanza de que la misma fe les demostrará la inexistencia de imposibles. Si la niña había llegado hasta ellos, con seguridad Dios les otorgó una encomienda invalorable, que precisaba someter a prueba doctrinas, enseñanzas, emociones y conflictos de dos personas bastante opuestas en sus ideales, y que juntos, bajo el manto celeste, le darían vida a una de las enseñanzas del Señor, quizás la de mayor relevancia: ama a tu prójimo como a ti mismo… aunque se trate de un sicario. De esa afirmación nace el perdón. Con suma claridad, el poder anidado en las palabras del Zurdo sacudió al franciscano. — ¡¡¡Tu discurso tiene fuerza bendita, hijo mío!!! Veo en tus ojos un profundo deseo de justicia, de redención final. Percibo un valor inmenso en tu corazón. Hay un pedazo de cielo en ti, lo puedo certificar. ¡Pero soy un tanto fiel a Santo Tomás! Desconozco cómo carajos vas a sacarnos de esta… ¡A menos que tú seas San M iguel! – observó el sacerdote con una sonrisa de oreja a oreja, como retando toda lógica terrenal. El Zurdo se persignó en señal de alivio. Entendía que su nuevo amigo con sotana había recibido una descarga de Dios en su alma y le otorgaba un voto de confianza, un aplauso ante un milagro viviente e inexplicable que muy pocos hombres de la Iglesia podían jurar haberlo vivido. Fernando M iralles nadaba en felicidad. Por ahora, la chiquilla se mantenía a salvo, pero no podía calcular por cuánto tiempo. La buena noticia era que al menos tenía un nuevo escudero en su tropa, un cura con aspecto poco ortodoxo, quizás algo glotón. Por fortuna, el socio circunstancial era un hombre de fe igual que él. El hasta entonces malhechor iniciaba el cambio de bando alejándose de las sombras. Las bendiciones de su madre comenzaban a dar fruto. Era un honor para el Zurdo convertirse en soldado de San M iguel Arcángel. El sicario se detuvo un instante en el tiempo y rememoró las vivencias y los sermones de su madre cuando le enfatizaba: «Por muy pecador que seas, el Señor siempre estará dispuesto a recibirte en su templo con los brazos abiertos. Reza con fe todos los días, y los milagros nacerán cuando menos lo esperes. Eso sí, nunca preguntes ni el cómo, ni el porqué. Jamás retes a Dios, aun en la peor de tus tragedias; Él siempre tiene un plan que jamás te contará. Ya tendrás tu oportunidad de vivirlo y entenderlo cuando Él te lo muestre. Pero nunca dejes de creer, porque, cuando eso suceda, ten la certeza de que la derrota será tu aliado». El Zurdo disfrutaba de cierta renovación en toda su esencia y actuaba feliz movido por su fe. Lo más importante era aceptar que contaba con un ejército invencible. Con plenitud, observó a su nuevo cofrade y, en tono burlón, le regaló una galaxia de dudas benditas. — ¡¡Don M anuel!! ¡¡Usted debería creer más!! Recuérdelo: el apóstol Tomás quedó en ridículo al tocar la grandeza del Señor. Le puedo garantizar que, en efecto, sí tengo un plan inteligente. Pero, aunque suene increíble, todavía no lo conozco a la perfección, pero lo ejecutaré según los movimientos de clan. Confórmese con saber que es bendito y quien lo ideó siempre le gana al mismísimo demonio, que, por casualidad, también lo voy a enfrentar en las próximas horas. Rece por nosotros, no deje de hacerlo ni un minuto. Del susto, el cura se persignó. A pesar del aplomo de su nuevo amigo y de la mirada expresiva de la figura del Arcángel mayor que estaba en la habitación, el encargado de la iglesia manifestaba su miedo a morir. Aun así, no le quedaban alternativas. Sonaba muy lógica y creíble la explicación del miembro del narco. Confiar en la justicia de los humanos y avisar a la Policía supondría apadrinar una bala dirigida a su cabezota, y, de paso, estaría sepultando una vida inocente a cambio de, pretender lograr enjuiciar a un sicario ahora arrepentido. La subasta no era buena. Si bien el descabellado plan del Zurdo simbolizaba utópico para su raciocinio, a fuerzas debía conformarse, pues era la única posibilidad que tenían. Estaba claro que si la niña llegó a su puerta, alguna noble razón la acompañó. Y muy pronto la descubriría. Antes de aprobar las locuras de un asesino afortunado, ahora vestido con la túnica de justiciero, el párroco tanteó indagar sobre la pequeña. — ¡Está bien, tienes razón, Fernando, tú ganas! No me queda otra, no me dejas alternativa. Debo confiar en ti, aunque muy a mi pesar. Pero, antes de tu partida, quisiera saber algo: ¿por qué defendiste a la niña? ¿Quién es? M e surge esa duda, pues jamás vi a un sicario ejerciendo lo opuesto a su trabajo y creyéndose de repente un soldado de Dios. Y no me vengas con que ella es un ángel caído del cielo. ¡¡Carajo, no me subestimes!! Tampoco abuses de mi lógica. Ya sabemos que la pequeña no tiene relación directa con la familia del juez o, de lo contrario, medio M éxico estaría buscándola. Dime con sinceridad, quién es la pequeña. ¿De dónde salió? El Zurdo ojeó con ligereza y sacudió la cabeza en señal de negación. No poseía respuestas suficientes, ni válidas, para responder a semejante pregunta inquisidora. — ¡Créame, padre, no lo sé, lo juro! Quizás pronto lo pueda certificar, solo tengo nociones, ideas sin seguridad plena. Lo único que le puedo garantizar es que, sin imaginarlo, se convirtió en testigo de tres crímenes, y dentro del narco el mejor testigo es aquel que duerme siete metros bajo tierra. Hoy ella está a salvo gracias a usted, pero, cuando la verdad se descubra, le pondrán un precio altísimo a su cabeza. Capítulo 11 El hijo perdido vuelve a la madriguera México D. F., 38 horas después del atentado. Finalizaba la tarde mientras el sol iba dejando su puesto de trabajo. Un taxi tradicional de la capital, el famoso y ancestral Volkswagen verde y blanco, de los que aparecen repetidos en las postales o recuerdos de la populosa urbe mexicana, zigzagueaba entre el pesado tráfico del D. F. a plena hora pico sabatina. La pericia del chófer esquivaba los retrasos, producto de los atascos habituales debidos a los cambios de turno de trabajo en la turística y concurrida zona del paseo de La Reforma, cerca del Zócalo. El congestionamiento vehicular de la populosa área comercial tampoco descansa los fines de semana. El tamaño del emblemático transporte público le facilitaba el recorrido a través de las raquíticas callejuelas. El contratante llevaba prisa, necesitaba llegar al peligroso barrio de Temucalco, a uno de los costados cercanos a la avenida de Reforma y a buena distancia del Ángel de la Independencia. El experimentado conductor entendía que la zona incrementa su peligrosidad a medida que la luz solar se vuelve fantasmal. La colonia de Temucalco era considerada por excelencia el mercado del mal. Allí puede uno comprar lo que busque: desde simples verduras frescas y diferentes carnes o productos alimenticios hasta un riñón humano preservado en condiciones óptimas, ya listo para ser trasplantado de inmediato. También se canjean armas de cualquier calibre y procedencia, sin que importe su historia o los muertos ocultos en su cañón. Allí se negociaban las cosas más increíbles: desde drogas baratas hasta cuerpos, la vida y la muerte. En aquella época, Temucalco era una barriada donde la misma Policía debía pedir permiso a los maleantes que pululaban por las esquinas del intrincado pueblo sin ley. El comercio ilegal imperaba con libertinaje y estaba controlado por los carteles. Los minoristas del polvo blanco, la merca que producía una mayor rentabilidad y que era demandada por los consumidores más adinerados, establecían sus puntos de control estratégico garantizando seguridad a los niños fresa, esos chamacos con mucha lana que compraban la droga con frecuencia, anhelando endulzar las frustraciones de su monótona vida, saturada de riquezas monetarias, pero en todo caso, yerma de aspiraciones, cariños, y que siempre andaban faltos de sincero amor familiar. De igual forma, solían acudir al excitante mercadillo del mal empresarios respetables, que, camuflados en las sombras, visitaban con frecuencia a sus proveedores de alucinógenos o mercaderes de calor hormonal, cuyas preferencias sexuales variaban desde el sexo opuesto hasta el propio. En el famoso arrabal satisfacían todas las apetencias de la piel; el arrendatario escogía a placer entre homosexuales, heterosexuales, transexuales u otras tendencias aún no codificadas por la sociedad. La perversión de las altas esferas del poder, de la farándula y de personajes exitosos, pero, vacíos en lo moral, solían encontrar en el mítico barrio un oasis bendito de evasión destinado a saciar sus apetencias, sus desbordados egos, sus desviaciones y fantasías. Por su lado, el ciudadano de a pie debía conformarse con sobrevivir en el pequeño infierno delictivo que, debido a la robustez de su miserable posición económica, les tocó como vecindario. La convivencia no es fácil cuando la pobreza te cubre los cuatro costados. El taxi logró penetrar en el populoso suburbio, el pasajero le había indicado la dirección exacta. A tan solo cinco cuadras de la entrada, necesitaban cruzar a la derecha, en la calle número 32, esquina en cruz con avenida Díaz de León. El taxista sudaba, estaba nervioso porque, a seis extensas cuadras, comenzaba el llamado callejón de la puñalada, el escondite preferido por bandas de mucha envergadura, y que eran dueños del tráfico de sangre y muerte en todo el Estado. Con toda su fuerza, el chófer hincaba el pie sobre el acelerador. El pequeño automóvil aceleró la marcha con bravura. Esquivaba transeúntes, niños que jugaban al fútbol, o borrachos que se encontraban rebuscando algún manjar en las sobras de la basura. Transcurrieron doce minutos interminables hasta llegar a una extraña rotonda que se hallaba al final de una calle sin salida, idéntica a las que aparecen en las películas de suspense o de terror. En el semicírculo del final de la vía se apreciaba un gran muro de piedra bastante plomizo y marcadamente sucio, que, carcomido por las inclemencias del clima, exhibía abundante moho, que se había ido acumulando debido a varios años de ausencia de mantenimiento. El paredón fungía de alcabala secreta. Habían llegado a la entrada de la cueva donde se refugiaban los miembros del peligroso cartel de los Tomateros en el D. F. No se podía distinguir mucho ni establecer opiniones claras sobre el misterioso lugar. Una portezuela diminuta separaba el camino de lo desconocido. En el lugar no existían números de identificación, ni nombres alegóricos a familia alguna. Solo un estrecho pórtico de metal grueso que, si lograbas abrirlo, te enterabas del exagerado blindaje de su interior. El chófer se detuvo al costado del portal, según le indicó el pasajero. Como pago, recibió un billete de alta denominación. El dinero representaba diez veces el valor del servicio. El dueño del Volkswagen bicolor enmudeció, agradeció con silencio cómplice y amagó con buscar su billetera: la finta indicaba la falsa intención de dar el cambio al compañero de viaje, que salía con suma dificultad del automóvil en forma de semicircunferencia achatada. Ya en la acera de la calle, el misterioso turista le dio las gracias al chófer, certificándole que podía quedarse con el cambio. Cerrado el trato, el taxista le dio las gracias con abultadas bendiciones. Era evidente que habían llegado a una guarida secreta de capos o líderes criminales, porque el pago abusivo, sumado al secretismo ofrecido por la calle sin salida, constituían pistas claves, fáciles de interpretar en la mente de los conductores que conocían la historia de la peligrosa colonia. El chófer temía por su vida. A pesar de su ansiedad, la grosera propina le sirvió de justificante por haber entrado en la cueva del lobo. Se inquietó: necesitaba diez minutos antes de abandonar el infierno en plena barriada y poder celebrar la ganancia de su arriesgada contratación reciente. El visitante golpeó con suavidad la bóveda metálica fijada en el muro rocoso. No hacía falta mucho alboroto. Varias cámaras de vídeo, camufladas con anterioridad entre las piedras del muro y la suciedad de la maleza, y colocadas en distintos ángulos, ya habían delatado la presencia del viejo automóvil y del hombre que acababa de apearse al enviar las imágenes hasta una cabina de seguridad que adentro se incrustaba en el paredón. El visitante cubría su cabeza con un sombrero de ala ancha y vestía una chamarra de cuero de carpincho salpicada de sangre, que había sido comprada en la propia capital, al oeste del río de la Plata, por un importador de trajes de lujo que las revendía a domicilio en el D. F. Dos guardias fuertemente armados abrieron con cautela la diminuta ventanilla de seguridad. Al comprobar la identidad del misterioso hombre, se alegraron muchísimo por la sorpresa y lo saludaron eufóricos con cariño verdadero. — ¡¡¡M i señor, es usted!!! ¡¡¡No mame, qué milagro!!! ¡Qué bueno que apareció por acá, ya don Tomás está de madres! Respondió uno de los guaruras a través de la cámara de seguridad, cargado de sonrisas sinceras. Con celeridad, abrió la pesada puerta metálica. La alegría le generó cierta sobredosis de excitación sana, y quiso abrazar al conocido para demostrarle su felicidad al descubrir el milagro. El visitante lo rechazó con amabilidad, mostrando una mueca de dolor en el hombro izquierdo. Despacio, le mostró los vendajes con algunas manchas de sangre. Los dos cuidadores entendieron la situación y, ofreciéndole disculpas, quisieron ayudarlo. Sin embargo, el adolorido compañero de armas les dijo con cariño que no hacía falta, que podía caminar, pero, de todos modos, les agradeció el genuino gesto amigable. En cuestión de segundos, y ayudados por sus aparatos de radio, los custodios le informaron al capo sobre la presencia de su lugarteniente en La Casona. Y, regocijados, le ulularon al transmisor: «¡¡¡El Zurdo está vivito y coleando!!!... Acaba de llegar, mi señor» Los nueve asesinos que acompañaban a don Tomás en el caney del patio de la majestuosa mansión escucharon con claridad el mensaje desde la puerta de seguridad. Fernando M iralles acababa de llegar. Tal como predijo el capo, su muchacho no había muerto. El rostro del jefe del clan se iluminó de felicidad. Llevaba casi dos días sin saber nada de su mejor hombre, de su carnal en el negocio. Don Tomás no poseía la información certera del caso, estaba molesto, frustrado a causa del estrepitoso fracaso de la sangrienta misión, pero la alegría de saber que resucitó el Zurdo opacó lo negativo que pudo haberle quitado el sueño en las últimas horas. El resto de los sicarios, que compartían unas chalupas de pollo con salsa de barbacoa, se ahogaron de pronto por la sorpresiva noticia. Todos a la vez se levantaron de la mesa y, de manera espontánea, se unieron a la caminata para festejar el encuentro con el segundo hombre fuerte de la hermandad. La mayoría de los narcotraficantes exhibía una disimulada felicidad por el regreso del hijo perdido, aunque, con sinceridad, en el fondo de sus corazones les carcomía la envidia y la rabia por la salvación del Zurdo. En el lado oscuro de sus almas preferían que hubiese muerto junto a los otros tres sayones. Los malhechores aspiraban a crecer en la organización, y el falso muerto, ahora de regreso a la vida, les aniquilaba las esperanzas de promoción. Don Tomás se abalanzó sobre su pupilo. El Zurdo lo abrazó con cariño del bueno. El dolor en la herida del hombro izquierdo lo sacudió, pero, aun así, debía disimular sus verdaderas intenciones. El resucitado tenía un plan poco ortodoxo, tal como siempre fue su vida. La estrategia, a fin de cuentas, representaba la única escapatoria posible, la diferencia entre la vida y la muerte. Su actuación con los cuates del mal ameritaba un dramatismo histriónico. El resto de los cabecillas del grupo le dispensaron un político recibimiento al malherido. De la mano del ilustre huésped, todos se mudaron al salón principal de La Casona. El capo ordenó a la servidumbre preparar un suculento manjar en honor al entrañable amigo. Don Tomás abrió una botella de tequila que escondía en su reserva privada; había seleccionado su marca favorita: Revolución añejo en barrica especial, con cobertura de plata. Y, según resaltaba la etiqueta, aquel líquido de color ámbar, almacenado con esmero y paciencia debía de tener no menos de quince años de vejez. Los bandidos lo acompañaron en el brindis familiar. Lo primero que hizo don Tomás fue desparramar en el piso un buen chorro del costoso elixir de agave como recordatorio o reverencia a los muertos, tal y como rezaba la tradición sinaloense. Y de inmediato, procedió a llenar los once vasos tequileros hechos de oro macizo. Las piezas faraónicas de su vajilla especial que, de manera exclusiva, las utilizaba en fechas y acontecimientos importantes. El regreso de su hijo putativo bien valía tirar la casa por la ventana. Los nueve cofrades se unieron a don Tomás y el Zurdo en la improvisada comparsa de bienvenida. Se bebieron el tequila derecho, como los charros, imitando a los meros machos que se muestran en las películas o que se mencionan en los narcocorridos, allá en los palenques: de un solo jalón y sin pestañear. El líquido, de altísima graduación alcohólica, les rasgó la tráquea, y todos gruñeron al ingerir el maravilloso y costosísimo brebaje de agave. Sin mayores preámbulos, don Tomás y sus nueve guardianes interrogaron al Zurdo. Al inicio las preguntas aburrían por obvias, aunque fuesen necesarias. Era la primera vez en el D. F. que una encomienda terminaba de forma tan desastrosa. Lo peor del caso no era el resultado final, sino la impotencia ante el hermetismo policial e informativo, porque, en el mundo de las drogas, el precio la verdad se paga con sangre. Por fin, ahora las dudas podían ser despejadas. El mero sobreviviente de la matanza, el actor principal de la obra estaba de regreso, vivo, aunque recuperándose de las heridas de guerra. Ya no era un fantasma o una duda peligrosa: ahora se encontraba en el salón privado del capo y bajo su protección, dispuesto a contar sus verdades en beneficio del clan con claridad y realismo, las únicas llenas de poder de convencimiento. El Zurdo buscó la manera de ser parco, tenía la excusa perfecta si necesitaba esconder detalles perturbadores. La realidad de sus heridas lo escudaba; además, el disparo en el hombro izquierdo ya revelaba la primera novedad en el caso: el Zurdo casi muere durante el atentado. Dicho elemento mitigaba las exigencias o la dureza en el interrogatorio y le ayudaba a ganar tiempo y, en cierto modo, facilitaba indagar sobre criminal. La narración los próximos pasos de de los hechos formaba la organización parte del plan descabellado que, de manera exclusiva, el Zurdo podía entender y ejecutar. Por lógica, el herido empezó aburriendo a su público, detallando el arribo a la mansión del juez. Recalcó al máximo los detalles innecesarios de la entrada en casa de la víctima. En su confesión enfatizó que el plan empezó tal como estaba previsto. Entraron al recinto sin ser descubiertos. No hubo resistencia inicial hasta que él entró en el despacho del juez. Allí su sorpresa fue mayúscula cuando se topó con dos hombres acompañados de una mujer, quienes lo esperaban en la oficina. Argumentó con vehemencia, que fueron víctimas de una emboscada. El Zurdo le aclaró a don Tomás que uno de los hombres fue el que disparó antes sorprendiendo al sicario de los Tomateros. Él trató de defenderse, y se lanzó al piso intentando esquivar los balazos de bienvenida. Cuando de improviso, entró el Burro tiroteando para hacerles frente a los inesperados pistoleros. En esas fracciones de segundo se inició la balacera cruzada. El Zurdo juró en nombre de sus ancestros que vio morir a la mujer. Ella fue la primera en desplomarse sobre el piso y garantizó no saber quién era la extraña invitada. El Zurdo dio fe de la destreza que la misteriosa dama exhibió en el manejo de armas, pues, antes de morir, ella logró herir al Burro en plena aorta. Su puntería evidenciaba probada experiencia en el arte de disparar. Durante la corta refriega apareció el Rex, quien, confuso y desesperado, entró en el despacho. Tuvo mala suerte, pues, en aquel preciso instante, uno de los misteriosos hombres que les habían tendido la encerrona, y que se encontraba ya en plena fuga, le disparó por sorpresa a pocos centímetros de distancia y le reventó la cabeza. El desgraciado enemigo logró huir hacia los pasillos de la mansión. El Zurdo se adjudicó la muerte de la mujer y, además, se apuntó el tanto de haber herido al menos a uno de los extraños tiradores. Cuando cesó la metralla, él se percató del balazo en el hombro; al verse malherido y saber que habían sido víctimas de una misteriosa emboscada, decidió abortar la misión y abandonar presuroso la escena del crimen. Sobraban muchos muertos y, era un hecho que, ni el juez ni su familia se encontraban en la residencia. El enfrentamiento había sido planificado. El Zurdo machacó hasta el cansancio que la misión derivó en un error forzado, evidenciando con ello la posibilidad de una traición. Insinuó que alguien del clan o, alguien cercano, había soltado algún pitazo al juez o a la misma Policía. Alguien se les adelantó. Don Tomás escuchaba con atención guardando en su memoria cada detalle, palabra, gesto de los ojos y ademanes del expositor. Hasta allí las malas nuevas podían ser ciertas. Era la versión de su mano derecha, el sucesor al trono quien hablaba con conocimiento de causa, y sus heridas autentificaban la lógica. Difícil no creerle, las situaciones aparentaban coincidir. De todas maneras, el triunfo no estaba decretado. La sagacidad del capo le abría la ventana a ciertas dudas razonables. Cuando el Zurdo agotó la versión del ataque en el interior de la quinta El Establo hizo una pausa breve, merecida, y se sirvió otro vaso de tequila. Lo tragó sin remordimiento, necesitaba desahogarse un poco, su actuación había sido perfecta, histriónica. Después se acercó al plato lleno de botanas que había preparado la cocinera y comenzó a degustar unas tostadas de camarones picosos, cuando el Sarna lo interrumpió sin previo aviso porque quería saber detalles de cómo fue la huida y de su peculiar recuperación. Quizás las preguntas simbolizaban el capítulo faltante en el final de la creíble aunque confusa historia. El Sarna respetaba al Zurdo como jefe, aunque también lo envidiaba demasiado, porque aspiraba a ser un sustituto natural si el herido caía en desgracia. El Zurdo asintió con la cabeza a la vez que terminaba de mordisquear y tragar con dificultad la comida que llenaba su boca. Aseveró con vehemencia que corrió malherido hacia la parte posterior de la casa. En la escapada miraba hacia atrás con frecuencia tratando de evitar posibles disparos, pues temía las represalias del hombre que se había escabullido del despacho en el momento del tiroteo inicial. Logró salir, era el único sobreviviente del grupo que entró a la escena del crimen. Exhausto, subió a la Dodge Van que conducía Braulio Linares, y ambos huyeron a gran velocidad. A pocos minutos de camino, sucedió lo impensable: detrás venía un automóvil grande, cuyo modelo no pudo precisar porque el dolor, sumado al exceso de adrenalina, le impedía concentrarse y, para colmo de males, la oscuridad de la noche dificultaba la visión. La verdadera prioridad de los dos sicarios en fuga era salir con vida del infierno vivido. Bajaron por las lomas de Santa Fe, Braulio conducía desesperado. El Zurdo recordó haber escuchado al menos tres tiros de los cuales quizás uno logró impactar en la camioneta. No estaba seguro del todo, la confusión ahuyentaba los cálculos exactos. Se metieron por callejones estrechos que Braulio conocía muy bien, pero cuando pensaron que todo había acabado y que en apariencia habían logrado despistar a sus perseguidores, volvieron a silbar más balas por su lado derecho, a las que les hizo frente, aunque no pudo precisar de forma clara la dirección de donde procedían. Los sentidos no reaccionaban a la perfección, era de noche, la oscuridad abundaba. Fernando M iralles se guiaba por los fogonazos que salían del arma del pistolero enemigo, a quien nunca tuvo oportunidad de ver en la penumbra. Aunque se lanzó del coche para repeler mejor la agresión, ya era tarde: habían alcanzado a Braulio en el abdomen. Cuando los tiros dejaron de sonar, comprobó la muerte de su amigo. Por la herida del hombro no podía manejar. Sin dudarlo, caminó cuesta abajo por la urbanización hasta encontrarse con un taxi y lo obligó a llevarlo a casa de una amiga en una barriada pobre cerca de la zona. Era una mujer que él conocía a quien había ayudado en el pasado. Ella le servía de astróloga en momentos de dudas. La buena samaritana le brindó los primeros auxilios, aunque en minutos perdió el conocimiento por varias horas, casi un día. Había perdido mucha sangre y, ante las dudas o por miedo, prefirió esconderse. Justificó su silencio aludiendo que en la batalla perdió el celular y en la casa de la misteriosa enfermera no había teléfono. En pocas palabras, el Zurdo temía que las comunicaciones con La Casona estuviesen intervenidas. Ya cuando se sintió mejor, decidió volver a la guarida del capo sin ruido, sin levantar sospechas. Su intención era dar la cara y buscar una solución al problema, desenmarañar la posible traición. Concluyó su versión, reiterando su compromiso de matar el juez cuando sus heridas sanaran. Los presentes enmudecieron, nadie se atrevía a emitir opiniones. Respetando la jerarquía, los acólitos aguardaban la respuesta del cabecilla principal, eran las normas. Don Tomás miraba con detenimiento los movimientos del Zurdo y se levantó del sillón de cuero cuando finalizó la argumentación del herido. El capo deambuló en círculos por la habitación mientras estructuraba sus pensamientos. No conversaba con un novato, pero la historia, por muy verosímil que fuese, presentaba visos de dudas o de lagunas informativas, aunque viniese de la boca de su mejor hombre. «¡Todo puede pasar en la vida!», solía repetir el viejo zorro mafioso. La fábula de una traición con tantos involucrados constituía la sorpresa decorativa del relato. Tres enfrentan a cuatro y muere la mayor parte de su gente: quizás esa parte de la verdad parecía raquítica o dudosa, pero, en definitiva, nada era descartable, porque ya el capo había sospechado de una posible emboscada. Sembrar la duda en la mente de sus compinches podía representar un milagro para la fuga del Zurdo. De algo estaba seguro don Tomás: la misión falló por un error saturado de misterio, pero ¿quién pudo haberles traicionado? M ientras la pregunta le rebotaba en la cabeza, se dedicó a escrutar a los nueve sicarios que estaban con él y que suponían ser de su entera confianza. El viejo no quería sospechar de nadie a priori; sin embargo, ahora, ver al Zurdo de pie frente a él, explicando historias un tanto diferentes a las que hasta entonces conocía de boca del coronel Hilario M ancera, le alborotaba las dudas. Don Tomás quiso indagar un poco más y retó la creatividad de su pupilo tratando de arrinconarlo. El líder pretendía descubrir quién estaba más cerca de la verdad: si el coronel, la prensa o el único de los sobrevivientes de la masacre. El capo caminó en dirección al Zurdo observándolo con detalle, tratando de penetrar en el alma del hombre herido de bala que defendía una verdad asombrosa, pero creíble y, en realidad, hasta ahora, la única aceptable. — ¡Dime algo, Zurdo! ¿Tienes idea de quiénes eran los dos hombres de seguridad que los enfrentaron? – preguntó con mirada incrédula el jefe de la hermandad del mal. — ¡No, patrón! Jamás los había visto en mi vida. Con la rapidez con que pasaron las cosas y con el plomazo en mi hombro, me resultó imposible identificar a nadie – respondió seguro Fernando M iralles mientras servía en su vaso de oro el tercer tequila. — ¡Tengo dudas! El coronel M ancera afirma que solo apareció el cadáver de la mujer y, en efecto, nadie sabe quién es. También concuerda que a su lado estaban los cuerpos del Burro y el Rex, por eso mi duda: nos falta otro muerto según tu versión. Y el guarura herido, ¿qué pasó con él? ¿Tienes idea de algo? Insistió don Tomás con un dejo de ironía. Los otros sicarios empezaron a capacidad de involucrarse en la conversación agudizando la réplica. Deseaban interpretar y secundar las inquietudes del capo. — M uy cierto lo que afirma M ancera. Si no me equivoco, lo podemos leer en los diarios. Si esa es la fuente del gran coronel, estamos jodidos. Yo dudaría del propio poli; tal vez esconde algo o, quién sabe… Usted me entiende. Casi han pasado dos días, don Tomás, y no hay un dictamen oficial de nadie, ¿no le suena extraño? ¿Por qué? La prensa está limitada en cuanto a la información. Se trata del atentado al juez más importante de M éxico, lo entiendo, pero algo están manteniendo en secreto. No quiero adelantarme, pero quizás están construyendo verdades o alterando pruebas para justificar culpables convenientes. No lo sé, yo solo puedo garantizar que maté a la desgraciada y, de inmediato, le disparé a un hombre, y el pendejo cayó al lado contrario de la muerta. De esa perra sí pude certificar su muerte, pero no puedo garantizar que su compañero murió. Yo le di en el pecho, estoy seguro, y luego no supe más, ya que abandoné la escena, salí corriendo. Recuerde bien, mi señor, que en el sitio se desató una lluvia de plomo y me hirieron; si me fajaba con ellos, no estaba hoy aquí. El tercero de los vigilantes, estoy seguro de que logró salir con vida del despacho. Por eso no aparece en las noticias y, sobre el herido, podemos inferir mil cosas. La única certeza es que el güey tiene un balazo, se lo juro. Como también estoy segurísimo de que los tipos estaban avisados. Es estúpido pensar que las autoridades informen con transparencia, nosotros sabemos bien cómo se maneja el poder y la prensa. Yo solo puedo demostrar que me dieron un plomazo, y casi me muero como un pendejo. M i conclusión es que quizás, repito, quizás, pues aún no tengo las pruebas finales, nos enfrentamos a una traición, pero créame que encontraré las evidencias, y voy a reventar al maldito que nos vendió, sea quien sea. Incluso si se trata del propio coronel M ancera. Las palabras del Zurdo retumbaron en la amplia sala de reuniones de don Tomás. La fuerza empleada en el verbo alcanzó a calmar al capo, aunque, peligrosamente, alguno de los sicarios dudaba de la explicación. Aun así, en la cabeza del jefe renacía la confianza a favor del segundo en el mando, sus interpretaciones sobre el silencio de la prensa y la Policía podían estar ligadas a un plan de protección en favor del juez. No era despreciable el análisis, el tiempo lo determinaría. El Zurdo continuó defendiéndose con furia. Su idea de confundir a los socios podía ser perfecta. En las mafias, el Ejército y las empresas tus subalternos siempre te son fieles hasta que te traicionan. Las dudas se tornaron pesadas. A raíz del regreso del Zurdo, los nueve sicarios estaban en el ojo del huracán. La estratagema del narcotraficante que buscaba redención echaba raíces. Los subalternos sentían la sed de venganza del malherido y el torbellino de la sospecha los saludaba a todos por igual y de forma peligrosa. Las ganas de cobrar justicia con su propia mano ante una supuesta traición eran evidentes, se podían tocar. Sin embargo, de los nueve, solo tres conocían el plan en su totalidad. Don Tomás los oteó don detenimiento: aquella mirada inquisidora del capo generaba dudas entre los involucrados. Había transcurrido poco tiempo y parecía prematuro establecer conclusiones. El Sarna fue el más inteligente, y rompió la tensión del momento. Se acercó a la botella de tequila que reposaba en el mueble de la biblioteca y se sirvió un abundante chorro del licor puro antes de lanzar una verdad muy simplista. — ¡¡¡Tranquilos, carnales!!! ¡No se alboroten! En veinticuatro horas sabremos la verdad, en ese tiempo ya tendremos el expediente del caso en nuestras manos. ¿Cierto, don Tomás? El coronel M ancera viene mañana por la tarde y nos ayudará a entender bien lo sucedido. Solo con leer el reporte de balística y el resumen de los peritos en ambas escenas, tendremos datos de los posibles traidores que originaron la muerte de nuestros carnales – sentenció el matón con una mueca de suspicacia en la boca, haciendo ademanes con los brazos y encogiéndose de hombros. La cordura se manifestaba en el grupo. Los miembros del clan sintieron la necesidad de armarse de paciencia. Esa actitud representaba la única vía para descubrir al Judas si es que existía, tal y como lo certificaba con fogosidad una de las víctimas del atentado o, en su defecto, para tratar de entender dónde estuvo el error de cálculo capaz de producir semejante tragedia. El Zurdo se concentró en su plan, debía insistir en la posibilidad de una conjura en el D. F. Su creatividad celeste perseguía confundir y esconder las evidencias del caso y, si lograba su meta, tal vez una purga entre los sicarios ayudaría a salvar a la niña. Era un verdadero milagro que a estas alturas la desaparición de la pequeña nadie la hubiera reseñado. Eso indicaba una bendición de Dios. M ientras el grupo seguía comiendo y bebiendo, don Tomás se apartó, salió de la sala de juntas intentando analizar en privado la información. A solas en el jardín, el capo agarró su celular y llamó al coronel M ancera porque le urgía verificar si había novedades. Pero al final, la llamada resultó infructuosa. El hermetismo con la información se prolongaba más horas de lo deseado. El juez había anulado las posibilidades para que se filtrasen datos que afectasen la investigación. Hasta el coronel aliado le confesó al capo que era muy probable que, el informe final podría demorarse otro día. La odiada notica terminó de desencajar al líder mafioso, que se encontraba con las manos atadas. Don Tomás no podía ni tan siquiera indagar en persona en la escena del crimen, pues estaba repleta de seguridad, tanto en la mansión del juez como en la esquina donde atacaron a la Dodge Van. Las cosas no pintaban bien, el caso se volvía en extremo complejo, y la única versión de los hechos, contada por el superviviente del bando del mal todavía dejaba pequeñas zonas oscuras en el pesado ambiente. El Zurdo descubrió que sus nervios encendieron algunas alarmas en el capo. El sicario necesitaba actuar rápido si quería salvar a la pequeña sin nombre. Era cuestión de horas que la Policía o la prensa ahondaran en detalles escabrosos que comprometerían las verdades contadas a medias por él. No quedaba alternativa; ante los hechos, el reloj se movía con mayor soltura. La cabeza del asesino asemejaba una olla exprés saturada de ideas, guiones, alternativas y mentiras verosímiles. Los venenos emocionales se conjugaban en todos los tiempos, planos, espacios y ubicaciones. El margen de error exigía ser minimizado. Ya las cartas estaban echadas y la peligrosa apuesta parecía no serle favorable del todo. Fernando M iralles fue obligado a cumplir un objetivo bien arriesgado: convertirse en guardaespaldas de un ángel con cuerpo de niña en solo setenta y dos horas. Parecía una misión imposible, a menos que San M iguel Arcángel y su ejército del bien estuviesen de su lado y, por casualidad, esa era la sensación que él transpiraba. El exceso de confianza de Fernando M iralles provenía de un plano empíreo, difícil de explicar; creía con fervor supremo en la victoria a pesar de no conocer con exactitud la manera real de alcanzarla. Por ahora, solo disponía de un espejismo sensorial, sus palabras no eran propias y sus planes no existían, una mano bendita lo guiaba a la vida… o la muerte. Él apostaba por la primera opción. Fernando M iralles solicitó permiso de ausentarse durante la noche. Necesitaba descansar para recuperar fuerzas y cargarse de analgésicos que doblegaran su dolor corporal. El reposo lo ayudaría a mejorar la concentración. La sencilla petición fue aceptada por don Tomás. Sonaba lógico porque la herida de bala estaba fresca, y, en realidad, la cicatrización necesitaba al menos una semana. Sin ambages, el desconfiado líder de la banda le propuso al Zurdo quedarse en La Casona; allí recibiría las atenciones necesarias las veinticuatro horas. También recomendó llamar a un doctor de la clínica La Arboleda, el famoso centro médico donde los sicarios eran atendidos sin ser molestados por los Policías Federales. El hospital se utilizaba en ciertas ocasiones cuando la donación forzada de órganos se convertía en dividendos, lo que se pagaba muy bien en el mercado negro. Las comisiones entre sicarios, galenos y vendedores de cuerpos solían ser jugosas. El Zurdo agradeció el gesto. Divagó un instante, actuó e insistió en volver a su apartamento, que se encontraba en el mismo barrio, a unas doce cuadras. El malherido alegó que deseaba revisar sus cosas, garantizó tener asuntos pendientes y dijo que necesitaba buscar ciertos datos en su agenda. Prefería dormir en su cama, en privado, porque sentía la necesidad de aislarse un poco y descansar largo rato. De igual forma, se comprometió a reunirse con el clan cuando el coronel M ancera tuviese novedades sobre el expediente. Don Tomás aceptó y le autorizó ir a su departamento; eso sí, debía ir bien escoltado. El hombre de confianza aceptó sin poner objeciones, necesitaba actuar sin despertar sospechas innecesarias. Fernando M iralles salió de La Casona en una Chevrolet Suburban blanca con blindaje reforzado, el amuleto perfecto, el artilugio que ahuyentaba las balas enemigas. Le acompañaban tres de los nueve guaruras de confianza del capo, quienes, por órdenes precisas, vigilarían sus pasos hasta clarificar la situación y desenredar el caso. Nada novedoso en las predicciones del Zurdo; ser espiado no le restaría concentración. Precisaba llegar a su casa para llamar en privado a su confesor, su nuevo aliado de sotana. El sicario debía comentarle un resumen de la situación, y juntos debían poner en práctica la fase dos de la huida: según el trastocado plan del sicario arrepentido, la fuga en compañía de la pequeña sucedería en horas del mediodía del domingo. Al llegar al pequeño departamento, el Zurdo despidió a los subalternos, ahora convertidos en perros de presa y posibles verdugos de su cuerpo. Los hombres del capo disimularon la retirada. El testigo entendía con claridad la misión que aceptaron los sicarios: debían permanecer ocultos vigilando sus pasos. Fernando M iralles entró en la modesta vivienda y, con prisa, se encaminó hacia un mueble esquinero donde reposaba un florero chino, una cerámica de imitación que disimulaba el mal gusto de la decoración de su refugio. M ovió el trasto de madera hacia el costado derecho. Ejerció presión sobre los viejos listones del antiguo piso de leño, una de las tablas crujió y cedió bajo el peso del estante apoyado en la pared. Al correr el pedazo de madera, dejó ver un compartimento secreto, un pequeño agujero en el piso donde apareció un teléfono celular privado. Lo tomó en sus manos, solo él conocía la existencia del aparato, era su único medio de comunicación: imposible rastrearlo ni grabar las conversaciones. Lo escondió en su chamarra de cuero y recorrió todos los ángulos del hogar. Se cercioró de que las cortinas estuviesen bien cerradas para que no dejaran un solo espacio por donde poder mirar. Se aproximó a la pequeña biblioteca y encendió el aparato de sonido, colocó el primer CD que alcanzó. La recia voz de Jorge Negrete se dejó escapar a través de los parlantes. Sonaba la canción de Juan Charrasqueado, ranchera que cuadraba al máximo con la locura y con la valentía del Zurdo, que aumentó el volumen del amplificador para evitar que cualquier micrófono indeseado pudiese grabar la conversación que iba a mantener. La privacidad se logró al máximo, ya nadie podría oírlos. M arcó el número telefónico de la iglesia. Al otro lado del auricular, sonó la voz campechana del cura. El Zurdo le advirtió sobre la situación, le dijo que hasta ahora todo aparentaba tranquilidad, no había mayor peligro mientras el expediente no llegase a las manos del capo. Quizás podría demorar entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas, tiempo suficiente para escapar los tres. El sicario le rogó a su ayudante que preparara a la niña, él pasaría a buscarla al día siguiente antes de las once de la mañana. Tomaría unos cuantos dólares que guardaba en su apartamento, así como dos pistolas, y los tres escaparían lejos del lugar. El padre aceptó y se comprometió a cumplir sus deseos. La próxima llamada quedó pautada a las ocho de la mañana. Al amanecer, el sicario redimido pasaría por ellos y se escaparían antes del mediodía. Le recomendó al hombre de fe pedir un reemplazo, que inventara una excusa creíble; tal vez un viaje familiar repentino. El plan empezaba con buen pie, la idea era escapar sin derramar sangre innecesaria. Era un sueño demasiado idealista, quizás iluso, cuando retas al señorío del narco. El Zurdo sentía en el alma que la victoria representaría un premio merecido. Colgó la llamada y se fue a duchar, deseaba asearse un poco antes de irse a descansar, necesitaba fuerzas para el próximo viaje. Capítulo 12 Los fantasmas empiezan a espantar México D. F. 18 horas después. El Zurdo despertó un tanto nervioso, sobresaltado, y con rapidez felina agarró su Smith & Wesson punto cuarenta bañada en oro y con mango de marfil y la apuntó en dirección a la puerta principal de su apartamento. La madera gritaba con furia reaccionando a los fuertes golpes que recibía al otro lado. El efecto de los medicamentos había sedado al sicario justiciero por más horas de lo planificado. Confundido, Fernando M iralles, ojeó su Rolex Submarine con esfera negra. Con una frustrante sorpresa, descubrió que casi era mediodía, se perturbó ante el paso inclemente de las horas. De la frustración, con la mano derecha se golpeó la frente repetidas veces. Era su manera de castigarse al interpretar las consecuencias funestas debido al fuerte retraso involuntario. El Zurdo, en su interior, se cuestionó mil veces y, poseído de rabia, maldijo otras tantas su descuido mortal. De nuevo la pequeña y el párroco debían esperar el cambio de estrategia. La fase inicial del escape acababa de fallecer. El sueño pesado ahuyentó la oportunidad de recoger a sus protegidos y escapar. Con toda seguridad, el exceso de reposo le impidió escuchar los chillidos del teléfono móvil. Desesperado, revisó su celular personal. En efecto, aparecían nueve llamadas que correspondían con el número de la iglesia. Los golpes de nudillos contra la puerta continuaban aumentando en número e intensidad sonora. Sin necesidad de mucho análisis, el Zurdo intuyó que uno de los guardias del capo lo buscaba. Con precaución, se acercó al ojo de la puerta sosteniendo su pistola y apuntando el cañón al centro del portal. El sicario malherido divisó con facilidad al Rodillas, uno de los guardaespaldas de don Tomás. Le abrió con demora el portón, con la excusa de no entender la desesperación del visitante. — ¿Qué le pasó, mi señor? ¡Perdone usted que lo moleste! Pero llevamos un rato llamándolo, don Tomás lo necesita urgente. Comentó el visitante a la vez que Fernando M iralles se daba media vuelta y abotonaba su camisa