Sociológica, año 30, número 84, enero-abril de 2015, pp. 9-38
Fecha de recepción: 06/01/15. Fecha de aceptación: 18/02/15
Las temporalidades de la crisis
en Santa Fe, Distrito Federal
The Temporalities of the Crisis in
Mexico City’s Santa Fe District
Nitzan Shoshan *
RESUMEN
Con base en trabajo de campo etnográfico realizado junto con activistas locales del pueblo de Santa Fe, en el Distrito Federal, el presente artículo argumenta que una configuración temporal particular de la crisis y el trauma
ejerce un impacto duradero y negativo en los compromisos con proyectos
culturales y políticos. Se busca contribuir a debates académicos contemporáneos sobre la transformación de los imaginarios y las experiencias temporales, así como sobre críticas académicas a la gobernanza urbana neoliberal y a las políticas de la democracia participativa en las ciudades.
PALABRAS CLAVE: ciudad de México, crisis, temporalidad, antropología
urbana, democracia participativa, ciudadanía.
ABSTRACT
Based on ethnographic field work done jointly with local activists in Mexico
City’s Santa Fe area, this article argues that a particular temporal configuration of the crisis and trauma has a lasting, negative impact on commitments
to cultural and political projects. The author seeks to contribute to contemporary academic debates about the transformation of temporal imaginaries and
experiences, as well as to academic critiques of neoliberal urban governance and to participatory democracy in cities.
KEY WORDS: Mexico City, crisis, temporality, urban anthropology, participatory democracy, citizenship.
* Centro de Estudios Sociológicos, El Colegio de México. Correo electrónico: nitzan.
[email protected]
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NITZAN SHOSHAN
En décadas recientes, en especial desde los años noventa, las
reformas administrativas y políticas en las estructuras de gobierno de la ciudad de México han dado como resultado ciertas
redistribuciones de las responsabilidades y de las facultades
para la toma de decisiones en materia presupuestaria, además
de un cambio importante en las funciones de gobernanza hacia
espacios cada vez más locales (Smith Pérez, 2003; Tejera Gaona, 2003; Estrella, 2009). Operando bajo la insignia de los procesos de democratización a nivel federal, así como de la introducción de elecciones democráticas locales en el Distrito
Federal, estas reconfiguraciones de las estructuras de gobernanza urbana han reflejado –y al mismo tiempo se han inspirado en– ciertas tendencias, fórmulas y modelos contemporáneos que circulan a escalas bastante más amplias, de hecho
globales (Rose, 2000; Holston, 2001; Holston y Appadurai,
2003; Appadurai, 2007; McQuarrie, 2013). Si bien la literatura
crítica ha vinculado transformaciones semejantes que han
acontecido en otros lugares a la consolidación de los regímenes
neoliberales de gobernanza urbana, en México, como en otros
sitios, las reformas se han justificado, promovido y entendido en
esencia como reformas dirigidas al avance de la cultura democrática, la ciudadanía participativa y la descentralización política. De manera inseparable, se han presentado celebratoriamente como un intento por frenar o debilitar formas existentes
de organización política, como el clientelismo y el corporativismo, que se consideran contrarias a la ciudadanía democrática
y, por consiguiente, obsoletas.
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Durante la década pasada, varios observadores han hecho
notar que las reformas, y en particular el establecimiento de
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comités vecinales en toda la ciudad, no han logrado generar a
nivel local el tipo de democracia participativa a la cual sus defensores creían que darían pie, y también se han quedado cortas en reemplazar o debilitar sustancialmente los arreglos políticos existentes (Smith Pérez, 2003; Tejera Gaona, 2003; Krotz
y Winocur, 2007; Espinosa, 2009; Estrella, 2009). Los especialistas referidos han elaborado varias perspectivas críticas sobre estas reformas, cuestionando su aplicación a lo largo de la
ciudad, identificando sus limitaciones y planteando propuestas
sobre cómo mejorarlas y corregir sus deficiencias. El presente
artículo se basa en estas apreciaciones críticas sobre el cambio en la gobernanza urbana de la ciudad de México hacia la
ciudadanía participativa y la descentralización administrativa.
Si bien se corroboran muchas de sus observaciones, se busca
contribuir a ellas explorando un aspecto del aparente fracaso
de los modos locales de participación política para cumplir con
las expectativas de sus defensores, el cual ha recibido poca
atención en la literatura especializada existente, pero que,
como sostendré, merece ser tomado en serio.
Mi análisis parte de una aparente contradicción que me llamó la atención durante un estudio etnográfico realizado con
grupos locales de vecinos comprometidos del pueblo de Santa
Fe, en la ciudad de México.2 Yo venía acompañando a estos
grupos y prestando atención a las formas en que sus miembros
orientaban temporalmente sus prácticas políticas y mantenían
–o no– imaginarios de futuros posibles en un ambiente de marginalidad urbana, polarización aguda y fragmentación socioes1
2
Los comités vecinales son cuerpos ciudadanos elegidos de manera local, ajenos
supuestamente a los partidos políticos, con la responsabilidad de representar y
defender los intereses de los habitantes ante las autoridades y de promover proyectos en el ámbito de la colonia, barrio, pueblo o unidad habitacional.
En este artículo cuando hablo del área del pueblo de Santa Fe me refiero a las
colonias adyacentes a la avenida Vasco de Quiroga, partiendo de la colonia Carlos
A. Madrazo y la Glorieta Vasco de Quiroga al poniente y continuando con la Unidad Habitacional Santa Fe y la colonia La Conchita al oriente.
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NITZAN SHOSHAN
pacial, bajo regímenes neoliberales de gobernanza urbana.
Específicamente, había estado participando con un grupo al
que me referiré aquí como La Plataforma, cuyas actividades y
compromisos abarcaban tanto lo cultural como lo político. Lo
que muchas veces me parecía contraintuitivo, pero de una manera interesante, era cómo los miembros de La Plataforma se
quejaban de una diversidad de problemas que asolaban a sus
colonias y se movilizaban para hacerles frente pero, al mismo
tiempo, a menudo reaccionaban con profunda aprensión, y a
veces organizaban la resistencia en contra de cualquier intervención gubernamental cuyo objetivo fuera aliviar esos mismos
problemas. Parecía, además, que precisamente los miembros
de este grupo que estaban más activamente involucrados en
sus proyectos y más interesados en su potencial como un motor para el cambio político en el ámbito local, al mismo tiempo
se molestaban y se declaraban enérgicamente en contra de los
intentos de mejorar las condiciones en sus colonias o barrios.
