UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA
UNIDAD IZTAPALAPA
POSGRADO EN HUMANIDADES
UN TÁBANO EN EL VÓRTICE:
UNA APROXIMACIÓN AL ENCUENTRO ENTRE LA TEORÍA ANTROPOLÓGICA Y
LA TEORÍA CRÍTICA
TESIS
QUE PARA OBTENER EL GRADO DE
MAESTRO EN HUMANIDADES
(LÍNEA DE INVESTIGACIÓN: HISTORIA Y FILOSOFÍA DE LA CIENCIA)
PRESENTA:
CAMILO SEMPIO DURÁN
DIRECTOR: DR. GUSTAVO LEYVA
CODIRECTOR: DR. RODRIGO DÍAZ CRUZ
MÉXICO, D. F.
FEBRERO DE 2011
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN: Imágenes………………………………………………………………….. 4
PRESENTACIÓN DE ANTECEDENTES: La crítica en la antropología: entre la versatilidad y la
ductilidad…………………………………………………………………………………… 9
EL TÁBANO
I. Teoría Crítica como teoría prismática.……………………………………………….... 27
I. I Teoría prismática: un recorrido por el pensamiento crítico y negativo de Max
Horkheimer y Theodor Adorno……..…………………………………………….... 29
I. II La radicalidad manifiesta...….……………………………………………....…. 30
I. III Desgarros rapsódicos………….…………………………………………….… 42
INTERMEDIO (TRÁNSITO)
II. Exploraciones antropológicas en el pensamiento de Theodor Adorno y Max
Horkheimer…………………………………………………………………………….…. 55
II. I Las referencias “antropológicas” en Theodor Adorno y Max Horkheimer…..... 56
II. II Reconstrucción de un ejemplo: la presencia de Henry Hubert y Marcel Mauss en
la Dialéctica de la ilustración………………………………………………….…… 67
EL VÓRTICE
III. Melanesias……...……………………………………………………………………... 73
III. I La proto-antropología crítica en Los argonautas del pacífico occidental de
Bronislaw Malinowski………..……………………………………………….......... 80
III. II Fragmentos de Radcliffe-Brown o estamos mal pero vamos bien………..….. 96
III. III Gregory Bateson y Naven o un molusco ecléctico navegando en los intersticios
de la antropología…………………………………………………………………. 110
III. IV Una extraña de extraño color o Margaret Mead y los albores del pensamiento
crítico antropológico como teoría social de la alteridad…….…………………...... 128
EL TÁBANO “OTRO”
IV. La alteridad en la Teoría Crítica…………………………………………………..... 150
IV. I “De lo que se trata es de ser un pesimista teórico y un optimista práctico”.… 151
IV. II El posible ser-otro como anhelo de una teoría de la alteridad cifrada en una
filosofía de la historia negativa………….……………………………………...…. 157
IV. III Negatividad y alteridad o la peculiar relación utopía / filosofía de la
historia……………………………………………………………………………...161
LA DOMESTICACIÓN DEL VÓRTICE
V. Primera parte del epílogo……………………...…………………….…………….… 170
V. I Segunda parte del epílogo: Resonancias y tratamientos críticos de la protoantropología crítica…………..…………………………………………………………. 172
BIBLIOGRAFÍA………………………………………………………………………..…. 183
INTRODUCCIÓN
IMÁGENES
Imagen daguerrotipo. Imagínese la figura cansina y a la vez furibunda de Karl Marx en la
postrimería de su vida. Imagíneselo realizando una lectura atenta de las obras esgrimidas
por Lewis Henry Morgan, Sir Henry Summer Maine, Sir John Lubbock y Sir John Budd
Phear (Krader, 1988). Figúrese a Friedrich Engels revisando los apuntes etnológicos de su
entrañable compañero, sirviéndose de ellos como estímulo para formular a la postre una
obra escrita cuasi al alimón: “Mi trabajo a duras penas puede suplir al que no pudo terminar
mi difunto amigo” (Engels, 1984: 5). El resultado es historia conocida: El origen de la
familia, de la propiedad privada y del Estado.
Pinturas que ilustran el vínculo incipiente entre el pensamiento crítico negativo y la
teoría antropológica. Imágenes en donde percibimos la articulación entre la crítica radical
de la sociedad capitalista y la alteridad como crítica de las posibilidades históricoculturales. Entre otros cuadros, visualizamos al pensamiento crítico abrevando de los
informes etnológicos que narran, describen, explican y teorizan en torno a las formaciones
socioculturales periféricas, sometidas, dominadas, excluidas, etc.
He aquí un primer puente tendido entre el pensamiento crítico –entendido como teoría
social o teoría de la sociedad–, y la antropología como ciencia de la alteridad. Se trata de un
primer encuentro. Un antecedente histórico fijado en un daguerrotipo que tal vez nunca
existió.
Imagen subrepticia. Imagínese a Max Horkheimer y a Theodor Adorno interpretando a
Lewis Morgan y James Frazer (Horkheimer, 2007: 44, 107). Imagínese las interpretaciones,
por parte de los mismos autores, de aquellas elaboraciones contemporáneas formuladas por
Bronislaw Malinowski (Wiggershaus, 2010: 405), por Henri Hubert y Marcel Mauss
(Adorno y Horkheimer, 2007), e incluso, imagínese la mutua colaboración con Margaret
Mead (Wiggershaus, 2010: 339, 459, 474; Bonß, 2005: 62; Jay, 1974: 194-195).
Considerando lo anterior, a rasgos generales es posible insinuar que abrevando de la misma
fuente que Marx y Engels, Horkheimer y Adorno intentaron utilizar la etnología para
interpretar el desarrollo malogrado de la historia del pensamiento occidental. El ejemplo de
lo antedicho nos remite a la Dialéctica de la Ilustración.
En la primera mitad del siglo
XX,
la naciente generación del Instituto de
Investigación Social no sólo observaba las lecturas etnológicas de corte evolucionista, sino
que, de manera semejante a lo efectuado por sus “padres espirituales”, trasladó su atención
hacia la antropología y etnología contemporáneas: Malinowski, Mauss y Hubert, entre
otros. Verbigracia, hay que mencionar que bajo las vicisitudes propias del exilio en los
Estados Unidos, Horkheimer y Adorno intentan nutrirse de los escritos elaborados por
Margaret Mead. En este tenor cabría decir que los estudios etnológicos o “concretos” –
como los denominaba el propio Horkheimer (Leyva, 1999: 66)– afincados en el paisaje de
la antropología cultural (Bonß, 2005: 62), resultaban ser una suerte de soportes empíricos,
históricos y coyunturalmente situados, en donde las posibilidades imaginadas o latentes
pudieran encontrar su manifestación.
Ahora bien, una de las razones fundamentales por las cuales habremos de adoptar
algunos planteamientos de la Teoría Crítica responde al significado de las “denominaciones
programáticas” (Leyva, 1999: 73) de teoría y crítica. En tanto teoría, su principal
característica es la ineluctable alimentación de la realidad social, situada históricamente
gracias a un proceso configurado por el tejido sociocultural. En cuanto crítica, el sentido al
cual nos adherimos es aquel que se encuentra en “una relación de negatividad y
desenmascaramiento de conceptos y proceso sociales específicos” (Leyva, 1999: 74).
Ambas nociones constituyen aproximaciones conceptuales que concentran un
programa filosófico social sumamente complejo, integrado por otros puntos no menos
sugerentes. Para nuestros fines, habremos de detenernos exclusivamente en una porción del
programa de la Teoría Crítica, que ubicaremos en algunos de los trabajos de Max
Horkheimer y Theodor Adorno. El proceder que habremos de seguir anida en rastrear
aquellas reflexiones que integran el pensamiento crítico de ambos autores. En la misma
tesitura, creemos que cavilar en torno al pensamiento crítico, nos conduce a reflexionar en
torno al pensamiento negativo. No se trata de un tránsito obvio, mas como se apreciará, la
negatividad es una parte cardinal del programa ideado por la Teoría Crítica. Así,
pensamiento crítico y pensamiento negativo conforman un vínculo mutuamente necesario.
5
Sumergiéndose al interior de esta dinámica vehicular, afloran una serie de
caracterizaciones, nociones, y propuestas –a veces contrapropuestas– que amplían
sustancialmente el programa. Ejemplo de ello son los diferentes cuestionamientos hacia las
corrientes filosóficas en boga por aquellos años 20s, 30s y 40s, que surcaron el pensamiento
científico en diversas direcciones. Al respecto escribe Martin Jay: “La Teoría Crítica, como
su nombre lo indica, se expresó […] a través de una serie de críticas de otros pensadores y
tradiciones filosóficas. Su desarrollo se produjo así a través del diálogo, su génesis fue tan
dialéctica como el método que pretendía aplicar a los fenómenos sociales. Sólo
confrontándola en sus propios términos, como un tábano de otros sistemas, puede
comprendérsela plenamente” (Jay, 1974: 83). Creemos que ese tábano también hubo de
posarse en la teoría antropológica.
Desde nuestra imaginación, en la tarea incesante del pensamiento crítico negativo ha
de haber una dimensión interpretativa que fecunde su actividad. Una suerte de alteridad que
abra las compuertas hacia aquello que algunos autores denominan como posible ser-otro
(Bonß, 2005). Este movimiento, articulado entre el pensamiento crítico negativo y la
alteridad, desde nuestra perspectiva, asume el vínculo, puente o correspondencia entre la
Teoría Crítica y la teoría antropológica que pretendemos analizar.
En consecuencia, a partir de tales tintes, una de las imágenes que procuramos prefigurar es
la siguiente: la de una Teoría Crítica que subrepticiamente, o de manera difusa, insinúa
elucubrar una teoría de la alteridad.
Imagen borrosa. Bronislaw Malinowski, a pesar de sus detractores, con argumentos o sin
ellos, es considerado una figura cuya obra ha perfilado la concepción y la praxis de la
antropología moderna. En este tenor, es factible suponer que la antropología llevada a cabo
por Malinowski fue una suerte de “antropología crítica” de la antropología evolucionista
tradicional. En el presente, el programa malinowskiano posee una vigencia incuestionable.
Nos atreveríamos a decir que el llamado urgente del etnógrafo de origen polaco, incitando a
registrar las sociedades periféricas o alternas por la apremiante desaparición que amenazaba
a las mismas, hoy en día, un siglo después, se traduce en los innumerables trabajos cuya
temática podría aglutinarse en una suerte de antropología de las identidades.
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Es cierto que el trabajo de campo, canon del programa de Malinowski, ha asumido
flexibilidad en razón del tiempo de permanencia y monitoreo, como también en el tipo de
vínculo generado entre el etnógrafo y sus informantes. Empero, no creemos que quepan
dudas en torno a su vitalidad en pleno naciente siglo
XXI.
No obstante lo anterior, no
corresponde a nuestra finalidad hacer una caracterización de la permanencia del programa
de investigación malinowskiano. En cambio, preferimos regresar a él, con el objetivo de
analizarlo utilizando las herramientas suministradas por la Teoría Crítica, según lo dicho
líneas arriba.
Así las cosas, en algunos pasajes escritos por Malinowski encontramos una serie de
rasgos que pretendemos recuperar, en el entendido de comprenderlos como un conjunto de
puntos considerados como parte de su revolucionario programa de investigación. Tal
“revolución en la antropología”, como ha sido la caracterización acuñada por Ian Jarvie
(Jarvie, 1970), presenta varias peculiaridades de concepción y de método. En lo
fundamental, pretendemos recuperar su idea de ciencia y su concepción de alteridad. De
esta última, podemos sugerir lo siguiente. En principio, la alteridad no incluye al
antropólogo, al etnólogo o al etnógrafo; sólo tiene un destino de luz que se proyecta sin
encontrar reflejo –aunque es oportuno indicar que sí humaniza al otro, situándolo como
parte horizontal de la especie humana y no como un estadio en el desarrollo evolutivo de la
misma, a la usanza de la antropología evolucionista. La alteridad es la comprensión del
“otro” desde la ciencia y no desde la ciencia social. Para Malinowski, la ciencia es ciencia
imparcial y universalizable. La ciencia es ciencia suspendida de la sociedad. En suma, la
ciencia positivista, fina y pura, remedo de las físicas o las matemáticas, se agita en la
cabeza de la antropología dominante en ese entonces.
Desde luego que con Margaret Mead sucede algo diferente. Tal vez sea gracias a sus
intuiciones –y también a algunas de Gregory Bateson, como intentaremos desglosar– que
sus formulaciones se ubican en la resistencia de alejar la teoría social de la antropología 1.
Mead intuye que la alteridad se expresa en cierta forma como necesidad reflexiva vinculada
a la dinámica social occidental. En otras palabras: el otro deja de ser un objeto de registro
para ser yuxtapuesto al nosotros. Con lo cual el nosotros adquiere una “nueva” extrañeza
1
Cabe indicar aquí, que el sentido atribuido al término teoría social será entendido de manera semejante a
una teoría de la sociedad. Lo anterior responde a la distinción que procuraremos describir, entre una teoría de
la sociedad (teoría social) y una teoría de la diversidad o alteridad.
7
semejante a aquella que la antropología había empleado para caracterizar al otro. Estas
intuiciones se observan cuando Mead ingresa a la teoría social bajo el pórtico de una de las
dimensiones de la sociedad más tensionantes y plagadas de tabús: la relación entre el
género y el comportamiento social, en el marco de una sociedad estadounidense convulsa.
Pero tampoco Mead posee una crítica de la sociedad clara, una teoría de la sociedad que
incluya reconstrucciones históricas que conduzcan la reflexión más allá de la descripción; a
no ser, una insistente denuncia cifrada por una política igualitaria, humanista y
desprejuiciada, que oxigena no sólo la vida universitaria, sino la social, la política y la
religiosa a escala nacional e internacional. Subrayamos: en sus textos no se encuentran
indicios de una formación marxiana afín a la crítica radical de la sociedad. Sin embargo,
que Mead haya sido invitada por Horkheimer, Adorno y demás exiliados frankfurtianos en
los Estados Unidos, a participar en el proyecto de los Studies in Prejuices, no constituye
sólo una muestra de la divulgación del trabajo de Mead, sino un claro reconocimiento de la
imperiosa necesidad de involucrar sus formulaciones ancladas al desenmascaramiento
sociocultural, como parte integrante de una Teoría Crítica de la alteridad.
¿Es factible considerar la antropología pregonada por Mead como una suerte de
antropología crítica? ¿Sucede algo similar con la insurgencia metodológica promovida por
Bateson? Más aún, ¿es adecuado considerar el programa revolucionario de Malinowski una
antropología crítica? Tales inquietudes nos motivan a reflexionar acerca de la existencia del
pensamiento crítico negativo en tales exponentes. Nuestro horizonte –hacia el pasado de la
disciplina– inicia con la tarea de cavilar sobre algunas de las obras de los mencionados
antropólogos, utilizando como herramienta el sentido programático del pensamiento crítico
negativo según lo encontramos en la concepción de Adorno y Horkheimer.
Tal imagen borrosa es la que también deseamos reconstruir: la de una antropología crítica
en ciernes, la de una antropología crítica dispersa en fragmentos ambulantes, la imagen de
un vórtice crítico que gira alrededor de la teoría y la praxis antropológica de comienzos del
siglo
XX.
Un tábano, un vórtice y una plausible correspondencia son las ideas que motivan nuestra
labor. En suma, tres imágenes a reconstruir, en mutua afectación.
8
PRESENTACIÓN DE ANTECEDENTES
LA CRÍTICA EN LA ANTROPOLOGÍA: ENTRE LA VERSATILIDAD Y LA DUCTILIDAD
… no recordar cómo inició esto. Por ende nos decantamos en pensarlo como una
reconstrucción imaginaria cuya imagen sea la de un vendaval de formulaciones y
pensamientos. Una tormenta dentro de la cual, a pesar de su agitación, es posible generar un
ámbito de encuentro y afectación entre la teoría antropológica y la Teoría Crítica. Ahora
bien, ¿por qué involucrar mutuamente estas dos corrientes de pensamiento? A tal
interrogante es menester abordarlo desde ambos paisajes de la teoría social. Por
consiguiente, veamos inicialmente lo tocante a la antropología.
Cuando recurrimos a la imaginación científica para indagar el sentido atribuido a la
antropología crítica, en principio somos cautivos de dos convalidaciones: a) la existencia
de una antropología crítica, y b) la existencia del sentido de una antropología crítica. Sin
embargo, ni lo uno ni lo otro se percibe con la facilidad enunciada. En efecto, los
antecedentes críticos en el ámbito de la reflexión antropológica no se manifiestan de
manera clara bajo una escuela de pensamiento o paradigma. Al mismo tiempo, su rastreo
sigue una dinámica dispersiva que en nada obstaculiza su recurrente aparición. Empero,
afirmar que las ciencias antropológicas carecen de una actitud crítica pareciera ser
improbable. La teoría antropológica sostiene enhiesta la bandera del cuestionamiento
permanente: “actúa de falseadora de toda teoría sobre el hombre y su comportamiento”
(San Martín, 1985: 100), anuncia una de las opiniones extremas no carente de polémica.
Dicha postura invita a considerar el pensamiento crítico antropológico de amplia cobertura
intercultural, contradictorio e inacabado, pero pretendidamente extensible a la humanidad
total: todo es criticable. Sin embargo… ¿todo es criticable? ¿Qué significa dicho “adagio”,
suerte de axioma intocable e inalterable injertado en la naturaleza misma de las ciencias
antropológicas?
En principio, es cierto que detectamos una práctica que habitualmente se define
como crítica. Su manifestación más notoria se funda en el conflicto epistémico generado
entre propuestas encontradas que dan cuenta de la representación (descripciones, modelos,
teorías, etc.) de un comportamiento humano recurrente; o al revés, el conflicto al interior de
una misma teoría o explicación que intenta adecuarse a fenómenos culturales diferentes
entre sí. Esto responde, entre otras razones, a que cualquier dinámica sociocultural
desborda todo concepto, modelo o teoría, fomentando, así, el imaginario científico de
donde surgen propuestas que señalan los fondos inexplorados por sus predecesoras. De esta
forma, un cuestionamiento logra agigantarse en “crítica” y las distancias entre las teorías
enfrentadas logran trocarse en una suerte de crisis, a veces superada y en otros casos
olvidada. La crítica entonces expresaría una crisis, una alarma de reestructuración e incluso
un intento de socavar cimientos, un llamado a la reflexión radical, un llamado a la audacia y
a la frescura de nuevas perspectivas. Momentos como éste han irrumpido con frecuencia en
la historia social e intelectual de la antropología. Algunos autores aducen que esta clase de
conflictos se suscitan como consecuencia de un “aburrimiento epistemológico” (Comaroff
y Comaroff, 1992: ix)1. Tal abulia clínica ha percutido en la necesidad de destrabar los
debates en donde el ámbito antropológico se ha encontrado empantanado. Desde luego que
este “aburrimiento” constituye una caracterización disponible entre otras. Quizás sea este
aburrimiento transmutable en conflicto una muestra de la opacidad con que se describe el
revisionismo crítico en la literatura antropológica.
A continuación intentaremos recuperar una suerte de trazado por donde el sentido
de antropología crítica ha dejado huellas. La impronta dejada por éstas podría rastrearse
siguiendo una periodización que presumiblemente nos conduce desde las primeras
revisiones historiográficas efectuadas a finales de los años 60s, hasta la presencia, hoy en
día, de una revisión de los revisionistas. En otras palabras, si el objeto de revisión de la
crítica antropología de los años 60s, 70s y 80s era justamente la antropología de los años
20s y 30s, en la actualidad la revisión privilegia la atención hacia aquellas primeras
posturas críticas de la segunda mitad en adelante del pasado siglo.
En los recientes años convulsivos de esta nueva centuria, la última versión crítica de
la antropología se autonombra como antropologías del mundo. A decir de sus portavoces,
el sentido de la misma ha de comprenderse “como parte de una antropología crítica de la
antropología: una que descentre, rehistorice y pluralice lo que hasta ahora se ha entendido
como ‘antropología’” (Lins Ribeiro y Escobar, 2009: 32). Esta iniciativa por “reinventar”
1
La afirmación dice: over its relatively short life, anthropology has been prone to periodic attacks of
epistemological ennui [a lo largo de su vida relativamente corta, la antropología ha sido propensa a los
ataques periódicos de aburrimiento epistemológico].
10
(Idem: 25) una era “postantropológica” (Idem: 26), difunde el empleo de términos como
“policentrismo y heteroglosia” (Idem: 42). La concepción que priva y hermana a ambas
nociones subraya que el conocimiento empírico y teórico de la disciplina ha de ser una
labor con múltiples locaciones, cuya finalidad sea precisamente desbordar los centros
hegemónicos clásicos de producción científica. Situándose en la dimensión política de la
epistemología antropológica, sus adalides abogan por una redistribución montada en “la
construcción de marcos teóricos policéntricos” (Idem: 48).
En clara filiación malinowskiana –como veremos al abordar algunos presupuestos
ideados por Malinowski–, los representantes de las antropologías del mundo consideran
“que el presente es un momento para ampliar los horizontes antropológicos que harán de
nuestra práctica académica una más rica en cosmopolíticas” (Idem: 54). Naturalmente, a
esta suerte de descentralización y redistribución “cosmopolítica” de la producción
antropológica, es posible seguirle sus pasos hacia atrás, hasta encontrarle afinidad con otras
vertientes críticas que la precedieron.
Así, al ubicarnos en el primer lustro de los años 80s del pasado siglo, observamos
que la aventura crítica emerge abruptamente con la denominada antropología posmoderna.
Tal aparición fue el fruto del esfuerzo de un grupo de investigadores congregados alrededor
del denominado Seminario de Santa Fe, Nuevo México, Estados Unidos, llevado a cabo en
el mes de abril del año 1984. Con la cautela apropiada, las aportaciones de la antropología
posmoderna pueden sintetizarse en los siguientes puntos: a) una revisión de las etnografías
clásicas con la finalidad de identificar los rasgos “de colonialismo científico” y su impronta
en la utilización de la “autoridad etnográfica” en menoscabo “de la voz del otro”, y b) una
intención de construir meta-relatos bajo condición de experimentar con nuevas
herramientas literarias aplicables a la etnografía (interpretación y post-escritura) que
permitieran corregir los desvíos arrastrados desde inicios de siglo
XX.
La obra más
resonante de este seminario se denominó Writing Culture2, compilada por James Clifford y
George Marcus. En este libro, la noción de crítica reviste diferentes ropajes y disímiles
intenciones. Una muestra la encontramos en el prefacio, donde leemos que la finalidad de
los ensayos es “establecer un sistema crítico con el que analizar los métodos de trabajo más
2
De ahora en adelante utilizaremos la edición en castellano: James Clifford y George E. Marcus (Eds.).
Retóricas de la antropología. Madrid: Ediciones Júcar, 1991.
11
convencionales en el campo de la etnografía” (Clifford y Marcus, 1991: 22-23). Un
“sistema crítico”, una caracterización peculiar que sigue siendo una muestra escasa.
Veamos otros ejemplos.
Stephen A. Tyler, otro de los integrantes del seminario, observaba que la “función
crítica de la etnografía deriva del hecho de que produce su propio crecimiento contextual y
no es alternativa parcial para una reforma, a todas luces utópica, de la vida” (Idem: 204).
Talal Asad, por su parte, consideraba la crítica como “un punto de vista; una versión a la
contra, dotada únicamente de autoridad, de entidad, provisional y limitada. Pero necesaria”
(Idem: 225). George E. Marcus sostenía que la crítica debía focalizar su atención en “las
condiciones de vida en nuestras sociedades”, puesto que en la labor etnográfica, la opinión
del nativo conlleva a “una suerte de autocrítica” (Idem: 252). Semejante a esta última,
resulta la propuesta de Michael M. Fischer, para quien la “yuxtaposición de costumbres y
hábitos de otros roles y de otros mores” (Idem: 275) constituye el fundamento para dar
cauce a una crítica cultural.
A la anterior publicación, cabría agregarle la obra acuñada por la dupla Marcus y
Fischer: La antropología como crítica cultural. Un momento experimental en las ciencias
humanas. En este texto, los autores amplían la crítica cultural que adelantaran en Writing
Culture. Ésta se torna ahora como una suerte de enfática autocrítica, es decir, un
cuestionamiento de la cultura de la cual proviene el investigador. Por consiguiente, es
necesario implementar una “estrategia de extrañamiento mediante la crítica epistemológica
y la yuxtaposición intercultural” (Marcus y Fischer, 2000: 204), con el agregado, en esta
ocasión, de proporcionar opciones a lo cuestionado: “el crítico debe poseer la facultad de
plantear alternativas a las condiciones que critica” (Idem: 174).
Si bien Marcus y Fischer se detienen en un breve apartado dedicado a la Escuela de
Frankfurt, con el fin de exponer los “antecedentes de la crítica cultural”, lo hacen de
manera sintética. La finalidad, según nos expresan los autores, es recuperar la “vitalidad
teórica” de los inicios de la Teoría Crítica que, junto al “empirismo del realismo
documental estadounidense” –llevado a cabo en la tercera década del pasado siglo–, y al
“espíritu lúdico y la osadía de las yuxtaposiciones del surrealismo francés” (Idem: 192),
debieran conformar el aguaje del cual abrevase la antropología como critica cultural. En
12
síntesis, se trata de un breve y aglutinante apartado, que no nos ofrece una desentramado
claro.
Otros escritos le siguieron a éstos, sin embargo, no produjeron la resonancia
provocada por estas dos primeras obras que, junto al artículo “Ethnographies as texts” de
George Marcus y Dick Cushman, configuran el nacimiento y (tal vez) el apogeo de la
llamada antropología posmoderna o crítica. En resumen, en los ejemplos citados el sentido
adjudicado a la noción de crítica asume el cuestionamiento hacia la tarea etnográfica,
barrunte de una crisis de representación de los fenómenos sociales contemporáneos y sus
particularidades culturales. No obstante, este grupo heterogéneo de antropólogos
norteamericanos, aglutinados en torno al Seminario de Santa Fe, de manera alguna son
parteros exclusivos de definiciones, planteamientos o referencias vinculadas a la noción de
crítica.
Una propuesta sugerente, desarrollada en el mismo periodo mas situada del otro
lado del océano, se halla en la obra titulada La antropología, ciencia humana, ciencia
crítica. Su autor, Javier San Martín, nos invita a reflexionar en torno a una insoslayable
“actitud antropológica”. A diferencia de las expresiones recuperadas anteriormente, aquí la
noción de crítica ocupa un sitio consustancial a la antropología. Su visión particular es la de
focalizar la crítica no como función o como un adjetivo que debiéramos incorporar a la
óptica y a la práctica del antropólogo. En cambio, para San Martín, la crítica anida en la
antropología, conjuga tanto el cuestionamiento hacia uno mismo como el cuestionamiento
hacia el otro. Esta facultad, expresa el autor, responde a dos axiomas presentes en la
disciplina: la “condición de posibilidad”, que se manifiesta en la diversidad de las formas
culturales, y la “condición trascendental”, anclada en el reconocimiento de la humanidad
como especie bio-cultural (San Martín, 1985: 59). Asimismo, la emergencia crítica consiste
en el “alejamiento” que posibilita la comprensión de la
alteridad. Se trata de una
metodología del distanciamiento “para no pensar al otro desde categorías propias, puesto
que se presenta como diferente, y así, evitar la anexión del OTRO al MISMO de modo
fraudulento” (Idem: 109).
En esto hay algo que nos recuerda a la autocrítica de Marcus y Fischer que hemos
mencionado, a la “estrategia de extrañamiento mediante la crítica epistemológica y la
yuxtaposición intercultural”. Pero en el planteamiento de San Martín, nos encontramos con
13
un llamado de atención a revalorizar el relativismo cultural, instrumentado una “función de
distanciamiento” en lugar de un “extrañamiento” y una posterior “yuxtaposición”. No
obstante, en San Martín –lo mismo que en Marcus y Fischer– la “actitud crítica” –o la
“crítica cultural”– parecieran tomar vida propia y ascender en una espiral indefinida que se
diluye a medida que se eleva, alejándose de las contradicciones y las tensiones sociales y
culturales de nuestra vida mundana. La ausencia de los criterios e instrumentos marxianos y
materialistas nos advierte, aquí, la presencia de una crítica funcional interesada más por
desvincularse de una posición etnocentrista que por elucidar el fetichismo de los vínculos
humanos.
En las antípodas de tal optimismo, en1983, es decir dos años antes de la obra escrita
por San Martin, George Stocking externaba un planteamiento cuyos aspectos torales
consideramos pertinentes recuperar. En ellos detectamos una suerte de concentración en la
utilización y el sentido que la noción de crítica ha sido objeto. En el artículo titulado
“History of Anthropology: Whence / Whiter” (Stocking, 1983), su autor nos invita a
interpretar la historiografía antropológica de manera similar a aquello que Hans-George
Gadamer denominaba “fusión de horizontes”. Montado en dicho proceder, Stocking
observaba a inicios de los años ochenta una situación de inestabilidad, fragilidad, ausencia
de horizontes e incertidumbre teórica y metodológica, que hacía sospechar de la falta de
una brújula que regulase el desconcierto de la actividad antropológica, etnográfica y
analítica. De acuerdo a tales caracterizaciones de la disciplina, Stocking consideraba la
situación como crítica, cuyo sentido es tomado del lenguaje jurídico y clínico: el de crisis.
Esta crisis, escribe nuestro autor, es perfectamente localizable: “Although doubtless
variously motivated, the heightened retrospective interest of anthropologist reflects the
special sense of disciplinary crisis that developed since about 1960” (Stocking, 1983: 3-4)3.
La explicación se encuentra amarrada a las relaciones políticas encarnadas en los procesos
conocidos como “descolonización”. De manera breve, cabe recordar que estos procesos se
desplegaban en territorios intervenidos políticamente. Se trataban de territorios sobre los
cuales sucedía, a mediados de los años sesenta, lo mismo que lo acontecido con los textos
3
[Aunque sin duda por diversos motivos, el mayor interés retrospectivo por parte de la antropología refleja el
sentido especial de la crisis disciplinaria que se desarrolló aproximadamente desde 1960.]
14
que la historia de la disciplina había dibujado para retratar la vida social de tales espacios
colonizados: arden.
La irrupción de tales procesos socioculturales, económicos y políticos, parecía
indicar, por fin... por fin, la profecía maldita que atizaba la preocupación en aquellas
tempranas formulaciones “críticas” de la antropología en la primera y segunda década del
pasado siglo: el fin de la etnografía, es decir, “la evanescencia del primitivo” (Idem: 4). En
otros términos, se trataba del temor a la disolución del “otro” a causa de acelerados
“cambios culturales”, que diluían la identidad misteriosa y enigmática de las sociedades
periféricas, tan atrayentes para el interés etnológico.
Esta crisis sesentista de la disciplina –como aduce Stocking– impregnada por el
miedo a la pérdida del objeto de estudio, contrariamente a los temores esperados, trasmutó
en una ampliación de las perspectivas analíticas al considerar propuestas pertenecientes a
otra vertientes teóricas que se habían mantenido al margen del desarrollo de la disciplina.
Por ejemplo, la recuperación de formulaciones afines al marxismo, a la lucha social e
ideológica del feminismo y, fundamentalmente, a los estudios de carácter “reflexivo”,
dirigidos hacia aspectos sociales de la propias sociedades europeas y estadounidense
(Ibidem). Estos nuevos bríos, tanto conceptuales como teóricos, éticos y afectivos,
activaron y desencadenaron una serie de cuestionamientos que acabaron por minar el
cuerpo de la ciencias antropológicas. Por consiguiente, había que darse a la tarea de
reconstruir los vestigios involucrados en la crisis histórica de la disciplina. Se trataba de
asumir que la conciencia del carácter histórico (conscious of the historical character:
Ibidem) constituía el horizonte hacia el cual la antropología, a los ojos de Stocking, debía
dirigir su timón, tal vez de manera indefinida y elíptica, pero con la intención de encontrar
afluentes teóricos gracias a los cuales se lograra recorrer y nutrir el imaginario intelectual.
Aunada a lo anterior, una última senda dibujada por Stocking, que deseamos atraer,
es su denominada “desfamiliarización”. Esta concepción consiste en una suerte de
extrañamiento de la tradición antropológica, un distanciamiento que permita descubrir
sitios inexplorados o escasamente atendidos en la historia de la disciplina. Escribe nuestro
autor:
If we focus on the familiar, it is our intention defamiliarize it. To do this need not always
require recomposition from scratch. It may be a matter of directing a brighter, fuller light on
15
figures whose proportions have been distorted and whose surroundings have been cast into
shadow [...] In the meantime, we will try to remain open to approaches that go beyond
explicit or implicit disciplinary definitions, in the hope that defamiliarizing the past, we
may perhaps help to open up the future (Idem: 10-11).
Esta tentativa de desfamiliarizarse de la tradición antropológica, en razón de interpretar los
recovecos inexplorados y de alumbrar los bordes oscuros, consiste en una propuesta que
nos parece sugerente atender. Desde luego que este planteamiento se inscribe también en el
nublado y recurrente panorama de la crítica que hemos venido insistiendo. En consonancia,
algo similar a dicha desfamiliarización habían sido las tareas de relectura historiografía y,
sobre todo, del cuestionamiento práctico de la antropología llevada a cabo en los años 60s y
70s.
Verbigracia, una apuesta teórico-programática por demás cautivante tuvo lugar en
Estados Unidos entre 1969 y 1975, teniendo como portavoces principales a Dell Hymes,
Bob Scholte y Stanley Diamond (Hymes, 1974). La propuesta de esta “antropología
crítica”, además de realizar una lectura que oscilaba entre la familiaridad y la distancia
respecto a la antropología de los años 20s y 30s, incluía el empleo de herramientas teóricas
afines a la reflexividad, la dialéctica nosotros / otros y, fundamentalmente, el análisis de las
implicancias que la economía política occidental poseía en la formación y concepción del
conocimiento antropológico. Tal cóctel de epistemología política encontraba sus
ingredientes en el contexto histórico que se desplegaba sobre la revuelta sociocultural que
tuvo lugar a finales de los años 60s e inicios de los 70s en los Estados Unidos, aunque,
como es sabido, la efervescencia social se extendió a gran parte del planeta.
Siguiendo nuestro recorrido, consabido resulta que los antropólogos afines al
materialismo histórico y al marxismo, también volcaron sus intereses hacia el campo de las
relaciones económicas y la estrategias de adaptación identitaria a la intempestiva dinámica
capitalista, como observamos en los casos de Maurice Godelier (Godelier, 1976) y Jonathan
Friedman (Friedman, 2001) respectivamente. Sin embargo, haciendo caso omiso del orden
cronológico retrospectivo que hemos venido siguiendo, cabe mencionar que es en la obra
erigida por Michael Taussig, titulada El diablo y el fetichismo de la mercancía en
Sudamérica, donde se complementan con lucidez envidiable, las herramientas teóricas
divulgadas por Kart Marx para descifrar la enajenación social. En breve, nos interesa
recuperar aquello que Taussig enarbola como la tarea crítica a llevar a cabo: “liberarnos del
16
fetichismo y la objetividad oculta con la que la sociedad se oscurece a sí misma” (Taussig,
1993: 20). De manera somera, cabe anotar que en esta caracterización encontramos
resonancias que nos remiten al “contexto negativo” y la labor de “desenmascaramiento”
propuesto por la primera generación de la Escuela de Frankfurt.