arrugada. Se había desplomado en el primer sofá que encontró: estaba tan cansado que, después de hablar con don Lolo, ni siquiera había podido llegar a su cama. El adormecido sicario le manifestó señas al guarura invitándolo a entrar en el apartamento y, abusando de su actuación, le ofreció un jugo de naranja al indeseado e inesperado huésped. — ¡¡Tranquilo, Rodillas!! ¿Qué sucede? ¿Por qué tanto alboroto, güey? – preguntó el Zurdo con expresión de asombro, recién levantado y bostezando a medias. — ¡Perdone, señor Fernando! Le marcamos varias veces a su teléfono y no contestó. Entonces por eso me atreví a tocarle la puerta ¡Es que el jefe lo necesita urgente en La Casona, nos exigió llevarlo de inmediato! El mensajero temblaba de miedo y pena. Si bien ejecutaba una orden del capo mayor, el Zurdo era de los meros buenos, de los más queridos y temidos en la organización. Se había ganado el respeto de la mayoría por mostrar su lado humano, solidario y responsable en apoyo a cada miembro de la hermandad con respeto y justicia. Despertarlo de forma tan brusca alteraba los nervios a cualquiera. El somnoliento convocado le dispensó al mensajero una sonrisa falsa, aunque necesaria. El Zurdo precisaba disimular su frustración ante el error cometido por dormir más de lo necesario. Se acercó al Rodillas hasta abrazarlo con suavidad, le dio los buenos días y un par de palmadas en la espalda en señal de confraternidad. Prosiguiendo con el teatro forzado, le solicitó que se sentara en el diván de la sala, el mismo que había servido de catre al convaleciente líder del cartel. No mostraba prisa, disimular su ansiedad era muy necesario porque demostrar actitud sospechosa le daba la bienvenida a la muerte. Ya el plan había germinado torcido y necesitaba despedir la modorra, pensar con claridad, con cabeza fría, le urgía enmendar el craso error. A esas horas se imaginaba buscando al párroco y a la niña. Sin embargo, el destino, un poco travieso, retrasó la huida. Ellos también se habían cansado de llamarlo. De todas maneras, ya era demasiado tarde: inútil pensar en las horas sepultadas. En el futuro inmediato debía actuar con parsimonia, como si todo el universo respirase en calma y con paz verdadera. — ¡¡¡Cálmate, Rodillas!!! ¡Deja los nervios, relájate, güey nadie se ha muerto! ¡Cuéntame! ¿Qué quiere el patrón? ¿Qué se le antoja al viejo Tomás? ¿Cuál es el desespero, carnal? ¿No ves que estoy herido? – desentendido de desubicado. se burló el orador haciéndose la situación, y exponiendo cara el tonto, el de aburrido — ¡Ah, mi señor! ¡Pues fíjese que no me dijo, perdóneme! Yo sé que usted se está recuperando; le ruego que no se moleste conmigo, no es mi culpa, yo solo obedezco órdenes, y me pidieron que lo lleve urgente. ¡Creo que usted tiene que hablarle al capo, cálmelo un poco! ¡Hágame ese favorcito, mi patrón! – rogó el guarura; más nervioso, «que filete de pobre». Fernando M iralles bebió con calma su jugo de naranja, no había tiempo para el café. Soltó el vaso, calzó su arma en la pistolera y la colocó en su cintura bien ajustada a la correa por el lado derecho. A pesar de la presión con el frío metal, se dio cuenta de que la herida amaneció con ligeros síntomas de mejoría. En realidad, el descanso ayudó en el proceso de recuperación de los músculos porque ya disfrutaba de mayor libertad motriz en el hombro tiroteado. Apenas un tímido dolor le recordaba el disparo. El Zurdo se vistió con un saco de Cashmere negro que había comprado en unos lujosos almacenes de La Gran M anzana, en uno de sus viajes de negocios, donde llegó a pagar unos tres mil dólares por aquella sofisticada prenda de marca. El blazer era de un absoluto boato, aunque él podía lucirlo muy bien, pues derrochaba porte, elegancia y clase. El sicario mayor ajustó el primero de los dos botones y dejó el último desabrochado, tal y como dicta la norma del buen vestir, y ya estaba listo para seguir a su escudero escaleras abajo. Dos pisos los separaban de la calle. De modo curioso, descubrió que cuanto más caminaba, menos dolor padecía. Daba la sensación de que la herida cicatrizaba a paso redoblado. Al salir del edificio los dos entraron en la misma camioneta que los trajo la tarde noche anterior. Esta vez solo los acompañaba el chófer, que aceleró nervioso por la demora y emprendió el recorrido camino al escondite del capo. Llegaron en siete minutos. Bajaron del voluminoso vehículo, y los tres se enfilaron raudos hacia la sala principal. Alrededor de la mesa se encontraban en plena junta don Tomás, el coronel M ancera y nueve de los lugartenientes del jefe. Los presentes se levantaron a darle la mano al Zurdo, quien se excusó por la demora, alegando no saber nada de la inesperada reunión, y aprovechó para acusar a las pastillas del tratamiento por haberlo drogado demasiado, excusa idónea ante la imposibilidad de responder el teléfono. Don Tomás lo disculpó sin mayor comentario; con celeridad, le expresó que no tenía importancia y le recalcó la necesidad de su presencia debido a la aparición de nuevas pistas y elementos que discutir sobre la masacre. Se había adelantado la junta porque el oficial de la Policía Federal venía con datos previos del informe sumarial. Al parecer, ya engranaban algunas piezas, y poco a poco el rompecabezas cobraba forma real. El Zurdo sonrió con alegría fingida y aplaudió la labor del sabueso, tratando de mitigar sus frustraciones personales, y lo felicitó con sobrada efusividad. Fernando M iralles intentaba disipar sospechas innecesarias. Con agilidad, se acomodó al lado izquierdo del soplón, lo que le facilitó divisar mejor los documentos del archivo sumarial. La intentona fue innecesaria, pues, por orden del capo, la información solo se compartiría en forma verbal. En principio, ese era el acuerdo con el hombre de la ley, porque solo era un adelanto; el reporte no se había culminado, y los invitados conocerían aspectos superficiales interesantes que ayudarían a entender las verdades del fracaso de la misión. El Zurdo se estiró en la esquina de la mesa tratando de agarrar la cafetera recién calentada. Se sirvió una taza bien llena, le hacía falta una sobredosis de cafeína antes de asimilar el impacto de las noticias. En efecto, el coronel corroboró parte de la historia del sobreviviente, lo cual respaldaba la loca idea del sicario de sembrar la factibilidad del escenario basado en la traición interna. M ancera convalidó la balacera en el interior del lugar, también aseveró que la dama murió de un impacto fulminante, producto de una bala similar a las usadas por el Burro o el mismo Zurdo. Era definitivo, el proyectil le atravesó la espalda, y la parafina que se descubrió en las manos de la mujer también ratificaba o daba fe de la detonación de una pistola o revólver, tal vez de grueso calibre, un cuarenta y cinco o, en su defecto, de nueve milímetros, acorde al volumen de pólvora quemada encontrada en su piel. Los detalles exactos se definirían luego de emitirse el reporte de planimetría y conjugarlo con el de balística y el forense. Cabía la posibilidad, de que la occisa accionó su armamento un par de veces, y fue una de las balas la que hirió al Zurdo en el hombro, pero, aunque parezca increíble, el ángulo de la perforación en la aorta del Burro no coincidía con ningún cálculo o plano de trazas percutadas, de allí la presunción de los dos disparos hechos por la dama. Todavía no habían encontrado un segundo casquillo que coincidiera con el anterior. O, al menos, no quedaba claro en el informe previo; es decir, faltaba una bala o sobraba una perforación, situación bien curiosa e inexplicable. En definitiva, no se conocía la dirección de donde surgió el plomazo que acabó con la vida del Burro. Quizás se produjo en la desviación de la segunda bala, si es que la hubo, al caer la mujer en el piso; ese detalle continuaba en revisión por los peritos. Los informes del laboratorio policial aburrían a don Tomás, que no prestó mucho interés al tecnicismo científico. El capo interrumpió la meticulosa exposición y le exigió al militar ahorrarse detalles superfluos y que fueran al grano. M ancera aceptó sin reproches, aunque reforzó su argumentación en un par de puntos claves, como la imposibilidad de demostrar la presencia de otros personajes en el despacho, peculiaridad que tenía que ser esclarecida por la tarde. La verdadera noticia de peso era que ya conocían el nombre y la identidad de la occisa, así como su lugar de nacimiento y su reciente dirección de vivienda fija en el D. F. — ¡¡¡Ah, pues, qué buena noticia!!! ¡M ancera, vamos, suélteme la sopa ahora mismo, dígame cómo se llamaba la perra esa! – gritó eufórico don Tomás frotándose las manos. El resto del grupo se alborotó siguiendo los pasos del líder, la adulación se divisaba a leguas. El sobreviviente permanecía inmóvil aguardando nervioso la tan ansiada información, peligrosísima para él y su protegida. M ancera revolvió los papeles, sacó una de las hojas mecanografiadas y resguardadas en una carpeta azul. Se ajustó las gafas y, con voz seria, bien clara y audible, pronunció el nombre, apellido y edad de la mujer. El capo, junto a sus aduladores, frunció el ceño demostrando una franca expresión de total desconcierto: ninguno tenía idea de quién carajos era la misteriosa tiradora. Por su parte, el Zurdo se quemó los labios y la lengua con el café hirviendo, pero disimuló y no emitió queja ni sonido alguno, mientras se mordía los labios para evitar delatarse. La saliva se atoró en la garganta del sicario mayor, sus ojos se hincharon de sorpresa. En efecto, se obró un milagro: al escuchar el nombre de la víctima, su alma tembló. Con parsimonia, escondió su excitación y dominó sus impulsos: sudaba entre los labios y la frente, y con actitud apática apoyó la taza con café sobre la mesa. Un terror satánico le recorría el cerebro, no quería ni pensarlo. Su mente le flagelaba proyectando escenas futuras donde ejecutaban al cura y a la niña; el Zurdo imaginaba lo peor: una venganza típica del narco. Entonces no se le ocurrió otra idea que distraer a la audiencia; decidió actuar para robar el protagonismo de todos en la sala. M ostró cara de póker, mirada de tahúr, curiosidad de juez y ojos de verdugo. — ¿Y quién carajos era esa mujer? ¿De dónde ha salido? ¿Tiene algún historial delictivo? ¿Qué más sabemos de ella? ¿A qué organización pertenece? ¡¡¡Porque a mí no me suena una mierda ese nombre!!! ¿Ustedes qué opinan? Preguntó el Zurdo con seriedad suprema, lleno de frialdad pasmosa y procurando enredar el juego. No entendía si se trataba de una emboscada o, por una bendición, nadie sospechaba un ápice. Su parsimonia y el manejo del lenguaje corporal no dejaban huellas. Los hombres de la sala no sospechaban de sus movimientos porque él se había graduado de actor dramático aunque, de manera inevitable, el miedo continuaba acompañándolo. Cuanto antes, necesitaba salir del lugar para ir a buscar a la niña fantasma junto con su guardián celestial y huir muy lejos del alcance de las balas de don Tomás. La astucia en el dominio y en el manejo de la información eran las herramientas claves en el éxito del plan. — ¡Buenas preguntas, Fernando! dijo M ancera. Por extraño que parezca, la mujer no presenta antecedentes delictivos. Hasta ahora solo conocemos que es profesora de piano y que se encontraba arreglando el instrumento musical en la sala del juez el día del atentado. Parece una casualidad aislada y mortal. En los datos que averiguamos no existen récords criminales, pero, gracias a las pesquisas, ya tenemos la dirección de su residencia y la de sus padres, donde vivía antiguamente. Ya una comisión de la Policía antidrogas y extorsión salió en operativo adelantando interrogatorios a testigos potenciales de ambas zonas. Concluyó el coronel con total ingenuidad. El Zurdo se levantó de la mesa, les dio la espalda y respiró fuerte ante las miradas atónitas del jefe y de los nueve acólitos. De forma brusca, se giró y golpeó la mesa con la mano sana a la par que retaba al coronel corrupto y portador de datos peligrosos para él y sus intenciones de fuga. — ¿Qué coño dices, M ancera? ¿Cómo que no tiene antecedentes? ¿Eres cretino o qué? Una mujer que dispara una pistola cuarenta y cinco con sobrada pericia, me revienta el hombro, le parte el corazón al Burro y todavía tiene los «güevos» de seguir disparando desde el piso, malherida, y tú me dices que era una simple y estúpida profesora de piano. ¡¡Vamos, M ancera, no mames, cabrón!! ¿Para qué coños te pagamos? Esa perra estaba bien armada, sabía usar la pistola con incalculable precisión. Además, la acompañaban dos putos guaruras, dos malditos asesinos fantasmas con quienes nos caímos a plomo limpio. ¡¡Ah!! Pero eso no cuenta, y tú me dices que no sabes nada de ella fuera de su puto nombre… ¡¡Por favor, don Tomás, estamos perdiendo el tiempo y el dinero!! M ejor salgo con mis hombres en un rato e investigo por mi cuenta, y le juro que en veinticuatro horas descubro la vida y muerte de todos los involucrados. ¡¡Vete a la mierda, M ancera!! Espetó el Zurdo ofreciendo una soberana cátedra de buenas tablas. Todos se sorprendieron y creyeron su argumento. El mismísimo don Tomás se rascaba la barbilla mientras divisaba con sorpresa la magistral discusión de ambos contendientes. En el fondo, se inclinaba a preferir la verdad de su compañero de negocios; por ahora las falsas verdades encajaban a la perfección. El Zurdo y su palabrería sonaban creíbles. El policía no tardó en reaccionar, se defendió esgrimiendo cierto nivel de respeto porque debatía en la casa del lobo y se encontraba rodeado de muchos asesinos despiadados que lo podían hacer desaparecer en la parrillera del patio sin que nadie supiese de él durante los venideros cien años. — ¿Qué quieres que haga, Zurdo? Este caso se escapa de mis manos, fue remitido a instancias superiores. Aunque no me creas, lo llevan bajo supervisión estricta de la presidencia de la República. La censura es total. Arriesgué demasiado al obtener estos datos sin autorización firmada. La culpa no es mía. ¡¡Ustedes fallaron en la misión, tú bien sabías que matar al juez no era trabajo de niños!! ¡¡¡Ustedes sabían muy bien las consecuencias del éxito o del fracaso!!! La tímida defensa del policía le regaló argumentos contundentes al Zurdo, imperdibles en el momento de atizar las peligrosas dudas en la mente del capo. El sicario no entendía cómo era posible que manejase un discurso tan atípico en él. Sin lugar a dudas, de la mano de Dios, las adversidades se modificaban a su favor. Sin dudarlo un segundo, Fernando M iralles corrió la mano derecha entre el saco de cachemira y la camisa de algodón con un ágil movimiento, que, debido a la inclinación de su cuerpo, le generaba un espacio abierto fácil de maniobrar. Eufórico, el sicario desenfundó rabioso su pistola de oro con cachas de marfil. Con insólita rapidez la sacó de su cartuchera para recostarla en la sien del cobarde informante, y, delante de la audiencia, le gritó con rabia suprema intimidando a propios y extraños. — ¡¡¡Pedazo de cretino!!! ¡En esa puta misión murieron tres de mis mejores hombres! Sabíamos que no era fácil, por eso me encargué en persona de los detalles, pero, por desgracia, algo salió mal. ¡¡Sí, cabrón de mierda, fallamos porque alguien nos estaba esperando; seguro que nos delató algún desgraciado, güey!! No sé cómo ni por qué, pero estoy convencido de que alguien compartió los datos. Ahora sospecho de todos, incluso de ti, pendejo, y te puedo volar los sesos en esta oficina. ¡¡¡Eres un pinche cobarde que no sirve para una mierda!!! ¡Yo mismo voy a descubrir la verdad! Los voy a reventar a todos, te lo puedo jurar por mi sangre. Las grotescas amenazas del bravucón fueron interrumpidas por la recia voz de don Tomás, que le daba la razón a su hombre de confianza, aun cuando precisaba tener en sus manos el guion completo de la película con el propósito de establecer una conclusión. El capo necesitaba paz en la reunión para poder concentrarse en las acciones futuras. — ¡¡Cálmate, Zurdo!! ¡Deja los nervios, carajo, y baja el arma, muchacho! – negociador puro. ¡Sabemos que ordenó don Tomás con voz autoritaria de estás muy molesto! ¡Tienes razones para estarlo! Sabemos que te hirieron, y que de milagro estas acá, pero difiero en una cosa: matando al poli no vas a lograr nada. En cierta medida, M ancera también lleva algo de razón, el caso va lento y la información es limitada por tratarse del juez con mayor arraigo en la Corte Suprema. No te impacientes, que la verdad siempre sale, güey, relájate. Yo me comprometo, así tenga que sobornar al mismísimo general en jefe del Ejército, te garantizo que tendremos la verdad en nuestras manos y, cuando aclaremos el caso, podrás vengar la muerte de tus muchachos. Ahora cálmate, recuerda que ya tenemos el nombre de la misteriosa mujer. Vamos a mandar a investigarla y averiguaremos sobre ella, su círculo familiar, sus amistades, amores y pasado, eso nos ayudará. En pocas horas también podremos visitar la escena donde apareció la Dodge Van con el cuerpo del Braulio. M e informan de que los Federales han despejado por completo la zona, te ruego que trabajaremos con calma – el discurso conciliador de don Tomás apaciguó las falsas fieras emocionales del Zurdo. El asesino entendió el cambio que necesitaba su histrionismo, las buenas tablas debían reducir el ímpetu. En la nueva escena debía ser camaleónico y transmitir la imagen de subalterno respetuoso con las órdenes de arriba, de colaborador serio en el largo proceso investigativo. Con movimientos lentos, Fernando M iralles alejó el cañón de su S&W punto cuarenta de la sien del coronel y trató de volverlo a colocar en su pistolera. Apoyó su cuerpo en la mesa. El esfuerzo muscular resultante de la soberbia actuación le removió algunos puntos de sutura y revivió el intenso dolor. Las punzadas lo distrajeron de la realidad ayudándolo a cometer el peor error de su vida. Sin percatarse, soltó de manera ingenua su pistola al costado de la mesa. Unos segundos después, se sentó en la silla de cuero ubicada a su lado izquierdo e inhaló con devoción, necesitaba bajar la presión sanguínea. La calma momentánea colaboraba a mitigar los pinchazos en la zona afectada. El Zurdo sentía un fuerte dolor en el hombro que le recordaba la bala disparada por una mujer hermosa que llevaba un tatuaje de dragón en el cuello. El sicario mayor modificó el guion; ahora necesitaba un discurso con tono conciliador. Le urgía mantenerse en la pelea sin generar sospechas innecesarias. — Está bien, don Tomás, usted manda, disculpe mi actitud. Ya mismo salgo con mis muchachos de confianza a investigar la absoluta e incongruente locura de la misteriosa perra que tocaba el piano y a la vez disparaba como un sicario profesional. No se preocupe, yo me encargo de todo, ya verá cómo le traeré mejores resultados que este títere disfrazado de policía. Fernando M iralles abusó de su confianza en el destino, se levantó victorioso de la cómoda silla dando a entender que muy pronto saldría en misión investigadora. De lograrlo, garantizaba dos cosas: primero, unas horas extra para preparar el escape con sus protegidos, y, segundo, cabía la posibilidad de modificar ciertos datos de la mujer, porque, si él investigaba en privado, buscaría la manera de distraer las verdades o confundirlas, destruiría pruebas, cambiaría conceptos hasta cansar al capo logrando sepultar la presencia de la testigo infantil que se encontraba en el lugar y la hora equivocados. De la inflada emoción, Fernando M iralles casi llegó a la puerta de la oficina sin recordar que su pistolón descansaba en la mesa de juntas. Su alegría momentánea se disipó en un soplido. La contraorden de don Tomás le apagó la sonrisa del alma, y de cuajo le alteró sus cálculos y estrategias. — ¡No, Zurdo, tú estás herido! Además, no deseo que te vean mucho en la calle. No sabemos quién está detrás de esto. Es mejor que piensen que sigues desaparecido, encarcelado o que asuman tu muerte. Así que vete tranquilo a casa y descansa. Si hay noticias, te hago llamar. A los demás, les exijo que no hablen por los celulares más de la cuenta, no regalen pistas innecesarias, traten de llamar utilizando las cabinas de los teléfonos públicos de la calle. Debemos ser discretos. A partir de este momento, tenemos carta abierta del coronel M ancera, ya podemos armar nuestra propia investigación. En media hora saldrán dos equipos: el Perro y el Zopilote irán a visitar el apartamento de la muerta. ¡M uchachos, les encargo descubrir todos los detalles de la mujer! Y al rato sale el Chuquis acompañado del Pablito. A ustedes les ordeno interrogar a los testigos donde murió Braulio Linares, en Las Lomas, donde apreció la Dodge Van. Quiero que averigüen muy bien qué demonios fue lo que pasó en ese carro, seguro que algún vecino tuvo que ver algo. Páguenle lo que sea, no se frenen, exijo toda la verdad lo antes posible – las órdenes del capo no le agradaron al Zurdo. Los cuatro matones de peor calaña recibieron la responsabilidad de deshojar la margarita. En especial, los encargados de ir a la vivienda de la pianista implicaban malas noticias para el malherido, porque ellos eran los acólitos del Sarna, el acérrimo envidioso del Zurdo. Esos hombres buscarían cualquier detalle intentando incriminar al sicario redimido. Fernando M iralles consultó su reloj y se dio cuenta de que enfrentaba serios problemas. No podía usar el teléfono para advertir al párroco sobre los cambios repentinos, porque, como resultaba lógico, los hombres del capo lo estarían observando con cautela. El Zurdo se sintió preso en su propio clan del mal; la investigación escapaba de sus manos, lo que le impedía que pudiera alterar las evidencias. La fuga volvía a ser cremada, no existían muchas opciones en el horizonte. Dos grupos de trabajo en direcciones opuestas y con la misma obligación: descubrir la tormentosa verdad. El Zurdo interrumpió al jefe buscando a toda costa participar en la pesquisa. — Perdone que me meta, don Tomás, pero yo amanecí muy bien. Ya la herida va sanando, y opino que mi conocimiento de los hechos nos ayudaría a poder buscar la información con facilidad y claridad. Prefiero dirigir la operación. A pesar de la lógica de sus palabras, el destino había trazado otras coordenadas muy diferentes. Las horas de sangre apenas iniciaban. — ¡¡No, Zurdo!! ¡Tú te quedas en casa! Deja a los muchachos hacer su trabajo, yo te pondré unos buenos guaruras para que te cuiden – reiteró el capo con voz de mando. — ¡Jefe, disculpe que le lleve la contraria! Yo creo que… La insistencia en el discurso del Zurdo alcanzó a molestar al jefe, que se vio obligado a golpear la mesa con la palma de las manos en clara señal de autoridad suprema. Lo que más detestaba el capo era que le llevasen la contraria cuando tomaba una decisión. Don Tomás observó a su hombre de confianza y le gritó con temple dictatorial. — ¡¡¡Basta, carajo!!! ¡Ya te dije que no, Zurdo! Putas, a la mierda, no me encabrones más. Te me vas a tu casa y te acuestas a dormir. Cuando te pongas bien, nos vemos acá; solo si haces falta. No quiero repetirlo otra vez, esta misma tarde quizás tendremos el reporte final de la Policía gracias a las buenas gestiones del coronel. Luego lo comparamos con lo que averigüen los muchachos en ambos sitios, ¡¡¡así que me obedeces, carajo!!! – gritó con furia descomunal el capo mayor obligando a su sicario favorito a retroceder en sus intenciones de cambiar las decisiones de arriba. Impartidas las órdenes, cada uno de los presentes asumió sus funciones. Los cuatro matones se agruparon en una reunión improvisada al final de la extensa mesa de reuniones. Ellos le solicitaron a M ancera repetir las direcciones exactas y los datos de interés en ambos lugares, que, por casualidad del destino, eran bastante equidistantes. El Zurdo memorizó el que le faltaba en sus recuerdos: la dirección de la mujer que murió frente a sus ojos en el despacho del juez. No podía seguir objetando las órdenes del jefe, era mucho peor seguir insistiendo, porque resultaría muy obvia la rebeldía y podría sembrar la semilla de la desconfianza. Fernando M iralles trató de afinar sus pensamientos. Sostenía pocas cartas con las que jugar y contaba con menos horas de recorrido todavía; además, carecía de argumentos en su defensa, y podía ser peor aún si se encontraba bajo la estricta vigilancia de los guaruras del capo. En realidad, él estaba preso, inmóvil, y se enfrentaba a una operación imposible de ejecutar. El tiempo apremiaba. Las órdenes impartidas lo alejaban de sus protegidos. La muerte empezaba a rondar y danzaba sobre él burlándose con sarcasmo e ironía, la sentía muy cerca. En las próximas horas la sangre inundaría la vida de todos ellos. El Zurdo deliraba de manera inconsciente. Abstraído, ya se había sentado en otro sillón. M ostraba la mirada perdida y se zambulló en su propia pesadilla, que tal vez se convirtiera en una realidad mortal. De manera increíble, presentía las fuerzas del mal rogándole, pidiéndole clemencia cuando empuñaba una espada de hielo. En unos instantes, aceptó que la locura conquistaba su mente, aunque los recuerdos le avivaban las ideas. El trance inoportuno no lo dejaba reaccionar, volvió a sentir la presencia de Caronte por tercera vez en pocos días. Se hallaba cerca de él pero, por extraño milagro, no venía a buscarlo; no: los verdaderos cadáveres lucían caras retorcidas y pasaban a su lado; sin embargo, no podían tocarlo a él, solo le pedían clemencia, pues estaban destrozados, sangrantes. El Zurdo reía ante su espejismo al verse libre, vivo, ganador, y alzaba la mirada al cielo agradeciendo algo que no entendía. Volvía a reír de forma nerviosa. En pleno éxtasis mortuorio, el sonido de unas palmas lo obligó a aterrizar, a despertar de forma brusca de su delirio absurdo, de aquella locura, de aquella especie de premonición de vida. — ¿Qué pasó, güey, estás bien? – le dijo el capo ojeándolo de frente. — Sí, todo bien, don Tomás. Un poco de dolor, nada más. Quizás usted tenga razón, jefe, mejor me voy a descansar. Puede que eso ayude a bajar el dolor; además, mejora la cicatrización. Usted me avisa con cualquier novedad o me manda a buscar con los muchachos. La respuesta del Zurdo reconfortó al capo. Los ojos del enfermo le regalaron una mirada tétrica porque estaban idos, fuera de este mundo. La vista proyectaba la imagen de la muerte cercana, y don Tomás sintió un aire gélido en todo el cuerpo, pensó que su amigo estaba muriendo o, quizás, delirando con el demonio dentro. Era la primera vez que el capo recibía ese tipo de visiones de ultratumba, y menos transmitidas por su mejor hombre. El miedo le generó angustia al líder del clan, la realidad mutaba fuera de sitio. El Zurdo se levantó con dificultad, aún no había recuperado la conciencia al cien por cien. Caminó y se detuvo en la puerta, cruzó el umbral dejando olvidada su pistola, un par de hombres lo escoltaban muy de cerca. Don Tomás les hizo señas, les ordenó que no se alejaran de él, que lo llevaran a casa. Fernando M iralles no debía moverse fuera del perímetro del barrio, lo custodiarían las veinticuatro horas y, solo si fuese necesario, lo trasladarían al hospital para las curas de rigor. El Zurdo se despidió de los presentes con un simple gesto de manos y cruzó el amplio pasillo rumbo a la salida. Su mente maquinaba ideas, planes, trazaba distancias, calculaba las horas y el kilometraje requerido para poder estar a salvo. Le quedaba una sola opción bastante ingenua para lograr escapar minimizando el riesgo y la sangre. De repente, en el fondo de su corazón escuchó una voz tenue. El sonido de las palabras le generaba paz, pero a cambio de exigirle mucha sangre en el proceso de lavar sus pecados eternamente. Capítulo 13 Comienzan a morir los demonios México D. F., media hora después de la junta con don Tomás. Una Chevrolet Suburban blanca blindada y con vidrios polarizados con tanta intensidad que en su interior nunca amanecía salió con lentitud del escondite de la hermandad de los Tomateros en pleno D. F. El Ratas y su acompañante, el Perico, dos sicarios de relevancia media en la cofradía, iban sentados en las butacas delanteras del transporte privado. Habían recibido la orden clara y precisa de trasladar al Zurdo a su residencia. Debían vigilarlo y, a la vez, protegerlo de posibles atentados. La única opción de alterar las órdenes del capo era llevar al herido a un centro asistencial por si necesitaba revisarse las suturas del hombro tiroteado. Por regla general, en esos casos los miembros de la banda acudían a la clínica La Arboleda, localizada en dirección a Periférico Sur, a unos cuarenta minutos de La Casona, si no había mucho tráfico, aunque en hora pico, la duración del recorrido podía triplicarse. El antiguo hospital, en buena parte, era controlado por los miembros del cartel. Allí los criminales podían ser atendidos sin despertar sospechas ante los ojos de las autoridades. El director del hospital, Ramón Abreu, a cambio de buenas donaciones por parte de don Tomás, podía alterar expedientes con facilidad, modificar actas de defunción o cuanto papeleo fuese necesario para evadir culpas y sepultar verdades. Lo más horrendo de aquel negocio encubierto era que también servía de tanatorio clandestino donde desaparecían cadáveres, en su mayoría provenientes de los enfrentamientos con los enemigos del clan y, por si faltara algún ingrediente siniestro, en ocasiones, dentro de aquel tétrico lugar se comerciaba con órganos extraídos a inocentes, y todo amparado bajo el manto de la ley, que hacía la vista gorda a cambio de recibir una buena tajada en dólares americanos. De manera especial, cuando un narco o sicario de medio pelo fallecía, resultaba conveniente que abandonara este mundo sin dejar mayor rastro, sin explicaciones, de lo contrario, podrían surgir represalias contra los agentes de la Policía. En el asiento trasero de la voluminosa camioneta, la mente del Zurdo trabajaba a marchas forzadas. Se enfrentaba a un dilema peligrosísimo: por un lado, le urgía buscar una excusa para evitar que los dos matones pudieran establecer contacto con la dirección de la difunta y, a su vez, necesitaba bloquear la investigación del Chuquis y el Pablito, que en sesenta minutos rondarían el barrio de la iglesia del padre M anuel García Porras. Imposible partirse en dos. En definitiva, solo existía una sola oportunidad, aunque suponía recorrer un camino pedregoso. El novedoso y maleable plan del Zurdo, derivado de los anteriores, no constituía más que una ilusión visualizada por él, porque a cada instante sufría modificaciones temerarias a medida que las averiguaciones del atentado resplandecían. Fernando M iralles calculó sus ágiles movimientos con meticulosidad. Tenía que retrasar la aparición de las verdades o, en su defecto, modificar evidencias sin levantar sospechas, pues en caso contrario la niña, el cura y él mismo, pasarían a convertirse en un dígito, en una estadística más de los crímenes por drogas o por ajuste de cuentas de la gran capital. Sus pensamientos calculaban distancias entre los dos puntos bien distantes en la congestionada urbe. Comparaba la velocidad y la capacidad de análisis de los cuatro sicarios encargados de ambas indagaciones paralelas. En resumen, cuantificaba el margen de riesgo que existía si decidía actuar primero sobre uno u otro grupo. El Zurdo planificaba alguna manera creativa de silenciar las voces de los cuatro enemigos. Le quedaba muy poco tiempo. Entonces, decidió con el corazón. Y escogió tomar el camino más difícil: frenar el contacto del Perro y el Zopilote con los vecinos de la enigmática mujer, la pianista sin rostro. Su descabellado plan se manifestaba peligroso e incriminatorio, quizás un tanto alocado e imposible, aunque no estaba en sus manos evitar cumplirlo, porque una fuerza extraña que no podía definir lo encaminaba como si fuera una marioneta. Fernando M iralles se recostó entre los asientos delanteros que separan al piloto y su acompañante, y solicitó el único cambio de ruta que estaba tácitamente permitido. El sicario mayor buscaba la cercanía con la colonia La Condesa, el lugar oficial donde había residido la mujer del tatuaje en el cuello. — ¡Oye, Ratas! ¿Sabes qué? ¡M ejor me llevas al hospital, güey! La neta es que me está doliendo bastante la herida, tengo la sensación de que sangra; tal vez los puntos se abrieron durante la pelea con el coronel. M ejor me hago un chequeo rápido – planteó el Zurdo con parsimonia y exhibiendo pequeñas muecas de dolor. Trataba de poner en marcha desquiciado plan sin levantar la primera fase de su nuevo y sospechas en sus guardianes. La discreción significaba su mejor defensa. — ¡Claro, don Fernando, ahora mismo lo llevo a la clínica La Arboleda! Si lo desea, llamamos al doctor Ramón Abreu, y así le vamos organizando la cita para que lo atiendan rápido, nada más llegar. Yo calculo que, con este tráfico, en cuarenta y cinco minutos o una hora estamos en la puerta de su consultorio – respondió el Ratas sin mayor recelo. La petición del pasajero se mantenía en el radio de acción autorizado por el capo. — ¡¡¡No, Ratas, ese doctorcito es un carnicero!!! ¡Es un hijo de puta, y tú lo sabes! La última vez que me atendió, ¡híjole!, me cosió una herida como si yo fuera un chancho. ¡¡No, carnal!! Prefiero ir un poco más cerca, llévame al ambulatorio de Santa Clara, que está acá a la vuelta, cerquita del Zócalo. Estamos a unos veinte minutos. En ese hospital rural tengo una doctora amiga mía que, además de buena en su oficio, ¡¡está rechula la condenada!! Provoca que te haga de todo, hasta maldades, ja, ja, ja… y hace tiempo que no la veo. No es mala la idea de acariciarla un poco. La camaradería entre el jefe y los subalternos empezaba a dar sus frutos; no obstante, la orden del capo fue muy clara: solo en caso de emergencia debían ir a La Arboleda. El Ratas trató de defender la postura del máximo líder del clan. — ¡M i señor! Con gusto lo llevaría a donde me pide, pero ya sabe usted que el patrón fue muy claro en sus órdenes y él dijo… – la voz temerosa del Ratas se quebró cuando el Zurdo lo interrumpió de golpe. — ¿Qué pasó, güey? ¡¡¡Acá el enfermo soy yo!!! ¡No el viejo don Tomás! El que tiene el hombro abierto de un plomazo soy yo, cabrón. ¡¡No mames, pendejo!! Espetó con su recia voz. No permitiré que un carnicero me revise, y lo peor de todo es que no sabemos si los pinches polis nos están esperando allí. M ira que el caso del juez puede hacerles pensar más de la cuenta y ponerlos creativos. Eso no me gusta, así que vámonos a la otra dirección que segurísimo que nadie sospecha que llegaremos – exigió el Zurdo en tono amigable, pero con autoridad. — Hagamos una cosa, señor Fernando, y perdone usted, pero ya sabe cómo son las reglas: déjeme llamar a don Tomás solo para informarle del cambio de ruta, a ver si lo aprueba. ¡Así de fácil! Él nos exigió que le comunicáramos el mínimo detalle de su seguridad, es nuestro trabajo, nuestra obligación. ¡Porfis, no se me enfade, don Fernando! Ripostó el Perico con bastante educación. Él estaba de copiloto, pero ahora ejercía como abogado del diablo. Si bien el Zurdo era el segundo de la organización, los guaruras no querían recibir un reclamo innecesario del mero jefe. El enfermo respiró hondo y trató de calmarse, no podía dar muestras de desesperación, aunque ansiaba volarles los sesos al par de infelices que transitaban con él en la camioneta. En fracciones de segundo, el Zurdo relajó su mente, debía obedecer o les otorgaría argumentos para generar sospechas y motivos claros para que lo delataran. En estos momentos de dudas, el manejo magistral de su verbo, sumado a la inteligencia en la actitud histriónica, representaban las mejores armas o salvavidas. — ¡¡M uy bien, Perico!! ¡Tienes razón, compadre, hay que respetar las normas, carajo! Vale, llamemos al jefecito; solo les aclaro que el viejo se molestará por semejante estupidez. Les juro que se va a encabronar con ustedes, y no será mi culpa. Los dos sicarios se miraron a los ojos. La sentencia podía ser cierta, pero, de todos modos, el Perico prefirió congraciarse con el gran capo. Su jugada no salió tan perfecta. La fidelidad extrema en el cumplimiento de una orden tan simple se transformó en un reclamo estruendoso contra los aduladores guardias. El sicario de medio pelo que retó la orden del Zurdo llamó a La Casona con su teléfono móvil y pidió hablar con don Tomás por un tema que, en su escaso nivel de análisis, él consideraba delicado. Por casualidad, el capo acababa de entablar una junta telefónica con sus encargados del cartel en Chihuahua, y estaban comenzando a repasar algunas acciones futuras tras el fracaso del atentado del juez. La tranquilidad del jefe del clan retoñaba, porque en la zona comercial del estado donde el polvo blanco es el rey no surgían indicios de movilizaciones extrañas por parte de la Policía Federal ni del Ejército. En apariencia, nada perturbaba la entrada de capitales a la familia de los Tomateros desde el noroeste de la nación. Parecía que el terremoto investigador acontecía en exclusiva en el D. F. El atentado al hombre de leyes de la capital todavía no representaba un tema inquietante para los industriales de la muerte en tierras chihuahuenses. Las buenas nuevas alegraban a don Tomás. Sus ingresos continuaban incrementándose. Pero, ante la insistencia del Perico, los narcos interrumpieron la conferencia telefónica. Rabioso, don Tomás atendió el teléfono, quería entender cuál era aquel problema tan serio. Escuchó con atención los cambios de planes solicitados por el Zurdo. El viejo explotó contra el mensajero con ira endemoniada y le dio a entender al pinche sicario que su estúpida inquietud resultaba poco importante en comparación con los acontecimientos que se vivían en la hermandad. El capo consideró que la excusa del herido era pertinente y el enfermo podía atenderse donde carajos le diese la gana. Don Tomás exigió que no lo volvieran a interrumpir con pendejadas de ese calibre. Los gritos del capo se podían escuchar con claridad en el interior de la camioneta. El Zurdo suspiró aliviado, y una sonrisa interna le acarició el alma. Al fin, los nervios habían traicionado al jefe del clan que, de manera inconsciente había dejado un cabo suelto insospechado. El capo nunca imaginó el error que acababa de cometer. En apariencia, el plan de Fernando M iralles volvía a renacer con cierta probabilidad de éxito. Un extraño sortilegio lo saludaba, porque el vengador no combatía solo. Utilizando una voz burlona, pero sin exagerar en el chiste, Fernando M iralles se mofó de sus guardianes. — ¡¡¡Te lo dije, Ratas!!! ¡¡¡Te lo dije, Perico!!! M olestaron al mero mero y les salió regaño del bueno. ¡Carajo, qué pendejos! ¡La próxima vez confíen en mí, carnales, no sean babosos y ahórrense problemas! Yo conozco muy bien los cambios de ánimo del viejo y, sobre todo, cuando las cosas no le salen como esperaba. El cabrón se enfurece mucho cuando pierde el norte. La burla mutó en confianza en los ojos del asesino reprendido que manejaba el pesado vehículo. Su compañero arrugó el rostro en franca solidaridad con su pasajero de carga. Ambos guaruras la habían embarrado cuando decidieron molestar al neurótico capo con semejante tontería. — Ratas, ¿me prestas tu teléfono? Quiero llamar a mi amiga, la doctora M arta Román. Ella es la jefa de cirugía, la güera que me va a revisar la herida. La solicitud fue apoyada en el acto, de ahora en adelante los guaruras no le llevarían la contraria al herido: el miedo de los escoltas apostaba a favor del Zurdo. A partir de este momento, él podía jugar con las distancias, los tiempos o lugares y, así, le daría vida a su estrategia de fuga con facilidad, aunque no había forma de minimizar la cantidad de muertos y los litros de sangre que podrían derramarse en su batalla del bien. — ¿Sí?... ¡Buen día! Con la doctora M arta Román, por favor – dijo el Zurdo con seriedad. — ¿Qué pasó, pendejo? ¿Cómo qué doctora, güey? ¿Qué te pasa, carnal, estás drogado? ¡Qué sorpresa oírte, cabrón! – respondió una voz de hombre al otro lado de la señal telefónica. Era evidente que se conocían y manifestaban sobrada fraternidad entre ellos. — ¡Hola, doctora! ¿Cómo está? Soy Fernando M iralles, quiero verla en unos minutos. Voy camino a la clínica Santa Clara. Tengo una herida de bala en el hombro izquierdo – puntualizó el Zurdo con la mayor tranquilidad posible, moviéndose al costado izquierdo del ancho asiento mientras trataba de ocultar la voz que respondía al otro lado del auricular. La conversación pasó desapercibida para los oídos del chófer y su acompañante; los matones seguían concentrados en el regaño que acababan de recibir, producto de su terquedad o de la falta de criterio propio; bueno, tampoco se les podía exigir más, por algo ellos ejecutaban los trabajos sucios de la organización. Entre sus funciones no encajaba pensar. — ¿Qué, pasa, Zurdo? ¿Estás bien? – replicó el misterioso amigo tratando de entender el mensaje en clave y modulando la voz para que resultara menos audible: había que evitar indiscreciones. — ¡Sí, doctora, estoy bien, muchas gracias por preguntar! Necesito revisar la herida en su consultorio, espero no quitarle mucho tiempo. Llegaré en unos quince minutos y necesito su ayuda urgente – el Zurdo insistía en su lenguaje encriptado. — ¡Está bien, cabrón! ¿Quieres que le hable a mi novia y te atienda? ¿Es en serio? – interrogó la voz con un tono casi imperceptible que imposibilitaba ser delatado. — ¡Perfecto, doctora! Nos vemos ahora mismo usted, yo y su enfermero de confianza. M uchas gracias, y perdone la molestia. ¡Ah! Le ruego que tenga a mano mucha anestesia, ja, ja, ja – el paciente rezaba por que su amigo hubiese entendido las claves. — ¡Vale, cuenta con eso, Fernando! Le informo a M arisol para que te reciba en su consultorio lo antes posible – concluyó el misterioso compañero de charla telefónica. — ¡Gracias, doctora! Le ruego que usted esté presente, y que me atienda en persona, nada más llegar. Dígale a su enfermero de confianza que me espere en la entrada, tengo mucha prisa. Se lo ruego, no me falle – recalcó el Zurdo con marcado hincapié. — ¡Ok, entendido! Dame tiempo, Fernando, llego en diez minutos o menos – la confirmación era un claro indicio de que había comprendido el mensaje. La segunda fase del plan parecía avanzar. — ¡M uchas gracias, doctora! Perfecto, al llegar pregunto por su enfermero, gracias – se despidió el supuesto paciente con seriedad desmesurada. A partir de la llegada al ambulatorio, tocaba hilvanar con pericia quirúrgica el resto de la estratagema. La camioneta aceleró la marcha por órdenes precisas del pasajero en custodia. La excusa del dolor retumbaba un tanto creíble, lo que obligaba al chófer a apretar el acelerador. Esta vez, los acompañantes de Fernando M iralles no rechistaron al cumplir las nuevas órdenes, e incluso, si alguna patrulla los detenía, ellos estaban exentos de problemas con la ley porque utilizarían sus credenciales: el automóvil tenía placas con códigos especiales que les otorgaban impunidad al conducir por la capital. Ellos nada más acataban las órdenes del