Robert G. Ingersoll
Sobre los Dioses
Traducción por Sergio R. Docal)
Fuente:
El cristianismo al descubierto.
http://www.geocities.com/pejlj/inger_sagrada_biblia.htm?200913
Fuente: El cristianismo al Descubierto.
http://www.geocities.com/pejlj/ingersoll.htm
Maquetación actual: Omegalfa.
Octubre 2009
Reseña del autor:
El Coronel Robert Green Ingersoll (1833 1899), fue un veterano de la Guerra Civil Estadounidense, líder político de EE.UU. y orador
durante la edad de oro del librepensamiento,
recordado por su gran cultura y su defensa del
agnosticismo.
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Sobre los Dioses
Toda nación ha creado su dios, y ese dios siempre se ha parecido a sus creadores. Ha odiado y ha amado todo lo que ellos han
odiado y amado, e invariablemente se le ha visto a favor de los
ocupantes del poder. Todo dios ha sido intensamente patriótico,
ha detestado a todas las naciones excepto la propia. Todos estos
dioses han exigido alabanza, adulación y adoración. Muchos de
ellos disfrutaban de los sacrificios, y consideraban el olor de la
sangre inocente un divino perfume. Todos estos dioses han
insistido en tener un vasto número de sacerdotes, y los sacerdotes siempre han insistido en ser mantenidos por el pueblo; y el
principal negocio de tales sacerdotes ha sido hacer alardes de
su dios, e insistir en que Él podría vencer fácilmente a todos los
demás dioses juntos.
Estos dioses han sido fabricados en modelos innumerables y de
acuerdo con los patrones más grotescos imaginables. Algunos
tienen mil brazos, otros cien cabezas, algunos están adornados
con collares de serpientes vivas, algunos van armados de garrotes, algunos de espada y escudo, algunos con broqueles, y algunos tienen alas como un querubín; unos son invisibles, otros
"Sobre los Dioses" es la traducción del primero de cinco igualmente interesantes
y educativos ensayos del Coronel Robert G. Ingersoll reunidos y publicados en
forma de libro con el título "On the Gods and Other Essays" ("Sobre los Dioses y
Otros Ensayos") por la editorial Prometheus Books, de 700 East Amherst Street,
Buffalo, New York 14215. El lector hispano que conozca la lengua inglesa y
desee leer también el original de este ensayo, o los otros sublimes capítulos del
libro, debe dirigirse a Prometheus Books, a la dirección indicada, para adquirir un
ejemplar.
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se muestran totalmente, y algunos solamente muestran la espalda; algunos eran celosos, otros tontos, uno se convertían en
hombres, otros en cisnes, otros en toros, otros en palomas, y
algunos en Espíritus Santos y hacían el amor a las bellas hijas
de los humanos. Algunos eran casados, todos debían de haberlo sido y otros eran considerados solteros empedernidos por
toda la eternidad. Algunos tuvieron hijos, y los hijos se tornaban dioses y eran adorados como sus padres lo habían sido. La
mayoría de estos dioses eran vengativos, salvajes, libidinosos e
ignorantes. Como generalmente dependían de sus sacerdotes
para informarse, su ignorancia difícilmente puede excitar nuestro asombro.
Estos dioses ni siquiera sabían la forma de los mundos que habían creado, pues los suponían perfectamente planos. Algunos
pensaron que el día podía prolongarse deteniendo el sol, que
soplando cuernos se podían derribar las murallas de una ciudad,
y todos sabían tan poco de la verdadera naturaleza de la gente
que habían creado, que ordenaban a esa gente a amarlos. Algunos eran tan ignorantes como para suponer que un hombre podía creer lo que quisiera, o lo que le ordenaran, y que guiarse por
la observación, la razón y la experiencia era un pecado de los
más viles y condenables. Ninguno de estos dioses pudo hacer
un relato real de la creación de esta pequeña tierra. Todos eran
lastimosamente deficientes en geología y astronomía. Por lo
general, eran de los más miserables legisladores, y como ejecutivos, muy inferiores al promedio de los presidentes estadounidenses.
Estas deidades han exigido la más abyecta y degradante obediencia. A fin de complacerlas, el hombre ha llegado a tener
que bajar la cerviz hasta el mismo suelo. Desde luego, esos
dioses siempre han mostrado predilección por las gentes que
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los han creado, y han manifestado esa predilección ayudando a
esos pueblos a robar y destruir otros, y a violar a las esposas e
hijas de sus víctimas.
Nada satisface tanto a estos dioses como la matanza de incrédulos. Nada los encoleriza tanto, hasta hoy mismo, como que alguien niegue su existencia.
Pocas naciones han sido tan pobres como para tener un solo
dios. Los dioses eran fáciles de hacer, y la materia prima cuesta
tan poco, que generalmente el mercado de dioses estaba bastante abarrotado, y el cielo repleto de estos fantasmas. Estos dioses
no solamente se ocupaban de los cielos, sino que se esperaba
que interviniesen en los asuntos de los humanos. Regían sobre
todo y a todos. Estaban a cargo de todos los departamentos.
Todo se suponía bajo su inmediato control. Nada era demasiado pequeño, nada demasiado grande; la caída de un gorrión y
los movimientos de los planetas eran regulados igualmente por
estas industriosas y observadoras deidades. Frecuentemente
descendían de sus tronos estelares para impartir instrucciones a
las personas en la tierra. Se cuenta de uno que bajó entre truenos y relámpagos para decir al pueblo que no debía cocinar un
cabrito en la leche de la madre. Algunos dejaban sus luminosos
aposentos para venir a decir a las mujeres si debían tener, o no
tener, hijos, para informar a un sacerdote cómo cortar y llevar
el delantal, y para dar direcciones acerca de la forma apropiada
de limpiar los intestinos de un ave.
Cuando la gente descuidaba de adorar a uno de tales dioses, o
dejaba de alimentar y vestir a sus sacerdotes (que venía a ser lo
mismo), generalmente los visitaba con pestilencia y hambre.
Algunas veces permitía que otra nación los arrastrara a la esclavitud, a la venta de sus esposas e hijos, pero generalmente su
sed de venganza asesinando a todo primogénito. Los sacerdotes
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cumplían con su deber a plenitud, no solamente anunciado esas
calamidades, sino probando, cuando sucedían, que habían sucedido porque la gente no les daba lo suficiente.
Estos dioses diferían como difieren las naciones; las más grandes y poderosas tenían los dioses más poderosos, mientras que
las más débiles se veían obligadas a contentarse con las sobras
celestiales. Cada uno de estos dioses prometía felicidad aquí y
en el más allá a todos sus siervos, y amenazaba con castigar por
toda la eternidad a todo el que no creyera en su existencia o
sospechara que algún otro dios podría ser superior a él; pero
negar la existencia de todos los dioses era, y sigue siendo, el
crimen de los crímenes. Enrojezca las manos con sangre humana; difame al inocente; estrangule al niño que sonríe en el regazo materno; engañe, viole y abandone a la bella joven que lo
amó y confió en usted, y su caso no es un caso perdido. Por
todo eso puede que sea perdonado. Por todo eso, la corte en
bancarrota establecida por el evangelio dejará a usted en libertad; pero niegue la existencia de esos espíritus divinos, de esos
dioses, y la cara dulce y llorosa de la Misericordia se torna lívida de odio eterno. Las puertas de oro celestiales se cierran, y
usted, con una maldición infinita retumbando en sus oídos, con
el sello de la infamia sobre la frente, comienza su interminable
recorrido por los lóbregos confines del infierno, errante inmortal, proscrito eterno, convicto sin muerte.
Uno de esos dioses, y uno que exige nuestro amor, nuestra admiración y nuestra adoración, y que es adorado, si la mera ceremonia de labios afuera es adoración, dio por guía a su pueblo
escogido las siguientes reglas de guerra: "Cuando llegues a una
ciudad a pelear contra ella, proclama paz para ella. Y será que
si la respuesta que te den es respuesta de paz, y te abren sus
puertas, entonces todos los habitantes que encuentres en ella te
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pagarán tributo y te servirán. Pero si no acepta tu paz, sino que
decide pelear contra ti, entonces deberás sitiarla. Y cuando el
Señor tu dios la haya entregado en tus manos, matarás a todo
varón de ella con el filo de la espada. Pero las mujeres y los
pequeñuelos, y el ganado, y todo lo que esté en la ciudad, todo
el botín, tomarás para ti, y comerás el botín de tus enemigos
que el Señor tu dios te ha entregado. Así harás con todas las
ciudades que están alejadas de ti, que no son las ciudades de
estas naciones. Pero de las ciudades de este pueblo que el Señor
tu dios te da por heredad, no dejarás con vida nada que respire".
¿Es posible concebir algo más perfectamente infame? ¿Puede
usted creer que tales direcciones fueron dadas por un ser que no
sea infinitamente perverso? Recuérdese que el ejército que recibió tales órdenes era un ejército invasor. La paz se ofreció a
condición de que el pueblo sojuzgado se hiciese esclavo del
invasor; pero si alguno tuviese el valor de defender su hogar, de
pelear por el amor de su mujer y su hijo, la espada no perdonaría a nadie, ni siquiera al balbuciente bebé de hoyuelos.
Y nos llaman a adorar a tal dios, a caer de rodillas y decirle que
es bueno, que es misericordioso, que es justo, que es amor. Se
nos pide que sofoquemos todo noble sentimiento del alma, que
pisoteemos todos los dulces impulsos caritativos del corazón.
Porque rehusamos estupidizarnos, porque rehusamos volvernos
mentirosos, nos denuncian, nos odian, nos calumnian, nos aíslan aquí, y ese mismo dios amenaza con atormentarnos en eterno fuego tan pronto la muerte le permita clavar sus garras en
nuestras almas desnudas e indefensas. Que odie la gente, que el
dios amenace; nosotros lo despreciaremos y desafiaremos, y
educaremos a esa gente.
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El libro llamado Biblia está lleno de pasajes igualmente horribles, injustos y atroces. ¡Éste es el libro que se da a leer en las
escuelas a nuestros hijos para hacerlos cariñosos, buenos, gentiles! ¡Éste es el libro que nuestra Constitución reconoce como la
fuente de toda autoridad y justicia!
¡Extraño, pero nadie ha sido perseguido por la Iglesia por creer
que Dios es malo, mientras que cientos de millones han sido
despedazados por creerlo bueno! La Iglesia ortodoxa (o sea, la
Iglesia predominante aquí) nunca perdonará al Universalista
por decir "Dios es amor". Siempre se ha considerado como una
de las más elevadas pruebas de verdadera y pura religiosidad
insistir en que todos, hombres, mujeres y niños, merecen maldición eterna. Siempre ha sido una herejía decir "Dios finalmente nos salvará a todos".
Nos dicen que estos aterradores párrafos, estas infames leyes
bélicas, se justifican porque la Biblia es la palabra de Dios. La
verdad es que nunca ha habido ni podrá haber argumentos que
tiendan a demostrar la inspiración de ningún libro. A falta de
evidencia positiva, de analogía, de experiencia, discutir es simplemente imposible, resultando, cuando más, en una inútil agitación del aire. En el instante en que admitimos que un libro es
demasiado sagrado para ponerlo en duda, o para razonar sobre
él, nos hacemos siervos mentales. Es infinitamente absurdo que
un dios dirija un mensaje a seres inteligentes y, no obstante,
haga un crimen castigable con las llamas eternas que esa gente
use la inteligencia con el fin de comprender su mensaje. Si tenemos derecho a usar la razón, naturalmente que tenemos el
derecho de actuar de acuerdo con ella, y ningún dios tiene derecho a castigarnos por tal acción.
La doctrina de que la felicidad futura depende de nuestra creencia es monstruosa. Es la infamia de las infamias. La noción
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de que la fe en Cristo será recompensada con una eternidad de
bienaventuranza, al mismo tiempo que la confianza en la razón,
la observación y la experiencia merece sufrimiento eterno es
demasiado absurda para tener que refutarla, y solamente puede
mitigarse con esa ridícula mezcla de locura y de ignorancia
llamada "fe". ¿Qué hombre pensante puede jamás creer que la
sangre puede aplacar a Dios? Y, no obstante, nuestra religión
entera está basada en esa creencia. Los judíos aplacaban a Jehová con sangre de animales, y de acuerdo con el plan cristiano, la sangre de Jesús ablandó un poco el corazón de Dios e
hizo posible la salvación de unos pocos afortunados. Es difícil
concebir que la mente humana pueda dar su asentimiento a tan
terribles ideas, o que cualquier hombre lúcido pueda leer la
Biblia y todavía creer en la doctrina de la inspiración.
Si la Biblia es falsa o verdadera es cosa insignificante en comparación con la libertad mental de la especia humana.