En un sentido, el argumento que elaboro en las páginas siguientes puede entenderse fácilmente como parte de una reflexión más general acerca del déficit de confianza o –tal vez
con más exactitud– del profundo recelo con respecto a las autoridades del gobierno, no sólo en Santa Fe sino en toda la
ciudad e incluso en todo el país. Ciertamente, esa desconfianza suele no estar infundada. No obstante, lo que quiero analizar es una relación particular con el Estado, en la cual la desconfianza no es tanto una descripción inexacta sino más bien
insuficiente, así como las formas en las que esa relación afecta
la movilización política local y las iniciativas vecinales en mi sitio de estudio. En este artículo desarrollo una manera de entender tal relación como cierta orientación o configuración temporal que, a su vez, explico en términos de su correspondencia
con las formas temporales de crisis y trauma. Algo acerca de
las experiencias de crisis y trauma, y –tal vez más importante–
acerca de los modos en que, en Santa Fe, algunos residentes
recuerdan y guardan estas experiencias, parece ser un obstáculo para la organización y la movilización locales efectivas y
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duraderas. Es evidente que, con toda seguridad, en otras áreas
de la ciudad se encontrarán tensiones similares entre el deseo de
un cambio y su búsqueda activa, por un lado, y una aprensión
aparentemente reaccionaria y conservadora acerca del cambio, por el otro; cada uno de estos casos puede albergar sus
propias historias y suscitar sus propias explicaciones. Por consiguiente, la historia que cuento aquí es a la vez una narrativa
general y cotidiana de desconfianza hacia las autoridades del
gobierno y las iniciativas estatales, la cual impera en amplios
sectores y áreas de la ciudad y del país, y al mismo tiempo una
reflexión específica sobre cómo interpretar las formas temporales que adoptan la crisis y el trauma cuando se observan etnográficamente en una localidad específica, cuyos antecedentes
históricos pueden resonar en discrepancia con los que se encuentran en otros lugares.
En un nivel este artículo busca contribuir a ciertos discursos
académicos contemporáneos sobre ciudadanía, democracia y
participación, los cuales en años recientes se han centrado en
el pretendido fracaso de los modelos participativos para dar pie
a la llamada ciudadanía democrática y en la persistencia de
formas de organización y movilización supuestamente arcaicas y no democráticas. Ahora bien, en otro nivel más teórico,
mi interés es elaborar una contribución a los debates recientes
en las ciencias sociales en torno a las transformaciones contemporáneas de las formas temporales, por un lado, y de los
discursos e imaginarios políticos, por el otro. En el caso de
Santa Fe, preguntaré cómo la experiencia de la crisis, vinculada con el a veces violento despojo que acompañó los preparativos para lo que más adelante se convertiría en el megaproyecto de Santa Fe, sigue influenciando hasta el día de hoy los
compromisos políticos a escala local. Sostendré que la memoria y la experiencia de la crisis pesan sobre el presente no
como un suceso histórico transformador que se ha colocado
exitosamente en el pasado, ni como un estado perdurable e
indefinido que ha llegado efectivamente a definir el presente,
sino, más bien, como una potencialidad siempre presente que
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NITZAN SHOSHAN
amenaza con volver. Este eterno retorno de la posibilidad de
crisis, situado en algún punto entre el suceso histórico y la era
histórica, se corresponde en su estructura temporal con la noción
de trauma y, por consiguiente, se vuelve inteligible a través de ella.
El artículo se basa en trabajo de campo etnográfico que
conduje entre 2011 y 2013 en el área del pueblo de Santa Fe,
donde observé a grupos de residentes locales que trataban de
formular y promover varios proyectos culturales, políticos y urbanos con el fin de atacar una diversidad de problemas y promover el compromiso y la participación en sus colonias y barrios.
A menudo, las propuestas de gobernanza urbana neoliberal,
desde los presupuestos participativos o la descentralización
política (evidente, por ejemplo, en la figura de los comités vecinales) hasta la proliferación de organizaciones de la “sociedad
civil” (universidades, ONG), se ofrecían como las fuerzas centrales que estimulaban y orientaban sus esfuerzos. En lo que sigue, desarrollo mi argumentación en tres partes. En primer
lugar, reviso y discuto la bibliografía reciente sobre la crisis que,
en especial dentro de la disciplina de la antropología, ha subrayado la importancia política de sus implicaciones temporales,
con el fin de situar, en relación con ella, la forma temporal de la
crisis como trauma. En segundo, reconstruyo la historia del
desplazamiento forzoso y la expropiación que acompañaron
las primeras etapas del desarrollo de la zona de Santa Fe, y
que definieron su actual forma espacial, como se ve y se
narra desde la perspectiva de mis informantes en ese lugar.
Finalmente, examino cómo esta historia de traumas interviene
en los diferentes proyectos que mis informantes formulan y por
los cuales luchan, y cómo los altera.
LA CRISIS Y LA TEMPORALIDAD DEL TRAUMA
La noción de crisis, que uso en este artículo como concepto
analítico más que como una categoría local, hace referencia
convencionalmente a un momento o suceso decisivo que impli-
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ca un trastrocamiento en el funcionamiento normal de un sistema, o su colapso. Esto quiere decir, además, un momento decisivo precisamente en el sentido de que demanda decisiones
cruciales y definitivas. Así, en la tradición hipocrática, “crisis denotaba el punto crucial de una enfermedad, o una fase crítica en
la que era la vida o la muerte lo que estaba en juego y exigía
una decisión irrevocable […]; no la dolencia o enfermedad per
se [sino] la condición que exigía emitir una opinión decisiva para
elegir entre alternativas” (Roitman 2014: 15). Este sentido de
“crisis” como un suceso decisivo, una condición extraordinaria
que se restringe temporalmente a un momento específico, y
una fase definitoria en el curso de una enfermedad, en la narrativa biográfica de una persona, o en la historia de naciones y
sociedades, ha caracterizado muchas veces su uso en la literatura especializada. Para poner un ejemplo notable, según la antropóloga Veena Das (2001), la violencia letal que dominó India
tras el asesinato de la primera ministra Indira Gandhi en 1984 se
debió al derrumbe de las estructuras de comunicación ordinarias
en un momento de crisis política. Para Das, la crisis de violencia
política trajo consigo un colapso en las estructuras de validación
de lo que se decía en los discursos, o en los modos institucionales en que, en circunstancias normales, el discurso público y
político se autoriza. Esta crisis de comunicación precipitó, a su
vez, un viraje hacia la modalidad discursiva del rumor, el cual
entraña otros modos de autorización anclados, por ejemplo, en
miedos, en estereotipos o en la memoria histórica. Echando
mano de los estereotipos culturales dominantes como sus fuentes de validación, el rumor –en una lógica circular autorreferencial– magnificó los antagonismos cotidianos y los tradujo en
miedos mortales, pánico de masas y odio incendiario. En la interpretación de la autora sobre la violencia política en India, la
crisis aparece como un momento súbito y disruptivo marcado
por la falta de estructuras institucionales de autorización
discursiva, por la suspensión de los modos convencionales
de validación y por la negatividad que ciñe la transformación de
estereotipos cotidianos hostiles en verdades mortales.
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NITZAN SHOSHAN
Esta noción de crisis como un estado de excepción, un momento de suspensión de la normalidad y el desplazamiento de
lo ordinario por otras formas de vida, contrasta nítidamente con
los usos del concepto que predominan, por ejemplo, en ciertas
corrientes de la tradición marxista. Con variaciones significativas, y no obstante la cuestión de la eventual caída del capitalismo, para muchos autores influidos por el trabajo de Marx y de
sus intérpretes, la repetición periódica de las crisis en el capitalismo es sintomática, y por consiguiente reveladora, de una
contradicción estructural inherente a su modo de producción.