jefe. Atravesaron la avenida de Reforma al costado sur; el giro ayudó a esquivar el atasco, y se escabulleron entre las avenidas paralelas. El truco les permitía ahorrar unos cuantos minutos para llegar a su destino. En el asiento trasero, el Zurdo estiró las piernas, se recostó a lo largo del cómodo butacón. Intentaba disimular sus pensamientos y esconder sus verdaderas intenciones. Cerró los ojos, pues necesitaba concentrarse. En su mente, el Zurdo visualizó la entrada del hospital y contó los escalones que separaban el pasillo principal de la planta baja hasta la sala de espera del tercer piso. Fotografió en su cabeza el área de los consultorios. Dicho espacio le serviría de falso escondite. También recordó el número de pasos que lo separaban de la puerta de la sala de espera hasta la salida de la escalera de emergencia, su pasadizo secreto, la vía ideal para escapar y poder culminar la fase intermedia del improvisado plan. Fernando M iralles abrió los ojos, se tocó en el pecho y la cintura y se aterró al descubrir que no traía su pistola. Pensó que, debido a la confusión y los nervios en la reunión con don Tomás y el coronel M ancera, quizás la había olvidado. Craso error, porque nacía otro inconveniente: se encontraba sin protección. Ahora surgía una nueva e imperiosa exigencia, el Zurdo necesitaba herramientas de trabajo, sus adminículos de matar. Por un instante, el desespero invadió su corazón, y volvió a sentir desasosiego, pero, de repente, una paz interior logró reducir su exceso de adrenalina. Se concentró al máximo nivel, como si se tratase de la misión más importante de su vida. Era un maestro en el arte de asesinar. Cualquier cosa podría servirle: desde un bolígrafo hasta un tenedor de plástico. Obviamente, si no estaba herido. En condiciones normales, era una máquina de muerte. Fernando M iralles volvió a usar su poderosa imaginación y se enfocó en la sala de emergencias del hospital. Seguro que allí encontraría las armas necesarias para poder silenciar verdades mortales, para liquidar a cualquier investigador impertinente e indeseado. Transcurrieron veinte minutos exactos. La camioneta blanca con vidrios polarizados llegó al hospital de Santa Clara, tal como había solicitado el Zurdo. Justo al atravesar la puerta del lugar, se les acercó un hombre de complexión atlética vestido de bata verde agua, con pelo rubio, ojos claros y rostro alegre. En su antebrazo derecho sobresalía el tatuaje de la Virgen de Guadalupe, pintado en vivos y hermosos colores: parecía un lienzo recién hecho. El enfermero se acercó con educación al Zurdo y sus dos acompañantes con caras de nacos chilangos. El ayudante de enfermería se presentó de un modo cortés y les indicó el camino hacia los consultorios, donde atenderían las heridas del paciente. Los cuatro subieron al segundo piso. El antiguo hospital se construyó en la época de la Revolución, a principios de 1918, bajo la presidencia de Carranza. Y con el paso de los años, nunca habían contemplado la posibilidad de modernizar el viejo ambulatorio con ascensores, pero, por increíble que parezca, en cada presupuesto estatal, de la partida monetaria destinada a reformas sociales, en cada sexenio cotizaban los túneles y cabinas manufacturados por compañías alemanas, las más costosas, prometiendo las mejoras estructurales en el edificio. Aunque, de manera dudosa, nunca se cristalizaban en beneficio del pueblo. Por décadas, los costos estimados en cada supuesta obra futurista se aprobaban con ligereza gubernamental pero, al final, y de manera inexplicable, el dinero iba a otras manos con la venia del partido presidencial. Después de subir dos niveles, el enfermo y los sicarios se estacionaron en un amplio salón que albergaba seis filas de asientos bastante corroídos, algo viejos, desgastados e incómodos, donde los familiares de los pacientes solían despilfarrar horas de eterna espera mientras atendían a sus consanguíneos o amigos de paso. El practicante con aspiraciones de médico, que no se identificó por su nombre ni apellido, pidió al Ratas y al Perico que esperasen en la espaciosa estancia. En principio, se negaron, e insistieron en la obligación de entrar con su compañero de armas. El Zurdo aprovechó para usar su poder de convencimiento y les refrescó el regaño de don Tomás, amenazándolos con otra acusación ante el capo si no dejaban hacer su trabajo al personal médico. Los guaruras se resignaron y aceptaron sin chistar, se limitaron a preguntar el tiempo estimado que requeriría el paciente. El enfermero les aclaró con tranquilidad, que podían bajar a comer, pues el tiempo solía dilatarse más de lo esperado en cualquier sala de urgencias; les dijo que había un cafetín en la planta baja o, mejor aún, si caminaban unas cuatro cuadras largas, podían disfrutar de un buen almuerzo y varios tequilas en el famosísimo café Tacuba, y, a modo de burla con ademanes femeninos, les dijo que no olvidaran probar de postre la tarta de fresas con chile rojo. Los sicarios insistieron en saber en cuánto se estimaba la espera, la aclaración representaba una exigencia obligatoria para ellos. El caballero con bata de doctor no graduado les recalcó que más o menos debían aguardar un par de horas, quizás tres. La justificación creíble se sustentaba en el hecho de la llegada de muchas emergencias en la sala de traumatología esa tarde. Satisfecha la duda, el grupo se separó en dos. El Zurdo atravesó el pasillo central rumbo a los consultorios guiado por el enfermero. Frustrados, el Ratas y el Perico, decidieron permanecer en la sala de espera pese a conocer que el margen de tiempo aparentaba bastante amplio e impreciso. Dentro del área de consultas médicas, el Zurdo empujó a su cómplice, el supuesto médico, al primer espacio vacío y empezó a definir los pasos que ambos debían seguir. — ¡¡M il gracias, hermano, por este apoyo!! Debemos movernos rápido – dijo el paciente con abultada desesperación. — ¡¿M e quieres explicar qué carajo está pasando? ¿Por qué tanto misterio? ¿En qué lío te has metido? ¿Quién es la doctora M arta Robles?! – increpó el misterioso hombre uniforme verde agua. Los nervios comenzaban a ataviado con dominar sus pensamientos, temía una tragedia dolorosa porque él conocía muy bien las andanzas de su amigo malherido. La situación rebosaba claridad: los escoltas de afuera eran sicarios de muy mal aspecto, y la historieta pintaba mal en las próximas horas. — ¡Tranquilo, M anuel, confía en mí! ¡Te lo ruego! Necesito que me ayudes en dos cosas: primero, voy a salir por la escalera de incendios, tengo que visitar la colonia La Condesa, es demasiado urgente, préstame tu auto y tu pistola. Luego te explico con lujo de detalles. Regresaré en hora y media como mucho. Después, necesito que tu novia M arisol me revise la herida. Tú encárgate de entretener a mis guardaespaldas, mantenlos ocupados. ¡Te lo suplico! Solo dame tiempo, mucho tiempo y no te apartes de ellos. Pase lo que pase, no los dejes entrar al consultorio hasta que yo esté presente. Y no comentes nada de mi salida. Créeme, es cuestión de vida o muerte – la voz del Zurdo se aceleró presa de los nervios mientras revisaba repetidas veces su Rolex de pulsera. Su batalla contra Cronos era determinante si deseaba salvar a la morrita. — ¡¿Estás loco, güey?! ¿Cómo vas a manejar así? Además, perdóname, pero no tengo mi pistola acá, la dejé en casa, jamás imaginé que tú, un capo tan importante, necesitarías una, es absurdo pensarlo. M i novia M arisol debe llegar en una hora, tiene guardia hoy. Ella puede revisarte la herida sin problema, pero ¿cómo carajos pretendes que entretenga a tus matones? Esos nacos de mierda no entienden otro idioma que el del plomo. ¿De qué carajos me hablas? No entiendo nada – justificó el enfermero caminando de un lado a otro en la diminuta oficina. La confusión dominaba y era el peor aliado de la conversación. — ¡Tengo que salir rápido, no hay tiempo, luego te explico con calma! Debo salvar tres vidas, incluyendo la mía. Debes hacerme caso, confía en mí y procura disimular, mantenlos a raya. Diles que me están tratando los viejos puntos de sutura e inventa que necesito cirugía, privacidad o lo que sea, explícales algo raro en lenguaje médico, esos animales no entenderán un carajo. Solo dame un par de horas. ¡¡Ah, por cierto, pendejo!! Inventé el nombre de la doctora M arta buscando proteger a tu novia; cálmate, que estás hecho un mar de nervios. Ellos jamás sospecharán nada, ni siquiera verán a M arisol en persona. Quédate en paz, tienes que relajarte, si te ven nervioso, estamos muertos, hermano – la aclaración del Zurdo resultó más peligrosa que la verdad de sus locuras y esperanzas. — ¡¿Estás loco, güey?! ¡Ellos me vieron! Ya saben quién soy y tienen dónde localizarme. Saben que soy enfermero, vieron mi rostro y mi tatuaje, ¡Putas, que locura! ¿En qué lío me has metido? Soy tu amigo, cabrón, ¡pero por Dios, Zurdo, no me vendas, carajo! – suplicó el socio circunstancial que estaba bastante aterrado, pues conocía de sobra las historias de su amigo para quien trabajaba. Cualquier fallo de interpretación era sinónimo de una muerte lenta y muy dolorosa. — ¡¡No seas idiota, M anuel!! Esos imbéciles jamás podrán distinguir nada. Ellos no conocen tu nombre. Además, tú no trabajas acá y en todo el D. F. debe de haber un millón de pendejos con el mismo tatuaje tuyo. Deja la paranoia, yo soy tu amigo, tu único amigo. Te salvé la vida dos veces, y no te estoy cobrando, pero sí necesito de ti, no tengo en quién confiar. Y en última instancia, a esos guaruras los mato antes de que abran la boca. Respira profundo, concéntrate, sigue mis órdenes y viviremos. La contundencia de las palabras de Fernando M iralles logró calmar los ánimos del inesperado cómplice, que, con un gesto afirmativo de la cabeza, confirmó su apoyo incondicional para el escape y la misión secreta de su entrañable amigo. No hacían falta más palabras, sobraba la claridad en la información, apenas faltaba un detalle clave: las armas. — ¡M anuel! ¿Crees que podrás conseguir una pistola y seis balas ahorita mismo? – consultó desesperado el sicario con alma de justiciero. — ¡Híjole! ¡Pues no, carnal! Debes darme como mínimo una hora y te consigo un arsenal, pero así de golpe, estando aquí adentro, que no es mi hospital regular, es casi imposible encontrarte un revólver. Perdóname, esa te la debo, discúlpame, hermano. Al Zurdo le rechinaban los dientes; apretó el puño derecho y empezó a dar vueltas a su alrededor. Requería espacio para caminar y activar su creatividad. Escudriñaba su mente en busca de alguna idea, por loca que pudiera parecer. El Zurdo observó con detalle el paso de médicos, enfermeros, ayudantes y empleados de limpieza que atravesaban el pasillo al frente del consultorio donde ellos definían el futuro del plan. De pronto, una ráfaga de luz le recordó la posibilidad de utilizar un armamento silencioso, que resultaba fácil de esconder, y que, manejado con absoluta destreza, le permitiría enviar al cementerio con sigilo a cualquiera. — ¡Listo, M anuel! Consígueme un par de escalpelos de hoja larga. Es suficiente como arma de defensa; ni modo, es lo que hay – el Zurdo celebró aquella idea con optimismo al saber que ya podía contar con unas armas silentes que poseían un desmesurado poder de asesinar. — ¡¡Ah!! Esa está fácil, ya mismo te los doy, vuelvo en un minuto – respondió el enfermero con seguridad a la vez que sacaba del bolsillo derecho de su bata verde agua las llaves del automóvil, un Ford M ustang de 1978, de color negro y con unas rayas laterales rojas y blancas. Hoy en día, una pieza de museo. M anuel le entregó las llaves del coche y salió del consultorio en busca del improvisado pertrecho solicitado por su amigo el sicario. En menos de tres minutos, el Zurdo había recibido en sus manos tres escalpelos y las llaves de un deportivo muy preciado en el mercado; ahora ya podía realizar el deseo de llevar a cabo aquel desquiciado plan para salvar vidas, aunque al final fuese letal y sangriento. El vengador le dio un fuerte abrazo a su compañero de teatro y prometió regresar lo antes posible. Juntos, caminaron hasta la salida de emergencia que daba a la escalera de incendios. Era la única vía de escape que garantizaba el anonimato. Antes de partir, el Zurdo se despidió con algo de duda. — ¡Gracias, hermano! Si en dos horas no estoy de vuelta, reza por mí y aléjate de acá, corre, corre muy lejos y perdona lo malo. **** M anuel se convirtió en el primogénito de la familia M irabal Arteaga. A los pocos años, dos hermanas llegaron al hogar. Fue compañero de estudios de Fernando M iralles en su breve paso por las aulas universitarias. Desde el inicio del curso introductorio a la M edicina, se hicieron amigos, compartieron ideas similares en filosofía y maneras de pensar, aun cuando provenían de clases socioeconómicas demasiado enfrentadas en el M éxico clasista. El ahora enfermero había superado una situación lamentable y miserable en su pasado reciente, pese a proceder de una familia de clase media-alta. Su padre fue el dueño de una afamada tienda de alfombras en pleno Coyoacán, a menos de un kilómetro de la Casa Azul, el maravilloso espacio donde Frida Kahlo, con su depresiva locura romántica, le arrancaba orgasmos existencialistas a sus lienzos. Si bien los ingresos familiares eran bastante frecuentes y, sobre todo, abultados, la vida licenciosa del único varón y heredero de la empresa familiar no ayudaba a mantener los saldos positivos durante mucho tiempo en las cuentas de ahorro de la familia. Ya entrado en la década de sus primeros veinte años, el joven M anuel cometió el peligroso error de visitar el mundo de las drogas con la intención de evadirse. Consumirlas era divertido. Así lo catalogaban en su círculo de amigos, unos jóvenes adinerados e irreverentes, unos escuincles de clase alta que rozaban la cúspide de la pirámide social, chicos desenfrenados que nada les cuesta y todo les sobra. Se inició por lo clásico, por la moda inofensiva, el sedante suave, esa nota que producía risas o distracción irreverente, también denominada por los eruditos como las hojas menos dañinas, las amigables, según comentaban los expertos a la hora de mercadear y vender la «inofensiva» yerba promocionada por Bob M arley en todo el mundo; y más aún después de muerto. Eran otros tiempos, con diferentes ideales, si es que existieron alguna vez. El confundido y soñador M anuel empezó con varios cigarrillos por semana y, a muy corto plazo, las semanas se acortaron a veinticuatro horas. En poco tiempo, ya la marihuana resultaba inocua, no ejercía efecto transportador, daba sueño, aburría, y dejó de ser chic; se la había encasillado como merca de pobre, y su estatus bajó de forma considerable. Y como era de esperarse, llegó el salto de escalafón. El débil M anuel probó el famoso polvo blanco, el que ayudaba a Conan Doyle a descubrir los enigmas policiales. El aprendiz de drogadicto comenzó inhalando con estúpida timidez una muestra pequeña, típica y absurda excusa para tratar de saber si lograba emancipar el sentido o si alcanzaba a seducirlo y enamorarlo. El encuentro fue perfecto y, antes de convertirse en adicto, dio los pasos establecidos en el mundo de las drogas. Ya cuando la mesada familiar duraba un suspiro, el hijo mimado se dedicó a robarles el dinero a sus padres. Tanto alcanzó a extraer el desdichado M anuel que los dejó en la ruina gracias a los líos legales en que se metió. Al final, su viejo perdió la tienda y se divorció de su esposa debido a la férrea defensa que la mujer ejerció sobre su inmaculado hijo. En pleno, la familia se vino a menos, y cambiaron de posición social tan rápido como M anuel aumentaba el deseo de muerte. El Zurdo se topó con los rastrojos de M anuel M irabal cuatro años después de que ambos abandonaran el sueño de ser doctores: les había quedado grande la esperanza. Cuando los excompañeros de estudios se reencontraron, su vida había dado giros insospechados y, por casualidad, «si es que alguna vez existió el azar», los dos se habían acercado al narco, de maneras muy diferentes, pero igual de peligrosas. Fernando M iralles llevaba año y medio trabajando para la familia de los Tomateros, la organización criminal más importante, cuyo negocio manejaba en varias zonas del centro, y se le consideraba un microempresario en franco crecimiento. El Zurdo ya era un narco exitoso, adinerado y con poder, ya tenía autoridad para despachar a quien quisiera, o, como se dice en el narco, servía para dar de baja sin permiso. Cierto día, uno de sus vendedores de la Zona Rosa reportó problemas con un cliente que adeudaba un préstamo, que prometió pagar con la venta al detal en los puticlubs de la colonia, pero el problema fue que el desquiciado se empolvó la nariz con la merca y, por razones obvias, le resultaba imposible pagar el crédito. En consecuencia, surgía la opción de extorsionar a su familia, de lo que tendría que encargarse el Zurdo, una de las funciones que mejor desempeñaba en el clan. El 28 de octubre, el día de San Judas Tadeo, quizás por un milagro del apóstol, los viejos compañeros de facultad se volvieron a encontrar. El sicario se deprimió mucho al ver a su antiguo amigo hecho pedazos, no solo por la droga, que poco a poco le carcomía el alma, sino también por el fuerte castigo corporal que había recibido al negarse a pagar la deuda. El Zurdo le brindó auxilio y se responsabilizó del pasivo financiero. De igual forma, pagó las curas médicas de M anuel. Este, en agradecimiento, le prometió con vehemencia no volver a drogarse y rehacer su vida. Pero el arrepentimiento duró un suspiro. El maldito vicio volvió del infierno dispuesto a llevarse a M anuel de paseo, y, cuando la cocaína ya no funcionaba como vitamina necesaria, llegó el demonio líquido. Para aumentar su tragedia, el joven conoció a un traficante de heroína que le dio una probada. El joven enloqueció con el mortal alucinógeno, el primer orgasmo con el viscoso líquido fue amor a primera vista. Aquella porquería sí lograba transportarlo a las alturas. Y le ayudó a descubrir que en realidad, Alicia existió y el país de las maravillas drenaba paz en su propia mente, que se llenaba de unicornios verdes, elefantes rosados bailando cumbia, peces espada jugando a los naipes, y un enano con torso de caballo alado cantaba arias de Verdi certificando que las compuso Pink Floyd. En ocasiones, para comprar el veneno intravenoso, M anuel se prostituía, pero el humillante sacrificio no generaba mucha lana; entonces, con propiedad demencial, se dedicó al hurto, hasta que lo descubrió la Policía, y casi lo matan en una persecución. De milagro, el joven logró escapar de las balas medio muerto, pero la fatalidad seguía acompañándolo de cerca. Cuando recuperó el sentido, comprendió que había firmado su sentencia de muerte al descubrir que acababa de perder el botín de un robo de cierta cuantía. Ahora los compañeros, unos ladronzuelos que pertenecían a una banda de raterillos de arrabal, pero con muy mala entraña y heroinómanos hasta la médula, lo querían liquidar. Al verse solo, abandonado y con un pie en el cementerio, M anuel decidió perder el miedo, y se acercó a Fernando M iralles, su único amigo, rogándole ayuda y suplicando clemencia. El Zurdo no quería entrar en la jugada, pues ya le había fallado en otras ocasiones, pero el llanto y la desesperación de M anuel le rompieron el corazón al sicario. Él conocía muy de cerca el dolor y la tristeza que siente una persona cuando lo ha perdido todo. Él lo había vivido en el pasado reciente, y estaba muy claro que en este podrido mundo nadie echa una mano sin un interés a cambio y, por desgracia, al infeliz sentenciado solo le quedaba su sangre como moneda de curso legal. Entonces, el excompañero de la facultad, ahora convertido en líder en ascenso dentro de la familia de los Tomateros, se apiadó. El Zurdo siempre lo quiso como amigo de verdad; sentía un raro y especial cariño hacia M anuel, y entendió que no había otra salida con los maleantes de baja calaña; solo quedaba el diálogo con olor a plomo y mucha sangre en el pecho. El sicario mayor utilizó a tres de sus hombres, fingió un robo y acabó con toda la banda que perseguía al drogadicto. No dejaron rastros de los bandoleros: sus cuerpos los diluyeron en ácido. Por última vez, el Zurdo le garantizó la vida a M anuel M irabal. En agradecimiento, el drogadicto al final aceptó su denigrante condición y adquirió con su hermano putativo el verdadero compromiso de entrar en el centro de rehabilitación de Terrazas Altas, en la ciudad de Puebla. El Zurdo costeó los gastos del largo proceso de desintoxicación. Su buena acción le llenó el alma, pues había salvado una vida inocente en pleno trance al infierno. Durante dos años, y con el mayor de los empeños, M anuel pudo superar su adicción ayudado por la mano milagrosa del amor, encarnada en M arisol Zúñiga, la psicóloga titular del centro de atención especializado en jóvenes con problemas adictivos. Ella se convirtió en el verdadero sentido de la existencia para el alma del joven pecador. La doctora logró regresarlo a la realidad y demostrarle que la vida ofrece multitud de hermosos matices. Le ayudó a querer vivir, a ser una persona digna. En aquel momento, ambos ejercían en dos hospitales: uno en la capital y otro en Querétaro los fines de semana. M anuel no se pudo graduar como médico, solo alcanzó a especializarse en Fisioterapia y M asaje Deportivo. Percibía un ingreso decente y tenía una prometida hermosa con quien a la fecha no se había casado, ya que ambos preferían huir de los papeles. Se consideraban modernos, y albergaban la sólida creencia de que al rubricar un contrato moriría el amor. El joven enfermero y su novia le debían el cielo y un poco más al paciente que acababa de salir del hospital de Santa Clara con la prisa del fugitivo. Estaban dispuestos a dar la vida por el Zurdo. **** Fernando M iralles descendió por la escalera de incendio del hospital. Presuroso, subió al clásico Ford M ustang negro y arrancó desesperado rumbo a la colonia La Condesa. Lo separaban quince minutos, y necesitaba llegar antes que el Perro y el Zopilote. A medida que el deportivo recortaba distancias, él rezaba en silencio pidiéndole a Dios que los sicarios se hubiesen retrasado, o, en el mejor de los casos, que no encontraran mucha información relacionada con la mujer del dragón tatuado en el cuello, y menos aún, de la niña fantasma. En su plan sobresalía una sola alternativa: silenciar a los asesinos enviados por don Tomás en misión indagatoria. Si el Zurdo alcanzaba a neutralizarlos y darles de baja sin generar sospechas, la confusión permitiría alimentar la excusa de una venganza entre clanes o, en definitiva, sustentar la existencia de un infiltrado. Si el plan funcionaba, la pequeña permanecería a salvo y llevaría una vida normal sin temor a ser sorprendida por una bala del narco. La teoría del Zurdo se apoyaba en la vieja afirmación del narco: «En un conflicto armado entre bandas, las muertes son a montones, y cualquiera puede ser sospechoso circunstancial». Dicho cálculo matemático, amparado en el abuso del plomo, la sangre derramada y los cadáveres esparcidos, permitiría olvidar un detalle tan nimio como una niña que quizás jamás existió. El justiciero aceleró al máximo. Las llantas del V-8 descapotado rechinaban en el asfalto retando al peligro en cada cruce, pero eso no importaba porque no podía darse el lujo de dilatar el encuentro con los falsos investigadores enviados por el capo. El Zurdo llegó a lugar mencionado por el coronel M ancera. Según el informe previo, la mujer habitaba en las residencias Altamira, piso 7, apartamento 40, en un complejo de viviendas para renta ubicado en la calle Pedregal, número 130, esquina con Tampico, bastante cerca de la estación del metro de la colonia La Condesa. El Zurdo circundó el lugar del encuentro, dio un par de vueltas tratando de localizar el automóvil de los sicarios. La pesquisa visual deparó alguna sorpresa. En cuatro manzanas a la redonda no se apreciaba ningún automóvil perteneciente a la flotilla de la hermandad. Al contemplar aquella escena, tragó saliva y, esperanzado, inspiró con profundidad, pues todo parecía indicar que él había llegado primero. Eso le otorgaba un margen de tiempo prudente y una buena ventaja que lo ayudaba a ubicarse en una posición estratégica para seguir los pasos del Perro y el Zopilote. Aparcó el Ford M ustang negro con rayas rojas y blancas a escasos metros del hogar de la víctima: total, nadie conocía la procedencia del deportivo. Los asesinos no podrían establecer relación alguna entre el llamativo automóvil y el ángel vengador. A medida que avanzaba buscando la entrada principal, Fernando M iralles oteaba el horizonte en todas las direcciones, y se armó con un bisturí de hoja larga que escondió en su mano derecha, la que permanecía sana. El efecto de la sorpresa se convirtió en su mejor aliado. Nada indicaba la presencia de peligro inminente. Al llegar al pórtico del complejo residencial, se topó con la conserje que limpiaba el pasillo exterior. La saludó con educación y le robó una sonrisa usando un piropo lisonjero, de los que rejuvenecen a las damas ya entradas en edad madura. Intentaba ganarse la confianza de la señora, era imperativo lograr puerta franca sin despertar sospechas ni hacer factible la identificación. El visitante le mintió a la señora, comentó que se desempeñaba de reportero en busca de noticias sobre la mujer asesinada en casa del juez M uñoz. Con efusividad, la dama soltó la lengua sin mucho esfuerzo. Hablar con los representantes de la prensa equivalía a un privilegio poco usual para el proletariado, ya que las personas de clase social baja son tomadas en cuenta solo si ocurre alguna tragedia; en ese caso, el rating de los medios de comunicación vale oro puro en proporción con el dolor real del pueblo. La empleada de servicio doméstico empezó su relato aportando una historia de amor y dolor relacionada con la mujer y la hija de la ya occisa. Ella enfatizó con sorpresa genuina que la chiquilla se había esfumado desde el día del atentado, y enumeró las veces que la Policía Federal había ido a interrogarla. También explicó en detalle la versión que le dio a las autoridades. Su discurso era largo, detallista y muy explicativo. El Zurdo se cansó de la conversación, de los chismes que la mujer compartía y no eran de su interés. Solo le preocupaba saber si había venido alguien diferente, extraño. La sorpresa del Zurdo fue mayúscula cuando la mujer le confirmó su terrorífica suposición. — ¡¡Ah!! ¡¡Pues fíjese que sí, mi señor!! Justito hace un rato no más vinieron dos tipos bastante raros. Dijeron que eran de la Policía antisecuestro ¡¡Pero qué va, yo no les creí!! A esos los conozco bien por su manera de actuar. ¡Tienen pinta de muy nacos y muy malas pulgas! Yo les ofrecí ayuda, y casi que ni me dejaron hablar cuando les comenté que el apartamento de la señora estaba abierto. Pues fíjese que los verdaderos agentes… El supuesto periodista la interrumpió en seco, no le importaba saber más detalles vacíos sobre las frustraciones de una conserje chismosa después del encuentro con los sicarios del clan. El Zurdo temía lo peor, quizás ya los asesinos conocían la verdad. — ¡Dígame algo, señora! ¿Ya se fueron esas personas extrañas? – preguntó Fernando M iralles con seriedad sepulcral. — ¡¡¡No, mi señor!!! Apenas acaban de subir hace unos diez minutos, ellos me dijeron que necesitaban hacer… Por segunda vez, el Zurdo cortó la cháchara quitándole las palabras de la boca. La interrumpió con frialdad, ya no había tiempo para cuentos de peluquería. — ¡Dígame algo, mi buena señora! ¿Por casualidad uno de los hombres lleva chamarra de cuero azul con botones rojos y tiene una cicatriz en la frente? Con las preguntas, el visitante describió a la perfección al Perro, uno de los enemigos a quien tenía que dar de baja. — ¡¡¡Uyyy!!! ¡Pues fíjese que sí, ese era el más maleducado! ¿Cómo lo sabe? – preguntó la conserje, cuya faz reflejaba una mezcla de sorpresa e incredulidad ante tal profusión de detalles exactos. El Zurdo no comentó nada, cerró la boca, llenó los pulmones al máximo nivel de capacidad y, luego exhaló con rabia. Pleno de frustración, dio media vuelta y comenzó a subir las escaleras camino al apartamento 40. Debido al cambio drástico en la actitud del supuesto periodista, la mujer se quejó con una prédica que evidenciaba una clara intención de desahogo. — ¡¡¡Híjole!!! ¡¡Otro maleducado más!! M ucha cortesía, muchos cariñitos y luego te sueltan lo naco. ¡¡Así no más!! Por gusto, ¿pues qué clase de periodista es este? ¡Válgame Dios, cómo está de jodida la sociedad! – la doméstica quedó medio minuto criticando al mundo y su falta de valores. No tenía a quién soltar sus penas. El Zurdo corrió escaleras arriba como gacela en persecución. A raíz del intenso esfuerzo, sintió fuertes punzadas en la herida. El calmante que le inyectó M anuel antes de salir del ambulatorio de Santa Clara daba indicios de adrenalina impedía su poder relativo. El expiración y la dolor le restaba concentración al sicario mayor, lo aturdía y limitaba su rapidez motriz; entonces se decidió por la vía fácil. Fernando M iralles cruzó la mano derecha, la introdujo en el bolsillo interno de su chaqueta a la altura del corazón, encontró un envoltorio de papel y lo extrajo, abriéndolo con suavidad. El diminuto sobre contenía un poco de estimulante blanco, residuo de su última esnifada, pero ahora representaba la única fuente de energía sintética. Depositó el polvillo blancuzco, puro, brillante en la palma de la mano, lo aproximó a la nariz y, de un jalón rabioso, consumió toda la cocaína: no dejó ni rastro. El impacto fue inmediato, las fuerzas le retornaron al cuerpo, y con el paso de los segundos el dolor empezó a evaporarse. Las punzadas en el orificio del balazo era, por el momento, lo que más necesitaba desterrar. El sicario mayor caminó por el largo pasillo de apartamentos adosados. Contaba los números mientras buscaba el 40. A dos puertas de su destino, un pequeñín asomó su rostro de ángel, y, del sorpresivo impacto visual, ambos se asustaron, pero no emitieron sonido alguno. El Zurdo lo saludó con cariño, hasta llegó a bendecirlo con la señal de la cruz, una acción que él no entendió, pensó que podían ser efectos de la droga. Utilizando gestos y muecas, le indicó al chiquillo que debía entrar en su casa. El niño obedeció. Entonces el vengador prosiguió su recorrido hasta llegar con sigilo a la puerta número 40. El Zurdo hizo girar el pomo con delicadeza y, con suavidad, la abrió, pero, antes de traspasar por completo el umbral del inmueble, un terror le invadió toda la piel. El visitante inesperado fue recibido por una pistola Walther PPK, calibre 9 milímetros, que le apuntaba en medio de los ojos. El Zopilote lo tenía en la mira, listo y dispuesto a secarle la vida. Ambos asesinos se sorprendieron y, poco a poco, el arma descendió hasta la cintura del pistolero enviado por el capo. — ¡¡¡Hijo de la chingada!!! ¡Zurdo! ¿Estás loco? ¿Qué carajo haces acá, carnal? ¡Casi te mato, pendejo! ¿Por qué no tocaste? No me des esos sustos güey – gritó el Zopilote a escasos centímetros de la entrada al apartamento. — ¡Perdona, viejo! Es que no tenía baterías mi celular, y no te pude llamar para avisar de que venía. Pero a última hora, el jefe me pidió averiguar unas cosas adicionales. La excusa sonaba creíble. El guarura enfundó su pistola europea, suspiró profundo y saludó a su compañero con un apretón de manos. Al mismo tiempo, y producto del alboroto, el Perro, que resultó ser el más sorprendido de todos, emergía de una de las recámaras. El confundido asesino era uña y mugre del Sarna, el envidioso del clan, el enemigo declarado de Fernando M iralles. Por ende, la presencia del intruso que se encontraba convaleciente por un disparo, no encajaba con las órdenes originales. Algo no cuadraba. Por instinto repentino, la duda molestó al Perro que, dubitativo, empuñó su pistola sin desenfundarla. — ¿Qué hubo, Zurdo? ¿Tú aquí? ¿Y ese milagro? ¿O es pesadilla? – preguntó con ironía burlona el Perro retando al indeseado huésped. En definitiva, no le agradó la sorpresa, y menos aún cuando en las últimas cuarenta y ocho horas habían fallecido cuatro personas muy cerca del visitante no autorizado. — ¡Tranquilos, muchachos, ya les dije! Vine a indagar algo que me pidió don Tomás a última hora. No demoraré mucho, tranquilos, sigan con lo suyo, yo hago mi parte y me voy – comentó el Zurdo sin mayores explicaciones. — ¡Pues qué raro! Yo acabo de hablar con el capo y no mencionó nada – replicó el Perro con evidente inconformidad mientras aferraba su mano derecha a la pistola que deseaba salirse. — ¡Calma Zurdo, no pasa nada! Nosotros ya hicimos nuestro trabajo y nos vamos. El lugar es tuyo, puedes buscar lo que sea – repuso el Zopilote con bastante ingenuidad, carente de dudas o sospechas, esquivando la conversación y tratando de abandonar la residencia de la fallecida. — ¡¡Qué bueno, muchachos, me alegro!! ¿Qué averiguaron? ¿Hay novedades? Insistió Fernando M iralles procurando descubrir lo que ya se imaginaba. La mirada del Perro, que se había puesto nervioso, se tornó agresiva, peligrosa y mortal. El Zurdo, sin mucho esfuerzo, se dio cuenta. La guerra pronto estallaría y entonces se concentró en el escalpelo oculto en su mano derecha, listo para atacar al menor intento de agresión. — ¡Pues nada, carnal! Descubrimos que la mujer tenía una hija y está desaparecida desde el jueves. El mismo día del atentado. ¡Qué casualidad! Y nadie sabe de la pequeña. Los datos de la difunta ya los conoces, son los mismos que nos entregó el coronel M ancera. De todos modos, ya nos vamos; le tenemos que dar esta información y otros detalles curiosos a don Tomás. Explicó con amabilidad el Zopilote abriéndose paso en dirección a la salida. El sicario sostenía en la mano izquierda un sobre amarillo tamaño carta. El Zurdo intentó averiguar un poco más; sin embargo, el aura del Perro se tornó negra y el demonio de su corazón indicaba tiempos de muerte. El visitante no deseado estaba obligado a no dejarlos escapar con vida. — ¿Puedo ver lo que llevas en el sobre? Solicitó el Zurdo con tono recio y autoritario. Su actitud pretendía retarlos y causar una pelea a pesar de no contar con armas de fuego. Su navaja quirúrgica era su esperanza de vida. El Zopilote no entendió la contraorden porque los papeles estaban destinados al capo. Entonces, observó con incredulidad retadora a su impertinente jefe. A su lado, el Perro, cada vez más nervioso, no perdió más tiempo: desenfundó su Pietro Beretta 92f negra y la apuntó a la cabeza del inquisidor malherido con sobrada intención de volarle los sesos. — ¿Qué te pasa, pendejo? ¿Cuál es tu insistencia? El jefe nos mandó a cumplir un trabajo, el viejo fue muy claro en sus órdenes. Ya terminamos y te apareces de la nada cuando deberías estar descansando en tu casa. ¿Qué intentas, pinche Zurdo? ¿De qué lado estás? No me gustan las sorpresas. Ripostó el Perro retando a la Pelona. El sicario barato transpiraba coca hasta por la retina y soñaba con reventarle la cabeza al único hombre que impedía el ascenso de su cuate el Sarna. Y en aquel preciso instante, por primera vez, tenía a su enemigo común a una distancia de ejecución perfecta y con una excusa que podría justificar aquel acto despiadado ante los ojos del capo de la banda, pero, por suerte para el Zurdo, su compañero evitó el cobarde crimen y le exigió cordura al Perro, un craso error que resultaría mortal para ambos infelices. — ¡¡¡Cálmate, no seas estúpido Perro!!! ¡No cometas ninguna locura! – gritó envalentonado el Zopilote, que usaba el sobre amarillo de bandera manual. El atolondrado aspirante del clan deseaba ver sangre y, de manera equivocada, pensó en ejercer la justicia por su mano. Desde hacía tres noches, el Perro sospechaba del Zurdo ante la ola de muertes extrañas. Y dudaba de todas las versiones expuestas por el único sobreviviente de la matanza de la casa del juez M uñoz; algo le olía mal, y desenmarañar el caso le acreditaría las charreteras necesarias para ascender en su escalafón criminal. El capo lo premiaría con creces si descifraba el misterio de la mujer justiciera y su hija desaparecida. El intenso deseo de rancia venganza lo traicionó cuando le exigió al Zurdo levantar las manos y mostrárselas. El detenido aceptó y sonrió con sorna. Su agresor había firmado la sentencia de muerte. No quedaba opción, el Zurdo le clavó una mirada de odio al nervioso sicario, que temblaba sin poder evitarlo, pues era consciente de que acababa de invocar a la muerte, aunque estaba seguro de la victoria porque sostenía una pistola que apuntaba a la cabeza de su rival quien, además, estaba desarmado y malherido: ¡imposible perder! Fernando M iralles cooperó, levantó las manos en dirección al cielo y pronunció su declaración de sangre. — ¡¡Cálmate, Perro!! ¡No juegues al valiente güey! No invoques a la muerte; mira que luego se asoma y saluda a los devotos en pena. Compadre, estás lleno de coca; tranquilízate, hermano, y vivirás para… Las advertencias del Zurdo no contribuyeron a bajar la efusividad del asesino, fueron apagadas por el grito desesperado del inexperto sicario, que ahora tomaba la iniciativa. — ¡¡¡Cállate, pendejo!!! Aquí el único que se va a morir eres tú, cabrón. El miedo ayudaba al Perro a cometer errores imperdonables. Con su pulgar movió el martillo de la pistola hacia atrás con la franca actitud de amedrentar al Zurdo. La pistola automática utilizada por el Ejército americano ya estaba montada, lista, ansiosa de ser accionada y fogosa por matar. Con extraña sorpresa divina, el Zurdo emanaba paz, serenidad, frialdad y estaba decidido a enfrentar a los demonios del Perro. Atento, aguardaba la oportunidad idónea antes de actuar. Sin darse cuenta, el Zopilote se convirtió en su mejor aliado. Resultó una bendición del cielo al intentar mediar entre los contrincantes. Su acción conciliadora ayudó a que el pistolero perdiera el foco y la concentración. En aquellos instantes decisivos, la distracción abrió las puertas del infierno. En una fracción de segundo, el Zurdo lo percibió y actuó con furia asesina. Fernando M iralles movió de izquierda a derecha la mano que sostenía el bisturí, y, con pericia quirúrgica, de un solo tajo, profundo, demoledor, aniquilador logró rajar profesional y mortalmente el cuello de su agresor. El bisturí penetró la circunferencia plena de la yugular y la vena se reventó en el acto. Sin mediar palabra, la mano que sostenía el escalpelo cambió el ángulo, continuó en la misma dirección circular, y la cuchilla fue a incrustarse con furia animal en el ojo izquierdo del Zopilote. En menos de tres segundos, dos criminales baratos cayeron al piso heridos de muerte. Uno se desangraba con el cuello abierto a lo ancho y le resultaba imposible pronunciar sonidos guturales, mientras que el segundo emitía alaridos de dolor mortal: la perforación del globo ocular, que casi rozaba el occipital, le aniquilaba la vida en minutos porque su cerebro generó un cortocircuito; los movimientos se tornaron erráticos y el dolor inmenso, desgarrador. Fernando M iralles necesitaba resultaba silenciar el escándalo del guarura moribundo: desabotonó su chaqueta y retiró la segunda navaja quirúrgica, la afianzó con ira en su mano, y le asestó un golpe certero que le atravesó el cuello de parte a parte. De inmediato, la respiración del Zopilote se detuvo, y dejó de ulular. El Zurdo se agachó de soslayo, recogió el sobre amarillo y volteó sus efusivos ojazos al lado contrario, donde ojeó con asqueroso desprecio al Perro, que intentaba tapar con ambas manos la herida del cuello con la imposible esperanza de contener la escandalosa hemorragia que, sin demora, lo transportaba a la casa de las sombras. El verdugo se acercó al oído de su enemigo agonizante y le susurró su despedida: — ¡¡¡Te lo advertí, pendejo!!! No invoques a la muerte, no tienes «güevos». ¡¡Te ganaste la lotería!! Y la Pelona te vino a buscar: ahora púdrete en el infierno, maldito cabrón. El nuevo vengador se levantó con dificultad abandonando al herido rodeado por un río de sangre. A pesar del volumen de cocaína, su alma se removía en pena: matar a sangre fría a dos de sus compañeros no era placentero. El Zurdo se aproximó a la puerta, deseaba escapar de la escena del crimen. En el pasillo exterior saboreó un ligero reflujo de vómito, el asco le carcomía por dentro; luego inhaló con fuerza y se llenó de aire fresco, aire libre, purificador, redentor. El sicario mayor huyó del complejo de apartamentos, buscaba desesperado su Ford M ustang. Durante la fuga, abrió el sobre amarillo que le había arrebatado al Zopilote. El envoltorio de correspondencia resguardaba una veintena de fotos pertenecientes a la mujer asesinada y su pequeña hija. El Zurdo no aguantó más y comenzó a sollozar traspasado por un dolor auténtico. Sentía culpabilidad por la insospechada tragedia de ambas. Aun cuando la pequeña sobreviviese a la venganza del capo, jamás se perdonaría haber contribuido de forma tan horrible en el fallecimiento de su madre. Lo único que tranquilizaba al verdugo del narco era saber que durante las próximas doce horas la vida de la chiquilla continuaba a salvo. Dos informantes menos, cinco hombres de confianza del capo liquidados en tres días. Como si se tratara de un buen augurio, aquellas cifras podían encajar en la línea de la teoría de la conspiración. La posibilidad de convencer al resto del clan sobre una venganza orquestada por otra familia del narco ya no asemejaba una utopía. Tal vez podría funcionar si argumentaba bien las excusas. La confusión y el desespero de don Tomás ante la tragedia jugaban a favor de Fernando M iralles. Debía destruir las fotos, y borrar las evidencias recabadas por los emisarios del jefe de los Tomateros. El Zurdo se concentró en el resto del plan. Cerró el sobre amarillo y lo escondió en la guantera del carro antes de salir disparado de regreso al hospital. Le quedaban cuarenta y cinco minutos antes de levantar sospechas. El tráfico se confabuló con él como un nuevo aliado y le ayudó en gran medida, porque no circulaba en plena hora pico; las distancias desaparecían gracias al potente motor del moderno carruaje. Solo hicieron falta treinta y dos minutos para regresar al ambulatorio de Santa Clara. El Zurdo estacionó en el espacio asignado y, apurado, subió por las escaleras de incendio, abrió la puerta de emergencia e ingresó en el área de los consultorios. A mitad del pasillo se topó con M arisol, que tenía bien claro el guion. Con celeridad, recostaron al herido en el mesón de consultas médicas. La doctora le soltó los vendajes. La potente luz del galeno confirmó las sospechas, la herida se había abierto un poco y exponía algunos puntos zafados: la sangre manaba, aunque con poca presión. M ientras la doctora iniciaba la limpieza de la lesión dérmica y muscular, en la sala de espera se oían los atronadores gritos del Ratas y el Perico. Los compañeros del convaleciente discutían con el enfermero. Los guaruras exigían verificar el estado de salud del jefe, ya no aceptaban más excusas