Naturalmente que el pensamiento marxiano influyó también en la llamada
“antropología mexicana”. Guillermo Bonfil Batalla, en el amanecer de la década del
setenta, dirigía un cuestionamiento hacia aquellas obras afines al indigenismo y al enfoque
situacional del antropólogo, referido a la tensión entre la “sociedad dominante” y las
“comunidades indígenas”. Este abordaje puede observarse en el siguiente párrafo:
[L]a antropología, aun la estrictamente ocupada en el indio, no puede evitar el análisis
crítico de la sociedad dominante. En la circunstancia misma del indígena encuentra el
primer fundamento de la crítica. Porque así revelada nuestra propia sociedad, exhibida así la
enajenación de nuestra cultura, la posición del antropólogo no puede sino ser crítica
respecto de ambas (Bonfil, 1996: 312).
Además, Bonfil señalaba que “la función social del intelectual” radica en “expresar la
conciencia crítica de su sociedad” (Ibidem), contemplando, de esta forma, dos dimensiones
articuladas simultáneamente por medio de la función crítica del antropólogo. Una que da
cuenta de las contradicciones interculturales y de las insuficiencias y equívocos originados
por las políticas indigenistas. La otra, que insiste en el compromiso de los intelectuales por
llevar cabo la tarea del desentramado y puesta en relieve de las tensiones sociales y
culturales.
Por último, en razón de finalizar este breve repaso de las apariciones críticas de la
antropología, es adecuado recuperar el señalamiento efectuado por Ángel Palerm con
respecto al vínculo ente teoría y sociedad. En el año de 1978 y en el marco de una mesa
redonda sobre “Antropología y marxismo”, Palerm enfatizaba que la crítica debía contener
la dialéctica entre la dirección teórica y la práctica concreta de investigación. Así, Palerm
nos advertía que “la teoría sólo avanza verdaderamente a través y por medio de la praxis”
(Palerm, 1980: 29), un llamado que invitaba a no olvidar la situación comprometida e
inevitable en la que se encuentra todo ejercicio antropológico, aunque con visos de clara
sumisión teórica.
17
Así las cosas, sirva lo anterior como un muestrario de los abordajes factibles de identificar
en la literatura antropológica, en donde la noción de crítica ha sido utilizada. Desde luego
que somos conscientes del escueto tratamiento correspondiente a la recuperación de las
formulaciones esbozadas. De todas formas, a lo largo del trabajo iremos incorporando otras
vertientes “críticas” con el fin de ampliar dicho muestrario. Sin embargo, la intención ha
radicado en ofrecer un panorama general de tales antecedentes, sintetizando algunas de
ideas que, a nuestro parecer, resultan acorde a la tarea de ilustrar la dispersión de los
antecedentes críticos en el ámbito de la reflexión antropológica.
Como se habrá advertido, curiosa resulta la escasa atención que ha merecido la
formulación de una antropología crítica, a pesar de su recurrente utilización. En cambio,
las propuestas invierten la ecuación: crítica de la antropología, es decir, revisión de la
etnografía y la teoría antropológica, a la cual se agregan visos singulares que contemplan la
función social del intelectual en el desentramado y cuestionamiento del sistema capitalista.
En suma, el pensamiento crítico anejo a una antropología crítica, parece haberse construido
siguiendo una política de ductilidad y versatilidad en su tratamiento.
De cualquier forma, la cuestión en la teoría antropológica sigue siendo la
desatención que ha predominado en la formulación de una antropología crítica más allá de
los revisionismos historiográficos y la denuncia política. Una desatención que imprime
surcos sin mirar atrás, que nos hablan de un desdeño y de un tópico inabordable por los
motivos que fueran. La hipótesis de que no todo es criticable (por lo pronto así
abordaremos la problemática, como hipótesis), o por lo menos no bajo una concepción
monista y omnipresente de crítica, no se comprende por sí sola. La razón se encuentra en
que la “crítica” se vería obligada a participar en diferentes fenómenos por el hecho mismo
de compartir, prima facie, la naturaleza de ser criticables, independientemente si se trate de
teorías, actitudes, métodos, “puntos de vista”; o de un sujeto, individuo, colectivo o
pensamiento. Con lo cual estaríamos asignando a la crítica en sí una especie de
superpoderes, trans-epistemológicos, omniabarcables y, sobre todo, dúctiles para cualquier
signo o manifestación mundana. Pero precisamente esta ductilidad de la crítica nos conduce
a inquietantes paradojas. ¿Dónde encontramos esta idea de antropología crítica? ¿Cómo
llegamos a prefigurarla? Veamos la siguiente pintura.
18
“La etnología se encuentra en una situación tan lamentablemente ridícula, por no decir
trágica”. Como se habrá notado, la frase pertenece al propio Bronislaw Malinowski
(Malinowski, 1995: 13), y sirve como apertura a Los argonautas del pacífico occidental,
obra
publicada
originalmente
en
1922.
Cuando
nuestro
antropólogo
arrojaba
desesperadamente su diagnóstico, ¿cómo interpretamos la frase con el trasfondo actual de
nuestra disciplina, que se ha forjado, a pesar de sus inconformidades, con el fuego
malinowskiano? La disciplina, a decir de nuestro autor, estaba en crisis entonces, pero
¿cómo?, ¿en crisis antes de asentarse, antes de formalizarse e institucionalizarse, antes de
consolidarse como ciencia? O, en otros términos, ¿estaba en crisis antes de iniciar su
camino? O será como aquello que ocurre con “el capital”: ¿ciclos de crisis permanentes?
No vayamos tan lejos por ahora; teniendo en mente la citada frase, anotemos las
siguientes inquietudes: ¿qué cuestiona Malinowski?, ¿a cuál o cuáles posturas se refiere?,
¿cuáles son las herramientas involucradas?, ¿cuál es el contexto epistémico en el que se
despliega el debate? Como se observa, se trata de preguntas llanas, básicas podría decirse.
Supongamos que avanzamos en nuestra reflexión, en razón de suministrarle a las
inquietudes antes delineadas probables visos de respuestas, y reformulemos los
interrogantes bajo dejos alternativos en donde la crítica misma baraje una propuesta: ¿la
crítica de Malinowski invita a emular la metodología de las ciencias de la naturaleza
propias de su tiempo, como la física o la química? ¿Nos invita a seguir los criterios
científicos del neopositivismo lógico? ¿Una ciencia objetiva? ¿Un empirismo exacerbado?
Como se verá más adelante, seguramente que las respuestas a los interrogantes serían
afirmativas en todos los casos. Por lo tanto, el pensamiento crítico implicado abogaría
entonces por una ciencia pura, libre de prejuicios teóricos que envician la labor
comprensiva –explicativa, debiera ser el término correcto, considerando el contexto
epistemológico de la época–, dirigiendo municiones hacia la ciencia subjetiva, plagada y
recargada de conceptos que “malinterpretan” y dificultan la objetividad de los fenómenos
observados.
Empero, tales condiciones de la crítica, a casi un siglo de su formulación, se tornan
inaceptables. Siguiendo uno de sus puntos programáticos más significativos, podemos
inferir que el proceder metodológico de Malinowski, supercargado de autoridad etnográfica
en donde la voz del otro es ahogada por la del etnógrafo, se encontraría en la antípoda de
19
una antropología crítica según los criterios que hemos revisado. Pero también es cierto que
la empatía que aglutina dicha oposición no contiene un programa claro. En vez, se antoja
pensarla como una postura inconforme basada en acusaciones tales como la autoridad
etnográfica y el encubrimiento del contexto colonialista.
Si de implicancias y afectaciones del sistema colonial se trata, una propuesta por
demás atractiva se encuentra en la obra Antropología y colonialismo, escrita por Gerard
Leclercq. El trabajo de Leclercq constituye una suerte de “antropología crítica de la
antropología tradicional”. A modo de adelanto, indiquemos que al final de trabajo nos
internaremos en algunas de sus formulaciones con el fin de observar el proceso de
“domesticación” de la proto-antropología crítica malinowskiana. Aneja a lo anterior,
creemos conveniente interpolar una segunda vía de domesticación, proveniente de una
tradición diferente a la del antropólogo francés. Nos referimos al trabajo publicado por Ian
Jarvie en 1964, titulado The Revolution in Anthropoloy. Imbuido por los trabajos de Karl
Popper, Jarvie analiza la revolución malionowskiana a la luz de ciertos análisis
metodológicos, cuyo tono percute las fibras que unen el lenguaje de enunciados metateóricos, como por ejemplo “la igualad social de la humanidad”, con la evidencia empírica
acumulable que los respalden.
Ahora bien, como hemos adelantado en la Introducción, nuestra labor privilegiará su
atención en algunas formulaciones surgidas de la pluma de Bronislaw Malinowski, Gregory
Bateson y Margaret Mead. Como es sabido, se tratan de tres figuras estrechamente
vinculadas entre sí, de una u otra manera. La obra de Malinowski está injertada en la
tradición antropológica. La opinión hegemónica considera su labor intelectual como
revolucionaria, y así pretendemos analizarla nosotros. Al mismo tiempo, la influencia de
los preceptos ideados por Malinowski en la formación de Bateson se constata en la obra
más conocida de este último: Naven. Aunque como veremos en su momento, se trata de una
influencia que luego se ve debilitada y revertida contra su propio mentor. Finalmente,
somos partidarios de pensar que las reflexiones de Mead habían sido una de las causantes
de la insurrección de Bateson ante los presupuestos malinowskianos. En cuanto a la obra de
la antropóloga estadounidense, consideramos que si bien es escasa la aparición de
formulaciones teóricas o de herramientas conceptuales cuyo valor sea equiparable al del
etnógrafo cracoviano, en cambio, pensamos que en su interior se encuentra una suerte de
20
pensamiento crítico negativo insinuado en la dinámica de un análisis intercultural, que
posee claras intenciones destinadas a transformar las prácticas culturales occidentales.
Aunado a esto último, esperamos describir una serie de problemáticas no menos que
audaces, que en lo venidero han sido recuperadas por las diversas “antropologías críticas”
como parte de sustancial de sus planteamientos. Por ejemplo, los tópicos afines a
traducción intercultural y a la dialéctica entre singularidad y universalidad cultural,
tópicos que vertebran los trabajos de Mead sobre lo cuales procuraremos reflexionar en su
momento. Cabe señalar que, desde nuestra perspectiva, no resulta un tema menor que en los
tres autores mencionados la región de estudio sea la misma: la Melanesia. En consecuencia,
abordaremos inicialmente el capítulo dedicado a Malinowski, Bateson y Mead, desde la
primeridad del objeto de estudio melanesio; abordaje que, llegada la ocasión, esperamos
abundar.
Como se habrá notado, hemos sugerido un tratamiento un tanto singular y arbitrario. El
pretexto consiste en una suerte de recursividad hacia textos que se encuentran a nuestro
alrededor. Textos que al fin y al cabo constituyen retazos, columnas y planos que nos
inducen a caracterizar la historia de la antropología no necesariamente estructurada en sí, lo
cual conlleva a reflexionar en las licencias de su representación. Esto significa concebir la
historia de la antropología como un conjunto de obras que traducen pensamientos, capaces
de atravesar el tiempo y permanecer en la órbita del debate contemporáneo. Lo anterior, se
filia con la idea de una antropología crítica como una serie trashumante de fragmentos. De
este modo, si asimilamos una idea de antropología crítica, su prefiguración corresponderá a
la articulación de los fragmentos que nos aproximen a ella.
Desde luego que nuestro criterio de acopio no es nuestro. Nuestra arbitrariedad es
un remedo plagiado, puesto que si obedecemos a la concepción fragmentaria de la
antropología crítica, es menester describir y reflexionar en torno a la perspectiva y
herramientas empleadas que nos faculten tal prefiguración. Así las cosas, siguiendo la
metáfora de Martin Jay, recurriremos a la figura del tábano como figura insectívora que ha
de posarse en estos fragmentos. Un tábano que filtra su visión por medio de múltiples
oculares que interpretan ciertas obras de la literatura antropológica desde la perspectiva de
la Teoría Crítica y su pensamiento crítico negativo. De este modo, el prisma de este tábano
21
será entonces la Teoría Crítica, y el vórtice que explorará lo rodeará de fragmentos a partir
de los cuales intentaremos reconstruir la idea de una antropología crítica.
Ahora bien, en lo que respecta a la recuperación de los trabajos afines a la Teoría Crítica,
por tratarse de un abordaje que efectuaremos en más de una ocasión, señalaremos de
manera introductoria algunos puntos generales 4. En principio, anotemos que esta corriente
de pensamiento se originó entre los años veinte y treinta del pasado siglo. La figura
dominante desde sus inicios había sido la de Max Horkheimer, agigantándose
posteriormente la de Theodor W. Adorno, quien se hermanaría con aquél, otorgándole en
esta vinculación una desbordante lucidez al programa de la Teoría Crítica. Ambos
pensadores nuclearon a su alrededor a intelectuales de gran prestigio, como Herbert
Marcuse, Walter Benjamin, Sigfried Kracauer, Erich Fromm, Frederick Pollock y Karl
August Wittfogel, entre otros. Esta escuela, que continuó en proceso de consolidación e
investigación social, cuenta en la actualidad con figuras de la talla de Jürgen Habermas,
Axel Honneth, Helmut Dubiel y Hans Joas, por nombrar a los más influyentes.
De manera sucinta, mencionemos que el surgimiento de la Teoría Crítica se disparó
a partir de diferentes cuestionamientos, entre los cuales destacamos dos: por un lado, se
enfocó en un posicionamiento enfrentado con respecto a la llamada “teoría tradicional”,
cuya síntesis intelectual la constituían las elaboraciones de Immanuel Kant y su “filosofía
del iluminismo”, así como la “dialéctica especulativa” de Georg Wilhelm Friedrich Hegel.
Los teóricos de la Escuela de Frankfurt difirieron, en ambos casos, de sus valores y
4
Del extenso repertorio intelectual, dedicado a elucidar el nacimiento y desarrollo de la Escuela de Frankfurt,
pueden mencionarse los siguientes trabajos: Martín Jay (1974). La imaginación dialéctica. Historia de la
escuela de Frankfurt y el Instituto de Investigación Social (1923-1950). Madrid: Taurus; Tito Perlini (1976).
La escuela de Francfort. Historia del pensamiento negativo. Caracas: Monte Ávila; Carl Friedrich Geyer
(1985). Teoría Crítica. Max Horkheimer y Theodor W. Adorno. Barcelona: Alfa, 1985; Adela Cortina (1988).
Crítica y utopía. La escuela de Francfort. Madrid: Cincel; Helmut Dubiel (2000). La Teoría Crítica: Ayer y
Hoy. México: Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa / Instituto Goethe / Servicio Alemán
de Intercambio Académico / Plaza y Valdés; Gustavo Leyva (Ed.) (2005) La Teoría Crítica y las tareas
actuales de la crítica. Barcelona: Anthropos / Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa;
Alain Blanc y Jean-Marie Vincent (2006). La recepción de la escuela de Frankfurt. Traducción de Emilio
Bernini. Buenos Aires: Nueva visión; Alicia Entel, Víctor Lenarduzzi y Diego Gerzovich (2008). Escuela de
Frankfurt: razón, arte y libertad. Buenos Aires: Eudeba; Rolf Wiggershaus (2010). La Escuela de Fráncfort.
Traducción de Marcos Romanos Hassán. Revisión de Miriam Madureira. Buenos Aires: Universidad
Autónoma Metropolitana / Fondo de Cultura Económica.
22
pretensiones de aplicación de carácter universal. Junto a esto, los exponentes de la Teoría
Crítica se distanciaron de las teorías que se encontraban en boga por aquel entonces,
incluidas toda una gama de paradigmas científicos entre los que se encontraban los criterios
racionalistas, los neopositivistas, los pragmatistas y los fenomenológicos. Su alejamiento se
debía, entre otros motivos, a que dichos criterios excluían de sus análisis las
contradicciones y los antagonismos observados en los fenómenos sociales modernos.
Claro que con el paso del tiempo las preocupaciones y los intereses de los
representantes de la Teoría Crítica se han ido modificando. Sin embargo, una particularidad
constante entre sus miembros la constituye la revisión del materialismo histórico. De hecho,
la noción misma de crítica es retomada de las elaboraciones de Karl Marx, en particular de
su Crítica de la economía política. Como se recordará, Marx expuso de manera brillante la
vinculación entre la crítica teórica, entendida como una tarea de análisis y desnudez de la
vida social enajenada, y la praxis revolucionaria que posibilite su transformación: “criticar
teóricamente y revolucionar prácticamente”. Max Horkheimer expresaba un sentir que
insistía sobre el mismo punto: “La verdadera función de la filosofía social consiste en la
crítica de lo existente”. El “verdadero objetivo de una crítica de este tipo es evitar que los
hombres se pierdan en aquellas ideas y formas de comportamiento que les ofrece la
sociedad en su organización actual” (Citado en Geyer, 1985: 16).
Por último, recordemos que Adorno y Horkheimer plantearon la necesidad de
formular un pensamiento negativo. Así, sostuvieron la necesidad de negar la modernidad
capitalista, caracterizada como un proceso en el cual “el hombre ha terminado por
convertirse él mismo en objeto de su propio dominio”5. De esta forma, la realidad histórica
fue caracterizada con el calificativo de “plexus de dominio”. Al colocar al pensamiento
negativo como una de las ópticas centrales en los análisis materialistas, Adorno y
Horkheimer plantearon que negar la modernidad no sólo significaba ejercitar una crítica de
las contradicciones propias del capitalismo, sino que, además, ésta debía conducirnos a una
antropología negativa.
Este punto nos abre las puertas a una nueva dimensión de análisis, puesto que la
comprensión de la antropología efectuada por la Teoría Crítica pareciera enfocarse en un
sentido humano “esencialista”, “totalizante” y “compresor” de un posible ser-otro, además
5
Ferrater Mora, J. “Adorno, Theodor W.”, en Diccionario de filosofía. Barcelona: Ariel, 1998, p. 67.
23
de identificar su objeto de estudio como si se tratase de sociedades cuyos complejos
culturales consistieran en supervivencias y muestras explicativas de la deformada vida
moderna. Como intentaremos exponer en su momento, Adorno y Horkheimer poseían una
lectura marginal de la teoría antropológica, esto es, una lectura internalista, “desde
occidente” y no desde la alteridad, cuyo rasgo principal consistía en interpretar las
costumbres, hábitos, creencias y demás artilugios culturales retratados por la etnología,
como si se tratase de formas de vida supervivientes pertenecientes a un estadio evolutivo
previo de la sociedades humanas. El problema con lo anterior es que justamente se trataba
de sociedades involucradas en la vida moderna, sociedades contemporáneas que
participaban de las vicisitudes e intervenciones propias del colonialismo cultural, científico
y administrativo propinado por “occidente”. Cuando leemos el primer capítulo de la
Dialéctica de la Ilustración, atestiguamos un agudo cuestionamiento del “programa de la
ilustración” desde el interior del pensamiento ilustrado y no desde la teoría antropológica y
sus fuentes etnográficas plagadas de formas de vida “alternas”. El recurso de estas últimas
sólo es involucrado a manera de rastreo para detectar y ejemplificar el desarrollo evolutivo
del mito, la magia y el pensamiento ilustrado. Así, el “otro” anhelado por la Teoría Crítica
parecía atesorarse en los intersticios de la historia, toda vez que el sujeto revolucionario
proletario comenzara a ser absorbido por los vínculos instrumentales del capital y la
industria cultural somnífera que lo acompañaba. La cuestión radicaba en que los “otros”, a
la inversa de lo entendido por Adorno y Horkheimer y a pesar de que sus retratos adoptasen
rasgos folclóricos y primitivistas, reproducían sus manifestaciones culturales en la periferia
de la vida contemporánea.
Creemos que este planteamiento merece ser abordado. Se trata de introducir el
vínculo de la Teoría Crítica con la antropología, esto es, tanto la necesidad de la primera
por concretizar el posible ser-otro, como el sentido antropológico mismo de este posible
ser-otro.La idea proviene de una serie de hipotéticos antecedentes, a partir de los cuales
podríamos construir el enlace entre el pensamiento crítico negativo y ciertas formulaciones
elaboradas por las ciencias antropológicas a las cuales Theodor Adorno y Max Horkheimer
parecieran haber recurrido. Por un lado, es importante advertir aquí que nuestra inquietud
sobre dicho vínculo se ha despertado por la lectura de autores que dibujan finos trazos del
encuentro entre la Teoría Crítica y la teoría antropológica; por el otro, en tales pinceladas
24
detectamos una conexión entre el pensamiento crítico negativo y la crítica como posible
ser-otro.
La óptica que ahora propondremos será interpretar la anterior relación a la luz de
una difusa teoría de alteridad adornohorkheimeriana, si cabe la expresión. En otras
palabras, imaginar la posibilidad de transformación social y la crítica inmanente con base
en una concepción de la alteridad que permitiera comprender y superar la contradicción
representada por el pensamiento negativo y el posible ser-otro. Para cumplimentar tal labor,
recurriremos a una serie de intérpretes que nos ampliarán el marco del tópico escogido y
nos proveerán de material adicional para nuestra investigación.
Así las cosas, en este trabajo nos proponemos seguir una dinámica reconstructiva de
aquello que podría interpretarse como antropología crítica. Como se apreciará, esta labor
aparece un tanto vaga, puesto que al señalar la existencia de una antropología crítica
estamos entrampados en el error al cual hemos aludido: dar por sentado el significado y la
utilidad de la noción de crítica. Por lo tanto, es preferible situar nuestro estudio en la misma
constelación conceptual de crítica. Para tal finalidad, hemos de escoger entre algunas de las
principales obras tempranas de la antropología como ciencia, a sabiendas de que el citado
concepto no aparece de manera explícita en los textos que habremos de recuperar. Por
consiguiente, la dinámica reconstructiva obedece a una orientación que persigue piezas,
trazos y mapas que nos ofrecen pistas de una antropología crítica temprana.
No quisiéramos terminar esta breve introducción sin hacer una advertencia. Nada de lo que
aquí revista la apariencia de afirmaciones incólumes debe considerarse seriamente. El estilo
que ha motivado el trabajo ha sido una suerte de exploración ensayística que sólo aspira a
presentar un posible abordaje del tema entre otras variantes viables. Esperemos, por lo
pronto, no extraviarnos... sin antes haber disfrutado del asombro.
25
EL TÁBANO
I. TEORÍA CRÍTICA COMO TEORÍA PRISMÁTICA
En el programa de la Teoría Crítica abanderado por Max Horkheimer y Theodor Adorno,
podemos localizar expresiones críticas tales como la actitud crítica, el pensamiento crítico y
el pensamiento negativo. A dichas expresiones las consideraremos como prismas.
Entendemos la noción de prisma no como un objeto sino como una facultad de
desarticular, desmembrar o desmontar. Recordemos que el prisma permite la reflexión,
refracción y descomposición de la luz. Así, pensamos que la Teoría Crítica –entendida
como teoría prismática– permite descomponer o desmontar aquello ante lo cual reflexiona.
Una muestra sugerente de ello la hallamos en el trabajo al alimón más conocido de la
Escuela de Frankfurt. Si consideramos la Dialéctica de la ilustración como una obra
esgrimida siguiendo una estrategia crítica, la analogía nos parece oportuna: con una mirada
prismática, Adorno y Horkheimer realizan una disección de época a la vez que un
desmontaje del programa de la Ilustración. Pensaremos, entonces, en la Teoría Crítica como
una teoría prismática: sus prismas no suministrarán las herramientas necesarias para desviar
el engaño que el pensamiento científico provoca, al insistir en la iluminación de los
fenómenos sociales como si fueran objetos cuya inteligibilidad no implicara ninguna
afectación.
En este tenor, consideramos que los prismas que rastrearemos –las expresiones
críticas: actitud crítica, pensamiento crítico, pensamiento negativo– nos previenen de ser
cautivos de la teoría y del pensamiento autónomo. Naturalmente que, si los prismas son
dinámicas interpretativas de la realidad social y de sus contradicciones socioeconómicas e
interculturales, la Teoría Crítica se pregunta, también, por el mismo proceso interpretativo.
De esta manera, los prismas nos asisten en la tarea de reflexionar acerca del pensamiento
científico, su sitio en la realidad social y su naturaleza productiva como parte de la división
social del trabajo. Esto nos conduce a la crítica inmanente y a la crítica del pensamiento
teórico-social.
Vinculadas a la propuesta de considerar las expresiones críticas como facultades
destinadas a reflexionar en torno a la realidad social y al propio pensamiento que en ella se
efectúa, se encuentran la crítica inmanente y la crítica teórico-social. La crítica inmanente
consiste en el cuestionamiento de la sociedad, en el sentido amplio del término, atendiendo
a dimensiones tales como la economía, la política y la formación cultural. Evidentemente,
la comprensión teórica situada y alimentada en la realidad social es también puesta en
discusión por la Teoría Crítica, de modo que las expresiones críticas se orientan, a su vez,
hacia la crítica del pensamiento teórico-social.
En resumen, dada nuestra finalidad de enlazar la Teoría Crítica con la teoría
antropológica, es que hemos decidido concebir a la primera como prisma de la segunda.
Partiendo de que la mirada prismática nos ofrecerá el panorama crítico dentro de la
antropología, entreguémonos, por lo tanto, en la reconstrucción del pensamiento crítico y
negativo en algunos pasajes de las obras ideadas por Max Horkheimer y Theodor Adorno.
28
I. I TEORÍA PRISMÁTICA: UN RECORRIDO POR EL PENSAMIENTO CRÍTICO
NEGATIVO DE MAX HORKHEIMER Y THEODOR ADORNO
La vergüenza salvará a la humanidad
Kirk
El concepto de crítica no se encuentra expresamente definido por Max Horkheimer y
Theodor Adorno, por lo pronto no de manera convencional. Esta situación en absoluto
constituye una dificultad insalvable. Todo lo contrario, nos provee de argumentos que
consideramos relevantes para nuestro propósito puesto que las posibilidades interpretativas
se enriquecen notablemente.
Como veremos en este capítulo, tanto Horkheimer como Adorno recurren a
“constelaciones” conceptuales tales como actitud crítica, pensamiento crítico y pensamiento
negativo, como una suerte de estandartes que sostienen enhiesto el cuerpo de la Teoría
Crítica. En nuestro caso, como anotáramos en la presentación, convenimos en identificarlas
con el mote de “expresiones críticas”.
Ahora bien, para fines didácticos hemos ordenado este capítulo comenzando con
una exploración en torno a la noción de crítica que, como se apreciará, se encuentra
fuertemente hermanada a la de teoría. La relación entre ambas constituye un punto nodal
para los exponentes de la primera generación de la Teoría Crítica. Como se intentará
delinear, tanto Horkheimer como Adorno recurren infatigablemente al pensamiento crítico
negativo para ilustrar esta correspondencia. La insistencia puesta en el carácter “social” de
la filosofía nos mostrará la importancia de relacionar las “expresiones críticas” con la
sombría realidad atestiguada por nuestros autores junto al proceder mismo de la ciencia.
Así las cosas, en el presente capítulo la finalidad que pretendemos alcanzar para
llevar a cabo nuestro propósito general de vincular a la Teoría Crítica con la teoría
antropológica, consiste en reconstruir los siguientes prismas: la actitud crítica, el
pensamiento crítico y el pensamiento negativo.
I. II LA RADICALIDAD MANIFIESTA
“Teoría tradicional y teoría crítica” constituye una publicación fechada en el año de 1937.
En ella, Max Horkheimer concentra algunas de las estrategias interpretativas en los terrenos
de la “filosofía social”, que caracterizaron su pensamiento por aquellos años1. A decir de
algunos comentaristas, “para muchos es el ‘manifiesto’ fundacional verdadero de lo que
hoy entendemos como ‘la escuela de Francfort’” (Muñoz, 2000: 10). Quizás sea exagerada
tal afirmación. En vez de calificar este texto como un “manifiesto fundacional”,
consideramos que su importancia reside en que en ella se delinean “los perfiles de lo que
luego habrá de denominarse Teoría Crítica” (Leyva, 1999: 66), y las herramientas analíticas
que algunos de los exponentes del Instituto de Investigación Social implementaron para
observar la realidad social.
Bien, digamos entonces que “Teoría tradicional y teoría crítica” es también un fruto
del destierro, la tragedia y la furia. Un ensayo desde el exilio, desde la guerra y a través de
la engañosa “filosofía tradicional” que se ufanaba de su contemplación extraterrestre del
mundo. Esta filosofía que a la postre evidenciaba sesgos insípidos, neutros y aun
complacientes con la felonía del “mundo administrado”, es recuperada por Horkheimer
para intentar extraer las claves de su deformación. En este sentido es que la teoría
tradicional se encuentra enviciada, endrogada por los sopores de su supuesta autonomía con
respecto a “lo social”. La teoría tradicional que pervive es aquella que se esmera por
mantenerse en suspensión. Su lenguaje muestra, en lo fundamental, una tendencia que
“apunta a un sistema de símbolos puramente matemáticos” (Horkheimer, 2000: 25).
Procede como una teoría que genera conocimiento desde sus límpidas entrañas carentes de
historia, esforzándose por mantener “una separación estricta de pensamiento y acción” (Jay,
1974: 143). Un conocimiento autosuficiente que a medida que se revuelve sobre sí, produce
un campo aislante que lo protege de la mácula de la humanidad, puesto que “cuando el
concepto de teoría se autonomiza, como si se pudiera fundamentar a partir de la esencia
1
Cabe indicar que las posiciones de Horkheimer en torno a la filosofía social se encontraban presentes desde
que asumiera la dirección del Instituto de Investigación Social. En efecto, en su primer discurso con el cargo
de rector, a finales de enero de 1931, Horkheimer señalaba que la labor de la filosofía social consiste en
“ocuparse de fenómenos que pueden ser comprendidos solamente en el marco de la vida social del hombre:
del Estado, Derecho, economía, religión, dicho brevemente, de la totalidad de la cultura material y espiritual
de la humanidad en general”, (citado en Leyva, 2005: 85). Asimismo, este fragmento nos ilustra claramente la
orientación multidimensional que motivaba al Instituto.
interna del conocimiento o de algún otro modo ahistórico, se transforma en una categoría
reificada, ideológica”. (Horkheimer, 2000: 29). Cabe indicar que el blanco de ataque
principal son las posturas provenientes de la filosofía neopositivista esgrimida por los
exponentes del denominado Círculo de Viena2, pero no es el único. Las municiones se
desparraman hacia un abanico de posturas filosóficas entre los que se cuentan los
defensores de las corrientes afines al pragmatismo y a la fenomenología 3.
Siguiendo a nuestro autor, quienes defienden la neutralidad autónoma de la teoría
con respecto a la realidad social en la que se genera, no consideran que su formulación
depende de un sujeto situado en el acontecer de la historia en donde las herramientas
conceptuales y concepciones teóricas utilizadas se encuentran arraigadas 4. Se trata de un
sujeto injerto “en el aparato social” (Idem: 31) que integra de manera orgánica una
estructura científica que a su vez conforma una dimensión de la sociedad. Por lo tanto, tales
abogados ignoran u omiten que el científico articula su labor en el engranaje de la sociedad
que, por lo demás, no se halla vacuo de contradicciones y pugnas en razón de preservar sus
intereses y nichos a los cuales representa y defiende:
2
Es oportuno mencionar las siguientes observaciones con respecto a la postura política e intelectual de los
exponentes del Círculo de Viena. Horkheimer, en un artículo titulado “El ataque más reciente a la
Metafísica”, publicado en 1937, describe a los representantes del “empirismo lógico” como propagandistas
“liberales” cuyo pensamiento científico centrado en la observación “es particularmente conveniente para un
mundo cuya ornamentada fachada refleja en todas partes unidad y orden mientras que en su interior mora el
espanto. Dictadores, malos gobernadores coloniales y sádicos comandantes de prisiones siempre han deseado
tener contertulios de esta índole intelectual” (citado en Hegselmann, 1996: 112). En primer lugar, es adecuado
decir que en la Alemania de 1937, los representantes del empirismo lógico no ocupaban ningún cargo de
dirección ideológica y, en la mayoría de los casos, se habían visto en la obligación de emigrar. En segundo,
como se lee en el trabajo programático “La concepción científica del mundo” ideado por Rudolf Carnap, Hans
Hahn y Otto Neurath, “[l]a vitalidad que se manifiesta por lograr la transformación racional del orden social y
económico impregna también el movimiento de la concepción científica del mundo” (Idem: 120). Tanto
Carnap, como Hahn y Neurath “eran socialistas” (Idem: 138), por lo que no quedan dudas en torno a cuál era
el horizonte ideológico para “lograr la transformación”. Un tratamiento más detallado entre los exponentes del
empirismo lógico o Círculo de Viena y sus objetivos políticos afines a la izquierda, se halla expuesto de
manera sugerente por Rainer Hegselmann (1996) en su artículo “La concepción científica del mundo”, del
cual hemos recuperado las citas que aquí aparecen.
3
Una de las interpretaciones de los motivos del ataque contra las posturas filosóficas nombradas, en particular
la neopositivista, argumenta que esta última expresaba para Horkheimer, “el reflejo teórico del relativamente
impotente y aislado individuo en la sociedad actual que, no obstante todo su activismo (al cual corresponden
en el positivismo las funciones del disponer y del regular) se comporta pasivamente en cuestiones decisivas
[…] La incapacidad de concebir a lo existente como el resultado de un proceso en el que los individuos tienen
una participación decisiva se convierte en punto de partida del enajenamiento del científico, que lo impulsa a
aceptar lo dado tal como se le muestra” (Geyer, 1985: 39).
4
Martin Jay expresa el sentir de los integrantes del Instituto con respecto a la filosofía “reinante” en los
siguientes términos: “En el corazón de la Teoría Crítica había una aversión a los sistemas filosóficos
cerrados” (Jay, 1974: 83).
31
Dada la división de la sociedad en grupos y clases, se comprende que las construcciones
teóricas mantengan una relación diferente con dicha praxis general en función de su
pertenencia a uno u otro grupo (Idem: 39).
Naturalmente, se trata de una clara referencia al materialismo histórico delineado por el
pensamiento marxiano. Baste recordar el enfrentamiento entre Karl Marx y Bruno Bauer en
lo tocante a este punto5. Nuestro autor, una suerte de epígono, sigue las huellas que otrora
surcara el posicionamiento del pensador nacido en Tréveris: la teoría se inscribe en la
dinámica de grupos y clases porque transporta mucho más peso de lo que cree. Por
consiguiente, su ascetismo no es tal. Comparte códigos culturales generados desde la
misma estructura científica y se sitúa en el terreno del proceso productivo de la división
social del trabajo. Ante esta situación es a la que se enfrenta la Teoría Crítica: en el desafío
de restituir al pensamiento científico su carácter social. Para llevar a cabo esta labor,
Horkheimer introduce una concepción sumamente interesante a nuestros ojos. En nuestro
intento por reconstruir algunas de las concepciones presentes en la Teoría Crítica,
recuperaremos un aspecto toral: la actitud crítica6.
Convengamos que Horkheimer es diáfano en su proceder. Para elucidar las
confusiones en donde se despliega la teoría social, que al mismo tiempo fecunda y es
fecundada por la realidad social, es menester atender a la naturaleza opaca y desfigurada
del comportamiento social que la configura. Sin embargo, no menos importante resulta
subrayar que en los nervios mismos de la dinámica social, también se encuentra la “actitud
(verhalten) humana que tiene por objeto la sociedad misma” (Idem: 41). Al respecto,
Horkheimer anota en un pie de página la siguiente aclaración, por demás inquietante, que
ha dejado mella en el desarrollo de la Teoría Crítica en lo que atañe a su caracterización o,
por qué no, a su “etiquetamiento”. Dice nuestro autor:
Esta actitud será caracterizada en lo sucesivo como actitud “crítica”. El término se entiende
aquí no tanto en el sentido de la crítica idealista de la razón pura cuanto en el de la crítica
dialéctica de la economía política. Designa una propiedad esencial de la teoría dialéctica de
la sociedad (Ibidem).