Las crisis económicas son, por lo tanto, no sólo la conclusión
esperada –de hecho inevitable y orgánica– de cualquier estado
de aparente normalidad bajo el capitalismo, sino también la
condición misma de la sostenibilidad del sistema como un todo
a largo plazo y un mecanismo indispensable de su desarrollo,
de su adaptabilidad a las condiciones históricas cambiantes.
“Como no hay otras fuerzas equilibrantes dentro de la anarquía
competitiva del sistema económico capitalista [escribe David
Harvey], las crisis tienen una función importante: implantan algún tipo de orden y racionalidad en el desarrollo económico
capitalista” (Harvey, 2001: 240-241). Son, en palabras del autor,
“correcciones periódicas forzosas [que] tienen el efecto de ampliar la capacidad productiva y renovar las condiciones de mayor acumulación”. William Sewell, otro importante autor en la
tradición marxista, insiste en que por su carácter compulsivo
repetitivo, las crisis económicas son difíciles de pensar analíticamente como acontecimientos históricos o momentos críticos.
Su eterno retorno significa, más bien, que se entienden mejor
como parte de los ciclos de negocios del capitalismo. Así, “las
crisis son meramente puntos de inflexión en una serie infinita de
ciclos de negocios […y] la sucesión de ciclos de negocios reproduce en vez de transformar las estructuras [capitalistas]”
(Sewell, 2012: 314). En este sentido, las crisis indican la sintaxis
de la prolongada historia del capitalismo moderno, y aunque a
veces pueden detonar ciertas transformaciones políticas, en
general carecen de significación independiente. Sin embargo,
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en esta línea de pensamiento, las crisis no son sólo parte integral del curso normal del sistema, como una especie de válvulas de escape para la presión excedente o como procedimientos de mantenimiento y actualización periódicos sino que, tal
como lo sugiere la noción de destrucción creativa planteada por
Joseph Schumpeter (2013), también ofrecen momentos cíclicos
necesarios de oportunidad, de innovación y de potencialidad.3
Sea que se emplee para designar un suceso histórico singular específico que marca una ruptura con lo ordinario o la
ocurrencia periódica repetitiva que, más bien, señala precisamente la supervivencia y la reproducción del sistema, debería
quedar de inmediato en claro que el concepto de crisis implica
cierta forma temporal, cuando menos en dos sentidos. En primer lugar, con un margen de unos cuantos días, meses o, en
algunos casos, incluso años, podemos esperar encontrar cierto consenso, más o menos, en torno a su comienzo y a su fin.
Así, si bien los antecedentes del asesinato de Indira Gandhi sin
duda alguna incluyeron la operación militar que ella lanzó meses antes en contra de la insurgencia sij, y siendo cierto que las
repercusiones del asesinato y de los disturbios antisijs que siguieron a ese hecho duraron años, se suele considerar que la
crisis política de la cual Das escribe duró unos cuantos días
tras el asesinato, lapso en el cual miles de sijs fueron asesinados por las turbas hindúes. De manera semejante, dependiendo de la ubicación geográfica, se entiende convencionalmente
que la Gran Depresión estalló a finales de los años 1920 y llegó
a su término entre fines de los años treinta y mediados de los
cuarenta; así como se suele entender que la recesión económica desencadenada por la crisis del petróleo en 1973 terminó
a mediados de la década de 1970. En segundo lugar, y en otro
nivel, cabe esperar que algunos de los puntos de referencia
decisivos que comúnmente orientan las experiencias temporales se vuelvan, mientras dura la crisis, confusos, desarticulados o simplemente quedan suspendidos por completo. En los
3
Para una evaluación más sombría y menos festiva de las crisis como momentos de
oportunidad capitalista, véase Klein (2010).
18
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dos casos discutidos, por ejemplo, podemos pensar en la alteración, tras el asesinato de Gandhi, de los ritmos regulares de
circulación de discursos políticos mediante su publicación en
diarios, noticiarios por televisión, reportes en la radio, y su reemplazo con la lógica temporal de la circulación del rumor, que
responde a estructuras menos métricas y menos institucionalizadas. Igualmente, la circulación de capital y su tasa de acumulación sin duda también se saldrían de sus ritmos habituales
en tiempos de crisis económica.
El alcance de la alteración y de la forma temporales de cualquier crisis parece oscilar, por lo tanto, entre el suceso fugaz y
la recurrencia regular, entre el momento histórico y el ciclo histórico. Pero más allá de estas dos maneras convencionales y
establecidas de conceptualizar la crisis como un caso excepcional y como la expresión de la regularidad sistemática, las
cuales delimitan su duración a ciertas fronteras temporales,
para muchos hoy en día el concepto parece designar cada vez
más una era histórica indefinida, posiblemente un estado de
cosas permanente. En el caso de México, Claudio Lomnitz ha
explorado las implicaciones de la crisis como una condición,
más que como una fase pasajera, para la historicidad, y la posibilidad de que el sacrificio tenga sentido. El autor hace notar
que, después de 1982, en contraste con sus sentidos previos,
“el uso del término [crisis] se generalizó tanto que a toda esta
era, junto con sus situaciones, prácticas y sentimientos concomitantes, se la conoció como la crisis” (Lomnitz, 2003: 131).
Este estado aparentemente crónico condujo a lo que Lomnitz
llama saturación del presente, “caracterizada por la renuencia a
socializar imágenes viables y deseables de un futuro” (Lomnitz,
2003: 132) y generadora de formas destructivas de sacrificio y
consumo.4 El sacrificio, desde luego, entraña cierta lógica temporal que plantea un futuro viable desde un punto de vista en
donde el sufrimiento actual habrá tenido sentido y justificación.
Sin embargo, la crisis alteró la pertinencia de las experiencias
4
Para un punto de vista diferente sobre la cronicidad de la crisis en la actualidad,
esto es, sobre la crisis como condición crónica, véase Vigh (2008).
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pasadas, así como la significación de las actuales, y con ello
también volvió incoherente cualquier proyección hacia el futuro,
en el mejor de los casos, e imposible en el peor. La saturación
del presente sobre la cual Lomnitz escribe es evidente, según
él, en cómo el tropo de la crisis ha llegado a enmarcar, de un
modo al parecer permanente, “un tipo de existencialismo situacional –carpe diem– que enmarca la suspensión del comportamiento normativo” (Lomnitz, 2003: 134). La persistencia de una
crisis que, aunque nos permita identificar su inicio aproximado,
ya no ofrece una idea viable de su conclusión, ha obstruido el
desempeño y la producción de experiencias y orientaciones
temporales coherentes en décadas recientes y ha paralizado
las capacidades, en especial de las clases medias, para emprender proyectos políticos con sentido.