La salvación por la esclavitud carece de todo valor. Salvar de la
esclavitud es de un valor inestimable.
Mientras un hombre crea que la Biblia es infalible, ese libro
será su amo y señor. La civilización de este siglo no es hija de
la fe, sino de la incredulidad: el resultado de la libertad de pensamiento.
Todo lo que se necesita a mi entender para convencer a cualquiera de que la Biblia es simple y puramente invención humana una bárbara invención es leerla. Léala como usted leería
cualquier otro libro; piense de ella lo que pensaría de cualquier
otro; sáquese de los ojos la venda de la reverencia; expulse de
su corazón el fantasma del temor; despida del trono de su cerebro la silueta encapuchada de la superstición, y lea entonces la
Sagrada Biblia, y se sorprenderá de que haya pensado jamás,
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por un momento, que un ser de infinita sabiduría, bondad y
pureza, pudo ser el autor de tanta ignorancia y tanta atrocidad.
Nuestros antepasados no solamente tenían sus fábricas de dioses, sino también de demonios. Estos demonios generalmente
eran dioses desacreditados y caídos en desgracia. Algunos habían capitaneado rebeliones fracasadas; otros habían sido sorprendidos reclinados en los pliegues sombríos de alguna nube
besando a la esposa del dios de los dioses. Estos demonios generalmente congeniaban con el hombre. Hay un hecho maravilloso con relación a ellos: en casi todas las teologías, mitologías
y religiones, los demonios han sido mucho más humanos y
misericordiosos que los dioses. Ningún diablo dio jamás órdenes a sus generales de matar niños y de desgarrar el vientre de
las mujeres en estado. Estas barbaridades fueron siempre ordenadas por los buenos dioses. Las pestes fueron siempre enviadas por los dioses más misericordiosos. La terrible hambre en
que el niño moribundo chupó con pálidos labios el pecho marchito de la madre muerta fue enviada por amantes dioses.
Ningún demonio ha sido acusado jamás de tan perversa brutalidad.
Uno de esos dioses, según el relato, ahogó un mundo entero,
con excepción de ocho personas. El anciano, el joven, la hermosa, el desvalido, todos fueron devorados sin piedad por el
mar sin costas. Eso, la tragedia más terrible que la imaginación
de ignorantes sacerdotes pudo jamás concebir, fue acto, no de
un demonio, sino de un dios, así llamado, que los humanos
adoran en su ignorancia hasta el día de hoy. ¡Qué mancha dejaría un acto así sobre el carácter de un demonio! Uno de los
profetas de uno de esos dioses, teniendo en su poder a un rey
capturado, lo deshizo en pedazos a la vista de todo el pueblo.
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¿Ha habido un tunante de diablo jamás capaz de semejante
salvajada?
Se dice que uno de estos dioses dio las siguientes instrucciones
sobre la esclavitud humana: "Si compras un siervo hebreo, seis
años te servirá, y el séptimo saldrá libre gratis. Si vino solo, se
irá solo; si casado, su esposa irá con él. Si su amo le dio esposa,
y ella le dio hijos e hijas, la esposa y los hijos e hijas serán del
amo, y él se irá solo. Y si el siervo se lamentase diciendo, 'quiero a mi amo, a mi esposa y a mis hijos; no quiero irme libre",
entonces el amo lo llevará ante los jueces, a la puerta, o al marco de la puerta, y el amo le abrirá un hoyo en la oreja con un
punzón; y será su esclavo para siempre".
De acuerdo con eso, se da libertad a un hombre a condición de
que abandone para siempre a su esposa e hijos. ¿Ha habido
jamás un demonio que haya ofrecido a un esposo, a un padre,
tan cruel y despiadada alternativa? ¿Quién puede adorar a semejante dios? ¿Quién puede doblar la rodilla ante semejante
monstruo? ¿Quién puede rezar a semejante arpía?
Todos estos dioses amenazaron con torturar eternamente el
alma de sus enemigos. ¿Ha proferido semejante amenaza diablo alguno? La acción más baja de que se tiene noticias del
diablo es lo que hizo con Job y su familia, y eso fue hecho con
permiso expreso de uno de esos dioses, y para decidir una pequeña diferencia de opinión entre sus serenas majestades sobre
el carácter de "mi siervo Job".
El primer relato que tenemos del diablo se encuentra en ese
libro puramente científico llamado Génesis, y es como sigue:
"Bueno, la serpiente era más sutil que todo otro animal del
campo que el Señor Dios había hecho, y dijo a la mujer, «¿No
dijo Dios 'no comerás frutas de los árboles del jardín?'». Y la
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mujer dijo a la serpiente, «Podemos comer frutas de los árboles
del jardín, pero de la fruta del árbol que está en el centro del
jardín Dios ha dicho, 'no comerás de él, ni lo tocarás, o morirás'». Y la serpiente dijo a la mujer, «De seguridad no morirás; porque Dios sabe que el día que comas de él, tus ojos
serán abiertos, y serás como los dioses, sabiendo el bien y el
mal». Y cuando la mujer vio que el árbol daba buen alimento,
que era agradable a la vista, y deseable para hacer a uno sabio,
tomó fruta de él y comió, y también la dio a su marido, que
estaba con ella, y él la comió. Y Dios, el Señor, dijo «Véase, el
hombre se ha vuelto como uno de nosotros, conocedor del bien
y el mal. Y ahora, que no extienda la mano y tome también del
árbol de la vida y coma y viva para siempre». Por lo tanto, el
Señor Dios lo echó del Jardín del Edén a labrar la tierra de que
salió. Así echó al hombre, y colocó al este del jardín del Edén
un querubín y una espada flameante, que giraba en todas direcciones para guardar el árbol de la vida".
De acuerdo con este relato, la promesa del diablo se cumplió al
pie de la letra. Adán y Eva no murieron, y sí se volvieron como
dioses, sabiendo el bien y el mal.
El relato, no obstante, muestra que los dioses aborrecían la
educación y el conocimiento entonces como ahora. La Iglesia
todavía guarda fielmente el peligroso árbol de la sabiduría, y ha
ejercido en todas las edades su mayor poder para evitar que el
ser humano coma de su fruto. Los sacerdotes nunca han cesado
de repetir la vieja falsedad y la vieja amenaza: "No comerás de
él, ni lo tocarás, o morirás". Desde todos los púlpitos viene el
mismo grito, nacido del mismo temor: "No vayan a comer y ser
como dioses, conocedores del bien y el mal". Por esa razón la
religión odia la ciencia, la fe detesta la razón, la teología es la
enemiga declarada de la filosofía, y la Iglesia, con su espada
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flamígera, todavía guarda el odiado árbol, y, como su supuesto
fundador, maldice hasta las más abyectas profundidades a los
bravos pensadores que comieron y se tornaron como dioses.
Si el relato dado en el Génesis es verídico, ¿no deberíamos,
después de todo, dar las gracias a esta serpiente? Fue nuestra
primera maestra, la primera defensora del estudio, la primera
enemiga de la ignorancia, la primera en susurrar en oídos
humanos la sagrada palabra "libertad", creadora de ambición,
autora de la modestia, la indagación, la duda, la investigación,
el progreso, y la civilización.
¡Dadme la tormenta y la tempestad del pensamiento y la acción, más bien que la calma inerte de la ignorancia y la fe!
¡Desterradme del Edén si queréis; pero primero dejadme probar
el fruto del árbol de los conocimientos!
Algunas naciones han tomado prestados sus dioses; entre ellas,
me veo obligado a decirlo, la nuestra. Al dejar de existir los
judíos como nación, y no tener ninguna necesidad más de fe un
dios, nuestros antepasados se apropiaron de él, y adoptaron a su
diablo al mismo tiempo. Este dios a préstamo es todavía objeto
de alguna adoración, y este diablo adoptado todavía excita la
aprehensión de nuestras gentes. Todavía se le supone dedicado
a armar trampas y tender lazos con el fin de capturar nuestras
almas en un descuido, y todavía se encuentra librando guerra,
con algún éxito, contra nuestro dios.
A mi entender, parece cosa fácil explicar estas ideas relativas a
dioses y diablos. Son productos perfectamente normales. El
hombre los ha creado a todos, y en igualdad de circunstancias
los volvería a crear otra vez. El hombre no solamente ha creado
todos esos dioses, sino que los ha creado de los materiales de
que se encontraba rodeado. Generalmente los ha modelado a su
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imagen, dándoles manos, cabezas, pies, ojos, oídos y órganos
de la palabra. Cada nación no solamente ha hecho a sus dioses
y diablos hablando su propia lengua, sino que ha puesto en sus
bocas los mismos errores de historia, geografía y astronomía, y
todos los otros generalmente cometidos por la gente. Ningún
dios ha sido más adelantado que la nación que los creó. Los
negros representaban sus deidades con piel negra y cabello
rizado. Los mongoles dieron al suyo un matiz amarillo y ojos
negros almendrados. A los judíos no se les permitía dibujar el
de ellos, o estaríamos viendo a Jehová con una barba completa,
cara ovalada y nariz aguileña. Zeus era un griego perfecto, y
Júpiter parecía un miembro del senado romano. Los dioses de
Egipto tenían el rostro paciente y la plácida mirada de los
amantes pueblos que los hicieron. Los dioses de países nórdicos se representaban bien abrigados en ropaje de pieles; y los
de los trópicos iban desnudos. Los dioses de la India a menudo
cabalgaban elefantes; los de algunas islas eran grandes nadadores, y las deidades de la zona ártica disfrutaban con deleite de la
grasa de ballena. Casi todos los pueblos han esculpido o pintado imágenes representativas de sus dioses, y estas representaciones eran tratadas generalmente por las clases bajas como
mismísimos dioses, y a esas imágenes e ídolos dirigían sus plegarias y ofrecían sacrificios.
En algunos países, hasta hoy mismo, si la gente después de
largas plegarias no obtenía lo que pedía, desechaba sus imágenes por impotentes, o las vituperaba de la forma más acre con
golpes y maldiciones. "¿Cómo, espíritu perro", dicen, "te damos casa en un templo magnífico, te bañamos en oro, te brindamos la comida más selecta, te ofrecemos incienso, y después
de todo eso, eres tan ingrato que nos niegas lo que te pedimos?"
Y entonces bajan al dios y lo arrastran por el polvo de las ca___________________________________________________________
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lles. Si entretanto sucede que se da lo que habían pedido, con
mucha ceremonia lo lavan bien, lo vuelven a llevar otra vez a
su templo, donde se hincan de rodillas a dar excusas por lo que
hicieron. "La verdad es", dicen, "que fuimos un poco impacientes, pero tú demoraste un poco más de la cuenta en conceder lo
pedido. ¿Por qué diste lugar a esta paliza que te propinamos?
Pero lo hecho, hecho está. No pensemos más en ello. Si estás
dispuesto a olvidar lo pasado, te iluminaremos para que brilles
más que antes"
El ser humano nunca ha estado falto de dioses. Ha adorado a
casi todo lo imaginable, incluyendo los animales más detestables y repugnantes. Ha adorado el fuego, la tierra, el aire, el
agua, la luz, las estrellas, y por cientos de siglos se ha postrado
ante enormes serpientes. Las tribus salvajes a menudo hacen
dioses de artículos que obtienen de la gente civilizada. Un pueblo llamado "todas", de la India, adora un cencerro. Otro, nombrado "los kotas", adoran dos fuentes de plata, que consideran
marido y mujer, y otra tribu se hizo un dios del rey de copas de
la baraja.
Habiendo sido siempre el hombre superior a la mujer en cuanto
a fuerza física, la mayoría de los grandes dioses han sido masculinos. Si las mujeres fuesen superiores físicamente, los entes
que se suponen regidores de la naturaleza hubiesen sido mujeres, y en vez de ser representados en ropas de hombre, lo
hubiesen sido en vistosas colas, vestidos de bajo escote y lazos.
Nada más evidente que el hecho de que cada nación da a su
dios las características propias, y que cada individuo da a su
dios sus peculiaridades personales.
El hombre no tiene ideas, no puede tenerlas, excepto las que le
insinúa su ambiente. No puede concebir nada completamente
distinto de lo que ha estado viendo y sintiendo. Puede exagerar,
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rebajar, combinar, separar, deformar, embellecer, mejorar, multiplicar, comparar lo que ve, lo que siente, lo que oye, y todo lo
que pueda percibir por medio de los sentidos, pero no puede
crear. Habiendo visto exhibiciones de fuerza, puede decir "omnipotente". Habiendo vivido, puede decir "inmortalidad". Sabiendo algo del transcurso de tiempo, puede decir "eternidad".