e hicieron caso omiso a las advertencias de M anuel. Los escoltas atravesaron la puerta basculante e intentaron ubicar el consultorio donde estaban realizando las curas de rigor a su amigo. Cuando por fin vieron al Zurdo, los sicarios se relajaron por completo, y en su rostro se dibujó la misma expresión que cuando a uno le dan una sorpresa gigante. Fernando M iralles permanecía recostado con el torso desnudo y casi se había dormido por el efecto de la anestesia local, que trabajaba en complicidad con el descenso de los niveles de adrenalina. Al jefe le suturaban el corte por segunda vez, aquella calma aparente desconcertaba a cualquiera. Una espera de dos horas se consideraba dentro de los parámetros normales de toda clínica pública de la capital, y más si estaba cerca del Zócalo. Los criminales interrumpieron la consulta médica, porque la tensión emocional los sacudía, y comenzaban a mostrar indicios de desesperación. La falta de información en la interminable espera no agradó y la voz del Ratas se hizo presente. Ofreció disculpas, por el modo rudo al momento de entrar, pero traía nuevas exigencias del capo. — ¡Perdone, don Fernando, es que estábamos preocupados! Usted entró hace mucho tiempo y pa colmos, el jefe nos ha estado llamando desde hace un rato. Necesita hablar con usted, creo que es bien urgente. Nos obligó a encontrarlo a la fuerza, creo que don Tomás está muy encabronado, molesto porque usted no atiende el celular. ¡Por favorcito, llámelo! ¡Ya nos regañó en el móvil! Se lo ruego, mi señor, llame al capo. Imploró el guarura con mirada inocente, temerosa. El pobre subalterno se encontraba en el medio de dos líderes de peso ejerciendo de mensajero y chófer a la vez. — ¡Disculpen, muchachos, pero la doctora me dejó esperando en la sala de cuidados! Luego me inyectaron un calmante que redujo el dolor y me desconecté del mundo. La medicina me adormeció, era necesario antes de realizar la operación. Lo siento, pero aquí no tenemos preferencia, igual me dejaron en la fila porque llegaron otros pacientes peor que yo, son normas de los médicos. Quizás allí se generó la demora y mi celular está apagado, me lo exigió la güera, no se permite ingresar a los consultorios con los móviles encendidos – se excusó el Zurdo aprovechando su postura de víctima inocente ante los acontecimientos. La actitud sosegada evidenciaba el mejor disfraz si aspiraba a disimular el exceso de euforia que recorría sus venas. En pocas horas, despachó al mundo de las sombras a dos de los peores asesinos, los fieles y peligrosos acólitos del Sarna. Las malas nuevas de seguro molestarían a don Tomás. El Zurdo imploraba que no se enredase de nuevo el plan, si es que existía alguno que tuviera objetivos claros y concretos. En su cabeza comenzaba a visualizar un poco de lógica. Restaba crear una falsa verdad y reforzar de manera encarnizada, la creencia de la guerra entre bandas. El herido analizaba los escenarios que podían presentarse, fáciles de predecir en las próximas doce horas, y maquinaba posibles soluciones para todos ellos. Lo primero que le vino a la mente fue la difusión de la muerte de los sicarios en el apartamento de la colonia La Condesa. Tal vez los gritos del Zopilote alertaron a los moradores y tal vez ya habrían llamado a la Policía. Era lógico y obvio. La información del crimen circularía con facilidad en los medios audiovisuales en unas cuatro horas. Esa posibilidad cruzaba a través de su cansada y saturada cabezota. La sexta parte de un día era margen suficiente para él, solo faltaba recoger a sus protegidos y marchar lejos de la ciudad. Pero de forma inesperada, en las horas venideras descubriría un fatídico error de cálculo. Los sicarios aceptaron las excusas, pero aun así insistían en la necesidad de llamar al capo. — ¡Lo que usted diga, patrón, pero, por favorcito! Agarre mi celular y márquele a don Tomás; de veras está muy rabioso y quiere hablar con usted. Nos amenazó de mala manera si no lográbamos encontrarlo, por eso entramos a la brava. ¡Perdóneme, mi señor! Usted ya sabe cómo se pone el viejo cuando no lo consigue a usted. Tembloroso, el Ratas le acercó su teléfono móvil. El Zurdo lo agarró y presionó la tecla para iniciar la llamada. Al otro lado del auricular se escucharon los gritos abusivos del capo. — ¡¡¡Pinches idiotas!!! ¿Ya encontraron al puto del Zurdo? – ululaba don Tomás con mil demonios a cuestas. — ¡¡Tranquilo, jefe, soy yo!! Perdone, es que me están cosiendo la herida y, además, estoy medio sedado, por eso no le atendí cuando usted… – la explicación sobraba. De forma brusca y grosera el demandante le cambió el giro al diálogo, no le importaban los detalles. Era la primera vez que le alzaba la voz al Zurdo, hasta el punto de llegar a amenazar a su hijo putativo. — ¡¡¡Oye bien, Zurdo!!! M e importa una mierda si te están operando el pinche cerebro. Ahora mismo te vistes y te vienes a La Casona o te juro que te reviento a ti también. Están pasando cosas muy raras, y eres el único que las puede explicar o ayudarme a entenderlas. Confío demasiado en ti, pero te necesito lo más rápido posible, y bien centrado. Si quieres, traes contigo al doctor y que te arregle en el camino o acá en nuestra oficina. Te quiero en diez minutos. La llamada murió en el acto, la comunicación fue cortada de cuajo. El Zurdo entendió a la perfección que tal vez algo había salido mal o, al revés, quizás los nervios del capo eran tales que ya creía la historia del infiltrado. Seguro que el viejo descubría fantasmas en todas las esquinas. La efímera justificación le proporcionó al herido la esperanza necesaria de seguir soñando con salvar a su testigo clave y al cura que les había protegido la vida de ambos. El problema central, a medida que expiraban las horas, consistía en la cantidad de obstáculos cada vez más inverosímiles que surgían en el plan de fuga. Habían pasado treinta y seis horas desde que el Zurdo abandonó la iglesia del padre M anuel. En la nueva fase imperaba lidiar con las casualidades o con los caprichos benditos del destino. En definitiva, su futuro estaba en manos de Dios. El paciente se disculpó, le pidió a la doctora que dejara de suturarle los puntos. Era cuestión de vida o muerte. Ella aceptó con la condición de colocarle un par de grapas de sutura en las áreas sensiblemente expuestas y, antes de vendar la zona afectada, selló el ancho del hombro con caléndula en polvo. Al contacto con la sangre, el medicamento natural formó una capa pegajosa que daba la sensación de un tipo de yeso mal elaborado. En segundos, los poros circundantes de los orificios por donde emergía el hilo de sutura se taponaron de forma momentánea, evitando el derrame del tejido líquido durante las próximas tres horas. Procurando amortiguar el dolor cutáneo, la doctora esparció fuertes dosis de prilocaína. La prescripción no representaba la solución más adecuada, pero al menos engañaba al cerebro por un rato. Por último, y sin ser visto por sus guaruras, el Zurdo volvió a esnifar una dosis media de coca que le había robado al Perro antes de despedirse. El remedio artificial en polvo blanco con certeza le ayudaba a olvidar la realidad que estaba viviendo. Luego se ajustó la chamarra y salió escoltado por sus hombres con destino a La Casona donde se reuniría con don Tomás. Ya pronto terminaría el festín de muerte, el Zurdo lo podía presagiar. Se avecinaba la fase tres de un plan concebido en el cielo. En los momentos futuros, cualquier palabra mal dicha o gesto mal utilizado garantizaba una muerte horrible y muy dolorosa. Con el narco no se juega, y Fernando M iralles siempre lo supo de sobra. Le parecía increíble que, en menos de setenta y dos horas, hubiera roto todas las reglas: se había comprado muchos billetes de la lotería del mal, y lo peor del caso era que ni él mismo terminaba de entender la razón de actuar de aquella forma, el motivo por el cual una sublime energía lo empujaba a esta situación. Capítulo 14 En La Casona cobran vida los fantasmas México D. F., una hora después de abandonar la clínica. De regreso a la guarida del lobo, el Zurdo experimentaba un cansancio exagerado. No atinaba a juntar ideas claras, los efectos de la coca mezclados con el analgésico en la herida adormecían sus neuronas. A lo largo del trayecto, casi no cruzó palabras ni con el chófer ni con su copiloto. Las conjeturas meditadas se descartaban por un soplo de lógica. El terror a lo desconocido lo impelía a claudicar antes de la batalla, y ya dudaba de su estrategia y sagacidad. El pensamiento más doloroso era imaginar la muerte de la niña y del indefenso cura. Fernando M iralles se encontraba atado de manos, la contraorden de retornar a la guarida modificó el rumbo de sus ideas. Dudaba y; se cuestionaba la viabilidad del plan. Pensó que, si tal vez hubiese apretado el gatillo en el estudio del juez, quizás hoy estuviera celebrándolo en el mejor burdel del D. F. en vez de ir por ahí intentando salvar el mundo, ese lugar tan podrido y carente de valores donde la lana lo compra todo, incluso lo que sobra. Pero cada vez que el pesimismo demoníaco trataba de dominarlo, de ganarle la partida y robarle el alma, un remanso de paz le acariciaba el corazón que reforzaba la idea de que había hecho lo correcto. Por primera vez su vida tenía sentido, y existía una misión divina en sus manos. Al Zurdo le urgía expulsar el desánimo y aniquilar las frustraciones porque, al final, la victoria lo aplaudiría, aunque él se negara a creerlo. Los efectos alucinógenos no cooperaban en la batalla emocional. Pero había algo, imposible de descifrar, que lo motivaba y le revoloteaba en la cabeza recalcándole una y mil veces la idea de que, cuanto más se esforzara, más cerca se encontraría de la prometida recompensa. Si anhelaba redimir sus pecados y conseguir el perdón divino, la sangre de sus demonios lo favorecería. Hurgar tanto en su mente lo ayudó a caer en un descanso sublime y, poco a poco, se dejó llevar hasta olvidar su cuerpo. Aunque no dormía, solo confundía los estados de ánimo. Sus músculos no respondían a los estímulos porque había entrado en una especie de plano espiritual donde quizás te asomas cuando interpretas que estás a punto de morir. La evasión terrenal duró poco, lo suficiente para reavivar sus esperanzas. El paseo terminó cuando estacionaron la camioneta en La Casona. El Ratas lo despertó de su viaje existencial. El pasajero bostezó con paciencia y descendió del pesado transporte. Un grupo de guardianes lo saludaron con cariño dándole la bienvenida, dispuestos a acompañarlo a la sala de juntas donde le esperaba don Tomás hecho un mar de nervios. El Zurdo entró al despacho privado del capo y de inmediato, percibió un ambiente pesado y enrarecido. De las siete cabezas que quedaban en pie, solo cinco con aspiraciones de liderazgo se encontraban en la oficina. En general, los sicarios lo veían con cierta camaradería hipócrita, y no lo envidiaban porque su suerte podía ser transitoria, e incluso, había alguno que aseguraba que en aquel momento se encontraba en decadencia. En la sala de reuniones, los malhechores hacían apuestas por la cabeza del hombre de confianza de don Tomás, sobre todo el Sarna que, sigiloso, ya se veía como el nuevo líder de la hermandad. El error garrafal en el intento de acabar con la vida del juez se convertía en el Titanic del hasta ahora invencible Fernando M iralles, pero a él no le importaban las intrigas de los segundones, su mente permanecía fija en un solo objetivo: salvar dos vidas, aunque fuera a costa de su muerte. El Zurdo había decidido retornar a la guarida de su posible verdugo, pues no existía escapatoria. Además, la posibilidad de descubrir el empeño del capo en realizar esta reunión tan inesperada podría facilitarle ideas para su macabro plan. Fernando M iralles saludó con la mano derecha a su mentor, que se había colocado al final de la espaciosa oficina. El capo charlaba por teléfono con alguien conocido, su interlocutor le aportaba noticias poco halagadoras o quizás retardadas. Con educación, el visitante le extendió la mano al resto de sus compañeros con cara de aburrido, a sabiendas de que varios de ellos entregaría toda su fortuna por verlo muerto. El sicario mayor no se amilanó: al contrario, desfiló con abultado ego, digno de un líder consumado, y se pavoneó por la oficina dirigiéndose al bar, que estaba localizado en el lado contrario de la zona donde su jefe despotricaba con su oyente a través del celular, y se sirvió un buen vaso de tequila; esta vez optó por un Herradura Plata de los básicos, de los menos fuertes. No debía tomar más de la cuenta o, de lo contrario, los antibióticos que le habían inyectado en la clínica incumplirían su trabajo de alejar las infecciones. Con el trago en la mano, se sentó a un costado de la silla presidencial e intentó conversar con los presentes buscando romper el hielo e indagar sobre el motivo de la cita. Los interrogados respondieron con monosílabos evasivos, ninguno era capaz de adelantar nada porque, en realidad, ellos también desconocían los reales motivos del evento. Transcurrieron un par de minutos antes de que don Tomás colgara la llamada. El capo tragó aire con rabia explícita, dio un par de vueltas sobre sí mismo y se involucró en la mesa de reuniones. Lo primero que hizo fue saludar a su hombre de confianza e iniciar la conversación clavando los ojos en la mirada del recién llegado. — ¿Viste las noticias, Zurdo? – preguntó a quemarropa el líder de la banda con mirada retadora. — ¡No, don Tomás! ¿Qué pasó? ¿De qué noticias me habla? – respondió con absoluta sorpresa el Zurdo mientras daba un sorbo a su tequila. El capo apoyó las manos en el escritorio y, con su masa corporal, impulsó la silla presidencial en dirección contraria, que fue a detenerse al lado de una gigante pantalla de vídeo, de más de 120 pulgadas. Agarró el control remoto y encendió la televisión, y por unos segundos manipuló con nerviosismo el zapping, hasta llegar al canal de noticias. Las informaciones, que en aquel preciso instante se encontraban en pleno desarrollo, rompieron la quietud del alma del Zurdo. El expediente del sumario de la Policía Federal sobre el caso del juez M uñoz ya empezaba a ser público. Algunos detalles noticiosos auguraban un trágico final. — ¿Viste, mi querido Zurdo? La puta que murió en casa del juez, la tal Claudia Rebeca Peralta… ¡¡¡sí era profesora de piano!!! Graduada con honores en el Conservatorio, y no está vinculada a ninguna organización criminal, es un hecho certificado. Don Tomás se levantó iracundo de la mesa y empezó a deambular dando vueltas alrededor de la silla del Zurdo, tan cerca que incluso llego a rozarla, y sin dejar de espiarlo. — Y lo peor del caso, mi carnal, es que la mujer dejó una hija huérfana llamada Patricia Peralta. Una escuincla de ocho o quizás diez años, quien, por mera casualidad, está desaparecida desde hace tres días, es decir, desde la misma noche del atentado. ¿Entiendes lo delicado del caso, mi querido Zurdo? Ahora puedes ponerte en mis zapatos: ¿qué opinas de esta revelación? Estamos jodidos güey. Fernando M iralles se mantuvo inmóvil comportándose con frialdad cadavérica y contrajo con furia silenciosa sus músculos. Necesitaba quedarse estático, inexpresivo, necesitaba hallar respuestas inmediatas utilizando su sapiencia criminal. No podía caer en contradicciones y, para ello, ejercitó su mejor expresión de jugador de póker. El Zurdo domeñó sus emociones, le faltaba conocer las dimensiones del inminente peligro. Si titubeaba, perdía y sentenciaba el final de la morrita y, si evidenciaba miedo, en fracciones de segundo terminaría su paso por esta vida. Pletórico de ironía actoral, frotó sus labios, y con la barbilla ejecutó una mueca ingenua imitando a un niño regañado por el maestro, antes de soltar la mejor explicación evasiva que se le ocurrió. — ¡No sabía nada, don Tomás! Recuerde que estaba en la clínica haciéndome las curas de la herida; por otro lado, usted mandó al Perro y al Zopilote a averiguar algo sobre la misteriosa dama. ¿Cómo es que se llamaba?... ¡¡Ah, sí!! La tal Claudia Peralta. Quizás ellos tengan más información que la propia televisión. Disculpe las dudas pero ¿qué tiene eso que ver con el caso? ¡Las mujeres suelen tener hijos! – ripostó el Zurdo con un exceso de simplicidad y mostrándose yermo de análisis o saturado de vano conformismo en su exposición. El capo recibió las palabras con frustración abismal, esperaba una postura más impulsiva, acorde con el nivel de un criminal que dudaba hasta de su propia sombra. — ¿Cómo que qué tiene que ver? ¿Estás mal de la cabeza? ¿Qué te pasa, pendejo? ¡¡¡El plomazo te secó el cerebro!!! ¿No te das cuenta? Hay una persona faltante en el caso y sobran dos pistoleros. Estamos llenos de fantasmas, ¿lo ves, hermano? – la sentencia intentaba descomponer la pasividad del interrogado. — ¡A ver, don Tomás! ¿Qué me insinúa? ¡Sea más claro! Quizás el analgésico no me deja pensar con claridad porque no le sigo el punto, explíquese mejor – increpó el Zurdo retando la lógica del buen empleado. El servilismo no se le daba bien bajo ninguna circunstancia, sin embargo, en este caso particular, poner en su cara seria una expresión de sorpresa podía ayudar en la parodia. — M uy fácil, mi querido Zurdo, esa niña puede ser un testigo clave en el caso y podría perjudicarnos en el proceso de investigación. Quizás sabe de ti o de los muchachos, puede testificar en contra nuestra y, bajo ninguna razón, la hermandad debe estar vinculada en el proceso. No quiero líos con la presidencia de la república – la respuesta confundió al oyente. El toma y dame verbal resquebrajaba la paciencia entre ambos contendientes. — Perdone la curiosidad, don Tomás, ¿pero en qué nos puede perjudicar? ¿Acaso no están los cadáveres del Braulio, el Rex y el Burro en la propia escena del crimen? En la Policía Federal ya somos noticia vieja. ¿Qué pinto yo? A mí nadie me vio, pero da igual, nuestros muertos son pruebas contundentes contra la familia, sin quererlo, ya estamos involucrados – aclaró Fernando M iralles haciéndose el desentendido y sin mostrar rastros de preocupación o nerviosismo. — ¿No entiendes nada, muchacho? ¡¡Definitivamente, estás drogado!! Recuerda bien, haz el esfuerzo, ¡no te hagas el idiota! Los dos infelices que murieron en la casa del juez son sicarios profesionales que no son exclusivos de nuestra hermandad. Tú lo sabes muy bien. Ellos ejecutaban encargos sucios para otras organizaciones y en ocasiones les servían a políticos o empresarios corruptos. En pocas palabras, los pudo contratar un tercero. Ellos no me preocupan, no hay manera de que nos inculpen con facilidad. Sus cadáveres pueden ser camaleónicos. Tenemos miles de justificaciones y de posibles defensas. Tú mismo me diste la idea de usarlos a ellos y no involucrar a otros más exclusivos de nuestra familia, ¿lo recuerdas? Si tú hubieras muerto, hubiera cambiado el guion. Ahora bien, si esa niña te descubrió, estamos bien jodidos, por eso debemos encontrarla y eliminarla lo antes posible. Las órdenes expuestas por el capo estallaron en la cabeza del interrogado. Tal vez el argumento asomaba un tanto válido, pero, con algo de felicidad y sin planificarlo, otorgaba un ligero halo de esperanza en favor de la chiquilla y del propio Zurdo. El sicario, que parecía adormecido, necesitaba reformular la historia a su favor. Convertir una verdad en suposición efímera, y viceversa, para dar pie a una búsqueda sin final, pues con ello crearía uno de esos típicos círculos viciosos de información no certificada que se logran haciendo desaparecer algunos expedientes donde se recogen datos históricos. — ¡Ahora que lo pienso, usted no tiene razón, don Tomás! Sin temor a errar, esa niña que usted menciona, ¿cómo me puede acusar? Si nunca me vio… No puede reconocerme. Perdóneme, creo que es una alucinación suya. Le repito que yo entré en la casa y jamás vi a ninguna chamaca: en el despacho del juez M uñoz tan solo se encontraban dos hombres armados en complicidad con la misteriosa mujer, que, hoy descubrimos que tiene una hija. Los tres nos hicieron frente. Que la mujer sea pianista, profesora o lo que sea no le prohíbe o impide saber de armas ni de cómo matar. Por ejemplo, yo soy narco y sicario, pero también sé cocinar muy bien, aunque eso no me convierte o acredita como chef. No sé si me explico, jefe: estamos debatiendo una situación muy diferente. Por ahora hemos descubierto que Claudia Rebeca Peralta recibió certificación de profesora de piano y, si buscaba empleo, dudo que enseñara sus credenciales de asesina, ¿no le parece lógico? Además, ¿no le parece casual que justo ese día no apareció el pinche juez, pero ella sí, y estaba bien armada? ¿No le parece que a alguien del Gobierno o de la Policía le puede convenir crear nuevas mentiras? En mi opinión, la supuesta formación académica puede representar un disfraz maravillosamente creativo. Quizás la emboscada tiene una factura política; tal vez quieran descabezar a alguien de la Policía. Todo es muy raro: qué tal si la pianista era agente encubierta. La abultada inteligencia del Zurdo de manera constante abrumaba al capo, razón suficiente para ganarse el respeto en la organización. El viejo dudó un instante y preparó con mesura su argumento intentando desencajar al experimentado orador. — ¡¡Touché!! ¡Buen punto, mi querido Zurdo! Es cierto, puede que la mujer tuviera una doble vida. Y también puede ser que la niña no estuviera con ella. ¿No la viste? Creo en ti, pero ¿qué sucedería si estás errado y ella te identificó? No abuses de tu confianza. ¿Qué tal si la chamaca se escondió antes del ataque? Ese detalle peligroso jamás me lo podrás argumentar. Por eso hay que encontrarla y matarla. Recuérdalo bien: testigo muerto, testigo seguro. Las justificaciones dichas por el capo fueron secundadas de inmediato por el Sarna, que se unió a la conspiración. La cizaña apoyaba los argumentos de don Tomás; el interés que demostraba perseguía sumar puntos con el líder de la banda e ir restando poder al segundo hombre, ya caído en desgracia. sospechaba de Fernando M iralles, y era Además, el adulador la mejor manera de provocarlo, pues en la refriega se medirían sus reacciones. — ¡Yo pienso que don Tomás tiene razón! Esa pequeña es un estorbo peligroso. No debemos confiarnos mucho, hay que… La recia voz del Zurdo aumentó su volumen de forma desproporcionada, interrumpiendo con sobrada autoridad al Sarna. La acción determinó el destino de la charla. — ¡¡Cállate, Sarna, tú eres un simple asesino barato!! Pretendes adular al jefe intentando hacer un poco de ruido porque necesitas que se fijen en ti. ¡Piensa antes de hablar, güey! – la respuesta contundente de Fernando M iralles detuvo en seco al matón de barrio. El malherido cortó la comunicación con los sicarios de medio pelo y clavó la mirada en los ojos de don Tomás procurando adormecer los demonios que consumían los nervios del viejo traficante. — ¡Cálmese, jefe! No hace falta buscar muertos innecesarios que solo traen problemas. Aumentar el número de cadáveres genera mayor cantidad de preguntas, acarrea otras acusaciones, más investigaciones, críticas y dudas. No podemos pelear contra fantasmas, nunca le ganaremos a una sombra. Tengamos calma, le juro que allí no había ninguna niña. Quizás la chiquilla jugaba en otro cuarto, o, puede ser que no acompañó a su madre esa noche. Por otro lado, hasta no tener la certeza absoluta nos podemos adentrarnos en la boca del lobo; recuerde que el asesinato de niños levanta mucho polvo, y del adverso. Las autoridades pedirán cabezas, y las tendrán aunque las tengan que inventar. Ya la Policía está averiguando, dejémosla hacer su trabajo, aguardemos los reportes de M ancera y, cuando se aclare todo, actuamos. Salir al encuentro de fantasías no es recomendable. Piénselo con claridad. Y en el supuesto de que la niña se escondió en la casa, créame, es casi imposible que alguien hubiera podido ver nada en medio de una lluvia de balas y con el ruido de los cañonazos. Don Tomás, la distracción era total, y el miedo de las víctimas forma parte de nuestra victoria, usted lo sabe – los argumentos del Zurdo taladraron de forma directa los pensamientos del capo. Aun cuando estaba alterado porque nada le cuadraba, la explicación de su hombre de confianza estaba henchida de lógica. Quizás fuera cierto y la niña no presenció el crimen, o tal vez, con la encarnizada balacera, le resultó imposible distinguir una silueta, un rostro. El viejo zorro bajó sus niveles de miedo y estrés reavivando su confianza en el asesino que por muchos años le había cuidado el changarro. — ¡Está bien, Zurdo, confío en ti! Te encargo que averigües bien sobre esa niña, te doy el beneficio de la duda. Pero esta vez asegúrate de no dejar cabos sueltos. No quiero ninguna sorpresa. Ahora mismo me arreglas ese temita. El apoyo del capo llenó de frescura el corazón del asesino herido. La decisión de arriba indicaba que no había necesidad de alterar los planes por tercera vez y que la vida de la pequeña podía pasar desapercibida. El Zurdo daba las gracias a Dios. Sus falsos argumentos mutaron en contundentes verdades: había reconquistado la confianza del líder supremo. Los problemas y las amenazas parecían disminuir y se había ahuyentado el peligro hasta el limbo. Pronto enterraría para siempre el pasado y el futuro de la pequeña. En su alma, el Zurdo festejaba eufórico, agradecía a los santos por ese milagro tan sencillo. Pero la tristeza corría a velocidades incalculables. Y su felicidad vivió corto tiempo. El celular de don Tomás sonó, y el viejo contestó con tranquilidad, sin sospechar que las noticias venían sazonadas de intrigas y muchas dosis de incongruencias peligrosas. — ¡Dígame, coronel! ¿Cómo le va? ¿Ya tiene el expediente? ¡Júreme que me puedo quedar tranquilo! – respondió el capo usando una voz simpaticona, amigable, relajada. — ¡¡¡Óigame bien, don Tomás!!! Intente disimular delante de sus hombres. Ya tengo el informe de balística en mis manos. También los reportes de los peritos del departamento científico y de los investigadores que levantaron los cadáveres del Burro y el Rex en casa del juez, así como el de Braulio en la camioneta. ¡¡Se va a sorprender!! Tenga mucha discreción, disimule al máximo y no muestre efusividad. Tal vez nos enfrentamos a uno o más traidores en la familia. Las cosas no pintan bien. Las aseveraciones del sabueso congelaron el cerebro del capo. Su expresión facial se endureció. El viejo emitió una risa fingida que evidenció su verdadero estado de zozobra. El Zurdo lo percibió en segundos y comenzó a ver monstruos revoloteando cerca del aura del capo. La anémica festividad que un minuto antes vivió el sicario salvador iniciaba su proceso de expiración. Don Tomás intentó despedirse del informante: sin embargo, otra noticia mortal terminó de derrumbarlo. — ¡¡Por cierto, don Tomás!! M is agentes de la Policía Nacional me acaban de notificar sobre un nuevo incidente demasiado confuso que corrobora mis teorías. En la colonia Condesa encontraron los cadáveres de dos de sus hombres, el Perro y el Zopilote, dentro del apartamento donde vivía Claudia Rebeca Peralta. Le anexaré el informe preliminar y los datos de los detectives acerca de estos nuevos cadáveres. Esto huele muy mal, mi querido amigo. No haga nada, y que sus hombres no se muevan, hay un enemigo en casa. Nadie debe salir de la guarida, busque protección con sus hombres de mayor confianza. En una hora debo estar en La Casona, le ruego que nos reunamos en privado – concluyó el delator con uniforme de la ley. — M uchas gracias, mi querido amigo. ¡¡Claro que sí!! Lo espero con ansias. En una hora nos vemos, no se demore mucho que el tiempo apremia – respondió nervioso el líder de la banda antes de colgar la llamada. Con dificultad, intentó controlar sus impulsos emocionales ante el nefasto vendaval de trágicas noticias. Sus empleados trataron de indagar sobre la charla, pero el viejo tardaba en responder las interrogantes, porque el miedo y la duda le robaban el habla. El Zurdo se adelantó, tomó ventaja de la confusión. Intuía que la noticia de la muerte de los dos sicarios ya era pública entre las fuerzas policiales y tardaría muy poco en salir en la prensa. Entonces se levantó de la silla y se encaminó al bar tratando de disimular su curiosidad. La información resultaba determinante para definir los pasos que debía dar, por lo que se atrevió a romper el silencio sepulcral. — ¿Todo bien, don Tomás? ¿Qué le dijo el coronel? – la ingenua pregunta llevaba veneno. El capo no se inmutó. Observó a su sicario mayor de frente, cara a cara, y le dirigió una mueca con el rostro. Cambió la dirección de la mirada dispuesto a pasearse por los rostros de los cinco guaruras con aspiraciones. M ientras don Tomás oteaba a cada uno de los supuestos sicarios de confianza, se formuló la misma inquietud no menos de cien veces. ¿Quién carajos era el puto Judas? Pero no abrió la boca, y utilizando la mano le enfatizó señas claras al Zurdo. Le pidió que lo acompañará a fumar en el jardín. Al resto de la banda le ordenó quedarse en la sala de juntas, nadie podía salir. Los autorizó a beber un buen tequila mientras él y el Zurdo charlaban en el patio. Ellos volverían en pocos minutos. Antes de salir a charlar, el capo abrió un finísimo humidor Elie-Bleu tallado a mano, decorado con motivos de la bandera y el escudo de M éxico y retiró dos Aurora Preferidos Número 4, sus figurados más exquisitos que reservaba para ocasiones especiales. Le entregó uno al Zurdo, que no pudo rechazarlo. Caminaron por el largo engramado y se sentaron debajo de un caney gigante donde habían construido una parrillera de ladrillos diseñada al mejor estilo bonaerense. — ¡¡Tenías razón, pinche Zurdo!! ¡Hay un soplón en la organización! El oyente arrugó el corazón, el miedo se adueñó de su cuerpo, él sentía las palabras de su jefe como acusación directa, pero algo sospechosa y confusa. Por un instante, Fernando M iralles pensó que el coronel había ofrecido detalles incriminatorios. Entonces evaluó la opción de actuar en defensa propia. M idió las posibilidades, pero enfrentaba un escaso nivel de éxito; obrar así carecía de lógica porque, si atentaba contra su jefe, en segundos lo cosían a plomo. Prefirió jugársela, y continuó fingiendo adoptando la pose del incrédulo monaguillo que ayuda en la sacristía. — ¿Por qué lo dice, don Tomás? ¿Al fin lo descubrió? Yo tenía razón en mis conjeturas – espetó con voz neutra el sicario en proceso de redención. — ¡M e lo acaba de confirmar M ancera! El coronel viene en camino cargado de pruebas contundentes. Trae el reporte de balística y, además, los peritajes realizados en las dos escenas de los crímenes. Está convencido de que, en efecto, tal como mencionaste desde el principio, tenemos el enemigo en casa. También me informó de que hace un par de horas mataron al Perro y al Zopilote en casa de la pinche Claudia. ¿Quién crees que es el puto traidor? ¿Quién nos vendió? La situación empeoraba. El Zurdo estaba a punto de ser descubierto, su mente retrocedió cuarenta y ocho horas y rememoró con claridad cuando él mató al Rex con un balazo directo al cráneo, a quemarropa. Ese disparo resultaría determinante en las pruebas de balística. Ya no existían excusas creíbles, ni tiempo suficiente para escapar. Esperar a ver los reportes dilataba su espantosa agonía. Necesitaba huir en busca de la niña y del párroco o, de lo contrario, la única opción viable era silenciar al coronel antes de que se entrevistase con el capo. El pánico le congeló los pensamientos. Al sicario malherido, se le acabaron las ideas: su mente acababa de teñirse por completo de un blanco inocuo. No atinaba a estructurar una respuesta defensiva, las opciones de su salvamento volvían a pulverizarse. De repente, un palmoteo de su confesor lo obligó a aterrizar. — ¿Qué te pasa, Zurdo? ¡Te pregunté si tienes alguna idea del soplón! – dijo el líder del clan con marcada angustia. — ¡Tengo presentimientos, don Tomás! Necesito ver los informes, sin ellos no puedo decir nada. No me quiero adelantar. Cuando llegue M ancera, con gusto le checo la información. Deme los datos. Creo que podré corroborar la identidad del maldito traidor. Sospecho de varios, en especial de un par de candidatos que pueden tener aspiraciones en la organización. Creo que nos están vendiendo a las autoridades y eso sí es delicadísimo en nuestra operación – concluyó con solvencia el Zurdo, lo que generó el doble de nervios a su oyente. La única alternativa alocada que podía favorecer al vengador consistía en dilatar la llegada de las malas nuevas que traía M ancera. — ¿De quién hablas, pinche carnal? Dime quiénes son. ¡Suelta la sopa de una vez, cabrón! M e tienes harto con tus misterios – gritó don Tomás tratando de reducir su ansiedad. — ¡Pues con toda confianza, patrón! No me dan buena espina el Sarna y el Chuquis, no sé, los he notado extraños. Son matones de baja calaña y tienen aspiraciones de manejar territorios grandes. Recuerde que yo mismo les he frenado sus ambiciones y, tal vez, repito, no aseguro nada aún, ellos quieran acelerar el ascenso a costa de destruirme. Otro que no me hace mucha gracia es el tonto de M ancera, usted me disculpa, maestro, pero, a mi modo de ver las cosas los polis siempre son de cuidado. Las verdades convenientes pronunciadas por el sicario confundieron al compañero de chismes. En sus años de experiencia, don Tomás nunca se había enfrentado a una situación tan descabellada, y las dudas le carcomían la mente. El Zurdo volvía a dominar la situación, su lenguaje corporal reafirmaba su credibilidad, la historia y las circunstancias demasiado peculiares, en el fondo parecían otorgarle el beneficio de la duda, y hasta lo protegían. Por ello reforzó la gran premisa del narco, que ahora le permitía crear fantasmas en todos lados: «Jamás confíes en nadie, todos son leales hasta que te traicionan». Era un negocio duro donde la fidelidad solía representar el pasaporte al éxito y, sobre todo, era algo que podía garantizarte seguir con vida. Pero la deslealtad solía nacer de la tentación del dinero, el poder y la ambición desmedida, demonios humanos que hacían flaquear la lealtad de los aspirantes a capos. Verdades que daban forma a la estratagema de confundir al enemigo. Don Tomás grabó en su cabeza las sospechas del Zurdo. El viejo caminó en línea recta de un lado a otro intentando visualizar la situación y encontrarle la lógica. La organización y su vida se encontraban en serio peligro: ahora le tocaba interpretar con detalle inmaculado cada pieza del mural. Lo aseverado por su amigo aparentaba ser cierto y probable. Gracias a un elemento tangible, la historieta fantasmal sonaba demasiado simple y básica, pero en el día a día del narco nada es tan sencillo, obvio o realista. Las situaciones conllevan un proceso, riesgos, pistas mal cruzadas y un motivo de locura, pero hasta la fecha, ninguno de los supuestos básicos se hacían presentes en la retorcida fábula del atentado frustrado. Una pieza determinante continuaba faltando: el motivo. El beneficio de la duda decía presente en la cabeza del capo. Por su parte, el nuevo vengador respiraba con cierta tranquilidad. Suponía que su discurso calaba hondo en los demonios de su socio criminal. Apenas faltaba la estocada final: inculpar a los líderes medios del cartel e involucrar colateralmente al coronel traidor. Si lo lograba, lo cual no parecía tan descabellado, se generarían conflictos internos de alta repercusión. Precisaba inventar pruebas, crear casualidades negativas y acelerar el asesinato de los rangos inferiores. Una vez muertos los sicarios y M ancera, el silencio en el caso de la niña fantasma se traduciría en libertad, en una vida secreta, feliz y tranquila. El Zurdo imaginaba la victoria de su lado, aunque, lamentablemente, el maestro Cronos le demostraría que celebrar a destiempo podía ser un error garrafal. En pocas horas podría enfrentarse a una muerte sin honor, la que está reservada a los traidores en las organizaciones del mal. M ientras los dos líderes del clan conversaban alegres en el jardín de La Casona y parecía que estuvieran ya listos para resolver la porción faltante del mortal acertijo, el reloj seguía su rutinario deambular. En una hora, el coronel entregaría las pruebas que cambiarían el curso de los planes y la vida de todos los involucrados. Las dudas o las sospechas de los protagonistas de la misteriosa venganza saldrían a la luz. Y los vencedores se transformarían en derrotados, los fantasmas cobrarían vida reclamando cuotas de sangre. La redención presumía inminencia, aunque para alcanzarla por completo hubiera que dejar que el tiempo siguiera marcando el camino durante un buen puñado de horas, que se presumían angustiosas y muy sangrientas. Los milagros y las maldiciones estaban escritos en la bóveda celeste. Capítulo 15 Los fantasmas sí tienen rostro México D. F., una hora después, en La Casona El coronel M ancera llegó retrasado a la guarida de los traficantes de muerte. No hizo falta que se identificara en la garita de seguridad, porque se había advertido de la visita a la tropa que conformaba el anillo de protección, y el capo en persona había subrayado la importancia que representaba para los intereses de la organización aquel invitado tan especial. Con suprema rapidez lo escoltaron hasta el despacho privado del capo. En la sala de juntas aguardaban impacientes don Tomás, protegido por el Zurdo, que estaba sentado a su derecha, y los cinco sicarios restantes, que vigilaban al lado contrario del majestuoso escritorio. M ancera se sorprendió ante la comitiva; había solicitado privacidad con el capo, pues era el portador de muchas verdades que podían desenmascarar a uno o quizás dos traidores. Sin mayor expresión de efusividad, y con la mano derecha a medio alzar, el coronel saludó a los presentes con un gesto bastante tímido, casi que por compromiso. Bajo ningún concepto el militar realizaría una reunión grupal, resultaba imperativo el diálogo directo y exclusivo con el líder de la banda. Con facilidad, el Zurdo notó el nerviosismo y la desconfianza del coronel, y presentía la mirada del sabueso sobre sus hombros. Alguna prueba parecía acusarlo de forma directa, lo que no facilitaba que fluyeran opciones positivas a su favor. Pero no podía moverse del sitio, la escapatoria se desvanecía. En pocas palabras, el herido se sentía rodeado y, por si fuera poco, la orden estricta del capo era que los presentes debían permanecer en la residencia hasta culminar la conversación con el policía. La vigilancia se redobló, el plan original de evasión sufría nuevas alteraciones. Fernando M iralles perdía terreno a medida que el reloj completaba el inclemente recorrido mortal. Trataba de inventar posibles salidas, cuando el celular de don Tomás rompió la quietud forzada de la sala. El capo contestó con expresa efusividad. Podía oírse con claridad la voz del Pablito. El motivo de su llamada era reportar las novedades de la misión investigadora en la escena del crimen donde murió Braulio Linares, la iglesia de San judas Tadeo. M alas nuevas para el Zurdo: a la misma hora, dos reportes coincidían en tiempo y espacio. M ancera se fue aproximando al capo, pero don Tomás le hizo muecas con la cara y las manos insinuándole la necesidad de privacidad momentánea. El jefe le dio a entender que primero escucharía la tan esperada llamada telefónica de sus sicarios. Dos fuentes informativas a la vez implicaban demasiado trabajo mental para su exhausta cabeza. Administró sus opciones, necesitaba los cinco sentidos bien despejados para entender cada uno de los análisis de sus investigadores. Don Tomás se levantó de la silla y caminó derecho al fondo del salón, se dirigió con premura a la puerta de salida trasera, la que daba al jardín. Cuando por fin estuvo solo, procedió a interrogar a su primer corresponsal de confianza, el coronel podía esperar su turno. Desde el otro lado de la ciudad, los sicarios detallaron la extensa jornada de trabajo. Comentaron desde el momento en que llegaron a la zona hasta la forma de entrar y preguntar casa por casa, negocio por negocio, incluyendo transeúntes o borrachines del barrio, haciéndose pasar por oficiales de la Policía, para lo que utilizaron las credenciales falsas que el propio M ancera les había entregado. La historia aburría al jefe del clan, el viejo se molestó; tenía prisa, y les exigió concentrarse en los detalles claves. Les dijo que, si no tenían nada interesante que aportar, mejor se quedaran callados y volvieran a La Casona de inmediato. El regaño surtió efecto. El Pablito ofreció disculpas por el exceso de detalles; cambió el tono y se enfocó en la verdadera razón de la llamada. El capo agudizó el sentido auditivo, pues no quería perderse un solo detalle del reporte. Los sicarios coincidieron en dos puntos claves en la indagación que don Tomás escuchó con sorpresa excesiva. Incrédulo, los nervios le generaron una sudoración fría, la rabia le disparó los niveles de tensión en la circulación sanguínea y las orejas se pigmentaron de morado a consecuencia de la concentración de tejido líquido en la cabeza. El capo exhalaba indignación, su saliva se espesó y la lengua le raspaba al hablar. Exigió un instante de silencio, quería detener el tiempo para escapar de la mortal realidad. La frustración ante las pruebas recibidas por vía telefónica le estallaba en los poros, las verdades desenterradas masacraban la fe en su equipo de trabajo. Jadeó con profundidad y expulsó el aire con indignación suprema. Tenía ganas de vomitar, y en su retorcida mente le dio forma a una venganza horrible. Con voz suave, y casi imperceptible, les giró órdenes satánicas. — ¡M uy bien, Pablito, los felicito! Dile al Chuquis que estoy satisfecho con los resultados de la averiguación. Ahora mismo me hacen un favor grande: van y me interrogan al pinche curita de mierda. ¡Quiero que le saquen toda la verdad a como dé lugar! Usen las técnicas que sean necesarias. ¡Les exijo resultados inmediatos, quiero la solución lo antes posible! Si me fallan, yo mismo los voy a reventar a los dos. ¿Estamos claros, muchachones? Ah, por cierto, les van a llegar unos refuerzos con órdenes mías bien precisas. Préstenles todo el apoyo a mis carnales y, cuando ustedes finalicen las confesiones, le dejan el trabajo sucio a los nuevos reclutas que pronto irán en camino – concluyó eufórico don Tomás. Las malas nuevas llegaban cargadas de tranquilidad; por fin la verdad salía a flote, y muy pronto se acabaría la pesadilla en el seno de su organización. El Pablito y su compañero se comprometieron a terminar el encargo con la ilusión de darle la gran sorpresa al jefe del cartel. Los dos sicarios no tuvieron oportunidad de expresarle las gracias por la confianza. Don Tomás había cortado la comunicación y, en solitario, se retorcía de la impotencia ante la dolorosa verdad. Todavía le costaba dar crédito a la información recibida. En los minutos previos a su regreso a la sala de juntas, donde le esperaba M ancera presto a mostrarle los datos de los informes de balística junto al resumen final de la investigación, se topó con uno de los encargados de