5
En la Sagrada familia, primera obra realizada conjuntamente por Karl Marx y Friedrich Engels,
encontramos las siguientes palabras: “En su simpleza crítica, el señor Bruno separa ‘la pluma’ del sujeto que
escribe y al sujeto que escribe, como ‘escritor abstracto’, del hombre histórico viviente que escribía. Así,
puede llenarse de exaltación ante la fuerza maravillosa de ‘la pluma’” (Marx y Engels, 1980:131).
6
La palabra verhalten, cuya traducción al castellano adopta el significado de “actitud”, también puede
traducirse como “comportamiento”.
32
Con estas palabras nuestro autor delimita terrenos: en primer lugar establece un desligue de
la filosofía idealista, en segundo muestra su afinidad con el pensamiento de Marx y,
finalmente, señala la urdimbre “esencial” de entretejer la teoría social y la praxis social. Si
posamos nuestra atención en estos puntos, es indicado interpolar la advertencia de que los
“hechos que los sentidos nos presentan están socialmente preformados de dos modos: a
través del carácter histórico percibido y a través del carácter histórico del órgano
percipiente” (Idem: 35). Como se habrá notado, se trata de una advertencia claramente
marxiana, de la cual la teoría tradicional ha hecho caso omiso. Antes de proseguir, conviene
interponer un paréntesis para ahondar en este tópico.
En un texto titulado “Apéndice”, también fechado en el año de 1937, Horkheimer
desgrana la estructura implicada entre la Teoría Crítica y la crítica de la economía política.
Semejante a lo dicho líneas arriba, el tratamiento consiste en comprender a la Teoría Crítica
como teoría crítica de la sociedad, es decir, como una actividad producida en, desde y
hacia una sociedad desigual en términos económicos, sometida por la política y reificada en
cuanto a los vínculos sociales que en su interior se generan. En consecuencia, si la trama de
la economía política consiste en la fermentación de la miseria y la injusticia, la “crítica
teórica y práctica se debe dirigir en primer término contra ella” (Idem: 84). Sin embargo,
esta dirección no debe ser la única. Horkheimer nos insinúa el peligro que significa
privilegiar esta clase de operación sin contemplar, siguiendo una estrategia dialéctica, la
dimensión cultural. La esfera económica y la esfera cultural reproducen una lógica de
retroalimentación. El dominio de la acumulación económica del capital que impera en la
sociedad, modela también el comportamiento formativo cultural que se manifiesta en esta
relación. Por lo tanto, de lo anterior colegimos la necesidad de comprender la crítica social
como crítica dialéctica de la sociedad, que incluye en su operar a la dimensión económica y
a la cultural, junto al vínculo generado entre ambas.
Es interesante este punto puesto que inscribe una pieza toral del pensamiento de
Horkheimer por aquellos años: las posibilidades humanas. Al respecto dice nuestro autor:
“a la teoría crítica no sólo le interesan los fines tal como están trazados por las formas de
vida existentes, sino que le interesan los hombres con todas sus posibilidades” (Idem: 8081); de ahí se desprende que “sería un pensamiento mecánico, no dialéctico, el que juzgase
también las formas de la sociedad futura únicamente según su economía” (Idem: 84). Con
33
esta última cita, cerramos el paréntesis líneas arriba abierto en torno al vínculo implicado
en lo que Horkheimer expresaba como “crítica dialéctica de la sociedad”. De todas formas,
sobre este último apuntalamiento con respecto al posible ser-otro, anunciamos que
regresaremos una y otra vez por tratarse de un tema vehicular que emparenta a la Teoría
Crítica con la etnología y sus teorías antropológicas. Regresemos entonces, al ensayo
“Teoría tradicional y teoría crítica”.
Consecuentes con lo que hemos observado, podemos decir que la actitud crítica se
afinca en la región de la Teoría Crítica. Ésta se sabe consciente de la importancia que el
análisis de la actitud crítica encumbra. Contiene una propiedad que la faculta para operar en
esta labor dialéctica y que, posteriormente, conllevará a la formación de una de las aristas
cardinales en la primera generación de la Escuela de Frankfurt: la crítica inmanente.
Enraizado en los aportes marxianos, este planteamiento que la actitud crítica le
aporta a la Teoría Crítica es posible designarlo como un robusto punto programático:
“carece[r] de toda confianza hacia las pautas que la vida social, tal cual es, le da a cada
uno” (Idem: 42). Una desconfianza orientada a reflotar las ambivalencias de las diferentes
dimensiones de la complejidad social, incluso, la dinámica “sociedad / naturaleza”. Una
desconfianza que fomenta el impulso hacia la visibilidad de las contradicciones en las
cuales los sujetos se descubren imbricados. Contradicciones que se debaten entre los
individuos y la sociedad, entre el “científico” y la sociedad, entre la estructura y
funcionalidad del pensamiento social. Este camino nos conduce directamente a la noción de
pensamiento crítico, permitiéndonos adentrarnos en los terrenos confusos donde se
reproducen dichas tensiones. El pensamiento crítico, escribe Horkheimer, se arroja a la
tarea de “superar la oposición entre la conciencia de los fines, la espontaneidad y
racionalidad de las que el individuo se hace cargo y las relaciones del proceso de trabajo
que son el sustrato de la sociedad” (Idem: 44).
El pensamiento crítico perturba todo aquello que percibe como realidad, “entra en
conflicto consigo mismo” (Ibidem). Promueve la reflexión antes que la experimentación.
Su destino se dirige tanto a la misma producción del destino como hacia lo dado y lo
desfigurado: “su crítica es agresiva no sólo contra quienes hacen concientemente apología
de lo existente, sino igualmente contra las tendencias desviadas, conformistas o utópicas
que surgen en sus propias filas” (Idem: 50). El pensamiento mismo es una herramienta
34
incandescente que se forja en el fragor de la disputa y del cuestionamiento. La actitud
crítica es la voluntad del sujeto crítico que en la lucha frente al determinante “así son las
cosas”, atiza al pensamiento crítico para desarticular tal acostumbramiento. Una labor sin
descanso, una tensión de mil leones en donde se hacen visibles los recovecos desde los
cuales emergen potencias enterradas que la “existencia” sepulta. La espontaneidad es un
llano espejismo al que el pensamiento crítico explora conjugando la actitud crítica con el
fin de desplegar los pliegues subrepticios que en su interior se calcifican. La tonalidad
impetuosa que sobre estas líneas se expresa, y de la cual somos plenamente conscientes de
su uso, anida en las palabras que brotan de la pluma furiosa de Horkheimer: “La profesión
del teórico crítico es la lucha”, nos impele nuestro autor, “a la que pertenece su
pensamiento, y no el pensamiento como algo independiente o que se pueda separar de la
lucha” (Idem: 51) vuelve a insistir... por si acaso todavía lo ignoramos.
Acordamos que Horkheimer no pretende disimular el alcance de sus reflexiones. No
difumina, tal como haría una teoría hechicera moderna, las posibilidades que el
pensamiento crítico indaga. No sólo se enfatiza el carácter histórico de la realidad social, ni
mucho menos la presencia y disposición de configuraciones culturales, sino su plausible
liquidación. Durante el período en el que Horkheimer escribe este texto no le quedan dudas
de la falsedad que implica la afirmación de un teórico social neutral: “No hay teoría de la
sociedad”, escribe, “que no contenga intereses políticos” (Idem: 57). Aquí se vislumbra una
segunda arista central en la Teoría Crítica horkheimeriana: la posibilidad de transformación
de la sociedad. Detengámonos por un momento en este tránsito y actuemos con cierta
parsimonia.
Si, siguiendo a Horkheimer, no existe una teoría de la sociedad que no involucre
alguna ideología –en este caso política– ¿cuál es el interés político de la Teoría Crítica? Si
se acuerda en la necesidad de trasformar la sociedad, toda vez que se realice
dialécticamente el cuestionamiento interno de la misma, ¿cuál es el sujeto o los sujetos
críticos facultados para tamaña empresa? Mucho se ha discurrido en cuanto a la elección
del “proletariado” por parte de Horkhemier como el sujeto destinado a llevar a cabo esta
tarea. No obstante, consabido resulta que si bien el proletariado se consideraba como el
sujeto que cumpliría la labor transformadora –y dicho sea de paso, al intelectual como una
suerte de catalizador o “instrumento idóneo” (Muñoz, 2000: 20)–, no menos conocida
35
resulta ser la modificación de esta posición de Horkheimer una vez que la historia mostrara
el encantamiento del cual el propio proletariado había sido también presa. Empero,
aclaremos que el tema del sujeto transformador no ocupa nuestro interés por ahora. Sólo es
oportuno indicar la naturaleza política de la Teoría Crítica que, en principio, nuestra lectura
ubica como “transformadora”. Por lo tanto, la Teoría Crítica se dispone a actuar “por medio
del interés en el cambio, un interés que se reproduce necesariamente ante la injusticia
dominante, pero que debe cobrar forma y orientarse por la propia teoría, al mismo tiempo
que revierte sobre ella” (Horkheimer, 2000: 75).
Así, la teoría y la praxis social se nutren mutuamente. Ninguna debe someterse a la
otra, sin embargo, en los tiempos donde la teoría se encumbra como una supuesta divinidad
extraterrestre y la praxis aparece como el único acto (ciego) humano, la teoría debe situarse
en el acontecer y rebelarse ante esta situación. Desde luego que no es tarea simple, la
Teoría Crítica también interpreta y trabaja según algunos elementos enarbolados por la
teoría a la cual se opone. La Teoría Crítica también contiene sus vicios y sus
estrangulamientos. Basta recordar la metáfora que da título a este trabajo arrojada por
Martin Jay: “tábano de otros sistemas” (Jay, 1974: 83). Siguiendo lo anterior, es por tal
motivo que el pensamiento crítico debe evidenciar todos estos vestigios y extirparlos al
unísono de cuestionar su incidencia en la sociedad. Ejemplo de ello resulta una de las tareas
primordiales que ocupara la reflexión de Horkheimer a finales de los años treinta e inicios
de los cuarenta: elucidar el desfigure del que la razón (vernunft) ha sido el botín
privilegiado.
Varios escritos se dedican a cavilar en torno a la razón. En el ensayo titulado
“Razón y autoconservación”, fechado en el año de 1942, se vislumbra una suerte de rastreo
de los usos a los cuales la razón ha sido objeto. Tal vez sería atinado agregar que la
dedicación pivoteaba sobre una suerte de “genealogía de la razón” 7, perversa, que
dominaba la coyuntura social e intelectual por aquellos años en que fue escrito el ensayo.
En este tenor, luego de realizar un breve recuento de la historia del pensamiento filosófico,
Horkheimer expone que la crítica y la razón iban aparejas una con la otra. Su aserto dice
como sigue: “Desde el principio, el concepto de razón contuvo en sí, al mismo tiempo, el
7
Adoptamos esta terminología según aparece en Leyva (2005). Su tratamiento contempla la noción de razón
entretejida por las formas de vida contingentes de una “determinada cultura o un producto de determinados
mecanismos de poder” (Leyva, 2005: 101).
36
concepto de crítica” (Horkheimer, 2000: 90). No se trata simplemente de un maridaje, sino
de una continencia que ha sido arrancada. El vínculo umbilical entre razón y crítica se ha
roto. La razón práctica e instrumental se opone a la razón objetiva que antaño se nutría de la
crítica. La razón adopta una fuerte manifestación utilitarista en el mundo administrado
moderno y torna su cualidad, otrora crítica, como instrumental al servicio de finalidades
tales como la autoconservación, que no es más que la autoconfirmación total. Esta
autoconfirmación privilegia al individuo. En otros términos, significa exaltar el
antropocentrismo bajo un tamiz preservacionista.
Al respecto, Jay ha señalado que la defensa de una razón objetiva por parte de
Horkheimer y demás exponentes de la Escuela de Frankfurt, adoptaba la particularidad de
“un antídoto frente al ascendiente unilateral de una ‘razón subjetiva’ instrumentalizada”
(Jay, 1974: 419). Un antídoto al servicio de la cruzada contra la “razón instrumental”
reinante. Indiquemos que este férreo combate contra la razón instrumental se erige con
mayor ímpetu en una serie de pensamientos que Horkhemier externó en el formato de
disertaciones públicas pronunciadas en la primavera de 1944 en la Universidad de
Columbia, uno de los sitios en donde desarrolló sus actividades el Instituto de Investigación
Social. No constituye parte de nuestra finalidad detenernos a descifrar los vericuetos que se
encuentran en esta disputa, sólo nos detendremos para recuperar algunas concepciones
referidas a los tópicos que nos interesa revisar, los tópicos afines a la noción de crítica y al
pensamiento crítico negativo.
En una de estas conferencias pronunciadas por Horkhemier en aquel año, titulada
“Panaceas universales antagónicas”, nos encontramos con un nuevo despliegue de la Teoría
Crítica al conjugar al pensamiento crítico con el pensamiento negativo. Se trata de una
negación orientada a develar las anquilosadas capas de una supuesta neutralidad inerte que
cubre a los hechos observados por aquellos científicos calificados como positivistas. La
intención de captar los “hechos” como si fueran incólumes al tiempo y a la humanidad,
enfatizando su aparente pulcritud en donde la subjetividad se muestra como el peor de los
males, debe ser volitivamente negada por el pensamiento crítico. “El pensamiento
filosófico independiente” dice Horkheimer, “siendo crítico y negativo, debería elevarse por
encima del concepto de los valores y de la idea de la vigencia absoluta de los hechos”
(Horkheimer, 2007: 86). Esto significa ensayar un pensamiento crítico dado a la tarea de
37
desenmascarar la naturalidad que parecieran portar los valores inscritos y normados en la
vida social8.
Se trata de concebir un pensamiento que niegue el absolutismo que los hechos
sociales pretenden mostrar. Un camino de reflexión que nos invita a contemplar el análisis
de la vida social como un producto histórico conformado culturalmente en la diversidad, la
contradicción y el antagonismo de clases. El acento sobre el cual deseamos hacer énfasis, se
ubica en la comprensión de los fenómenos sociales complejamente cargados de valores y
hechos que no son producto de una universalidad humana innata o inmutable, sino que
constituyen el devenir de la historia, el desarrollo de senderos económicos y socioculturales
confeccionados por la producción humana, identificables en el acontecer de la historia, o en
otros términos, senderos delineados y escogidos (no en pocas ocasiones de manera forzosa)
entre otros senderos posibles.
Por consiguiente, el pensamiento crítico nos exige aún más. Las tensiones deben
seguir su curso para dar cuenta de las deformaciones y las máscaras que ocultan la
desfiguración social. Avanzar dialécticamente en la búsqueda de la formación de los
hechos, en sus antecedentes históricos y en sus complejos culturales. El pensamiento crítico
debe internarse en estas tensiones, en cada una de ellas si es necesario 9. Esto significa
realizar una labor de desenmascaramiento, para lo cual, como hemos observado, es
pertinente implementar la reflexión crítica. Al respecto, Horkheimer anota que la “tarea de
la reflexión crítica no es tan sólo comprender los diversos hechos en su evolución histórica
[...] sino también captar el concepto del hecho mismo, en su evolución y con ello en su
relatividad” (Ibidem). Una relatividad que persigue el objetivo de evitar calcificarse en la
particularidad, en la sola descripción. Una relatividad concebida como parte constituyente
de dimensiones más amplias, una suerte de singularidad que se comporta afín a ciertos
parámetros presentes en la universalidad, pero que no se ve saturada por ella. Desde luego
que algo semejante sucede con la concepción que de universalidad se implementa. Es decir,
8
Tito Perlini, uno de los lectores afines al pensamiento negativo debatido en la primera generación de la
Teoría Crítica, escribe lo siguiente: “El poder del pensamiento negativo aparece en su capacidad por
desmitificar las pretensiones de los positivos que afirman bastarse a sí mismos, ocultando la negatividad que
también acarrea en sí el mostrar lo inadecuado de lo real y la insuficiencia del sentido común y de la ciencia
que se limitan a la superficie de la facticidad, procediendo con métodos puramente cuantitativos y sin percibir
que la realidad se contradice.” (Perlini, 1976: 22). Sobre la obra y las concepciones de este autor con respecto
al pensamiento negativo, volveremos en otras oportunidades.
9
En la misma tesitura, escribe Perlini: “El pensamiento negativo es aspiración, insatisfacción, impulso a…;
tensión hacia…; supone un sentimiento de carencia, una necesidad insatisfecha” (Perlini, 1976: 42).
38
cierto hecho singular contiene aspectos universales, y esta misma universalidad se
encuentra vinculada y notablemente enriquecida por aquella singularidad. Ninguna es
partera de la otra, ninguna contiene a la otra o conforma una parte sintetizada de la otra.
Ambas se nutren mutuamente, se reconocen y se diferencian constantemente.
Como se aprecia, el tratamiento dialéctico vertebra la Teoría Crítica. Una muestra
más que significativa de ello la hallamos en la Dialéctica de la ilustración. En la extensión
del texto somos testigos y partícipes del procedimiento reconstructivo con el que se
analizan diversos temas, entre los cuales brilla el tratamiento ofrecido al concepto de
Ilustración. La modalidad interpretativa utilizada combina el pensamiento crítico y el
pensamiento negativo que intentamos recuperar. Revisemos, entonces, algunos pasajes de
la obra, siguiendo la dinámica de rastrero por la que hemos optado.
La Dialéctica de la ilustración (Dialektik der Aufklärung), con el apropiado
subtítulo de Fragmentos Filosóficos, constituye un trabajo confeccionado al alimón entre
Horkheimer y Adorno, aunque es oportuno indicar que algunas de sus partes fueron ideadas
junto a Friedrich Pollock (a quien se le dedica la obra). Escrita durante la guerra, la
Dialéctica irrumpe en la historia del pensamiento social como el resultado de la conjunción
entre los temperamentos de Horkheimer y Adorno. Cabe indicar de pasada que en el
prólogo fechado en el año de 1969 se detalla que la obra aparece por vez primera en 1947,
gracias a la impresión que elaborara la editorial Querido afincada en Ámsterdam.
En cuanto a su estructura, podemos señalar que se divide en dos partes. En la
primera, se dibujan una serie de ensayos, entre los que se hallan “El concepto de
ilustración”, los “Excursos”, la “Industria cultural” y “Elementos del antisemitismo.
Límites de la ilustración”. Mientras que, en la segunda parte, se encuentran los “Apuntes y
esbozos”, en donde la pluma de Adorno se hace notar de manera clara. Mencionemos
además, que esta segunda parte consiste en temas versátiles no más extensos que cinco
páginas.
Si bien la obra deslumbra desde cualquiera de sus ángulos, la primera de las partes
adopta singular relevancia debido a las discusiones intelectuales tocantes a los signos de los
tiempos en que fueron formuladas. En el prólogo de 1947 se anota el porvenir teórico al
cual se recurre a lo largo de la obra. Citamos en extenso:
39
La aporía frente a la que nos encontramos en nuestro trabajo se evidenció así como el
primer objeto que debíamos investigar: la autodestrucción de la ilustración. No
albergábamos la menor duda –y ésta es nuestra petitio principii– de que la libertad en la
sociedad es inseparable del pensamiento ilustrado. Pero creemos haber reconocido con la
misma claridad que el concepto de este mismo pensamiento, no menos que las formas
históricas concretas, que las instituciones sociales en que se halla inmerso, contiene ya el
germen de aquella regresión que hoy acontece por doquier. Si la ilustración no toma sobre
sí la tarea de reflexionar sobre este momento regresivo, firma su propia condena (Adorno y
Horkheimer, 2007: 13).
La labor de desenmascaramiento, en razón de conjugar el pensamiento negativo y crítico,
destina en esta obra sus esfuerzos a la Ilustración, esto es, a la Ilustración como concepto y
como formación del pensamiento históricamente identificable. La titánica interpretación
que de la Ilustración se hace no carece de agudeza. Su particular exégesis desentraña los
propósitos que la han ido conformando a lo largo de la historia del pensamiento social. Se
detectan, siguiendo una suerte de práctica genealógica, sus nexos con el pensamiento
científico y sus deformaciones que la han conducido hacia los puertos de su propia
divinización, de su misma entronización en el reino de la razón suprahumana.
Naturalmente, esta caracterización evidencia al mismo tiempo la necesidad de la
negatividad. El pensamiento crítico abona la tensión permanente entre el concepto y su
actividad materializada por y en la sociedad. El pensamiento crítico cuestiona el papel
desempeñado por el concepto de Ilustración y a quienes lo soportan o se ven montados en
sus resonancias. Asimismo, cuestiona la relación entre la realidad social y el pensamiento
ilustrado, sus vínculos, sus repercusiones, su asidero en la sociedad si, en tal caso, ocurriera
algo semejante. En las postrimerías de la primera mitad del siglo pasado, la Ilustración, que
otrora cumpliera con el cometido histórico de sacudir las concepciones míticas reinantes
contra las cuales se dirigiera en sus comienzos, se ha convertido en una imagen difusa y
engañadora a la cual es menester negar.
La naturalidad con que se presenta la verdad en nombre del pensamiento ilustrado
no es tal, parecieran vociferar a voz en cuello nuestros autores. La naturaleza no se venga
de la humanidad con las mismas artimañas que los hombres conjuran contra ella. No reifica
el pensamiento, no cosifica las relaciones sociales, no naturaliza la historia. Son los
hombres los que confeccionan sus propias máscaras. La finalidad del pensamiento crítico y
negativo se aventura en el propósito de reflexionar en este supuesto status “natural” que
40
reviste el pensamiento ilustrado. Tanto la negación como el cuestionamiento reflexivo,
competen a la tensión permanente que suscita realizar infatigablemente la crítica
inmanente, con la posible revitalización e incluso liberación de aquello que se encuentra
oculto tras su encantamiento. Como se lee en las primera páginas, Adorno y Horkheimer no
escatiman esfuerzo alguno en esta magna tarea: “La crítica que en él se hace a la Ilustración
[se refieren al ensayo “Concepto de Ilustración”] tiene por objeto preparar un concepto
positivo de la misma que la libere de su cautiverio en el ciego dominio” (Idem: 15).
Nuestros autores se dedican a desentramar el “programa de la Ilustración” (Idem:
19) realizando una suerte de reconstrucción histórica y racional. En breve podemos decir
que el programa de la Ilustración es desgranado en la búsqueda constante de las
subjetividades, otrora parteras mas ahora perdidas en los engaños del pensamiento
científico, que se han dedicado a cumplir su función al servicio de la dominación política de
quienes se enlistan como defensores del “mundo administrado”. En esta coyuntura en la
que la razón instrumental se corona como diosa adorada del pensamiento científico, resulta
urgente desmontarle el carácter mitológico que reviste. Liberar al concepto de Ilustración
de este dominio utilitarista constituye un nuevo desencantamiento que en la labor de
Adorno y Horkheimer es también una heurística prefigurada. No estamos facultados para
desbrozar la selva de propuestas que en la totalidad de la Dialéctica se formulan, sólo nos
parecía pertinente subrayar el tratamiento prismático que de la Ilustración se hace o, en otro
términos, la aplicabilidad del pensamiento crítico y negativo al programa de la Ilustración.
Indiscutiblemente, en la obra aparecen otros temas que son abordados de manera
semejante y sobre algunos de ellos regresaremos en el siguiente capítulo de este trabajo, en
particular, lo tocante a la concepción que de antropología nuestros autores barajan. No
obstante, es claro que la Dialéctica es una fuente inagotable de inquietudes y sugerentes
perspectivas, en donde el pensamiento crítico y negativo se vislumbra en la extensión de la
obra, a pesar de su ordenamiento fragmentario. Algo similar veremos en el texto que
revisaremos a continuación, en donde los fragmentos adoptan, en la mayoría de los casos,
la forma de aforismos. Por supuesto, nos referimos a Mínima moralia, “escrito a trozos”
(Jay, 1974: 446) de Theodor Adorno en donde se retratan observaciones caviladas entre los
años 1944 y 1947.
41
I. III DESGARROS RAPSÓDICOS
En este transitar por algunos de los planteamientos en torno al pensamiento crítico en
Adorno y Horkheimer, es que hemos llegado a los desgarros. Reflexiones desde una vida
dañada expresa una vez más el trabajo dialogado de nuestros autores, con la diferencia de
que su autoría corresponde exclusivamente a Adorno. Aunque sólo su escritura. En efecto,
como aparece señalado en la dedicatoria, la gestación de Mínima moralia coincide con la
interrupción del trabajo entre ambos (Adorno, 1986: 12). De hecho, el aniversario número
cincuenta de Horkheimer resulta la “ocasión inmediata” para su elaboración. En resumen,
una obra conjunta y una escritura singular y en fragmentos.
En cuanto a su diagramación, la obra se estructura conforme a la disposición de tres
secciones que contienen una serie de aforismos que pugnan por salirse de sus sitios, puesto
que, siguiendo la tonalidad dispersiva, ya no pertenecen a ellos. Acorde con los signos de
aquellos tiempos, el estilo fragmentario al cual recurre Adorno es ya, en un sentido
figurado, una forma de vida; las expresiones que en ellos brotan son los desgarros de la
vida social sometidos por el “mundo administrado”.
Sin embargo, incluso ahí, “en la esfera de lo individual”, permanece la Teoría
Crítica. Theodor Adorno es más que nunca un individuo liminar al cual los pensamientos se
le desgarran y los manifiesta ininterrumpidamente en una prolífica producción intelectual.
Se percibe con claridad que su adopción del pensamiento negativo se realiza con especial
fruición. En Mínima moralia contemplamos a un Adorno combativo y desafiante. Entre las
expresiones críticas encontramos un nuevo sesgo referido al pensamiento dialéctico.
Consabido resulta el conocimiento erudito de la obra de Hegel que los exponentes de la
Escuela de Frankfurt poseían. Adorno potencia esta facultad característica del grupo con
singular ingenio. Su lectura de Hegel es por demás inquietante, atrevida e inteligente como
se aprecia notablemente en la Dialéctica negativa, texto hacia el cual destinaremos atención
más adelante. Empero, en Mínima moralia ya se encuentran insinuados algunos de sus
trazos más ilustrativos. Muestra de ello lo hallamos en la insistencia por parte de Adorno en
subrayar el asidero de la teoría dialéctica en el tejido social; tejido que aparece, a la vista de
nuestro autor, desgarrado en múltiples jirones de individualidad. Su aserto pretende poner
en relieve tal proceso: “El pensamiento dialecto se opone a toda cosificación también en el
sentido de negarse a confirmar a cada individuo en su aislamiento y separación. Lo que
hace es definir su aislamiento como producto de lo general” (Idem: 69). La teoría crítica es
teoría social dialéctica porque se aventura en la tarea de extirpar del enajenamiento al
individuo que se encuentra acorazado frente a una sociedad enmudecida debido a esa
misma atomización.
La tensión permanente que significa emprender la crítica inmanente de la sociedad,
se apega indubitablemente a desviar las luces que localizan al individuo enajenado como un
signo natural. Este planteamiento supone una sutil diferencia con respecto al tratamiento
ofrecido por Horkhemier. Como se recodará, la crítica dialéctica de la sociedad anidaba en
la inequidad económica, en la injusticia política y, en parte, en la estructura sociocultural.
Horkheimer no escatimaba esfuerzos en resaltar este punto. En cuanto a Adorno, la
perspectiva teórico social enarbolada arremete al unísono contra dos problemáticas, esto es,
por un lado, hacia la sociedad “administrada” cuya estulticia se reproduce con ahínco y, por
el otro, hacia las elucubraciones superfluas faltas de historicidad que la teoría pretende
sostener como resultado de su proyección. Como se observa, la teoría crítica es dialéctica
también en este punto, es crítica inmanente y crítica teórica social. Ambas tensiones son
partes constituyentes de su accionar; no obstante, la entonación se vuelca a la naturalidad
enajenada que presentan las relaciones sociales más que a la estructura económica y
política. Aquí se atisba la diferencia. El desenmascaramiento de la sociedad por parte de la
crítica inmanente aterriza ahora en los terrenos fangosos de los vínculos sociales poblados
de sujetos sordos a su carácter aislado y aislante. La situación es macabra y no menos
paradójica.
La preocupación de Adorno en cuanto a la desfiguración de los vínculos sociales y a
la dinámica que adquiere esta situación, es una clara referencia a la problemática que
suscita la labor de cómo cuestionarla y cuestionarse; de cómo un sujeto social inmerso en
este atolladero puede disponer de herramientas reflexivas para llevar a cabo esta tarea.
Siempre, siempre, pareciera vivirse en tensión permanente. Obviamente que este “parecer”
no es definible a partir de su connotación vacilante, sino a la vista de las observaciones que
la Teoría Crítica emprende sin reposo y que nosotros pretendemos continuar en el mismo
sentido. La adopción de la crítica inmanente y la crítica teórico social constituyen tensiones
permanentes, porque se refieren tanto a las aberraciones presentes en las estructuras de la
43
realidad social como al pensamiento que se encuentra surcado y formado por esa misma
realidad que intenta abrazar. La pregunta entonces cae de madura: ¿hasta cuándo la vigilia
y la praxis reflexivas en permanente tensión?, y la respuesta no es menos obvia: hasta el
momento en el que la realidad social deje de ser el caldo de cultivo para su miserable
fermentación y, por lo pronto –se deja oír el eco lejano de Adorno– hay nutrientes a
borbotones. De ahí, la insistencia en el pensamiento crítico y negativo como herramientas
libertarias en tensión permanente1.
La infatigable y no menos furibunda tarea es emprendida por Adorno de manera
semejante a una forma de vida, como sugeríamos líneas arriba. A medida que transcurrían
los años, su capacidad intelectual se agigantaba más y más. Según se lee en los testimonios
acopiados, Horkheimer poseía una retórica sumamente clara, aguda y convincente. Sus
discursos constituían verdaderas oratorias magistrales, de las cuales ya hemos abrevado
algunos pasajes anteriormente. Pero con Adorno no ocurría algo diferente. Entre los años
cincuenta e inicio de los sesenta, ya otra vez de regreso en Alemania, nuestro autor realiza
una serie de conferencias que son expuestas en distintos ámbitos públicos tales como la
radio, casas de estudiantes, revistas y otras instancias no menos interesantes 2.
Los Nueve modelos de crítica, agrupados bajo el sugerente título (por su sentido de
praxis) Intervenciones (Eingriffe. Neun kritische Modelle), publicados originalmente en
1963, conforman la obra en donde aparecen las conferencias referidas 3. Desde luego que no
constituyen “modelos” en el sentido de rutas a seguir o recetas a imitar. Precisamente, en la
introducción de la obra se anota el aspecto que vertebra a los nueve ensayos. Aspecto que
nos recuerda, justamente, a los planteamientos formulados por Horkheimer en torno al
contenido social e irrenunciable que toda teoría presenta y, en este caso, lo hallamos
vinculado a cierto compromiso de injerencia que debe aceptar el pensamiento social; así, la
1
Una lectura que conjuga el sentir inevitable del pensamiento negativo como antídoto contra su propia
calcificación (positivismo), con la silueta espiritual y material de Adorno, nos la ofrece el ya citado Perlini:
“Sólo una tensión continua, un impulso crítico, unido a un lúcido sufrimiento y a un sentido agudo de su
propia miseria e impotencia, pueden preservar el pensamiento negativo de esa auto-complacencia que lo
vuelve inoperante como tal” (Perlini, 1976: 122).
2
A guisa de ejemplo, podemos citar la conferencia “¿Qué significa renovar el pasado?” leída en otoño de
1959 ante el Consejo coordinador de trabajos cristianos y judíos; o también “¿Para qué sirve la filosofía?”
originalmente transmitida por la Radio de Hassen en 1962.
3
Hemos observado que Eingriffe también ha sido traducido como Interferencias (Ferrater Mora, 1998: 67).
No obstante, en ambos casos el término presenta una voluntad de asir en la realidad social, sentido que nos
parece pertinente utilizar.
44
“reflexión pura, que se abstiene de toda intervención, no sirve sino para reforzar aquello
ante lo cual retrocede atemorizada” (Adorno, 1969: 8). La cruzada contra cualquier defensa
de la autonomía es una empresa clave aquí. El cuestionamiento de la teoría asume en estos
ensayos la forma de crítica filosófica, aunque se puede extender al pensamiento científico y
social que defiende a capa y espada la inobjetable neutralidad valorativa del conocimiento.
La veta teórica correspondiente a la dialéctica de la Teoría Crítica irrumpe entonces como
tensión crítica inmanente que otrora ya presentara Horkheimer, pero que en Adorno asume
nuevas complejidades:
La dialéctica no es otra cosa que el insistir en el carácter mediato de lo aparentemente
inmediato, y en las muchas facetas que se desarrollan en todos los estratos entre mediatas e
inmediatas. La dialéctica no es un tercer punto de vista, sino la tentativa de superar, a través
de una crítica inmanente, los puntos de vista filosóficos y la arbitrariedad del pensamiento
que se atiene a ellos (Idem: 18).
Adorno se interna en el proceso mismo de la mediación, en el acontecer conceptual de una
realidad social que por supuesto también desborda a cualquier conceptualización que de
ella se realice. Mas no se concibe como una tarea perdida, una muralla infranqueable cuyo
destino es el desánimo y que por lo tanto se ve obligada a reformularse como excusa
inexorable de las propuestas “neutrales” o en la producción de “identidades”. El concepto y
el objeto nunca son idénticos, punto programático de la Teoría Crítica que se enfrentaba a
cualquier teoría de la identidad, identidad que, dicho sea de paso, tan cara le ha costado y le
sigue costando a los estudios realizados por la antropología. Pero no nos desviemos del
tema, la teoría se encuentra siempre mediada no sólo por intereses ideológicos sino por el
mismo arsenal de conceptos, y demás artilugios representacionales y verdaderos
modeladores de la práctica científica en toda la extensión de su significado.
La crítica inmanente es crítica dialéctica de la sociedad y, por consiguiente, del
conocimiento que de ella se realiza, como así también del sujeto que lo produce y lo
reproduce. Pero si se trata de una reproducción, no estamos alejados de una mera opinión,
que no es más que una muestra de la información que del mundo se tiene. El pensamiento
crítico interviene ante la violatoria opinión que se extiende como verdad, su labor se
inscribe como “liquidación de la opinión dominante” puesto que su adopción no consiste en
“una mera insuficiencia del sujeto cognoscente, sino algo que viene impuesto por la
45
estructura social general y, por ende, por las relaciones de poder vigentes” (Idem: 159).
Somos testigos y partícipes de los embates de la “opinión pública” que se injerta en los
sujetos como clave orientadora de la cotidianidad. Esto no significa negar la existencia de
opiniones, y Adorno es claro en este punto, sino que se opone a aquellos que sostienen que
la opinión es gestada por la sociedad y no al revés, es decir que la opinión es artificialmente
“pública” antes de ser un producto social. Es en la cotidianidad de la vida social donde
abundan los opinódromos y lo tribunos que cosifican cualquier indicio de reflexión. Se
detecta fácilmente en los medios masivos de comunicación la actividad de injertar en la
sociedad una sarta inagotable de opiniones que son asimiladas como absolutos. En este
océano de fuego ardemos, mientras que, paradójicamente, nuestros vínculos sociales
funcionan como gélidos engranajes 4.