Concibiendo algo de sabiduría, puede decir "Dios". Habiendo
visto exhibiciones de maldad, puede decir "diablo". Habiendo
visto unos pocos destellos de felicidad a través de las tinieblas
de su vida, puede decir "cielo". Habiendo experimentado dolor
en sus innumerables formas, puede decir "infierno". Todas estas ideas surgen de algún hecho, pero sólo la base. La superestructura ha sido creada por exageración, disminución, combinación, separación, deformación, embellecimiento, mejoramiento o multiplicación de realidades, de modo que el edificio
no es más que una agrupación incongruente de lo que el hombre ha percibido por medio de los sentidos. Es como si hubiese
dado a un león las alas de un águila, los cascos de un bisonte, la
cola de un caballo, la bolsa de un canguro, y la trompa de un
elefante. Con la imaginación hemos creado un monstruo imposible. No obstante, las diversas partes de ese monstruo realmente existen. Y así ocurre con todos los dioses que la humanidad
ha hecho.
El hombre no puede salirse de la naturaleza ni siquiera con el
pensamiento más arriba que la naturaleza no puede elevarse,
más abajo no puede caer.
El hombre, en su ignorancia, supuso que todos los fenómenos
eran producidos por ciertos poderes inteligentes, y con relación
directa a él. Mantener relaciones amistosas con esos poderes
fue y sigue siendo el objeto de todas las religiones. Se arrodilló
por temor y para pedir auxilio, o por gratitud por algún favor
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que suponía se le había hecho. Con sus súplicas trató de calmar
al ser que, según creía, se había enfurecido por alguna razón. El
rayo y el trueno lo aterrorizaban. En presencia del volcán, se
hincaba de rodillas. La gran selva poblada de bestias salvajes y
feroces, las monstruosas serpientes que se arrastraban por las
profundidades misteriosas, la inmensidad del mar, los cometas
llameantes, los siniestros eclipses, la calma sobrecogedora de
las estrellas, y, sobre todo, la perpetua presencia de la muerte,
lo convencieron de que era una presa a merced de invisibles
fuerzas malignas. Las enfermedades extrañas y terribles a que
estaba sujeto, los escalofríos y calenturas de la fiebre, las contorsiones de la epilepsia, las parálisis súbitas, la obscuridad de
la noche, y los sueños alocados, terribles y fantásticos que llenaban su cerebro, no le dejaban dudas de que estaba acosado y
perseguido por incontables espíritus del mal. Por algún motivo
suponía que estos espíritus diferían en sus grados de poder que
no todos eran igualmente malévolos que el más alto gobernaba al bajo, y que la existencia misma dependía de lograr la ayuda de los más poderosos. Para tal propósito recurría a la plegaria, la adulación, la adoración y los sacrificios. Tales ideas al
parecer eran universales entre los salvajes.
Durante siglos incontables todas las naciones suponían que los
enfermos y los locos estaban poseídos de malos espíritus. Durante miles de años la práctica de la medicina consistió en aterrorizar a esos espíritus para ahuyentarlos. Generalmente, los
sacerdotes hacían los ruidos más fuertes y disonantes posibles.
Soplaban cuernos, golpeaban rudos tambores, chocaban platillos, mientras proferían los gritos más aterradores. Si la "ruidoterapia" fracasaba, imploraban a otro espíritu más poderoso.
Aplacar a esos espíritus era considerado de infinita importancia. El infeliz bárbaro, sabiendo que los hombres podían ablan___________________________________________________________
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darse por medio de regalos, daba a esos espíritus lo que a él le
parecía del mayor valor. Con el corazón destrozado, ofrecía la
sangre de su hijo predilecto. Le era imposible concebir un dios
totalmente distinto a él, y suponía que esos poderes del aire de
conmoverían un poco a la vista de un dolor tan grande y tan
profundo. Sucedía con el bárbaro entonces lo que sucede con el
civilizado ahora una clase vivía de la otra y trataba sus temores
como mercancía. Ciertas personas se ofrecían para apaciguar a
los dioses y para informar a la gente cuáles eran sus obligaciones hacia esas fuerzas invisibles. Eso fue el origen del sacerdocio. El sacerdote pretendía alzarse entre la ira de los dioses y la
impotencia del humano. Era el abogado del hombre ante la
corte celestial. Llevaba al mundo invisible un estandarte de
tregua, una protesta, y un pedido. Regresaba con una orden,
una autoridad, y un poder. El hombre caía de rodillas ante su
propio servidor, y el sacerdote, aprovechándose del respeto que
inspiraba su supuesta influencia ante los dioses, hacía de su
prójimo un hipócrita rastrero y un esclavo. Hasta Cristo, el supuesto hijo de Dios, enseñó que había personas poseídas por
malos espíritus, y frecuentemente, de acuerdo con el relato, dio
pruebas de su divino origen ahuyentando demonios de sus infelices conciudadanos. Expulsar demonios fue su principal ocupación, y los demonios que extraía generalmente aprovechaban
la ocasión para reconocerlo como el verdadero Mesías; lo cual
además de ser un rasgo de bondad de ellos, era muy provechoso para él.
El hecho de que Cristo podía resistir las tentaciones del diablo
era considerado como evidencia concluyente de que estaba
ayudado por algún dios, o por lo menos por algún ser superior
al hombre. San Mateo relata un intento hecho por el diablo de
tentar al supuesto hijo de Dios; y siempre ha excitado la admi___________________________________________________________
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ración de los cristianos que la tentación haya sido resistida tan
noble y heroicamente. El relato a que me refiero es así:
"Entonces Jesús fue llevado por el espíritu al desierto para ser
tentado por el diablo. Y cuando el tentador vino a él, dijo: 'Si
eres el hijo de Dios, ordena que estas piedras se vuelvan pan'. Y
él contestó y dijo: 'Está escrito; no de pan solamente vivirá el
hombre, sino de toda palabra que proceda de la boca de Dios'.
entonces el diablo lo llevó a la ciudad santa y lo colocó en un
pináculo del templo y le dijo: 'Si eres el hijo de Dios, lánzate
para allá abajo...' Jesús le dijo: 'Está también escrito, no tentarás
al Señor tu Dios'. De nuevo, el diablo lo llevó a una elevadísima montaña, y le mostró todos los reinos de la tierra y su gloria, y le dijo: 'Todo esto te daré si caes y me adoras'".
Los cristianos ahora aseguran que Jesús era Dios. Si era Dios,
desde luego que el diablo lo sabía, y no obstante, según este
relato, el diablo tomó a Dios omnipotente y lo colocó en el
pináculo de un templo, y trató de convencerlo de que se lanzase
a tierra. Al fracasar en esto, tomó al creador, al dueño, al gobernador del universo, lo llevó a una montaña elevadísima, y le
ofreció este mundo este grano de arena si él, el Dios de todos
los mundos, bajara la cerviz para adorarlo, un pobre diablo sin
título de propiedad ni siquiera de un pie cuadrado de tierra. ¿Es
posible que el diablo fuese tan idiota? ¿Hay que dar crédito a
esta deidad por no haber sucumbido a esa burla? ¡Piénselo! ¡El
diablo el príncipe de los fulleros, el rey de los pícaros, el maestro de la astucia, tratando de sobornar a Dios con un grano de
arena que ya pertenecía a Dios!
¿Hay nada en toda la literatura religiosa del mundo más groseramente absurdo que esto?
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Estos demonios, según la Biblia, eran de varias clases: unos
podían hablar y oír, otros eran sordomudos. No todos podían
expulsarse de la misma manera. Los espíritus sordomudos eran
especialmente difíciles. San Marcos habla de un señor que trajo
su hijo a Cristo. El muchacho, al parecer, estaba poseído de un
espíritu sordomudo sobre el cual los discípulos no tenían dominio. "Jesús dijo al espíritu: «Tú, espíritu sordo y mudo, te ordeno que salgas de él y que no entres más en él»" Ante lo cual el
espíritu sordo (habiendo oído lo que se le dijo), gritó (siendo
mudo) e inmediatamente desocupó el recinto. La facilidad con
que Cristo dominó este espíritu sordo y mudo causó la admiración de sus discípulos, quienes le preguntaron en privado por
qué ellos no habían logrado expulsar el espíritu. A lo cual respondió: "Esa clase solamente se saca por medio de la oración y
el ayuno". ¿Hay algún cristiano en el mundo entero que crea
que semejante historia puede encontrarse en cualquier otro libro? El problema es que esta gente piadosa ha cerrado su razón
y ha abierto su Biblia.
En el tiempo antiguo la existencia de demonios era aceptada
universalmente. Nadie tenía duda sobre eso, y de esa creencia
era lógico que para que una persona pudiese derrotar a esos
demonios, tenía que ser un dios, o estar ayudada por uno. Todos los fundadores de religiones han establecido sus ínfulas de
origen divino dominando espíritus malignos y suspendiendo las
leyes de la naturaleza. Sacar demonios era un certificado de
divinidad. Un profeta que no pudiese hacer frente a los "poderes de las tinieblas" era mirado con desprecio. La expresión de
los más elevados y nobles sentimientos, la más inmaculada y
santa vida, infundían poco respeto a no ser que estuviesen
acompañadas del poder de realizar milagros y dominar espíritus.
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Esta creencia en poderes buenos y malos tuvo su origen en el
hecho de que el hombre estaba rodeado de lo que le gustaba
llamar fenómenos benévolos y malévolos. Los fenómenos que
causaban placer al hombre eran achacados a buenos espíritus, y
los que eran desagradables, o dañinos, eran achacados a espíritus malos. Admitiendo, pues, que todo fenómeno era causado
por espíritus, los espíritus fueron divididos de acuerdo con los
fenómenos, los cuales eran buenos o malos según cómo afectasen al humano. Los buenos espíritus se suponían autores de los
buenos fenómenos, y los malos espíritus, de los malos, de modo que la idea de un diablo es tan universal como la idea de un
dios.
Muchos escritores declaran que para que una idea sea universal, tiene que ser verdadera; que todas las ideas universales son
innatas, y que las ideas innatas no pueden ser falsas. Si el hecho
de que una idea ha sido universal prueba que es innata, y si el
hecho de una idea sea innata prueba que es correcta, entonces
los creyentes en ideas innatas tienen que admitir que la evidencia de un dios superior a la naturaleza, y la de un diablo superior a la naturaleza, son exactamente iguales, y que la existencia de semejante diablo debe ser tan evidente por sí misma como la existencia de tal dios. La verdad es que de los buenos
fenómenos se infirió un dios, y de los malos un diablo. Y es tan
natural y lógico suponer que un diablo pudiera causar felicidad
como suponer que un dios podría producir miseria. Por consiguiente, si un ser supremo inteligente e infinito (todopoderoso)
es el autor de todo fenómeno, es difícil determinar si tal inteligencia es amiga o enemiga del hombre. Si todos los fenómenos
fuesen buenos, podríamos decir que fueron todos producidos
por un ser perfectamente benévolo. Si todos fuesen malos,
podríamos decir que fueron producidos por un poder perfecta___________________________________________________________
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mente malévolo; pero como los fenómenos son, en lo que atañe
al hombre, buenos lo mismo que malos, deben ser producidos
por diferentes y antagónicos espíritus; por uno que a veces actúa por bondad y a veces por maldad; o todos puede que sean
productos de la necesidad, sin relación alguna con sus consecuencias sobre el hombre.
La idiótica doctrina de que todo fenómeno se debe a la intervención de buenos o de malos espíritus ha sido y sigue siendo
universal. Que la mayoría todavía cree en algún espíritu que
puede cambiar el orden natural de los sucesos está probado por
el hecho de que casi todos recurren a la plegaria. En este mismo
momento debe haber miles implorando a algún supuesto poder
que interfiera a su favor. Algunos quieren recobrar la salud;
otros piden que guarden y proteja al amado y al ausente; unos
imploran riquezas, otros piden lluvia, algunos en vano piden
comida, algunos piden resurrecciones, unos pocos piden más
sabiduría, y de vez en cuando alguno le pide al Señor que haga
lo que mejor le parezca. Miles piden que los protejan del diablo; algunos, como David, imploran venganza, y algunos imploran que los libren de tentaciones. Todas estas plegarias descansan en la idea (y por ella son producidas), de que hay un
poder que no solamente puede alterar, sino que probablemente
alterará, el orden del universo. Esta creencia ha imperado en la
gran mayoría de las tribus y naciones. Todo libro sagrado está
repleto de relatos de tales intervenciones, y nuestra propia Biblia no es la excepción de esta regla.