custodiar La Casona. El subalterno venía corriendo, traía la lengua afuera y respiraba de manera entrecortada. El emisario se encontró cara a cara con el capo en su peor estado de furia animal. El mensajero le advirtió sobre una llamada importante desde la garita de seguridad, pero el jefe de la hermandad se desentendió y recomendó que lo resolvieran ellos. El novato no tuvo otra alternativa que desafiar la orden, y le insistió sobre la importancia del mensaje, pues habían llegado unos visitantes de sus oficinas de Chihuahua que aguardaban la orden de entrar en la propiedad. Al entender la procedencia de los forasteros, don Tomás reaccionó con ilusión en los ojos y alivio en su espíritu derrotado. Se volteó en dirección al guardia de seguridad y le arrebató la radio. El capo conversó con los custodios del portón principal, quería certificar los datos de los invitados especiales. — ¿Qué onda, muchachos? – preguntó con voz ronca. — ¡Disculpe la molestia, don Tomás! Acá en la puerta está el señor Pedro Rojas, dice que viene por un encargo suyo desde Chihuahua. ¿Qué le digo? – aclaró el encargado de proteger la puerta principal, en espera de órdenes precisas. — ¡Hágalo pasar inmediatamente! Y dígale a uno de los muchachos que lo acompañen a la cocina y le ofrezcan de comer, que en un momento estoy con él. Te exijo que nadie comente sobre la visita, y mucho menos con los pendejos que están en la sala de juntas. Quiero discreción total: nadie puede saber que Pedro Rojas llegó, en un momento lo atiendo – certificó el capo que sonreía gracias a la llegada de sus socios de las tierras del noroeste. — ¡Está bien, señor, lo que usted diga! Vienen tres personas con él, ¿las dejo entrar a todas o solo a don Pedro? – consultó el vigilante de manera ingenua. — ¡¡¡Claro, imbécil!!! ¡Que entren todos! ¡Son mis hombres de Sinaloa, cabrón; los quiero a todos en la cocina, y que me esperen, carajo! ¿Es que nadie entiende cuando hablo? – ululó con frustración don Tomás, sorprendido ante la inoperancia del empleado. El capo apagó la conversación en tono muy grosero, le devolvió el transmisor al guardián y, acto seguido, se enfiló de regreso al despacho principal donde lo esperaban con ansias, en especial el coronel M ancera. Don Tomás entró de golpe en la sala de conferencias. Por respeto al líder, cada uno de los presentes se levantó de su cómodo sillón. Sin embargo, la rabia consumía al capo impidiéndole fingir o disimular sus emociones. A quemarropa, les volvió a pedir paciencia. Les exigió a los presentes que se sentaran otra vez, y les dijo que debían disculparlo porque acababa de surgir un imprevisto de peso y debía ausentarse una media hora, cuando mucho. Le urgía resolver aquel asunto de último minuto, era una situación imposible de posponer. En compensación, les ofreció comida y bebida, lo que quisieran; incluso podían abrir su reserva privada donde resguardaba alcoholes finos o tabacos de selectas marcas. La invitación alegró a los sicarios. El Zurdo intuía que algo trágico se confabulaba a su espalda, muchas situaciones confusas, repentinas y misteriosas a la vez. Eran demasiadas fuentes informativas las que le obligaban a pensar en tragedias. Pero se ahorró palabras, no pretendía despertar sospechas de ningún tipo, si es que aún sobrevivía cierto nivel de confianza hacia él. M ancera, por su parte, trató de averiguar el tiempo de espera, pues debía acudir a una cita de trabajo en una hora. Su curiosidad fue cubierta: el capo le ofreció disculpas y le garantizó que su reunión sería breve, le pidió que esperara con calma y no se moviera del sitio. Antes de cerrar la puerta, don Tomás les ordenó a sus guardaespaldas sellar todas las salidas, nadie podía retirarse del sitio sin su aprobación, él volvería en treinta minutos como mucho. Finalizada la orden, el capo se trasladó a la cocina, deseoso por atender a sus invitados del noroeste mexicano. Apenas llegó, don Tomas abrió los brazos con sincera alegría al ver el rostro de su jefe de operaciones en toda la región de Chihuahua comprendida entre las ciudades de Sinaloa y Juárez. Ambos se abrazaron con efusividad y conversaron haciendo gala de su ancestral amistad. — ¡¿Cómo está, mi querido don Tomás?! – declamó Pedro Rojas abusando de zalamería. — ¡¡¡Pos muy bien, mi Pedrito del alma, pues acá, extrañándote!!! Ya no me visitas, cabrón, ¿le tienes fobia al Distrito Federal o tus novias no te dan permiso para venir, pinche chingón? ¡M e da mucho gusto verte, carnal! – respondió el capo lleno de cariño sincero. — ¡Pues sí, mi jefe!, es que, ¿usted sabe? a nosotros, los del interior, nos cuesta venir aquí, a la capital, porque todo es complicado en tierras chilangas. Allá en Sinaloa es mucho más tranquilo. Yo prefiero mi rancho, quedarme en la finquita, jefe. ¡Pero acá me tiene, mi señor, no más dígame pa qué le soy bueno! M ire que me dejó nervioso después de la llamada de ayer – aclaró el encargado de la merca en tierras lejanas. En su mirada afloraba un buen trozo de sorpresa y misterio. Era la primera vez que el mero mero le exigía silencio absoluto y celeridad para visitar el D. F. — ¿M e trajiste el encargo, Pedrito? – preguntó a quemarropa don Tomás. — ¡Pos claro, mi patrón! Acá les traje a mis hombres de confianza, los meros pa matar. Tal como usted me exigió, estos son los mejores asesinos de la plaza. Son tres picudos, carajo – certificó el emisario mientras le presentaba a los matones a sueldo. Dos de ellos provenían de Ciudad Juárez, y el último había nacido en tierras mixtecas. Los de las zonas fronterizas con los gringos sí demostraban aspecto satánico, sus caras se ajustaban al tradicional fenotipo del asesino despiadado, del que mata por placer sin importarle el dinero, de esos que ostentan un alma negra incluso peor que la del mismo demonio. Ambos eran regordetes y tenían la faz de pocos amigos; su ropa estaba algo sucia, no se habían afeitado desde hacía varios días y su aspecto era tosco, rudo, ruin y desaliñado. Su semblante asemejaba a los de los personajes salidos de las películas de terror: si te los encontrabas en una noche oscura, quizás un infarto fuera tu mejor premio porque, solo con verlos, ya sentías pánico. El tercero era un chico de una de las regiones más pobres del M éxico petrolero. Su apariencia confundía, distorsionaba la realidad, pues parecía no cuadrar con las funciones que desempeñaba en la obra sangrienta. De lejos se asumía que podía tratarse de un párvulo, apenas pasaba de los veinte años. De aspecto frágil, huesudo, mal alimentado, pero, aunque parezca increíble, la mayor sorpresa nacía de sus facciones, que se asemejaban a las de un niño con mirada angelical, la antítesis de cualquier asesino o de alguien vinculado al narco. En definitiva, su presencia rompía con la imagen del negocio. Don Tomás los saludó uno por uno, les extendió la mano y se presentó con respeto. Solicitó los nombres y constató la prudencia de los invitados. Ninguno miraba al capo directo a los ojos por más de dos segundos, lo que manifestaba un claro respeto por el líder. Al terminar el protocolo de presentación, el capo les recalcó a los tres sicarios la exigencia de que mantuvieran un silencio sepulcral sobre la visita advirtiéndoles que pagarían con su sangre la insolencia de abrir la boca. Los asesinos a sueldo certificaron que lo habían comprendido con un movimiento afirmativo de la cabeza y se comprometieron a mantener la discreción necesaria sin pronunciar tan siquiera un murmullo. El capo jaló a Pedro Rojas por la manga del blazer de pana color cereza con bordados blancos que lucía y lo apartó del grupo con la intención de explicarle los detalles de la misión. — ¡Oye, güey! M e gustan los dos pendejos, esos panzones de Juárez; los pinches matones tienen cara de perros de presa, parecen buenos, pero ¿de dónde carajos sacaste al escuincle ese? ¡Híjole, parece un bebé! Debe ser broma o estás loco hermano. ¡Ja, ja, ja! Te lo juro, hasta me da miedo que dispare: el pendejo se puede fracturar las manos. Dime la verdad, ¿de dónde salió ese chamaco? – indagó el capo con risa burlona. El chico con rostro de hambre no le producía ninguna sensación positiva. — ¡¡Pues créame, don Tomás!! Ese flacuchento, tímido y, con careta de escuincle, el muy chingón, tiene malas pulgas, es de armas tomar y, la neta, es un matón de los mejores. Con su aspecto de angelito, pasa desapercibido, cualquiera se confía y le abre el corazón. El muy desgraciado dispara a dos manos y asesina que da miedo, tiene una puntería de lo más picuda. No le tiembla el pulso y aniquila a quien se le cruce. Yo le juro, don Tomás, que ese infeliz es mucho mejor que los otros dos juntos; usted solo diga rana, y él salta. De corazón, hermano, es de lo mejor que he descubierto. Hace dos años se convirtió en mi sicario de confianza, por eso lo traje. El capo observó en el chico de aspecto enclenque un peculiar detalle, cierta duda mística que no podía interpretar. El joven le producía desconfianza, incluso quizás un temor supersticioso; sin embargo, creía de manera ciega, en el buen ojo de Pedro Rojas. No en vano, resultó su mejor hombre en el comercio de coca en la frontera entre M éxico y Estados Unidos. En los últimos seis años no le había fallado ni una sola vez, y su empresa había crecido de forma exponencial. Además, fue el cerebro encargado de abrir las operaciones con Europa. A fin de cuentas, don Tomás no tenía que hacer el trabajo sucio, eso era menester de sus visitantes, y no le importaba la forma en que Pedro matara las pulgas: era problema de él. — ¡Bueno, Pedrito, si tú lo dices, confío en ti! El capo cerró el tema de la duda con una palmada en el pecho de su hombre fuerte en tierras de Chihuahua. — No se preocupe, mi patrón, yo me responsabilizo de todo, es mi palabra. Usted no más dígame qué debo hacer, y listo, delo por hecho. A ver, ¿cuál es el encargo tan especial y secreto? Soy todo oídos – consultó el sinaloense con intriga poco disimulada. — ¡Bueno, mi carnal, ya te la suelto! Antes que nada, todo lo que hablemos sabes que es secreto, nadie debe enterarse de tu visita ni de quién te acompaña. Y si tienes que dispararle a cualquier curioso, te doy permiso, y mátalo si te apetece, sea quien sea de la hermandad. Segundo, parece que existen claros indicios de que tenemos uno o varios traidores en el clan. Estoy a punto de resolver el temita, por eso te llamé con tanto desespero – aclaró don Tomás rascándose la barbilla. — ¡¡¡Híjole, mi patrón!!! ¡¡Eso sí es delicado!! ¿Y ya sabemos quiénes son los chivatos hijos de las mil putas? Si me autoriza, me los reviento enseguida – Pedro Rojas comprometió su palabra. Estaba muy molesto con la situación. — Estamos en eso, Pedrito. Hay sospechas, aún no tengo todas las pruebas en mis manos, aunque estoy segurísimo de que en las próximas tres horas ya se sabrá la purita verdad. M ancera trajo los expedientes de las autoridades y, por su lado, el Pablito con el Chuquis averiguaron cosas muy importantes. Es cuestión de astucia, tiempo y un poco de paciencia – declaró el capo con solemnidad. — ¡Perfecto, patroncito! Dígame ¿qué puedo hacer por usted? – insistió Pedro Rojas. — En unos minutos te vas con tus hombres a la antigua iglesia de San Judas, la que está empezando la zona norte en la vía a Toluca, acá tienes la dirección exacta. Allí, en la capilla te esperan el Pablito y el Chuquis. ¿Te acuerdas de ellos, cierto? – explicó don Tomás despejando dudas con relación a la ubicación del sitio y sobre el apoyo de su gente, mientras le extendía la mano derecha con un papel azulado donde aparecía escrita la dirección exacta. — ¡¡Sí, claro, mi señor!! M e acuerdo muy bien de los compañeros. Ellos son de los buenos, de los confiables. — ¡Perfecto! Ellos tienen mis órdenes bien claras… Tú vas y les das apoyo. Deben seguir el plan al pie de la letra y, al amanecer, yo les caigo allí para que terminemos la misión antes del mediodía. Después les pagas a tus tres sicarios, y que se tomen vacaciones una semana. Pero te ruego que no estés en la iglesia cuando yo llegué en la mañana, por ahora no deseo que el resto de mis muchachos sepa de tu participación en este trabajo – exigió don Tomás con extrema claridad. — ¡Ah, pero es muy fácil, patrón! Claro que lo haremos ahorita mismo. Una sola duda, señor, ¿por qué nosotros? ¿Son muchos los involucrados con la traición acá en la capital? Es un honor su confianza en tan delicado encargo, pero le confieso mi sorpresa, pues me nació la curiosidad, y si puede facilitarme otros detalles, eso me ayudaría a evitar sorpresas – consultó el encargado de ejecutar la fase inicial de la despiadada venganza del capo. — ¡Esa te va, Pedrito! No sé cuántos están metidos en el lío, pero no confío en nadie, y prefiero llamar a mi gente de otros estados: eso me ayuda a evitar sospechas y, sobre todo, a no alertar a los condenados que morirán mañana bien temprano. Cuanto menos se sepa, mucho mejor, mi pinche Pedrito – puntualizó el jefe. — ¡Listo, patrón! No se hable más, voy saliendo con mis guaruras. — ¡M uy bien, Pedrito! M uchas gracias por el favor. En la entrada está mi chófer, él te puede aclarar mejor sobre la ruta. Te doy el número del celular de Pablito: llámalo cuando estén llegando. No me falles, mira que es delicado el tema. El capo finalizó la entrevista. Se despidió de los sicarios con cara siniestra, y al chico con rostro de ángel lo saludó con respeto, su presencia lo incomodaba demasiado. Un extraño rayo de luz le transmitió un presagio funesto. Por un instante lo sacudió cierto escalofrió al rozar las manos del flacucho personaje. Don Tomás pensó que se había generado algún tipo de extraña energía. Era muy obvio: no había química con él. Quizás la cantidad de muertes que traía el pobre muchacho a sus espaldas le causaba algo de terror al capo. Al concluir la tertulia, el líder se sirvió un vaso lleno de agua fría. Los nervios le habían deshidratado la garganta. Abandonó el envase sobre la mesa de la cocina y volvió a retomar sus obligaciones en el estudio donde le esperaban los demás compañeros. Don Tomás entró a la reunión con semblante reposado. A medida que pasaban los minutos, recuperaba la confianza y la tranquilidad, ya podía contemplar el rompecabezas con la tercera parte de las piezas colocadas en su sitio. A buen seguro, antes del mediodía próximo ya tendría resuelto el misterio al precio que fuese necesario. En el interior de la sala de juntas, el capo se concentró de manera exclusiva en M ancera, porque estaba ansioso de escuchar el informe final del sabueso. Antes de empezar la conversación con el coronel corrupto, la cabeza del clan dio órdenes a sus empleados solicitando estricta privacidad, y los obligó a salir de la amplia oficina. Les dijo que podían esperar en el jardín. Los miembros del clan se levantaron dispuestos a cumplir los deseos del capo, menos el Zurdo, que esperaba formar parte del comité informativo. Pero su sorpresa fue mayúscula cuando su jefe le exigió salir de la sala. Fernando M iralles percibió aquella actitud como una clara señal, y se sintió cercado cuando supo que tampoco a él iban a facilitarle información alguna. No se vislumbraba solución posible, acatar la orden representaba una necesidad perentoria. Frustrado y con parsimonia, se despegó de la silla y salió con los demás. Tenía un semblante de sorpresa, duda y resignación. Presentía a la muerte como amiga. En privado, con absoluta confidencialidad, M ancera abrió su portafolio de cuero rústico, uno de esos que asignaba la comandancia para premiar la labor de los policías que cumplían veinte años de servicio. El coronel retiró un sobre de color azul sellado con cinta adhesiva impresa con el logo y los emblemas del M inisterio de Interior y Justicia, lo colocó en la mesa deslizándolo hacia la esquina donde se había sentado don Tomás. Antes de abrirlo, le explicó al capo un breve resumen de lo que encontraría en el envoltorio policial. El jefe de la banda se acodó en el escritorio para sostener la cabeza con las manos y comenzó a leer con mucha atención. Su mirada simulaba estar ausente, perdida, aunque la concentración mental era absoluta. No se le escapaba un solo detalle de cada palabra, frase o descripción científica que exponía el documento redactado por especialistas policiales y forenses. Las pruebas eran concluyentes. Ya no había dudas, el misterio fue develado por completo; tal vez el detalle que faltaba era determinar los motivos, pero al fin se convenció, se resignó ante la luz de las noticias. Explotaba en cólera, pero debía mantener la compostura, pues resultaba peligroso alertar a los implicados. Necesitaba descubrir quiénes eran los cómplices de aquella locura sangrienta y sin sentido. Don Tomás se apartó de la mesa luego de escuchar la exposición descriptiva del coronel. No pronunció vocablo alguno y, durante tres minutos exactos, recorrió la sala de esquina a esquina en varias direcciones. El capo pensaba, analizaba y emitía sonidos guturales imperceptibles a los oídos del poli. Por momentos, se negaba a creer lo que estaba leyendo, pero las pruebas eran irrefutables. No obstante, don Tomás maquinaba un plan final, pero antes necesitaba encontrar una justificación de peso o una razón valedera que explicara por qué los traidores habían sacrificado su vida de manera tan estúpida. Antes de culminar la reunión, don Tomás miró con fijeza al informador y le lanzó una interrogante final. — ¿Estás seguro de todo lo que me dices, M ancera? ¿Lo juras por tu vida? – cuestionó con rabia porque aún no salía de su asombro. — ¡Cien por cien, mi señor! Hice lo imposible para conseguir los archivos. Las pruebas son evidentes, claras e inequívocas. No hay dudas, las muestras de sangre concuerdan, igual que las balas; todo encaja. M e falta conocer los detalles del interrogatorio a los testigos en el vecindario donde apareció la furgoneta, aunque en pocas horas me los envían. Alguien tuvo que ver algo… pero los datos de la mujer y la niña son ciertos y fiables en toda su magnitud. Lo siento mucho, mi amigo – certificó con autoridad el soplón que portaba uniforme de policía. — ¡¡¡No, tranquilo, M ancera!!! No te preocupes por el cadáver del Braulio, esa averiguación la hice por mi lado y, debo admitir, mi querido poli, que también concuerda con tus verdades. Una última cosa antes de que te retires, ¿crees que el pinche traidor posee aliados en mi organización, en la DEA o en la Policía Federal? ¿Piensas que alguien más podría estar implicado? – consultó el capo con marcadas sospechas. — ¡Don Tomás! Esas preguntas no puedo responderlas sin pruebas contundentes. En mi humilde opinión, puede ser que sí tenga algún aliado en su equipo. Yo que usted me cuidaría, pues dudo de que el infeliz trabaje en solitario. Pero con respecto a la DEA o a los Federales tengo mis interrogantes, no creo que los haya contactado. M ejor deme unos días y haré un esfuerzo por desenmascararlo con mis informantes: es la única manera certera de poder saberlo – enfatizó con propiedad el coronel, satisfecho por el logro alcanzado, un triunfo que sería retribuido con una grasosa fortuna en billetes verdes, de los que valen a nivel mundial y pueden comprar la moral de los débiles. — M uchas gracias por la información, M ancera. M i administrador se encargará del pago a sus valiosos servicios. Le pido discreción. Ahora aléjese de La Casona por un buen tiempo, yo le llamo si lo necesito, y lo que usted averigüe de forma adicional, me lo cuenta por teléfono. No lo quiero cerca de mí; distanciémonos hasta que las aguas vuelvan a su curso. M uchas gracias – concluyó don Tomás despidiéndose de su soplón. Cuando el coronel de la Policía Federal salió de La Casona, el capo reanudó la cita con sus hombres en la sala de juntas. Con educación, y empleando un lenguaje pausado, don Tomás les dio a entender que hablaba con M ancera de otros puntos; entre ellos, la posibilidad de crear un nuevo plan con el fin de acabar con la vida del juez M uñoz. La estúpida excusa sonaba fuera de contexto, porque otros sucesos de mayor importancia habían ocurrido en el seno de la hermandad: tan solo en setenta y dos horas habían muerto cinco miembros del clan y, por ello, los presentes consideraban que los planes deberían ser otros. Aun así, el jefe era quien tenía la última palabra, que utilizó para darles una última orden esa noche: la banda en pleno debía dormir en La Casona porque, al amanecer, se reunirían de nuevo, y el líder los necesitaba cerca. Las órdenes en el narco se respetan o te mueres. Y con evidente respeto, ninguno objetó el comunicado dictatorial, cada uno se levantó decidido a buscar una buena habitación donde pasar la noche de la manera más cómoda posible. Don Tomás se acercó a su hombre de confianza, a quien no le permitió despedirse, y le habló en voz baja, observándolo con intensidad a los ojos. — ¡Tenías razón, Zurdo! Tus análisis eran ciertos, M ancera me lo corroboró. Te felicito, vamos a celebrarlo juntos. El subordinado se sentía reticente a las amables palabras del capo, y aunque en cualquier otra circunstancia, en su corazón, el miedo a morir hubiera crecido a velocidades inusuales, ahora ya no temía por su vida. Fernando M iralles solo sufría ante la posibilidad de que la niña y el cura pagaran por lo que había hecho. Su fe aparentaba un tanto desilusionada. Por un lado, creía poder salvarlos aunque, con suma tristeza, en el fondo presentía que los tres habían sido condenados por su culpa. El rostro del capo, unido al misterio que había envuelto las tres conversaciones simultaneas, asesinaban sus esperanzas. Un suspiro mortal lo aterraba, lo acusaba, y todo parecía indicar que al salir el sol él y sus protegidos se convertirían en polvo húmedo y que jamás se podrían encontrar sus cuerpos. No era impensable, que los disolverían en ácido o, con suerte, los enterrarían en una fosa común, sin lápida, sin recuerdos. El Zurdo contempló los ojos del capo y de inmediato, descubrió la presencia de la muerte, que, juguetona, los abrazó a ambos uniendo sus destinos en un mar de sangre y dolor. Capítulo 16. El secreto de confesión México D. F., a las 9:15 h de la mañana del día siguiente. Terminada la conversación privada entre don Tomás y el coronel M ancera la noche anterior, el Zurdo estaba seguro de la aparición de nuevos indicios en su contra, sospechó que la verdad ya no se ataviaba de misterio. Pasó la noche en vela en una recámara de La Casona, tal como ordenó el capo. Durante las largas horas de insomnio, intentó desarrollar setenta planes de fuga y, paradójicamente, fracasó cien veces. Convalecía de una herida en el hombro izquierdo. Habían redoblado la vigilancia en las esquinas de la guarida, y una treintena de guaruras armados hasta los dientes, tenían la orden de disparar a cualquiera que intentara salir del recinto sin salvoconducto. No poseía libertad para llamar por teléfono sin que lo espiaran y, para colmo de males, a causa de sus nervios, había quedado desarmado, sin poder de fuego. Solo contaba con un bisturí que le había sobrado después de matar a los dos hombres del capo en la casa donde vivía Claudia Rebeca Peralta. El olvido de su Smith & Wesson calibre punto cuarenta había reducido las posibilidades de defensa. Resultaba absurdo intentar salir de la cueva del mal. Necesitaría de al menos cuatro soldados de confianza y bien apertrechados, capaces de neutralizar la reacción de los custodios. Las eternas horas que esperó a que el sol despertara las dedicó a idealizar posibles milagros, pero el inconveniente fundamental recaía en descifrar los pormenores de la verdad expuesta por el coronel a su mentor. Un contundente detalle irradiaba peligrosa claridad, pues la presencia de un traidor ya había dejado de ser una suposición y, a lo mejor, los sicarios no actuaban porque necesitaban medir el radio expansivo de la traición y definir cuántos Judas se involucraban en el impensable desafío; pero, a la vez, el Zurdo seguía guardando un endeble as bajo la manga, aunque utilizarlo ahora parecía un sueño. Las próximas acciones debían orientarse a crear sospechas sobre una posible confabulación en la que estuviesen implicados varios sicarios aparte de él. Si el milagro se alimentaba de las sospechas presentes en la mentalidad asesina de don Tomás, y lograba convencerlo del peligro derivado de no tener la certeza del número de fantasmas y de no saber qué represalias podrían generarse contra su organización, la conjura desconocida podía ser un escudo momentáneo, un débil argumento capaz de darle un ligero respiro al Zurdo, aunque no muy largo. Amparado en esa exclusiva y anémica fortaleza, discurría el argumento mañanero que pretendía indagar detalles sobre el reporte del militar para desmenuzarlo e intentar producir intrigas adicionales en la supersticiosa y quebradiza mente de su jefe. Pero la esperanza era demasiado frágil, y no importaba el abuso en cálculos y estratagemas; los planes quizás no sirvieran de nada, pues la suerte macabra ya estaba escrita con mucha tinta roja. Por más que el sicario se esforzaba, no hallaba nuevos caminos. En pocas horas la Pelona recogería muchos cadáveres. Suficientes demonios pecadores se irían de paseo con un óbolo bajo la lengua si no deseaban que sus almas vagasen por cien años. A las nueve y quince de la mañana tocaron con fuerza la puerta de la habitación del Zurdo. El ruido aturdió al cansado matón, parecía que la jornada de sangre arrancaba bien temprano. El herido se incorporó con esfuerzo y dificultad del cheslón de tela rústica de saco donde había reposado un par de horas. El dolor de la herida se mantenía en reposo y los músculos seguían adormecidos, y con algo de flacidez. Las dosis recurrentes de cocaína paliaban la sensación punzante de la lesión cutánea mal cicatrizada; el detalle favorable en la evolución del paciente indicaba que la hemorragia se había controlado gracias al poco esfuerzo realizado durante el resto del día tras el asesinato de los dos hombres en la colonia Condesa. El sentenciado abrió la puerta, y su asombro fue mayúsculo al percatarse de que el propio don Tomás se hallaba al otro lado del pasillo escoltado por dos guardias de seguridad armados con fusiles de asalto AK 47. La mente del Zurdo voló, y lo primero que asumió fue la contingencia de morir asesinado en el dormitorio después de un interrogatorio salvaje y doloroso. Su piel se erizó, y oró sin pronunciar palabra, implorando en silencio una sola oportunidad de vivir que fuera al menos suficiente para salvar a la niña y al párroco quienes, bajo su responsabilidad, se aproximaban a las puertas custodiadas por San Pedro. El capo entró con solvencia y les pidió a sus hombres cerrar la puerta, necesitaba privacidad con el sentenciado. En la mano derecha sostenía una Pietro Beretta 92f Cougar plateada y grotescamente ornamentada. Abusando de una opulencia exagerada, el arma tenía el mango cubierto de diamantes y decenas de piedras preciosas multicolores. Era su arma favorita; según él, la más precisa e ideal a la hora de reventar cabezas enemigas. La manipulaba con notoria provocación cada vez que le hablaba al Zurdo aunque, de modo curioso, no transmitía la impresión de amedrentamiento; más bien, el líder del cartel se comportaba eufórico ante las novedades recibidas. Don Tomás compartió la alegría con su sicario favorito, le excitaba el viaje que debían emprender en media hora. El capo se sentó en un puff triangular de diseño art déco tapizado en cuero repujado y coloreado en tonos azules, que era utilizado como soporte y descanso de los pies. Le propuso al Zurdo que se sentara paralelo a él, en una butaca Luis XV que contrastaba con el diminuto mueble decorativo donde se había ubicado don Tomás. El sicario aceptó la exigencia, no podía rechazarla, aunque le parecía demasiada casualidad que hubieran pasado muchas lunas desde la última vez que pudo disfrutar de aquella actitud tan amigable, sonriente y jocosa del líder del clan. El detalle diferente surgía del manejo del arma. Cuando todos estaban sentados, casi rozando las cabezas, el capo cogió por el cuello a su hijo putativo, y con cierta fuerza lo acercó a su boca quedando muy próximo del oído para compartirle los motivos de felicidad y celebración. Con voz suave, casi imperceptible, como deseando protegerse de oyentes peligrosos le dijo: — ¡¡¡Pinche Zurdo!!! ¡Eres un maestro, ya tenemos descubierto al traidor! Tenías razón, ese maldito está entre nosotros, y era de los buenos. Necesito tu colaboración ahora mismo; ya lo tenemos detenido, y el muy puto nos va a contar la neta en unas horas. ¡Después de que suelte la sopa, te lo cargas! Tú lo revientas y me lo mandas bien lejos, bien profundo, donde se pudren los perros traidores – comentó don Tomás con evidente actitud revanchista. Su compañero de charla frunció el ceño expresando sorpresa. No podía creer la versión del capo. Aunque cabía la muy lejana posibilidad de otorgarle el beneficio de la duda, tal vez hubo alguna mala interpretación de los hechos debido a la poca astucia de M ancera. En el pasado reciente, el coronel había sido un sabueso algo mediocre, y por esa razón nunca ocupó puestos importantes en la Policía Federal. El Zurdo disfrazó la suspicaz interpretación de las palabras del capo y decidió continuar con la farsa. O, quizás se trataba de algún posible milagro sin explicación. A pesar de estar repleto de inquietudes, debía comportarse como un actor consumado y seguirle la corriente. — ¡Se lo dije, jefe! Era evidente que alguien nos vendió. Dígame, ¿quién es el hijo de puta? ¿Qué le dijo M ancera? – preguntó el Zurdo con asombro, a la vez que planificaba excusas. — ¡¡¡No, carnal!!! ¡Calma, paciencia, todo a su tiempo! Por ahora te vienes conmigo. Ya mismo salimos a interrogar al desgraciado. ¡Esa película no me la pierdo! Primero, yo le voy a reventar los ojos antes de que tú lo mates. Vamos, arréglate, salimos en diez minutos. ¡Ah, por cierto, te ordeno que no comentes nada con el resto de los guaruras! – exigió don Tomás con autoridad amigable. El sicario no entendía nada, la farsa le olía mal, y no confiaba en que la suerte hubiera sido la responsable de aquella redención tan repentina y sin explicación lógica. El jefe mintió a medias. Se esforzó, pero no convenció, aunque, de manera lamentable, no cabían otras posibilidades. Había que obedecer las órdenes. Se ajustó la camisa dentro del pantalón y se apretó el cinturón mientras se dirigía a cepillarse los dientes antes de salir para ejecutar la que él sabía que era una absurda operación de venganza. Afuera del cuarto, le esperaban el capo, el Sarna y el Rodillas, los enemigos no declarados que envidiaban su poder en secreto. Ninguno portaba armas largas. Un dato curioso. Tan solo llevaban sus respectivas pistolas automáticas bien disimuladas en la cintura del pantalón, armamento básico con suficiente poder de fuego para un ataque simple que no prevé reacción enemiga. Los cuatro subieron a una Chevrolet Suburban blanca con blindaje pesado. La escena parecía sencilla, amigable pero muy contradictoria, algo estúpida, simple e increíble. Aunque, de vez en cuando, el Zurdo creía en milagros. En el asiento trasero se sentó don Tomás acompañado del Zurdo, tal como mandaba el respeto a la tradición jerárquica. Apenas arrancó la camioneta y cruzó la puerta de seguridad de La Casona, el capo le dio nuevas instrucciones al Sarna. De forma expresa autorizó que le entregaran la pistola bañada en oro a su hombre de confianza, quien, producto de los nervios, la había dejado olvidada en el despacho el día anterior. El gesto impresionó a Fernando M iralles por partida doble, parecía un buen síntoma que le devolvieran su herramienta de trabajo. Aquella orden podía interpretarse como una señal de confianza, pero el exceso de calma sumado a la evidente sobreactuación de los tres compañeros de viaje reforzaban las preocupaciones del Zurdo, quien, de forma discreta, deslizó el carril de la pistola hacia atrás intentando certificar la presencia de balas. No podía expulsar el peine, pues evidenciaría su incredulidad, y esa actitud defensiva podría ser interpretada en su contra, pero, al montar la pistola, alcanzó a observar, sin suficiente precisión, que sí había munición dentro de la recámara. Una bala dorada cruzó en dirección al disparador. Aunque ya tenía el arma en sus manos, lo aterraba la sobredosis de normalidad, pues algunos indicadores hubieran podido desencajar al mejor psicólogo, dado el alto grado de incongruencia que presentaban. Los años que llevaba en el narco le habían enseñado a desconfiar hasta de su sombra; sin embargo, esta vez debía reconocer que la puesta en escena del capo y sus guaruras o era muy real o estaban graduándose para actores en Televisa. Fernando M iralles volvió a insistir. Preguntó cuál era la ruta del vehículo, adónde se dirigían y quién era el traidor, pero don Tomás se limitaba a demandar paciencia y enfatizaba que ya se había resuelto el misterio y, en pocas horas, la pesadilla se esfumaría. No hubo mapa de ruta. El Rodillas, que era el responsable de conducir el vehículo 4x4, conocía el camino a la perfección, y llegarían al sitio en menos de cuarenta minutos. Al poco tiempo, subieron a Reforma en dirección norte, buscando la salida que comunica Santa Fe camino a Toluca. El Zurdo agudizó el sentido visual y descubrió la primera casualidad funesta: la camioneta iba por el mismo recorrido que llevaba a la residencia del Juez. Los nervios comenzaron a traicionarlo: ¿qué tenía que ver el traidor con la extraña dirección? Las dudas y las conjeturas revoloteaban en la cabeza del herido, que insistió en preguntar, pero otra vez quedó sin respuestas claras. Recorrieron unos quince kilómetros, hasta que la camioneta tomó un desvío que atravesaba una zona humilde para acortar camino. Poco a poco fue reduciéndose la distancia. El pasajero, embargado por temores razonables, pronto descubriría el misterio: estaban a punto de llegar al lugar de donde él había logrado escapar con vida después del fallido atentado. Los cuatro miembros de la hermandad se aproximaban al sitio donde quedó abandonada la Dodge Van. El destino final terminaba en la antigua iglesia de San Judas Tadeo, al costado de la carretera de Las Lomas. El Zurdo sudaba frío, pues los nervios, la resignación y el miedo a morir le estaban jugando una mala pasada. De la tensión muscular, se entreabrían los puntos de sutura. El efecto del estimulante artificial en dosis de polvo blanco había cesado hacía rato, y, a paso lento, la adrenalina lo descomponía; su circulación aceleraba el ritmo, el hígado trabajaba a mayor velocidad y el estrés irrigaba dosis de mortal ansiedad. Fernando M iralles sentía el final muy cerca. Era un decreto, una capitulación forzada. Seguro que ya habían capturado al padre M anuel García Porras, y tal vez la chiquilla también estuviera en poder de los asesinos. Las sospechas se corroboraron. La camioneta blindada se detuvo al frente del portal de la antigua iglesia del santo de los imposibles. La incertidumbre lo dominaba. ¿Cuál era la razón específica de haber ido al misterioso lugar donde él había acabado con la vida de un compañero de armas? El sicario preguntó con voz entrecortada. Existía un cortocircuito en su memoria visual que se reflejaba en cada una de sus palabras o frases. Su confundida mente se trasladaba al jueves anterior. Presentía el rostro de la pequeña manchado de sangre y con ojos llorosos que imploraban clemencia. La terrorífica visión le generó angustia. Entonces pensó en desenfundar su arma y acabar con aquella pesadilla emocional, pero no tuvo opción, se había demorado en la acción, y ya los tres compañeros se estaban bajando del vehículo: era imposible liquidarlos a los tres de un solo disparo; además necesitaba conocer la suerte final de su pequeño angelito con rostro de niña. El Zurdo se la jugó por enésima vez en las últimas horas y decidió seguir personificando el papel de sicario sorprendido. Subió las cortas escaleras que separaban la puerta principal de la iglesia de la calzada peatonal a la vez que meditaba sus próximos movimientos. Se concentró en su pistola, su única posibilidad de reacción inmediata, el amuleto idóneo, el protector de la vida de sus amigos. El tiempo jugaba en contra del herido, escaseaban las opciones. Solo le quedaba entrar en la casa de Dios, contar el número de objetivos que dar de baja y, si la suerte bendecía sus disparos, rescataría al párroco con la princesita en los próximos minutos (si es que no habían muerto), una visión un tanto desquiciada teniendo en cuenta su estado de salud, pero, de manera inexplicable, su fe todavía respiraba con algo de fuerza. Al encontrarse los cuatro en el portal principal de la capilla, el Rodillas golpeó con fuerza la pesada obra de arte que bloqueaba el acceso a lugar de oración. La puerta tenía una historia de al menos trescientos años; fue labrada con finos relieves al mejor estilo de la Escuela Sevillana, emulando a los maestros diseñadores de la catedral donde reposan los restos de Cristóbal Colón. Después de varios intentos, la pesada estructura se abrió con cierta dificultad, las antiguas y oxidadas bisagras crujieron por el movimiento giratorio sobre los pernos. Al otro lado del portal emergió la figura de un hombre de contextura gruesa con cara de naco asesino. Su rostro estaba plagado de facciones siniestras muy marcadas, la típica expresión facial de los bandoleros de Sinaloa. El extraño personajillo exponía una marca en forma de circunferencia en el cachete izquierdo, con toda seguridad, era una herencia del impacto de algún cartucho o tal vez de la hoja de un filoso cuchillo que le hubiera atravesado la carne en alguna refriega. El impresentable era uno de los sicarios que la noche anterior acompañaba a Pedro Rojas en la reunión privada con el capo. El gordinflón con alma de asesino rancio saludó con respeto a don Tomás y bajó la cabeza al ver sus ojos. El portero les permitió el acceso a los cuatro visitantes. El Zurdo no conocía al extraño invitado de la iglesia, pero con suma facilidad interpretó que podía tratarse de algún matón que estuviera al servicio de la organización, tal vez contratado en tierras de Ciudad Juárez. En el interior de la iglesia no había fieles. Los miembros del cartel habían tomado la edificación desde la madrugada. Con la mirada despierta, Fernando M iralles revisó el amplio espacio del interior de la capilla y contó el número de columnas que separaban los pasillos de los asientos hasta el altar mayor. Necesitaba establecer un perímetro de combate. También midió las distancias entre los cinco huéspedes, que por ahora, ocupaban el campo de guerra. De repente, de la sacristía aparecieron dos figuras humanas que fueron cobrando vida a medida que se alejaban del oscuro pasillo lateral ubicado a la derecha del Cristo Redentor, que divisaba el púlpito desde lo alto. La mirada del condenado trató de identificarlos, pero no eran rostros conocidos. Los nuevos invitados despertaban un miedo absoluto. Eran dos cuerpos antagónicos: uno rechoncho, muy parecido al de la entrada, y con semblante de pocos amigos y muchas muertes encima; su aspecto encajaba con el de los asesinos que disfrutan torturando y matando a sangre fría. El segundo disimulaba muy bien su amplio prontuario criminal: era un chico joven de escasa complexión esquelética, emanaba una mirada musculatura, más bien famélico; de su destacaban dos tímidos ojos de donde angelical, que podía seducir al más desconfiado; sin embargo, las dos Glock de calibre 45 que colgaban a ambos lados de su cintura daban a entender su verdadera capacidad de matar, y en todo caso, no puesta al servicio del bien. Por algún extraño sortilegio, los ojos tristes del flacucho brillaron con perversa intención reflejando maldad, resentimiento y odio aunque, de manera incongruente, también proyectaban vida. Era una especie de dicotomía o bendita casualidad. Del impacto visual, el Zurdo padeció un escalofrío. Esa mirada confusa le sacudió el alma, lo asfixió por unos segundos. Aquellos perversos ojazos denotaban con propiedad el poder de la muerte, pero enmarcado en un rostro de ángel aún no caído, y quizás con aspiraciones de salvación, una rara combinación que solo los sentenciados a muerte pueden entender. Verdugo y condenado sintieron el mismo efecto. El infierno los presentaba y los ponía a prueba. El Zurdo se vio rodeado por seis almas negras. Los presentes deambulaban en direcciones poco claras y entrecruzándose, y resultaba imposible enfrentarse a ellos con una sola pistola. Los seis criminales no permanecían en actitud estática por más de tres segundos, se movían con pasos cortos tratando de ubicarse en ángulos estratégicos para cubrir un área bastante amplia y crear así un radio de acción seguro. Bajo esas condiciones, calcular el tiempo de que dispondría para liquidarlos o buscar el mejor momento de ataque resultaba muy descerebrado. A pesar del peligro real, la idea de enfrentarse a varios hombres armados y con elevadas ganas de asesinar era la única alternativa que Dios le ofrecía al sicario vengador, o quizás lo estuviera sometiendo a una prueba de fe. Intentando mejorar su posición de combate, Fernando M iralles se aproximó a don Tomás al punto de casi chocarle el hombro izquierdo con la mano herida. La desesperada intentona lograba cumplir un par de propósitos: primero, utilizar al capo como escudo móvil le permitía cubrir un gran ángulo de tiro, ya que, sin discusión, los sicarios se lo pensarían tres veces antes de realizar ningún disparo porque existía alto riesgo de herir al líder del clan; a su vez, la mano derecha del Zurdo, la que estaba sana, obtenía total libertad de acción en el momento de disparar contra los verdugos pues, si él se giraba sobre su mismo pie, podría atacar en círculo disparando de izquierda a derecha al instante de desenfundar, y seguiría protegido por la humanidad del capo. Tener al jefe en su territorio reducía las posibilidades de sus enemigos y aumentaba el escaso porcentaje de éxito. Las predicciones del Zurdo eran sueños intangibles, aunque, lo motivaban; la fe en su disminuido instinto asesino unida al maravilloso poder de Dios. M ientras él ideaba su plan, don Tomás manifestó instrucciones con la mano. El flacucho y uno de los sicarios desconocidos fueron a esconderse en la sacristía y los otros matones se ubicaron cuatro puestos detrás del Zurdo y el capo, que se sentaron en los bancos centrales de la iglesia. Con esa orden repentina, el mundo se venía abajo para Fernando M iralles, a quien le tocaba recalcular la estrategia de ataque porque, a raíz de las nuevas posiciones, el Zurdo ya no podía usar como escudo al mero líder de la banda. En un instante, desesperado por ganar tiempo, el herido pretendió distraer al jefe, intentando extraerle información antes de dar comienzo a su mortífero ataque. — ¡Óigame, patrón! ¿Quiénes son esos hombres? Es la primera vez que los veo – advirtió el Zurdo con mirada nerviosa. — ¡Tranquilo, mi Zurdo! Son unos muchachos que me recomendó Pedro Rojas, allá en Sinaloa. Dice que son los mejores tiradores que tiene – aclaró don Tomás empleando una voz burlona que trataba de intimidar a su compañero