La postura asumida por Adorno en este aspecto adopta, sugerentemente, un destino
ideológico. El blanco del ataque posiblemente sea la reproducción de la opinión como
instrumento ideológico del poder dominante. Es la ideología la que subrepticiamente se
desliza entre las opiniones. Y son las opiniones las que se presentan como un remedo o
pseudo conocimiento social bajo un insistente carácter de inmediatez. La mediación y la
arbitrariedad son perversamente ofuscadas gracias al despliegue de la inmediatez que las
ahoga hasta pretender su invisibilidad. La opinión ideológica es experimentada como un
caudal sin freno. Una sudestada irrefrenable de la cual nadie aparece indemne ¿Qué hacer
entonces? Adorno no se deja seducir por la arrogancia que se asoma tras el interrogante. Su
humildad le previene del horizonte al cual hay que apuntar la proa, no es un mesías ni
mucho menos una vanguardia que marca el rumbo. Pero sí propone cómo intervenir:
permear la porosa frontera de la inmediatez que aparece como natural y, con ello, permear
la experiencia irreflexiva misma. Privilegiar la reflexión 5 es una operación fundamental,
consiste en un tratamiento semejante a lo formulado por Horkheimer: adoptar una actitud
crítica.
El “pensamiento crítico” escribe Perlini, “fiel al poder de lo negativo, es el desenmascaramierno de una
desesperación que se esconde vilmente ante su propia mirada” (Perlini, 1976: 85).
5
Algo en este privilegiar la reflexión por sobre la experiencia, sobre todo desmenuzada en la Dialéctica
negativa, podría cotejarse con el “acto reflexivo” (Schütz, 1993:71), como así también con el tratamiento
correspondiente a la reducción fenomenológica, ambos casos trabajados por Schütz quien, a su vez, se vio
influenciado por Edmund Husserl. Francamente, desconocemos la existencia de estudios dedicados a
comparar las propuestas de Schütz y los exponentes de la Teoría Crítica.
4
46
Debido a que los sujetos se encuentran inmersos en la confusión, o por lo menos en
el tormento de la ideología imperante, es que la actitud crítica consiste para Adorno en una
doble negación. Es decir, negar las opiniones, su carácter inmediato y la presunta autoría de
quien las adopta. Negarlas como lo que son pero al mismo tiempo desnudarlas de su
presunta veracidad y objetividad. “La fuerza del pensamiento”, dice Adorno,
[d]ebe oponerse a la opinión también dentro de sí mismo. A saber: la posición u orientación
correspondiente a quien se encuentra en situación de socialización total, inclusive aunque se
debata apasionadamente contra ella. Esa socialización constituye de por sí el momento de la
opinión, sobre el cual debe reflexionar y cuyas limitaciones debe superar. Es malo todo
aquel pensar que repite lo que hace a esa posición no quebrantada; el que habla como si de
antemano estuviera de acuerdo con un autor de igual opinión. En ese ámbito el pensamiento
se silencia, queda rebajado a mero vocero de lo aceptado y de lo falso. Puesto que expresa
como si fuera un resultado propio, lo que no ha podido penetrar. No hay ningún
pensamiento que no exhiba restos de esa opinión. Le son necesarios y, simultáneamente,
exteriores. Corresponde al pensamiento mantenerse fiel a sí mismo al negarse a aceptar esos
momentos. Esta es la forma crítica del pensamiento. Sólo ella, y no un conformismo
pacificante, puede servir para cambiar las cosas (Idem: 159-160).
La extensa cita que nos permitimos reproducir se encuentra en el último de los ensayos de
Intervenciones titulado “Opinión, Locura, Sociedad”. En sus líneas se expresa el
pensamiento crítico y negativo de manera brillante. Se exhibe la tensión que implica vivir
en crítica inmanente. Adorno expone con claridad el engarce entre la sociedad y el proceso
supuestamente inmediato que lubrica la socialización de la información que en ella se
genera. Información que se adopta sin miramientos por los sujetos sociales hasta
convertirse en prótesis identitarias, cuya finalidad es instalarse como parte intrínseca e
incuestionable del proceso de socialización. La tensión es siempre espolear frente a lo que
se presenta como inobjetable y frente a la incorporación de la reproducción que se sustrae
en este proceder. El vínculo entre sociedad e información aparece como una espiral
enviciada que debe ser interrumpida sin tregua alguna. Además, debemos considerar que
esta interrupción es un primer momento de la negación, al cual es menester articularle la
reflexión del sujeto mismo que niega la inmediatez, es decir, cuestionar la cosificación
exterior y el proceder in situ del sujeto que cuestiona. De ahí, la infatigable tarea de vivir en
tensión permanente, en aquello que significa prefigurar la crítica inmanente de
desenmascarar y desenmascarase, tomando necesariamente en cuenta el vínculo entre la
socialización de los hábitos y la cognición que de ellos se realiza. En ambos momentos, la
47
opinión es un artilugio exterior e instrumental para el sujeto porque le dota de las
coordenadas para desenvolverse e interpretar a la sociedad. Por lo tanto, la alerta siempre se
halla activa.
Finalmente, un último señalamiento que suscita la cita que acabamos de recuperar,
se desprende de aquello que Adorno indica con la noción de “forma crítica” como facultad
destinada a “cambiar las cosas”. El tópico que nos despierta interés corresponde al tránsito
implícito que puede vislumbrarse entre la crítica inmanente y el posible ser-otro. Como
escribimos anteriormente, la sustancia de la alternativa propuesta, toda vez que el
cuestionamiento derriba los artilugios ideologizantes imperantes, no es expuesta de manera
clara por Adorno, por lo pronto no de manera explícita. En otros términos, denunciar y
formular un argumento correspondiente no significa interpolar causalmente una vía que
sustituya aquello que se ha cuestionado. No se trata de un enroque de “opiniones”. La
crítica inmanente no conduce necesariamente a una crítica normativa, porque, de hecho, en
ella misma anidan y se articulan el cuestionamiento y la posibilidad. La negación no
necesariamente deriva en la adopción de una postura que ocupe el sito de aquella que se
desplaza, sino que la desnuda y abre un campo de posibilidades que pueden ser ensayadas
sin la intención de entronizar a priori ninguna de ellas. Asimismo, somos conscientes de
que el vínculo entre la crítica inmanente y la crítica normativa, según lo expresa Bonß
(2005: 50 y ss), no se comprende por sí mismo; sólo que, a nuestro parecer, tal tránsito es lo
(sospechoso) cuestionable. Aunque extraño, nos hemos dejado tentar por la incorporación
del siguiente pasaje, cuyo autor compartía algunos de las propuestas de la Escuela de
Frankfurt. Nos referimos a Michel Foucault, quien, con motivo de una entrevista en donde
se le formuló la pregunta “¿Existe un estadio de la propuesta?”, el pensador francés
respondió de la siguiente manera:
Mi posición es que no tenemos que proponer. Desde el momento que se “propone”, se
propone un vocabulario, una ideología, que no pueden tener sino efectos de la dominación.
Lo que hay que presentar son instrumentos y útiles que se crea que nos pueden servir.
Constituyendo grupos para tratar precisamente de hacer estos análisis, llevar a cabo estas
luchas, utilizando estos instrumentos u otros: es así finalmente como se abren posibilidades.
Pero si el intelectual se pone a reinterpretar el papel que ha interpretado durante ciento
cincuenta años –de profeta, en relación a lo que “debe ocurrir”, a lo que “debe ser”–, se
promocionarán estos efectos de dominación, y tendremos otras ideologías funcionando
según el mismo tipo. Es simplemente, en la lucha misma y a través de ella, como las
condiciones positivas se dibujan (Foucault, 2007: 123).
48
Ahora bien, los planteamientos que aparecen en la obra Intervenciones son delineados,
citando al propio Adorno, como “observaciones rapsódicas” (Idem: 130), sin embargo,
algunas de ellas son el preludio que anuncia un tratamiento por venir más elaborado –mas
no sistemático, noción repugnada a los ojos de Adorno. Evidentemente, nos referimos a la
Dialéctica negativa, obra por demás compleja y no menos sugerente. En su prólogo
encontramos trazados algunos de los vectores que surcan la totalidad de las páginas, entre
los cuales destacan dos: a) liberar a la dialéctica del carácter afirmativo o positivo,
fundamentalmente en torno a las versiones presentes tanto en Hegel como en Marx, autores
con los cuales el propio Adorno discute, y b) la dialéctica negativa es un anti-sistema que
pretende enfatizar el desdeño hacia el criterio de “unidad autónoma”, así como la
superioridad del concepto como el lenguaje teórico privilegiado. Ambos vectores vadean
entre la preeminencia del sujeto o del objeto. Como se recordará, esta pugna se decanta, en
el pensamiento de Hegel y de Marx, hacia la insistencia en la prioridad del sujeto, posición
opuesta a la defendida por Adorno, para quien es el objeto el que debe ocupar tal
importancia. Esta oposición debe comprenderse a la luz del contexto sociopolítico en el que
los vestigios dominantes del marxismo son aquellos en donde el sujeto se ha impuesto por
sobre el objeto y, entre sus consecuencias históricas, se ha conducido al estalinismo,
ejemplo elocuente del sujeto desfigurado. Ante esta situación, es que Adorno revierte la
superación de la dialéctica acentuando la importancia del objeto, puesto que el sujeto no ha
hecho más que dominar a aquél. Sin embargo, esto no trae aparejada la insistencia en
cuestionar la superioridad del concepto, como se observa en el segundo de los vectores.
Este señalamiento se corresponde con lo que hemos mencionado anteriormente, que el
concepto sólo ilustra un momento de la realidad social que lo desborda, toda vez que aquél
pretende abarcarla y constreñirla.
Desde luego que ambos vectores comprenden diversos tópicos ya esbozados en
trabajos anteriores. Ejemplo de ello lo encontramos en la descripción de la actividad
reflexiva como negatividad ante la experiencia de la inmediatez. La actividad intelectual
que implica pensar “es, ya en sí, negar todo contenido particular, resistencia contra lo a él
impuesto” (Adorno, 2007: 29). Se trata de ejercitar, en la medida de lo posible, el acceso al
carácter subjetivado, a la mediatez, a la constitución involucrada en la experiencia de la
49
vida social, de sus relaciones y sus creaciones culturales 6. Esto presupone abrir fuego
contra la fluidez percipiente: pensar se distancia de la pura percepción porque opera
obrando con la reflexión, posibilitando, de esta forma, interrumpir el flujo irreflexivo de la
inmediatez y permitiendo, así, cavilar sobre el proceso que se genera en la mediación:
Percibir algo tal como se presenta en cada caso, renunciando a la reflexión, potencialmente
es siempre ya reconocer cómo es; por el contrario, todo pensamiento provoca virtualmente
un movimiento negativo (Idem: 46).
Adorno advierte la problemática política, cultural y económica que encubre absorber la
experiencia del “reconocer cómo es”. Obviamente no ignora y mucho menos aduce sordera
con respecto a la voces que claman por la ineluctable experiencia de la conciencia (Idem:
47), pero subraya el peligro que implica no considerar las contradicciones que el flujo de la
experiencia pareciera insistir en ocultar. En este punto, Adorno recurre atinadamente a las
contradicciones que se reproducen en la vida social, como consecuencia del sujeto que de
manera insistente pugna por realizar sus propias iniciativas frente a la labor funcional que le
es impuesta por la sociedad “si quiere ganarse la vida” (Idem: 148). Contradicciones que
surcan al sujeto involucrado en la reproducción económica, política y cultural de la
sociedad en la cual se encuentra. Como se aprecia, aquí el pensamiento crítico y negativo
adopta un dejo familiar a la crítica dialéctica de la sociedad trabajada por Horhkeimer años
antes, en donde se restituía la crítica como crítica de la economía política marxiana.
No obstante, ahora observamos que el planteo de Adorno expuesto en la Dialéctica
negativa, se ve potenciado hacia un destino irrenunciable que lo conduce sin frenos, hasta
donde la tensión permanente que significa operar con el pensamiento crítico y negativo lo
permita. Incluso, hasta las fronteras donde lo que reste sea la propia destrucción o, más
apropiado, la disolución de la vida social, tal cual como Adorno la atestigua. Paralelamente,
esto significa situar el pensamiento en la tarea de minar diferentes visiones en torno a la
comprensión que la teoría social realiza de la vida social. No caben dudas que Adorno
reafirma su posición en cuanto que el conocimiento científico consiste en una forma de
dominación, es decir, no se ejerce conocimiento que no sea estilo de conocer dominador.
6
Mencionamos al pasar, que esta mediatez nos reaparecerá al momento de analizar la estrategia interpretativa
efectuada por Bronislaw Malinowski. Allí veremos que el énfasis puesto en la mediación intercultural que el
etnógrafo genera en el trabajo de campo, constituirá un punto programático revolucionario en relación a la
antropología evolucionista decimonónica.
50
Un eco nos llega a los oídos. Si acordamos que el conocimiento es un producto cultural,
estamos en terrenos que nos recuerdan al célebre pronunciamiento de Walter Benjamin con
respecto al “patrimonio cultural”, en donde se expone con suma precisión el vínculo entre
el análisis histórico y las capas anquilosadas de prejuicios que lo cubren. En un reconocido
pasaje que reproducimos extensamente, que integra la VI tesis de sus Tesis de filosofía de
la historia, se lee:
Quien quiera haya conducido la victoria hasta el día de hoy, participa en el cortejo triunfal
en el cual los dominadores de hoy pasan sobre aquellos que hoy yacen en tierra. La presa,
como ha sido siempre costumbre, es arrastrada en el triunfo. Se la denomina con la
expresión: patrimonio cultural. Este deberá hallar en el materialista histórico un observador
distante. Puesto que todo el patrimonio cultural que él abarca con la mirada tiene
irremisiblemente un origen en el cual no puede pensar sin horror. Tal patrimonio debe su
origen no sólo a la fatiga de los grandes genios que lo han creado, sino también a la
esclavitud sin nombre de sus contemporáneos. No existe documento de cultura que no sea a
la vez documento de barbarie. Y puesto que el documento de cultura no es en sí inmune a la
barbarie, no lo es tampoco el proceso de la tradición (Benjamin, 1978: 121).
Asombrosas, lúcidas y terribles resultan las impresiones que el pensamiento elucubrado por
Benjamin provoca. En sintonía con ellas, cabe decir entonces que Adorno –junto a
Horkheimer por supuesto– dedica su vida a desenmarañar el proceso por el cual el
conocimiento se gesta como instrumento de dominio. Ante esta situación, la crítica
significa impulsar el pensamiento negativo, es decir, negatividad hacia el objeto que clama
ser objetivado obnubilando el proceso de su constitución. El pensamiento crítico debe negar
el propio conocimiento porque encubre la dominación del objeto al cual el concepto intenta
abrazar. Llegados a esta instancia, el pensamiento negativo se aventura hasta los límites de
su propia vida social situándose en el extremo de lo posible, puesto que se encuentra en la
vorágine de una existencia frente a la cual nunca debe dejar de atentar contra sí; vivir
entonces, en tensión permanente: “Si la dialéctica negativa exige la autorreflexión del
pensamiento, esto implica palpablemente que, para ser verdadero, el pensamiento debería
también pensar contra sí mismo” (Adorno, 2005: 334).
La verdad del pensamiento se comprende al considerar el vínculo inexorable con la
vida social de donde se alimenta. La tensión permanente es crítica inmanente porque es el
pensamiento mismo el que se desenvuelve en este proceder plagado de contradicción. Por
consiguiente, el tránsito contradictorio significa socavar aquello que nos socava. Sin
51
embargo, no se trata de una contradicción lógica, sino real, desde la realidad social. La
importancia de la crítica inmanente sólo se comprende si se contempla hasta dónde ella
misma se nutre de aquello por lo cual no cesa de reflexionar: su propia vida no es más que
un producto cultural dañado, o por lo menos eso es lo que nos revela el atentar contra sí.
Adorno, continuando las estelas dejadas por el marxismo, no escatima palabras en subrayar
este punto en donde se vinculan la teoría y el pensamiento dialéctico con la crítica
inmanente: “En cuanto dialéctica, la teoría debe ser”, escribe nuestro autor, “inmanente,
aun cuando acabe negando toda la esfera en que se mueve” (Idem: 186); y, por toda la
esfera, entendemos la vida social misma. Similar postura la volvemos a encontrar al final de
la obra, en donde se plantea de nueva cuenta a la dialéctica aneja a la inmanencia, operando
por medio de la negatividad de la autoconciencia: “La dialéctica es la autoconciencia del
contexto objetivo de obcecación, al cual todavía no ha escapado. Evadirse de él desde
dentro es objetivamente su meta” (Idem: 371). Meta que es, también, tensión; metáfora de
finalidad pero no de caducidad. Considerando lo anterior, nos preguntamos ¿cómo es
posible idear la fuga entonces? Leamos los pasos de nuestros autor: “La fuerza para la
evasión le viene del contexto de inmanencia; a ella cabría aplicarle una vez más el dictum
de Hegel, según el cual la dialéctica absorbe la fuerza del adversario, la vuelve contra éste;
no sólo en lo dialécticamente singular, sino al final en el todo” (Ibidem).
Ahora bien, hemos transitado por la Dialéctica negativa en busca de
aproximaciones conceptuales en torno al pensamiento crítico y negativo, subrayando la
tensión permanente que su proceder conlleva. En este tenor, observamos el carácter
contradictorio que supone entablar una crítica inmanente de la sociedad, ya que el propio
pensamiento como creación cultural, se alimenta de la misma sociedad a la cual cuestiona.
En las postrimerías del capítulo nos parece atinado interrogarnos acerca de las posibilidades
ignotas u ocultas frente a las cuales se nos presenta la decadente estructura social
denunciada por nuestros autores. Recordemos que la prefiguración del pensamiento crítico
y negativo niega la totalidad, el abismo y el catastrofismo etnocéntrico del fin de la historia.
Las sociedades han de comprenderse en su diversidad cultural para evitar caer en una
postura fatalista que sólo atisba su propia muerte. Adorno y Horkheimer bien sabían tal
peligro. De ahí, la preocupación en reflexionar en torno a las posibilidades humanas que
alimentasen la alteridad frente a la cual la sociedad “administrada” aparecía como el único
52
modus vivendi factible. Al contrario del destino irrenunciable, la Teoría Crítica enarbola un
programa abierto: “Se vuelve contra el saber que sirve de apoyo indubitable. Confronta la
historia con la posibilidad que se hace visible en ella siempre de un modo concreto”
(Horkheimer, 2006: 57). La necesidad de una reflexión que oriente la figuración de un
posible ser-otro se torna indispensable. La inquietud de nuestros autores se orientaba en la
búsqueda de las evidencias del “otro”. Los estudios generados por la etnología y la
antropología parecían constituir la fuente idónea. Sus informes etnográficos suministrarían
el conocimiento correspondiente de la diversidad añorada. En relación con esto, Rolf
Wiggershaus ha escrito:
Horkheimer y Adorno se ocupaban bastante de las doctrinas especializadas […], y se
mantenían al corriente sobre su estado más reciente, el cual estaba reprensado en las
ciencias sociales sobre todo por la antropología cultural, cuya más importante representante,
Margaret Mead, era conocida en el instituto desde los años treinta (Wiggershaus, 2010:
449).
De esta forma, en la siguiente sección pretendemos abordar la relación que la Teoría Crítica
había generado con la antropología. La idea es familiarizarnos con la lectura
“antropológica” de nuestros autores, para, posteriormente, atender al sentido de alteridad y
posible ser-otro sugerido por Adorno y por Horkheimer. Por lo tanto, a continuación
intentaremos situarnos en la concepción que de antropología y etnología poseían nuestros
autores, para luego, detenernos en la aplicabilidad de tal caracterización para el caso de la
Dialéctica de la ilustración.
53
INTERMEDIO (TRÁNSITO)
II. EXPLORACIONES ANTROPOLÓGICAS EN EL PENSAMIENTO DE THEODOR
ADORNO Y MAX HORKHEIMER
Como se ha adelantado, en el presente capítulo nos entregaremos, en primera instancia, a la
tarea de rastrear el sentido de antropología sugerida en algunos de los textos ideados por
nuestros autores. Cabe mencionar que tal noción no aparece formalmente definida, motivo
por el cual se dificulta enormemente nuestro intento por recuperar el significado atribuido
al término en cuestión. Empero, si bien su aparición es intermitente, pensamos que estas
aproximaciones a la concepción de antropología empleadas por Adorno y por Horkheimer,
arrojan una serie de planteamientos que nos auxiliarán al momento de comprender del
vínculo entre el pensamiento crítico negativo y el posible ser-otro.
Anejo a lo anterior, en un segundo momento nos detendremos en la obra más
difundida de ambos pensadores: la Dialéctica de la Ilustración. El propósito consiste en
comprender la aplicación de algunos conceptos que han sido trabajados en parcelas
sembradas por la actividad antropológica, y cuyos tratamientos aparecen en la obra con
peculiares sentidos. Así, intentaremos, en la medida de lo posible, interpretar a los
intérpretes. En breve, recordamos que en la Dialéctica de la Ilustración, sus autores nos
ofrecen una reconstrucción del pensamiento ilustrado remontándose a épocas tempranas de
la humanidad, en donde la magia, el mito y la ciencia aparecen como etapas del desarrollo
social (económico, religioso, político y cultural).
Así las cosas, comencemos con la primera de estas secciones, dedicada a las
referencias antropológicas que han sido esbozadas por ambos autores.
II. I LAS REFERENCIAS “ANTROPOLÓGICAS” EN THEODOR ADORNO Y MAX
HORKHEIMER
“Ulrich Sonneman está trabajando en un libro que ha de llevar el título de Antropología
negativa. Ni él ni el autor sabían de antemano nada de esta coincidencia. Revela lo
perentorio del asunto”. Este fragmento se encuentra al final del prólogo de la Dialéctica
negativa. Para quien haya transitado en su formación por el ámbito de las ciencias
antropológicas, resulta inquietante “resbalar los ojos” sobre las líneas que acabamos de
reproducir. Una y otra vez nuestra atención se ve imantada por las palabras redactadas por
Theodor Adorno ¿Antropología negativa? ¿Qué significa? ¿Cuál es su urgencia? ¿Por qué
el apremio? En la tornasolada tarde frankfurtiana de 1966, al finalizar el prólogo, ¿habría
sido Adorno presa de aquella razón perturbada que Kant denomina en su Antropología
como “vesania”?1.
Ya que nuestro propósito es dar seguimiento a la noción de antropología trabajada
por Adorno y Horkheimer, es oportuno comenzar con algunos trazos observados en la
Dialéctica negativa, texto en el que Adorno ofrece un sugerente tratamiento al tema que
nos ocupa. Cabe indicar que la exploración carece de resultados opulentos. En efecto, sólo
en un puñado de párrafos nos encontramos frente a frente con nuestro tema. No obstante, si
bien cuantitativamente es escaso, la riqueza del tratamiento desborda toda disposición
espacial... Pero... ¿antropología negativa?
El siguiente extracto que recuperamos es una flecha atravesando el viento: “La
pregunta por el hombre”, escribe Adorno:
es ideológica porque dicta según la forma pura lo invariante de la posible respuesta posible,
aunque ésta fuera la misma historicidad. Lo que el hombre debe ser en sí nunca es más que
lo que ha sido: él está encadenado a la roca de su pasado. Pero no es sólo lo que ha sido y
es, sino asimismo lo que puede ser; ninguna determinación basta para anticiparlo (Adorno,
2005: 58).
En este fragmento podemos distinguir tres estructuras superpuestas destinadas a la
conformación de la idea de hombre. La primera corresponde a la identificación de una
“Vesania es la enfermedad de una razón perturbada. El enfermo psíquico se remonta por encima de la escala
entera de la experiencia, busca ávido principios que puedan dispensarse totalmente de la piedra de toque de
ésta, se figura concebir lo inconcebible” (Kant, 1991: 136).
1
subjetividad instrumental inserta en la pretensión de satisfacer el interrogante por “el
hombre”. La segunda rezuma cierta pleitesía nostálgica hacia un pasado al cual siempre le
seremos deudores y, al mismo tiempo, expresa el sitio central ocupado por la filosofía de la
historia en esta exudación2. Finalmente, la tercera estructura que ubicamos, se alza sobre el
armazón según el cual las condiciones impuestas por el pasado no impiden en absoluto
aventurarse hacia lo desconocido.
En cuanto a la primera de estas estructuras, “la idea de hombre”, su finalidad asume
una disposición estranguladora en términos epistemológicos, ya que el cuestionamiento
regula tanto aquello que es, como aquello que debe ser este bípedo implume (Diógenes
dixit). Por lo tanto, la pregunta por “el hombre” supone una respuesta excluyente. En lo que
respecta a la segunda de estas estructuras, se atisban con claridad las vigas indestructibles e
inamovibles de la filosofía de la historia, soportes compartidos tanto por Adorno como por
Horkheimer en la conformación del programa de la Teoría Crítica. Por último, en lo que
atañe a la tercera de estas estructuras identificadas, produce sorpresa y espolea los nervios
de quien tiene en mente el posible ser-otro como una manufactura acabada, esto es,
anticipada y por encima de los decorados de la historia: “Lo que el hombre debe ser en sí
nunca es más que lo que ha sido: él está encadenado a la roca de su pasado. Pero no es sólo
lo que ha sido y es, sino asimismo lo que puede ser; ninguna determinación basta para
anticiparlo” ¿Es factible que el cuerpo conformado por ambas oraciones pueda ser también
diseccionado en base a la distinción entre crítica inmanente y crítica del posible ser-otro? A
nuestro parecer tal disección acabaría por discriminar dos naturalezas que, separadas,
dificultarían el acceso a la comprensión de los objetivos planteados en la presente sección.
Incluso, si seguimos el argumento sobre el cual nos inscribimos desde un comienzo, la
crítica como posible ser-otro nutre a la crítica inmanente y, por lo tanto, la vivifica. Con lo
cual, comprender la importancia del vínculo entre ambas es comprender el fortalecimiento
del pensamiento crítico negativo mientras que la separación de aquellas no hace más que
anular a éste.
Sea lo que fuere “el hombre”, éste conserva (aunque resulte figurativamente un
oxímoron) el secreto de lo impredecible. El hombre está por debajo de su historia, pero él
no necesariamente reproduce, en aquello que vendrá, los determinantes que imperan. Esta
2
Aquí se percibe una clara afectación de los trabajos de Walter Benjamin.
57
idea cabe retenerla por lo que a páginas adelante se lee: “Lo que es el hombre no se puede
indicar. El de hoy es función, no-libre, regresa detrás de todo lo que se le asigna como
invariante” (Idem: 123), un tratamiento afín a las estructuras antes delineadas. Luego
continúa, “[s]i la esencia del hombre se descifrase a partir de su constitución actual, eso
sabotearía su posibilidad” (Ibidem). Esto último alude a una suerte de superposición de las
estructuras identificadas, pero, ahora, bajo el sesgo de una variante fatalista que ahoga,
sobre todo, a la tercera de las estructuras observadas: “no es sólo lo que ha sido y es, sino
asimismo lo que puede ser; ninguna determinación basta para anticiparlo”. Esta variante
adopta, a su vez, una suerte de despilfarro, un sacrifico inútil:
Apenas serviría ya una llamada antropología histórica. Incluiría ciertamente la evolución y
los condicionantes, pero se los atribuiría a los sujetos haciendo abstracción de la
deshumanización que ha hecho de ellos lo que son y que sigue siendo tolerada en nombre
de una qualitas humana (Ibidem).
El asombro no cesa, si, tomando en cuenta la primera de las citas transcriptas, leemos ahora
que “[l]a tesis de la antropología oportunista según la cual el hombre es abierto –rara vez le
falta la maligna mirada de reojo animal– está vacía; su propia indeterminidad, su
bancarrota, la hacen pasar por algo determinado y positivo” (Ibidem). La idea de una
antropología normativa positiva (muerta y falsa, aunque determinante) atacada, con justa
razón por Adorno, sólo se comprende en el marco de una concepción de la antropología
cifrada por una antropología filosófica dudosa. Si frente a esta versión de la antropología es
a la que se opone de manera furibunda Adorno, lo acompaños con fe ciega en su travesía.
Pero también es indispensable señalar que la antropología filosófica no es la única
concepción que de antropología disponemos.
En cambio, pensamos que el implacable veredicto de Adorno nos ofrece señales de
su equivocada y unilateral concepción de la antropología (dejando a un lado su posición de
si el hombre se encuentra indeterminado o determinado por la historia o por su presente). Si
bien hemos transitado por algunos pasajes que sugieren abordajes en torno a la
“antropología”, no se ha podido encontrar una formulación clara, o quizá sería más
apropiado decir, que preferiríamos no encontrarla nunca. En efecto, en la siguiente
sentencia la flecha viene hacia nosotros hiriéndonos el corazón: “la antropología, la
química de los hombres” (Idem: 319), con lo cual, snif, snif, snif, lágrimas de odio y
58
desilusión ruedan por nuestras mejillas. Pero esto no es todo, huyendo por un instante del
orden que hemos dispuesto para nuestro trabajo, recordemos que en la sección “Apuntes y
esbozos” de la Dialéctica de la Ilustración, aparece la siguiente afirmación: “[La idea de
que la] irracionalidad del animal demuestra la dignidad del hombre [...] es ya, como pocas
ideas, parte constitutiva del fundamento de la antropología occidental” (Adorno, 2007:
265).
¿Cómo continuar después de este arrebato de dolor? Hombre, esencia, química,
dominio y antropología parecieran ser nociones hermanadas y semejantes entre sí, para
nuestro autor. Son, además, el depositario amorfo e inconsciente de todos los infortunios:
“Las técnicas de lavado de cerebro y afines a ellas practican desde fuera una tendencia
antropológica inmanente que por su parte es sin duda motivada desde fuera” (Adorno,
2005: 319). Ahora comprendemos la urgencia y la determinación de una antropología
negativa. Ahora obtenemos señales que nos guían en la asimilación de por qué la cruzada
contra la antropología. Desde luego que no las compartimos, porque estamos en desacuerdo
en identificar a la antropología exclusivamente con los aditamentos enfatizados por
Adorno; mas entendemos su posición y su crispación.
Una tonalidad semejante se encontraba expuesta ya en Mínima moralia, dos décadas
antes de la Dialéctica negativa, donde se detecta una concepción de la antropología
asociada a estructuras que articulan naturalezas fisicoquímicas y psicológicas. Verbigracia,
con el fin de ensayar una explicación histórica del surgimiento de los “movimientos
totalitarios de masas”, Adorno los interpreta en base a los “presupuestos antropológicos”
que estos fenómenos sociales presentan. ¿En qué consisten tales presupuestos?: en su
“carácter psicótico” (Adorno, 1987: 233). Si la cruzada contra la denominada antropología
filosófica estaba claramente definida –de acuerdo a su “concepto de hombre”–, por
momentos nuestro autor confunde los motivos que distinguen a la antropología de la
antropología filosófica, reduciendo ambas a presupuestos psicosociales y fisicoquímicos
universalizables.
Para culminar con los planteamientos esbozados por Adorno, otra versión que
aparece en Mínima moralia es la de cifrar la actividad antropológica como una labor
fundamentalmente instrumental. En el parágrafo 85, titulado “Examen”, anota Adorno:
59
Al que, como se dice, se atiene a la praxis, al que tiene intereses que perseguir y planes que
realizar, las personas con la que entra en contacto automáticamente se le convierten en
amigos o enemigos (Adorno, 1987: 130).
Siguiendo a nuestro autor, los vínculos sociales para aquellos individuos inescrupulosos
que sólo tienden a satisfacer objetivos pragmáticos, no son más que mecanismos utilitarios
para saciar sus egoístas finalidades. Para esta clase de individuos, la dimensión
intersubjetiva adquiere el médium sujeto-objeto, y esta última figura del objeto sólo resulta
significativa en la medida que se subsume a los intereses del sujeto. Incluso, estos
individuos incorporan sádicamente el lenguaje “amigo-enemigo” para identificar a quienes
se someten a sus exigencias y a quienes no. A la vista de Adorno, la antropología actúa de
manera similar a esta clase de individuos: “La reducción a priori a la relación amigoenemigo es uno de los fenómenos primordiales de la nueva antropología” (Idem: 131).
Indiquemos que una variante de esta controvertida acusación, presente en el capítulo “El
esquema de la cultura de masas” de la Dialéctica de la Ilustración, dice así: “hoy la
curiosidad les es impuesta a los hombres por todo lo que hay que ver. Es el precipitado
antropológico de la necesidad que tiene el monopolio de tocar, manipular, enredar y no
dejar nada fuera” (Adorno, 2007: 303).
Es cierto que la antropología carga con la culpa de haber colaborado junto al
colonialismo moderno de inicios de siglo
XX
y, por qué no, contemporáneo. Asimismo,
también es acertado el cuestionamiento dirigido a la comprensión de la alteridad, afincada
en una problemática relación sujeto-objeto, expresada con mayor relevancia en el trabajo de
campo en donde erupcionan una serie de complicados interrogantes, no sólo
metodológicos, sino teóricos, éticos y, evidentemente, políticos. Estos cuestionamientos
siguen siendo tema de polémica ahora, como en el momento en que fueron apuntados por
Adorno. Naturalmente, el trabajo de campo, junto al proceso teórico reflexivo postetnográfico –andamiajes que vertebran la praxis antropológica–, son objetos de constante
debate en el seno de la disciplina. Adelantamos que sobre este tópico –la alteridad en la
heurística etnográfica– nos detendremos en el siguiente capítulo, en el cual analizaremos a
Bronislaw Malinowski, Gregory Bateson, Alfred Reginal Radcliffe-Brown, y Margaret
Mead.
60
Empero, dentro del paisaje etnológico también se encuentran posiciones que se
deslizan por andariveles paralelos a las prácticas asociadas a la empresa colonialista y a la
utilidad del “otro” como medio del conocimiento humano. Entre tanto, la impronta
reduccionista de Adorno dirigida hacia la práctica antropológica oculta el debate y entierra
la actividad etnográfica bajo caracterizaciones homogéneas e instrumentalistas. Desde
luego que la antropología contiene los señalamientos esgrimidos por Adorno, pero no
menos acuciante resulta adentrarse en la disciplina en busca de las posiciones y argumentos
que pugnan por cuestionar a quienes ignoran o defienden la denuncia introducida por
nuestro autor.
Ahora bien, una arista a la que no nos hemos referido y que, en otras obras, como se
intentará analizar, aparece de manera notable, es aquella que identifica a la antropología
con la “historia del hombre primitivo”. Esto es, la antropología como campo disciplinario
de la comprensión de las formaciones socioculturales localizadas en sucesivos estadios
evolutivos. En esta tesitura, la tarea de la antropología presupondría analizar las
configuraciones culturales en la historia de la evolución del hombre, es decir, trataría del
estudio de un hombre ya extinto o, si se quiere, la antropología procedería en la labor de
rastrear las prácticas culturales “tradicionales” del presente pero que revisten el calificativo
de “supervivencias”, como si se tratase de hábitos o costumbres inmutables e inconscientes
para sus usuarios. Podría interpretarse, benévolamente, que esta versión de la antropología
que se interna en el proceso evolutivo del hombre para identificar y ordenar el surgimiento
y la desaparición de tal o cual costumbre, es considerada en vista de que arroja pruebas
concretas que perforan el carácter inmutable de ciertas estructuras que se reproducen en la
sociedad “administrada”. Mas se monta en una benevolente interpretación que tal vez
exceda las intenciones de Adorno.