Si creemos en un poder superior a la naturaleza, es perfectamente natural suponer que tal poder es capaz de intervenir, e
intervendrá, en los asuntos de este mundo. ¿Si no hay intervención, de qué valor práctico puede ser ese poder? Las Escrituras
nos cuentan los más sorprendentes relatos de divina inter___________________________________________________________
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vención. Animales que hablan como hombres; manantiales que
surgen de huesos calcinados; el sol y la luna se detienen en el
cielo para que el General Josué tenga más tiempo para asesinar;
la sombra de un reloj de sol retrocede diez grados para convencer al reyezuelo de un pueblo bárbaro de que no va a morir de
un furúnculo; el fuego se niega a arder; el agua rehúsa buscar
su nivel y se alza como una pared; granos de arena se tornan en
piojos; para complacer a un caprichoso, bastones corrientes se
vuelven serpientes y después se tragan unos a otros a modo de
ejercicio; arroyos murmurantes, burlándose de la fuerza de gravedad, corren monte arriba durante años siguiendo a tribus
errantes por el puro goce de jugar; la profecía se hace más fácil
que la historia; los hijos de Dios se enamoran de las jóvenes del
mundo; mujeres transformadas en sal a fin de conservar fresco
un gran suceso en la mente humana; un excelente artículo de
azufre es importado del cielo libre de gravamen aduanal; la
ropa rehúsa gastarse por cuarenta años; pájaros que mantienen
restaurantes y alimentan a los profetas errantes gratis; osos que
despedazan a niños por que se burlaron de viejos sin peluca; el
desarrollo muscular depende del largo del cabello; los muertos
resucitan simplemente para hacer una broma a sus enemigos y
herederos; brujos y magos conversan libremente con los espíritus de los fallecidos; y Dios mismo se torna tallador de piedra y
grabador, después de haber sido sastre y costurero.
El velo entre el cielo y la tierra siempre estaba rasgado o alzado. Las sombras de este mundo, el resplandor del cielo, y el
brillo del infierno se mezclaban hasta que uno no estaba seguro
de qué país realmente habitaba. El hombre vivía en un mundo
irreal. Equivocaba sus ideas, sus sueños, con la realidad. Sus
temores se volvían monstruos terribles y malignos. Vivía en
medio de furias, hadas, ninfas y náyades, duendes y fantasmas,
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brujos y magos, espíritus y trasgos, deidades y diablos. Las
profundidades obscuras y tétricas estaban llenas de garras y
alas, picos y pezuñas, miradas lascivas y bocas burlonas, maldad y deformación, la astucia del odio y las figuras viscosas
que el terror puede trazar y dibujar sobre el lienzo sombrío de
la noche.
Es suficiente para casi volver a uno loco de compasión el pensar en lo que el humano ha sufrido durante la larga noche; las
torturas que ha soportado, rodeado, como se creía, de fuerzas
malévolas y agarrado firmemente por los feroces fantasmas del
aire. No es extraño que haya caído sobre sus temblorosas rodillas, que haya construido altares, y que los haya enrojecido hasta con su propia sangre. No es de extrañar que haya implorado
a sacerdotes ignorantes y a magos sin escrúpulos por ayuda. No
es de extrañar que se haya arrastrado servilmente en el polvo
hasta la puerta del templo y allí, en la locura de la desesperación, haya elevado a los oídos sordos de los dioses sus amargos gritos de agonía y terror.
El salvaje, cuando sale del estado de barbarie, gradualmente
pierde la fe en sus ídolos de madera y piedra, y en su lugar coloca una multitud de espíritus. Según avanza en conocimientos,
generalmente desecha los espíritus menores, y en su lugar cree
en uno, que él supone infinito y supremo. Suponiendo a este
gran espíritu superior a la naturaleza, le ofrece adoración y lisonjas a cambio de ayuda. Por último, viendo que no obtiene
ayuda de esta supuesta deidad, encontrando que toda búsqueda
de lo absoluto tiene que terminar necesariamente en fracaso,
que el hombre no puede de ninguna manera concebir lo incondicional, empieza a investigar los hechos que lo rodean y a depender de sí mismo.
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La gente empieza a pensar, a razonar, a investigar. Lentamente,
penosamente, pero seguramente, los dioses van siendo expulsados de la tierra. Hasta los más religiosos opinan que son raras
las ocasiones en que se supone que les corresponda intervenir
en los asuntos humanos. En la mayoría de los aspectos nos suponemos libres. Desde la invención de las naves a vapor y del
ferrocarril, que permite que los productos de todos los países
pueden intercambiarse fácilmente, los dioses han abandonado
el negocio de causar hambres. De vez en cuando matan a un
niño porque sus padres lo idolatraban. Por lo general, han dejado de causar accidentes de ferrocarril, hacer explotar calderas,
y estallar lámparas de kerosene. El cólera, la fiebre amarilla y
la viruela todavía se consideran armas del arsenal celestial;
pero el sarampión, la sarna y el paludismo son ahora atribuidos
a causas naturales. Por lo general, los dioses han dejado de
ahogar niños, a no ser en castigo por no observar el Sábado.
Todavía prestan alguna atención a los asuntos de reyes, hombres de ingenio y personas de gran riqueza; pero a la gente ordinaria la han abandonado para que se defienda como mejor
pueda. En las guerras entre grandes naciones todavía los dioses
intervienen, pero en el pugilismo el mejor contendiente, con un
árbitro honrado, vence con seguridad.
La Iglesia no puede abandonar la idea de la Especial Providencia. Renunciar a esa doctrina es renunciar a todo. La Iglesia
tiene que insistir en que los rezos son contestados, que algún
poder superior a la naturaleza escucha y concede lo que pida un
sincero y humilde cristiano, y que ese poder, en alguna forma
misteriosa, proveerá para todos.
Un devoto sacerdote trataba en toda oportunidad de grabar en
la mente de su hijo el hecho de que Dios se ocupa de todas sus
criaturas; que un gorrión que cae recibe su atención, y que su
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amante bondad está en todas sus obras. Viendo un día una grulla vadeando en busca de alimento, el buen hombre señaló a su
hijo la admirable adaptación de la grulla para poder buscarse el
sustento en esa forma. "Mira", le dijo, "cómo sus patas están
hechas para vadear. Mira qué pico tan largo y delgado tiene.,
Observa con qué destreza recoge los pies cuando los mete o los
saca del agua. No causa ni la menor ondulación. Así es cómo
puede acercarse al pez sin anunciar que se aproxima. Hijo, es
imposible mirar esa ave sin reconocer el diseño y la bondad de
Dios, que así provee los medios de subsistir". "Sí", respondió el
joven "creo que veo la bondad de Dios, por lo menos desde el
punto de vista de la grulla; pero, después de todo, padre, no
crees que el arreglo es un poco duro para el pez?"
Hasta el más adelantado religionista, que no cree ya en una
gran intervención de los dioses en el mundo en esta época, todavía cree que en el principio algún dios formuló las leyes que
gobiernan el universo. Cree que a consecuencia de esas leyes el
hombre puede levantar un peso mayor con una palanca que sin
ella; que ese dios hizo la materia de tal forma, y dispuso así el
orden de las cosas, que dos cuerpos no pueden ocupar el mismo
espacio al mismo tiempo; que un cuerpo puesto en movimiento
seguirá moviéndose hasta que algo lo detenga; que la distancia
es mayor alrededor que a través de un círculo; que un cuadrado
perfecto tiene cuatro lados iguales en vez de cinco o siete. Insiste en que se necesitó la interposición directa de la providencia para que un todo sea mayor que una parte, y que si no
hubiese sido por ese poder superior a la naturaleza, dos veces
uno podría ser más que dos veces dos, y varas y cuerdas podrían tener un solo extremo cada una. Como el viejo profeta escocés, da gracias a Dios porque el domingo viene al final de la
semana y no en el medio de ella, y que la muerte llega al final,
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en vez de al comienzo, de la vida, dándonos así tiempo para
prepararnos para ese santo día y solemnísimo acontecimiento.
Esta gente religiosa no ve más que diseño en todas partes y una
intervención inteligente y personal en todo. Insisten en que el
universo ha sido creado, y que la adaptación de los medios para
los fines es perfectamente aparente. Señalan a la luz del sol, a
las flores, a las lluvias de abril, y a todo lo que es bello y útil en
el mundo. ¿No se les ha ocurrido que un cáncer es tan bello en
su desarrollo como la más roja rosa? ¿Que lo que gustan de
llamar la adaptación de los medios a los fines es tan aparente en
el cáncer como en la lluvia de abril? ¡Qué hermoso el proceso
de digestión! ¡Por cuán ingeniosos medios la sangre se envenena para que el cáncer pueda nutrirse! ¡Por cuán maravillosas
disposiciones el sistema total tiene que pagar tributo a ese divino y encantador cáncer! Mire con qué admirable adaptación se
alimenta de la carne delicada y palpitante que lo rodea. Mire
cómo lenta, pero ineluctablemente se extiende y crece. ¡Qué
maravilloso mecanismo lo provee de largas y delgadas raíces
que alcanzan hasta los más recónditos nervios de dolor para
sustentarse y vivir! ¡Qué hermosos colores ostenta! Visto con
el microscopio, es un milagro de orden y belleza. Todo el ingenio humano es incapaz de detener su crecimiento. Piense en
cuánto hubo que pensar para inventar la forma en que la vida
de un hombre se pierda para producir un cáncer. ¿Es posible
contemplarlo y dudar de que hay un diseño en el universo y que
el inventor de este maravilloso cáncer debe ser infinitamente
poderoso, ingenioso y bueno?
Nos dicen que el universo fue diseñado y creado, y que es absurdo suponer que la materia ha existido por toda la eternidad,
y que es perfectamente evidente que Dios sí.
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Si un dios creó el universo, debe haber habido un momento en
que comenzó a crear. Antes de ese momento debe haber habido
una eternidad durante la cual no existía nada absolutamente
nada a excepción de este supuesto dios. De acuerdo con esta
teoría, este dios pasó la eternidad, por decirlo así, en un vacío
infinito y en ocio perfecto.
Admitiendo que un dios sí creó el universo, la pregunta que
surge es, ¿de qué lo creó? Ciertamente, no lo hizo de la nada.
La nada, considerada como materia prima, es un fracaso decisivo. Se deduce, pues, que el dios debe haber hecho el universo
de sí mismo, siendo lo único que había en existencia. El universo es material, y si fue hecho de Dios, el dios debe haber
sido material. Con ese mismo pensamiento en mente, Anaxímenes de Mileto dijo: "La creación es la descomposición del
infinito".
Se ha demostrado que... el universo es infinito. Si un universo
infinito fue hecho de un dios infinito, ¿cuánto queda del dios?
La idea de una deidad creadora está abandonándose, y casi todas las mentes verdaderamente científicas admiten que la materia debe haber existido eternamente. Es indestructible, y lo indestructible no puede crearse. Es el remate de la gloria de nuestro siglo haber demostrado la indestructibilidad y la persistencia eterna de la energía. Ni la materia ni la energía pueden aumentar ni disminuir. La energía no puede existir aparte de la
materia. La materia existe solamente en conexión con la energía, y, por lo tanto, una fuerza aparte de la materia y superior a la
naturaleza, es una comprobada imposibilidad.
La energía, pues, debe haber existido eternamente y no pudo
crearse. La materia en todas sus innumerables formas, desde la
tierra hasta los ojos de los seres que amamos, y la fuerza
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(energía), en todas sus manifestaciones, desde un simple movimiento hasta el más elevado pensamiento, niegan la creación.
El pensamiento es una forma de fuerza. Caminamos con la
misma fuerza con que pensamos. El hombre es un organismo
que cambia diversas formas de energía en fuerza de pensamiento. El hombre es una máquina en que debemos poner lo que
llamamos alimentos, para que produzca lo que llamamos pensamiento. ¡Piense en esa maravillosa química por la cual el pan
se transformó en la divina tragedia de Hamlet!
Un dios no solamente tiene que ser material, sino que debe ser
un organismo capaz de cambiar otras formas de energía en
energía de pensamiento. Esto es lo que llamamos comer. Por lo
tanto, si el dios piensa, debe comer, o sea, necesariamente tiene
que tener medios de proveerse de la fuerza con que pensar. Es
imposible que un ser pueda eternamente impartir energía a la
materia sin tener los medios de reponer la energía impartida.
Si ni la materia ni la energía fueron creadas, ¿qué evidencia
tenemos de la existencia de un poder superior a la naturaleza?
El teólogo probablemente responderá, "Tenemos ley y orden,
causa y efecto, y además, la materia no pudo haberse puesto en
movimiento por sí misma".