de charla. — ¿Y cómo pa qué los trajo? ¿No tenemos suficientes matones de confianza por acá en el D. F. ? Los nuestros son muy buenos – recalcó Fernando M iralles cuestionando la decisión. — Pues sí, pero, como te comenté, ya sabemos quién es el soplón, y no me fío de nadie. Además, estos perros están listos para dar de baja a los posibles socios del pinche traidor. Usándolos a ellos no quedan remordimientos a la hora de matar a los excuates confundidos. Total, ellos no los conocen, y les importa un carajo matar a quien sea: de eso viven – festejó el capo ante la reacción de su contertulio. — ¡M e parece buena estrategia, don Tomás! Lo felicito, pensó en todos los detalles. Ahora suelte la sopa y dígame la neta, ¿qué averiguó con M ancera? ¿Quién es el traidor? – preguntó el Zurdo con evidente interés. Su jefe lo complació. — ¡Pues fíjate que el M ancerita resultó ser muy útil! En nuestra conversación de anoche me abrió los ojos. Con tantos detalles que me facilitó, creo que ya tenemos el motivo de la estúpida traición. ¡¡¡Pues ahí te va la primera bomba!!! ¿Sabes quién es Patricia Peralta? – interrogó el viejo zorro a la vez que clavaba su mirada diabólica en los ojos de su sicario. La pregunta no inmutó al Zurdo porque su actuación demandaba frialdad, y apostó a luchar por un milagro. Su respuesta fue tan opaca que molestó al líder del cartel. — ¡Pues no, patrón! No me dice nada ese nombre – aclaró Fernando M iralles con inocencia y la mirada seca, seria, sin titubear. La actuación logró irritar a don Tomás por unos segundos. ¿Cómo era posible que se hiciera el tonto ante ese dato tan especial? De todos modos, le siguió la corriente. — Es el nombre de la hija de la profesora de piano que murió en casa del juez. Pero lo mejor del cuento es que ya ubicamos a la niña – la afirmación heló la sangre del Zurdo, que, a la fuerza, evitó ser delatado mordiéndose la lengua tan fuerte que la sangre empezó a escabullirse en el interior de su boca. De todos modos, estaba obligado a minimizar el nivel de nerviosismo, ya que cualquier mal movimiento podría acelerar el final. Tragó saliva amarga con algún rastro de mucosidad nasal que le había provocado la gran cantidad de coca que había inhalado. Recapacitó, recuperó la conciencia y, con discreción, fue moviendo la mano derecha en busca de su pistola, la sintió con el dedo medio y la acarició con fino tacto hasta sentir el mango en la palma de la mano. Don Tomás se percató de la intención defensiva, pero no se esforzó en detenerlo. Ya el destino no podía variar, el capo mandaba y controlaba la vida o la muerte de los presentes en la capilla. Fernando M iralles se cargó de valor, estaba listo para atacar. Si la princesita moría, el viejo la acompañaría en el viaje. Si habían descubierto a la pequeña, lo demás sobraba, y la vida del sicario ya no tenía sentido. — ¡Ah, caramba, qué buena noticia! ¿Y dónde dice M ancera que esta la niña? – curioseó con actitud seria. — ¡¡No, carnal, nada que ver!! El coronel no me dijo el paradero de la pequeña. Eso lo descubrimos gracias a otra fuente que luego te explico. Lo importante del poli, es que me reveló el reporte de balística con el expediente del caso. Fíjate los puntos curiosos del pinche informe. En la casa del juez solo se reportaron disparos de tres armas. Una bala calibre 45 que salió del revólver Colt de colección que el juez guardaba en su escritorio. Con seguridad, fue accionada por la profesora de piano; sí, la tal Claudia Rebeca Peralta disparó esa puta pistola tal y como mencionaste desde el primer momento. Y en definitiva, fue una sola bala, y pensamos que es la misma que te atravesó el hombro izquierdo; pero también se reporta otra arma que coincide con una M agnum 44, y esa debe ser la bala que lanzó el Burro que, por lógica, y en concordancia con el orificio de salida en el cuerpo de la mujer, se concluye que dicha munición mató a la dama al perforarle el pulmón izquierdo. Pues sí, la muy pendeja se ahogó en su propia sangre. Debió ser muy doloroso. Por cierto, el último casquillo asesino fue detonado por una punto cuarenta, es decir, la misma pistola con la que le volaron la cabeza al Rex. Supongamos que esa arma pertenecía a uno de los misteriosos pistoleros que dices que se enfrentaron contigo y los muchachos. Hasta ahora todo puede sonar creíble, y hasta parece coincidir con tu versión – autentificó don Tomás con voz neutra, sin emociones palpables, como si se tratase de una exposición de un policía experimentado que le da una charla a sus estudiantes novatos. El Zurdo resollaba con ligera tranquilidad sin soltar el mango de su pistola bañada en oro. Las miradas de los dos compañeros del narco seguían fijas y desafiantes. M ientras, los restantes cinco testigos vigilaban los movimientos del herido. El tácito acusado comentó con infantil satisfacción: — ¡Se lo dije, don Tomás, eso que M ancera le reportó lo viví en el interior del despacho del juez! ¿Cuál es la novedad? No sé qué hacemos acá: ¿cuándo debemos interrogar a esa niña? El Zurdo sonrió con sorna tratando de esconder las verdades que le destruían el alma. — ¡¡Pues ahí te va, compadre, y agárrate duro, mi cuate!! Al Braulio, que estaba al volante de la Dodge Van, lo mataron con un plomazo de una 357, es más, te aseguro que utilizaron su propia arma, y lo jodido del caso es que fue a quemarropa, directo a la altura del hígado y, más contradictorio aún, mi querido Zurdo, se lo cargaron dentro del coche, porque no existen perforaciones en ninguna parte de la camioneta; es decir, el copiloto pasa a ser el sospechoso principal. Lo tiroteó sin piedad, y al verlo moribundo, se fugó y lo dejó desangrarse en minutos. Lo que no me cuadra en la historia son dos realidades impensables: en primer lugar, increíblemente el cabrón que estaba a su lado eras tú y, segundo, la bala que reventó los sesos del Rex salió de tu pistola. ¿Cómo la ves mi carnal; que raro todo, eh? El Zurdo se estremeció, sus ojos zigzagueaban en busca de las sombras de los pistoleros que estaban cerca, se sentía descubierto. La única opción que le quedaba era tomar como rehén al capo. La misma sentencia final que estaba a punto de firmar, se convertiría en la autorización para que Fernando M iralles desenfundara el pistolón y lo encañonara. Era el último as que le quedaba al Zurdo bajo la manga, la única vía desesperada de escape. El experimentado criminal intentó jugar una carta neutra antes de delatarse por completo. — ¡¡¡No me joda, don Tomás!!! ¿Acaso insinúa que yo fui tan estúpido de arriesgar mi vida y matar a mis propios hombres? ¿Con qué ilógico propósito? No me diga que esa es la conclusión del puto M ancera. ¡Es obvio que esos cabrones me quieren chingar! Deme una sola razón para haberlo hecho – sentenció con rabia el acusado buscando ganar tiempo y tratar de distorsionar las creencias del capo, pero, ya era demasiado tarde: la sangre estaba por derramarse. — ¡Tienes razón, mi Zurdo! Solo faltaba el motivo, y eso también lo descubrimos. Creo que fue en nombre del amor. Sí, aunque suene cursi o medio maricón. Los verdugos apostados en las esquinas del templo se cruzaron las miradas; la duda y la confusión reinaron en el recinto. Un dejo de sonrisa burlona se fugó del rostro del Sarna porque su competidor por el liderazgo en el cartel había caído en desgracia y estaba listo para el matadero. El ambiente estalló de ironías. El propio acusado sonrió de manera nerviosa. Nadie entendía lo que pasaba. Resulta que hubo una masacre de narcos y la única excusa era el amor, palabra que en el mundo de las drogas solo se relaciona con el dinero o con el poder. — ¿De qué carajos me habla, don Tomás? ¿Se metió droga o qué? Las expresiones del Zurdo molestaron en demasía al capo, que se levantó con parsimonia del banco la iglesia y se alejó unos pasos de su antiguo hombre de confianza. Estaba dispuesto a contarle el resto de la verdad. — ¡¡¡M ira, pendejo, no te la des de listo conmigo!!! En la Dodge Van se encontró un zapato deportivo de niña. Seguro que se le cayó a la pequeña Patricia cuando la colocaste en la camioneta. Sí, tú mataste a mis hombres buscando protegerla. Ya descubrimos que la chamaca tiene el mismo lunar tuyo en la espalda y en el mismo pliegue debajo del cuello, y son del mismo tamaño. Pues sí, la escuincla es tu hija, cabrón. Hasta lo mandé a verificar con pruebas de sangre, ella tiene tu mismo tipo. Descarté todos los interrogantes porque en el fondo yo confiaba en ti y no podía creer tanta locura de tu parte y, al final, ya descubrimos el motivo de tus crímenes, pendejo. Por eso nos quieres quebrar a todos: necesitas proteger a tu hija, ¿me equivoco? El Zurdo enmudeció, el silencio fue absoluto. Ninguno de los testigos daba crédito a las palabras del capo porque jamás habían conocido el pasado amoroso del acusado. Era un mujeriego empedernido, que se relacionaba de manera exclusiva con prostitutas de alta gama, de las que cobran en dólares, y a precio de oro. Nunca se le descubrió una sola novia o una mujer por quien suspirar. Él siempre decía que el amor no era para los narcos porque el amor nutre la vida y no la muerte. Fernando M iralles estaba al desnudo, descubierto y sin excusas. Desesperado, siguió intentando disuadir al enemigo tratando de ver si lograba convencerlo de que su razonamiento era falso. El acusado volvió a esgrimir argumentos fallidos. — ¿Pero de qué habla, jefe? ¿Qué dice? ¡Yo no tengo hijos, usted lo sabe de sobra! No creo en el amor, ¿de dónde saca esa información tan absurda? ¿No se da cuenta de que es una venganza en mi contra? Además, ¿cómo es ese cuento del zapato? ¡Todo es absurdo, perverso! El capo le enterró la mirada a su hijo putativo, el odio brotaba de sus pupilas, no le agradaba ser retado y no le interesaba proseguir con la plática: había llegado el momento de lanzar toda la información. — ¡Para que sepas, pendejo! Tengo todo el expediente de Claudia Rebeca Peralta en mi poder. Ella estudió contigo en la Universidad Autónoma cuando empezaste M edicina. Luego te retiraste, hay pruebas escritas que te incriminan. La lógica nunca falla, la Policía Federal y nuestros muchachos hablaron con sus padres y ellos aportaron datos claves del romance: fechas, nombres, acontecimientos y la ruptura entre ustedes porque te hiciste narco. Y para tu mayor desgracia, ya tengo a la niña en mi poder. Sus ojos son los tuyos, lleva tu sangre en las venas, heredó tu lunar y, sí, estaba en la escena del crimen; la morrita identificó tu foto, aunque, por extraña incongruencia, insiste en no conocerte. No tengo ni puta idea de qué demonios hacía allí en casa del juez con su madre. Pienso que, por alguna justificación, el destino los conectó durante la masacre, y tú le salvaste la vida pero, de forma trágica, a su madre la dejaste morir y, en represalia, mataste a mis muchachos. Después escapaste y la escondiste en la camioneta; seguro que Braulio te reclamó y entonces decidiste matarlo con la intención de proteger a tu nenita. Ya no mientas, pendejo, varios vecinos observaron a un hombre descendiendo de la Dodge Van cargando un saco al hombro que resultó ser el cuerpo dormido de la escuincla, que se lo entregaste al puto cura, y él te salvo la vida, güey; el panzón de la iglesia ya habló, lo confesó todo. No discutamos más, tus facciones son idénticas a las de ella, y es la única justificación lógica. Acéptalo, por ella asesinaste a mi gente. ¿Quieres pruebas adicionales? Vamos, Zurdo, se acabó la farsa, me conoces bien. Si confiesas todo, prometo que tu muerte y la de ella no serán dolorosas, te doy mi palabra de honor, no busques más dolor. La confesión del verdugo desató el lado animal del Zurdo que, al verse acorralado, escogió la decisión más agresiva. Sin pensarlo dos veces, desenfundó el arma con una velocidad inusual. En un segundo, la apuntó directo a la cabeza del capo, lo tenía a medio metro de distancia, imposible errar el disparo. Al sicario mayor no le importaba morir, su preocupación era preservar la salud de la pequeña y, por ello, buscó la forma de amedrentar a don Tomás, pero la jugada ya había sido calculada en el bando de las sombras. — ¡Don Tomás! Lo he respetado toda la vida, sé que le debo mucho, pero si toca a la niña o al padre M anuel, le juro por Dios que lo mato, así que dígame dónde están. ¡¡¡Ahora mismo o no respondo!!! Usted también me conoce, no juegue conmigo – la amenaza no inmutó a uno solo de los testigos. Pero con extraño morbo, ninguno de los hombres se alteró ni buscó amagar con usar sus armas. El Zurdo apuntaba al hombre más poderoso del cartel tratando de infundirle miedo al propio demonio y, por alguna extraña razón, el miedo no existía en el corazón del viejo capo, a pesar de mirar de frente el cañón de la punto cuarenta. — ¡Vamos, Fernando, acéptalo, ya todo terminó! Baja el arma, de esta no sales vivo. Tranquilo, ahora mismo te traigo a tus amigos para que se despidan con alegría de este cochino mundo de mierda, y recuerda, por si llegas a reencarnarte, que con el narco no se juega – certificó don Tomás con sobrada efusividad, pletórico y victorioso, dispuesto a dar órdenes a sus matones del oeste. — ¡¡¡M uchachos, traigan a los invitados!!! La voz del Sarna retumbó en toda la capilla, y el sicario flacucho, acompañado por uno de los dos gordinflones, apareció de las sombras. Del pasillo de la sacristía se escuchaba el crujir de ruedas de caucho chillando al girar sobre el mármol encerado. En pocos segundos, aparecieron dos figuras fantasmales colocadas sobre un par de carruchas de esas utilizadas en el transporte de mercancías en las viejas tiendas de abarrotes. En la primera carretilla descansaba el padre M anuel García Porras. Su cara mostraba recuerdos de haber sido golpeada con furia, y exhibía moretones y grandes llagas con sangre esparcida a lo largo de los brazos. Las huellas del interrogatorio insinuaban el dolor vivido, era palpable que los signos de tortura fueron el resultado de una indagación salvaje. Su abultada masa muscular, apoyada en una pieza de madera rústica, simulaba la crucifixión de Cristo. En la segunda carrucha habían atado a la supuesta hija del hombre que apuntaba al causante de tanto dolor. El sicario de aspecto famélico empujaba el improvisado transporte de la niña; el joven de mirada angelical no se atrevía a mover la cabeza, tenía la mirada clavada al piso para esconder sus ojos asesinos. La pequeña no presentaba evidencias de tortura física; sin embargo, su mirada de horror daba a entender el calvario psicológico vivido horas atrás. Le había sellado la boca con una franja de tirro gris. El Zurdo no aguantó la escena, perdió la paciencia y gritó con toda su furia mil maldiciones a su antiguo jefe al tiempo que accionaba el arma. — ¡¡¡M uérete, maldito perro!!! La pistola detonó cuatro veces contra la cabeza del capo, pero de manera inexplicable, no manó sangre de la víctima. Al contrario, a pesar de los plomazos, nadie resultó herido. El líder del clan seguía en pie mientras sus acólitos reían. La burla le demostró al Zurdo su impotencia, cayó en manos del demonio y estaba rodeado de sus ángeles caídos. Habían cargado la pistola con balas de salva camufladas a la perfección. La agresión del Zurdo significaba la prueba final que exigía don Tomás, la razón verdadera para matar a su hijo putativo. Al verse descubierto, no le quedó más remedio y se rindió. A partir de ahora, la justicia recaía en manos de Dios, ese amigo que respondía cuando menos lo esperas; pero esta vez el Zurdo sintió que la ayuda celestial llegaría con retraso. O el poder divino se hacía presente en segundos o todos morirían con mucho sufrimiento. — ¿Qué pensabas, Zurdo? «Preguntó el capo tras recuperarse del atolondramiento provocado por las detonaciones de las balas de fogueo». No soy tan idiota como crees. Al dispararme, ya me respondiste, cabrón. Esa era la última confirmación que necesitaba. ¿Sabes por qué? En el fondo de mi corazón aun creía en ti, te quise como a un hijo. Solo quiero hacerte una pregunta, pendejo: ¿por qué carajos no me dijiste que era tu hija? Yo la hubiese perdonado – cuestionó el capo buscando humillar a su víctima. El Zurdo pensaba la respuesta y prefirió evadirla. Era más importante orar en privado. Los dos matones de voluminosa apariencia corporal y cara de nacos le ataron las manos hacia atrás y lo obligaron a sentarse en una banqueta sin respaldar que ubicaron en el centro del pasillo antes de llegar al altar mayor. El padre M anuel y la niña observaron toda la escena. El cura casi no podía moverse debido al dolor de las manos y de la cabeza. La niña temblaba de terror, era la segunda vez que se encontraba cerca de la muerte en tan solo setenta y dos horas. Su cuerpecito no resistió observar tanta violencia y del susto se desvaneció. Al menos, el desmayo borraría de sus recuerdos la ejecución de su protector. El sicario, caído en desgracia, dio su confesión en busca de clemencia. — No le dije de la niña, don Tomás, porque conozco muy bien las reglas del narco: el testigo muerto es el mejor testigo. Usted la iba a matar, lo apuesto cien a uno. De seguro, me lo hubiese pedido como prueba de lealtad, y eso yo no lo podía permitir, usted lo sabe. El capo caminaba en círculos alrededor de su víctima durante el improvisado interrogatorio final. — ¡Quizás te equivocaste, pendejo! Puede ser que hubiésemos negociado. De todos modos, sí sabías que en esa casa estaba tu exmujer, ¿para qué carajos fuiste, cabrón? Te lo buscaste sin necesidad, debiste cambiar la fecha, fue un error garrafal que nos chingó a todos – ripostó el capo dándole un fuerte golpe en la cara en señal de reclamo y venganza. Del impacto, el Zurdo cayó al suelo. Al ser incorporado por los guaruras de Sinaloa dejó ver la boca llena de sangre con los labios rotos e hinchados. — Le juro, don Tomás, que no había tenido noticias de Claudia desde hace diez años como mínimo. Nos dejamos de ver cuando empecé a trabajar para don Chente, ¿se acuerda? Es más, ni siquiera sabía si la niña era mía porque nunca supe que Claudia estuviese embarazada, se lo puedo jurar por lo más sagrado de mi vida. Ella jamás me lo comentó, nunca me dijo que tuviera una hija, de manera simple y callada se alejó de mí y se fue sin despedirse. Yo no sabía de su existencia – confesó Fernando M iralles implorando clemencia a favor de la morrita. — ¡¡No seas imbécil, Zurdo!! Ahora no metas a Dios en tu tragedia cuando sabes que vas a morir como un perro. M ataste a cinco de mis mejores hombres, y eso no te lo voy a perdonar. Ustedes van a sufrir cañón – respondió el verdugo con voz de mando exhibiendo autoridad sobre la vida y la muerte. Don Tomás ojeó con desprecio absoluto a su antiguo amigo y, con mirada sádica y enfermiza, giró sobre sí mismo en dirección a sus hombres de confianza, el Sarna y el Rodillas, a quienes les recodó un par de instrucciones antes de buscar la puerta principal para emprender la huida. El capo no deseaba disfrutar con la muerte de los infortunados. El Sarna caminó directo adonde se encontraba la chiquilla y le solicitó al flacuchento que le entregara la carretilla; él se la llevaría a otro lugar. El Sarna desató a la pequeña, la dobló en su hombro derecho y se enfiló detrás del capo, pero, al pasar al lado de su antiguo jefe, le escupió a la cara, se agachó a su altura y le habló al oído: — ¡¿Viste, pinche Zurdo?! Se te acabó la suerte, cabrón, ya estás muerto, y el nuevo jefe seré yo. Sabías que tarde o temprano te ganaría la batalla. Soy el mejor, y hoy celebraré en grande tu muerte, cabrón. – al culminar su grotesco mensaje le lanzó un fuerte puñetazo que le removió dos dientes y, con la boca ensangrentada, el Zurdo insistió en pedir clemencia, piedad y dignidad para la niña. — ¡Se lo ruego, don Tomás! Perdone la vida de la pequeña. Ella es inocente, se lo suplico – su voz se cortó por una patada que le propinó el Sarna como recuerdo de despedida. Al llegar a la salida, el envalentonado sicario se reunió con el Rodillas y don Tomás, y los tres se detuvieron por orden del capo. El jefe quería despedirse de su enemigo. — No, Zurdo, no se puede. Ustedes ya están muertos. A la niña me la llevo, ella vale oro en otro negocio. Despídete de este mundo, cabrón, morirás como traidor. M uchachos, ya saben lo que tienen que hacer con los cuerpos. Los veo en La Casona en dos horas – el Zurdo lo fotografió en su memoria con un odio perverso y, sin razón aparente, sin argumentos lógicos, antes de morir le recordó su última advertencia al viejo líder narcotraficante. — ¡¡¡Cuídese, maldito, cuídese de las sombras, don Tomás!!! Y míreme por última vez, usted sabe quién soy, me conoce bien; sabe que, de ahora en adelante, cuando mi gente de confianza descubra mi ausencia, sus días están contados. Acuérdese de mí porque no tendrá paz, la Pelona viajará en mi memoria y mis hombres harán justicia. No confíe en nadie. Usted jamás podrá saber quién le cobrará por mi sangre, se lo prometo. Al finalizar la tétrica despedida, don Tomás apretó el mentón. La intimidación, por muy desquiciada que pareciera, podía contener un dejo de verdad. EL viejo zorro dudó un instante, no comentó nada para analizar en frío sus acciones futuras. Don Tomás salió tembloroso de la casa de Dios porque él conocía el poder de Fernando M iralles y, en cierta forma, sus amenazas quizás salpicaban algo de credibilidad. La discreción funcionaba como la mejor salida. El capo cerró la puerta de la iglesia de San Judas. Era supersticioso, por ello sintió nervios, temor, y pensó que la Pelona le regalaba un guiño a través de las maldiciones del Zurdo. Por ahora, él no comentaría con ninguno de los hombres de La Casona sobre la ausencia del personaje, hasta asegurarse de haber eliminado a los subalternos de confianza del muerto. Los tres sicarios levantaron al Zurdo y lo sentaron sobre el pequeño sillón, que voltearon para permitirle mirar de frente al párroco buscando que ambos se despidieran o para que de manera morbosa observaran la tortura y muerte del otro. El más panzón de los sicarios le levantó el mentón, y lo obligó a ojear al sacerdote y, burlándose de él, le preguntó si deseaba recibir la bendición antes de morir. El Zurdo no podía hablar, el dolor de la herida sangrante y la amoratada boca le impedían pronunciar sonido alguno. En su frustración, se arrepintió de haberle fallado a tantas personas inocentes y, lleno de resignación, observó triste el rostro deforme del franciscano. Fernando M iralles alzó la mirada con dificultad. Sentía la piel helada, quizás fuera la antesala de la muerte. Durante infinitos segundos, en su mente se dibujaron miles de hermosos recuerdos de su infancia al lado de su madre y de sus hermanos o amigos. Rememoró travesuras y vivencias un tanto alocadas pero muy felices de sus días de colegial. Revivió el primer amor, el primer beso. Solo las alegrías afloraban en su resignada alma. Sabía que el final estaba cerca, sus pecados le habían cavado la tumba y, antes de partir, curioseó alrededor buscando respuestas o escudriñando miradas de perdón, aunque se frustró. La realidad era fatal, pues solo alcanzaba a ver el rostro de dos sicarios cebados, muy sanguinarios, ávidos de muerte, deseosos de sangre junto a un flaco con cara de hambre y unos ojos zarcos que irradiaban luz. Los tres matones recibieron la orden de asesinar a los dos condenados después de torturarlos. Ese era el triste final de un sicario que llegó a tener el poder supremo en el cartel, pero cuya vida, en aquel preciso momento, valía menos que un tamal. En su delirio existencial previo a morir, el Zurdo solicitó despedirse de sus victimarios, que le negaron la palabra. Pero de forma inesperada, cuando trató de mirar al matón con cara de niño, se percató de una imagen bendita detrás del enclenque asesino: del de las dos pistolas negras como la muerte emergía soberbia la figura de yeso que representaba la majestuosidad infinita de San M iguel Arcángel. Sí, justo a espaldas de uno de sus verdugos se hallaba parado el Príncipe de la M ilicia Celestial. El condenado pensó que el santo llegó a bendecirlo antes de morir. Con el imponente milagro, perdió el miedo. Pidió como último deseo tres minutos de oración para el gran guerrero célico. El flacuchento intercedió por él, y convenció a los otros de otorgarle tiempo al futuro cadáver, lo suficiente para un padrenuestro y un avemaría. El sicario imploró en silencio; la entrega fue total, y recibió a flor de piel la presencia de San M iguel «Quién como Dios» Al notar su cercanía, su corazón se aceleró con bravura. Sabía que moriría, aunque sus pecados le eran perdonados. Era de alma noble aunque, por infortunio momentáneo, el destino lo llevó por el camino errado. Ya no había espacio terrenal para más; solo restaba pedir perdón por él y rogar por la salvación del alma de su niña inocente. Sin haber consumido sus minutos de luz, cerró los ojos. Pidió mil veces por la vida de Patricia y, antes de enfrentar a la muerte, se le devolvió la esperanza eterna cuando escuchó con claridad divina unas palabras celestiales destinadas a él: «Ella estará bien». El mensaje fue claro y nítido, perceptible en lo más profundo de su alma. Ya podía morir en paz, su fe permanecía intacta, y sabía que la pequeña estaría bien, porque así fue escrito en el cielo. Los tres sicarios se repartieron a los lados del Zurdo. El asesino con cara de niño se ubicó al frente, a cuatro pasos detrás de los gordinflones que estaban estacionados uno a cada lado de las manos de la víctima. El padre M anuel García Porras oraba en secreto; su boca continuaba tapada por una tela maloliente sujetada con aquella cinta adhesiva gris, aunque la mordaza no le impedía regalarle la extrema unción al hombre que le trajo destrucción y sangre a su iglesia. Uno de los rechonchos sicarios sacó su revólver del calibre 38, de cañón largo reforzado y cromado que brillaba como un espejo. El Zurdo vio reflejada su mirada en el arma y volvió a cerrar los ojos; no poseía valor para seguir el trayecto de las balas que, escupidas con fuego y aliento a muerte, irían destinadas a clavarse en su cuerpo y arrancarle la vida de un soplo. No era cobardía, sino una mezcla de resignación y frustración. Fernando M iralles agachó la cabeza y apretó los ojos con fuerza mientras el hombre de fe hizo otro tanto, porque no tenía estómago para ver al matón disparar contra un indefenso malherido atado de manos. El silencio sobrecogedor duró poco. Cuatro detonaciones simultáneas explotaron como truenos y, por inercia, el prisionero cayó en seco hacia adelante, el impacto con el cemento fue brutal. El Zurdo sintió que su alma se despedía, y le invadió una extraña sensación. Le sobrevino cierta apnea mortal que le indicaba el final del camino. Capítulo 17 El perdón nutre el alma Museo del Prado, una hora después de la pelea en el Bistró. La resequedad del verano madrileño era lo único que le desagradaba a Fernando M iralles. De hecho, le resultaba peor para su sinusitis alérgica crónica que la polución de su antigua residencia en pleno Distrito Federal. Cuando la ausencia de humedad ambiental excedía las estadísticas, solía protegerse las fosas nasales con abundantes porciones de vaselina o alguna otra crema hidratante con aromas neutros para restaurar la normalidad de la respiración. Pero, esa mañana, la pelea con su hija Patricia Peralta M iralles en el café Bistró M aximiliano I por un rechazo del supuesto amor bonito entre dos románticos adolescentes le había subido la adrenalina y lo había puesto muy nervioso. La aceleración cardiaca le había causado sudoración, alteración de la respiración y, sobre todo, un grado de estrés intolerable. El Zurdo amaba a la pequeña con la típica locura existencial de padre sobreprotector que no acepta que su ángel con cuerpo bendito de mujer algún día crecerá, se irá de casa y entregará su piel, su alma y su corazón a un amor, al parecer verdadero, o tal vez a varios, hasta encontrar el que pueda quitarle el aliento solo con acariciarla con la mirada. En varias ocasiones, el padre de la joven había buscado las formas de alejar a los pretendientes de su pequeña emperatriz de fuego, que nació de la entrega sublime entre Claudia Rebeca y él. Pero Fernando M iralles no toleraba ver a la pequeña mujer derramar una lágrima, y menos por un hombre que no le inspiraba confianza. Era tarea difícil encontrar a ese príncipe azul de carne y hueso que pudiese satisfacer los exigentes requisitos del celoso custodio del frágil corazón de su niña mimada. Descubrir que la rebelde heroína de su vida se había tatuado un dragón en la espalda le revolvió los recuerdos al antiguo jefe de la mafia mexicana: rememorar las escenas de muertes violentas, crímenes, abusos y cuantas perversiones cabían en su alma le ocasionaron gran desasosiego. El Zurdo casi se desploma sobre el mesón de trabajo de la lujosa cocina del café Bistró M aximiliano I. El Pecas y uno de los ayudantes, el que se encargaba de servir el agua en las mesas, el único empleado sin pasaporte chilango, lo ayudaron a sentarse en un pequeño taburete en el que antes habían estado los cestos de los manteles que pronto serían enviados a la lavandería. El Zurdo se había fugado de un mundo hostil, lleno de muerte y de miserias humanas. Ya habían transcurrido casi diez años desde la última víctima de su pistola bañada en oro, el arma que había decidido guardar como antídoto contra los fantasmas que intentasen revivir guerras perdidas en la capital de España. Su fuerza de voluntad lo ayudó a sepultar los trágicos recuerdos, las asociaciones con el mal y la sangre derramada en vano. Pero cada vez que alguien le recordaba el ominoso dragón chino, ese diseño maldito que una vez estuvo tatuado en el cuello de su gran amor, el alma se le dislocaba, caía en trance, en erupción voraz y destructiva, porque ese monstruo silueteado con tinta multicolor lo transportaba a la trágica muerte de la única mujer que le enseñó a conjugar todos los verbos en su corazón, la única que le entregó al Zurdo un pedazo de nube envuelta en caricias de sublime admiración junto con la mitad del universo. Pero, en definitiva, él no había sabido encauzar el poder de aquel amor, quizás por miedo, por el ego o por competir de un modo innecesario. Daba igual. Claudia Rebeca fue la única mujer capaz de superar su propia ansia de vivir. Su influencia fue tan poderosa que alcanzó a dominar hasta la fe del sicario. Por eso, el mero hecho de recordarla de forma trágica, en el día de su muerte, le descomponía el alma. M ayor aún era el poder destructor de la bestia china cuando el recuerdo de la partida de ese amor bonito cobraba vida en el cuerpo del ángel que nació del choque de dos estrellas. El Zurdo bebió una infusión relajante, una combinación de palos de canela, camomila, té verde y rosas, que siempre estaba lista en la nevera privada del chef. Era el sedante perfecto que reducía el estrés y gracias a la canela le ayudaba a mejorar los niveles de colesterol, y que tomado antes de acostarse se convertía en el somnífero ideal. Dos minutos bastaron para que el brebaje surtiera efecto. Fernando M iralles se repuso, secó el sudor de su frente y se levantó del incómodo sillón. Luego le pidió al Pecas que se encargara del changarro porque él necesitaba estar solo. Su amigo y confidente de la última década lo miró a los ojos y asintió con la cabeza, aunque sus labios esbozaron un mohín al no poder disimular la sonrisa. Estaba claro que el desquiciado padre saldría en busca de su morrita: siempre pasaba lo mismo cuando surgía un conflicto entre ellos, y el Zurdo terminaba bajando la cabeza pidiendo perdón. Patricia era su punto débil, su talón de Aquiles, su mitad más dos que le permitía certificar que Dios no solo existe, sino que, además, premia a cada cual según sus actos. De algo estaba seguro el Pecas: la conversación de aquel día entre el padre sobreprotector y su pequeño ángel de luz de seguro produciría un resultado diferente. Había un aditivo que provocaba una cierta sazón peligrosa entre ellos que podría degenerar en un conflicto delicado. El tatuaje del dragón ejercía un poder especial sobre el Zurdo, y habérselo tatuado por mera rebeldía no había sido buena idea. No le fue difícil al nervioso padre dar con su chiquilla protestona. En menos de media hora estaba comprando el billete de entrada para la exposición de Picasso en el M useo del Prado, el refugio habitual donde Patricia solía escapar de sus penas para zambullirse en el mensaje icónico de los maestros de la pintura. El embrujo divino que sobre su alma ejercían los diestros de las sombras y las luces, que acariciaban un lienzo virgen, silente, muerto, y con sus trazos impresionantes (y en ocasiones impresionistas) amalgamaban colores, y que luego de un orgasmo creativo daban vida a millones de historias, interpretaciones, verdades o mentiras solo con manipular un simple pincel, ejercía de bálsamo para su atribulado ánimo. Aquel maravilloso espacio arquitectónico que atesora los recuerdos del arte puro le permitía a la joven rebelde esconderse en ese imperfecto mundo de percepciones donde todo es posible, incluso diluir el dolor, la pena y la tristeza. Patricia era amante de todos los museos, sobre todo del majestuoso Prado, y siempre se debatía entre Picasso, M iró o Dalí, entre esas tres deidades de la pintura y la creación existencial. Junto a las obras de los tres grandes españoles modernos, debatía sus creencias, su manera de ver la vida y su opción de ser libre. Fernando M iralles, gracias a esa energía hermosa que suele ir en pareja con la consanguineidad, subió con premura al cuarto piso. No dudó ni un segundo; estaba seguro de que su niña mimada estaría enjugando sus lágrimas ante el indómito Pablo, el maestro del trazo perfecto, el gran seductor cuyas caricias desgarraron los corazones de cientos de mujeres, incluyendo los de las amantes de turno «¡Qué casualidad! El muy cabrón, después de muerto, todavía puede robarle el alma a mi emperatriz de fuego… » Pensaba el narco celoso al aproximarse a la galería. Nada más entrar en el espacio reservado para el gran cubista malagueño, el Zurdo avistó la frágil espalda de su hija, sentada en una banqueta de madera rústica, sin respaldar, frente a uno de los famosos cuadros. La escena era majestuosa: los ojos de la mujer con alma de niña simulaban abstracción, pero en realidad coqueteaban con el creador. Ansiaba tener el poder, el don bendito de descifrar en los matices, ángulos y cruces de líneas las auténticas emociones que excitaron (por no decir masturbaron) la creatividad de aquel andaluz de aspecto tosco, rudo y común antes de darle vida a ese poder que supone conjugar el peligroso verbo crear. Para ella, el tiempo y el espacio se resumían en la pintura que tenía ante sí. El universo había emigrado, desparecido; en definitiva, había sido absorbido por el mensaje encerrado en la pintura. La verdad no existía; era una quimera. Ella solo admiraba una galaxia paralela que nacía en la urdimbre misma de la tela seducida por los pigmentos y excitada por los ojos de millones de visitantes. El Zurdo se acercó con lentitud a la sensible y frágil protagonista de su redención con el infantil disimulo de los culpables, y de los que no saben dialogar cuando es lo imperativo o, como dirían en Temucalco, «del chingón que viene con el rabo entre las piernas». La observadora con porte de crítica de arte ni se inmutó. Estaba presente en cuerpo, pero su alma violaba a Picasso y le regalaba mil orgasmos clandestinos. Tragando en seco y con fuertes sacudones de culpa, el antiguo sicario del D. F. se sentó a corta distancia de ella y se humedeció los labios, cuarteados por la aridez del verano madrileño. Inhaló con exageración tratando de llamar la atención de su compañera de banco; temía las reacciones impulsivas de la joven. Por minutos no hubo respuesta al ronco sonido de su respiración forzada. El atlético visitante, ataviado con suma elegancia, bien que limitado en interpretación artística, apoyó la cabeza sobre las manos que, cual cariátides, descansaban sobre los muslos. Fernando M iralles pensó en aguardar un poco y así medir la reacción de la Julieta malcriada. Para ganar tiempo, se enfocó en el cuadro de la pared cercana y, transcurridos unos minutos de silencio sepulcral y de nula interpretación, ayudado por los nervios, más allá de un simple «¡Joder, qué locura! ¡Cómo pintaba de bien este cuate!». El Zurdo se decidió a romper el poder destructivo del silencio. — ¿Qué ves? – preguntó con dulzura tratando de vulnerar las defensas de su reina de fuego ofendida por los celos del padre protector. — ¡Un cuadro! – respondió con burla la interrogada, sin miedo y sin poses. Su intención era muy clara: herir a su compañero de tertulia forzada. — ¡Sí, bueno, claro; estamos en un museo. Acá hay cuadros por todos lados! – ripostó el Zurdo con una sonrisa ingenua. — ¡¡¡Y también esculturas, fotos, vídeos, en fin, muchas otras manifestaciones de arte!!! ¡No seas tan naco! Date un paseíto y descúbrelo – replicó tajantemente la dulce crítica de arte, ofendiendo al fin a su fastidioso interlocutor. El Zurdo se molestó. Quedar en evidencia le hacía hervir la sangre. Y lo peor era que estaba desarmado. No podía competir con ella en terreno cultural. — ¡Está bien! ¡Sé que para ti soy inculto! Perdona. Solo quería robar tu atención y conversar con calma, como buenos amigos – imploró el padre penitente. — ¿Trajiste la pistola, güey? – preguntó Patricia con sarcasmo. — ¿A qué te refieres? – dijo sorprendido Fernando M iralles. — ¡Digo, por si se te ocurre matar a alguien que me mire feo! O tal vez al propio Picasso, porque con él sacio mis deseos íntimos de vez en cuando… en los museos, claro – aclaró Patricia con burla, deseando herir al causante de sus frustraciones. — ¡¡Está bien, hija; tú ganas!! Joder, qué dura eres. Te pido perdón. Sé que exageré, pero te ruego que me escuches – volvió a suplicar el padre en tono conciliador. — ¡Es que siempre te propasas! Y terminas haciéndome daño. ¿Qué puede cambiar si te perdono? ¿Hay algún beneficio para mí? Tú jamás estás de acuerdo con mis ideas o mis sentimientos y piensas que soy una niña; ese es tu puto error – Patricia alzó la voz sin cambiar la dirección de su mirada. Fernando M iralles estaba derrotado. Sus argumentos eran débiles. Esta vez no encontraba la manera de evadir las embestidas de su adorada hija. La adolescente con alma de mujer apasionada había perdido el miedo. Era la última vez que iba a soportar una humillación de su padre, ya no se doblegaría ante el antiguo sicario. La emancipación había sido decretada, pero el problema que atormentaba al Zurdo no era perder a su hija; lo que de verdad lo aterraba era que dejara de amarlo. Su soledad era el abismo que los separaba. M ientras ideaba cómo construir nuevas verdades, el ex asesino a sueldo del D. F. alzó la mirada al techo. Anhelaba la presencia de alguna figura celestial, como San M iguel o San Judas Tadeo, que estuvieron a su lado en trances de vida o muerte. Pero en ese museo y en esa galería, el gran Picasso no había dedicado su arte a los santos. Con el alma vacía y arrepentida, el Zurdo pensó en claudicar y abandonar el recinto dejando por respuesta un silencio mortal. Pero antes de despedirse quiso darle un beso a su amada hija. Y se volteó a la izquierda buscando el rostro perfecto de Patricia y sus ojos se bañaron de luz. A propósito, la jovencita dejó correr parte del chal que le cubría los hombros, y la piel de la espalda reveló con indiscreción el dibujo que decoraba su cuerpo. El Zurdo vio con sus propios ojos el tatuaje que su hija se había hecho y suspiró apesadumbrado. El universo jugó con las dos almas en conflicto. La chica se percató del cambio en la mirada del asesino a quien por designios de Dios debía su existencia. Un aroma de vainilla los envolvió, y el Zurdo se estremeció de los pies a la cabeza. Su cuerpo sintió un poder especial. Era la primera vez que el dragón no despertaba sensaciones rancias. Todo lo contrario: la fiera había mutado en alegría, vida y esperanza. La pintura silueteada en la piel de la jovencita no era idéntica a la de su madre. Además, el mensaje que en esta oportunidad transmitía encerraba todo el poder del bien. Fernando M iralles quedó paralizado, y su alma rebosó de felicidad. No hubo necesidad de palabras superfluas, la aureola del amor eterno los miraba desde algún punto del universo, el lugar que todos sabemos que existe en nuestros corazones cuando un ser querido se despide con un simple «hasta luego»; el espacio que muchos llaman cielo, otros, el más allá, y los más osados hombres de fe, Dios. Sentía la presencia de algo perfecto, sublime y superior a ellos de la que ninguno de los dos se atrevía a hablar. Les sacudía la vida, les abofeteaba sus sentimientos. Ambos deseaban nombrarla a viva voz, pero Claudia Rebeca se lo impedía. Pero en aquel museo ella no era lo importante; la esencia estaba en el amor de un padre y su hija, en ese amor que da vida y nutre la esperanza. Los dos necesitaban desdoblarse, desterrar sus egos y soltar las amarras del corazón para abrazarse sin cuestionamientos. Las palabras sobraban, y Claudia Rebeca se lo recordó. Antes de que abrieran la boca, la ausente les acarició los labios con un gélido viento que acalló las voces innecesarias. Los dos se miraron con perdón, pero la terquedad del Zurdo pudo más, y un par de lágrimas delatoras escapó de sus ojos. Las gotas de pasión no arrancaron palabra alguna, pero sus gritos empíreos estremecieron dos universos. El Zurdo lloraba con pasión de padre amoroso. Era la primera vez que lo hacía desde que enterró a su madre. Pero esta vez el llanto no era por dolor; ahora era señal de vida, amor, esperanza y fe. Sin titubear, Fernando M iralles se levantó de la silla, volvió a mirar al cielo y les sonrió a Dios y a los santos que siempre lo habían acompañado. Reía entre lágrimas y le agradecía aquel momento a la mujer que una vez le demostró que Dios existía. Como lo hacía en su niñez, se enjugó el rostro con las mangas del saco. Y se topó cara a cara con la ilusión de Claudia, con la belleza del amor que los unió, y le dio las gracias con un gesto que solo ellos entendían. Se fundieron en un abrazo sublime, y las dos almas se dieron un baño de estrellas bajo un arcoíris de rocío con olor a esperanza. El Zurdo secó las últimas lágrimas, era tiempo de abandonar la confrontación. Se inclinó para darle un beso a su angelito de luz. El padre rozó la mejilla de su pequeña y le dijo al oído: — ¡¡Te quiero mucho, chiquita!! ¡Siempre te querré bonito; jamás lo olvides! ¡¡¡Sabes que eres mi todo y un poco más!!! Fernando M iralles emprendió la retirada. No se sentía derrotado; todo lo contrario: había ganado la batalla y se marchaba con el alma llena de paz y alegría. El amor había ganado la guerra. Con tan solo atravesar las puertas de la galería, el lugar quedó yermo, vacío de emociones y de luz, a pesar de los muchos turistas que llenaban la sala junto a una chiquilla que comenzaba a hacer pucheros. El padre feliz que había emigrado y la madre celestial que los había unido en el milagro de la luz lo celebraban con un tornado de bendiciones. Patricia