Contrariamente a lo imaginado, Max Horkheimer parece haber tenido un
conocimiento más amplio de la literatura antropológica clásica, por lo pronto en mayor
medida de lo que hemos observado con lo propio en Theodor Adorno. A diferencia de este
último, Horkheimer señala explícitamente en algunos de sus escritos, ciertos trabajos
realizados por figuras de la talla de Lewis Henry Morgan, Johann Bachofen, Émile
Durkheim y James Frazer. Asimismo, una segunda diferencia con respecto a Adorno,
consiste en la ausencia de la utilización de la noción antropología. En cambio, Horkheimer
61
concentra su atención en la parcela ocupada por la etnología y las descripciones
etnográficas, aunque hay que mencionar que sus interpretaciones se ven filtradas a través de
“perspectivas universalistas” amarradas a una comprensión de la antropología como
“estudio de poblaciones primitivas”. Esta concepción de la labor antropológica implica
considerarla, fundamentalmente, como análisis de las estructuras mitológicas, de los tabúes
y demás prácticas enraizadas a una visión primitivista. Por ejemplo, en uno de sus trabajos,
Horkheimer escribe:
El hecho de que en cualquier cultura moderna haya una diferencia de jerarquía entre “alto”
y “bajo”, de que lo limpio resulte atractivo y los sucio repulsivo, de que se experimenten
determinados olores como buenos y otros como repelentes, de que se tenga en gran estima a
ciertos manjares y se deteste a otros, debe atribuirse más a antiguos tabúes, mitos y
devociones y al destino de estos en el transcurso de la historia que a los motivos higiénicos
o a otras causas pragmáticas que puedan tratar de exponer algunos individuos ilustrados o
religiones liberales. Estas antiguas formas de vivir que arden lentamente debajo de la
superficie de la civilización moderna proporcionan aun en muchos casos el calor inherente a
todo encantamiento (Horkheimer, 2007: 43).
La perspectiva abrazada por nuestro autor es solventada empíricamente gracias a la
recuperación de una de las obras fundacionales de la literatura antropológica: La rama
dorada, escrita por James Frazer (Idem: 44). Advertimos que su interpretación se apega a
los criterios perfilados por el propio Frazer. El problema es que se hace en demasía; es
decir, más que apegarse, su lectura se adhiere como una lapa a la explicación ofrecida por
el autor de origen inglés. La cuestión aquí es que de manera equívoca la superstición o la
magia son rubricadas bajo una supuesta filosofía de la naturaleza que las sociedades
“primitivas” habrían creído correcta, pero que, en la opinión de Frazer, eran equivocadas.
En fin, corresponde a un problema en Frazer y no necesariamente a Horkheimer, aunque
haya dejado interpretaciones residuales erróneas.
Continuemos. En otro de sus escritos, Horkheimer nos describe el tipo de
organización social reproducida entre los pueblos “primitivos” –entiéndase con esto último
a los pueblos que no participaban de las vicisitudes de la modernidad. Con lo cual,
pensamos que Horkheimer tenía conocimiento de algunos trabajos prototípicos de la
literatura etnográfica. Reproducimos el texto:
62
Las instituciones de las tribus polinesias reflejan la presión inmediata y avasalladora de la
naturaleza. Su organización social se ve estructurada por sus necesidades materiales. La
gente vieja, más débil que la joven pero más experta, hace los planes para la cacería, la
construcción de los puentes, la elección de los sitios para los campamentos, etc; los más
jóvenes deben obedecer. Las mujeres, más débiles que los hombres, no salen a cazar [...]; su
deber consiste en recolectar plantas y pescar besugos (Idem: 104).
A pasar de su familiaridad con la etnografía de su tiempo, nuestro autor no logra generar
reflexiones que se aventuren hacia terrenos teóricamente más sofisticados; de hecho, la
finalidad pareciera ser recuperar los fragmentos empíricos para interpolarlos en los huecos
dejados por una teoría previamente estipulada, dictada por ciertas pretensiones exorbitantes
de corte evolutivo universalista. Luego, dos paginas adelante, Horkheimer realiza un
movimiento osado, apenas esbozado pero que, posteriormente, le servirá con creces al
pensamiento crítico negativo en general, y a la crítica inmanente en particular: se trata de
recuperar las aportaciones de la etnología y transformarlas en fundamentos antropológicos
para una sociología aplicada; tamizados, eso sí, por una filosofía de la historia de sesgo
evolucionista que, como ya hemos señalado al adentrarnos en la Dialéctica negativa, se
trata de una estructura de reflexión presente en la génesis del “círculo interno” de la
primera generación de la Teoría Crítica.
Efectivamente, al dibujar el proceso mediante el cual el concepto de “yo”,
manifestado en la modernidad, se convierte en un concepto hermanado al dominio ejercido
por “el soberano”, Horkheimer interpone el planteamiento de que esta situación se inscribe
en un desarrollo histórico peculiar, lo cual nos ilustra que este fenómeno no siempre se ha
encontrado en la vida social:
El principio del yo parece manifestarse en el brazo extendido del soberano que ordena
marchar a sus hombres o que condena al acusado a ser ejecutado [...]. Desde un punto de
vista histórico pertenece esencialmente a una edad de privilegios de casta, caracterizada por
una escisión entre la labor espiritual y la manual, entre conquistadores y conquistados. Su
dominio en la época patriarcal es evidente. En tiempos del matriarcado difícilmente hubiera
podido desempeñar un papel decisivo cuando –recodemos a Bachofen y a Morgan– se
veneraban a las divinidades ctónicas (Idem: 106 y 107).
Esta apelación a las grandes figuras de las ciencias antropológicas tiene como objetivo
aguijonear las opiniones que justifican las miserias de la historia como si pertenecieran a
una estructura invariable de la vida humana. Esta suerte de “justificación etnológica” que
63
surte a los análisis sociológicos fomentados por Horkheimer, cumple con la finalidad de
contraponerse a las posiciones que se resignan a creer en la inviolabilidad de las costumbres
y de los hábitos sociales que moldean el carácter de la vida social moderna.
Así, en otra de sus obras más difundidas, Horkheimer sigue las huellas dejadas por
Morgan para determinar el sitio contemporáneo del patriarcado y su relación histórica con
el conflicto de clases: “[t]he patriarchal system introduced mankind to class conflict and to
the rupture between public and familiar life” (Horkheimer, 1972: 118). Es decir, que la
interpretación de la estructura patriarcal, en el marco de un determinado contexto histórico,
revela el maridaje de dicha estructura con el surgimiento de las clases sociales.
Como se habrá notado, los estudios destinados a elucidar el sistema patriarcal que se
reproduce en la sociedad moderna ocupan un sitio predominante en la investigación social
estimulada por el Instituto. El carácter histórico y la configuración económica y cultural
que presenta el sistema patriarcal, son dimensiones puestas en evidencia con ayuda de la
información procurada por la antropología cultural, en particular, por la pluma de Margaret
Mead y su obra Male and Female. A Study of the sexer in an Changing world, como se
anota en el capítulo “The Family”, que se encuentra en la publicación Aspects of sociology
(Horkheimer, 1973: 131, 132 y 145). En esta misma obra también hallamos referencias que
remiten a Marcel Mauss y a Claude Lévi- Strauss. El cariz que toman las mismas, articula
para el caso específico del tabú del incesto, la perspectiva de la filosofía de la historia con
la amplitud “social” universalista. Así, ambos pensadores franceses, escribe Horkheimer,
“have not derived the incest taboo, which is undoubtedly fundamental to the family, from
so-called naturally given condition, but have viewed it as ‘total social phenomenon’ which
arise essentially from the requirement of a society of exchange, in keeping with the rigid
structure of property” (Idem: 132 y 133).
Ahora bien, hasta aquí hemos transitado por aquellas aproximaciones conceptuales a la
noción de antropología que nuestros autores han formulado en algunos de sus trabajos.
Intentamos reunir sus concepciones para luego comprender sus interpretaciones e
identificar cuáles eran sus fuentes. En el camino, nos encontramos con algunas dificultades,
puesto que, tanto Adorno como Horkheimer, no se detienen a describir la noción de
antropología con la claridad que hubiéramos deseado. Hemos observado que, incluso, se
64
aborda el concepto de antropología a partir de una serie de acusaciones metodológicas
donde dicha disciplina aparece caracterizada como “funcionalista”, “utilitarista”,
“universalista” y “evolucionista”, calificativos homogéneos que saturaban cualquier
barrunto de diversidad. Es oportuno indicar que tales caracterizaciones, especialmente las
“funcionalista, universalista y evolucionista”, son consecuentes con las lecturas de los
textos antropológicos de la segunda mitad del siglo
XIX
e inicios del
XX.
Quizá el tinte de
estas interpretaciones esté vinculado a cierto epigonismo metodológico, en relación al
proceso reflexivo efectuado por Karl Marx y Friedrich Engels. Tal elucubración, creemos
que responde al contenido de una carta que Horkheimer dirige a Herbert Marcuse. En ella
se lee lo siguiente: “nuestros padres espirituales [se refiere a Marx y a Engels, según anota
Rolf Wiggershaus, de quien extraemos la cita] no (eran) tan tontos cuando mostraban un
interés constante por la historia primitiva” (Wiggershaus, 2010: 405). Entre tanto, el propio
Wiggershaus abona dicha elucubración:
En los trabajos previos inmediatamente anterior al libro [en alusión a la Dialéctica de la
Ilustración], Horkheimer se ocupó con la literatura etnológica y mitológica sobre el
concepto del trabajo, y conceptos que estaban relacionados con esto. En este proceso, su
objetivo era […], oponer a una “purificación” de conceptos centrales de “restos animistas”
[…], una superación reflexionada de los elementos arcaicos contenidos en tales conceptos
hasta el presente (Ibidem).
No obstante, una cosa es el deseo de continuar un proceso reflexivo cuyo contexto histórico
había tenido sus características contextuales propias, y otra muy distinta es el deseo de
encontrar respuestas transhistóricas. Desde luego que tanto Horkheimer como Adorno eran
conscientes de lo anterior. Si bien su prisma seguía amarrado a una filosofía de la historia
evolucionista unilineal, su atención incluía también revisar textos antropológicos
contemporáneos.
En las páginas que siguen nos detendremos en la lectura de algunos pasajes
presentes en la Dialéctica de la Ilustración, con el propósito de interpretar algunos
conceptos afines al campo de la antropología y de la etnología utilizados por Adorno y
Horkheimer. El motivo de esta revisión descansa en el análisis ya no de la noción de
antropología revisada por ambos autores, sino de la aplicación de ciertos trabajos perfilados
por la antropología. Adelantamos que, semejante a lo ocurrido con la noción de
antropología, la utilización de conceptos afines a las ciencias antropológicas no abunda y,
65
además, no están explícitamente definidos. Sin embargo, será interesante adentrarnos
específicamente en algunos señalamientos recuperados del trabajo realizado de manera
conjunta por Marcel Mauss y Henri Hubert en torno a la teoría de la magia y el principio
del mana, autores y temas nombrados en la Dialéctica.
66
II. II RECONSTRUCCIÓN DE UN EJEMPLO: LA PRESENCIA DE HENRI HUBERT Y
MARCEL M AUSS EN LA DIALÉCTICA DE LA ILUSTRACIÓN
El estilo de escritura empleado por Adorno y por Horkheimer en la Dialéctica de la
ilustración se distingue por combinar trazos filosóficos y literarios. El encantamiento y el
desencantamiento del mundo son los tópicos escogidos para referirse a la dinámica
generativa de la historia del pensamiento, de la racionalidad, de la naturaleza y del hombre;
pero, además, estos tópicos activan una serie de ramificaciones conceptuales que se
extienden hasta alcanzar topografías epistemológicas distantes, en donde el pensamiento
reflexivo y la animalidad instintiva se confunden entre el nomadismo, el sedentarismo y la
magia. Por lo pronto, a esta última, en el capítulo “Concepto de Ilustración”, nuestros
autores la interpretan según el modelo conocido como simpático: “En la magia se da una
sustituibilidad específica. Lo que le sucede a la lanza del enemigo, a su cabello, a su
nombre, le sucede al mismo tiempo a su persona” (Adorno y Horkheimer, 2007: 26); y
luego, páginas posteriores, nuestros autores nos revelan la fuente de la cual han abrevado:
“Así describen Hubert y Mauss el contenido representativo de la ‘simpatía’, de la mimesis:
L’un est le tout, tout est dans l’un, la nature triomphe de la nature” (Idem: 31 ). Sin
embargo, como intentaremos describir más adelante, estas definiciones se encuentran
descontextualizadas y sólo expresan un significado periférico.
Antes de continuar con nuestra labor, cabe mencionar que la idea nodal del capítulo
de la Dialéctica referido, es hilvanar el desarrollo del pensamiento científico rastreándose
desde sus orígenes en tiempos mitológicos hasta su destino... mitológico. Evidentemente,
este tránsito no reviste la simpleza con la que lo hemos definido. Sin embargo, no es
propósito de este trabajo desmenuzar tal complejidad, sólo nos detendremos aquí, en la
relación entre dos de las figuras participantes: la ciencia y la magia. Al respecto leemos:
“La magia, como la ciencia, está orientada a fines, pero los persigue mediante la mimesis,
no aumentado la distancia entre ella y el objeto” (Idem: 26), distancia que el pensamiento
ilustrado se ha encargado de expandir 1. La magia, entonces, presenta la característica
fundamental de actuar miméticamente conforme al modelo simpático. Empero, si
1
Si seguimos el argumento, observaremos que Bronislaw Malinowski no era más etnógrafo que mago. Lo
anterior responde a la insistencia en la práctica mimética, como la estrategia metodológica privilegiada para
entender a las sociedades no occidentalizadas por parte del etnógrafo polaco. De cualquier forma, esperamos
que este punto se aclare en el siguiente capítulo.
recorremos los pasos caminados por Adorno y Horkheimer en la lectura del trabajo escrito
conjuntamente por Marcel Mauss y Henri Hubert, nos encontramos con un paisaje un tanto
diferente al transmitido por los exponentes de la Teoría Crítica.
En efecto, el trabajo “Esbozo de una teoría general de la magia”, que fuera
publicado inicialmente en Année Sociologique, entre 1902-1903, contiene una riqueza
teórico y etnográfica que amerita recuperase. Veamos. Un primer punto a contemplar radica
en que para comprender la magia es necesario considerar la creencia, puesto que ambas
van, indefectiblemente, de la mano: “La magia, es por definición, objeto de creencia”
(Mauss y Hubert, 1979: 109). La noción de creencia utilizada aquí no adopta ningún rasgo
de religiosidad, sino que consiste en un acto volitivo: “Quien dice creencia, dice adhesión
del hombre a una idea y, en consecuencia, sentimiento y acto de voluntad al mismo tiempo
que fenómeno de imaginación” (Idem: 113 y 114). Además, y esto es importante subrayar,
se trata de una creencia colectiva (Idem: 113).
De tal suerte que es posible identificar a dos sujetos hermanados por la creencia en
la magia: el mago y los creyentes en la magia que el mago ejecuta. Tanto el mago como
aquellos que creen en él y en su magia, son miembros de un sistema social. El mago, más
que saber acerca de su magia, cree en ella, como creen los demás individuos. Si, en tal caso
simula su función, es porque se le exige que simule, ya que el mago “no es libre, se ve
forzado a jugar o un papel tradicional o aquello que su público espera” (Idem: 113). En este
sentido, Mauss y Hubert asemejan la figura del mago a la de “una especie de funcionario
investido, por la sociedad, de una autoridad en la cual él mismo se obliga a creer” (Ibidem).
El mago como funcionario, científico, antropólogo y filósofo… (semblanza con no pocos
ejemplares disponibles).
Un segundo punto, no menos importante que el anterior, es reparar en la
problemática que conlleva utilizar exclusivamente el modelo simpático para comprender a
las representaciones mágicas. Siguiendo a nuestros autores, el modelo simpático o “las
fórmulas simpáticas (lo semejante produce semejanza, una parte vale por el todo; lo
contrario actúa sobre lo contrario) no son suficientes para representar la totalidad de un rito
mágico simpático. Fuera de ellas, queda un residuo que no debe descuidarse” (Idem: 114)
¿En qué consiste ese residuo?, leamos al dúo francés:
68
En el caso en que la fórmula simpática parece actuar sola, encontramos en ella, al menos
junto con el mínimo de formas que posee todo rito, el mínimo de fuerzas misteriosas que de
ella se desprenden por definición; a lo cual hay que añadir la fuerza de la propiedad activa,
sin la cual [...], no se puede concebir el rito simpático (Idem: 116).
Así, los eventos mágicos escapan a un modelo de representación anclado a las fuerzas
simpáticas. De la creencia en la magia no dimana un proceso autómata de acciones y
reacciones entre individuos y objetos o entre el mago y los creyentes, como si se tratase de
conmociones generadas simétricamente. La magia es una actividad colectiva en la que
participan fuerzas misteriosas, cuyos valores son previamente asignados desde la sociedad.
Esto significa que en sus diferentes representaciones, la creencia en la magia implica una
actitud voluntaria socialmente aceptada, es decir, institucionalizada y compartida por la
mayoría de los miembros de la sociedad. Esta aceptación se deriva de la eficacia que la
magia posee, toda vez que ha sido comprobada no en pocas ocasiones. Así, los individuos
apelan voluntariamente a los ritos mágicos porque su efectividad reposa en la experiencia
social.
Finalmente, un tercer señalamiento que pretendemos remarcar, corresponde a la idea
de uno de los fenómenos que ocupan un sitio central en las denominadas fuerzas
misteriosas que se aludiera arriba: el mana. En la Dialéctica de la Ilustración, Adorno y
Horkheimer escriben que el “mana, espíritu moviente, no es una proyección, sino el eco de
la superioridad real de la naturaleza en las débiles almas de los salvajes. La separación entre
lo animado y lo inanimado, el poblar determinados lugares con demonios y divinidades,
brota ya de este preanimismo. En él ya está dada la separación entre sujeto y objeto”
(Adorno, 2007: 30 y 31); y luego, subrayan que el “mundo enteramente dominado por el
mana” es un mundo sin salida y eternamente igual (Idem: 31).
Este proceder por parte de nuestros autores nos ejemplifica el tratamiento
reduccionista que anteriormente identificábamos con respecto a la concepción de
antropología. En contraparte, Mauss y Hubert escriben que el “mana no es sólo una fuerza,
un ser, es también una acción, una cualidad, un estado. Es decir, es a la vez un sustantivo,
un adjetivo y un verbo” (Mauss y Hubert, 1979: 122). Así, el significado de la noción de
mana comienza a ampliar su esfera de afectación, puesto que, además, el mana tiene la
facultad de conferir valor: “es justamente lo que da el valor a las cosas y a las personas,
tanto el valor mágico como el religioso e incluso el valor social” (Idem: 123). Asimismo, el
69
mana “no es necesariamente la fuerza ligada a un espíritu. Puede ser la fuerza de una cosa
no espiritual como una piedra” (Idem: 124) –aspecto no advertido por Adorno y por
Horkheimer.
Por último, una arista no menos sobresaliente corresponde al status intelectual que
posee el mana en cuanto categoría del pensamiento colectivo. En efecto, la noción de mana
“no es más que, en última instancia, una especie de categoría del pensamiento colectivo que
fundamenta sus juicios, que impone una clasificación de las cosas, separando a unas y
uniendo a otras, estableciendo líneas de influencia o límites al aislamiento” (Idem: 133),
interpretación inadvertida por ambos exponentes de la Teoría Crítica.
Como observamos en las descripciones que acabamos de recuperar, se dilata el
ámbito en el que se sitúa la incidencia del mana, puesto que éste aglutina a las facultades
asignadas por la sociedad, estrechamente relacionadas con el entendimiento y el
comportamiento sociocultural. Adorno y Horkheimer, con el afán de definir la “fórmula
simpática”, reproducen unas pocas líneas que son arrancadas del contexto en el que han
sido esgrimidas originalmente. La cita que nuestros autores transcriben (“Así describen
Hubert y Mauss el contenido representativo de la “simpatía”, de la mimesis: L’un est le
tout, tout est dans l’un, la nature triomphe de la nature”) forma parte de un segmento en el
que Mauss y Hubert enfatizan los límites de la fórmula simpática porque desatiende el
significado de la representación mágica, en cuanto ideas prácticas constitutivas para el
desarrollo de la vida social. De hecho, el cuestionamiento dirigido por el dúo francés a la
fórmula simpática, se destina a las practicas realizadas por los alquimistas (Idem: 117),
puesto que estos personajes adoptan el modelo simpático como si se tratase de leyes
científicas.
Así las cosas, reunidos los antecedentes etno y antropológicos que nuestros autores
barajaron en sus escritos, nos cabe ahora adentrarnos al archipiélago de los estudios
etnográficos y etnológicos que presuntamente eran considerados por Adorno y por
Horkheimer, con el fin de evidenciar el anhelado posible ser-otro. En consecuencia, en el
siguiente capítulo nuestro cometido será doble. En principio, atenderemos a los textos
antropológicos contemporáneos a nuestros autores, de los cuales presumiblemente
Horkheimer tenía conocimiento. Lo anterior se infiere a partir de una carta destinada a
Marcuse donde leemos: “Tal vez debería usted buscar algunos de los libros utilizables
70
sobre etnología y mitología […] Aquí solamente tenemos […] de la literatura actualizada, a
Malinowski” (Wiggershaus, 2010: 405).” Indiquemos que no sólo del etnógrafo polaco
tratará el capítulo. Además nos ocuparemos de otras formulaciones elaboradas por Alfred
Radcliffe-Borwn, Gregory Bateson y, desde luego, Margarte Mead. Esto nos conduce a la
segunda de nuestras intenciones.
En efecto, anejo a lo antepuesto, intentaremos articular el debate antropológico en
aquellos años 20s y 30s, tamizándolo mediante el prisma del pensamiento crítico negativo
atendido, con la tarea de rastrear aquellos fragmentos relacionados con la idea de una protoantropología crítica. Como hemos anotado en la introducción, la inquietud (necesidad) de
emplear a la Teoría Crítica como prisma para una lectura de la antropología anida en la
utilidad de prefigurarla como una metateoría que solvente la caracterización de un
pensamiento crítico negativo en dicho campo de estudio. Internémonos, entonces, en el
archipiélago antropológico melanesio del primer tercio del siglo pasado.
71
EL VÓRTICE
III. MELANESIAS
El tacto es limitado. A diferencia de la vista, no
abarca la persona completa. El tacto es
invariablemente fragmentario: divide las cosas. Un
cuerpo conocido a través del tacto no es nunca una
unidad; es, si acaso, una suma de fragmentos.
Jan Kott
Soy comparativista por naturaleza
George Dumezil
Introducción
Imaginar un episodio en la historia de la antropología, recurriendo a estrategias
interpretativas periféricas y ajenas en tiempo y espacio, puede resultar una empresa inútil,
imprecisa o aberrante para quienes arropan criterios científicos evaluativos o pregonan
alguna fidelidad epistemológica. Estos paladines insistirían en el error que conlleva
emparentar extrañezas, junto al peligro que implica la transferencia de arsenales
intelectuales diferentes. El autor sobre el cual posaremos inicialmente nuestra atención,
seguramente abogaría en favor de la mencionada opinión. Nos referimos a Bronislaw
Malinowski, quien simpatizaría –al igual que Alfred Reginal Radcliffe-Brown– con
cualquier presupuesto que avale la discriminación de teorías cuyos paisajes correspondan a
naturalezas diferentes. Sin embargo, en el caso de los demás autores cuyos trabajos
pretendemos recuperar, tal vez no compartieran de manera unívoca la opinión adjudicada a
Malinowski. Estamos hablando de Gregory Bateson y Margaret Mead.
En nuestro caso, nos tienta más la interpretación que la evaluación de teorías. La
razón es simple. Si bien ambas se vinculan, la primera posee en su naturaleza ensayística
rasgos lúdicos que nos facultan para hacer uso de ciertas licencias al momento de articular
diferentes propuestas. Las ciencias sociales, con sus distintos paisajes disciplinarios,
regularmente contienen combates epistemológicos que afloran la creatividad y estimulan la
atención en los fenómenos sociales que cambian y dislocan la estructurada de su
comprensión. Tal vez sea la polivalencia de la interpretación frente a la precisión de la
evaluación la distinción que más nos atrae, aunque en esta asignación también sea cierto
que se esconde un refugio de subjetividad.
En este capítulo deseamos privilegiar la “inutilidad” de la imaginación a riesgo de
excedernos en la deformación de las fuentes y en la versatilidad de la estrategia escogida. Si
bien la mentada inutilidad de la imaginería dispone criterios libertarios, no se sigue
necesariamente de ello una ausencia de incidencia fáctica. Las obras que pretendemos
analizar constituyen piezas relevantes del puzzle antropológico, aunque tal vez sean ellas
mismas una suerte de enigmas por sus inagotables recursos. Los argonautas del pacífico
occidental es un ejemplo paradigmático: somos sus Salieris1, inevitablemente regresamos a
ella una y otra vez, y no en pocas ocasiones torturamos sus palabras para que nos confiesen
aquello que deseamos oír, en su favor o en su contra.
Desde luego que nos rendimos a la incidencia científica y social, provocada no sólo
por la obra de Malinowski, sino también por lo que atañe a los demás personajes aludidos.
Sin embargo, inicialmente hemos de tratar sus obras desde una perspectiva peculiar: desde
el objeto más que desde el sujeto. Nuestro ejercicio reflexivo inicia en comprender sus
trabajos desde la región Melanesia como principio de imantación etnográfica. La razón de
esto reside en que dicha región ha funcionado como un radiante foco de atención: su
incandescente brillo ha atraído a un sinfín de etnógrafos. Gracias a la región Melanesia, la
antropología ha potenciado su labor metodológica y comprensiva sugiriendo nuevas
problematizaciones y activando el despliegue de corrientes teóricas diferentes que
catapultaron a la antropología a sitios inesperados. Pensar desde el objeto (ecos de Adorno)
implica reconsiderar los criterios clasificatorios habituales para la conformación de una
historia disciplinaria, implica dislocar y ampliar los criterios clasificatorios que, por lo
general, están basados en pautas cronológicas o fundadas en corrientes o escuelas
“nacionales”. Más adelante volveremos sobre este punto.
1
Nos referimos al compositor de la corte vienesa de finales del siglo XVIII e inicio del XIX, acusado de plagiar
las obras de Wolfgang Amadeus Mozart.
74
La estrategia melanesia
Hemos deslizado la postura de aproximarnos a los autores mencionados a partir de la
elección de aquella región que, en la literatura clásica, se nombra como Melanesia; espacio
insular al final de un horizonte alfombrado por un océano inconmensurable. Situándonos en
la etnografía de la región Melanesia es posible imaginar una serie de debates. Sobre
algunos de ellos hemos decidido realizar este ejercicio lúdico y recuperar sus obras que se
consideran parte vertebral de la formación académica antropológica. Con ahínco abrazamos
la postura de que tales trabajos nos parecen todavía vivos y eruptivos de tópicos sobre los
cuales nos agrada posar la atención.
Entre esos, nos hemos interesado por troquelar una serie de formulaciones que han
surgido desde el interior de las siguientes publicaciones a analizar: Los argonautas del
pacífico occidental de Bronislaw Malinowski, Naven de Gregory Bateson y, finalmente,
Adolescencia, sexo y cultura en Samoa junto a Sexo y temperamento, ambas escritas por
Margaret Mead. Verbigracia, nos detendremos en la interpretación de la alteridad en
algunas de las formulaciones realizadas por Malinowski, en las perspectivas interculturales
de Mead, y en la complejidad teórica y conceptual del “primer” Bateson. A pesar de lo
anterior, a esta triangulación melanesia le superpondremos algunos encuentros intelectuales
ramificados en pensadores como Radcliffe-Brown. Esta articulación comprende una suerte
de interpretaciones yuxtapuestas entre sí, puesto que la mutualidad intelectual (y afectiva)
entre los pensadores mencionados no carece de referencias. Es preciso recordar que la idea
es construir un debate que nos oriente en torno al significado de la noción y el sentido de
crítica. Por lo tanto, la tarea de agrupar y vincular formulaciones nos parece una gimnasia
necesaria.
Pero no es todo en cuanto a la arbitrariedad que impulsa nuestra actividad. En
cuanto a la preferencia por la región Melanesia admitimos que nos seduce también la
enfática fascinación académica –considerando la intervención sistemática de la
antropología en esa región– que ha encandilado desde entonces al desarrollo histórico de la
disciplina. Fascinación que nos permite adoptar un cariz peculiar para fines interpretativos.
Se trata de enfocar la atención en el “otro” desde una preeminencia fáctica que hace posible
la alteridad, es decir, situándonos en aquellas sociedades contemporáneas a nuestros autores
75
cuya forma cultural imantaba la etnografía y atizaba con fruición la imaginación etnológica.
El objeto melanesio imantando al sujeto etnógrafo. Una suerte de prelación del objeto que,
al magnetizar al etnógrafo, permite fundamentar la comprensión antropológica como
inteligibilidad de la alteridad sociocultural.
Recordemos que las posturas evolucionistas estimaban adecuado pensar al “otro”
como un objeto inmediato, posible de ser identificado y cuadriculado en el esquema
universal de la historia social. La inmediatez del dato reverberaba tanto su extrañeza como
su impostergable clasificación. En la región Melanesia ocurre algo diferente, puesto que se
torna visible y urgente reparar en la mediación. El motivo parece claro. La mediación se
palpa en la interculturalidad, en el trabajo de campo, en la observación in situ y en la
participación e interacción del antropólogo en el llano de la vida social extraña. Todas
éstas, como se aprecia, consisten en una serie de actividades que denotan la importancia de
la mediación en el fundamento de la alteridad.
El “otro” melanesio interactúa con el “otro” occidentalizado. El “nosotros” se
reconoce con más enjundia que nunca como un producto de la mediación. El “otro” y el
“nosotros” se estima juzgarlos como objeto y sujeto, sujeto y objeto. En tal relación de
alteridad se pone de manifiesto el proceso de mediación en donde el sujeto cognoscente ha
de ceder su prelación, otorgándole al objeto la importancia que amerita. La preponderancia
del sujeto debe revisar su sitio. No parece descabellado pensar que a tal prelación se la
considere como una suerte de “ajusticiamiento” en la teoría antropológica, al estimar dicha
inversión de prioridades como un resultado de la mediación. Theodor Adorno, con la
inteligencia que acostumbraba a impregnar los temas en donde posaba su atención, escribió
que la “prelación del objeto significa la progresiva diferenciación cualitativa de lo en sí
mediado” (Adorno, 2005: 175). Esa diferenciación cualitativa permite “ver hombres en
relieve”, citando la expresión acuñada por James Frazer. Asimismo, en cuanto a lo
mediado, Adorno cuenta con una frase que clarifica nuestro difuso proceder:
Mediación del objeto quiere decir que éste no puede ser hipostasiado estática,
dogmáticamente, sino que sólo puede se conocido en su imbricación con la subjetividad;
mediación del sujeto, que sin el momento de la objetividad no habría, literalmente, nada
(Adorno, 2005: 176).
76
La vitalidad que la etnografía necesita para vislumbrar la alteridad sociocultural, encuentra
en la relación sujeto-objeto su fuente inagotable. Desde luego que dicha relación se
considera, en principio, esquemática. Empero, pensamos que la intersubjetividad generada
en el trabajo de campo exigía otorgarle al “otro” el carácter de objeto, subrayando en este
proceder la intención de contrarrestar aquellas pretensiones subjetivistas del etnógrafo que
conllevaban a la anulación del “otro”. Sin embargo, hay que recordar que “es difícil hablar
hoy en día de observación sin mediación teórica” (Díaz-Polanco, 1979:97). En efecto, al
reparar en la Melanesia como objeto de estudio, no se deriva de ello que dicho objeto tenga
prelación en sí, esto es, independientemente del sujeto etnógrafo que intenta comprenderlo.
Conviene aclarar nuestro parecer en este punto, según el cual, el objeto constituye una
creación del sujeto. Para tal intención, nos servimos de las siguientes palabras surgidas de
la pluma de Héctor Díaz-Polanco:
[E]l objeto de estudio no puede ser comprendido, ni siquiera concebido, al margen de una
teoría determinada, o sea, es una teoría la que determina y da sentido al objeto de estudio
científico (Díaz-Polanco, 1979: 33)2.
De esta forma, caracterizar la región Melanesia –evidentemente en su diversidad
sociocultural– como el objeto de estudio privilegiado y delineado por la tradición
antropológica, presupone, por lo tanto, otorgarle el peso etnográfico, analítico y teórico que
amerita. En otras palabras, ya no desde un sujeto antropólogo que construía su imaginario
de la alteridad utilizando registros e informes “inmediatos” destinados a cubrir los huecos
del desarrollo evolutivo, sino desde un sujeto que revitaliza la alteridad considerando al
“otro” en el plano horizontal de la humanidad. Así considerada la alteridad, se vislumbra
con mayor claridad la mutua afectación que irremediablemente suscita la relación
etnográfica nosotros /otros.
De este modo, dicho “objeto” que se rebela al sujeto evolucionista, constituye el
prisma a partir del cual nos aproximaremos a los autores escogidos. De tal suerte, que la
Melanesia se nos presentará, en términos heurísticos, como una región absorbente para un
2
En la misma tesitura, Díaz-Polanco nos ofrece un ejemplo elocuente de la creación del objeto, citamos in
extenso: “se debe recordar que si muchos consideran a L. H. Morgan como el “padre” de la antropología y,
además, como la figura señera de una corriente antropológica (el evolucionismo), es justamente porque
constituyó en forma teórica objetos de estudio. El más importante de ellos fue precisamente el sistema de
parentesco, convertido a partir de ese momento en objeto de la antropología. De manera tal que la inserción
de Morgan en la antropología implica simultáneamente la “creación” de objetos” (Díaz-Polanco, 1979: 96).
77
puñado de personas cuyos nombres y trabajos componen un grupo de piezas fundamentales
para el estudio del comportamiento humano.
Una heurística fragmentaria
En lo que atañe a la búsqueda fragmentaria pensamos en Benjamin. Walter Benjamin nos
invade en esta adopción. Su propuesta de internarse en las vicisitudes violentas de la
historia con el fin de hallar desordenados, dispersos, amorfos o desgranados, los fragmentos
de una “idea de la historia” destinada a bañar con luminosidad la presencia del presente
oscuro y maltrecho signado por la decadencia humana, se presenta como una
intencionalidad acorde al objetivo de recuperar los pedazos de una figura o “idea” de critica
en la antropología. Recordemos que en el planteamiento ofrecido por Benjamin, una “idea”
siempre se haya previamente dada y su representación se asemeja a un mosaico (Benjamin,
1990: 10-11). Es gracias a este método de representación asistemático, que los fragmentos
del mosaico pueden alinearse de acuerdo a los intereses particulares del filósofo. En cuanto
a esto último, es menester agregar que, aunque aislados, estos fragmentos son también
heterogéneos entre sí, con lo cual se logra potenciar su disponibilidad plástica. Benjamin
aplica tales planteamientos al estilo filosófico, pero en nuestro caso nos parece oportuno
recuperar su formulación para el caso de la antropología.
Ahora bien, un eje que vertebra los tópicos delineados consiste en el vínculo
establecido entre idea e historia. Una idea siempre se encuentra previamente dada. Su
núcleo, por decirlo de algún modo, hay que rastrearlo en la historia, en la constitución
genética de la historia en donde se desenvuelve la idea. Esta indicación se relaciona con el
“problema del origen” para cualquier doctrina de las ideas según el tratamiento efectuado
por Benjamin. La noción de origen empleada por Benjamin es un tanto singular. Para
nuestro autor, el origen se sitúa en el flujo del devenir, puesto que “no se da nunca a
conocer en el modo de existencia bruto y manifiesto de lo fáctico” (Idem: 28). De manera
tal que, para efectos de su comprensión, la labor consiste tanto en una operación de
restauración como de recreación. Asimismo, hay que mencionar que esta operación
significa, naturalmente, concebir el origen como algo imperfecto e inacabado. Por cierto,
78
pensamos tanto en el Benjamin que escribe las palabras de El origen del drama barroco
alemán, como también en el de Tesis sobre la filosofía de la historia.