Supongamos, por aquello de discutir el asunto, que no existe un
ser superior a la naturaleza, y que la materia y la energía han
existido desde la remota eternidad. Supongamos ahora que dos
átomos se encuentran. ¿Se producirá algún efecto? Sí. Supongamos que vienen en direcciones opuestas y con igual fuerza, y
se detendrán, que es lo menos que podemos decir. Eso es un
efecto. Si así es, ahí tiene usted materia, energía y efecto sin un
ser superior a la naturaleza. Supongamos ahora que otros dos
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átomos como los dos primeros se encuentran en circunstancias
exactamente iguales. ¿No sería el efecto exactamente el mismo? Sí. Causas iguales producen efectos iguales, que es lo que
llamamos ley y orden. Tenemos, pues, materia, energía, efecto,
ley y orden sin un ser superior a la naturaleza. Sabemos, pues,
que todo efecto debe ser también una causa, y que toda causa
debe ser también un efecto. El encuentro de átomos produjo un
efecto, y como cada efecto debe ser también una causa, el efecto producido por el choque de los átomos debe también haber
sido la causa de algo. Tenemos, pues, materia, energía, orden,
causa, efecto, sin un ser superior a la naturaleza. Nada queda
para lo sobrenatural más que el espacio vacío. Su trono es hueco, y su alardeado reino carece de materia, de energía, de ley,
de causa y de efecto.
¿Pero qué es lo que ha puesto toda esta materia en movimiento? Si la materia y la energía han existido eternamente, entonces la materia debe estar siempre en movimiento. No puede
haber fuerza sin movimiento. La fuerza es siempre activa, y no
hay, no puede haber, cese. Si, por lo tanto, la materia y la fuerza han existido eternamente, así podemos decir también del
movimiento. En el universo entero no hay ni siquiera un átomo
en estado de reposo.
Una deidad fuera de la naturaleza no existe en nada, no es nada.
La naturaleza abarca con sus brazos infinitos toda la materia y
toda la energía. Todo lo que esté fuera de su alcance es carente
de ambos y difícilmente digno de la devoción y adoración de
un solo ser humano.
No hay más que una forma de demostrar la existencia de un
poder independiente de la naturaleza y superior a ella, y es
rompiendo, aunque sea por un solo instante, la continuidad de
causa y efecto. Saque de la cadena sin fin de la vida un peque___________________________________________________________
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ño eslabón; detenga por un momento la gran procesión, y habrá
demostrado más allá de toda contradicción que la naturaleza
tiene un superior. Cambie por sólo un segundo el hecho de que
la materia atrae a la materia, y aparece un dios.
El más rudo salvaje siempre ha sabido eso, y por ese motivo
siempre ha exigido la evidencia de un milagro. El fundador de
religión debe tener la facultad de convertir agua en vino, curar
con una palabra al ciego y al tullido, y alzar a la vida el muerto
con un simple toque de la mano. Le era necesario demostrar a
satisfacción de su bárbaro discípulo que era superior a la naturaleza. En los tiempos de ignorancia eso era fácil de hacer. La
credulidad del salvaje era casi ilimitada. Para él las maravillas
eran lo hermoso, lo misterioso era lo sublime. Por consiguiente,
toda religión tiene como base un milagro es decir, una violación de la naturaleza es decir, una falsedad.
En toda la historia del mundo, nadie ha tratado jamás de demostrar una verdad con un milagro. La verdad desprecia la
ayuda del milagro. Solamente lo falso se ha valido de señales y
portentos. Ningún milagro ha sido realizado jamás, y ningún
hombre cuerdo ha pensado jamás en haber efectuado uno, y
hasta que uno se efectúe, no puede haber evidencia de la existencia de un poder superior a la naturaleza e independiente de
ella.
La Iglesia quiere que creamos. Que la Iglesia, o uno de sus santos intelectuales, realicen un milagro, y creeremos. Se nos dice
que la naturaleza tiene un superior. Que ese superior domine a
la naturaleza por un solo instante, y acataremos como ciertas
sus afirmaciones.
Hemos oído suficientes habladurías. Hemos escuchado todos
los sermones adormecedores, vacíos e insulsos que queríamos
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escuchar. Hemos leído su Biblia y las obras de sus mejores
cerebros. Hemos oído sus rezos, sus solemnes gemidos, sus
amenes reverentes. Todo eso nada significa. Queremos un
hecho. Rogamos a las puertas de sus iglesias por solamente un
pequeño hecho. Pasamos el sombrero entre sus congregaciones
y bajo sus púlpitos, e imploramos de ustedes un solo hecho. Ya
sabemos todo sobre maravillas mohosas y rancios milagros.
Queremos un hecho contemporáneo. ¡Por caridad, un hecho!
Sus milagros son demasiado antiguos. Los testigos murieron
hace dos mil años. Su reputación de veraces en los vecindarios
en que vivían es totalmente desconocida para nosotros. Dennos
un milagro nuevo y corrobórenlo por testigos que todavía tengan el jovial hábito de vivir en este mundo. No nos remitan a
Jericó a escuchar los cuernos retorcidos, ni nos pongan en el
fuego con Shadrach, Meshech y Abednego. No nos obliguen a
cruzar el mar con el Capitán Jonás, ni a cenar con el señor Ezequiel. De nada vale que nos envíen a cazar zorras con Sansón.
Hemos perdido absolutamente todo interés en ese discursito tan
elocuentemente pronunciado por el inspirado burro de Balaam.
Es menos que inútil que nos muestren peces con dinero en la
boca, y que nos señalen las grandes multitudes alimentándose
hasta la saciedad con cinco panecillos y dos sardinas. Exigimos
un milagro nuevo, y lo queremos ahora. Que las Iglesia proporcione por lo menos uno, o que para siempre guarde silencio.
En el remoto pasado, la Iglesia violaba el orden de la naturaleza
para probar la existencia de su dios. En aquel tiempo los milagros se hacían con pasmosa facilidad. Se hicieron tan comunes,
que la Iglesia ordenó a sus sacerdotes que desistieran de ellos.
Y ahora esa misma iglesia habiendo encontrado la gente un
poco de sentido común no sólo admite que no puede realizar
milagros, sino que insiste en que la ausencia de milagros, la
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marcha constante e ininterrumpida de causa y efecto, prueba la
existencia de un poder superior a la naturaleza. El hecho es, no
obstante, que la inquebrantable cadena de causa y efecto prueba
exactamente lo contrario.
Sir William Hamilton, uno de los pilares de la teología moderna, tratando de este mismo asunto, usa el siguiente lenguaje:
"Los fenómenos de la materia, en cuanto a indicar la existencia
de un dios, muy al contrario conducen a negarlo. Los fenómenos del mundo material están sujetos a leyes inmutables, se
producen y reproducen en la misma sucesión invariable, y manifiestan solamente la fuerza ciega de una necesidad mecánica".
La naturaleza no es más que una serie interminable de causas
eficientes. No puede crear, pero transforma eternamente. No
hubo comienzo, ni habrá fin.
Las mejores mentes, hasta del mundo religioso, admiten que en
la naturaleza material no hay evidencia de lo que ellos con gusto llaman un dios. La evidencia la encuentran en el fenómeno
de inteligencia, y muy inocentemente aseguran que la inteligencia está por encima de la naturaleza, y hasta de hecho
opuesta a ella. Insisten en que el ser humano, por lo menos, es
una creación especial; que él tiene en algún rincón de su cerebro una chispa divina, una pequeña porción de la "Gran Causa
Primordial". Dicen que la materia no puede producir pensamiento, pero que el pensamiento puede producir materia. Nos
dicen que el hombre tiene inteligencia y que por lo tanto debe
haber una inteligencia mayor que la de él. ¿Por qué no decir
"Dios tiene inteligencia, por lo tanto debe haber una inteligencia mayor que la de Él"? Que nosotros sepamos, no hay inteligencia aparte de la materia. No podemos concebir el pensamiento, a no ser que sea producido dentro de un cerebro.
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La ciencia con que quieren demostrar la existencia de una imposible inteligencia y un poder incomprensible la llaman metafísica o teología. Los teólogos admiten que los fenómenos
materiales tienden, por lo menos, a refutar la existencia de un
poder superior a la naturaleza, porque en tales fenómenos no
vemos más que una cadena interminable de causas eficientes
nada más que la fuerza de una necesidad mecánica. Por lo tanto, recurren a lo que denominan los fenómenos de la mente
para explicar ese poder superior.
El problema es que en los fenómenos de la mente encontramos
la misma interminable cadena de causas eficientes; la misma
necesidad mecánica. Cada pensamiento tiene que haber tenido
una causa eficiente. Cada motivo, cada deseo, cada temor, esperanza, sueño, tiene que haber sido producido necesariamente.
No hay lugar en la mente humana para la providencia o el azar.
Los hechos y las fuerzas que gobiernan el pensamiento son tan
absolutos como los que gobiernan los movimientos de los planetas. Un poema se produce por las fuerzas de la naturaleza, y
se produce tan necesaria y naturalmente como las montañas y
los mares. En vano buscaría usted un pensamiento en el cerebro
humano sin una causa eficiente. Toda operación mental es resultado de ciertos hechos y condiciones. Los fenómenos mentales se consideran más complicados que los materiales y por
consiguiente más misteriosos. Siendo más misteriosos, lo consideran mejor evidencia de la existencia de un dios. Nadie infiera un dios de lo simple, de lo conocido, de lo entendido, sino
de lo complejo, de lo desconocido, de lo incomprensible. Nuestra ignorancia es Dios; lo que sabemos es ciencia.
Cuando abandonemos la doctrina de que un ser infinito (todopoderoso) creó la materia y la energía y promulgó un código de
leyes para su gobierno, la idea de intervención se perderá. El
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verdadero sacerdote será entonces, no el vocero de alguna pretendida deidad, sino el intérprete de la naturaleza. Desde ese
momento la Iglesia deja de existir. Los cirios se consumirán en
el polvoriento altar; las polillas se comerán el descolorido terciopelo del púlpito y de los bancos; la Biblia pasará a ocupar un
puesto junto a los Shastras, Puranas, Vedas, Eddas, Salgas y
Coranes; y los grilletes de una fe degradante caerán de las mentes humanas.
"Pero", dice el religionista, "usted no puede explicar todo, no
puede entender todo; y eso que usted no puede explicar, eso
que usted no comprende, es mi dios".
Estamos explicando más cada día. Estamos comprendiendo
más cada día; por consiguiente su dios se va volviendo más
pequeño cada día.
Sin inmutarse, el religionista insiste entonces en que nada puede existir sin una causa, a excepción de la causa, y que esta
causa sin causa es Dios.
A esto responderemos: Toda causa debe producir un efecto,
porque hasta que produzca un efecto, no es una causa. Todo
efecto a su vez tiene que hacerse causa. Por lo tanto, en la naturaleza de las cosas, no puede haber una última causa, por la
razón de que la llamada última causa necesariamente producirá
un efecto, y ese efecto tiene por necesidad que convertirse en
causa. Todo efecto tiene que haber tenido una causa, y toda
causa tiene que haber tenido un efecto. Por lo tanto, no puede
haber habido una primera causa. Una primera causa es exactamente tan imposible como un último efecto.
Más allá del universo no hay nada, y dentro del universo lo
sobrenatural no existe ni puede existir.
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En el momento en que estas grandes verdades se comprendan y
admitan, la creencia en una providencia general o especial se
tornará imposible. Desde ese instante el hombre cesará sus vanos esfuerzos por complacer a un ser imaginario, y volverá su
tiempo y su atención a los asuntos de este mundo. Abandonará
la idea de alcanzar un objetivo con plegarias y súplicas. El elemento de incertidumbre será eliminado, en gran parte, del dominio del futuro, y el hombre, envalentonado por una serie de
victorias sucesivas contra las obstrucciones de la naturaleza,
alcanzará una serena grandeza desconocida para los discípulos
de cualquier superstición. El dedo de una supuesta omnipotencia no seguirá interfiriendo con los planes de la especie humana, y nadie creerá que las naciones o los individuos están protegidos o son destruidos por ninguna deidad. La ciencia, libre
de las cadenas de los hábitos piadosos y el prejuicio evangélico,
regirá suprema en su esfera. La mente investigará sin reverencia, y publicará sus conclusiones sin temor. Agasiz (Luis Agasiz: geólogo y paleontólogo suizo [18071873] que estudió los
fósiles y la acción de los glaciares) no volverá a vacilar antes
de declarar la cosmogonía mosaica totalmente en desacuerdo
con las verdades demostradas de la geología, y dejará de aparentar reverencia alguna por las escrituras judías. El momento
en que la ciencia logre tornar la Iglesia impotente para el mal,
los verdaderos pensadores hablarán sin freno. Las banderitas de
tregua que llevan tímidos filósofos desaparecerán, y las habladurías acobardadas dejarán paso a la victoria duradera y universal.