De la noción de crisis como un suceso decisivo y disruptivo
hemos pasado, entonces, por la de crisis como una recurrencia
periódica estructural, para terminar con un sentido de crisis
como una era indefinida. Cada uno de estos usos del concepto
de crisis, como hemos visto, lleva consigo sus propias formas
y coordenadas temporales. En este artículo, y en el análisis
siguiente sobre el nivel de activismo político y cultural del barrio
de Santa Fe, quiero proponer una noción diferente de crisis
y de su configuración temporal, que no es exactamente igual a
ninguna de las tres ya mencionadas o, visto de otra manera,
que oscila entre ellas y es como cada una de ellas en ciertos
aspectos. Esta forma de temporalidad de la crisis no tiene límites que coincidan con sucesos únicos o singulares; más bien
hace referencia en el tiempo a un suceso de ese tipo, ya sea
como recuerdo articulado o como sentimiento latente. Perdura
en el presente indefinidamente y se proyecta en el futuro previsible sin ninguna posibilidad clara de cierre o conclusión. Entraña una sensación de que el suceso disruptivo es recurrente,
pero menos como una necesidad estructural y más como una
potencialidad amenazante que puede realizarse o no en cualquier momento. La manera en que la experiencia real de crisis
y trastrocamientos de este tipo en el pasado da forma a orien-
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NITZAN SHOSHAN
taciones temporales en el presente no depende, por consiguiente, de que de hecho haya llegado a un final. Más bien se
enquista como un rasgo de resiliencia de las maneras en que
la gente imagina futuros posibles y participa en una diversidad
de proyectos personales, culturales o políticos. Ya que su estructura temporal parece estrechamente análoga a la forma en
que la experiencia del trauma perdura como una huella viva del
suceso traumático que ronda el presente, y a la forma en que
el encuentro con la posibilidad de su retorno pesa en aquellos
que lo han vivido, me referiré a ella como crisis/trauma. La crisis como trauma, a diferencia de ciertas otras nociones de crisis,
parece carecer de una fuerza social productiva, y es difícil imaginar cómo adquiere cohesión en significantes útiles o da lugar
a proyectos políticos. Permanece más bien como un rastro, un
excedente de memoria en el presente, una potencialidad negativa a la que es difícil dar significado.
LA CRISIS /TRAUMA DEL DESPLAZAMIENTO
Es precisamente la indeterminación de la crisis/trauma, su oscilación entre el suceso histórico, la recurrencia periódica y la
era histórica, lo que resultará útil para pensar en el significado
político contemporáneo de los desalojos forzosos del pasado
y las expropiaciones de tierras para los habitantes del área de
Santa Fe con quienes conduje el trabajo de campo. Antes
de seguir adelante es importante hacer la observación de que
decididamente los habitantes de Santa Fe usaban el término
“crisis” no como propongo emplearlo aquí, sino, más bien, con
un significado que parecía apuntar hacia dos clases distintas
de referentes. En primer lugar, mis informantes lo empleaban
para describir ciertos problemas contemporáneos de carácter
urbano; más notablemente entre ellos, su percepción del tráfico vehicular por su zona –un camino muy transitado entre el
área del megaproyecto y el centro de la ciudad–, que describían como caótico, peligroso y congestionado. En este sentido,
LAS TEMPORALIDADES DE LA CRISIS EN SANTA FE, D. F.
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concebían la crisis en buena medida como parte del presente
que vivían y carente de cualquier conclusión clara. En segundo, como muchos en México, los residentes usaban el término
“crisis” para referirse a la serie de debacles económicas del
país. Dependiendo de su edad, varios de los interlocutores utilizaron el término para describir la crisis económica de 1982, o
la de 1994, o la de 2008, pero en todos los casos hablaron de
esos momentos históricos como sucesos del pasado, como si
ya hubiesen llegado a un final.
Sucedió, sin embargo, que aproximadamente en el momento en que todo el país cayó en la primera de esta secuencia de
crisis económicas, muchos habitantes de la zona de Santa Fe
fueron golpeados por una crisis de una naturaleza totalmente
diferente y más local. Antes de su desarrollo, grandes partes de la
vasta zona donde hoy en día se levanta el megaproyecto de
Santa Fe albergaban tiraderos y minas de arena que dominaban los barrios populares densamente poblados, en su mayor
parte de asentamientos irregulares que se extendían a ambos
lados de la avenida Vasco de Quiroga, más o menos desde el
área del pueblo de Santa Fe, en el punto más alto, hasta Tacubaya en el más bajo. Hacia principios de la década de 1980, sin
embargo, en el contexto del declive en la rentabilidad de las
minas y su cierre gradual, el gobierno de la ciudad de México
ya había empezado a trazar planes para el subsecuente desarrollo urbano de la zona. Algunas obras de construcción dieron
comienzo desde 1981, entre ellas, la ampliación de la avenida
Vasco de Quiroga y su pavimentación, su extensión hacia el
poniente, así como, durante toda esa década, modificaciones
masivas a la topografía del área que vio cómo se fue aplanando un paisaje accidentado y disparejo para convertirse en una
meseta.5
El desarrollo del área afectó a los residentes de muy diversas maneras, dependiendo en gran parte de la ubicación de
sus casas y de si eran los titulares legales de sus propiedades.
5
Para un estudio detallado de la historia del megaproyecto Santa Fe, véase Pérez
Negrete (2010).
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Para muchos, ese desarrollo trajo consigo una muy bienvenida
mejora en la infraestructura de transporte y su integración a las
áreas centrales de la ciudad. Aunque para muchos otros, cuyas casas daban a la avenida o cuyas propiedades ocupaban
terrenos incluidos en la zona del proyecto de desarrollo, las
consecuencias fueron bastante menos positivas. Algunos se
vieron ante la perspectiva de perder sus propiedades por completo y sin indemnización. Tras una persistente campaña de
presión e intimidación, muchos aceptaron renuentemente opciones de vivienda inferiores que el gobierno les ofreció en barrios más alejados hacia el sur. Aquellos que se negaron a dejar el lugar, sintiéndose seguros porque eran los propietarios
legales de sus terrenos y creían que esto les ofrecería protección, fueron desalojados por la fuerza y con violencia, y no recibieron ni indemnización económica ni vivienda alternativa en
la cual pudieran reubicarse. Otros, cuyas propiedades daban a la
avenida Vasco de Quiroga, se quedaron en sus hogares pero
perdieron partes sustanciales de sus terrenos. O bien, no recibieron ninguna indemnización o sólo una magra compensación económica que les dio cierto alivio mientras luchaban para
reconstruir los muros de sus casas semiderruidas, pero que no
los retribuía por los terrenos expropiados; y esto, además,
como una ayuda discrecional por la cual tuvieron que rogar,
más que como su legítimo derecho.