Así las cosas, en este capítulo nos proponemos seguir una dinámica reconstructiva de
aquello que podría interpretarse como un fragmento de antropología crítica. Por
consiguiente, nuestra dinámica obedece a una reconstrucción que persigue piezas, trazos y
mapas que nos ofrezcan pistas de una antropología crítica temprana o, quizás sea más
acorde decir, indicios que nos sugieran imágenes de esta figura o idea crítica de la
antropología desarrollada en las primeras décadas del siglo pasado, como fruto de su
peculiar y novedosa relación etnográfica con la región Melanesia.
79
III. I LA PROTO-ANTROPOLOGÍA CRÍTICA EN LOS ARGONAUTAS DEL PACÍFICO
OCCIDENTAL DE BRONISLAW MALINOWSKI
La existencia del otro constituye una dificultad y un
escándalo para el pensamiento objetivo
Maurice Merleau-Ponty
Por paradójico que pudiera parecer, resulta
evidente que mientras Malinowski destacaba el
papel del antropólogo como el de un informante
objetivo, llevaba a cabo su información mediante la
confrontación directa y apasionada con el hombre
considerado como una configuración cultural que
posee aspectos privados y públicos, necesidades
individuales y sociales.
Irving Horowitz
La antropología crítica de Malinowski
Bronislaw Malinowski no simpatizaba con el marxismo dominante de su época. Sea por
ignorancia o por expresa desatención, lo cierto es que nuestro autor no estimaba necesario
entablar un diálogo con ninguna de las vertientes materialistas divulgadas a inicios del siglo
XX.
Entre los motivos que pudieran soportar tal antipatía sobresalen dos: el desinterés por
los criterios históricos reconstructivistas, y el encono hacia la versión marxista
economicista que otorgaba a la figura del hombre económico primitivo una semblanza de
corte utópico-comunitarista, a todas luces insostenible para nuestro autor.
Hay intérpretes que, en un arrojo de exégesis, afirman que en ciertos pasajes
Malinowski insinuó “la reducción del marxismo a una especie de dietética” (Kuper, 1973:
48). Dicho veredicto surge de las siguientes palabras atribuidas al propio Malinowski:
Es una notable paradoja de las ciencias sociales que, mientras toda una escuela de
metafísica económica ha erigido la importancia de los intereses materiales –que en última
instancia son siempre intereses alimenticios– en un dogma de determinación materialista de
todo el proceso histórico, ni la antropología ni ninguna otra rama seria de las ciencias
sociales haya dedicado ninguna atención seria a la comida. Los cimientos antropológicos
del marxismo o del antimarxismo están todavía por poner” (Ibidem).
Sin la osadía del veredicto asumido por Kuper, pensamos que tanto el anti-historicismo
como el anti-economicismo marxiano, ambos imputados a Malinowski, respondían tal vez
a un incipiente pensamiento negativo que emergía en el campo de la antropología de la
primera y segunda década del siglo pasado. Nos explicamos. La cruzada contra las
reconstrucciones históricas es menester interpretarla teniendo en cuenta a los interlocutores
de la tradición evolucionista decimonónica. Bajo la lectura de dicha corriente, Malinowski
adopta una negativa a aceptar tales elucubraciones especulativas del desarrollo de la
humanidad, activando como consecuencia de sus innovadoras aportaciones metodológicas,
conceptuales y ético-humanísticas, una suerte de epistemología política horizontal e
intercultural de la alteridad, que enfatizaba el sitio del “otro” como parte vital en la
contemporaneidad del “nosotros”. En los términos de época, el enunciado abogado sería
algo así como “nuestros primitivos contemporáneos”, en lugar del evolucionista “aquellos
primitivos que nos antecedieron”. Paralelamente, la disconformidad a nombrar un hombre
económico primitivo en sí, puede leerse también como un claro posicionamiento negativo
hacia el etapismo marxiano. El alimento que el etnógrafo de origen polaco había recurrido
para solventar su negación, no era otra que la paradigmática herramienta etnográfica
archiconocida como observación participante.
Cuando leemos Los argonautas del pacífico occidental, entre sus páginas
encontramos amuchados una serie de cuestionamientos que se enfrentan al contexto
científico “oficial de la Etnología contemporánea” (Malinowski: 1995: 174) de comienzos
del pasado siglo. Al deslizar la vista por las primeras líneas de Los argonautas –cuyo
subtítulo Comercio y aventura entre los indígenas de la Nueva Guinea melanésica
condensa tanto la orientación temática como el sentir de la vivencia etnográfica– somos
testigos de un llamamiento desesperado. Un Malinowski, visiblemente angustiado, prevé el
desvanecimiento del objeto de estudio etnográfico: “estos salvajes se extinguen delante de
nuestros propios ojos” (Idem: 13). Es probable que nuestro autor dirigiera el llamamiento a
la comunidad antropológica internacional. No obstante, creemos que tal urgencia no
consistía solamente en amplificar una desgracia humana, sino en acelerar el
cuestionamiento de posturas metodológicas y morales que ilustraban tanto el estado
desvencijado de modelos interpretativos por entonces insostenibles, como las aberraciones
ética y política que los sustentaban. Vamos por pasos. En la introducción se lee:
81
El lector de esta monografía pronto se dará cuenta de que, si bien el tema principal es de
orden económico –pues se ocupa de la organización comercial, del intercambio y del
comercio–, hay constantes referencias a la organización social, al poder de la magia, a la
mitología, al folklore y también a otros aspectos (Idem: 14).
En la cita anterior, podemos advertir que la concepción malinowskiana de la economía
cuenta con la peculiaridad de articular varios campos analíticos, puesto que aglutina a la
magia, al mito y al folklore como dominios sociales entrelazados en el intercambio
comercial. Por lo tanto, se puede convenir en que se trata de una noción de economía
multidimensional. Como se infiere, esta concepción múltiple de la economía cuestionaba y
ampliaba otras vertientes teóricas de su tiempo; verbigracia, el mencionado materialismo
economicista que dominaba en las teorías marxianas en ese entonces. Quizá, el marxismo
no haya sido el destinatario privilegiado del cuestionamiento –aunque sí su concepción de
“comunismo primitivo”–; en cambio, parece pertinente pensarlo como el modelo
representativo de la economía homogénea.
Así, luego de ampliar el significado de la economía y del comercio, nuestro autor
continúa en la senda del cuestionamiento de la representación de los fenómenos
socioculturales. El destinatario ahora se esconde detrás de la enseñanza oficial y de la
opinión pública a la que alimenta con desafortunadas apreciaciones:
Otro concepto que se debe refutar, de una vez por todas, es el Hombre Económico Primitivo
[...] Este ser caprichoso y amorfo, que ha hecho estragos en la literatura económica de
divulgación y pseudocientífica, cuyo fantasma obceca todavía las mentes de antropólogos
competentes (Idem: 74).
Esta tonalidad contestataria y combativa no carece de registros que la soporten. En
referencia a la idea dominante en ese entonces, la de un “hombre económico primitivo”, en
la penúltima página leemos: “se ha hecho alguna detallada digresión con objeto de criticar
los puntos de vista que perviven”, en especial, “la concepción de un ser racional que sólo
pretende satisfacer sus necesidades más elementales y hacerlo de acuerdo con el principio
económico del menor esfuerzo” (Idem: 503). Como se advierte, el cuestionamiento no sólo
82
arremete contra las concepciones habituales de la ciencia, sino que a su vez, insufla contra
los prejuicios aberrantes de la época1.
Esta variante de crítica situada en la dimensión económica se verá potenciada en lo
tocante a la concepción de la magia2. Dejando a un lado su posición magiacentrista o
magiaholistica3, el etnógrafo cracoviano observaba que, entre los trobriandeses, la magia
era constitutiva de la sociedad; es decir, su importancia anidaba en su recurrente presencia
en cada una de las actividades correspondientes a la reproducción de las diferentes
dimensiones culturales: “la magia, el intento del hombre por gobernar la Naturaleza a través
de un saber especial, es omnipresente y de suma importancia en las Trobriand” (Idem: 86).
Sin embargo, Malinowski aducía que la magia no poseía un origen identificable; siempre
había estado “ahí”, siempre había estado presente en la vida social trobriandés porque sus
individuos la han adoptado y aplicado a la totalidad de sus actividades. Pero la importancia
en la creencia de la magia no significa que la voluntad del hombre cediera ante las fuerzas
de la naturaleza. Al respecto, nuestro autor nos señala que los trobriandeses “conciben la
magia como algo esencialmente humano. No es una fuerza de la Naturaleza capturada por
el hombre de una u otra manera y puesta a su servicio; en esencia, es la afirmación de poder
intrínseco del hombre sobre la Naturaleza” (Idem: 391).
Malinowski infunde una nueva comprensión en torno al vínculo entre el
comportamiento humano y la magia. La incidencia de la magia en la vida social, que
implica el conjuro constante de sus fórmulas en casi la totalidad de las actividades
cotidianas, no tiene parangón con ninguna otra labor, sea política, económica o religiosa;
1
A finales de los años sesenta, a partir de la publicación póstuma de un Diario de campo paralelo, íntimo en
su contenido y confesional en sus declaraciones, se han generado una serie de debates en torno a las
relaciones personales y a los calificativos empleados por Malonowski para referirse a los trobriandeses, en
particular, en lo tocante al significado del término nigger empleado en el Diario; término usualmente
utilizado peyorativamente con tintes racistas y despectivos. No vamos a detenernos en este punto, más
adelante se verán algunas resonancias entre la intencionalidad de una neutralidad científica y los
contraejemplos que en la propia obra de Los argonautas se detectan. En cambio, optamos por seguir la
opinión de Stocking, para quien, “without denying the explicit racial epithets [nigger] the diary functioned as
a safety valve for feelings Malinowski was unable or unwilling to express in his daily relations (Stocking,
1983: 102-103).
2
Como se advertirá, hemos dejado a un lado la noción de mito. Ello obedece fundamentalmente a la
complejidad de dicha concepción. Detenernos en la noción de mito nos desviaría en demasía de nuestro vector
temático. Solamente cabe indicar que el mito también presenta facultades fácticas que inciden en la vida
cotidiana de los trobriandeses. De hecho, la magia constituye el puente entre el mito y la realidad
(Malinowski, 1995: 296-297-299-301-303-324), aunque las tres dimensiones presentan un marcado asidero en
las labores diarias.
3
En el capítulo XVII, “La magia y el kula”, se describe cuidadosamente la presencia de la magia en la
totalidad de la vida social trobriandés.
83
puesto que la magia vertebra indefectiblemente a cada una de ellas: “Se concibe como un
ingrediente intrínseco de todo lo que vitalmente afecta al hombre” (Idem: 388). Es más, es
impensable cualquier actividad sin antes realizar alguna clase de conjuro. La magia
gobierna la realidad y la realidad dota de significado a la magia por medio de sus fórmulas
(conjuros). Sería posible afirmar, entonces, que el vigor de los conjuros cabalga sobre la
tradición, verdadera dictaminadora de la eficacia de los mismos. Empero, Malinowski
señala un fundamento más que sugerente4:
La creencia en la eficacia de una fórmula depende de las diversas peculiaridades del
lenguaje en el que se expresa, tanto por el sonido como por el significado. El indígena está
convencido del poder misterioso e intrínseco de determinadas palabras; palabras que se
consideran poderosas en sí mismas (Idem: 441-442).
Las palabras que sustentan los conjuros no se explican tan solo por encontrarse
sedimentadas en las regulaciones que norman la sociedad. Malinowski arroja una
explicación que opera simpáticamente –“transferencia ritual”, le llama nuestro autor (Idem:
443)5. El ejemplo recurrente de la construcción de la canoa nos es de utilidad aquí. En
breve, recordemos que el procedimiento cuyo momento inicial consiste en la selección del
árbol adecuado al entablar un diálogo con los espíritus del bosque, hasta que finalmente la
canoa es botada al mar, es menester que se realicen una serie de conjuros cuya finalidad es
extirparle peso a la embarcación a la vez que dotarla de ligereza y velocidad. En todo este
proceso, tanto las palabras como los objetos ocupados se vinculan de una u otra manera con
el viento, la brisa, y la agilidad: “Resulta fácil ver que, no menos que en las palabras, los
materiales que se utilizan guardan cierta relación con la finalidad de la magia” (Idem: 443).
Independientemente de si es correcta o no su explicación, el punto a observar es que
Malinowski considera el lenguaje de la magia como forma de vida, como la dimensión
social que explica a la sociedad porque es la sociedad.
Al respecto, señalamos que dejaremos a un lado todas las implicancias pre
wittgenstenianas, pre winchianas y pre performativas que esto conlleva, tópicos abordados
de manera brillante en el texto de Rodrigo Díaz Cruz al cual ya hemos aludido:
En este punto nos hemos servido del texto “Las voces transfiguradas: lenguaje ritual, proyectiles verbales”,
que forma parte de la obra Archipiélago de rituales de Rodrigo Díaz Cruz.
5
Como se recordará, esta “fórmula simpática” utilizada para explicar la magia fue rápidamente cuestionada:
“Fuera de ellas, queda un residuo que no debe descuidarse” (Mauss y Hubert, 1979: 114 y ss.).
4
84
Haciendo a un lado su psicologismo, el antropólogo polaco comenzó a arar parte del
lenguaje, en particular del lenguaje mágico [...] Malinowski recogió como pocos un amplio
corpus lingüístico de los conjuros recitados en los rituales mágicos trobriandeses, e intentó
explicar el origen del poder mágico de las palabras, de esas fórmulas –de esos proyectiles
verbales como los denominó–, con intuiciones novedosas y sugerentes cuando pudo escapar
del pantano psicologista en el que se encontraba (Díaz Cruz, 1998: 125).
Ahora bien, hasta aquí, la cuestión que nos ha motivado ha sido la de señalar las
elaboraciones malinowskianas que se inscriben dentro del cuestionamiento hacia la
representación y concepción de la vida “primitiva” del “otro”. El procedimiento del
etnógrafo polaco consistió en replantear las concepciones académicas de la época,
situándose en el acontecer mismo de la vida social y, en particular, orientando su labor
hacia la economía y la magia. A continuación nos detendremos en aquello que nos sugiere
ser parte de un peculiar tratamiento afín al pensamiento crítico negativo, en diáfana
referencia a los planteamientos del evolucionismo decimonónico.
El “pensamiento crítico negativo” insinuado por Malinowski
Cuando expusimos a inicios del capítulo el sentido del pensamiento crítico negativo
malinowskiano, dijimos que conjugaba la representación y concepción del “otro”
esgrimidas en la antropología, con la negativa a aceptar la estructura ética que las
alimentaba. En otros términos, la operación consistía en cuestionar la articulación realidad /
representación, a la vez que subrayar las sesgadas interpretaciones del comportamiento de
la sociedad en cuestión. El acento a destacar aquí se encuentra en la sugerencia de un
posible ser-otro. Desde luego que este posible ser-otro no carece de ambigüedades e
imprecisiones; en principio, convenimos en que se trata de alternativas de comprender,
conceptualizar, juzgar, pensar y, por ende, de relacionarse con el “otro”. Siguiendo la
argumentación esbozada, el posible ser-otro identificable en Los argonautas no es
abundante, mas no insignificante. De hecho, la concepción de un posible ser-otro ha sido
anteriormente dibujado cuando nos detuvimos en la concepción múltiple de la economía y
en la fuerza del lenguaje empleado en la magia. En aquel recorrido, un denominador común
ha sido el destino de las críticas que, si bien se inscriben hacia “la sociedad”, es claro que
su blanco eran las diversas posturas científicas, en particular, la antropológica de corte
85
evolucionista. Bien, en las postrimerías de la obra, nuestro autor vuelve a la carga con
renovadas posibilidades. Citamos in extenso:
[M]i convicción, como se ha repetido una y otra vez, es que lo realmente importante no son
los detalles, ni los hechos, sino el uso científico que hagamos de ellos. Así, los detalles y los
aspectos técnicos del Kula sólo adquieren su significado en la medida en que expresan
alguna actitud fundamental de la mentalidad indígena, y de esta forma amplíen nuestro
conocimiento, ensanchen nuestra visión y profundicen nuestra comprensión de la
naturaleza humana. [L]o que siempre me ha cautivado más e inspirado el auténtico deseo de
penetrar en otras culturas y entender otros tipos de vida, es la posibilidad de ver el mundo y
la existencia desde los distintos ángulos de cada cultura (Idem: 504, cursivas nuestras).
Es fascinante este párrafo; diáfano en cuanto a la exposición metodología malinowskiana,
intrigante en pistas subjetivas de la personalidad del etnógrafo y, sobre todo, sugerente con
respecto al sentido asignado a la alteridad, esa suerte de matriz o marca registrada de la
antropología. Siguiendo la cita, podríamos sugerir que la alteridad se funda en el tránsito, es
casi inasible, fugitiva; puesto que al intentar aprehenderla sólo nos queda su rastro: la
diferencia, o la interculturalidad, como gusta decirse en la actualidad. Pero además, nuestro
autor desliza una advertencia con respecto a su emblemática metodología: la descripción
detallada no significa nada si no tenemos en claro su utilidad.
Con antelación señalábamos la escasez, en Los argonautas, de fragmentos que nos
invitaran a pensar en un posible ser-otro. Paralelamente, la cita anterior nos muestra que el
posible ser-otro tiene fundamentos fácticos: se trata de la comprensión del otro, aunque
ciertamente tamizada por un dejo instrumental (comprender al otro para ampliar el
nosotros). De todas formas, estos fundamentos etnográficos siguen siendo vívidos,
palpables, sensibles: “ampliar nuestro conocimiento, ensanchar nuestra visión y profundizar
nuestra comprensión”... dónde hemos leído eso... ¿dónde?... claro: Peter Winch: “Al
estudiar otras culturas no sólo podemos aprender distintas posibilidades de hacer las cosas,
otras técnicas. Es mucho más importante que podamos aprender otras posibilidades de darle
sentido a la vida humana” (Winch, 1991: 97).
Es más, acorde a la vitalidad de tales estrategias interpretativas y horizontes de un
posible ser-otro, recuérdese aquello que hemos anotado al inicio del trabajo, al momento de
recuperar algunos de los puntos programáticos de la última versión crítica de la
antropología: las antropologías del mundo. Evocando uno de sus llamados, habíamos
86
hallado el siguiente: “el presente es un momento para ampliar los horizontes
antropológicos” (Lins Ribeiro y Escobar, 2009: 54). Es cierto que tal enunciado es una
flama atizada por las “antropologías del mundo”, pero más significante es el hecho de que
encuentra sus primeros chispazos en las piedras y palos frotados por Malinowski. Con lo
cual pareciera ser que la “antropología crítica” contemporánea presenta tibias similitudes
con el centenario programa crítico externado por la “proto-antropología crítica”
malinowskiana. Situación que no escatima en inquietudes e interrogantes a reflexionar.
Como hemos adelantado, la crítica de un posible ser-otro logra pervivir a través del tiempo
y sus diferentes contextos, a costa de la ductilidad con que sus usuarios la emplean.
Como corolario de este apartado, cabe advertir que en la página final de su
monumental obra Malinowski vuelve a insistir en el punto: “nuestra meta final es
enriquecer y profundizar nuestra propia visión del mundo” (Malinowski, 1995: 505).
Paradoja (quizás la segunda si consideramos lo visto en estas últimas veinte líneas): la frase
estrangulada por una volitiva neutralidad científica, ahora, en el presente siglo, forma parte
del discurso oficial “políticamente correcto”. En el siguiente apartado nos dedicaremos a
explorar las dificultades que presenta la mentada actitud científica neutra y objetiva, en
relación con las transferencias teóricas y las dificultades metodológicas, subjetivas,
conscientes o inconscientes, expresadas por el propio Malinowski. El motivo de tal
tratamiento anida en la relación generada entre el posible ser-otro y la estrategia
interpretativa utilizada en el momento en que se vivencia íntegramente la vida cotidiana del
“otro”. Como observaremos, dicha inmersión en la otredad plantea la problemática de saber
cómo configurar la estrategia de investigación según la cual habremos de “ser” el “otro”.
Vinculado a la anterior dificultad, se correlaciona el presupuesto defendido por nuestro
autor, que enuncia la indefectible labor de extrañamiento cultural que debe realizar el
propio antropólogo, a fin de evitar enviciar el proceso de comprensión etnográfica.
Un indígena entre los indígenas o la disolución de los rasgos del pensamiento critico
Interesándonos por la concepción de actividad científica empleada por Malinowski, no
carece de importancia percibir la franca explicitud con que se aborda dicho tópico a lo largo
de la obra. La intención de este recorrido es darle cauce a lo atendido en el apartado
87
anterior, es decir: si hemos de acordar la aparición de cierta antropología crítica según los
sentidos implicados, ahora es menester desentrañar algunas de las formulaciones
defendidas por nuestro autor, ya que sobre ellas otras posturas venideras elaborarán sus
cuestionamientos dando lugar a nuevas tentativas de crítica.
En el prefacio a Los argonautas, James Frazer deslizaba la opinión de que una de la
virtudes de Malinowski –si no es que la más significativa– anidaba en su interés por
penetrar las capas sedimentadas del hecho social observado. El propósito era expresado
como sigue: comprender las emociones que se encontraban al interior de las “mentes de los
indígenas” (Malinowski, 1995: 8). A decir del autor de La rama dorada, la perspectiva de
Malinowski se caracterizaba por señalar que las fuerzas emocionales y las fuerzas de la
racionalidad danzaban conjuntamente en cada individuo. “Malinowski”, escribe Frazer, “ve
hombres en relieve, no perfiles de una sola dimensión. Recuerda que el hombre es una
criatura de emociones, por lo menos tanto como de razón” (Ibidem). Aceptando que la
morada de la razón es la mente, ésta ha de concebirse como una estructura activa, profunda,
distante y aparentemente insondable (mas no inaccesible para una persona entrenada en la
observación como Malinowski), que condiciona e incluso determina la sociabilidad a través
de la costumbre y la tradición, como así también, por medio de las normas y las
regulaciones que las acompañan.
Dentro de este humanista programa de investigación malinowskiano, quisiéramos
privilegiar el análisis de dos temas: la metodología científica y la noción de ciencia
comprometida. Ambas se nutren mutuamente y no puede comprenderse la radical
integración en la vida del “otro”, sin describir ambas concepciones utilizadas por
Malinowski. El presupuesto podría sintetizarse como sigue: si la finalidad es adaptarse por
completo a las costumbres que se desea investigar, con el objetivo de conocer la estructura
mental que orienta la vida social del “otro”, nuestro autor interpone para tales efectos dos
cláusulas. La primera, de corte higiénica, consiste en despojar al etnógrafo de prejuicios y
subjetividades. El enunciado dice: “no introduciré aquí categorías artificiales, ajenas a la
mentalidad indígena” (Idem: 182). Así, en esta postura de desprenderse de los prejuicios y
las categorías extrañas para que no intervengan en su descripción, Malinowski interpone
una segunda cláusula: “las definiciones exactas deben darse en términos de las
explicaciones indígenas” (Idem: 252). Por consiguiente, nuestro autor nos induce a pensar
88
que para cumplimentar tales normas etnográficas es necesario contar con una actividad
científica enfáticamente aséptica.
Antes de continuar, con los cuidados pertinentes y haciendo un salto en el tiempo,
es sugerente considerar que tales criterios de exigencia científica pudieran adscribirse a las
consignas metodológicas de la denominada “antropología posmoderna”. La crítica
antropología en ambos casos pareciera engarzarse. Pero mientras que en el caso de
Malinowski, la finalidad es defender la pureza de la ciencia y por lo tanto cuestionar los
prejuicios y subjetividades del etnógrafo, en lo que atañe a la antropología posmoderna, se
argumenta que la incorporación de las categorías del entendimiento utilizadas por el “otro”
al lenguaje antropológico posee la ferviente finalidad de combatir no exactamente los
prejuicios, sino la autoridad etnográfica que los transfiere.
Empero, el intento de Malinowski por salvar a la antropología de los embates
“prejuiciosos y valorativos” tal vez encuentre una explicación sugerente en su cruzada anticolonialista. En efecto, considerando el proceso colonialista que afectaba, entre otras
regiones, a la Melanesia, cuya violencia etnocentrista era una constante en dicha
intromisión, no resulta extraño pensar que Malinowski al insistir tanto en el abandono de
los prejuicios, como en la necesaria incorporación de las categorías del entendimiento
empleadas por el “otro” para dar cuenta de las observaciones etnográficas, estuviera
enfatizando, precisamente, la negativa a aceptar los vicios y políticas etnocentristas
utilizados por la sistemática intervención de las naciones expansionistas europeas. Lo
anterior aparece señalado en un artículo publicado justamente en 1922, en donde la pluma
combativa de Malinowski había escrito lo siguiente:
Whole departments of tribal law and morality, of custom and usage, have been senselessly
wiped out by a superficial, haphazard legislation, made in the early days often by
newcomers unused to native ways and unprepared to face the difficult problem. They
applied to the regulation of native life all the prejudices of the uneducated man to anything
strange, foreign, unconventional and to him incomprehensible. All that would appear to a
convention-bound, parochial, middle-class mind as "disgusting", "silly", "immoral," was
simply destroyed with a stroke of the pen, and, worse, with rifles and bayonets. And yet to a
deeper knowledge, based on real human sympathy and on conscientious scientific research,
many of these "savage" customs are revealed as containing the very essence of the tribal life
of a people as something indispensable to their existence as a race. Imagine a board of wellmeaning, perhaps, but rigid and conceited Continental bureaucrats, sitting in judgment over
British civilization. They would see thousands of youths and men "wasting their time" over
"silly" games, like golf, cricket or football, in "immoral" betting, in "disgusting" boxing or
fox-hunting". These forms of sport are streng verboten, would be their verdict […] Yet,
89
anyone looking from an ethnological point of view on this problem would soon see that to
wipe out sport, or even to undermine its influence, would be a crime, as it would be an
attempt to destroy one of the main features of national life and national enjoyment
(Malinowski, 1922: 209).
Sin embargo, si bien nuestro autor utiliza la objetividad o neutralidad científica como
antitóxico para detener la viral comprensión etnocentrista del colonialismo, este mismo
antídoto es voluntariamente trasmitido a la teoría social. Veamos cuál es el origen y cómo
procede dicha afectación.
En principio, la insistencia en la pulcritud de la investigación, que “debe presentarse
de forma absolutamente limpia y sincera” (Malinowski, 1995: 20), presupone una clara
demarcación aséptica –cual laboratorio o ejercicio propio de la física o la química. En este
punto hay que recordar, siguiendo a Stanley Tambiah, que la trayectoria intelectual de
Malinowski incluía en su temprana formación, a la física, a las matemáticas y a la filosofía
(Tambiah, 1993: 66). La incesante tarea por fomentar un valor científico sin pliegues, liso,
inviolable y a todas luces transparente, supone asignarle un status de igualdad
epistemológica a la observación participante y a la información que se obtiene de los
nativos. A primera vista esto no resulta una operación obvia, pero si acordamos con
Malinowski que el etnógrafo posee la virtud de acceder a la mente indígena mediante el
mimetismo, a fin de conocer el comportamiento social del “otro”, la semejanza anterior se
torna más clara. Al realizar el ejercicio de ingresar desde el llano (la vivencia dentro del
objeto), y al atravesar la superficie en donde se expresan usualmente las diferencias
culturales (costumbres, tradiciones, etc), Malinowski logra sumergirse dentro del oscuro
recipiente de la estructura mental, identificando además, en esta aventura, a las llamadas
actitudes mentales.
Recordemos que tales actitudes parecieran nutrirse tanto de la pasión como de la
reflexión, y constituyen la fuente que alimenta a las creencias y a los mitos que surcan
cotidianamente la vida social de los trobriandeses. Este movimiento de permear el hecho
social –sea observándolo, sea oyéndolo–, para luego aterrizar en las profundidades de la
mente, indudablemente tiene que contar con un regreso a la superficie. En otros términos,
debe haber un camino de retorno a la etnografía para corroborar la estrategia inductiva
aplicada en tal o cual creencia o mito. Decimos indudablemente porque, al adentrarse en la
90
estructura mental del “otro”, siempre se está en riesgo de no encontrar la salida, es decir, de
no advertir el estado de conversión, situación en la que nuestro autor no repara.
El primero de estos movimientos es constantemente subrayado por Malinowski, en
cambio, el segundo, tan importante desde una óptica metodológica, se haya soslayado,
desplazado y sin atención. Una posible explicación se encuentra en la misma insistencia de
nuestro autor en la asepsia científica. Si habemos de hacer inteligible el comportamiento del
“otro”, siguiendo el argumento de Malinowski, se debe a que nos mimetizamos con su
actitud mental y, por ende, aunque desnudos de nuestros ropajes socioculturales, nos hemos
cubierto inexorablemente con los del “otro” en razón de comprender su mente. Pero si nos
introducimos al interior de la mente nativa con la seguridad de habernos despojado de
nuestra piel, nuestra lengua y nuestras concepciones, ¿cómo no regresar sin que nuestro
entendimiento se vea impregnado por las concepciones que pretendemos comprender? Al
respecto, conviene recordar las siguientes palabras atribuidas a un autor anónimo: nadie
sale ileso de la comprensión.
Pero incluso en el paradigmático primer movimiento –el de la internación en la
estructura mental nativa–, nuestro autor nos ofrece una información vaga sobre cómo
efectuar dicho proceder. No aduce cuáles son las herramientas conceptuales, a qué
epistemología o postura teórica recurre. Se trata de un tránsito carente de descripción,
verdaderamente paradójico si consideramos la importancia de la labor descriptiva en el
programa de investigación defendido por nuestro autor. Quizá esta pudiera resultar ser la
región tabú del conocimiento científico malinowskiano, o bien tratarse de un celo científico
fuertemente atesorado.
La actividad científica como nula ciencia carece de sustento etnográfico. En este
punto, la crítica como teoría de la sociedad pierde potencia al asumir la defensa de la
objetividad científica: “La ciencia, por su parte, tiene que analizar y clasificar los hechos
con objeto de situarlos dentro de un conjunto orgánico, de incorporarlos a uno de los
sistemas en que trata de agrupar los diversos aspectos de la realidad (Malinowski, 1995:
497)”. Como veremos líneas adelantes, la noción de sistema encuentra filiación en la figura
de Mach. Entre tanto, y con los recaudos pertinentes, se trata de un reclamo semejante a la
clasificación sistemática de los estadios humanos, con la diferencia de que esta última se
91
ordenaba según los criterios históricos de los evolucionistas decimonónicos. No obstante, la
similitud se halla en la obstinada necesidad de clasificar la información obtenida.
Para Malinowski, la solidez de la ciencia objetiva y neutra se palpa al asumir
empeñosamente la postura de “que los hechos hablen por sí mismos” (Idem: 37), y sólo es
posible tal empresa ejecutando un propio extrañamiento cultural que dispone el inicio para
la inmersión en el “otro”. Se trata de extraviar toda clase de aparatos cognitivos, éticos y
emocionales que obstaculicen o distorsionen la observación del “otro”; se trata de un
procedimiento que, en última instancia, equivale a observarse a uno mismo desde ninguna
parte (¡ya no siento nada... ni mis brazos, ni mi cabeza, ni mi corazón... nada,
absolutamente nada!). Decimos ninguna parte porque, como ya se sugirió, la labor de
comprender al “otro” desde la mente del “otro”, debe realizarse sin intervención alguna que
altere tal procedimiento, es decir: no es posible tampoco comprender al “otro” desde el
“otro”.
Sin embargo, nuestro autor poseía una estructura metodológica sólida para solventar
sus límpidas exigencias científicas. Como es sabido, el as de Malinowski para tamaño
esfuerzo de pulcritud y de exigencia mimética es la participación activa, la presencia in
situ: “cada mañana, al despertar, el día se me presentaba más o menos como para un
indígena” (Idem: 24); “quien como yo, ha vivido entre esta gente” (Idem: 66); “así vi yo la
construcción de la canoa” (Idem: 144); “así fue la ceremonia tasasoria que yo presencié”
(Idem:162); “cuando se oye a los indígenas [...] a plena luz del día en la tienda del
etnógrafo” (Idem: 235); “como yo he visto” (Idem: 367); etc. No vamos detenernos en este
punto, existen numerosos estudios dedicados a la “autoridad etnográfica”. Sólo lo
incorporamos con el fin de amarrar la relación entre el etnógrafo y su intento por dejar atrás
todo prejuicio, cualquiera que sea su origen, justificando metodológicamente tal empresa
purificadora, en la internación del etnógrafo en la mente y vida social del otro.
Para finalizar este apartado veamos a continuación la cuestión de la objetividad
científica desde otro ángulo. Siguiendo a nuestro autor, la metodología recomendable para
cualquier etnógrafo, radica en que la comprensión de una sociedad ajena sólo es factible
mediante la adopción de su estructura mental que la dota de sentido. Este proceder supone
por parte del etnógrafo tanto una percepción inalterable, como también la identificación de
una actitud mental social uniforme, sin ambigüedades o contradicciones internas. Esta idea
92
de una sociedad autorregulada, de un campo de estudio accesible desde cualquiera de sus
dimensiones culturales, puede rastrearse en las influencias positivistas de Malinowski.
Robert Ulin sintetiza este punto como sigue: “Malinowski tomó ese modelo [la concepción
de un sistema natural en equilibrio] de las ciencias naturales y lo aplicó a los sistemas
sociales, de modo que las diversas instituciones sociales son entendidas como si tuviesen
una relación homogénea entre sí” (Ulin, 1990: 33).
Se trata de un “todo” centrado en cierta sistematicidad de la sociedad, coherente
consigo misma, en equilibrio y sin cambios. Esta homeostasis es otra de las claves para
entender la confianza de Malinowski en su proceder mimético y en su visión de que los
hechos “hablen por sí mismos”. Al respecto, Robert Thornton, en su iluminador artículo
“‘Imagine Yourself Set Down...’: Mach, Frazer, Conrad, Malinowski and the Role of
Imagination in Ethnography”, nos ofrece mayor precisión en este punto: “His insistence
that the empirical ethnographic fact must always be evaluated in the context of the whole,
reflects the outlines of Mach's positivism, especially his concept of the 'field' and holism in
the physical sciences” (Thornton, 1985: 9). Ahora se nos aparecen con mayor claridad las
razones por las cuales Malinowski identificaba a la sociedad como un todo, y consideraba a
la metodología de las ciencias objetivas como la técnica idónea para comprender una
sociedad extraña. Extraña pero sin fisuras, cabría anotar. En esta situación, la crítica teórico
social malinowskiana insistiría en la objetividad, lo cual supone una franca simpatía hacia
las ciencias naturales y a los métodos positivistas. Pero este precepto entraña un
alejamiento de lo social y, por consiguiente, una negación de la misma crítica social. Por
consiguiente, aquí Malinowski se distancia de manera insalvable del pensamiento crítico
negativo.
Primer balance de la proto-antropología crítica
Hemos visto que la actividad científica, según los términos planteados por Malinowski, nos
facultaba para ampliar las posibilidades de la comprensión humana. Pero luego observamos
que, al adoptar una metodología mimética aneja a un criterio objetivo, tales pretensiones se
tornaban inoperables. Un ejemplo de la ineficacia implícita en la cruzada neutral de la
ciencia es la obligación de creer en la veracidad de aquello que no se cree verdadero, amén
93
de la ferviente aculturación voluntaria del etnógrafo. En el siguiente pasaje, nuestro autor
nos ofrece un claro ejemplo de la credibilidad incrédula:
La más notable de estas creencias es la de que existen grandes piedras vivas que están a la
espera de las canoas, corren tras ellas, saltan y las hacen pedazos [...] A veces, se las ve a
distancia, saltando fuera del mar o moviéndose en el agua. De hecho, me las han enseñado
navegando por Koyatabu y, aunque no vi nada, era obvio que los indígenas creían
sinceramente estar viéndolas (Idem: 237) (cursivas nuestras).