no dudó; el corazón se le salía del pecho. Se arrepentía de haber sido tan dura con su padre. La niña mujer se ajustó el chal, se cubrió los hombros y dejó reposar al dragón. Con sus manos delicadas, secó las lágrimas que habían hecho correr el ligero colorete oscuro de las pestañas y se lanzó en pos de su amado padre. A lo lejos se oyó una voz entrecortada y suplicante. — ¡¡Papá, espera!! ¡¡Papá, no te vayas!! ¡Pinche Zurdo, perdóname! ¡¡¡Híjole, no seas tan susceptible, güey!!! Te quierooo. Capítulo 18 Cuando los ángeles aparecen sin avisar México D. F., en la iglesia donde todo empezó. El cuerpo de Fernando M iralles se cubrió del frío glacial que se supone presagia el poder de la muerte. El dolor se adueñó de sus músculos, comenzando en el hombro izquierdo e irradiando al cuello, la cara y, por último, hacia todo el cuerpo. Durante aquellos segundos de vencimiento, de abandono de la vida, experimentó esa horrible transición previa que arropa el deceso. Las cuatro explosiones de las pistolas de los sicarios volvieron a retumbar en los oídos. M orir no fue agradable. M ás bien, hasta le pareció raro, diferente, curioso. La iglesia había ennegrecido, la víctima no veía reflejos de luz; ya no existía la facultad de movimiento. El Zurdo tampoco imaginaba que el olfato pudiera sobrevivir a la muerte. La pólvora quemada con olor a camposanto inundaba sus pulmones y le impedía respirar. La sensación de asfixia que le anegaba los alveolos, forzada por la sangre nerviosa y asustadiza, lo sofocaba. Por último, el sicario mayor jamás había llegado a sospechar que al morir también fuera posible oír con claridad. Sin embargo, ahora él escuchaba tacones de botas texanas que se alejaban de su radio auditivo como si estuviesen despidiéndose del cadáver. Lo lógico era interpretar que el alma aún seguía viva, que quizás no se dirigiera a ningún sitio, y tal vez quedara sepultada en los muros de la capilla. M orir resultaba extraño, insistía en su último suspiro: sí, en definitiva, aquello era muy raro. El frío cadavérico que percibía en el pómulo derecho le recordaba el impacto de la caída cuando le dispararon a quemarropa. Su último recuerdo consciente, fresco, palpable eran los rostros de sus dos verdugos macilentos, con caras de nacos infernales, apuntándole de frente antes de dispararle. La espera de los balazos se le antojó una eternidad al muerto, desde el momento cuando cerró los ojos hasta que por fin oyó los cuatro truenos. Pero lo escandalosamente diferente, extraño a todo análisis forense, era la posición de su cuerpo, algo muy difícil de explicar. Supuso que cuando cerró los ojos, los sicarios se movieron y cambiaron de posición para dispararle por la espalda; de lo contrario, su esqueleto debió haber sido lanzado hacia atrás por el impacto de las municiones. «¡Qué raro todo…! volvió a pensar Fernando M iralles antes de partir hacia un nuevo espacio infinito. ¡O será que ya estoy muerto y no quiero aceptarlo!». Para despejar las dudas, forzó los párpados del ojo izquierdo, el que estaba libre y chocaba contra el piso. Su visión era muy difusa, y se imaginó en tránsito hacia el otro lado del mal, aunque no divisaba las puertas del averno, ni el fuego eterno, ni mucho menos al demonio. Creyó estar solo en una antesala, en un cubículo de espera pintado de negro intenso. Cuando al final la pupila pudo enfocarse, el sicario mayor se aterró. A poca distancia de su cabeza, un río de sangre que arrastraba pedazos de masas gelatinosas, amarillentas y pálidas venían hacia él «¡Qué raro es morirse!», insistía el terco del Zurdo. Casi por inercia, intentó erguir el cuello, pero el peso del cuerpo se lo dificultó; a duras penas alcanzó a alzar un poco la mirada, pero tal fue el impacto que le causaron las terribles imágenes que pudo adivinar, que volvió a desplomarse presa del miedo. A su derecha yacía uno de los sicarios encargados de matarlo. Sí, el desgraciado de panza más hinchada tenía la cabeza hendida en dos como una flor, y el riachuelo de sangre que había a su alrededor estaba decorado con pedazos de materia encefálica. La escena era aberrante. «¿Qué carajos pasa acá?», se preguntó el difunto. La curiosidad lo sedujo, obligándole a voltear bruscamente la mirada en sentido contrario, y la escena se repitió: del otro lado estaba tendido un segundo cuerpo inerte, sangrando por la rodilla y con el cráneo hecho pedazos, como el de su compañero. Con gran dificultad, el Zurdo logró arrodillarse. Las ataduras de las muñecas se habían apretado en el momento de la caída. Sorprendido, focalizó su mirada en la carrucha que sostenía el cuerpo crucificado del padre M anuel García Porras. A su lado, el asesino con cuerpo de escuincle, de muchacho escuálido, le ayudaba a soltarse. El párroco había perdido el conocimiento, lo que facilitó el doloroso trabajo de desprender los clavos de las extremidades. El Zurdo no entendía nada; llegó a pensar que la cocaína que el día anterior inundaba su sangre le estaba generando visiones absurdas en el infierno. El salón era un teatro del absurdo, sin embargo, los muertos eran bien reales. La sangre y los sesos olían sinceros, a matadero, y sabían a muerte. La Pelona estaba de fiesta: por ahora ya tenía dos infelices en su carruaje. Buscando explicaciones, los ojos del Zurdo se posaron en el rostro de San M iguel, a su izquierda. Sin querer le preguntó qué estaba pasando. No hubo respuesta, pero sí un ligero rocío bañado de aromas de vainilla y miel, el mismo incienso que su madre encendía para dar gracias al poderoso Príncipe de la M ilicia Celestial. El débil ateísmo circunstancial del Zurdo había adelgazado setenta y dos horas atrás, y ahora entraba en agonía. En lo más profundo de su corazón, Fernando M iralles repitió las palabras de su madre: «Dios nos envía los milagros cuando más los necesitamos y cuando menos pensamos merecerlos». Por extraño embrujo o milagro bendito seguía vivo, y, por alguna casualidad inexplicable, eran sus verdugos quienes yacían muertos a su lado, bañados en su propia sangre. Tratando de entender la incomprensible película, el indultado intentó conversar con la otra persona consciente de la sala, el asesino silencioso con cara de chico hambriento. De seguro, él podría explicarle el extraño drama. Con tono risueño e incrédulo el Zurdo preguntó si se trataba de alguna broma pesada. — ¡¡Oye, güey!! M e perdí algo, ¿verdad? ¿M e puedes ayudar a entender todo esto? ¡Digo, no sé! Porque matar a dos sicarios para salvar a otro ya condenado, ehhh…, es algo que no se ve todos los días… ¡¡Ah, ya sé!! De seguro otros te pagaron por mi cabeza. ¿Otro clan, verdad? ¡Segurito les valgo más vivo que muerto! ¡Claro, eso es! – el silogismo burlón no inmutó al joven de cuerpo raquítico que caminaba en dirección al Zurdo empuñando un filoso cuchillo de doble hoja. De nuevo la sensación de la muerte inminente se apoderó de su ser. El Joven sicario tal vez lo degollaría. La cabeza sangrante era la prueba que necesitaba llevarle a don Tomás y tal vez los gordinflones desangrados en el piso del lugar santo no eran más que testigos innecesarios. Claro, esa era la típica forma de actuar en el mundo del narco. Cuanto más sanguinario es uno, más se gana el respeto de los de arriba, y sobre todo, de los contrarios. Es la mejor forma de amedrentar el alma del enemigo. Sin pronunciar palabra, el despiadado asesino con cara de niño angelical se acercó lo suficiente al condenado y lo tomó con suavidad por los hombros, teniendo la consideración de no ejercer mucha presión en el lado izquierdo y evitando cualquier roce con la herida de bala. La perplejidad del Zurdo era cada vez mayor. El extraño personaje, que hasta entonces no se decidía a matarlo, se colocó detrás de él y con el cuchillo cortó las ataduras dejándole libres las manos al segundo capo de los Tomateros. Se miraron a los ojos, y una sensación de paz irrigó el corazón del Zurdo. Aquella mirada le era conocida, imposible de ubicar con precisión, pero, en algún momento, aquellos ojos se habían cruzado por designios de Dios con los suyos. El sicario le sonrió con afecto fraternal. Era la segunda ocasión en su vida que se presentaba ante Fernando M iralles. — ¿Cómo está, patrón? ¿No se acuerda de mí? ¡He crecido un poco desde la última vez que nos vimos! – dijo con voz pausada el criminal de mirada de ángel. Su interlocutor arrugó la sien y toda su alma. El Zurdo miró en derredor, y llegó a pensar que podía estar en un show de cámara oculta. Con ojos saltones, ahora sí que no entendía un carajo, porque no recordaba ni la voz, ni el rostro del matón que le perdonó la vida; solo distinguía el poder benéfico de los ojos de su milagroso amigo. — ¡Ah, carachas, pues perdona la sinceridad, güey! ¡¡¡Pero no tengo ni puta idea de quién carajos eres!!! No me malinterpretes, carnal, pero la neta es que no sé quién eres, y si tienes que matarme, pos dele de una vez y con ganas, que esto ya aburre – exclamó Fernando M iralles con resignación. — ¡Ja, ja, ja; no lo vengo a matar, mi patrón, cálmese! Soy Gerardo Guanipa, y me dicen el Pecas; soy de Oaxaca, ¿se recuerda? Hace diez años usted impidió que violaran a mi hermana, y también nos salvó la vida a ambos; además, ayudó a pagar las medicinas de mi hermano enfermo. ¿Ahora sí se acuerda de mí, señor? Usted significó todo para nosotros esa tarde. Yo le debía la vida, y por una de esas casualidades de Dios, hoy le puedo devolver el favor – los ojos del Zurdo se desorbitaron, los recuerdos cobraron vida: no daba crédito a lo que estaba escuchando, y un repentino escalofrío le taladró los huesos. Lo primero que le vino a la mente fue la imagen de su madre, que le recordaba el poder piadoso del Señor y su forma extraña de regalarnos milagros, sobre todo si estamos dispuestos a acercarnos a la luz. El aroma a vainilla y miel volvió a embriagarle el recuerdo: la imagen de la chiquilla mestiza lloriqueando y pidiendo clemencia ante el ataque salvaje del sádico que deseaba robarle su esencia de niña cobró vida en el corazón del Zurdo, y el pasado se hizo presente. Claro, ese día, al salir de La Peña de Carlitos, en aquella misión que jamás entendió pero que ahora le manoteaba la cara, bien valió la pena asesinar a un vendedor de drogas en el poblado más pobre del país. El asesinato fue el origen del vínculo con su nuevo ángel guardián. El cielo los presentó diez años atrás, y ahora Dios los volvía a juntar cuando hacía falta. El rostro del bandolero que había ejecutado en un pueblucho de mierda nunca se le borró de la mente: hoy Fernando M iralles logró entender por qué lo hizo. El corazón le palpitaba con furia, mitad por el susto y mitad de alegría. El Zurdo no encontraba palabras de agradecimiento; solo un par de lágrimas le demostraron al chico de cuerpo desnutrido que los valientes también tienen sentimientos de gozo ante Dios y la vida y saben desparramar el llanto cuando deben, sin necesidad y a puro corazón. El perdonado abrazó con fuerza a su querubín salvador. Detrás, la imagen de San M iguel los contemplaba sonriente, y el Zurdo le guiñó el ojo en señal de agradecimiento. El santo le devolvió el saludo con una brisa sutil para burlarse de él con cariño. La fe del hijo de Justina ahora pesaba el cuádruple de una semilla de mostaza. — ¡¡¡No mames!!! ¡¡Pinche cabrón, a «güevos»: si eres el Pecas!!! ¡Carajos, claro que me acuerdo! Fue hace mucho tiempo, y no te había vuelto a ver. Ahora te me apareces para salvarme; no mames, cabrón – dijo el perdonado con euforia. — ¡Bueno, mi señor, al final crecí en el pueblo! Allí me contrataron para ser empleado de un café, pero me peleé con un cliente, y casi lo mato. Y, por casualidad, estaba reunido un grupo de narcos que iban de paso, camino a Guerrero para llevar una merca, y, al ver mi actitud valiente, uno de ellos me dio su apoyo. Yo no quería ir preso, y, a cambio, empecé a chambear como minorista. Después maté a mi primer encargo, y la historia se repitió. M e contrataron varios narcos de medio pelo, hasta que don Pedro Rojas, en Chihuahua, me dio chamba (y de la buena) como guardaespaldas, y hoy soy su sicario de confianza. Disparo con las dos manos, y ellos dicen que soy bueno. Llevo dos años con los Tomateros, entre Sinaloa y Juárez. Ayer nos trajeron al D. F., y cuando me dijeron que había un trabajo especial, jamás me imaginé que fuera matar a mi salvador. Así que esperé el momento justo y libertamos la patria, carajo; ahora estamos a mano. Bueno, igual, mi vida siempre ha sido suya, mi señor, y después de esto ya no tengo para dónde ir, así que trabajo solo para usted. ¿Qué me dice, patroncito? ¿Le damos con ganas? – el Zurdo, aún incrédulo, intentaba reanimar al párroco, que seguía inconsciente. — ¡¡Pues ni modo, Pecas!! ¡Ahora yo te la debo, cabrón! Lo que no entiendo es por qué has inmolado tu carrera por mí – preguntó Fernando M iralles sonriente. — ¿Qué es eso, mi patrón? ¿Qué es inmo… qué?… – inquirió con dudas inofensivas el sicario. Su nuevo capo se rascó la cabeza y pensó con visible alegría interna: «Pinche escuincle… Pos, ni modo: tendré que educarlo». Una carcajada silente lo delataba. La ignorancia humilde y sana del Pecas lo hacía feliz; pero no había ni tiempo ni razón para cuestionar el conocimiento de la lengua española de un asesino a sueldo que solo entiende de balas, muertos y sangre. El Zurdo no le dio importancia al comentario, y prefirió concentrarse en rescatar a la pequeña y vengarse. — ¡No hay problema, muchacho! Olvídate de esa palabra, pero necesito que me ayudes. ¿Cuento contigo? – dijo el Zurdo buscando sumar fuerzas para la gran guerra, aunque tampoco quería usar a su milagroso amigo de carne de cañón, porque la batalla era de Fernando M iralles, y él no pretendía víctimas inocentes a su lado. — ¡¡¡Pues claro, mi señor, eso no se discute!!! ¡Usted diga rana, y yo salto nomás! – certificó el Pecas con vehemencia. — ¡Entonces, manos a la obra! Primero ayúdame a levantar al padre Lolo – los dos compañeros de aventuras enderezaron la pesada humanidad del hombre de la Iglesia y lograron recostarlo sobre un pilar de mármol rosa del altar mayor. Le lavaron las heridas de la mano, le limpiaron la sangre y los coágulos del rostro y de las partes del cuerpo que fueron torturadas para sacarle la verdad sobre la pequeña. El esfuerzo valió la pena, y, en menos de dos minutos, ya el franciscano tenía otro semblante. El Zurdo utilizó el celular del Pecas para llamar al convento de las carmelitas descalzas donde vivían las monjas que días atrás le habían curado las heridas. El sicario le rogó a la madre superiora que mandara un grupo de enfermeras a curar al sacerdote porque el hombre había sufrido un «accidente» (imposible dar detalles por teléfono). Resuelto así el primer problema, el Zurdo volvió a concentrarse en su pequeña hija. Cierto, aún no estaba seguro de que lo fuese, pero las coincidencias hablaban por sí solas. M irando fijamente a su salvador, el único aliado que tenía para ejecutar su idea libertadora, le dijo. — ¡Oye, Pecas, de veras te agradezco el apoyo! Pero, ¿estás seguro de que me quieres acompañar? M ira que vamos por peces gordos. Eso significa que la muerte puede ser el peor premio, y que tal vez tengamos casi todos los billetes de esa lotería, y con la Pelona jodiendo. Todavía estás a tiempo de rajarte y huir. Créeme que estás en tu derecho. Ya no me debes nada, no lo hagas por compromiso, ya hiciste mucho por mí, carnal, es tu decisión – advirtió el Zurdo con la seriedad del padre que despide al hijo que marcha a la guerra. — ¡¡¡M i señor, no dude; estoy para servirle!!! Cuando maté a estos cabrones ya firmé mi sentencia de muerte, así que es solo cuestión de ponerle fecha. Quizás muera hoy, pero le juro por mi madrecita bendita, mi Lupita hermosa, que haré todo lo posible para que nos toque ir al infierno en otra fecha. Cuente conmigo, patrón; no perdamos tiempo. Vamos a salvar a su chamaquita, eso es lo único importante – aseveró con sinceridad absoluta el único soldado de Fernando M iralles, su nuevo escudero. El Zurdo lo observó con sorpresa, con gallardía y valor, y le dio una palmada en el pecho celebrando su valiente decisión. Antes de salir de la iglesia, le dieron un poco de agua al franciscano y le aseguraron que volverían por él, que las monjitas del convento estaban en camino para curarle y que la fe es lo más sagrado en el camino a la victoria. Don M anuel apenas tuvo fuerzas para sonreír. Estaba hecho pedazos, golpeado y malherido, pero aplaudía las palabras del nuevo vengador. Fernando M iralles se inclinó y tomó la mano del sacerdote y la besó como despedida. Acto seguido hizo lo mismo con el Cristo que pendía de su rosario. Y, con esperanza, le pidió la bendición al párroco, que se la dio con lentitud; los brazos seguían demasiado adoloridos, pero la luz del Señor llegó al corazón del penitente. El Zurdo se incorporó y corrió hacia la puerta principal, pasando junto a la figura de San M iguel Arcángel. Por última vez ese día se persignó, besó los pies de la estatua y le dio las gracias por aquella oportunidad, y en silencio le imploró que salvara la vida de Patricia. El criminal se disculpó, pero tenía que guardar los rezos para después porque no sobraba tiempo; aun así, le prometió siete misas y un arreglo floral si los sacaba de aquel infierno. El minutero corría raudo e implacable, pero Fernando M iralles sintió en lo más profundo de su alma que San M iguel Arcángel le había guiñado el ojo y le había otorgado su bendición. Sentía el poder del ejército celestial a sus espaldas; sabía que su misión parecía absurda, pero ante los ojos de Dios nada es imposible; todo se puede moldear con fe y esfuerzo, y a Fernando M iralles le abultaban los dos. Una vez fuera de la iglesia, le explicó su increíble plan al chico famélico, repitiendo su frase de guerra: «Jamás nos ganarán». — ¡Pecas, necesitamos armas! De ser posible, también un par de granadas nos pueden ayudar mucho en la guerra – solicitó nervioso, consciente de que no contaba con poder de fuego, y sin armas no había esperanzas de ganar la pelea. Las dos pistolas del muchacho no daban para mucho. — ¡No se preocupe, mi señor! Venga conmigo – le respondió con soltura su lazarillo abriendo la cajuela de un Ford LTD color vino tinto. Era el auto en el que habían llegado de Sinaloa los sicarios con la misión de acabar con la vida de tres inocentes. El Zurdo echó un vistazo rápido y admiró el bien surtido arsenal que había dentro del carro. Faltaban muchas manos para poder disparar todo el armamento de grueso calibre que sobresalía de la parte trasera del automóvil. Cada uno tomó un par de Sig Sauer P250 calibre 357, verificaron que cada peine contuviese quince balas y se apertrecharon con algún cargador de reserva. Se echaron las pistolas a la cintura, enfundadas en cartucheras de cuero negro con dos compartimientos para los peines de recambio. En los tobillos se ataron sendos Smith & Wesson 38, de cañón corto y de solo seis tiros, por si las noventa y seis balas de que disponía cada uno no fueran suficientes. Ambos se vistieron con una chamarra de lana multicolor, típicas del invierno norteño, que reposaban en el asiento trasero. La vestimenta prestada servía para disimular el bulto de las armas. Las chamarras de los sicarios muertos les quedaban anchas, pero no había otra salida; el uniforme les servía de camuflaje. El Zurdo completó su disfraz con un sombrero de cuero negro que le tapaba la frente y parte de los ojos, e impedía su identificación a simple vista. Para triplicar su capacidad de ataque, depositaron cuatro granadas, dos en cada saco. Ahora ya tenían el disfraz, las armas, las municiones, el motivo y las ganas de matar: solo les faltaba el plan perfecto. El Zurdo le indicó a su sargento que subiera al coche y condujera sin pausa; en el camino le daría ideas para acabar de inmediato con la guerra. El pesado Ford LTD arrancó a toda marcha. Dos asesinos experimentados y armados hasta los dientes iban dispuestos a cambiar el curso de la historia del cartel más poderoso del D. F. y parte de la costa oeste del país. M ientras continuaban su avance rumbo a un destino incierto, el dolor en el hombro izquierdo comenzó a minar la resistencia física y la concentración del Zurdo, pero no había oportunidad de ver a un médico. Se le ocurrió entonces, volver a administrarse un analgésico alternativo, pero muy eficaz en situaciones de extrema presión. — ¡¡Oye, Pecas, necesito un poco de coca!! ¿Crees que me la puedas conseguir? – demandó el herido, consciente de que, si no recuperaba las fuerzas, su batalla arrancaba medio perdida. — ¡¡¡Pues claro, mi señor, nomás abra la guantera y es toda suya!!! – el copiloto hurgó en el compartimiento interno del lujoso auto y encontró un sobre de papel cartón grueso color beis. El Zurdo lo tomó en las manos, desprendió un pedazo de cinta adhesiva que sellaba los extremos del envoltorio y sacó dos bolsas plásticas llenas del estimulante blanco. Cogió un puñado en la mano derecha y se lo llevó a la nariz, crónicamente irritada por las frecuentes inhalaciones, y de inmediato, se empolvó las fosas nasales dándole una esnifada tan profunda que hubiera podido resucitar a un muerto. Los pulmones le rechinaron al recibir semejante descarga. En cuestión de segundos, el efecto de la droga comenzó a transportarlo a un espacio silencioso, carente de dolor, y salpicado de libertad sensorial. Los espasmos de la droga le hicieron perder la noción del tiempo por escasos segundos, hasta que el chófer tuvo que recordarle su misión. Ese fue el detonante que lo devolvió a la tierra. El Zurdo le dio las gracias al joven, y recuperó la concentración necesaria para elaborar su nuevo plan. A los pocos minutos le dio instrucciones al Pecas. — ¡Carnal, necesitamos refuerzos! ¿Tienes a alguien de extrema confianza que nos dé una mano? ¡Hacen falta dos hombres más! Ustedes eran cuatro; la lógica es que entremos cuatro a La Casona. Eso nos lleva hasta la puerta principal. La ventaja es que ustedes llegaron de noche, y en la oscuridad todos los gatos son pardos – sintetizó el Zurdo con claridad insuperable. — Tengo un primo en el D. F. que es sicario, igual que yo. ¡Es muy bueno el cabrón! Pero cobra caro, y no sé si estaría dispuesto; déjeme, que le llamo – confirmó el Pecas tratando de calmar la excitación de su nuevo jefe. —¡¡¡Por dinero no te pares!!! Dile que le pago diez veces lo que él cobra por matar a cualquier pinche pendejo pero de muchísimo peso. Asegúrale que lo voy a hacer rico en un solo día, porque vamos a matar a varios peces gordos; de los picudos – enfatizó el Zurdo. No quería perder tiempo negociando menudencias, la guerra estaba declarada, y el dinero solo servía para pagar mercenarios. — ¡No se preocupe, patrón; yo me encargo! No más dígame dónde es la fiesta, y allí estará el primo y algún cuate más; se lo garantizo, es de mi confianza. Estoy seguro de que él conoce a varios matones de los meros buenos – prometió el chófer sacando de la chaqueta el celular para cuadrar la cita y el negocio. Ya habían pasado más de treinta minutos desde la fuga de la iglesia donde descansaban los cuerpos baleados de dos sicarios chihuahuenses. El Pecas convenció a su primo para que los acompañara en la misión suicida. Establecieron el sitio de reunión a diez cuadras de La Casona, en pleno Temucalco, en un galpón abandonado que servía de basurero para carros desmantelados después de haber vendido sus piezas. Nadie sospecharía. El sitio era la residencia de lujo de pordioseros, mendigos y drogadictos en etapa terminal. Esos malvivientes ya no pertenecían a este mundo. Sus cerebros solo entendían de rinocerontes de colores que danzaban en lagunas de miel con chispas de canela, o de dinosaurios que salían de los coches abandonados para devorar a sus víctimas en noches de luna menguante. Ningún jefe del cartel pasaba por ese lugar de cadáveres ambulantes. Era el mejor escondite para ultimar los planes para el asalto a La Casona. El primo del Pecas llegó en 34 minutos. Se bajó de un taxi verde y blanco en forma de escarabajo, acompañado de uno de sus hombres de confianza. Los recién llegados entraron al deprimente lugar y llamaron al celular del Pecas para que les dijera la ubicación exacta del Ford LTD. Lo encontraron en siete minutos de caminata. Una vez dentro del automóvil, los cuatro pasajeros se saludaron. El primo del Pecas quedó estupefacto cuando vio el rostro del contratante, el mero Zurdo, el segundo al mando de los Tomateros. El temido y respetado jefazo de la propia hermandad les estaba pidiendo que hicieran una matanza peligrosa con don Tomás y todos sus soldados valiéndose solo de la sorpresa como estandarte para entrar y aniquilar a todo un ejército. A simple vista, la idea les pareció desquiciada, pero luego de pensarlo bien decidieron aceptar el trabajo por dos razones: si todo salía bien, no solo recibirían una buena paga que les permitiría retirarse para siempre del mundo del crimen, sino que, además, cabía la posibilidad, solo si había éxito en el ataque, de llegar a ser los escoltas del nuevo capo de capos, don Fernando M iralles. Claro que, en caso contrario, el único reembolso sería una muerte segura. Una apuesta peligrosísima, pero ¿qué está exento de peligro en la vida? Los cuatro guerreros se dieron un apretón de manos para sellar su pacto de sangre. El plan era demasiado simple, concreto, fácil de entender, aunque bien absurdo y muy peligroso. El Pecas echó a andar el Ford LTD vino tinto, y los vengadores salieron del escondite rumbo a La Casona en busca de la libertad o de la muerte. Entendían con claridad que solo Dios diría la última palabra. Dos de los nuevos caballeros del Temple se encomendaron a la Santa M uerte; otro era ateo, y le rezó a sus pistolas. El Zurdo se encomendó a San M iguel Arcángel. El largo automóvil atravesó las cinco cuadras que los separaban del campo de combate en solo doce minutos. Cuando se asomó al callejón sin salida, los guardias de La Casona advirtieron la presencia de los visitantes y observaron que era el mismo automóvil de la noche anterior. El coche se detuvo a la altura del intercomunicador electrónico. La voz del vigilante de turno pidió identificación al conductor, el único que abrió la ventanilla polarizada. La luz en diagonal reveló la presencia de otras personas, el mismo número de visitantes del día anterior. Gerardo Guanipa se identificó con soltura, y dijo traerle noticias importantes a don Tomás relacionadas con la suerte de unos prisioneros. El celador llamó a la sala de juntas y transmitió el recado. El capo, que esperaba ansioso al visitante, dio órdenes claras de que fueran de inmediato a donde se estaba celebrando una reunión entre el jefe del clan y sus últimos siete lugartenientes todavía vivos. Todo encajaba con la estrategia del Zurdo, que conocía al dedillo los movimientos del capo y sus secuaces en el interior del refugio. Las órdenes fueron audibles, claras y sencillas para los cuatro visitantes. Fernando M iralles sonrió para sus adentros: la primera fase del ataque había transcurrido sin sorpresas, el plan avanzaba. Ya parecía tener algo de lógica. El Ford LTD cruzó los jardines de la lujosa mansión. De día, las flores parecían inmenso, muy diferente destellar con luz propia; el jardín era del de la oscura noche anterior. Tres hombres se bajaron del coche frente al portón principal de la lujosa mansión del mal. De allí a la sala de juntas los separaba una distancia más bien corta. El ayudante del primo del Pecas se pasó al volante del vehículo, listo para emprender la fuga a toda máquina. Su responsabilidad en el combate era simple: abandonar el lugar a toda velocidad después de la masacre. Fernando M iralles pasó inadvertido. Los lentes de sol, el sombrero de ala ancha, una talla más que la de su cabeza, y la chamarra del naco obeso le brindaban privacidad absoluta; lo hacían irreconocible. Nadie se percató de la presencia del verdugo malherido; ninguno de los habitantes de la morada osaba sospechar que cuatro locos armados atacarían al capo y sus apóstoles en su propia madriguera. Esa posibilidad era increíble. La sorpresa seguía siendo el amuleto del Zurdo. El Pecas saludó al escolta que los acompañaría hasta la puerta del salón de reuniones. Los tres hombres siguieron al guía y atravesaron parte de la mansión. Cada uno de ellos memorizó su parte en el ataque por sorpresa. En la mente del Zurdo solo cabían los cálculos de las distancias donde solía ubicarse y desplazarse don Tomás. Su mano derecha practicaba en silencio los movimientos que ejecutaría antes de dispararle a uno de los brazos de su antiguo jefe. Lo necesitaba vivo; sin el capo, el plan fracasaría y todos morirían en el acto. Los tres hombres llegaron a la puerta del salón privado. El Pecas se ubicó al frente, y detrás de él, su primo, con el Zurdo en la retaguardia. Cada uno sabía el rol que le tocaba desempeñar tan pronto como sonara el primer plomazo. Por lo general, los invitados se ubicaban en números similares a ambos lados del grueso y amplio mesón. La sorpresa era el verdadero milagro que permitía el éxito en la pelea a muerte. El guarura del capo se puso de pie frente a la puerta, dejó reposar su AK 47 sobre el cordón que guindaba del hombro izquierdo e hizo girar con ambas manos los tiradores de la pesada puerta del despacho. El Pecas fue el primero en entrar. Su primo apenas se había asomado a medias en el umbral cuando se oyó el efusivo saludo de don Tomás. La escena transpiraba normalidad. — ¡¡¡M i querido amigo!!! ¿Cómo estás? Dime que me traes noti… – la salutación de don Tomás murió en segundos. No había terminado el capo de pronunciar su bienvenida cuando el Zurdo salió de la sombra de los dos primeros visitantes y tiró el sombrero prestado para apuntar mejor al objetivo. La Sig Sauer P250 calibre 357 acalló las voces de los presentes. Un disparo certero le destrozó el hombro derecho al capo, que salió despedido y fue a caer varios metros detrás chocando contra una vieja biblioteca que adornaba el salón. El estruendo alertó a los moradores y dio inicio la fiesta de sangre y muerte. El Pecas ya había desenfundado sus dos pistolones, y disparó con precisión magistral sobre la humanidad de tres sicarios sentados a la izquierda. La sorpresa del ataque impidió toda reacción en el bando contrario. Ninguno de los siete escoltas del capo pudo tan siquiera desenfundar su arma. El ataque duró fracciones de segundo, tal como lo había planificado el Zurdo en su experimentada mente fría y criminal. El primo del Pecas se encargó de despachar al resto de los guardias en el lado opuesto de la mesa. El hombre que había quedado de guardia en la puerta trató de echar mano de su rifle de asalto de fabricación rusa, pero el propio Zurdo le dio tres disparos que acabaron con su vida al instante. Los tres vengadores se adentraron en la sala de juntas y remataron a los caídos. Pero no al Sarna. El Zurdo exigió que no lo liquidaran todavía porque le tenía reservada una sorpresa. La hermandad de los Tomateros, al menos en el D. F. acababa de ser descabezada por completo. El estruendo de las detonaciones alertó a la treintena de custodios que protegía la cueva del mal. Corrieron hacia la sala de juntas. Pero el Zurdo ya había impartido nuevas y precisas órdenes. La fase tres del plan comenzaba de inmediato. El primo del Pecas abrió la puerta y lanzó dos granadas de fragmentación al pasillo exterior. Las explosiones derribaron a varios sicarios, y la confusión más absoluta se adueñó de la situación. Las armas de los guardias les servían de poco, ya que el polvo generado por las bombas impedía la visibilidad. Además, la puerta del salón, las ventanas y las salidas de emergencia estaban blindadas. Era un hecho: el Zurdo tenía secuestrado al capo en una caja fuerte. Fernando M iralles se acercó al maltrecho jefe del cartel o, más bien, a lo poco que quedaba de él. La historia había cambiado mucho desde que se despidieron en el interior de la iglesia. Al ver la mirada asesina del Zurdo, don Tomás imploró perdón y clemencia, y hasta incluso rezaba en voz baja, pero los planes de su captor eran otros. El sicario se agachó hasta el suelo y tomó por el cuello a su víctima, la lanzó contra el escritorio, y, con la mano derecha, asió firmemente la cabellera del capo, que sangraba de manera copiosa por el hombro. El Zurdo lo obligó a mirar a sus apóstoles muertos. El mensaje no podía ser más claro: la vida del capo estaba en manos de su antiguo hombre de confianza; todo error tenía como premio la muerte inmediata y sin contemplaciones. Afuera, los guardias gritaban y preguntaban qué estaba ocurriendo en el salón principal. En realidad temían por su vida. Si el capo lograba sobrevivir, los fusilaría a todos por no mantener la seguridad del lugar. La voz del Zurdo logró calmarlos. Ellos no sabían de la traición del Zurdo, ya que don Tomás, por miedo, jamás hizo públicas las acusaciones contra Fernando M iralles. Sin quererlo, el secretismo se convirtió en cómplice del sicario justiciero. — ¡¡¡M uchachos, tranquilos; soy el Zurdo!!! Don Tomás está herido, pero está bien; fuimos víctimas de un complot. Hemos matado a varios traidores. ¡Vamos a salir, y necesito su ayuda! Vigilen la salida principal, y que nadie entre ni salga sin mi autorización – las palabras del hombre fuerte sonaron increíbles, pero más inaudita era la escena. O el tipo decía la verdad o estaba loco de remate. El tiempo estaba contra ellos, pero, si no cooperaban, las cosas podrían ser peores. Uno de los guaruras de confianza pidió hablar con el capo. El Zurdo le mandó que despejaran el área del pasillo y alistaran las camionetas; todos debían abandonar La Casona porque los Federales venían a matarlos. Y enfatizó que uno de los traidores era M ancera; si lo veían, debían reventarlo sin preguntar y sin piedad. Don Tomás no salía de su estupor. La situación estaba en manos de su antiguo mejor amigo, el gran Zurdo, que ahora lo tenía todo bajo control. La victoria continuaba de su lado. El capo no pudo pronunciar palabra, porque tenía una Sig Sauer en la boca, lista para volarle la garganta y el cuello. Los guardias de seguridad analizaron el mensaje que ahora cobraba visos de realidad creíble y comenzaron a cumplir las órdenes, aunque dejaron a tres hombres como custodios de la retaguardia. En el interior de la prisión sin rejas, el Zurdo definió los parámetros de la fase cuatro, la penúltima del plan: el escape de la mansión de la muerte. — ¡Bueno, don Tomás, ahora me toca a mí, pendejo de mierda! O usted me hace caso y cumple al pie de la letra todas mis órdenes, o, de una, lo lleno de plomo – el capo mayor asintió con la cabeza. El Pecas retiró con lentitud la pistola que oprimía las cuerdas vocales del prisionero. Don Tomás realizó un último intento de imponer su autoridad: — ¡¡Pinche Zurdo!! ¡¿Te volviste loco?! ¡¡Sabes que de esta no sales vivo, cabrón!! M is hombres te van a volver mierda, eres un idiota. Todavía estás a tiempo de salvarte. Dime cuánta lana quieres, y arreglamos esto por las buenas – la amenaza encolerizó a Fernando M iralles. En respuesta le introdujo el cañón de la pistola, aún al rojo vivo por los fogonazos de los disparos recientes, en el hueco del balazo en el hombro. El metal chamuscó los bordes de la herida arrancándole al capo alaridos de dolor. El hombre otrora poderoso no era más que un condenado al patíbulo. — ¡¡No, hijo de mil putas, acá el que se muere es usted si no hace lo que le digo!! Preocúpese por salvarse, si es que desea vivir. Repito por última vez, pinche naco, ¿va a hacer lo que le digo, sí o no, pendejo de mierda? – la pistola siguió penetrando en el orificio dejado por la bala; entonces el prisionero no tuvo opción: se rindió sin condiciones. — ¡Está bien, Zurdo, haré lo que mandes! Solo quítame esa porquería de encima; me duele mucho la herida – el hombre fuerte había claudicado. Su verdugo sonrió con odio y rabia. Obligó a don Tomás a ponerse de pie. El Zurdo agarró una de las granadas que le quedaban en su chamarra destallada y colocó el explosivo en la axila izquierda del capo, la que estaba sana. Con cinta adhesiva gris de la que se utiliza para amarrar objetos pesados, incluso para atar de pies y manos a las víctimas de los crímenes del narco, forró la bomba de mano con muchas vueltas para que fuera imposible desprenderla. A continuación, ató un cordón a la espoleta de la pieza fragmentaria y el otro extremo a su mano derecha. Ahora ya podía develar la estrategia que los sacaría ilesos del infierno. — ¡Óigame bien, don Tomás! Si usted rompe el trato, yo nada más debo jalar del cordón, y en diez segundos la granada lo manda al otro mundo. Yo tengo tiempo de correr; usted no, porque, vaya a donde vaya, lleva la muerte encima. Si no quiere morir ahorita, su única salida es hacerme caso al pie de la letra – decretó el verdugo en espera de confirmación. — ¡Está bien, Zurdo, haré lo que me digas! Solo te ruego que no me mates – el miedo a morir de aquella forma tan sádica forzó la rendición final del condenado. Estaba claro que con el sicario no se jugaba. — ¡M uy bien, don Tomás, el plan es simple! Vamos a salir los cuatro. Usted dirá que el Sarna, el Chuquis y M ancera lo traicionaron, y que gracias a mí y a los hombres de Pedro Rojas de Chihuahua está usted vivo. Luego les dirá a todos los guardias de La Casona que, hasta que usted se recupere, el capo encargado soy yo. Que su seguridad y su protección están bajo mi cargo y que todos deben hacer lo que yo les diga. Esta misma noche me reuniré con los jefes del cartel de Chihuahua. Si cumple con el guion, le juro que se salva. De lo contrario, celebramos hoy mismo el grito de independencia con su cuerpo volando por los cielos del Distrito Federal. Los presentes quedaron atónitos. El dominio de la situación que el Zurdo demostraba era absoluto. Nadie se imaginó nunca que un sicario chingón pondría de rodillas al mismo demonio. El Sarna, que estaba muy malherido, recostado en una silla a la derecha del mesón, no podía creer lo que estaba pasando. Atemorizado y resignado, bajó la mirada ante la derrota inminente que todavía negaba con la cabeza. Había recibido tres disparos certeros, y las fuerzas le fallaban. La muerte se lo llevaba. El Zurdo se acercó a él. Sentía necesidad de verlo morir con mucho dolor: qué menos merecía su negra traición. Le presionó el arma contra el cielo de la boca y, antes de apretar el gatillo, le dijo: — ¡¡¡Ya viste, güey!!! Ni tienes los «güevos» ni eres capaz de sustituirme, cabrón. Ahora púdrete en el infierno, maldito Sarna. ¡Esto es en nombre del padre M anuel y de mi hija! Que Dios se apiade de ti, cabrón de mil putas, porque yo no – el plomazo hizo volar la cabeza del sicario en mil pedazos. Fernando M iralles era feliz. Había cobrado con creces su despiadada venganza. Las órdenes del nuevo líder fueron aceptadas sin chistar. Los guardias de seguridad se tranquilizaron cuando vieron a don Tomás salir caminando, herido, pero con vida. En el trayecto hacia el jardín, el capo repitió el discurso como un papagayo, y los vigilantes se quedaron convencidos de lo que el Zurdo les había dicho. Nadie se percató de la presencia de la granada ni del verdadero motivo de las órdenes, porque el maquiavélico sicario abrazaba a don Tomás y le impedía que advirtiera a sus secuaces. Antes de subir al Ford LTD, Fernando M iralles les dijo a los hombres que aún quedaban en La Casona que en la biblioteca del salón, detrás de la Enciclopedia Británica, había una bóveda secreta, con una caja fuerte que guardaba más de treinta millones de dólares en efectivo. Les ordenó que se los repartieran entre todos y se escondieran hasta nuevo aviso, y que mantuvieran silencio; ni una palabra a nadie. Por ahora él hablaría con Pedro Rojas para retomar el control de la operación hasta que don Tomás se repusiese de sus heridas. Por último, la cabeza del coronel M ancera tenía precio: un millón de dólares para el que le diera de baja esa misma tarde. En medio de la confusión que se desató, el Ford LTD vino tinto emprendió la huida. Los maleantes que quedaron en La Casona se dispusieron a hacer lo mismo, pero la idea de repartirse el tesoro oculto desencadenó la guerra interna. ¿Cómo comprobar en corto tiempo la existencia de tal cantidad de dólares? ¿Quién haría la repartición? Antes que llegaran los supuestos Federales, el maligno hizo acto de presencia, y la codicia sedujo a los guaruras. Como sucede con todo botín de guerra, los sicarios dirimieron sus diferencias con las armas. Las pistolas hablaron, y los delincuentes acabaron matándose unos a otros, porque después de escapar cualquiera podía delatar a los demás. Incluso la idea de la llegada de las supuestas tropas daba vida a la versión de un enfrentamiento con los hombres de la ley. Un plan magistral de parte del Zurdo, que reducía el número de enemigos y perseguidores. Al final, solo tres asesinos quedaron en pie, los más suertudos. Con recelo, cada uno extrajo varios sacos de dinero, los tiró en una camioneta y salió con rumbo desconocido. Dentro del Ford LTD, el prisionero de lujo deliraba del dolor que le producía el balazo en el hombro derecho. El Zurdo le dio un par de bofetadas para avivarlo mientras que sus hombres celebraban la huida sin bajas de su ejército. Pero era temprano para cantar victoria; aún había que cumplir con el segundo plan. El capo volvió en sí y, a gritos, reclamaba su libertad y pedía que lo llevaran a una clínica para curar sus heridas. Su captor prometió ponerlo en libertad a cambio de un último compromiso. — ¡M uy bien, don Tomás, usted cumplió con su palabra! Yo cumpliré la mía. Pero antes me tiene que decir dónde está la niña, porque de sobra sé que no estaba en La Casona; ese no es su estilo. Con eso estamos a mano. Le prometo que usted vive y yo me voy lejos, muy lejos. Lo dejamos todo en silencio y sin rencores. ¿Estamos claros? – puntualizó el Zurdo con voz seria. — Claro, Zurdo; no hay problema. La niña está en la clínica La Arboleda con el doctor Ramón Abreu; a él se la entregamos – respondió con ingenuidad el prisionero, lo que desató la furia asesina de su captor, que volvió a colocar la pistola en la herida del capo. — ¿Qué carajos hace Patricia con ese maldito doctor asesino? – la pregunta aclaró el estúpido error del viejo capo. — Perdona, Zurdo. El doctor Abreu la necesitaba para unos trasplantes de órganos; ya conoces su negocio – con esa explicación, don Tomás firmó su sentencia de muerte. — ¡¡¡M aldito hijo de puta!!! Es una niña, y la mandaste matar por sus órganos. Te juro por mi sangre que, si le han tocado un solo cabello, yo mismo te arranco el hígado y acabo con ese maldito hospital. Te lo juro por Dios y la Lupita – la amenaza vino cargada de golpes e improperios contra el capo. El Pecas intervino, y logró calmar la furia de su amigo. Sugirió moverse con premura en busca de la pequeña, ya habían transcurrido varias horas desde la salida de la iglesia. El Zurdo aceptó la recomendación, se calmó un poco y pensó con prudencia. Ese tipo de intervención quirúrgica amerita un sinfín de exámenes médicos para determinar la compatibilidad. El sicario rezó en silencio por que esa fuera la realidad