Volveré enseguida y con mayor detalle a la historia del desalojo y la expropiación en Santa Fe. Para empezar, permítaseme
hacer una observación acerca de esta historia que resultará
importante para el argumento que estoy desarrollando. La demolición arbitraria, avisando con muy poca antelación, de la
mitad del hogar familiar en favor de un carril de circulación adicional, o la visita sin previo aviso de un bulldozer y un destacamento de policías para desalojar a los residentes de sus domicilios y proceder a aplanarlos representan, sin duda, momentos
de crisis y sucesos traumáticos en las biografías de aquellos
que tuvieron la desgracia de vivirlos. Al mismo tiempo, su trascendencia como experiencias compartidas en la historia de
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Santa Fe equivale a algo más que la mera suma de sus partes.
Los desalojos y los desplazamientos masivos, como los antropólogos lo han observado, dan lugar a sus propias configuraciones temporales peculiares.
Al escribir acerca de la vida en un barrio de Saigón central
programado para desalojo, demolición y desarrollo, el antropólogo Erik Harms (2013) ha hecho notar cómo, en la aparentemente interminable anticipación del desplazamiento, los residentes elaboran una gama de estrategias temporales con el fin
de confrontar, negociar e incluso sacar provecho de su situación desventajosa. Algunos de los residentes ya no pudieron
hacer frente a la incertidumbre de persistir durante un lapso
indefinido en espera de su desplazamiento final, pospuesto
una y otra vez, mientras el área en la que vivían se fue volviendo paulatinamente cada vez menos habitable. Ellos optaron
por renunciar a sus derechos de vivienda en el barrio situado
céntricamente y, en lugar de esto, aceptaron reubicarse en partes más distantes de la ciudad donde el gobierno los proveyó
de terrenos. Otros residentes se mostraron poco dispuestos a
renunciar a su derecho de vivienda en el barrio una vez concluido su desarrollo, y en consecuencia perseveraron en medio
del cúmulo cada vez mayor de escombros, a pesar del daño
acumulativo para su subsistencia, su salud y su seguridad. Con
todo, hubo otros que encontraron en lo que Harms llama “el
tiempo del desalojo” una abundancia de oportunidades para
las actividades productivas y para la acumulación de todo tipo
de capital. En Saigón, el desplazamiento parece operar menos
como un suceso y más como una futuridad eternamente diferida que abre espacio en el presente a formas temporales relativamente duraderas. Tales formas, implícitas en la espera de
algo que sin duda llegará, aun cuando nadie sepa exactamente
cuándo, son estructuradas por la impaciencia, la frustración, la
expectación y la especulación, todas las cuales dirigen la energía invertida durante ese tiempo hacia ese algo, esa llegada,
ese futuro.
24
NITZAN SHOSHAN
El caso de Santa Fe contrasta con el analizado por Harms
de maneras reveladoras. Mientras que en Saigón el desplazamiento está ahí como un horizonte futuro que, aunque al parecer seguro, constantemente da marcha atrás, en nuestro caso
los desalojos forzosos y el desposeimiento forman un pasado
traumático conocido y a menudo vivido como experiencia personal. Aun así, es evidente que tal experiencia no se puede
guardar a ciencia cierta en el pasado, pues más bien persiste y
sigue planteando una serie de preguntas perturbadoras acerca
de un futuro entendido como incierto, y en contra del cual no es
posible especular nada productivo y que tenga sentido. Con el
fin de captar mejor la naturaleza de las formas temporales duraderas que este pasado de crisis/trauma guarda, paso ahora
a considerar cómo recordaban mis informantes en Santa Fe
sus experiencias de desplazamiento.
Constantina es una mujer alta, de unos 55 años, que llegó a
Santa Fe proveniente del área de Magdalena Contreras, al sur
de la ciudad, cuando sus padres compraron un terreno a los
propietarios de una de las minas de la zona a mediados de la
década de 1960. Su padre llegó a trabajar en una panadería recién establecida, la primera de la zona. Su madre se quedó en
el hogar para cuidar a sus catorce hijos, de los cuales Constantina era la cuarta. Construyeron su casa arriba del pueblo, en el
área ahora conocida como la colonia Carlos A. Madrazo, la cual
en aquel entonces estaba escasamente poblada. La casa de
sus padres, junto con las de cerca de una docena de otras familias, obstruía los planes de desarrollo, los cuales incluían el aplanamiento del cerro sobre el cual se asentaba y la ampliación de
la avenida Vasco de Quiroga hacia arriba y hacia el poniente.
Constantina recuerda los comienzos de la década de 1980
como un periodo de intimidaciones continuas de parte del gobierno de la ciudad, cuyos representantes presionaban a los
residentes para que aceptaran su destino y dejaran de oponer
resistencia:
Había una licenciada […] pues era gente bien, pero, con amenazas, vamos, te decía, pues si miras por esto y por esto es que si te quedas te
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van a desalojar, no te van a dar nada […] entonces sí hubo mucha gente
que se fue, unas por miedo, otras porque realmente pues ya no tenían
nada que perder (entrevista del 7 de mayo de 2013, por Cecilia Barraza).
Muchas familias de la colonia no tenían escrituras en regla
de sus terrenos y aceptaron lotes más pequeños en áreas más
distantes de la ciudad a cambio de la regularización de sus
nuevas propiedades. Ahora bien, al igual que varias otras familias, la de Constantina –para la que mudarse al área de Santa
Fe representó cierto ascenso social, y que había invertido sus
ahorros de las dos décadas previas en construir una casa y en
pagar para que la colonia contara con suministro eléctrico y
posteriormente con infraestructura para agua corriente– se
sentía muy segura porque poseía una escritura legal de su propiedad. Sus padres y algunos de sus vecinos rechazaron la
oferta injusta y pidieron, en lugar de ella, una indemnización
económica razonable a cambio de sus hogares. Sus reclamos, empero, cayeron en oídos sordos: “Llegó Servicios Metropolitanos y la Delegación […] y pues con gritos y prepotencias […argumentaron] que esos terrenos eran propiedad del
gobierno, y que a la gente que estaba ahí se le había pagado,
y que ahora no los querían entregar”. Contar con escrituras en
regla de sus tierras terminó no sirviéndoles de nada: “Los papeles que tenía mi mamá en este entonces y todo, uno de mis
hermanos que ya falleció se los guardó, se metió los papeles,
porque los entraron a saquear… no querían que hubieran las
evidencias”.