Malinowski, al intentar comprender al “otro”, le asignaba significados que posiblemente él
mismo elucubraba según sus intereses personales, o por lo menos así parecía sugerirlo. El
siguiente extracto es un testimonio de esta clase de información obtenida de manera
amañada: “Encontré en este apacible anciano, fidedigno y cabal, un excelente informador
[...] Le pagué bien por las pocas fórmulas que me dio y, al final de nuestra primera sesión,
le pregunté si conocía otras magias que comunicarme” (Idem: 388-399). Nos resulta
insignificante si es correcto o no pagar por la información. Pero sucede que al entablar un
comercio de esta clase, el conocimiento que pretendemos enriquecer corre el riesgo de
aumentarse con información apócrifa, como consecuencia del establecimiento de una
relación de compra-venta. Puesto que, si pagamos por la obtención de fórmulas y nos
encontramos con informantes que nos ofrecen distintas versiones, ¿a cuál de ellos le
creemos?, ¿por qué habremos de escoger un conjuro como verdadero y otro como falso?,
¿qué criterios habremos de utilizar? Por cierto, la respuesta del anciano a la solicitud de
Malinowski fue la siguiente: “¡Aquí hay muchísimas más!”(Ibidem). En fin, la objetividad
teñida de una comercial subjetividad de intereses.
Es claro que por momentos la solvencia de su cuestionamiento a la utilización de
información de terceros es contundente y por instantes su crítica hacia un posible ser-otro
se asume como crítica teórica social. Sin embargo, esta última tiende a diluirse si
consideramos la serie de prejuicios que el propio Malinowski reproducía en campo, sus
relaciones de servidumbre y los intercambios de información por tabaco. Incluso, el acceso
a vislumbrar un posible ser-otro, no parece dibujarse como parte de un proceso de negación
del “nosotros”, sino como una suerte de metodología privilegiada de incremento científico
para comprender al “otro”. Malinowski es explícito en cuanto que, para comprender al
“otro”, es necesario ser el otro. Se trata de un movimiento que, ineluctablemente, inicia en
el abandono del “nosotros”, para luego una vez operado tal extrañamiento, sea permisible
94
impulsar al purificado científico al interior del “otro”. El problema es justamente que el
pensamiento crítico negativo no abandona al “nosotros”, con lo cual se afirma la
importancia de la Teoría Crítica como teoría de la sociedad.
En relación con lo anterior, en cuanto a la propuesta de utilizar la ciencia para
ampliar las posibilidades de la comprensión humana, nos parece oportuno cotejarla con el
planteamiento esbozado por Marcel Mauss. El motivo es sólo situar la crítica de un posible
ser-otro del etnógrafo polaco en perspectiva de una segunda posición defendida por el
etnólogo francés por aquellos años. Así, un año después de la publicación de la obra Los
argonautas del pacífico occidental “uno de los mejores libros de sociología descriptiva”
(Mauss, 1979: 179), Marcel Mauss, en su brillante Ensayo sobre los dones, externaba con
fruición la siguiente propuesta del posible ser-otro: “Adoptemos, pues como principio de
nuestra vida, lo que ha sido siempre el principio; salir de sí mismo, dar, libre y
obligatoriamente” (Idem: 251).
Así las cosas, hemos intentado reconstruir algunos de los presupuestos conceptuales
y metodológicos empleados por Bronislaw Malinowski para la elaboración de esa
fascinante obra denominada Los argonautas del pacífico occidental. La dinámica escogida
para proceder en tal reconstrucción, ha sido posible gracias a la incorporación de
herramientas teóricas provenientes de la filosofía social. La razón de tal elección, como
hemos insistido, se haya en nuestro interés por rastrear una suerte de protohistoria de la
antropología crítica. De no haber recurrido a tales prestaciones, la lectura y el horizonte de
una proto-antropología crítica en algunas de las reflexiones dejadas por Malinowski, en
verdad hubiese sido mucho más especulativa. En lo venidero, nos dedicaremos a analizar
una obra por demás sugerente: Naven, escrita por Gregory Bateson en 1936. Creemos que
entre sus páginas es plausible detectar una serie de argumentos insurreccionales que
cimbraban a la propia “revolución” promovida por Malinowski. No obstante, antes de
abordar los tópicos ideados por Bateson, pensamos que es conveniente realizar un rodeo
por algunas concepciones afirmadas por otra de las figuras que encandilaba a la
antropología y la etnología de ese entonces: Alfred Reginal Radcliffe-Brown. Como se
verá, tanto la figura de Malinowski como la de Radcliffe-Brown habían sido de gran
influencia para el ecléctico Bateson. Sin ocultarlo, y puesto que hemos abordado a
95
Malinowski en la presente sección, esta clase de vínculo nos parece motivo suficiente para
detenernos un momento en algunos fragmentos arrojados por Radcliffe-Brown.
96
III. II FRAGMENTOS DE RADCLIFFE-BROWN O ESTAMOS MAL PERO VAMOS BIEN
Después de mucho luchar, ha recibido el
reconocimiento en las universidades y en
todas partes de que es una ciencia más
entre las ciencias
Alfred Reginal Radcliffe-Brown
Para comprender Naven de Gregory Bateson, es conveniente ampliar las dimensiones
aradas por Los argonautas, apelando a un rodeo por algunos de los pensamientos surcados
por Alfred Reginal Radcliffe-Brown. Si con Bronislaw Malinowski, la etnografía
zarandeaba la hegemonía de los estudios etnológicos de gabinete, con Radcliffe-Brown la
antropología, suma de etnografía y un peculiar método inductivo –y a pasear del encuentro
ineludible con la política pública–, ¡por!, ¡por fin!, encuentra un sitio en la antesala de la
ciencia como ciencia universal de la alteridad.
Si bien es cierto que no hallaremos noción de crítica alguna, incluso no nos
toparemos con algo semejante a una proto-antropología crítica, conviene detenernos en
algunas de las tramas conceptuales empleadas por Radcliffe-Brown, así como el sentido
metodológico y funcional de la ciencia defendido por este autor, con el fin de
familiarizarnos con las posturas y debates que se desplegaban por aquellos años 20s y 30s
del pasado siglo.
En este tenor, resulta claro que Radcliffe-Brown había logrado entablar un diálogo
con los planteamientos de Malinowski, logrando incrementar y complejizar sus alcances
heurísticos. Seguramente, Radcliffe-Brown era consciente de las resonancias que había
estimulado la lectura de Los argonautas del pacífico occidental en la entretejida vida
académica, cuando, al año siguiente de publicarse la citada obra, y al finalizar una
disertación presidencial ante el auditorio principal de la Asociación Sudafricana para el
Fomento de la Ciencia, nuestro autor pronunció el siguiente veredicto:
El material mismo de que dependen el etnólogo y el antropólogo social para sus estudios
está desapareciendo ante nuestros ojos. Creo que no hay ninguna otra ciencia en una
posición parecida (Radcliffe-Brown, 1975: 58).
La distinción entre etnología y antropología es importante tenerla presente, aunque no por
ahora. No así el tono fatalista del contexto científico antropológico. A un año del
diagnóstico malinowskiano, “la Etnología tiene las horas contadas” (Malinowski, 1995:
505), y a pesar de compartir el temor a la desaparición del objeto de estudio (Idem: 13),
Radcliffe-Brown, contrariamente a lo indicado en la cita, y como veremos en lo sucesivo,
proyectaba un juicio alentador fundado en el crecimiento y la bienaventurada recepción
académica y política de la antropología social.
A continuación, intentaremos introducir algunas de las vigas que forman parte del
andamiaje teórico elaborado por Radcliffe-Brown, con el propósito de aclarar este sentir
optimista con respeto a la consolidación de la antropología social como ciencia. En cuanto
al proceder que hemos optado por seguir, el trayecto que seguiremos incluye dos paradas:
primero, nos detendremos en lo propiamente metodológico y conceptual, para luego
abordar el carácter y la función social de la antropología perfilada por nuestro autor. La
idea que articula este desdoble, se aloja en la intima vinculación entre la metodología y las
nociones que la acompañan, y en el carácter empleado para denotar a la actividad científica
antropológica. Como hemos adelantado, introducir a Radcliffe-Brown nos permitirá
ampliar el debate contextual de la época, ya que algunas de sus formulaciones se instalaban
en la mente de sus contemporáneos atizando el fuego del debate antropológico en las
primeras décadas del siglo pasado.
Tierras lejanas, tierras compartidas y tierras propias
El anuncio de buenos augurios para la antropología, sustentados en el reconocimiento de las
elaboraciones etnográficas y etnológicas en los ámbitos universitarios e intelectuales, avivó
en la mente de Radcliffe-Brown la ejecución de una tarea urgente: remedar el
procedimiento seguido por las ciencias entre las ciencias, aquellas agrupadas bajo el campo
semántico de ciencias de la naturaleza. Estas felices intuiciones se sustentaban en la
insistente incorporación del método inductivo a la antropología. Podríamos acordar, que en
términos heurísticos, la potencia explicativa de dicha metodología y la pretensión de
validez universal que ésta prometía, activaron una tentación ineludible para nuestro autor.
En la misma conferencia antes referida, es factible rastrear una serie de concepciones en
97
estrecha relación con la actividad científica. Caminos que nos llevan a Malinowski y
caminos que nos acercan Bateson.
Siguiendo el mapa establecido, recordábamos que Radcliffe-Brown incorporaba
estructuras conceptuales y al complejizarlas lograba multiplicar sus partes, con lo cual se
intentaba potenciar el alcance epistemológico de la antropología. En este sentido, el primer
movimiento consistió en situar sobre la palestra académica la distinción entre el método
histórico y el método inductivo; otrora evidenciado por Sir Edward B. Tylor a finales de los
años 70s del siglo
XIX.
Radcliffe-Brown, cincuenta años después, señalaba que tal distinción
se había tornado “confusa” (Radcliffe-Brown, 1975: 26). Las fronteras entre ambos
métodos se habían abierto a toda clase de mixturas generando un laxo campo metodológico
en donde germinaban prácticas impuras. Esto constituía una osadía que no debía permitirse,
y al quite de tales mestizajes aparece nuestro autor, quien con ahínco insistía en reforzar
toda clase de delimitaciones. Por consiguiente, se vio en la imperiosa labor de subrayar que
el método histórico “explica determinada institución o conjunto de instituciones
averiguando las etapas de su desarrollo” (Ibidem)1. Sin embargo, a decir de nuestro autor,
este método presentaba una debilidad irremediable: “no nos aporta leyes generales”
(Ibidem). El método histórico “nos aporta solamente un conocimiento de los
acontecimientos y de su orden de sucesión” (Idem: 28), pero absolutamente nada de la
lógica orgánica de su funcionamiento y de la posible aplicabilidad a otros acontecimientos.
Estas debilidades eran sumamente importantes de tenerlas presentes para no
trasladarlas hacia el feudo del método inductivo; suerte de panóptico desde el cual era
factible observar (inducir) la universalidad de los hechos culturales sobre la base de una
experiencia etnográfica singular. Como hemos anotado, la imagen ideal de ciencia se
reflejaba en las ciencias de la naturaleza. Para Radcliffe-Brown, la potencia de las ciencias
de la naturaleza no dimanaba exclusivamente de su minuciosa disección al momento de
reflexionar sobre los fenómenos naturales, sino del potencial alcance inductivo capaz de
gobernar (explicar) el funcionamiento de los objetos químicos, físicos, biológicos e,
inclusive, de las sociedades humanas. La política de la reducción es evidente cuando
advertimos la siguiente aseveración no menos politizada: “El postulado del método
1
Conviene anotar aquí, que a la labor “explicativa”, Radcliffe-Brown la describe como el procedimiento
según el cual se agrupan los hechos culturales como “ejemplos de alguna ley general de la sociedad humana”
(Radcliffe-Brown, 1975: 54).
98
inductivo es el de que todos los fenómenos están sujetos a leyes naturales” (Idem: 29). En
un lenguaje llano, Radcliffe-Brown nos descubre su fascinación: “La esencia de la
inducción es la generalización; un hecho particular se explica mediante la demostración de
que es un ejemplo de una regla general” (Ibidem)2. Entre líneas, podemos detectar que los
cimientos de la “generalización” se cubren con el lodo funcionalista de la observación in
situ. Estos cimientos parecen estar construidos por el material etnográfico sobre el cual se
edifica el método inductivo: los “hechos culturales” (Radcliffe- Brown, 1975: 26-29-30).
La vírgula descansa sobre los datos que la experiencia etnográfica proporciona. Es más, la
solidez de la “generalización” proporcionada por la inducción se encuentra en el
recubrimiento de estos hechos culturales, en el lodo que los sostiene por fuera y no en el
material de los propios cimientos. El lodo es la observación, el registro, es decir, la
autoridad etnográfica.
Un ejemplo de este lodazal nos lo ofrece, naturalmente, el propio Radcliffe-Brown,
“mediante una breve formulación de mi propia teoría del totemismo” (Idem: 41). No
pretendemos extendernos en este punto, de por sí es anfibológico para intentar describirlo,
pero estimamos pertinente demorarnos y guardarnos una imagen de la peculiar metodología
empleada. Reproducimos el extracto:
1) En las sociedades primitivas, todas las cosas que tienen consecuencias importantes sobre
la vida social se convierten necesariamente en objetos de observancias rituales (negativa o
positiva), cuya función es expresar, y de ese modo fijar y perpetuar, el reconocimiento del
valor social de los objetos a que se refieren (Idem: 41-42).
Y luego se induce:
2) En consecuencia, en una sociedad que dependa enteramente o en gran medida para su
subsistencia de la caza y de la recolección, las diferentes especies de animales y de plantas,
y más en particular las usadas para la comida, se convierten en objeto de observancias
rituales (Idem: 42).
En el lenguaje de la lógica, lo anterior se traduce como A entonces B: afirmo el antecedente
y ocurre el consecuente. El problema radica en que justamente tenemos que comprender el
2
La semejanza con Malinowski no es aparente. Como se recordará, al interior de Los argonautas la única
orientación metodológica acopiada es la inducción (Malinowski, 1995: 30-66-175), de ahí, la importancia de
caracterizar a la observación participante “en el campo”, a la sociedad en “equilibrio”, y el énfasis en la
“homogeneidad” del receptáculo mental nativo.
99
interior de A, es decir, a qué nos referimos al afirmar que en “las sociedades primitivas”
todas las cosas, “tienen consecuencias importantes sobre la vida social”; por qué “se
convierten necesariamente en objetos de observancia rituales” y no de manera intencional o
fortuita y, finalmente, por qué efectivamente “su función es expresar” el “reconocimiento
del valor social de los objetos a que se refieren” y no a una actividad estética,
contemplativa o inútil.
Nuestro autor pareciera engañarnos al agrupar en A tres enunciados que justamente
debemos comprender primeramente por separados, a menos que, efectivamente,
correspondan orgánicamente al fenómeno estudiado; pero entonces, ¿por qué inducir B de
A, si la “importancia de cualquier consecuencia” es necesariamente el motivo del ritual en
cualquier sociedad primitiva? En otros términos: B no tiene sentido inducirse porque
efectivamente ya se encuentra contenido en A. La franqueza de Radcliffe-Brown nos
sorprende al momento de leer que aquello contenido en A “son formulaciones de leyes
generales” (Ibidem). Por lo tanto, podemos sugerir que la inducción es potencialmente
colonialista, puesto que busca ampliar la esfera de su dominio ni bien recurrimos a ella. No
obstante, nuestro autor tiene otra apreciación en mente. Las leyes generales no se
conforman por fórmulas matemáticas, sino por teorías, que no son otra cosa que hipótesis a
verificar por medio de los datos etnográficos 3. El procedimiento es el siguiente: observo un
comportamiento ritual que sospecho inusual y lo analizo. Si no presenta registro alguno, el
antropólogo tiene la facultad para proponer la presencia universal de tal funcionamiento,
pero ahora a nivel de ley general. Esta conquista sobre la ignorancia y la incertidumbre
dominará y será hegemónica en la medida que, en lo posterior, la evidencia empírica que la
sostiene sea incrementada.
Pensamos que al exagerarse la pretensión metodológica inductiva, al mismo tiempo,
se opaca la percepción de un alejamiento en el trabajo empírico. Aquí, una de las cadenas
que unían a Radcliffe-Brown con Malinowski se rompe por el eslabón más fuerte. Si bien
simpatizaba con la inducción, Malinowski enfatizaba el trabajo etnográfico, cuyo emblema
había sido la recopilación de la información recolectada entre los individuos de las Islas
Trobriand ¿Individuos? ¡No, no y no!, probablemente pudiesen haber sido las
3
Entre paréntesis, cabe recordar que el sentido de teoría aludido por Radcliffe-Brown, mora en las antípodas
del defendido por los exponentes de la Teoría Crítica.
100
exclamaciones pronunciadas al instante por Radcliffe-Brown, para quien los individuos no
nos brindan pautas que sean generalizables; sino que son las instituciones las verdaderas
depositarias y condicionantes de la actividad de cada individuo social: “El objeto de nuestro
estudio es el proceso en conjunto y los individuos no nos interesan excepto en la medida en
que participan necesariamente en dicho proceso. Ahora bien, esos estudios de las
instituciones y las reacciones sociales son la tarea de la antropología social” (Idem: 38).
Nótese el parentesco entre “proceso” e “institución”. Este intento por solidificar y al mismo
tiempo dilatar la experiencia singular –naturalmente del etnógrafo–, redimensionando con
esta operación al objeto, es decir, de la experiencia del individuo hacia la experiencia de las
instituciones, constituye una trama auxiliar con obvias pretensiones: crear un lenguaje
teórico universalizable dentro del cual su verificación etnográfica no implique ajustes o
adecuaciones continuas que atenten contra sí. Al pactar con el método inductivo, nuestro
autor de origen británico se ve en la necesidad de recurrir a modelos de explicación a
priori, con lo cual se abre peligrosamente el paso a la formulación de hipótesis ad hoc. De
este modo, el horizonte es el firmamento en donde las hipótesis se adhieren a la realidad
social; aunque, al final del día, ocurra lo inverso. En un pasaje pasmoso, donde primero
alude y posteriormente abdica de las tierras malinowskianas, Radcliffe-Brown escribe:
“Hay que observar los hechos y encontrar una hipótesis que parezca explicarlos”, para
luego “volver una vez más a la labor de observación para verificar o contrastar la
hipótesis”; y aquí, aparece lo asombroso:
Puede ser que descubramos que hay que modificar la hipótesis de trabajo o que hay que
rechazarla e idear otra nueva. Y así sucesivamente hasta que nuestra hipótesis pueda ser
establecida, con algún grado de probabilidad como teoría (Idem: 55).
¿Tendremos que modificar la hipótesis hasta que quepa en la realidad? ¿La finalidad no era
lo inverso, “observar los hechos y encontrar una hipótesis que parezca explicarlos”?
Seamos prudentes y caminemos con parsimonia. El etnógrafo arriba al campo y analiza
determinado fenómeno sociocultural –tomemos el ejemplo del ritual. Una vez realizado el
estudio encuentra que la teoría del ritual dominante y la hipótesis que le corresponde no
ofrecen una explicación satisfactoria, puesto que deja a un lado variaciones al interior del
proceso ritual que son sumamente importantes (pongamos por caso que no da cuenta del
101
orden trifásico establecido por Arnold Van Gennep). El antropólogo asume entonces la
viabilidad de escoger una hipótesis alterna. Regresa al campo e intenta explicar el proceso
ritual bajo esta nueva dinámica, pero tampoco le satisface. Modifica por segunda vez la
hipótesis, por tercera y por cuarta vez hasta que la quinta hipótesis mutante explica mayor
evidencia que las anteriores. Como se habrá notado, el riesgo se incrementa no por la
modificación de la hipótesis, que pudiera ser en todo caso una herramienta interpretativa
viable, sino por su insistente pretensión de universalidad al asignarle una vigorosidad que
tal vez el fenómeno no alcance a soportar. En todo caso, si la hipótesis se modifica hasta
lograr obtener un grado aceptable de probabilidad que la sustente (evidencia), ¿qué sucede
con lo elementos que no han sido explicados?, incluso, si estamos imposibilitados de una
hipótesis universalizable, y debemos ajustarla no a todo el fenómeno del ritual, sino a una
parte del mismo, ¿sigue siendo honesto argumentar que la hipótesis se adecua al ritual
cuando en realidad estamos escogiendo entre algunos de sus elementos para ofrecerle cierto
rango de probabilidad?
El terror a la incertidumbre es la patología de los inductivistas, por tanto se medican
con hipótesis que se adecuen a su realidad etnográfica, es decir, una hipótesis ad hoc. El
problema es saber cuándo la evidencia etnográfica es suficiente para convertirse en teoría.
Visualicemos la situación desde otro ángulo. Imaginemos una serie de hipótesis
encontradas que insisten en explicar un mismo fenómeno social, situación regular en la
teoría social ¿Cuál de ellas aceptar? “La evidencia dirime” sería la propuesta lakatosiana.
Pero dicho axioma sólo es tímidamente sugerido por Radcliffe-Brown, puesto que, en la
teoría antropológica, la imposibilidad del conocimiento total del comportamiento humano
constituye un enunciado precautorio que amerita atención. En tanto, se sugiere que las
hipótesis mandan porque son camaleónicas y por ende adquieren identidad en la medida en
que la realidad les suministre evidencia. Las hipótesis dependen de la realidad, aunque se
vean sofocadas al externar tal dependencia. Por otro lado, la realidad obedece –aunque sea
la fuente y el árbitro–, porque seguramente es engañada por las hipótesis cuando le
prometen participar del festín de la teoría universal: “Nuestro amo juega al esclavo”
(Beilinson y Solari, 1989), susurra en la oscuridad la realidad.
De todas formas, a Radcliffe-Brown no le intimidaban tales preocupaciones. La
prioridad es dotar a la información etnográfica de un soporte científico. De esta forma, nos
102
argumentaría con vehemencia que no es suficiente seguir con el procedimiento de la
observación participante, el encuentro cara a cara, la activa injerencia y el mimetismo en la
vida social del “otro”, principios y fines de la etnografía según lo visto con Malinowski. Es
cierto que lo anterior es necesario, porque conforma una estrategia idónea para un primer
momento de la labor antropológica, pero es sólo un comienzo necesario pero insuficiente.
Como hemos anotado, Radcliffe-Brown aboga por incorporar el método inductivo a
este primer momento etnográfico. Esta operación se efectúa haciendo uso de una peculiar
apropiación del andamiaje utilizado por las ciencias de la naturaleza, con la clara intención
de modelar una verdadera ciencia antropológica a imagen de aquélla. La etnografía, ahora
sí, se halla en condiciones de evolucionar hacia la antropología social. A partir de la
descripción minuciosa hemos de alcanzar, con ayuda de la inducción, a la antropología
como ciencia en sentido estricto, ciencia que nos permitirá “el descubrimiento de las leyes
fundamentales que gobiernan el comportamiento de las sociedades humanas” (Idem: 51).
Quizás, el principal inconveniente no se encuentra en el maridaje etnografía-método
inductivo, o en el onírico deseo de fijar el comportamiento humano en determinadas
regularidades artificiales, sino en la ferviente creencia en equiparar ley con comprensión. El
problema se agiganta si comenzamos a figurarnos el vínculo entre esta equivalencia maldita
y la ciencia encargada de conducirla. La imagen se torna tenebrosa. Se abandona la
interpretación y con ello la teoría social, optando en cambio por la inducción y sus ciencias
afines. Como veremos en lo sucesivo, la imagen de una realidad social maleable y
objetivada para su manipulación, impregna la visión de Radcliffe-Brown en su intento por
“cientificar” la antropología. Los sujetos o individuos desaparecen, orientando la atención
hacia las instituciones. La estática social se hace urgente en este proceder, desplazando el
conflicto fuera del foco del teórico social que, a todo esto, aparece cada vez más como una
suerte de teórico de la regularidad de las sociedades.
En este sentido, la pregunta acerca del funcionamiento de la dinámica social se torna
acuciante. Explicar, ubicar los hechos culturales como parte de una ley universal, no
consiste en un proceso inductivo que cae como un paracaidista sobre tal o cual sociedad. El
antropólogo social bien debe saber que la inducción esconde el determinante de que los
fenómenos generalizables deban ser de naturaleza semejante. Radcliffe-Brown estaba al
tanto de esta cláusula. Por lo tanto, su insistencia en remedar la metodología de las ciencias
103
de la naturaleza debía asumir cierta clase de rigor científico, en particular, identificar un
campo de análisis compartido universalmente por cualquier sociedad en equilibrio. La
continuidad social y el funcionamiento de las instituciones sociales aparentaban ser los
habitantes de este campo. Así, no debe haber sido una tarea sencilla lidiar con esta
dimensión social; los vaivenes funcionalistas desparramados por Malinowski hacían
dificultosa la labor de delinear un concepto de función que no se entrampara en las
formulaciones externadas por el etnógrafo polaco. Sin embargo, a Radcliffe-Brown le era
indispensable reflexionar en este punto y obtener cierta claridad, a fin de dotar a su
programa antropológico una heurística positiva más poderosa. En 1935, dando muestra de
esta preocupación, Radcliffe-Brown publica en la American Anthropologist el artículo “El
concepto de función en la ciencia social”. En sus primeras líneas, nuestro autor recupera la
definición durkheimiana de función, aunque cabe decir sólo a modo de baliza. En efecto, su
intención es limar las irregularidades “teleológicas” (Radcliffe-Brown, 1974a: 203) que
suscita el dictum de Durkheim, que dice como sigue: la función de una institución social es
la correspondencia entre ésta y las necesidades del organismo social (Ibidem).
Considerando lo anterior, nuestro autor propuso modificar necesidades por condiciones
necesarias de existencia. Esta modificación se filia con la analogía entre la vida social y la
vida orgánica (Ibidem). Para describir la primera recurre a la segunda. Así, nuestro autor
orienta su exposición hacia el funcionamiento de los organismos sociales, siguiendo la
pretendida universalidad de que las acciones se tornen en leyes generalizables. El
coherentismo es aquí una ideología intencional. El concepto de función es, en sí, una ley
que explica –recodemos: explicar es adecuar una singularidad en una generalidad. Es tanto
ley como objetividad, incluso, sugiere ser más radicalizado que la noción de tradición,
costumbre o norma utilizada por Malinowski. La función, definida como condición y no
como necesidad, aunque resulte paradójico, implica un paso previo en la constitución de la
sociedad humana. Con esto, queremos expresar que la función es anterior e históricamente
imposible, ya que no tiene historia; la función es todo, esto es, pasado, presente y futuro:
“Tal como se usa aquí la palabra función, la vida de un organismo se concibe como el
funcionamiento de su estructura. A través y mediante la continuidad de este funcionamiento
se preserva la continuidad de la estructura” (Idem: 204). El funcionamiento de la sociedad
impera sobre la sociedad misma. La continuidad de la sociedad depende de aquél.
104
Sin embargo, si bien la naturaleza del funcionamiento es evanescente y escurridiza,
su incidencia es evidente. Un fantasma camaleónico, un espíritu mecánico. Mas esta suerte
de funcionalcentrismo, en cuanto se transmite a la noción de estructura social, alumbra
esquinas sombrías que nos muestran túneles que nos conectan con otras regiones remotas
de la teoría social. Radcliffe-Brown anota:
La continuidad de la estructura social se mantiene por un proceso de vida social, que
consiste en las actividades e interacciones de los seres humanos individuales y de los grupos
organizados, en los cuales están unificados. La vida social de la comunidad se define aquí
como el funcionamiento de la estructura social. La función de cualquier actividad
recurrente, como el castigo de un crimen o una ceremonia funeraria es la parte que
desempeña en la vida social como un todo y, por tanto, la contribución que hace al
mantenimiento de la continuidad estructural (Idem: 205).
Podemos inferir que hay algo marxiano aquí, en especial aquello que se vincula con la autoreproducción humana. Desde luego que la ausencia tanto del trabajo social como de un
soporte histórico en la cita, acaban por separar a Radcliffe-Brown de Marx. Y no resulta
una nimiedad tal omisión. El devenir de una sociedad queda explicado por su propia
existencia objetiva. En otros términos, se explica su funcionamiento porque no desaparece
la estructura social. La continuidad se fundamenta en la continuidad. La sociedad se funda
y refunda en el funcionamiento de las relaciones sociales. Al agruparse bajo el peso de la
tradición, la costumbre y las normas, la sociedad promueve la certeza del vivir sobre la
incertidumbre del conflicto. Esta preeminencia de la regulación sobre aquello que regula, es
decir, la importancia de las relaciones sociales –institucionales– por encima de los sujetos
que las reproducen y por encima de sus creaciones espirituales y materiales, dota a la
dinámica sociocultural de un halo de funcionalidad mística. El misterio del funcionamiento
social se comprende porque habita dentro del contorno establecido por el reino de la
naturaleza, y el añoro de asemejarse a éste le imprime a la función social su indeleble
huella fetiche. El carácter instrumental que priva en la perspectiva funcionalista de
Radcliffe-Brown queda manifestado en la conexión ente función y estructura social:
El concepto de función, tal como se define aquí, incluye, por lo tanto, la noción de una
estructura que consiste en una serie de relaciones entre entidades unificadas, la
continuidad de cuya estructura se mantiene por un proceso vital compuesto por las
actividades de las unidades constitutivas (Idem: 206).
105
Radcliffe-Brown es sumamente cuidadoso al momento de evitar señalar la imperiosa
estática que irradia su modelo de análisis. Ante la invariabilidad que supone esta
concepción, nuestro autor interpone un dejo de mutabilidad, gracias al cual el contenido de
la estructura social es factible de modificarse, siempre y cuando no afecte la continuidad de
la vida social. Contrario a lo observado en Malinowski, Radcliffe-Brown aboga por
constituir el concepto de función, como “una hipótesis de trabajo mediante la cual se
formulan un número de problemas para la investigación” (Idem: 209). Para comprender
esta utilidad del concepto de función, es menester interponer dos aclaraciones efectuadas
por nuestro autor. Primero, que “la hipótesis no exige la afirmación dogmática de que todo
[...] tiene una función. Exige aceptar que puede tener una, y que está justificado intentar
descubrirla” (Ibidem). Segundo, la hipótesis posee cierta flexibilidad, puesto que
determinado hecho cultural puede tener un “mismo uso social en dos sociedades distintas
[...] Así, la práctica del celibato en la Iglesia católica romana actual tiene funciones muy
diferentes de las que el celibato tuvo en la primitiva Iglesia cristiana” (Idem: 209-210).
Naturalmente, que tal ductilidad es necesaria si la hipótesis no quiere ser presa de
particularismos (recordemos la cruzada universal inductivista). Sin embargo, la cara oculta
de esta maleabilidad en las hipótesis cuenta con un relieve que nos ofrece una
caracterización de la humanidad de corte preservacionista, mediadora y armónica que evita
toda clase de disconformidades, incluso, pareciera subyugar a la diversidad y a la
transformación de las sociedades. No obstante, lo sugerente aquí, es que una vez abierta la
posibilidad de un concepto de función, entendido como una hipótesis versátil, se descubre
la probabilidad de conjugar su aplicación en diferentes estudios sociales: “La aceptación de
la hipótesis o punto funcional [...] tiene como consecuencia el reconocimiento de un vasto
número de problemas para cuya solución son necesarios amplios estudios comparativos de
sociedades de varios tipos distintos” (Idem: 210).
Las tierras malinowskianas han quedado atrás, ahora pisamos terrenos en donde el
color índigo de la tierra se debe a un concepto de función que refiere a las condiciones
necesarias de existencia del organismo o estructura social, identificado como universal,
puesto que permite interpretar el funcionamiento de una práctica cultural en cualquier
sociedad humana. Tal perspectiva, sospechamos, producía no menos que tirria en el
etnógrafo polaco. Así las cosas, si con Malinowski se había bifurcado el camino
106
antropológico en etnología y en etnografía, con Radcliffe-Brown ya no hay esperanzas de
dar vuelta atrás. La antropología se desvincula de la teoría social o teoría de la sociedad en
razón de la exigencia de constituirse como ciencia social universal de la alteridad, en
donde, evidentemente, la alteridad se supedita a la universalidad.
La imparcialidad del titiritero o la función de la antropología como política pública
En vista de lo anterior, si la ciencia antropológica ha de ser universal, debe ser imparcial no
menos que aplicable. El antropólogo, entonces, se verá así como un titiritero que entre
bambalinas dicta los movimientos (sus conocimientos) a los diferentes operadores. Alejado
de la sociedad, en el punto más elevado de su inescrutable palacete, recostado sobre un
aterciopelado y mullido sofá, el antropólogo adoctrina a sus oyentes: funcionarios,
sacerdotes y comerciantes sobre la naturaleza de la actividad científica:
El científico debe mantenerse lo más libre posible de las consideraciones sobre la aplicación
práctica de sus resultados, y con mayor razón en un sector de problemas sobre los cuales se
discute con acaloramiento e incluso con prejuicios. Su trabajo consiste en estudiar la vida y
las costumbres de los indígenas y encontrar su explicación desde un punto de vista de las
leyes generales (Radcliffe-Brown, 1975: 53).
El antropólogo ausente, por voluntad propia, no desea participar de aquello generado por la
sociedad de la cual orgánicamente forma parte; de su disciplina, de su formación y de sus
miserias. No resulta descabellado preguntarnos por qué Radcliffe-Brown adoptaba el punto
de vista del científico “imparcial”, si recordamos su peculiar apodo “Anarchy Brown”
(Kuper, 1977: 1), o su labor como educador en la isla de Tonga, por cierto, ubicada al
extremo de la región melanesia. Sin embargo, en verdad no resulta tan extraño. Peor aún, se
antoja horroroso si aceptamos su afirmación de que la aplicabilidad del conocimiento
antropológico no debe efectuarse por medio de sus colegas en pro de la ciencia misma, sino
que la antropología debe canalizar sus elaboraciones a otros sectores de la sociedad, ¿pero a
quienes?: “El misionero, el maestro, el educador, el administrador y el magistrado son
quienes deben aplicar el conocimiento así obtenido a los problemas prácticos con que nos
enfrentamos en la actualidad” (Radcliffe- Brown,1975: 53). Triste, pero hay más en cuanto
a la función social de la antropología; asumida a esta altura como colaboradora del
107
colonialismo: “Creo que ahora está en condiciones [la antropología] de dar resultados que
pueden ser de un valor práctico inmenso, especialmente para quienes se ocupan del
gobierno o de la mejora de los pueblos atrasados” (Idem: 57-58).
Ahora bien, una idea preocupante permea la imparcialidad de la ciencia. Es claro
que para Radcliffe-Brown la asepsia científica es necesaria para que su aplicabilidad sea
universal, independientemente de quién y en dónde se realice. Este procedimiento supone el
inconveniente de que la imparcialidad de la ciencia universalizable carga con el temor de
transportar teorías o hipótesis viciadas, es decir, preconcepciones que perfilen de antemano
la explicación de un hecho al que se pretende observar (el miedo malinowskiano). No sólo
es necesario, entonces, cuidarse de verse imbuido de las características de la sociedad que
institucionalmente alimenta a la ciencia antropológica, sino que al interior de la misma las
hipótesis y teorías también poseen un riesgo latente. Al respecto, la posición de nuestro
autor exuda indiferencia y asume la situación de manera natural, como si las
preconcepciones fueran inevitablemente intrínsecas a un condicionamiento inviolable,
incuestionable y homogéneo. En este sentido pareciera conducirse su opinión, al afirmar
que “todas las observaciones en etnografía están enormemente influidas por las ideas
preconcebidas, y las ideas preconcebidas del antropólogo preparado son muchísimo menos
perjudiciales que la del viajero medio o del hombre sin preparación” (Idem: 56) ¿“Menos
perjudiciales”?, ¿por qué?, no lo sabemos, nuestro autor no nos ofrece motivo alguno. En
cambio, parece más probable pensar que la reflexión en torno a la preconcepción teórica se
ve silenciada porque, en caso de prestarle atención, la antropología se vería obligada a
regresar por la senda de la teoría social, camino al que ha renunciado sin disimulo, como
hemos venido anotando. Ya que si fuese el caso considerar a la antropología como teoría de
la sociedad, sería conveniente analizarla como un producto históricamente situado y
atravesado por un gran campo de contradicciones políticas, económicas, étnicas, éticas, etc.