Si aceptamos que algún ser todopoderoso ha regido los destinos
de las personas y de los pueblos, la historia se vuelve una cruel
y sanguinaria farsa. Siglo tras siglo, el fuerte ha pisoteado al
débil; el astuto y cruel ha enlazado y esclavizado al simple e
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inocente; y en ninguna parte, en todos los anales de la humanidad, dios alguno ha socorrido al oprimido.
El hombre debe dejar de esperar ayuda de lo alto. A estas horas
deberíamos saber que el cielo no tiene oídos con que oír ni mano con que ayudar. El presente es hijo necesario del pasado. No
ha habido azar, ni puede haber interferencia sobrenatural.
Si se han de destruir los abusos, el hombre debe destruirlos. Si
los esclavos deberán ser libertados, el hombre deberá libertarlos. Si hay nuevas verdades que descubrir, el hombre deberá
descubrirlas. Si se viste al desnudo, si se alimenta al hambriento, si se hace justicia, si se recompensa el trabajo, si la superstición se destierra de la mente, si se protege al indefenso, si el
derecho por fin triunfa, todo será por obra del hombre. Las
grandes victorias del futuro deberán ganarse por el hombre y
sólo por el hombre.
La naturaleza, en lo que podemos discernir, sin pasión y sin
intención forma, transforma y vuelve a transformar por siempre. Ella ni llora ni se regocija. Produce al hombre sin propósito, y lo extermina sin arrepentimiento. Ella no conoce diferencia entre lo beneficioso y lo dañino. Veneno y nutrición, dolor
y gozo, vida y muerte, sonrisas y lágrimas, todo es igual para
ella. Ni es misericordiosa ni es cruel. No se le puede halagar
con adoración ni ablandar con lágrimas. Ella ni siquiera conoce
la actitud de la plegaria. No siente diferencia entre el veneno en
las fauces de las serpientes y la merced en los corazones humanos. Solamente por medio del hombre la naturaleza toma nota
de lo bueno, de lo verdadero y lo hermoso; y, que nosotros sepamos, el hombre es la inteligencia superior.
Y, no obstante, el hombre continúa creyendo que hay un poder
independiente de la naturaleza y superior a ella, y todavía trata
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por medio de apariencias, ceremonias, súplicas, hipocresía y
sacrificios, de obtener su ayuda. Sus mejores energías se han
desperdiciado al servicio de este fantasma. Los horrores de la
brujería nacieron todos de la creencia ignorante en un ser totalmente depravado superior a la naturaleza y que obra en perfecta independencia de sus leyes; y toda superstición religiosa
ha tenido por base la creencia en por lo menos dos seres, uno
bueno y otro malo, ambos con el poder de cambiar el orden del
universo arbitrariamente. La historia de la religión es simplemente la historia de todos los esfuerzos del hombre en todas las
edades para eludir a uno de estos poderes y apaciguar al otro.
Los dos poderes no han inspirado mucho más que abyecto temor. La mirada burlona, calculadora y fría del diablo, y el ceño
fruncido de Dios eran igualmente terribles. De todos modos, la
suerte del hombre estaría echada para siempre por un poder
desconocido superior a todas las leyes y a toda realidad. Hasta
que esta creencia se deseche, el hombre tendrá que considerarse
esclavo de amos fantasmales ninguno de los cuales promete
libertad ni en este mundo ni en el venidero.
El hombre tiene que aprender a confiar en sí mismo. La lectura
de biblias no va a protegerlo de las ráfagas invernales; las casas, la hoguera, la ropa sí. Para evitar el hambre, un arado vale
lo que un millón de sermones, y las patentes medicinales curan
más enfermedades que todos los rezos que se han pronunciado
desde el comienzo del mundo.
Aunque muchos hombres eminentes han tratado de armonizar
la necesidad y el libre albedrío, la existencia del mal y la potencia y bondad infinitas de Dios, solamente han conseguido producir fracasos eruditos e ingeniosos. Esfuerzos inmensos han
sido hechos para reconciliar ideas totalmente incompatibles con
los hechos que nos rodean, y todos los que no han aceptado una
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pretendida reconciliación, han sido denunciados como infieles,
ateos o burlones. El poder total de la Iglesia ha sido lanzado
sobre los filósofos y hombres de ciencia a fin de extraerles una
negación de la autoridad de la demostración y de inducir a
algún Judas a traicionar a la Razón, uno de los salvadores de la
humanidad.
Durante ese aterrador período conocido como la Edad del Obscurantismo, la Fe regía y apenas había quien se rebelase. Sus
templos estaban "alfombrados con rodillas", y los tesoros de las
naciones adornaban sus incontables capillas. Los grandes pintores prostituyeron su genio para inmortalizar sus tonterías, mientras los poetas lo hacían con cantares. A su pedido, el hombre
cubría la tierra de sangre. Las balanzas de la Justicia se inclinaban bajo su oro, y para su uso fueron inventados ingeniosos
instrumentos de tortura. Construyó (la Iglesia) catedrales para
Dios y mazmorras para el hombre. Pobló las nubes de ángeles y
la tierra de esclavos. Durante siglos el mundo fue volviendo
sobre sus pasos inmutablemente hacia la noche de la barbarie.
Unos cuantos infieles, unos cuantos herejes, gritaron "¡Alto!" a
la gran canalla de la devoción ignorante, e hicieron posible a
los genios del siglo diecinueve alterar radicalmente los crueles
credos y las supersticiones de la humanidad.
Los pensamientos humanos, para que puedan ser de algún verdadero valor, deben ser libres. Bajo la influencia del temor, el
cerebro se paraliza, y en vez de resolver con valor un problema,
adopta temblando la solución que otro dice haber hallado.
Mientras la mayoría de los hombres se inclinen hasta el mismísimo polvo ante algún principito o reyezuelo, ¿hasta dónde no
llegará la abyecta sumisión de sus pequeños espíritus en presencia de su supuesto creador y dios? En esas circunstancias,
¿de qué pueden valer sus razonamientos?
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La originalidad de la repetición y el vigor mental del acatamiento son todo lo que podemos esperar del mundo cristiano.
Mientras toda pregunta se conteste con la palabra "dios", la
investigación científica será simplemente imposible. Con la
misma rapidez con que los fenómenos se expliquen satisfactoriamente, los dominios del poder que se supone superior a la
naturaleza deberán disminuir, mientras que el horizonte de lo
sabido continuará su incesante expansión.
Ya no nos satisface más que se explique la caída y el alza de las
naciones diciendo "Así lo quiere Dios". Tal explicación coloca
a la ignorancia y a la educación en exacta igualdad, y en realidad impide explicar cosa alguna como es real y debido.
¿Pretenderá el religioso que el verdadero propósito de la ciencia es explicar cómo y por qué Dios actúa? Desde tal punto de
vista, la ciencia consistiría en la investigación de la ley de acción arbitraria y en un gran esfuerzo para determinar las leyes
que por necesidad obedecerá el capricho infinito.
Desde el punto de vista filosófico, la ciencia es el conocimiento
de las leyes de la vida; de las condiciones conducentes a la felicidad; de los hechos que nos rodean, y de las relaciones que
mantenemos con nuestros semejantes y las cosas por medio de
las cuales el hombre sojuzga a la naturaleza y somete las fuerzas elementales a su voluntad, haciendo de la fuerza ciega un
servidor de su cerebro.
La creencia en una providencia especial no deja lugar al espíritu de investigación y es incompatible con el esfuerzo personal.
¿Por qué va un hombre a tratar de oponerse a los designios de
Dios? ¿Quién de ustedes puede añadir un codo a su estatura?
Bajo la influencia de esa creencia, el hombre, iluminado por
una ilusión, considera los lirios del campo y descuida los planes
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para el mañana. Creyéndose en las manos de un poder infinito,
que en cualquier momento lo puede lanzar al más profundo
infierno o elevarlo al más alto cielo, necesariamente abandona
la idea de lograr algo por sus propios esfuerzos. Mientras esa
creencia era general, en el mundo reinaban la ignorancia, la
superstición y la miseria. Las energías humanas se desperdiciaban en un vano esfuerzo por obtener la ayuda de ese poder, que
se suponía superior a la naturaleza. Por siglos incontables hasta
seres humanos eran sacrificados en el altar de este dios imposible. Para agradarlo, las madres han vertido la sangre de sus
criaturas, los mártires han cantado himnos triunfales en medio
de las llamas; los sacerdotes se han hartado de sangre; las monjas han renunciado a los éxtasis del amor; los viejos han implorado temblando; las mujeres han llorado y suplicado; todo dolor ha sido soportado, y todo horror ha sido perpetrado.
A través de los tenebrosos largos años, la humanidad ha sufrido
más de lo que uno puede concebir. La mayor parte de las miserias han sido sufridas por el débil, el amante, el inocente. Las
mujeres han sido tratadas como bestias ponzoñosas, y niños
pequeños han sido pisoteados como si fuesen sabandijas. Numerosos altares se han enrojecido hasta con la sangre de bebés;
bellas mozas han sido entregadas a viscosas serpientes; razas
humanas completas han sido condenadas a siglos de esclavitud;
en todas partes, atrocidades que el poder del genio es incapaz
de expresar. Durante todos esos años, los sufrientes han suplicado; los labios marchitos de hambre han rezado; las pálidas
víctimas han implorado; y el cielo ha permanecido sordo y ciego.
¿De qué han servido los dioses al hombre?
No es respuesta decir que cierto dios creó el mundo y dictó
ciertas leyes, y que entonces volvió su atención a otros asuntos,
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dejando sus hijos débiles, ignorantes, desvalidos, a librar la
batalla de la vida solos. No es ninguna solución declarar que en
algún otro mundo este dios hará a unos pocos de sus súbditos, o
aunque fuese a todos, felices. ¿Qué derecho tenemos a esperar
que un ser perfectamente sabio, bueno y poderoso obre mejor
que como ha obrado, como sigue obrando? El mundo está lleno
de imperfecciones. Si fue hecho por un ser todopoderoso, ¿qué
razón tenemos para decir que lo hará más cerca de la perfección que lo está ahora? Si el "Padre" todopoderoso permite a la
mayoría de sus hijos vivir en la ignorancia y la miseria ahora,
¿qué pruebas tenemos de que va a mejorar su condición jamás?
¿Tendrá Dios mayor poder? ¿Se tornará más misericordioso?
¿Aumentará su amor hacia sus criaturas? ¿Pueden jamás cambiar su conducta la sabiduría, el poder y el amor infinitos? ¿Es
susceptible de mejorar en alguna medida la infinito?
Nos informa el clero que este mundo es una especie de escuela;
que los males que nos rodean tienen por fin desarrollar nuestras
almas, y que solamente sufriendo puede el hombre volverse
puro, fuerte, virtuoso y grande.
Suponiendo que esto sea verdad, ¿qué me dicen de los que
mueren en la infancia? Los niños pequeños, de acuerdo con
esta filosofía, nunca podrán desarrollarse. Fueron tan desgraciados como para escapar las ennoblecedoras influencias del
dolor y la miseria, y como consecuencia, están condenados a
una eternidad de inferioridad mental. Si el clero tiene razón en
esta cuestión, ninguno es tan desgraciado como el feliz, y todos
debemos envidiar solamente a los sufrientes y preocupados. Si
el mal es necesario en esta vida para el desarrollo del hombre,
¿cómo es posible que el alma mejore en el placer perfecto del
Paraíso?
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Desde que Paley (William Paley [1743-1805] teólogo y filósofo
británico) encontró su reloj, se ha confiado en el argumento del
"designio" como incontrastable. La Iglesia enseña que este
mundo, con todo lo que contiene, fue creado substancialmente
como lo vemos ahora; que el césped, las flores, los árboles, y
todos los animales, incluyendo al hombre, fueron creaciones
especiales, y que no mantienen ninguna relación necesaria uno
con cada otro. El más ortodoxo admitirá que alguna tierra ha
sido arrastrada al mar por el agua; que el mar ha avanzado un
poco sobre la tierra, y que algunas montañas pueden ser una
minucia más bajas que en la mañana de la creación. La teoría
del desarrollo gradual era desconocida para nuestros padres; la
idea de la evolución no se les ocurrió. Nuestros padres consideraban el estado de las cosas como el arreglo original. La tierra
aparecía a ellos fresca de las manos de una deidad. No sabían
nada de la lenta evolución de años incontables, sino que suponían que la variedad casi infinita de formas vegetales y animales
había existido desde el comienzo.