Una mañana, un numeroso contingente de policías llegó
para llevar a cabo los desalojos mientras la mayoría de los residentes del barrio se encontraban trabajando. Constantina
también estaba en su trabajo. Volvió a casa corriendo en cuanto se enteró de la noticia y encontró una escena de represión
violenta: “Cuando me llaman, pues pido permiso y vengo, y no
nos dejaron pasar. Me acuerdo mucho que traía un vestido de
varios vuelos en color morado. Cuando yo reacciono, traía las
media rotas, unas zapatillas sin tacón, mi vestido desgarrado o
sea, nos pegaron, sí, con las culatas nos dieron”. Algunos pa-
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NITZAN SHOSHAN
rientes y vecinos ya habían sido detenidos y los tenían encerrados en una camioneta de la policía; mientras tanto también
habían llegado soldados del ejército. Constantina luchó contra
los policías, que no la dejaron traspasar las barreras que habían levantado. Su padre había sido golpeado y tenía la cabeza
sangrando. Finalmente ella logró cruzar el cerco: “Me le hinqué
a uno de los policías, me le arrastré y me pasé, y llegué y estaba sentado mi papá, pero tenía un golpe en la cabeza […] Le
pegaron, lo abracé, le quité la playera, y con la playera le cuidé
la cabeza, lo dejé casi semidesnudo”. En su recuerdo, su padre, aún con la cabeza sangrando, sigue negándose a moverse de su casa. Sin embargo, en medio de la crisis desatada, su
madre “tomó la decisión [y] me dijo ‘hija, me voy a la casa de
mi mamá’ ”. Evacuaron a la familia con las pertenencias que
alcanzaron a llevarse a la casa de sus abuelos maternos en un
pueblo cerca de Texcoco. Mientras tanto los bulldozers ya estaban ahí para empezar con la demolición. Constantina hace
una pausa para recuperar el aliento a medida que recuerda
estas experiencias con la voz entrecortada y sollozante, y las
lágrimas que le corren por el rostro.
La familia de Constantina, como muchas otras cuyos terrenos estaban literalmente en el camino del megaproyecto, perdieron la propiedad entera. Por la época en que sus padres
habían llegado a Santa Fe, a mediados de los años sesenta, la
longitud de la avenida Vasco de Quiroga en buena medida ya
se había establecido desde el área del pueblo en la parte de
arriba hasta la ciudad en la de abajo, y en consecuencia ellos
adquirieron sus propiedades y construyeron sus casas más
arriba, en unos terrenos que posteriormente se convertirían en
un fragmento del nuevo Santa Fe. Otros residentes más antiguos del área, quienes en general vivían abajo del perímetro
planeado para el desarrollo, no parecieron haber sufrido un
destino similar. Muchos, sin embargo, perdieron partes sustanciales de sus hogares varios años antes de que la policía apareciera a las puertas de la casa de los padres de Constantina.
Ya en 1981 el gobierno comenzó las obras de expansión de la
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avenida Vasco de Quiroga, con afectaciones para la mayoría
de las propiedades que daban a la avenida. Leti, de un poco
más de cuarenta años, recuerda bien ese periodo. Ella pertenece a una familia que ha residido en el pueblo de Santa Fe
durante varias generaciones, y hoy en día dirige una guardería
y complementa sus ingresos como agente de bienes raíces de
medio tiempo. La casa de sus padres, como las de varios de
sus parientes cercanos que vivían en el pueblo, estaba sobre la
avenida. Una mañana de la primavera de 1981 llegaron los bulldozers que empezaron a abrirse paso por la avenida Vasco de
Quiroga en dirección al pueblo, demoliendo a su paso fachadas y muros. No hubo consultas con los residentes del área
antes de las demoliciones, y ni sus padres ni sus parientes recibieron ninguna advertencia al respecto. Con muy poca antelación, y con los bulldozers acercándose lentamente, recibieron
la instrucción de firmar documentos en los cuales declaraban
que donaban su propiedad a la nación. Estos documentos, se
les dijo, serían necesarios para que ellos posteriormente reclamaran la indemnización por las tierras expropiadas. Sus padres y los miembros de la familia perdieron hasta la mitad de
sus casas en la ampliación de la avenida. Cuando fueron ante
las autoridades locales con el fin de reclamar su indemnización, los documentos que habían firmado fueron usados en su
contra para rechazar sus demandas. Algunos no recibieron
ninguna indemnización ni por la tierra expropiada ni por los
daños a las casas. Otros de los parientes de Leti, con grandes
esfuerzos y tras repetidas visitas a la delegación lograron recibir
una ayuda modesta de las autoridades locales. Los pagos que
recibieron intermitentemente en los dos años siguientes equivalían a una compensación discrecional, cuyo objeto era ayudarlos
a reconstruir sus casas semiderruidas. Ni por la manera aparentemente arbitraria de distribuirla ni por las sumas que incluía
parecía una indemnización justa por el patrimonio expropiado.
Los sucesos de desplazamiento y expropiación en Santa Fe
se podrían describir como momentos de crisis en varios sentidos. En primer lugar, y de la manera más obvia, trastocaron
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NITZAN SHOSHAN
claramente la vida cotidiana de barrios enteros que obstruían el
curso proyectado de desarrollo urbano en el área, en ocasiones recurriendo a métodos brutales. Tras la destrucción masiva, a veces de casas enteras, a veces hasta de la mitad de
ellas, las familias se vieron forzadas a acomodarse a las nuevas realidades, migrar a zonas distantes, construir nuevas moradas o ajustarse a nuevos modos de habitar las que tenían. Es
evidente que el destino de los residentes de Santa Fe distó de
ser el único, y más bien hizo eco del de los habitantes de muchos otros barrios de la ciudad de México y otros sitios que
sufrieron desalojos forzosos, con o sin indemnización, en aras
de abrirle el paso a la circulación de capital.
En un nivel diferente, las experiencias de Constantina, Leti y
sus familias corresponden a un significado de “crisis” como un
“momento decisivo”, esto es, como un momento de decisiones
críticas que se tienen que tomar rápidamente y bajo presión, y
cuyas consecuencias son potencialmente de enorme peso. En
tanto sucesos disruptivos que exigen decisiones de importancia, sus relatos describen momentos de crisis aguda que ya
pasaron, que ya pertenecen al pasado. Aun así, estas historias
parecen carecer de un grado suficiente de conclusión que les
confiera finitud: parecen haberse quedado inscritas indeleblemente en el presente. En tal sentido, la estructura narrativa de
estas historias de crisis sugiere la temporalidad del trauma. Organiza la representación de las experiencias –que o bien pueden no ser resueltas de un modo suficientemente concluyente
o que por lo menos todavía no se han resuelto así– de momentos de agravio de los cuales aún no nos hemos recuperado por
completo, de acontecimientos que no se ha logrado diferenciar
adecuadamente como pasados desde el presente y el futuro.
Los desalojos se muestran aquí como momentos reales de crisis que se han convertido en anclas o puntos de referencia
temporales para recuerdos traumáticos que perviven. Persisten, tercamente, en calidad de potencialidades amenazantes y
al parecer inexorables. En Saigón el desplazamiento se sitúa
en el futuro y, como un horizonte de expectación, abre el pre-
LAS TEMPORALIDADES DE LA CRISIS EN SANTA FE, D. F.
29
sente a una gama de configuraciones temporales duraderas
que, por ahora y hasta que verdaderamente se hagan realidad,
se orientan hacia su llegada esperada con posibilidades más o
menos coherentes y a veces fructíferas. En Santa Fe, en cambio, el desalojo arroja su sombra sobre el presente desde su
ubicación en el pasado, insinuándose indefinidamente como la
posibilidad de su propio retorno –como lo que he llamado aquí
“crisis/trauma”.