del problema, y, queriendo ayudar a Dios en sus milagros, le exigió al prisionero otra orden inmediata. Le facilitó un celular a don Tomás para que actuara. — Tome, llamé al consultorio del doctor y dígale que hay cambio de planes con la pequeña. Que pare todo. Que usted va en camino al hospital y luego le explica. El viejo zorro no tenía alternativa, le dictó el número telefónico de la clínica a su agresor. La operadora recibió el recado y transfirió la llamada al consultorio particular del doctor Abreu. La intención no ayudó mucho. La pequeña ya había entrado en el quirófano, y no se podía interrumpir el proceso. Los sicarios escucharon la respuesta de la enfermera, el Zurdo maldijo al narco y toda su terrible historia. El Pecas y sus aliados encogieron el alma en apoyo a su jefe. La hija del Zurdo ya debía de estar muerta. Don Tomás temblaba: sabía que el final sería horrible. Capítulo 19 Los malos siempre dejan daños colaterales Cincuenta y cuatro minutos después de la huida. El peculiar automóvil pintado en tonos vino tinto entró de golpe en el área de emergencia de la clínica La Arboleda. A esa hora se toparon con una ambulancia en el momento de la entrega de un paciente terminal. Un señor mayor, casi anciano, llegaba con una crisis respiratoria, eran sus últimas horas de vida porque estaba perdiendo la batalla contra un devastador cáncer pulmonar. Los cuatro hombres salieron disparados del Ford LTD arrastrando a un herido de bala. Para evitar llamar la atención de los guardias de seguridad, el Zurdo les salió al paso, ellos lo conocían al igual que al paciente, que casi no podía hablar. El sicario les advirtió a los custodios que guardaran silencio: habían sufrido un atentado, y la idea era curar, esconder y proteger al capo en las instalaciones del hospital bajo la supervisión médica del doctor Ramón Abreu. Con celeridad, los cuidadores de la clínica les indicaron el número de la unidad de cirugía donde se encontraba el doctor. Era el quirófano número seis, en el piso cuarto. Colocaron a don Tomás en una silla de ruedas para facilitar la movilidad y se enfilaron en busca de los ascensores. El Pecas caminaba a la derecha del Zurdo, ambos constituían la tropa de avanzada, los otros dos cubrían la retaguardia. Ninguno exhibía sus armas, pero las acariciaban cada diez segundos debajo de las ropas para estar seguros de su capacidad de reacción ante lo inesperado. Apenas llegó el elevador al primer piso, metieron con rudeza al herido que estaba en la silla de ruedas. Un grupo de personas quiso entrar con ellos al ascensor, pero los guaruras los convencieron de no hacerlo. Al principio, su escueta verborrea no ayudaba a persuadir a los pacientes de no abordar el mismo espacio, hasta que mostraron un Smith & Wesson de calibre 38 de cañón largo reforzado. El instrumento de trabajo convenció a todos de que era más sensato abordar el próximo elevador. En la cabeza del Zurdo, los minutos corrían a una velocidad desproporcionada, y cada vez que las puertas se abrían antes de llegar al piso seleccionado aumentaba la rabia del sicario. Cuando la luz del botón del cuarto piso se iluminó en el panel de mandos del ascensor, la vida volvió a sonreírle: ya solo faltaban unos metros para salvar a su pequeña. Los cuatro sicarios salieron disparados en busca de los carteles de señalización. Producto de la angustia, al Zurdo casi se le olvida el cordel que sostenía en la mano derecha, el mismo capaz de accionar la granada pegada al cuerpo del casi difunto capo y, con precaución, le entregó la responsabilidad al primo del Pecas. Corrieron a grandes zancadas, la herida del hombro no era capaz de frenar el poder del amor entre un padre y su hija. La sangre que fluía del orificio de bala solo era un recordatorio del precio que debió pagar por sus errores. Sin pedir autorización o esperar ser atendidos, rompieron la manija de seguridad que bloqueaba el acceso al público hacia los quirófanos y hacia la sala de cuidados intensivos. En esa carrera contrarreloj pasaron por las áreas donde estaban salvando vidas, negociando con órganos o consumando defunciones obligatorias. El número seis estaba a la derecha, a mitad del pasillo. El Zurdo pateó la puerta y, pistola en mano, interrumpió la operación que estaban practicando. Los galenos, enfermeros y anestesiólogos gritaron desesperados y, por mero instinto, alzaron las manos en señal de rendición. No era la primera vez que algún delincuente obstaculizaba su trabajo, bien para exigir salvar al enfermo, o bien para cobrar venganza y rematarlo en el acto: cosas de la guerra entre bandas en una ciudad donde el crimen es el primer titular de los diarios. camilla Las sábanas verdes que cubrían al paciente postrado en la exhibían una abundante pigmentación rojiza. La gran cantidad de sangre hacía presagiar lo peor. El Zurdo gritó desconsolado, sentía que le arrancaban la vida. Preso de furia vengadora, preguntó por el doctor Ramón Abreu; él no podía identificarlo porque las máscaras verde lima habrían confundido al mejor cazador. Los compañeros del cirujano le abrieron paso a las demandas del pistolero. Abreu comenzó a sudar frío y a temblar sin pausa, el Zurdo se le acercó, le colocó la punta de su Sig Sauer negra de alta potencia en la frente y le exigió con odio que se hiciera cargo de la salud de la pequeña. — ¿Qué hiciste, maldito? ¡¡¡Eres un cerdo asesino!!! ¡Ahora sí te vas al infierno, pendejo, hijo de las mil putas, te vas a la chingada! – sus palabras transportaban olor a muerte y a sed de venganza, y brotaban de su boca fruto de una total irracionalidad. Abreu se dio cuenta de que en la sala de operaciones estaba don Tomás, sentado en una silla de ruedas, baleado, golpeado y rendido ante un poderoso e insospechado enemigo que ahora tenía en sus manos todo el poder de la vida o la muerte. El maquiavélico doctor quiso justificar sus cochinas acciones y pidió clemencia: — ¡¡¡Cálmate, Fernando, cálmate, te lo ruego!!! ¿Qué ha pasado? ¿Qué necesitas de mí? ¿Quieres que atienda a don Tomás? – la estúpida excusa irritó al asesino, que escupía sangre y odio. Estaba dispuesto a destruir todo el edificio si su pequeña moría. — ¡¡Era una niña, maldito, una chiquilla llena de vida!! ¡M i pequeña reina! ¿Cómo pudiste, cobarde? ¡M atarla por sus órganos, hijo de puta! Ahora sí que todos se mueren en esta mierda de hospital. El doctor expresó el asombro de su vida, y los ayudantes vestidos de enfermeros se miraron entre sí. El Zurdo los observó con detalle, algo no cuadraba. Cuando estaba decidido a terminar con la infamia, dos policías federales, que con seguridad, no conocían la verdadera relación entre el narco y el hospital, entraron en el quirófano con sus armas listas para disparar: el escándalo en los pasillos los había alertado. El Pecas, su primo y el compañero fueron sorprendidos por los agentes de la ley. El Zurdo los miró con indignación y desespero; el tiempo corría, y ahora un par de idiotas quería jugar a los buenos. El plan cambiaba de mando porque dos pistolas asustadizas estaban advirtiéndole de un final trágico si cometía alguna estupidez. Fernando M iralles no podía pensar, estaba aturdido, molesto, cambiaba de dirección la mirada y movía su cabeza de un lado a otro. Primero, observaba la camilla de operaciones, quería acariciar a su pequeña, pero a la vez necesitaba detener a los polis que no entendían de razones, y menos si eran forzadas por un pistolero armado. Seguro que habían pedido refuerzos. Una balacera en ese pequeño lugar era sinónimo de masacre. M uchas armas, muchos miedos, todos los demonios sueltos y Pandora deseando salir de su prisión. Antes de rendirse, una idea loca le cruzó por la cabeza al padre desesperado. — ¡Cálmense, muchachos, yo solo vine a buscar a mi hija! Voy a bajar mi arma, pero les ruego que se calmen, nadie desea una tragedia – respondió el Zurdo con voz suave intentando convencer a sus captores de que no habría reacción de ataque. Los policías no estaban dispuestos a negociar, su intención era apresar al agresor. El sicario cumplió su promesa inicial, y empezó a bajar el arma al nivel del tobillo. M ientras disimulaba la rendición, con su mirada le advirtió al Pecas de que se apartara cuando él soltara su Sig Sauer en el suelo. Los oficiales trataban de seguir con la vista la posición del prisionero, cualquier movimiento extraño significaba la autorización necesaria para soltar el primer plomazo. Cuando la pistola rozó el piso, los guardias sintieron tranquilidad, la confianza les redujo la adrenalina y se sentían victoriosos. El Pecas siguió las instrucciones y se dejó caer a su derecha. El movimiento brusco descentró a los policías. El Zurdo aprovechó y se recostó sobre la espalda: el tiempo que tardó en hacer contacto con el frío cemento resultó suficiente para sacar su 38 de cañón corto que permanecía atada en el tobillo. Su habilidad con las armas le ayudó a disparar con puntería a la pierna del oficial más cercano. Su compañero titubeó, dudó entre atacar al Pecas o defenderse de las balas que nacían en el suelo. La indecisión pudo costarle la vida. En fracciones de segundo, dos pistolas le recordaban que los valientes pueden ser los primeros en caer. Dominada la situación con los imprudentes hombres de la ley, el Zurdo se acercó al oficial que estaba en el suelo retorciéndose de dolor por el balazo en la pierna. Lo desarmó y pidió al personal médico que lo atendiera, y sin dilatar tiempo recogió su pistola y encaró de nuevo al galeno asesino, quien, lejos de intentar hacer justicia con sus propias manos, le lanzó un dardo verbal que desequilibró por completo al sicario. — ¿De qué niña me hablas, Zurdo? – la estúpida pregunta descompuso al pistolero. — ¡De Patricia Peralta, la niña que hace horas te trajo don Tomás para que le sacaras los órganos y los vendieras en tu maldito negocio de muerte! ¡¡Ella es mi hija, y ruega por que se salve, o te mato!! El verdugo dio media vuelta en dirección a la camilla de operaciones y, frente al paciente, en plena intervención quirúrgica, removió las sábanas verdes que le cubrían el rostro de la pequeña. El impacto fue asqueroso, una sacudida recorrió cada poro del Zurdo, cada parte de su cuerpo estalló en mil pedazos y giró el cuello buscando la mirada de Abreu para gritarle con sorpresa mortal. La imagen le dio ganas de vomitar. — ¡¡¿Dónde está la pequeña, maldito?!! ¡¡¿Qué hiciste con ella?!! – insistió el Zurdo fuera de sí. — ¡¡Tranquilo, cálmate, ella está bien!! La estaban preparando en el pabellón ocho, aún no la hemos tocado. Tranquilo, gracias a Dios que está viva. Todo saldrá bien, te juro que no sabía nada de ella, el capo me la envió. Yo solo cumplo órdenes. La sala de operaciones se llenó de luz, de vida y felicidad. El Zurdo respiró aliviado, el cielo le regalaba otra oportunidad, quizás la última. Ahora su deuda con el universo era impagable, y sonrió como un chiquillo. M iró a sus hombres en señal de agradecimiento y le regaló una lágrima caudalosa a la vida. La sala de operaciones se llenó con un fino perfume con suspiros de vainilla, palo de rosa y lirios. La vida le daba otra bendita bofetada al sicario, para demostrarle el poder de los milagros. Su redención había valido la pena. El Zurdo se acercó por segunda vez a la camilla y volvió a mirar el rostro del enfermo. Un señor de avanzada edad, entrado en los setenta, canoso, de nariz pronunciada, estaba en plena operación de colon. Le acarició la frente y le habló: — ¡¡Perdone usted la interrupción, mi cuate!! M e equivoqué, compadre, pero tranquis… Eh…, todo bajo control. Dios me lo bendiga siempre, mi señor. Nos vemos – saludó el sicario con palabras que le nacían en lo profundo de su lado de luz. Fernando M iralles se despidió del equipo médico, apuntó en la sien al doctor Abreu y lo obligó a salir con los cinco en busca de la pequeña. A corta distancia estaba el quirófano ocho, el lugar donde en pocos minutos cometerían un crimen atroz. Los visitantes entraron con celeridad; el Pecas y sus amigos verificaron la seguridad del perímetro porque, con seguridad, el balazo de la otra sala ya había alertado a las patrullas de la zona. El Zurdo se abalanzó sobre la camilla y verificó con exactitud la identidad de la supuesta enferma. ¡¡¡Era ella!!! Su niña bendita, la hija de la cual nunca supo hasta hacía apenas poco más de setenta y dos horas, y que, por azares del destino, se había convertido en la causante de una guerra sin cuartel y de la hermosa redención de uno de los narcos más peligrosos del D. F. Fernando M iralles abrazó con toda su alma a la chiquilla, le besó la frente y le dio la bendición; se sentía extasiado, feliz, pleno. Patricia le demostró por enésima vez, y sin lugar a dudas, que Dios existe: y mucho. El encuentro entre dos almas que se hallaban perdidas demoraba la huida. El Pecas advirtió a su patrón que debían escapar cuanto antes. El Zurdo aprobó la sugerencia y cargó por segunda vez en su vida con el cuerpo de su reina de fuego. La niña continuaba bajo los efectos sedativos, y al padre le sobraban las fuerzas para cargarla. Antes de huir, un rayo de justicia se apoderó del alma del sicario redimido y clavó los ojos en la miserable humanidad de Abreu: los recuerdos de cada una de las aberraciones que había cometido al frente del hospital le produjeron fuertes náuseas malolientes. Lo que en el pasado era un simple negocio permitido por el cartel de los Tomateros, ahora significaba para el Zurdo una realidad bien distinta, que se encontraba plagada de maldad, miseria humana y pecado. El Zurdo sentía la necesidad de hacer justicia, de hacer pagar ojo por ojo y muerte por muerte. Un minuto antes de alejarse del lugar, el sicario se despidió de Abreu para siempre. — ¡Óigame, doctor! ¿Por qué la pequeña está tan fría y pálida? – preguntó algo inquieto tratando de disimular la sangrienta venganza — Es el efecto de la anestesia. Tranquilo, se le pasará en un par de horas. Dale mucho líquido, y que coma ligero, estará bien en pocas horas – respondió con delicadeza el doctor en señal de solidaridad buscando una clemencia que parecía injustificada. El médico pensó que se había salvado. — ¡Dele gracias a Dios porque no le tocaron un pelo a la chiquita! – repuso el padre con el mayor cinismo, pues conocía el final de la trágica obra. — ¡¡Sí, tienes razón, amigo, es un verdadero milagro!! Pero recuerda que yo solo cumplía órdenes de don Tomás. Yo los cuidaba a ustedes y su familia; el tema de los órganos era un negocio del capo, yo solo era un instrumento – la respuesta ofendió al Zurdo. Un reflujo de bilis le quemó la garganta y tragó con odio supremo una dosis de saliva con rastros de hiel. — ¡¡Claro que te entiendo, Abreu, no hay problema, sé muy bien cómo se manejaban las cosas!! Dios te perdone: estoy seguro de que Él entenderá. Ahora te dejo al viejo don Tomás para que lo cuides. Está malherido y ha perdido mucha sangre; te ruego que le salves la vida – recalcó el sicario mientras caminaba hacia la puerta de la sala de cirugía. En el trayecto se topó con el Pecas y le habló al oído. Sus instrucciones fueron simples y muy claras. El famélico joven con cara de ángel y alma perversa cogió las asas de la silla de ruedas. El herido se mantenía en trance: la pérdida de sangre y el dolor lo alejaban de la realidad, con seguridad, no entendía nada, su mente deambulaba por el infinito. El Pecas le entregó la silla de ruedas al doctor y le pidió que entraran hasta el fondo de la sala de operaciones mientras ellos salían del recinto. Antes de despedirse, se cercioró de que su jefe y la pequeña se habían alejado lo suficiente y después le advirtió al médico que debía curar al capo o tendría problemas. El galeno le garantizó que estaba en buenas manos. El Pecas se despidió y arrancó a trotar; al décimo paso, el cordón que sostenía en su mano se tensó al máximo, la presión obligó a la espoleta de seguridad a abandonar el cuerpo de la granada, el dispositivo metálico saltó y comenzó la cuenta regresiva. Don Tomás se percató de la situación y trató de advertirle al médico sobre lo que acontecía, pero Abreu no tenía ni idea de armas, explosivos ni granadas, y, cuando vio al paciente tan excitado, pensó que sufría un shock nervioso. El doctor de la muerte se arrodilló frente a él para darle atención médica. El Pecas, por su parte, ya estaba en el pasillo corriendo detrás del Zurdo, la chiquilla y el resto de la banda. Abreu desabotonó la chaqueta del herido para revisar la magnitud de la perforación y se confundió por la presencia de un tirro gris, que sujetaba algo abultado en el pecho. El enfermo chillaba, no podía pronunciar palabra alguna y sus manos temblaban. El cirujano tomó su estetoscopio; los segundos corrían y la muerte se acercaba. Los delincuentes apretaron el botón del ascensor para cerrar la puerta, mientras que, al fondo del pasillo, se escuchaba una tremenda explosión. Todo el quirófano número ocho voló por los aires: las paredes, el piso y lo que quedaba de techo estaban llenos de pedazos de carne y había sangre por todas partes. La muerte estaba de juerga. Dos almas en pena iniciaban su recorrido rumbo al infierno. La detonación de la granada sembró el caos en todo el lugar. Se dispararon las alarmas, los enfermos y el personal médico corrían desesperados, las operadoras telefónicas llamaban a los organismos de seguridad pidiendo auxilio. El ascensor se abrió en la planta baja, y cuatro hombres con aspecto normal, pese a que se encontraban en pleno proceso de fuga con una niña profundamente dormida, ausente de la tragedia que se vivía en la zona, salieron con parsimonia enfermiza rumbo a la salida de la zona de pacientes ubicada en emergencias. Cruzaron las puertas de cristal que los separaba de la calle trasera del hospital y divisaron el viejo Ford LTD vino tinto. El Pecas amagó con sacar la llave del carro, pero su nuevo jefe le indicó una contraorden necesaria. Al lado del clásico automóvil, una ambulancia acababa de llegar, los paramédicos terminaban de firmar los papeles de la entrega de otro paciente. Los cuatro amigos de armas subieron al transporte de servicio médico; el primo del Pecas se sentó al volante, con su amigo de copiloto, y en el compartimiento donde viajan los enfermos se ubicaron el Zurdo, la niña y el Pecas. Los asesinos salieron del lugar simulando una emergencia de rutina con las luces de la ambulancia encendidas. Antes de abandonar el sitio, el acompañante del chófer de la unidad, bajo las órdenes del Zurdo, lanzó una granada dentro del antiguo auto que les había servido de transporte hasta ese momento. La ambulancia se alejó, y en su trayecto se toparon con tres patrullas de los Federales, pero nadie se sorprendió, las sirenas de los coches se confundieron entre sí. Al cruzar la calle sonó la segunda explosión en el hospital de la muerte: un viejo Ford LTD color vino tinto explotaba en plena zona de emergencias. Imposible, a simple vista, determinar la magnitud de los daños. El truco pirotécnico sirvió para alejar a los posibles perseguidores. La ambulancia atravesó la ciudad de sur a norte, la sirena de los altavoces era el mejor permiso de circulación posible y el mejor camuflaje. El plan del Zurdo, aparentaba, que había sido todo un éxito bendito. Capítulo 20 El amor verdadero sabe perdonar Madrid, después de la pelea, en el Museo del Prado. Patricia Peralta M iralles salió desesperada por la puerta principal del M useo del Prado. En su alocada carrera no se percató de los sensores de seguridad que se activaron con su intempestiva actitud. Un guardia de seguridad la frenó en seco y le pidió que abriera el morral de tela de jeans con un logo bordado del Atlético de M adrid (su equipo favorito del fútbol español) que llevaba colgado en el hombro izquierdo. La jovencita con rostro de estudiante de los últimos cursos de secundaria ofreció disculpas, trató de comentarle al agente el motivo de su conducta. Le explicó que la urgencia por salir del sitio era porque había peleado con su padre y necesitaba pedirle perdón enseguida. El guardia la miró con desconfianza, consideró la excusa como poco creíble, y le dijo que estaba obligado a cumplir con los protocolos de seguridad que exigía el lugar. La requisa del bolso le arrebató ocho minutos a la nerviosa joven, que intentaba, durante la eterna espera, escudriñar el horizonte parada de puntillas para aumentar el campo visual en busca de la figura de su padre. El esfuerzo fue en vano, el tumulto de los visitantes imposibilitaba cualquier oportunidad de encontrar fantasmas en fuga. Patricia se arrepintió por haber sido tan dura con su padre. Al poco tiempo recibió su mochila y presurosa, se perdió entre los transeúntes. Trató de ubicar en tiempo y espacio a su padre. Lo llamó al móvil, pero estaba apagado. Su frustración iba en aumento. Respiró, se concentró para evaluar las posibles opciones tratando de adivinar dónde podía encontrarse el cascarrabias. De las tres alternativas que afloraron, escogió la segunda: el café Demetrio, un lugar de copas que se localizaba a dos cuadras de la estación del metro de la salida de Goya, casi diagonal al Corte Inglés. Era uno de los bares preferidos del Zurdo, tanto por la privacidad que le proporcionaba como por sus dimensiones: apenas contaba con nueve pequeñas mesas, y con una barra mediana donde convergían las personas mayores a tomar él te o café de manera habitual desde las siete de la mañana, cuando abría sus puertas a los clientes; y luego, cerca del horario del mediodía, servían una variedad de tapas a un precio justificadamente exagerado. Aquella estrategia comercial lograba conferirle al local cierto aire de distinción. A Fernando M iralles le gustaba mucho el sitio por el estilo elegante, la calidad de la comida y la magnífica carta de vinos que vendía, pero, sobre todo, por ser el único lugar de todo M adrid que ofrecía a los clientes selectos como él un humidor lleno de puros costosísimos y en perfecta conservación. El dueño del Demetrio supervisaba personalmente, y de una manera casi enfermiza, que el higrómetro estuviese en setenta y dos grados, un ligero exceso de humedad que ayudaba a la frescura del tabaco después de haberlo expuesto al reseco ambiente de la capital. Además, ofrecía a los clientes una lista de oportos, brandys, escoceses de malta y, aunque suene extraño, diez tipos de excelentísimos tequilas difíciles de encontrar en la zona y otros tantos mezcales galardonados con medallas de calidad en todo el mundo. El Zurdo solía en las tardes de los martes y jueves fumarse un buen Zino Platinum figurado, acompañado de una copa de Rémy M artin Louis XIII, en su mesa de siempre, al lado mismo de la puerta de entrada. Patricia no se equivocó. Salió de la estación de Goya y, quizás por embrujo divino, sus palpitaciones subieron la frecuencia, sentía la presencia de su padre a corta distancia. M ientras recorría los escasos metros que la separaban de la mesa donde el Zurdo degustaba una copa de cóctel de cava, hecho con la mezcla exacta de tres unidades de Segura Viudas, dos goteros de vodka Pravda y tres piedras de hielo, la pequeña malcriada imaginaba su discurso para aplacar la tristeza de su padre. La joven entró al Demetrio cabizbaja y con la mirada afligida. Fernando M iralles alzó la cabeza y la miró con sorpresa; no esperaba verla allí porque jamás en el pasado ella se había rendido tan rápido, le costaba bajar la cabeza. Ambos se saludaron con cariño verdadero, aunque sin pronunciar palabra alguna; sus expresiones eran el discurso perfecto que nace del corazón arrepentido. Los dos mostraban unos ojos recién humedecidos por las tristezas del alma. La joven pidió permiso para sentarse, y el padre aceptó con dudosa alegría. M ientras llegaba el camarero, no cruzaron palabra, la sorpresa les cortaba la inspiración. Al aproximarse el hombre de servicio de mesa, se rompió el hielo. — ¡Buenos días, señorita! ¿Qué desea tomar? – consultó amablemente el mozo. — Una caña, por favor. De Estrella Galicia, ¡bien fría! – dijo Patricia con ingenuidad. — ¡Sin alcohol! – enfatizó el Zurdo cortando la alegría de la chiquilla Ella intentó contradecirlo, pero no tenía sentido, prefirió suspirar con resignación, no le quedaba alternativa; se había sentado a su lado para recuperar la paz y llegar a una tregua entre dos almas de fuerte personalidad. No era tiempo de discutir por puntos de honor irrelevantes. — ¡¡¡No!!!... Está bien, mejor deme una Coca-Cola Light con una rodaja de limón – solicitó la joven, que respiró profundo y se llenó de paciencia. — ¡Vale, enseguida! ¿Queréis algo de picar? – preguntó el mesero por cortesía. Ambos negaron con la cabeza, no deseaban ser molestados. El hombre se retiró al otro lado de la barra para preparar el pedido. Los compañeros de tertulia guardaban silencio, se estudiaban como dos boxeadores en el primer campanazo, ninguno se atrevía a ceder terreno. Pasaron dos minutos y llegó la bebida gaseosa con la fruta ácida. Por segunda vez, el camarero sirvió de aliado en la conversación, aunque su interrupción fue breve. El Zurdo abrió la charla. — ¡Qué sorpresa verte acá! ¡No me lo esperaba! – comentó el padre confundido por completo. — ¡Bueno! Es que… me quedé muy triste en el museo. Creo que fui una tonta malcriada… ¡Necesitaba verte!... Ofrecerte disculpas por mi actitud…, pedirte perdón por mis arranques injustificados – dijo Patricia con la voz, a ratos, entrecortada. — ¡Te entiendo! Yo también me sentí bastante movido por los recuerdos y por la forma en que te traté. ¡Creo que también soy un poco tonto, digo, en ocasiones! – respondió el antiguo sicario en tono honesto y frágil, intentando mendigar comprensión. Patricia encogió la mirada, el cuerpo, el alma, no entendía nada porque era la primera vez desde que tenía uso de razón que descubría el otro lado del corazón de su padre. Ese lado bonito, noble y recubierto de humildad. La imagen intransigente, terca y radical de Fernando M iralles se desvanecía. En un destello, pensó que podía ser una treta, pero su corazón le repitió al oído: «confía en él». Era como si su madre le estuviese hablando, igual que cuando apenas era una chiquilla y necesitaba las sabias recomendaciones de Claudia Rebeca en los momentos de duda. — ¡Tienes razón, papá! Creo que todos estamos muy movidos. M amá sigue teniendo un peso fuerte en nuestra historia común y continúa siendo la jefa. ¡Joder, qué intensa era! – justificó la joven con los ojos sensibles al llanto. Hablar de su madre era rememorar a un ser sublime, especial, bañado de luz y de amor puro. — ¡¡¡Sí, hija!!! Tienes razón. ¡Créeme que me duele tratarte mal! Reconozco que en ocasiones me extralimito con mis celos hacia ti – respondió el Zurdo casi tragándose las palabras. Patricia soltó una carcajada sutil que se fugó del alma en rebeldía. — ¡¡¡Bueno, Zurdo, tampoco es así!!! ¡Yo diría que no eres celoso en ocasiones! ¡¡¡No, qué va, tú eres celoso tooodo el tiempo!!! Para ti nadie es digno de mí, y eso nos trae de cabeza, papá. Entiéndelo: ya no soy una niña, tengo casi dieciocho años, debes aceptarlo ya – el Zurdo la escuchó atento, aunque prefería esquivar la mirada. — ¡Tienes razón, hija! Te prometo bajar la guardia; solo te ruego que seas más comunicativa conmigo. Te amo mucho, Patricia, y quiero tu bien – explicó el padre antes de claudicar. — ¡Vale, colaboremos los dos! Te ruego de corazón que me perdones la malacrianza de hace un rato, porque eso me hace sentir mal, y necesito tu bendición – suplicó la chiquilla explosiva y mimada, lo que a su amado padre le produjo el mismo efecto que si le hubiera regalado un pedazo de universo. — ¡Te lo prometo! ¡Te perdono, y tienes mi bendición! Jamás dejaré de perdonar tus tontas agresiones o malacrianzas. Es imposible, eres mi hija y, además, eres idéntica a tu madre, y eso es lo que más adoro de ti. Tienes su fuerza bendita, eres ella en miniatura – comentó el Zurdo embargado por una euforia sentimental. Ella lo observaba con ternura; le regaló una lágrima escondida y le dedicó una bendición envuelta en una pregunta obligada. — La amaste mucho, ¿verdad? – expresó con dulzura la pequeña. Al escuchar la ingenua pregunta, el Zurdo apretó los dientes con intensidad, no quería romper en llanto como un niño mimado, le daba miedo mostrar a plenitud su lado vulnerable. Sus ojos realizaban un esfuerzo sobrehumano por no derramar las lágrimas e inundar el lugar, la saliva se multiplicó, y su nariz empezó a sudar por dentro. Los recuerdos de la piel, del corazón y del alma lo sacudían sin piedad. Revivir el amor profundo que había experimentado por su emperatriz de fuego, su «Claudia bonita», como solía llamarla, le permitía tocar el sol debajo de un arcoíris. Fernando M iralles tomó de las frágiles manos a la chiquilla preguntona y, tras, acariciarle los dedos, se las besó. Quería decirle que el mundo entero solo representaba un pedazo de arena comparado con aquel inmenso amor bonito, aquella fuerza sublime y bendita que los había fundido en un solo ser. El Zurdo bajó la cabeza y dejó escapar algunas lágrimas que salpicaron tímidas sobre el cóctel de cava y lo suavizaron con esencias del alma. El eterno enamorado se confesó. — Nos amamos tanto que nunca nos conformamos con conjugar el verbo amar, porque, en el fondo, cuando amas bonito, en realidad, estás conjugando todos los verbos en uno. Esa era nuestra verdad – las palabras del Zurdo se taraceaban de pedazos de cielo y gotas de nube con caricias de sol. — ¡Te creo, papá, lo veo en tus ojos cada vez que hablas de ella! Yo quisiera poder vivir esa misma sensación alguna vez. No importa si pierdo, pero vivirla debe de ser una bendición maravillosa e increíble – expresó Patricia con el alma hecha pedazos de tanta felicidad. — ¿Ahora entiendes por qué te protejo tanto? Ya lo sabes, eres un trocito de ella y, para mayor bendición, llevas mi sangre, y créeme que, al igual que lo hubiese hecho por ella, por ti soy capaz de todo – enfatizó con voz ronca antes de beberse el resto del trago. —¡Lo sé! Eres capaz de todo por defender a tu gente, ya lo demostraste en M éxico, y acá en España también. Tranquilo, te prometo que me esforzaré al máximo para no preocuparte tanto: solo dame un voto de confianza – el rostro del Zurdo se transformó ante aquel ingenuo comentario. — ¿Qué sabes de M éxico? ¿A qué te refieres? – preguntó con cautela. — ¡Tu pasado, la venganza o, mejor dicho, tu manera de repartir justicia! Tu locura por aquel bendito amor – certificó con vehemencia la hija, honrada por la historia criminal de su padre. — ¿Qué sabes, de qué hablas? ¿Quién te ha llenado de ideas? – interrogó con una curiosa mueca el Zurdo, que estaba ansioso por descubrir qué escondían los pensamientos de su hija mimada. — ¡No te enojes, no digas nada! ¿M e lo juras? – pidió la confesora con una sonrisa plena en el rostro. — ¡Está bien, suelta la sopa! Prometo ser discreto. ¿Quién se fue de la lengua? ¿Quién fue el valiente que te contó mi pasado? – inquirió el padre en espera del chisme, aunque sin manifestar molestia o preocupación alguna. — ¡Alguien que te admira y respeta muchísimo me contó lo que sucedió en M éxico! Alguien que sabe más de ti que yo misma. ¡Fue el Pecas! Él me dijo muchas verdades que me honran al saber que eres mi padre – la confesión arrancó un dejo de rabia burlona al viejo sicario. — ¡Pinche Pecas, soplón de mierda, lo voy a matar! – comentó fingiéndose furioso mientras golpeaba con sus nudillos la esquina de la mesa con sobrada alegría. — ¡¡¡M e prometiste que no dirías nada, carajo!!! ¡Zurdo, no empieces con la locura! – recalcó la chicuela con una carcajada cómplice. — ¡Es que el muy pendejo no sabe guardar secretos! A ver, ¿y qué te contó el idiota ese? No tiene otra cosa que hacer el pinche cabrón – espetó el padre abultado de alegría. En el fondo, gracias al Pecas se había ahorrado muchas explicaciones de su perverso pasado, que en la época de niña era difícil aclarar. Patricia Peralta M iralles hinchió el alma con los recuerdos de unos actos violentos, pero hermosos, porque habían nacido del poder del amor en el pasado de su admirado padre. Le confesó a su Zurdo bendito que tres años atrás, después de una pelea muy fuerte entre padre e hija, el Pecas la invitó a tomar café una tarde de invierno, cuando no había mucha chamba en el café Bistró M aximiliano I. Él estaba muy triste y preocupado por las diferencias entre los dos familiares y, en cierto modo, se decidió a hablar por dos razones: ayudarles en la comunicación y, sobre todo, para que la malcriada quinceañera supiera muy bien quién era el hombre que tanto la cuidaba. Gracias a aquel café, Patricia descubrió que el Zurdo se había jugado la vida por ella, así como el padre M anuel, y que, en casi diez días de locura, él descabezó, desmembró y, al final, destruyó una de las organizaciones criminales de mayor poder en el territorio mexicano. La astucia de Fernando M iralles, bajo la tutela de San Juditas y San M iguel, su gran Arcángel mayor, le ayudó a dar de baja a las personas que en un futuro podrían perseguirla a ella o a sus descendientes en cualquier lugar del mundo. El chismoso le explicó que el Zurdo logró confundir y hacer que se enfrentaran los miembros del clan con la Policía Federal, la DEA y, en especial, con soldados de otros carteles deseosos de tomar el control de los mercados dominados por los Tomateros, una guerra organizada por la sapiencia de su padre y ejecutada con valentía. El rescate de La Casona, romper los códigos del crimen, entrar en la boca del lobo, matar al grupo de lugartenientes del capo, secuestrarlo y, sobre todo, repartir un botín millonario para ganar tiempo, fue el mejor antídoto contra los enemigos: aquella tarde, doce hombres de confianza del cartel en el D. F. se masacraron entre ellos por pura codicia. Sin embargo, a la hija del Zurdo, lo que le produjo mayor alegría fue saber que su guardián había preferido salvarle la vida aunque fuera a costa de la suya. M ás tarde, logró convencer a Pedro Rojas de que M ancera era el enemigo, el causante de todo el complot, y aceleró el conflicto pidiéndole al Pecas que llamara al coronel y le facilitara pistas falsas que lo convencieron de que los seguidores del Zurdo, entre ellos el propio Rojas, habían matado a don Tomás para quedarse con el poder en todo el país. A fin de cuentas, los propios amigos, por miedo, dudas o codicia, se enfrentaron a plomo limpio, mientras el Pecas y el Zurdo, junto a una niña indefensa que no entendía nada de narcos, se refugiaron en una finca olvidada de Chiapas. Por último, el Zurdo habló con Pedro Rojas. Lo convenció sobre la caída de los grandes líderes y de que ahora la organización estaba en sus manos. Durante cuatro meses, don Pedro, como pidió que lo llamaran, estuvo a cargo del cartel de los Tomateros en Culiacán. Por fin, el Zurdo negoció silencio y tiempo de escape con el cartel de M onterrey a cambio de facilitarles información confidencial. Los enemigos de su hermandad se encontraban en ascenso por la cercanía de las rutas con los Estados Unidos, y en cuanto tuvieron en su poder nombres, direcciones, hábitos y rutas de tráfico de estupefacientes, en menos de un mes habían acabado con el cincuenta por ciento de los negocios de sus antiguos competidores intocables, el clan que ahora lideraba Rojas. La moneda había cambiado de manos de forma brusca. Uno a uno fueron cayendo los enemigos del Zurdo y su pequeña heredera. M asacre tras masacre, el temido cartel de don Tomás rápidamente pasó a la historia. Con aquellas muertes, la vida tranquila, respetable y silenciosa para el Zurdo, el Pecas y Patricia estaba garantizada. Un mes después de terminada la guerra entre clanes, y una vez confirmadas las bajas en ambos bandos, los tres fugitivos transitaron durante catorce meses por Centroamérica, entre Guatemala, Honduras y El Salvador. Cuando su vida dejó de tener importancia o su muerte se convirtió en una creencia y pasaron a ser un recuerdo mítico, pero sin relevancia en el crimen del D. F., los tres partieron rumbo a Suiza. Consiguieron documentación falsa, nada imposible en los países de la región centroamericana, donde solo hace falta una buena «donación» para que el funcionario público estampe su rúbrica. Al llegar a la tierra de Heidi, el Zurdo retiró una buena cantidad de los fondos que tenía depositados en los bancos favoritos de los políticos corruptos y de los narcos, que al final son animales de la misma camada. Con el dinero, se establecieron en España, y comenzaron por el sur. Alicante fue el primer puerto. Allí, entre lugareños, moros y turistas, pasaron desapercibidos un par de años. Para disimular su estancia, montaron una taquería sencilla donde el Zurdo explotó sus dotes culinarias con éxito moderado. No importaban las ganancias, fondos había de sobra. El objetivo central era pasar desapercibidos hasta lograr la nacionalidad. Cuando lo lograron, se movieron a M adrid: el resto era historia. — ¡¡¡Todo eso te contó el Pecas!!! ¡O sea, el hijo de puta me desnudó por completo! ¿Por qué no me habías dicho nada, hija? – preguntó Fernando M iralles. — Porque le hice una promesa al Pecas. Y me daba terror tu posible reacción – confesó la chiquilla con un brillo de admiración en la mirada. — Bueno, ahora que ya eres casi una mujer con mayoría de edad, creo que es más fácil conversar. Dime algo, ¿me odias por mi pasado? – interrogó temeroso el Zurdo. El miedo a perderla constituía su eterna preocupación, no podría soportarlo. — ¡Todo lo contrario! Siempre te admiré, y desde ese día que el Pecas me contó todo, pues mucho más, no tienes idea de cuánto. ¡Aunque seas más terco que una piche mula! – expuso Patricia con una sonrisa plena. Se levantó de la silla y le besó la frente al celoso guarura, y el padre celebró con jolgorio aquella caricia bendita que explotó en su esencia humana haciendo que se elevara la energía de su karma. — ¡¡¡Qué bueno, me alegra mucho!!! ¿Entonces, no tengo que matar al Pecas? – respondió con cinismo burlón el Zurdo. La idea era retarla, sacarla de sus casillas. — ¡¡¡Uuuyyy, qué pesado que eres!!! ¡No, necio, no tienes que matar a nadie! Ni andar sacando tu pistola como si fueses un sicario de Temucalco, joder. ¡¡M adura, güey, madura!! – la respuesta venía salpicada de un sarcasmo amigable y placentero. — ¡Está bien, vale, no te molestes! Era broma – se escudó el padre con alegría suprema. — ¡¡¡Por fin!!! ¡Gracias a Dios que empiezas a comportarte como la gente normal! Ya era hora Ja, ja, ja… – una carcajada maravillosa brotó de manera espontánea de la chiquilla, la felicidad se le escapaba por los poros y le engordaba el alma. — Por cierto, papá, todavía me queda una sola duda, que, por obvias razones, el Pecas no supo aclararme y, perdona que te lo diga, pero creo que eso nos ayudaría en la relación: ¿por qué dejaste a mamá? La pregunta se clavó como un puñal en el corazón del Zurdo. Durante años había evadido esa respuesta, quizás porque Patricia era muy niña y tal vez jamás lo entendería. A ella le costó aceptar que su madre no le dijese a Fernando M iralles que estaba embarazada. Es más, el Zurdo nunca supo de la existencia de su hija hasta que, en la casa del juez, Dios los presentó, porque ese era el plan bendito para todos. Fernando M iralles se armó de valor, miró a los ojos a su pequeña emperatriz de fuego y soltó la verdad. — Aunque suene imposible de creer, la culpa fue mía. Quizás nació de una combinación entre ego, vanidad y profundo miedo: esos tristes aliados destruyeron mi felicidad. M e dejé llevar por valores equivocados que, a la postre, significaron la pérdida del amor bonito. Porque solo hay un tipo de amor como el nuestro, pero, aunque suene contradictorio, no siempre te quedas al lado del amor que quema, que nutre y que te da la vida. En ocasiones fallamos por culpa de miedos como los míos, los mismos que espero que jamás sufras tú. Ahora, mi mayor deseo es que puedas vivir con ese amor bendito, el que quema de verdad. Patricia escuchó atenta la rendición de su padre ante el amor perdido. En el fondo lo entendió, no hacía falta que lo perdonara, eso había sucedido mucho tiempo atrás. Hoy más que nunca estaba orgullosa de sus raíces, aun cuando los celos que su padre mostraba con ella sonaran bastante injustificados, ya los aplaudía con alegría, aunque no era mala idea que los suavizara un poco. Gracias a una simple disputa familiar, no solo habían revivido juntos los fantasmas del pasado, sino que también pudieron fortalecer los lazos de amor que los unían desde siempre, incluso antes de conocerse. Por muy dura que hubiera sido la vida con ellos, les terminaba sonriendo en el momento necesario, porque ese era el plan divino. Llevaban rato hablando, sus corazones se unieron con fuerza bendita; un aire tenue, sigiloso, pero estridente en el alma y con aromas de vainilla los acarició con ternura. El reencuentro resultó mágico, esplendoroso y sublime. Patricia debía asistir a la universidad, le tocaba comprobar los listados de materias y profesores del próximo curso. Antes de irse, se abrazó con furia a los hombros y al cuello de su padre y le dio un beso estruendoso, sonoro como la explosión de un volcán en erupción, y solicitó repetir con frecuencia estos momentos de luz. — ¿Sabes qué, Zurdo? Aunque eres un cascarrabias, en el fondo tienes muy buen corazón, güey. ¡Creo que debemos repetir estas charlas, ¿eeeh?! – le dijo la niña mujer casi desde la puerta. — ¡Tienes razón, hija, me alegras el alma cuando hablamos! Espero que sea muy pronto – le respondió Fernando M iralles con una sonrisa espléndida, y una lágrima de felicidad estuvo a punto de saltar. — Vale, pero la próxima lo celebramos con un buen tequila – replicó alegremente Patricia. — ¡Nada de alcohol hasta que cumplas veintiún años! – decretó el padre. — ¡¡¡Joder, Zurdo!!! ¡Acá los jóvenes de dieciséis ya beben, no seas retrógrado! – le gritó Patricia con ganas de iniciar una guerra de besos y caricias. — ¡No me importa! Tú eres chilanga, y allí los jóvenes pueden beber tequila cuando cumplen la mayoría de edad. ¡He dicho! – respondió Fernando M iralles con voz de mando, que exhibía una sonrisa tan grande en el rostro que con suma facilidad podía haber albergado la mitad del universo. — ¡Grrr!… ¡A veces me dan ganas de matarte a besos!… ¡Uyyy, qué pesado eres! ¡¡¡Joder, mi padre es Torquemada, qué horror!!! … Eres un cavernícola, pero te amo – ululó Patricia Peralta M iralles moviendo la cabeza a ambos lados y repartiendo sonrisas al cruzar la puerta de salida. El Zurdo le devolvió las carcajadas que nacían en el centro del corazón, y no se volvió a sentar hasta que perdió de vista a su niña mimada. Al final, le dedicó una última mirada al cielo, quería dar gracias por tanta felicidad, y soltó un suspiro al infinito para saludar a su amada eterna: «Híjole, Claudia, ella es idéntica a ti, bendita como tú, fregona como tú, las dos malcriadas hasta la médula, carajo. Por eso te amo por siempre, mi bonita». Su felicidad era el doble del tamaño del cielo. El Zurdo volvió a sentarse en la mesa, ya era hora de degustar un maravilloso puro y un tequila añejo de los mejores, y de recordar a aquel ángel que no merecía morir. FIN Carmelo Di Fazio 04 de agosto 2014.