Supongamos que en alguna isla encontramos un hombre de un
millón de años de edad, y supongamos que lo encontramos en
posesión de un hermosísimo carruaje construido del más perfecto modelo. Y sigamos suponiendo que nos diga que fue resultado de varios cientos de miles de años de trabajo y de cavilaciones; que por cincuenta mil años él había usado el tronco
más aplanado que podía encontrar, antes de que se le ocurriese
que hendiendo el tronco obtendría la misma superficie con solamente la mitad del peso; que necesitó muchos miles de años
para inventar las ruedas para su tronco; que las primeras ruedas
que usó eran sólidas, y que cincuenta mil años de cavilación le
sugirieron el uso de rayos y de suncho; que por muchos siglos
usó las ruedas sin sotrozo (pasador que impide que la rueda se
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salga del eje), que necesitó cien mil años más para que se le
ocurriese usar cuatro ruedas en vez de dos; que durante siglos
caminó detrás del carruaje cuando iba cuesta abajo, para frenarlo, y que solamente por un golpe de suerte inventó un freno;
¿pensaríamos nosotros que este hombre fue desde el mismo
principio un mecánico infinitamente ingenioso y perfecto? Supongamos que lo encontramos viviendo en una elegante mansión, y que nos dice que vivió en esa casa quinientos mil años
antes de que se le ocurriese ponerle un techo, y que solamente
poco antes había inventado las ventas y puertas; ¿diríamos que
había sido desde el principio un cabal y científico arquitecto?
¿No prueba una mejoría en la cosa creada una mejoría correspondiente en su creador?
¿Empezaría un dios infinitamente sabio, bueno y poderoso que
intentara producir un hombre, por las formas más bajas posibles de vida, por los organismos más simples imaginables, y
durante períodos inmensurables de tiempo, lenta y casi imperceptible-mente mejorase el basto comienzo, hasta llegar al
hombre? ¿No se habrían desperdiciado siglos incontables en la
producción de formas imperfectas que se abandonarían después? ¿Puede la inteligencia humana descubrir la menor sabiduría en cubrir la tierra de horrores rastreros que viven de la
agonía y el dolor de otros? ¿Podemos ver justificación en la
construcción de la tierra en forma tal, que solamente un porción
insignificante de su superficie es capaz de producir un hombre
inteligente? ¿Quién puede ver misericordia en hacer el mundo
de forma que los animales devoren a otros animales; de modo
que cada boca es un matadero y cada estómago una tumba? ¿Es
posible descubrir inteligencia ni amor infinitos en la carnicería
universal y eterna?
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¿Qué pensaríamos de un padre que diese una granja a sus hijos,
y antes de permitirles tomar posesión de ella, plantase allí miles
de arbustos y lianas venenosos; la poblase de bestias feroces y
reptiles ponzoñosos; pusiese unos cuantos pantanos en los alrededores para fomentar la malaria; dispusiese las cosas de forma
que de vez en cuando la tierra se abriese y se tragase a algunos
de sus seres queridos; y además de eso, alzara volcanes en las
cercanías que pudieran en cualquier momento arrastrar a sus
hijos en ríos de fuego? Supongamos que ese padre descuidara
de informar a sus hijos cuáles plantas eran mortíferas; que los
reptiles eran venenosos; que no dijese nada sobre los terremotos y conservase el negocio de los volcanes en profundo secreto; ¿lo llamaríamos ángel o demonio?
Sin embargo, eso es exactamente lo que el dios ortodoxo ha
hecho.
Según los teólogos, Dios preparó el mundo expresamente para
hospedar a sus amadas criaturas. Sin embargo, llenó los bosques de bestias feroces, colocó serpientes en todos los senderos,
sembró el mundo de terremotos, y adornó su superficie con
montañas de llamas.
A pesar de todo esto, nos dicen que el mundo es perfecto; que
fue creado por un ser perfecto y que por lo tanto es necesariamente perfecto. Un instante después, esas mismas personas nos
dirán que el mundo fue maldecido; cubierto de zarzas, abrojos
y espinas; y que el hombre estaba condenado a la enfermedad y
la muerte simplemente porque nuestra pobre, querida madre
comió una manzana contra las órdenes de un dios arbitrario.
Un amigo mío muy creyente, habiendo oído que yo había dicho
que el mundo estaba lleno de imperfecciones, me preguntó si lo
que oyó fue cierto. Cuando le dije que sí, expresó gran sorpresa
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de que alguien tuviese esa osadía, porque a su juicio era imposible nombrar una sola imperfección. "Tenga la bondad", me
dijo, "de nombrar aunque sea una mejoría que usted podría
hacer si estuviese en su poder". "Bueno", dije yo, "yo haría la
buena salud contagiosa en vez de la enfermedad". La verdad es
que es imposible reconciliar todas las enfermedades, dolores y
sufrimientos de este mundo con la idea de que fue creado, y
vigilado y protegido por un dios infinitamente sabio, poderoso
y benevolente superior a la naturaleza e independiente de ella.
El clero, sin embargo, quiere contrarrestar el mal real de esta
vida con los goces que se esperan en la próxima. Nos aseguran
que todo es perfecto en el otro mundo, los cielos claros, todo
serenidad y paz. Aquí pueden derribarse los imperios, extinguirse en sangre las dinastías; millones de esclavos pueden
hacer la más ardua labor bajo los ardientes rayos del sol y los
crueles golpes del látigo, pero en el cielo todo es felicidad. Las
epidemias pueden cubrir la tierra con los cadáveres de los seres
queridos; los supervivientes doblados sobre ellos en agonía,
pero el plácido seno celestial no titubea en su serenidad. Los
niños pueden expirar pidiendo pan en vano; los bebés pueden
ser devorados por serpientes, mientras los dioses sonríen sentados en las nubes. El inocente puede languidecer hasta la muerte
en la obscuridad de la mazmorra; hombres valientes y heroicas
mujeres pueden ser reducidas a cenizas en la pira de la intolerancia, mientras el cielo permanece lleno de canto y alegría. En
el ancho mar, en la obscuridad y la tormenta, los náufragos
pueden luchar con las crueles olas mientras los ángeles tañen
sus arpas. Las calles del mundo están repletas de los enfermos,
los deformes, los desvalidos; mientras los ángeles flotan y vuelan en sus dominios felices. En el cielo se encuentran muy contentos para sentir conmiseración, demasiado ocupados cantan___________________________________________________________
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do para ayudar al que implora y sufre. Sus ojos cegados, los
oídos tapados, los corazones convertidos en piedra por el
egoísmo infinito de su alegría. El marino rescatado goza demasiado de su felicidad cuando llega a tierra para desviar su pensamiento un instante hacia sus hermanos que se ahogan. Con la
indiferencia de la felicidad, con el desprecio de la gloria, el
cielo apenas lanza una mirada de soslayo a las miserias de la
tierra. Las ciudades pueden ser devoradas por el torrente de
lava; la tierra abrirse, muriendo millares; las mujeres pueden
alzar sus manos entrelazadas hacia el cielo, pero los dioses
están demasiado felices para ayudar a sus criaturas. Las sonrisas de las deidades no conocen las lágrimas humanas. Los gritos celestiales ahogan los sollozos terrenales.
Habiendo mostrado cómo el hombre creó dioses, y cómo se
volvió esclavo tembloroso de su propia creación, las preguntas
naturalmente surgen. ¿Como se libró, aunque haya sido en pequeña medida, de estos monarcas del cielo, de estos déspotas
de las nubes, de esta aristocracia aérea? ¿Cómo creció, aunque
haya sido en la medida que lo hizo, más allá de la ignorancia y
el abyecto terror, y descartó el yugo de la superstición?
Probablemente, lo primero que tendió a librar su mente del
abuso fue el descubrimiento del orden, de la regularidad, de la
periodicidad del universo. De ahí empezó a sospechar que no
todo lo que sucedía tenía que ver con él. Notó que hiciera lo
que hiciera, el movimiento de los planetas era siempre el mismo; que los eclipses eran periódicos; y que hasta los cometas
vienen a ciertos intervalos. Eso lo convenció de que los eclipses
y cometas no tenían nada que ver con él, y que su conducta no
tenía relación con ellos. Se dio cuenta de que no eran causados
para su bien ni para su mal. Aprendió así a contemplarlos con
admiración en vez de miedo. Empezó a sospechar que el ham___________________________________________________________
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bre no era enviada por alguna deidad enfurecida y vengativa,
sino que resultaba del descuido y la ignorancia del hombre.
Aprendió que las enfermedades no eran producidas por espíritus malévolos. Encontró que eran debidas a causas naturales y
podían curarse por medios naturales. Demostró, por lo menos
para su propia satisfacción, que el rezo no es medicina. Encontró por triste experiencia que los dioses no eran de valor
alguno práctico, porque nunca lo ayudaban a no ser cuando él
era perfectamente capaz de ayudarse a sí mismo. Por último,
empezó a descubrir que sus acciones individuales no tenían
nada que ver con extrañas apariciones celestiales; que era imposible para él ser tan malo como para causar un huracán, ni
tan bueno como para detener uno. Después de muchos siglos de
reflexión, medio que llegó a la conclusión de que responder a
un cura no era necesariamente causa de un terremoto. Observó,
sin duda con considerable sorpresa, que personas muy buenas a
veces eran aniquiladas por un rayo, mientras que otras muy
malas escapaban ilesas. Llegó con frecuencia a la penosa conclusión (la más penosa a que todo ser humano haya podido
llegar) de que el justo no siempre vencía. Notó que los dioses
no intervenían a favor del débil y el inocente. De vez en cuando
le sorprendía ver a un incrédulo disfrutando de la más excelente
salud. Llegó por último a la conclusión de que no podía haber
conexión posible entre un universo inusitadamente severo y el
no haber dado un cordero al cura. Empezó a sospechar que el
orden del universo no cambiaba constantemente para ayudarlo
porque repetía un credo. Observó que algunos niños robaban
después de haber sido bautizados debidamente. Notó una gran
diferencia entre la religión y la justicia, y que los adoradores
del mismo dios sentían deleite en cortarse el cuello unos a
otros. Vio que las disputas religiosas llenaban el mundo de odio
y esclavitud. Por fin tuvo el valor de sospechar que ningún dios
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ha intervenido jamás en el orden de los sucesos. Aprendió unos
pocos hechos, y esos hechos positivamente rehusaban armonizar con las supersticiones ignorantes de sus padres. Encontrando sus sagrados libros incorrectos y falsos en algunos particulares, su fe en su autenticidad empezó a flaquear; encontrando a
los curas ignorantes en ciertos puntos, empezó a perder respeto
por la sotana. Esto fue el comienzo de la libertad intelectual.
La civilización humana ha crecido en la misma proporción en
que el poder religioso ha decrecido. El progreso intelectual
humano depende de cuán a menudo podemos cambiar una vieja superstición por una nueva verdad. La Iglesia nunca autorizó
al humano empezar a realizar siquiera uno de esos cambios; al
contrario, ha esgrimido todo su poder para impedirlos. A pesar
de la Iglesia, no obstante, el hombre ha descubierto que algunos
de sus conceptos religiosos estaban equivocados. Leyendo la
Biblia descubrió que las ideas de su dios eran más crueles y
brutales que las de los más depravados salvajes. Descubrió
también que este sagrado libro está repleto de ignorancia, y que
tuvo que haber sido escrito por personas totalmente desconocedoras de la naturaleza de los fenómenos que nos rodean; y de
vez en cuando, algún hombre ha tenido la bondad y el valor de
declarar sus honrados pensamientos. En todas las épocas, algún
pensador, algún dudante, algún investigador, algún odiante de
la hipocresía, algún despreciador de la burla, algún bravo
amante de la justicia, se ha enfrentado con gusto, con orgullo y
con valor a la furia ignorante de la superstición por amor a la
humanidad y a la verdad. Estos hombres divinos generalmente
fueron despedazados por los adoradores de los dioses. A Sócrates lo envenenaron porque no mostraba reverencia por algunas
deidades. Cristo fue crucificado por una plebe religiosa por el
crimen de blasfemia. Nada complace tanto a un religioso como
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destruir a sus enemigos por orden de Dios. La persecución religiosa se origina en una mezcla de amor a Dios y odio al hombre.
Las terribles guerras religiosas que han anegado en sangre al
mundo han tendido por lo menos a hacer caer toda religión en
la desgracia y el odio. La gente pensante empezó a poner en
duda el origen divino de una religión que hace que sus creyentes sientan el más absoluto desprecio por los derechos de los
demás. Unos cuantos empezaron a comparar el cristianismo
con las religiones de pueblos paganos, y se vieron forzados a
admitir que no valía la pena morir por la poca diferencia que
veían. También averiguaron que otras naciones eran hasta más
felices y prósperas que las suyas. Empezaron a sospechar que
su religión, después de todo, no era de mucho valor real.
Durante trescientos años el mundo cristiano se esforzó por rescatar de los "infieles" el sepulcro vacío de Cristo. Por trescientos años los ejércitos de la cruz se vieron desconcertados y derrotados por las huestes victoriosas de un impúdico impostor.