A LA SOMBRA DEL PASADO
El desplazamiento y el desposeimiento vividos como crisis/trauma –momentos pasados de crisis, sucesos traumáticos y potencialidades duraderas– estructuran no sólo los compromisos
con el futuro en lo individual, sino también en lo colectivo. La
manera en que lo hacen se hizo patente durante mi investigación en Santa Fe en la vigilancia constante y en las reacciones
intensas a incluso los mínimos indicios de la posibilidad de su
regreso, de parte de Leti, Constantina y la gente que, como
ellas, padecieron su violencia. La Plataforma, un grupo de residentes del área de Santa Fe con el cual conduje una parte importante de mi trabajo de campo, nació en 2009 en torno a una
iniciativa promovida por una universidad y una ONG cultural, para
montar dos exposiciones sobre la historia del pueblo. Mientras
recolectaban materiales para las exhibiciones, y durante su preparación, varios de los residentes que atendieron al llamado de
unirse a la iniciativa decidieron formar un grupo que permanecería activo para iniciar actividades culturales en el área. Los
miembros activos de La Plataforma –quienes llegaban a sus
reuniones semanales– cambiaban en su número constantemente, pero solían sumar entre diez y veinte personas, y constituían una muestra de personas de diversas edades, unas residentes del pueblo y otras de barrios vecinos. No transcurrió
mucho tiempo antes de que sus intereses se trasladaran de lo
estrictamente cultural a algunos de los problemas urbanos candentes de su zona y a la participación en la política local.
30
NITZAN SHOSHAN
Además de sus dos trabajos y de sus responsabilidades
como madre de dos hijos, Leti destacó por ser uno de los miembros más comprometidos de La Plataforma: aparecía regularmente en sus asambleas y asumía papeles de liderazgo en varias
de sus actividades. Ella colaboró de una manera particularmente
cercana con Diego, un ingeniero paisajista de mayor edad, también de una familia que había residido durante generaciones en
el pueblo y que, como ella, fue testigo de las expropiaciones de
principios de la década de 1980 (aunque el hogar de su familia,
que no daba a la avenida, no resultó con afectaciones directas
de ese acontecimiento). Juntos dirigieron una vigorosa campaña por el comité vecinal del barrio. El control de este órgano les
habría concedido mayores posibilidades y mayor legitimidad
para plantear demandas a las autoridades locales, así como al
gobierno central de la ciudad; los habría puesto en mejor posición, asimismo, para movilizar a los residentes con varios fines
que consideraban que valían la pena o eran urgentes: alumbrado público, pintura de fachadas, proyectos ecológicos, festividades y celebraciones anuales, la recuperación del patrimonio
cultural, etcétera. Perdieron las elecciones por estrecho margen ante una lista electoral asociada con el partido gobernante
y respaldada por éste en la delegación, pero permanecieron
activos en el grupo y siguieron promoviendo los mismos fines a
través de él.
En sus asambleas y consultas públicas, La Plataforma acumuló abundante información acerca de los malestares urbanos
que afligían la vida de los residentes de Santa Fe, la cual fue
recogida directamente de las bocas de sus miembros, así como
de aquellos que llegaban a sus eventos o de otros a quienes
encontraban en la calle. Entre sus actividades detectaron varios
campos particularmente importantes; por ejemplo, la contaminación ambiental, la recolección de la basura y la seguridad
pública. En primer lugar de la lista, para muchos, estaba lo que
con frecuencia se describió como la crisis de vialidad. Bajo este
rubro los residentes de Santa Fe expresaron diversas preocupaciones interrelacionadas, asociadas con su percepción del
tráfico vehicular en el área, cada vez más congestionado y caó-
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tico: la avenida sufría embotellamientos frecuentemente y sin
orden, aunque servía como la principal y, para todos los propósitos prácticos, única arteria del área; la conducción peligrosa
por parte de automovilistas y choferes descorteses que ponían
en riesgo a los peatones en su prisa por rebasar unos cuantos
autos; infraestructura y señalización deficientes a lo largo de la
ruta; falta de respeto a las señales viales y las reglas de manejo; y la preferencia de algunos conductores, en especial durante las horas pico matutinas y vespertinas, de dejar la avenida e
ir en cambio a toda velocidad por pequeñas y estrechas callejuelas que corren paralelas a ella, muchas de las cuales carecen de aceras.
Al mismo tiempo, en la medida en que externaban sus preocupaciones acerca de la crisis vial en la zona y luchaban por
formular soluciones, los miembros de La Plataforma también
tomaron cualquier cambio en la reglamentación del tráfico sobre la avenida principal como un signo siniestro: el posible presagio de planes secretos que preparaban el terreno para seguir
ampliando la avenida y, en consecuencia, futuras expropiaciones de tierras. En un cierto momento durante mi trabajo de
campo, por ejemplo, la delegación pareció decidida a vigilar
mejor que se respetara la separación entre los carriles de tráfico de subida y de bajada, pues hasta entonces había consistido en una división a menudo muy poco clara. A lo largo de
varios tramos del extremo inferior y más ancho de la avenida
se colocó un camellón completo con plantas e iluminación entre los carriles. En el extremo superior y más estrecho de la
avenida la delegación instaló unos separadores viales de hule,
a manera de camellones, a lo largo de las marcas de separación de los carriles existentes, que fueron repintados. Mientras
conducía por la avenida en dirección al pueblo de Santa Fe,
recuerdo haber apreciado lo que consideré mejoras claras,
tanto de infraestructura como de imagen. Me tranquilicé al saber con cierta certeza qué carril estaba yo tomando y me sentí
a salvo de los autos que venían en sentido opuesto y que podrían dar un viraje brusco hacia donde yo estaba. En La Plataforma, sin embargo, las modificaciones a la avenida fueron
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NITZAN SHOSHAN
tema de debate, y no necesariamente en términos favorables.
Leti, en particular, parecía molesta con los cambios, y cuestionó los verdaderos motivos tras esta aparente imposición de
orden. Los separadores viales de hule, en su mente, podrían
indicar preparativos para la instalación a la larga de un camellón de dimensiones normales como parte de la futura ampliación de la avenida. En las semanas siguientes se lanzó a una
búsqueda, a fin de cuentas estéril, para develar el significado
supuestamente oculto de las mejoras, y expresó su escepticismo acerca de ellas con frecuencia.
En otra ocasión la delegación anunció que haría más estrictas las reglas para el estacionamiento a lo largo de la avenida
y trabajaría con el fin de que se respetaran con más efectividad. Los autos estacionados en tramos estrechos de la avenida en doble –y a veces hasta en triple– fila sin duda agregaban
un obstáculo considerable al ya de por sí congestionado tránsito de vehículos en ambas direcciones. Para mí, de nuevo, la
iniciativa delegacional de liberar la avenida de obstáculos no
sólo fue bienvenida y de ayuda, sino también muy a la par con
el espíritu de las discusiones acerca de la crisis vial de la que
había sido yo testigo en La Plataforma. Las patrullas de tránsito
acompañadas de grúas rondaron la avenida en las semanas
siguientes, avanzando lentamente en una dirección, luego volviendo en la otra. De nuevo, la reacción de Leti me sorprendió.
Estábamos sentados en la pequeña oficina a la entrada de la
guardería, que daba a la avenida, y alcanzábamos a oír cuando la grúa venía subiendo por el camino. Leti se quejó amargamente de lo que ella describió como la manera arbitraria y desconsiderada en la que la delegación decidió las nuevas normas,
sin consulta previa con los habitantes de la zona. Protestó en
contra de lo que percibía como una prepotencia torpe y violenta con la que las grúas trataban a los residentes locales, y se
preguntó qué era lo que todo esto podía augurar para el futuro
del vecindario. Dicho de otro modo: Leti interpretaba el endurecimiento de las normas locales que regían el orden público y su
mejor aplicación no como intentos de atacar problemas urbanos de desorden, con mejores reglamentos, sino más bien
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como un ejemplo precisamente de lo contrario; esto es, del
poder arbitrario que las autoridades del Estado continuaban
blandiendo y ejerciendo sobre los ciudadanos sin considerar
las necesidades, intereses y deseos de aquellos a quienes gobernaban. Auguraba, en ese sentido, la posibilidad persistente
de que esos actos violentos de despojo que ella y su familia
habían vivido antes pudieran repetirse en el futuro. Indicaba,
para ella, que poco había cambiado en la forma de ejercer el
poder soberano.
El último ejemplo que incluyo en esta discusión de cómo la
temporalidad de crisis/trauma apareció e interfirió en el compromiso político de los residentes locales en Santa Fe con los
problemas urbanos que enfrentaban fue también el más significativo durante mi investigación. A finales de 2011 el gobierno
de la ciudad publicó el Programa Parcial de Desarrollo Urbano de
la Zona de Santa Fe (PPDU-SF), un decreto de unas 120 páginas
que incluía un diagnóstico de las necesidades y los problemas
de la zona, una exposición de los objetivos de planeación y las
estrategias para abordar los problemas del momento y prever
escenarios futuros (Administración Pública del Distrito Federal,
2011). Durante bastante tiempo se había estado hablando de la
publicación anticipada del documento y las especulaciones en
torno a su contenido y su detalle habían sido diversas y en general pesimistas, incluida la expectativa de que se pedirían
más expropiaciones en el futuro como parte de sus proyectos
de desarrollo. Sin embargo, el PPDU-SF se limitó casi exclusivamente a la zona del megaproyecto. Si bien atendía extensamente la urgencia de abordar los problemas viales, la única
propuesta concreta que planteaba en ese aspecto y que podía
afectar directamente el área del pueblo consistía en la ampliación de la avenida a lo largo de un corredor particularmente
estrecho y congestionado, delimitado por talleres mecánicos y
lavados de autos. Leti y varios otros miembros de La Plataforma estaban indignados. El PPDU-SF –señalarían ellos– en ningún lugar descartaba seguir ampliando la avenida Vasco de
Quiroga y la posibilidad de más expropiaciones. Varios miembros clave del grupo, incluida Leti, prácticamente abandonaron
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NITZAN SHOSHAN
sus otros compromisos con el fin de dedicar la mayor parte de
su activismo a movilizar la resistencia al programa: unieron manos con grupos de varios otros barrios para luchar por un amparo contra el plan, batalla legal que perdieron; movilizaron a
los residentes para marchar juntos y cerrar la avenida como
protesta en contra del plan, una acción política que, como era
de esperarse, les ganó la cobertura vilipendiosa en los medios
de comunicación; y, con la esperanza de las elecciones en
puerta, sostuvieron reuniones con los candidatos a delegados
de varios partidos de oposición, quienes juraron que se unirían
a su lucha, con el fin de escuchar sus propuestas y evaluar su
compromiso –en violación de su deber de no partidismo. Mientras tanto, los otros proyectos que La Plataforma había estado
desarrollando y presentando quedaron prácticamente en el olvido. La asistencia a las reuniones decayó y el grupo parecía
en riesgo de disolverse.
REFLEXIONES FINALES
Los compromisos políticos de algunos de los miembros más
dedicados de La Plataforma siguieron lo que podría describirse
como una estructura paranoide; aun cuando, como sabemos
bien, los paranoicos también tienen enemigos. Sus demandas
de instrumentar cambios y mejoras para el entorno urbano
marginado que habitaban –y los esfuerzos muy reales que pusieron en ellos– parecen estar en contradicción con su lectura
simultánea e incesante de que detrás de cada uno de esos
cambios se esconden planes siniestros que buscan causarles
más daños y despojos. El tipo de orientación hacia la crisis/
trauma que define la forma temporal que he intentado describir
en este artículo está en el centro de tal contradicción y se hace
patente en su reiteración. Dado que a fin de cuentas remite a
un suceso traumático que pertenece al pasado, este “tiempo
de desplazamiento” particular no ofrece ningún horizonte de
LAS TEMPORALIDADES DE LA CRISIS EN SANTA FE, D. F.
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expectativa en el que sea posible ubicar el cierre o la finitud del
tipo que el caso de Saigón, antes mencionado, sí parecería
proporcionar. Más bien lo que encontramos aquí es una orientación duradera y obstinada hacia la crisis como trauma que da
por resultado reacciones viscerales repetitivas, y que podemos
entender como sintomáticas en el sentido freudiano. En particular, en entornos que se perciben y viven en calidad de vulnerables y precarios cabe esperar observar cómo una orientación
de crisis/trauma estructura los compromisos políticos locales y
obliga a los actores a confrontar potencialidades desconocidas, aunque visceralmente amenazantes. En tales contextos,
según he mostrado, igualmente debemos esperar observar
cómo pueden decaer, en vez de ser fomentados, los intentos
de afrontar y atacar problemas críticos que repercuten adversamente en la vida cotidiana.
Hoy los imaginarios políticos dominantes –no sólo en México sino en todo el mundo– ponen, sin darse cuenta, cada vez
mayor exigencia en las poblaciones marginadas y desposeídas para que de algún modo se catapulten a sí mismas a la
plena ciudadanía y a la normatividad liberal por la vía de la llamada participación democrática, en todas sus formulaciones.
El tipo de temporalidad de crisis/trauma que he descrito en
este artículo para el contexto de la ciudad de México actual, y
que, por extensión comparativa, podría buscarse también en
otros entornos urbanos, ofrece otro conjunto de cuestionamientos críticos para tales discursos dominantes. Nos pide reflexionar en serio acerca del significado de “crisis”, a la vez como un
suceso histórico y como un estado histórico, o como una condición de oscilación entre estos dos polos en apariencia opuestos. Exige que prestemos atención a cómo esta oscilación da
lugar a ciertas configuraciones temporales y asegura su perseverancia. Por último, se suma a la forma en que podríamos interpretar la ambivalencia con la cual, a la sombra del despojo,
muchos de quienes hoy viven en la ciudad ven con comprensible recelo supuestas mejoras a su entorno urbano.
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NITZAN SHOSHAN
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