Este hecho enorme sembró la simiente de la desconfianza por
toda la cristiandad, y millones empezaron a perder la fe en un
dios que era vencido por Mahoma. La gente descubrió también
que el comercio hacía amigos donde la religión había hecho
enemigos, y que el fervor religioso era incompatible con la paz
entre naciones e individuos. Descubrieron que los que más
amaban a sus dioses eran inclinados a ser los que menos amaban al ser humano; que la arrogancia del perdón universal era
sorprendente; que los más malignos tenían el descaro de rezar
por sus enemigos; y que la humildad y la tiranía eran frutos de
un mismo árbol.
Durante siglos ha habido un mortífero conflicto entre unos pocos hombres y mujeres valientes de pensamiento y genio de un
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lado, y la gran masa religiosa ignorante del otro. Ésta es la guerra entre la Ciencia y la Fe. Los pocos han apelado a la razón,
al honor, a la ley, a la libertad, a lo conocido, y a la felicidad
aquí en este mundo. Los muchos han apelado al prejuicio, al
temor, al milagro, a la esclavitud, a lo desconocido y a la miseria en el más allá. Los pocos han dicho: "¡Piense!" y los muchos han dicho: "¡Crea!".
La primera duda fue matriz y cuna del progreso, y desde la
primera duda el hombre ha continuado avanzando. El hombre
empezó a investigar, y la Iglesia empezó a oponerse. El astrónomo escudriñaba los cielos, mientras la Iglesia le marcaba la
amplia frente con la palabra "Infiel", y ahora ni una centelleante estrella en toda la vasta expansión ostenta un nombre cristiano. A pesar de toda religión, el geólogo ha penetrado la tierra,
ha leído su historia en libros de roca, y hallado, escondidos en
su seno, recuerdos de todas las edades. Viejas ideas han perecido en la retorta del químico, y verdades útiles han tomado su
lugar. Uno por uno, los conceptos religiosos han sido colocados
en el crisol de la ciencia, y hasta ahora no se ha encontrado más
que escoria. Con el microscopio se ha descubierto un nuevo
mundo; en todas partes se ha encontrado lo infinito; el hombre
ha investigado en todas direcciones, y en ninguna parte, ni en la
tierra ni en las estrellas, ha encontrado la huella de ningún ser
superior a la naturaleza ni independiente de ella. En ninguna
parte se ha descubierto la más ligera evidencia de intervención
externa alguna.
Éstas son las sublimes verdades que han permitido al hombre
deshacerse del yugo de la superstición. Éstos son los hechos
espléndidos que han arrancado el cetro de la autoridad de las
manos del clero.
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En el vasto cementerio llamado "el pasado" yacen la mayoría
de las religiones humanas, y allí están también casi todos sus
dioses. Los templos sagrados de la India son ruinas desde hace
largo tiempo. Sobre las columnas y cornisas, sobre las paredes
pintadas y dibujadas, se adhieren y trepan las enredaderas.
Brahma, el de oro, con cuatro cabezas y cuatro brazos; Visnú,
el sombrío, el castigador del malvado, con sus tres ojos, su luna
creciente y su collar de calaveras; Silva, el destructor, rojo en
mares de sangre; Kali, la diosa; Draupadi, de brazo blanco; y
Crisna, el Cristo, todos desfilaron hacia la lejanía, dejando desolado sus tronos celestiales. A lo largo de las márgenes del
sagrado Nilo, Isis llorosa no pasea más en busca del fallecido
Osiris. La sombra del ceño de Tifón no sigue cayendo sobre las
ondas. El sol se alza como antaño, y sus rayos de oro todavía
hieren los labios de Memnón, pero Memnón está tan mudo
como las Esfinges. Los templos sagrados están perdidos en las
arenas del desierto; las momias polvorientas todavía esperan la
resurrección que les prometieron sus sacerdotes; y las viejas
creencias, grabadas en piedra peculiarmente tallada, duermen
en el misterio de una lengua perdida y muerta. Odín, el autor de
vida y alma, Vili y Ye, y el poderoso gigante Ymir, se marcharon hace mucho tiempo de los salones helados del norte; y Tor,
con su guante de hierro y su martillo resplandeciente, ha cesado
de derribar montañas. Deshechos están los círculos y dólmenes
de los antiguos druidas; caídos en las cimas de las colinas, y
cubiertos por el moho de los siglos, están los sagrados promontorios de piedras. Los fuegos divinos de los persas y de los aztecas se han apagado en las cenizas del pasado, y no hay quien
los vuelva a encender ni quien alimente las sagradas llamas. El
arpa de Orfeo está callada; la copa vacía de Baco ha sido echada a un lado; Venus yace muerta en piedra y su blanco seno no
se agita más con los estremecimientos del amor. Los arroyos
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todavía murmuran, pero ninguna náyade se baña en ellos; los
árboles aún ondean, pero ninguna dríade baila en el bosque.
Los dioses han volado del alto Olimpo. Ni siquiera las hermosas mujeres pueden atraerlos con sus encantos, y Dánae yace
ignorada, desnuda bajo las estrellas. Silenciados para siempre
están los truenos de Sinaí; perdidas las voces de los profetas, y
la tierra en que otrora corría leche y miel es hoy un desierto
inhóspito. Uno por uno, los mitos se han desvanecido de las
nubes: una a una ha desaparecido la hueste de fantasmas, y uno
a uno los hechos, las verdades y las realidades han pasado a
ocupar sus puestos. Lo sobrenatural casi ha desaparecido; lo
natural perdura. Los dioses han huido, pero el hombre sigue
aquí.
Las naciones, como los individuos, tienen sus épocas de juventud, de adultez o plenitud, y de decadencia. Con las religiones
es igual. El mismo inexorable destino aguarda a todas. Los
dioses creados por las naciones deben perecer con sus creadores. Fueron creados por hombres, y como los hombres, deben
pasar a la historia. Las deidades de una época son la mofa de la
próxima. Cuando la India estaba en su apogeo, Brahma se sentaba en el trono del mundo. Cuando el cetro pasó a Egipto, Isis
y Osiris recibieron el homenaje de la humanidad. Grecia, con
su fiero valor, hízose imperio, y Zeus se colgó la púrpura de la
autoridad. La tierra temblaba al paso de los intrépidos hijos de
Roma, y Jove agarraba con mano envuelta en cota de malla los
rayos del cielo. Roma cayó, y los cristianos, desde su territorio,
tajaron a filo de espada las naciones gobernantes del mundo, y
ahora Cristo está sentado en el viejo trono. ¿Quién será su sucesor?
Día a día, los conceptos religiosos se hacen menos y menos
intensos. Día a día, el viejo espíritu muere de su libro y credo.
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El ardiente entusiasmo, la sed inagotable de la Iglesia temprana, se han ido para nunca volver. Las ceremonias permanecen,
pero la antigua fe está esfumándose del corazón humano. Los
manidos argumentos no logran convencer, y las denuncias que
otrora blanquearon los rostros de una raza, provocan hoy solamente burla y disgusto. Con el transcurso del tiempo, los milagros se empequeñecen, y las evidencias que nuestros padres
consideraron concluyentes, dejan totalmente de satisfacernos.
Hay un "conflicto irreprimible" entre la religión y la ciencia, y
ambas no pueden ocupar el mismo cerebro ni el mismo mundo.
Mientras desecho completamente todas las creencias y niego la
verdad de todas las religiones, no hay esperanza en mi corazón,
ni desprecio en mis labios, por las almas esperanzadas, amantes
y tiernas que creen que de toda esta discordia resultará una perfecta armonía; que todo mal en alguna forma misteriosa se volverá bien; y que sobre todas las cosas hay un ser que, en alguna
forma, habrá de reclamar y glorificar a cada uno de los hijos de
los hombres; pero por esos que sin piedad tratan de probar que
la salvación es casi imposible; que la maldición o condena es
casi segura; que los caminos del universo conducen al infierno;
esos que llenan la vida de miedo y la muerte de horror; que
maldicen la cuna y se burlan de la tumba, es imposible albergar
otros sentimientos que la lástima y el desprecio.
Razón, Observación y Experiencia la Sagrada Trinidad de la
Ciencia nos han enseñado que la felicidad es lo único que vale,
que el momento de ser feliz es ahora, y que la forma de ser feliz
es hacer feliz al prójimo. Con eso nos basta. Con esta creencia
vivimos contentos y morimos. Si por ventura se demostrara la
existencia de un poder superior a la naturaleza e independiente
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de ella, entonces tendremos tiempo para arrodillarnos. Hasta
entonces, vivamos erguidos.
A pesar de que los incrédulos han batallado en todas las épocas
por los derechos humanos, y en todo tiempo han sido los intérpretes defensores de la libertad y la justicia, la Iglesia constantemente nos acusa de derribar sin construir después. La Iglesia
debe saber a esta hora que es absolutamente imposible arrebatar a una persona sus opiniones. La historia de la persecución
religiosa establece totalmente el hecho de que la mente necesariamente resiste y desafía todo intento de regularla por la violencia. La mente necesariamente se aferra a las viejas ideas
hasta que esté preparada para las nuevas. En el momento en
que comprendamos la verdad, todas las ideas equivocadas
serán necesariamente desechadas.
Un cirujano fue a ver una vez a un pobre baldado y tuvo la
bondad de ofrecer ayudarlo con todos los medios que estaban a
su alcance. El cirujano empezó a disertar con mucha erudición
sobre la naturaleza y origen de la enfermedad; sobre las propiedades curativas de ciertas medicinas; los beneficios del ejercicio, el aire y la luz, y las diversas maneras por las cuales su
salud podría recuperarse. Sus frases estaban tan llenas de buen
sentido, y mostraban tan profundo pensamiento y certera sabiduría, que el baldado, completamente alarmado, gritó: 'No me
quite las muletas, por favor le suplico. Son lo único que tengo,
y sin ellas sería con seguridad un ser miserable". Dijo el cirujano: 'No voy a quitarle las muletas. Voy a curarlo, y entonces
usted mismo será el que desechará las muletas'".
En lugar de las tonterías de las nubes, los incrédulos proponen
las realidades terrenales; por la superstición, las espléndidas
demostraciones y logros de la ciencia; y por la tiranía teológica,
la libertad desencadenada del pensamiento.
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No decimos nosotros que lo hemos descubierto todo; que nuestras doctrinas son el todo de la verdad. Sabemos que el desarrollo humano no tiene fin. No podemos desenmarañar las infinitas complejidades de la materia y la energía. La historia de un
mónada (Definición 2: "unidad orgánica microscópica". Def. 3:
"pequeño protozoo flagelado".) es tan desconocida para nosotros como la del universo; una gota de agua, tan maravillosa
como todos los mares; una hoja, como todos los bosques; un
grano de arena, como todas las estrellas.
No estamos tratando de cambiar el futuro, sino de libertar el
presente. No estamos forjando grillos para nuestros hijos, sino
rompiendo los que nuestros padres forjaron para nosotros. Somos los defensores de la averiguación, de la investigación, del
pensamiento. Ya de por sí, eso es una confesión de que no estamos perfectamente satisfechos con nuestras conclusiones. La
filosofía no ostenta el egotismo de la fe. Mientras que la superstición levanta muros y crea obstáculos, la ciencia abre todas las rutas del pensamiento. No pretendemos haber circunnavegado todo y haber resuelto todas las dificultades, pero creemos que es mejor amar al humano que temer a dioses; que es
más grande y más noble pensar e investigar cada cual por sí
mismo que repetir un credo. Estamos convencidos de que en el
mundo puede haber muy poca libertad mientras el hombre adore a un tirano celestial. No esperamos lograr todo en nuestros
días; pero queremos hacer todo lo bueno que podamos, y rendir
todo el servicio posible a la noble causa del humano progreso.
Sabemos que eliminar dioses y seres y poderes sobrenaturales
no es un fin. Es un medio para llegar a un fin, siendo ese verdadero fin la felicidad del ser humano.
Talar bosques no es el fin o propósito de la agricultura. Eliminar de los mares a los piratas no es todo lo que es el comercio.
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Estamos tendiendo las bases del gran templo del futuro no el
templo de todos los dioses, sino de todos los pueblos, donde,
con ritos apropiados, se practique la religión de la Humanidad.
Estamos haciendo lo poco que podemos para apresurar la llegada del día en que la sociedad deje de producir millonarios y
mendigos indolencia ahíta e industria famélica , la verdad en
harapos y la superstición en lujoso ropaje y coronada. Estamos
buscando el momento en que lo útil sea lo honorable, cuando el
RACIOCINIO, desde su trono del cerebro del mundo, sea Rey
de Reyes y Dios de Dioses.
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