En cambio, resulta conveniente para nuestro autor aceptar las preconcepciones sin más,
recurriendo a la “preparación” del antropólogo, por más vaga que resulte tal justificación.
Una posible explicación se encuentra en el rechazo al debate por parte de Radcliffe-Brown.
Le produce tirria la disconformidad y la pluralidad de formulaciones debido a que
“envenenan la atmósfera de tranquila imparcialidad, que es la única en que la ciencia puede
vivir” (Idem: 37). La antropología social cede ante la seducción de imitar los
108
procedimientos de las ciencias de la naturaleza. Para cumplimentar tal entrega, debe
abandonar la construcción de una teoría social crítica y encaminarse en la constitución de
vínculos de conocimiento controlables, probabilísticos y, si es posible, generalizables. El
objeto de estudio es más que nunca un objeto inmutable y transportable. Huérfano de
carácter social, el objeto, sea una institución o una práctica cultural, debe capitular a la
adopción del científico que lo recogerá y le cederá un sitio junto con aquellos de su misma
especie, en un anaquel minuciosamente clasificado.
Malinowski había revolucionando la etnología practicada por el evolucionismo
comparativista de gabinete, acusándola de tratarse una actividad alejada de la información
in situ. El trabajo de campo etnográfico se convirtió en el programa nuevo e indispensable
para conocer el comportamiento humano. Radcliffe-Brown no se contentaba con tanta
radicalidad, e intentó conciliar la potencia etnográfica con la metodología inductiva. La
inducción, si bien es esbozada por Malinowski en Los argonautas, poseía un status
secundario con respecto al registro vivencial de los hechos sociales.
Así, la antropología no sólo comenzaba a jugar a la ciencia con los dados de la
alteridad, sino que ahora los dados, ¡por fin¡ ¡por fin¡ estaban cargados a su favor. El
sentido de alteridad, referido en los planteamientos de Radcliffe-Brown, constituía la
oportunidad de comprender “al otro” desde “un nosotros”. Pero tal ocasión fomentaba un
interés opaco: explicar el comportamiento del “otro” para incorporarlo en la esfera de la
tolerancia del “nosotros”, evitando, al mismo tiempo, cualquier cuestionamiento de ese
mismo “nosotros”, como ocurre por ejemplo con la idea pregonada de neutralidad científica
cuando, paralelamente, se insiste en su vinculación con la intervención colonial, la labor
misionera y la administrativa. La ciencia imparcial, pero al servicio de la intervención,
constituye un adagio que no debe generar menos que su propia negación. Operación
obviamente desdeñada, por lo que hemos observado hasta aquí.
Así las cosas, la antropología como ciencia fue perfilándose con expresa intención.
En su genética, observamos la discriminación de aquellos rasgos que de teoría social
presentara la antropología. Esta selección ha sido promovida no sólo por Malinowski y
Radcliffe-Brown, sino también, como veremos a continuación, por el alcance de algunos de
los tentáculos de ese molusco intelectual llamado Bateson, sobre el cual destinaremos
nuestra atención en la siguiente sección.
109
III. III GREGORY BATESON Y NAVEN O UN MOLUSCO ECLÉCTICO NAVEGANDO EN
LOS INTERSTICIOS DE LA ANTROPOLOGÍA
Naven, after all, was not only the beginning but
also the end of Bateson's romance with
ethnographic representation.
George Marcus
Naven was a study of the nature of explanation.
Gregory Bateson
Si Malinowski revolucionaba la antropología al externar la necesidad de reformular los
cánones etnológicos estilados en la inteligibilidad del comportamiento humano, podría
apuntarse que la labor de Gregory Bateson en Naven constituía uno de los primeros intentos
insurreccionales contra el carácter hegemónico de dicha revolución. Cabe indicar que no
estamos sugiriendo una contrarrevolución sino, en tal caso, una revolución permanente. En
efecto, en Naven, Bateson talla sus formas metodológicas con los cinceles labrados por las
manos de Malinowski, sólo que, por momentos, le resultan problemáticos e inoperantes.
Verbigracia, la revolucionaria estrategia nodal para el registro etnográfico, la observación
participante, no sólo presentaba dificultades al momento de interactuar “como un nativo
entre los nativos”, sino que, por sí sola, no lograba resolver las incógnitas generadas
previamente y durante el trabajo de campo. Por consiguiente, la experiencia en el campo no
era, en sí misma, ni la fuente del conocimiento ni la reorientación de las problemáticas
teóricas a partir de las cuales se estimula cualquier etnografía. Por lo pronto, así lo sugiere
nuestra lectura de Bateson.
Habían transcurrido siete años de la publicación de Los argonautas al momento en
que Bateson se encontraba conviviendo con “the Iatmul people”, a finales de 1920 e inicios
de 1930. Las diferentes villas que poblaban la zona habitada por los Iatmul se localizaban al
extremo occidental de lo que actualmente se conoce con el nombre de Estado
Independiente de Papúa-Nueva Guinea1. De esta primera estancia en la región melanesia,
fueron recolectándose el material etnográfico y germinando las inquietudes que se
1
Para una actualización etnográfica del pueblo Iatmul, se recomienda el artículo de Eric Kline Silverman
“The Iatmul: Tourism and Totemism in Tambunum, Sepik River”, en Silverman, 2009.
plasmarían posteriormente en la peculiar obra denominada Naven. Su título, recuperado de
la ceremonia homónima, se refiere a la singular relación entre el hermano de la madre
(wau) y el hijo de ésta (laua). La peculiaridad residía en que durante dicha ceremonia, el
hermano de la madre se identificaba tanto con el padre del hijo de su hermana (y al mismo
tiempo como esposo de su hermana), como también con la madre del hijo de su hermana y,
finalmente, como esposa del hijo de su hermana. De hecho, en lo tocante a la segunda y
tercera de las identificaciones, lo relevante es que el hermano de la madre se trasviste con la
indumentaria propia de las mujeres; de ahí, el reflejo como madre y esposa del hijo de su
hermana. Derivado de lo anterior, nuestro autor se sorprendía al observar cómo en una
ceremonia Naven sobresalían de manera inusitada los aspectos emocionales de la cultura
Iatmul como en ninguna otra instancia. Cabe intercalar aquí que las ocasiones determinadas
para llevar a cabo una ceremonia Naven, eran agruparlas de acuerdo a la participación de
los miembros de la tribu en los siguientes hechos: captura u homicidio de un enemigo
foráneo, caza y pesca de un gran animal o un gran pez, fabricación de canoas, remos o
lanzas y, finalmente, cambio de status social. Es importante destacar que en la mayoría de
los casos en donde ameritaba la celebración Naven, se debía a que tales actividades eran
realizadas por primera vez, tratándose en la mayoría de los casos, de niños y púberos sus
ejecutantes, incluyendo los eventos de secuestro y homicidio de un extraño.
De aquello que inicialmente sugería ser el estudio sincrónico de una ceremonia,
acaba transformándose en un análisis, clasificación y una tarea, no menos que lúdica, de
incorporar modelos explicativos cuyo cometido fundamental consistió en elucidar dos
aspectos estandarizados de la estructura cultural Iatmul: el ethos y el eidos. En breve, el
primero de éstos alude a los afectos y sentimientos observados bajo el tamiz de la distinción
entre el ethos masculino y el ethos femenino. Mientras que el segundo aspecto, el eidos,
explica el bagaje y la gimnasia (cognición) de la información que los nativos empleaban
para discutir en torno a la nomenclatura de su sistema de parentesco, incluyendo las
historias clánicas y totémicas que lo acompañan. Llegado el momento de internarnos en
Naven, esperamos desenvolver lo anterior con la pretensión de clarificar el tratamiento
expuesto por Bateson.
No obstante, es oportuno indicar que el proyecto que animaba el cauce de esta
investigación nunca estuvo claro, ni antes ni durante la estancia de Bateson entre los Iatmul.
111
Incluso, como él mismo lo expresa, sólo como resultado del intercambio de información
con Margaret Mead y Reo F. Fortune –ambos se encontraban “etnografiando” en las
cercanías–, y con el aliciente de la lectura de un manuscrito formulado por Ruth Benedict
que le acababa de caer en sus manos, fue posible que se gestara en la mente de Bateson la
idea de perfilar su reflexión hacia la estructura cultural –eidos y el ethos–, y en particular,
hacia las impresiones que de esta dimensión estructural afloraban en la ceremonia Naven.
De hecho, estos estímulos que surgieron poco tiempo antes de abandonar Papúa-Nueva
Guinea, adoptan solidez y desarrollan cierta clase de convencimiento, estando Bateson
fuera del campo, tal vez en un cubículo, en una biblioteca o en su domicilio. De cualquier
forma, se trata de una confesión que asombraría, como era de esperarse, al etnógrafo entre
los etnógrafos: Bronislaw Malinowski, para quien, antes o fuera de la etnografía, no debía
haber nada, ni información, ni prejuicios, ni teorías. Por lo tanto, esta imposición límpida
“revolucionaria”, a Bateson no le facilita en absoluto su labor; tan es así que percibe sus
últimos días en campo de manera angustiante, en donde la mentada observación
participante le resulta a todas luces una empresa inalcanzable no menos que vana. Así, a
partir de estas condiciones de congoja es cuando su imaginación derriba las fronteras
predeterminadas por la “nueva metodología”, y dedica sus esfuerzos a reflexionar en la
post-etnografía. De esta forma, nuestro autor vira su atención a la especulación teórica, la
manipulación de categorías y la interdisciplinaridad avant letter. Como intentaremos
desglosar a lo largo de la sección, el cuestionamiento de Bateson se radicaliza considerando
los siguientes puntos:
a) el fomento de un cuestionamiento orientado a ampliar las formas de representación,
atizando las posibilidades de combinar métodos y nociones fuera de la observación
in situ, con la finalidad de hacer el registro etnográfico flexible y plástico;
b) con base en lo anterior, y en una suerte de crítica metodológica inmanente, se aboga
por redimensionar y revolver una y otra vez las herramientas disponibles y los
presupuestos formativos, actuando para esto con licencia en la elección, incluyendo,
desde luego, una negación reflexiva a utilizar tal o cual instrumento incrustado o
112
sedimentado en el proceder etnográfico, sea “clásico” o “revolucionario”;
finalmente,
c) la insistencia en un vértice de pensamiento crítico que supone externar las
deficiencias, debilidades e inconvenientes éticos y teóricos que la tarea del
antropólogo o etnólogo conlleva, en especial, estimular una suerte de honestidad
intelectual al momento de revisar los propios pasos caminados.
Considerando los preceptos reseñados, en lo sucesivo nos volcaremos a la tarea de articular
las formulaciones críticas que pensamos se encuentran al interior de Naven. Sin la intención
de obstaculizar lo anterior, antes de internarnos en el mencionado desglose creemos
convenientes reparar en los antecedentes antropológicos de Bateson, fruto de su
intercambio con uno de sus principales interlocutores en el aprendizaje del oficio
antropológico: Bronislaw Malinowski. Como veremos a continuación, el mencionado
etnógrafo había poseído, paradójicamente, una marcada influencia en el enamoramiento de
su aprendiz por la antropología.
Tentáculos malinowskianos
Bronislaw Malinowski reinaba en la antropología social cuando apareció la primera edición
de Naven, en 1936. En el prefacio, Gregory Bateson escribe un remedo de confesión, en el
cual aduce abrevar y regurgitar de las aguas malinowskianas. Es probable afirmar que dicho
proceso confesionario no había resultado simple. Nos imaginamos que la adopción de la
estrategia enfatizada por Malinowski fue inicialmente incorporada con entusiasmo, para
luego ser desplazada como consecuencia de su imposibilidad. Nuestra inquietud, en el
vínculo entre Malinowski y Bateson, se origina a partir de la siguiente lectura:
In this Foreword, I wish to stress my admiration for Profesor Malinowski’s work. In the
body of the book I have from time to time been critical of his views and theoretical
approach. But, of course, I recognise the importance of his contributions to anthropology,
and though I may think it time for us to modify our theoretical approach, the new
theoretical categories which I advocate are largely built upon ideas implicit in his work
(Bateson, 2003: IX).
113
Quizás, se deba al estilo mesurado de Bateson que a lo largo de la obra no se introduzcan
explícitamente los puntos de vista cuestionados, ni tampoco se identifique a su destinatario.
Su cautela y humildad lo orillaban a no tomar una actitud desafiante hacia tal o cual
postura. Como se insinúa en la cita, deseamos focalizar la atención en aquellas
aproximaciones teóricas que subyacen a los cuestionamientos ideados por Bateson. En
otros términos, en la presente sección nos dedicaremos a recuperar aquellas ideas
malinowskianas que mellan el trabajo de Bateson en Naven.
Conviene principiar con el enfoque privilegiado en la obra: el sincrónico. Esta
perspectiva nos sugiere el interés en el acontecer de la vida sociocultural; cuya segunda
cara es ilustrada por la vivencia in situ: como se ha observado por mí (“as seen by me”,
Idem: 157). En otras palabras, se analiza la presencia del fenómeno porque “he sido
testigo”. El fenómeno infunde su importancia, toda vez que sucede ante nuestros ojos y no
por medio de versiones de terceros. El criterio táctico que solventa tal procedimiento
absorbente –se busca aspirar todo cuanto sucede a nuestro alrededor– consiste en una
variante de la denominada metodología exegética. Por exégesis entendemos considerar a la
información suministrada por los nativos como verdadera. La variante expresada por
Bateson, anida en incorporarle a esta información una versión reflexionada por el
antropólogo una vez dejado “el campo”:
The anthropologist in the field collects details of culturally standardised behaviour. A large
part of this material takes the form of native statements about behaviour. Such statements
may be seen as themselves details of behaviour; or, more cautiously we may regard them as
true and supplementary to the anthropologist account of behaviour which he has witnessed
(Idem: 23).
Naturalmente esta variante de registro etnográfico sigue las huellas malinowskianas, pero,
paralelamente, fija su propia senda. Nos explicamos. La información nativa es asumida
desde un inicio como veraz, y el etnógrafo, en su papel de etnólogo o antropólogo de
gabinete, tiene la facultad de revisar la veracidad. Pero no sólo la veracidad, sino también
introducir piezas faltantes que denoten un vacío explicativo. Esto supone que a la
información obtenida de primera fuente es factible agregarle aquellas impresiones que no
brotaron de la boca de sus informantes, ya que pudieran haberse captado e interpretado de
manera indirecta y especulativa por fuera de la acción intencional de sus comunicadores.
114
Así, estas conjeturas por fuera de la exégesis nativa suponen un giro radical frente al
mandamiento aséptico de Malinowski, según el cual el etnógrafo debe actuar con firmeza a
la hora de evitar prejuicios e interpretaciones generados por fuera del trabajo de campo 2. En
esta impronta, Malinowski había advertido que ignorar la distinción entre información
nativa y aportación del etnógrafo podía afectar la integridad de este último. Como se
recordará, la ciencia pura era tal debido a la mínima interpretación –léase: manipulación,
adecuación o plasticidad– de los hechos registrados por medio de una percepción
estrictamente audiovisual. Quien osara travestir los hechos en especulación teórica, sin
exponerlo con franqueza, pesaría sobre dicha persona la duda sobre la veracidad de sus
conocimientos. Consabido resulta que se trata de una advertencia dirigida a sus
contemporáneos, pero fundamentalmente al pasado, a los enciclopedistas comparativistas y
a los “etnólogos evolucionistas de salón”. El axioma postulado por Malinowski dice: “un
etnógrafo que pretenda inspirar confianza debe exponer clara y concisamente, en forma
tabularizada, cuáles han sido sus observaciones directas y cuáles las informaciones
indirectas que sostiene su descripción” (Malinowski, 1995: 33).
Esta exigencia de honestidad intelectual es otro de los tentáculos que nace del
cuerpo etnográfico de Bateson, sólo que parece un tanto más extenso y su funcionamiento
justifica un argumento opuesto al externado por el profesor Malinowski. En efecto,
mientras que en Bateson la franqueza asoma al declarar que la obra final es producto de la
mixtura entre la información nativa y la interpretación etnográfica, enfatizando con
honestidad la importancia de la segunda; para Malinowski la honestidad permite identificar
la impureza, la manipulación y la especulación de una etnografía cuya solvencia empírica
se desvanece. Confesar la mentada distinción en Malinowski es enjuiciamiento, en Bateson
reflexión. Regresaremos sobre este tópico más adelante, cuando nos detengamos en algunos
2
En relación con la postura correspondiente a la defensa de la objetividad científica al momento de abocarnos
a las figuras de Malinowski y Radcliffe-Brown, cabe señalar que no hemos pretendido asignarle un sitio
originario a dicha postura. Émile Durkheim, en una de las obras torales para la teoría social –Las reglas del
método sociológico (1895)– escribió: “los fenómenos sociales son cosas y se les debe tratar como tales […]
En efecto, se entiende por cosa todo lo que es dado, todo lo que se ofrece, o, más bien, todo lo que se impone
a la observación (Durkheim, 2000: 47). Por consiguiente, para Durkheim la purga de subjetividad científica se
logra si consideramos la siguiente condición: “Puesto que es por medio de la sensación como nos es dado el
exterior de las cosas, podemos decir, en resumen: la ciencia, para ser objetiva, debe partir no de conceptos que
se han formado sin ella, sino de la sensación. Es de los datos sensibles de los que debe tomar prestados los
elementos de sus definiciones iniciales […] El punto de partida de la ciencia o conocimiento especulativo no
podría ser otro que el del conocimiento vulgar o práctico (Idem: 59).
115
de los pormenores presentes en Naven. Por el momento, baste tener presente el sentido de
ambas posiciones.
Ahora bien, es probable que uno de los legados más significativos ofrecidos por
Malinowski, a la antropología en general y a la etnología en particular, sea la perspectiva o
facultad de ordenar en vivo la observación de una sociedad extraña. Uno de los desafíos
que presentaba salir del gabinete y abandonar la comparación de documentos era la
dificultad de encontrarse con una alteridad desordenada debido a su “natural extrañeza”. En
otras palabras, consistía en la problemática de habitar entre gentes cuya forma de vida
aparecía caótica, incoherente e inaccesible. Por lo pronto, así lo muestra el tinte exotista y
despreciativo de los registros anteriores a la segunda mitad del siglo
XIX.
Superando lo
anterior, Malinowski logra regular la inteligibilidad del “otro”. Asimismo, asesta un golpe
al etnocentrismo evolucionista y al rumor extendido de un otro salvaje ajeno a un nosotros;
salvaje cuya vida social se asociaba a un conjunto de costumbres y prácticas socioculturales
fragmentarias, disparejas, sobrevivientes y sin sentido. En este contexto epistemológico,
Malinowski instala la fórmula de cómo comprender una sociedad ajena; ordenando aquello
que suponía ser, en sí, un caos. A partir de entonces, el etnógrafo cruza el umbral que le
infundía el miedo a lo desconocido. De ahora en más, el temor al desorden del “otro” pasa a
ser un episodio superado, y la facultad de “llegar al campo” con la posibilidad de ordenar la
extrañeza es rendirle un gesto de simpatía a la aventura malinowskiana.
Así las cosas, es importante mencionar que dicho orden debe presuponer dos
fundamentos. El primero consiste en instalar la otredad como parte natural de la
universalidad. El segundo anida en que una vez asumida la diversidad sociocultural como
un universo humano, el siguiente paso es emprender el conocimiento de lo extraño,
considerando, en principio, las semejanzas antes que las diferencias culturales, con respecto
a la sociedad en la cual el antropólogo se encuentra familiarizado. La atención en las
semejanzas sugiere que el camino para la comprensión de la alteridad conviene iniciarlo en
un “nosotros”. Dice el dictum malinowskiano: “siempre es mejor abordar lo desconocido a
partir de lo conocido” (Idem: 101). Bateson recupera la enseñanza y nunca pretende
desprenderse de ella. Un claro ejemplo lo encontramos al abordarse el estudio del ethos
Iatmul:
116
Before describing the ethos of Iatmul culture, I shall ilustrate the ethological approach by
some examples taken from our own culture in order to give a clearer impression of what I
mean by ethos (Bateson, 2003: 119).
No obstante, somos conscientes de que hemos transitado acuciosamente al enlazar orden y
familiaridad cultural. Es cierto que ordenar un complejo cultural extraño supone transferirle
categorías clasificatorias empleadas de manera convencional por el etnógrafo. Como se
recordará, Malinowski era consciente de este punto. Él asumía la familiaridad anclada a una
universalidad humana, pero de ninguna forma una familiaridad intercultural teórica. Así, el
proceso de inteligibilidad implicaba asumir de antemano dimensiones interculturales
semejantes y, naturalmente, tener en claro cuáles eran éstas. La cuestión puede enunciarse
como sigue: qué y dónde observar. Como se ha notado, ambos interrogantes reptan sobre
una realidad social que debe ordenarse, y su comprensión sólo pareciera ser posible al
considerar aquellos aspectos torales para el funcionamiento y la continuidad de la sociedad.
En este sentido, Malinowski había sido suficientemente claro por dónde iniciar: “el
etnógrafo tiene el deber de destacar todas las reglas y normas de la vida tribal”
(Malinowski, 1995: 29). Por su parte, Bateson no ofrece señal alguna de disconformidad:
“The anthropologits in the field collects details of culturally standardised behaviour”
(Bateson, 2003: 23). Así, ordenar una realidad que supone ser compleja y extraña significa
identificar sus resortes fundamentales, esto es, los hábitos y regulaciones que imperan en su
funcionamiento.
Empero, la finalidad de detectar las normas o costumbres es sólo el comienzo. Es
menester abocarse a la labor de explicar cuáles son estas regulaciones presentes en la
totalidad de la sociedad que se pretende comprender. Hay que recordar que un auxiliar
imprescindible para tal empresa consistía en aceptar una unidad o estructura humana
universal; a partir de la cual era factible acceder a una concepción de familiaridad
intercultural. Por ejemplo, internarse en cualquier sociedad sugiere la posibilidad de
reconocer aquellos aspectos emocionales y cognitivos presentes en el funcionamiento de su
estructura. En el caso de Bateson, los aspectos estandarizados que permitieron comprender
la cultura Iatmul se identificaron con las categorías de ethos y eidos –a las que se agrega
una tercera que omitimos abordar, denominada sociología. Siguiendo a nuestro autor, en
ellas se expresaban tanto los detalles y funciones particulares, como los patrones generales
117
que regulan la cultura Iatmul. Pero en este movimiento, Bateson comienza generar sus
propios tentáculos, puesto que las categorías utilizadas sugieren ser importadas desde fuera
del campo y no empleadas como consecuencia de la información empírica. Es cierto que en
Los argonautas, Malinowski abusa indiscriminadamente de un psicologismo que identifica
las emociones humanas como el contenido de un receptáculo denominado actitud mental o
también estructura profunda. En diáfano distanciamiento, Bateson necesita reformular la
estrategia explicativa como resultado de su pobre empirismo, sobre el cual las categorías
empleadas son presentadas necesariamente como post-etnográficas y ex profeso.
¿Cómo realiza esta operación nuestro autor? Subvirtiendo el orden de prioridades
profesadas por Malinowski. En otras palabras, cuestionando desde el interior de la
observación participante el privilegiado sitio de la estrategia ultraempirista. Para
cumplimentar tal finalidad, Bateson se inclinó por convalidar la pertinencia de incorporar
niveles de abstracción, dentro de los cuales se incluye a la etnografía misma. Asimismo,
abogó por calibrar en rango similar, la información nativa y la especulación teórica.
Veamos en qué consiste tal insurrección.
Yo... pulpo
El primer Epílogo de Naven, escrito en 1936, cuenta con una extraña e inaudita reflexión
sobre el material que lo precede. Una singular reflexión que articula el acento en el carácter
ensayístico de la obra, con las posibles debilidades estimadas para alimentar su propio
cuestionamiento. En las entrañas de tal reflexión, entendemos que la radicalidad de
reinterpretar la labor etnográfica revolucionaria surge desde el fracaso de la experiencia
concienzuda de la misma. Asombra la honestidad que dimanan un conjunto de párrafos que
invitan a no valorar seriamente las 250 páginas que anteceden al epílogo. En síntesis, podría
caracterizarse como si se tratarse de un ensayo en clave de etnografía negativa, fundado en
una reflexión destinada a evitar la estrategia dominante y el reinante sentido aséptico de la
misma. En verdad, nos vemos tentados a reproducir enteramente el Epílogo, pero
francamente constituiría una iniciativa exagerada. En cambio, optamos por interpretar sólo
algunos pasajes afines a la concepción que de crítica radical pensamos que presenta el
texto.
118
Cierto estilo implosivo tienen las líneas que abren fuego al Epílogo: “The writing of
this book has been an experiment, or rather a series of experiments, in methods of thinking
about anthropological material” (Bateson, 2003: 257). La palabra experimento colinda con
el ejercicio positivista, pero el sentido atribuido por Bateson en nada cumple con tales
expectativas metodológicas. El experimento, aquí, consiste en jugar con las posibilidades
interpretativas y no con la corroboración de enunciados. Nada más alejado de la prueba
empírica podría encontrase en Naven: “I certainly cannot claim that my facts have
demostrated the truth of any theory” (Idem: 279), nada que pretenda ahondar en el ansiado
cúmulo de información etnográfica; en resumen, nada que se asemeje a la finalidad
canónica empirista protegida por el profesor Malinowski, y mucho menos con las
expectativas cifradas por Radcliffe-Brown. Así, por lo pronto, lo entendemos en la lectura
de la siguiente sentencia: “My field work was scrappy and disconnected –perhaps more so
than that of other anthropologist” (Idem: 257). Para el estilo hegemónico de la antropología
social en aquellos años, tal arrojo de sinceridad bien hubiera bastado para desplazar la obra
al albergue de otras disciplinas científicas. Con seguridad, sus detractores puristas
increparían a Bateson con el siguiente argumento: “si la base de una etnografía es
insuficiente, ¿obtendremos antropología?”. Tal vez no se contentasen con indicar su
menosprecio a la obra y, socarronamente, intentaran salar la herida abierta al preguntar “¿a
qué se ha dedicado usted, señor Bateson, durante su estadía en campo?... ¿cómo habremos
de conocer a la gente Iatmul si sus datos están incompletos?” A lo cual, Bateson, que
probablemente no consideraba con seriedad tales enjuiciamientos, plasmaría su respuesta
en las palabras que siguen:
I did not clearly see any reason why I should enquire into one matter rather than another. If
an informant told me a tale of sorcery and murder, I did not know what question to ask next
[...] In general therefore, apart from a few standard procedures such as the collection of
genealogies and kinship terminology, I either let my informants run on freely from subject
to subject, or asked the first question which came into my head (Ibidem).
Increíble. Ahora comprendemos por qué, entre otros motivos, Naven se ubica entre los
intersticios de la historia de la etnología y la antropología. Es oportuno indicar aquí que
Bateson no era un improvisado jugando a ser etnógrafo o un explorador inexperto arribando
por primera vez a tierras desconocidas. Con anterioridad a su estancia entre los Iatmul,
119
nuestro autor había acompañado a otra de las grandes figuras de principios de siglo
XX,
Alfred Cort Haddon, en su travesía entre los Sulka y los Baining de la isla de Nueva Britana
(Levy y Rappaport, 1982), aneja a Papúa-Nueva Guinea. Por consiguiente, Bateson no era
un espontáneo en el registro etnográfico.
Con fruición desbordante, Bateson intentaba bañarse con ferviente empeño en las
aguas de la observación participante, internándose entre los Iatmul con la deseosa
convicción de aspirar todo aquello que sucedía a su alrededor. De hecho, intenta dejar atrás
las preconcepciones y perspectivas que pudieran filtrar, discriminar o clasificar la
información aspirada. Mas el ímpetu revolucionario fue tal, que como suele decirse en la
jerga política, acabó por “quebrarlo” y “fundirlo”. La extrema asepsia le suprimió las
defensas y el pulpo piensa que es un escualo a punto de fenecer. El blanco es un color
pálido, tal vez el más opaco de los colores, y algo análogo ocurre con la teoría social y el
quehacer científico en general. De todas formas, Bateson reflexiona sobre su amarga e
incierta situación en pleno campo, y atestiguando la inoperancia de la creciente figura
mitológica de la observación participante y su empirismo fiel, finalmente logra concentrar
fuerzas para negarla. En tal estado de abandono, atado a una soga de arena al interior de
una revolución que fomenta preceptos “incuestionables”, Bateson fecunda un proceso de
negación que lo libera de la atrofia que lo constreñía. Así, montado en tal insurrección, trata
de impulsar el pensamiento crítico negando aquellas condiciones supuestamente
inviolables, con el objetivo de darle cauce a nuevas estrategias interpretativas.
Seguramente Bateson era consciente de la subversión que prefiguraba. Sus
coqueteos con los popes de la antropología social, los multicitados Profesor Malinowski
and Profesor Radcliffe-Brown, tal vez potenciaran la resonancia de sus peculiares
reflexiones al compás de la construcción de Naven. Es probable, también, que sus
pensamientos minasen los debates académicos contemporáneos con relativa publicidad,
despertando ciertas oposiciones en el ámbito antropológico. De ahí, es factible interpretar
los antecedentes que lo llevaran a bosquejar una silueta de sus detractores: “I am here
stressing the lack of method in my field work in order to satisfy those who may say that I
have “selected my facts to fit my theories”” (Bateson, 2003: 258). En tal desnudamiento,
observamos que los métodos y los hechos deben mantenerse diferenciados, y Bateson logra
radicalizar esta norma hasta transformarla en una herramienta plástica.
120
Conviene recordar que estamos en el Epilogo, en donde la reflexión incluye admitir
que todo lo escrito ha sido logrado fuera del campo, es decir, una post-etnografía revisada
y vuelta a desmontar. Sin embargo, habíamos notado que en el Prefacio se explicitaban
muestras de gratitud intelectual hacia Malinowski y Radcliffe-Brown, vinculadas con la
pretensión de que la estadía en campo entre los Iatmul, Bateson la había planeado realizar
siguiendo las estrategias de ambos etnógrafos. Empero, estando en campo, nuestro autor
actúa contra natura; observando hechos que parecen no expresar afinidad alguna entre sí, al
tiempo que experimenta con su propio quehacer y delinea la posibilidad de reinterpretar la
etnografía precedente y la restante según nuevas modalidades.
No resulta fatigoso insistir en su “fallido momento empirista”. Pero en este caso, la
radicalidad promovía el desorden antes que el orden; y el desorden acabó agitando el caldo
de cultivo que llevó a la articulación de nuevas opciones. Entre tanto, al asimilar el extravío
teórico en el que se encontraba, Bateson optó por llevar las enseñanzas de sus maestros
hasta el límite del paroxismo intelectual: “No one system of organization ran through the
material, but in general my groups of facts had been put together by my informants, so that
the systems of grouping were based upon native rather than scientific thought” (Idem: 259).
Radicalizar de este modo la exégesis a Bateson le permitió abrir una válvula por donde
fluyeron la presión de la incertidumbre y la desorientación que lo aquejaban. Así, el
ordenamiento de la cultura no era una actividad exclusiva del etnógrafo; en cambio, el
orden y la coherencia de las manifestaciones culturales eran suministradas por el
pensamiento Iatmul, al cual el pensamiento científico accedía a incorporarlo como material
de “primer orden”. Como resultado de tal operación, resultó que las impresiones del
etnógrafo comenzaran danzar libremente, gracias a la orquestación y especulación de
teorías y nociones post-etnográficas. De este modo, y en una suerte de “segundo orden”,
fueron desplegadas las estrategias metodológicas con la labor de redimensionar la
información, aunque vale decir, también, que las expectativas iniciales posiblemente no se
fijaran en la concreción imaginada.
Al final del Epílogo, Bateson desliza otra de sus confesiones, tamizada quizás por la
presión de una revolución que insistía en privilegiar el almacenamiento de hechos
etnográficos: “It is clear that I have contributed but little to our store of anthropological
facts and that the information about Iatmul culture which I have used in the various
121
chapters does no more than ilustrate my methods” (Idem: 278). Los hechos son un
instrumento, un aditivo cuya sustancia hace visible otras herramientas empleadas. Naven es
uno de esos casos, en donde las inquietudes brincan como sapos: ¿dónde se encuentran los
hechos?, ¿cómo se ilustran los métodos?, ¿cómo se entretejen?, ¿cómo interpretarse?,
¿cómo se explican? Deslicémonos sobre esta suerte de metodológica ecléctica y
etnográfica Iatmul.
La ecléctica de Naven y la videncia de un sobreviviente
Obviamente resulta dificultoso asimilar una etnografía que niega con vehemencia a ser
considerada como tal. Esto pareciera ocurrir con Naven y su práctica de articular diferentes
elementos afines a la comprensión y la explicación. Tal vez, en los términos del debate
clásico entre ambas modalidades, Bateson sería un equilibrista en tensión, deambulando de
un lado al otro de la controversia. George Marcus, profesor del vanguardista Departamento
de Antropología de la Universidad de California - Irvine, estima correcto ubicar a Bateson
como un sobreviviente filiado al estilado enciclopedismo decimonónico europeo (Marcus,
1984: 427) –recuérdese que nuestra interpretación se decanta por plantear a Bateson como
un radical critical–, y por lo tanto se pensaría que vamos en sentido opuesto al reafirmar
que Bateson ejercita su cuestionamiento asumiendo los procedimientos dominantes, ligados
a la revuelta etnográfica iniciada por Malinowski. Sin establecer el marco interpretativo de
Naven, entre una obra sobreviviente o una obra vidente, es... evidente, que Bateson navega
a barlovento de la antropología en boga; como lo refleja, por ejemplo, su iniciativa de
transformar la información etnográfica utilizando un collage de categorías a partir de las
cuales es plausible observar la vida sociocultural desde perspectivas ethológicas y
eidológicas. Mas también es evidente que nuestro autor no renuncia a la práctica
etnográfica afincada en el análisis de las dinámicas culturales regulativas o normativas que
ilustran la continuidad de la sociedad, como indicaban los preceptos de su tiempo. Si se
contemplara sus trazos intelectuales como continuadores del enciclopedismo, quizás sea de
corte naturalista. Nociones como sistema, sismogénesis, cibernética, o, incluso,
comunicación lingüística, encuentran en las ciencias de la naturaleza una clara familiaridad.
No obstante, pensamos que Bateson inspira una credibilidad interpretativa que bascula a
122
favor de la comprensión más que de la explicación o el orden clasificatorio, a pesar de que
el propio autor por momentos enfatice lo contrario. La sugerencia nos viene de su
modalidad de incorporar una trama teórica –un segundo orden–, que se monta (para luego
desmontarse) a gusto y piacere del etnólogo, sobre una discriminación etnográfica previa
(la exégesis nativa).
En términos heurísticos, la metodología que nos invita a seguir Bateson al abordar
el registro etnográfico es el análisis estructural. Esto supone ordenar las prácticas
culturales en estructuras, en el sentido condicionante y a la vez fáctico que posee el
término. Es interesante esta orientación estructurante (un proto-habitus bourdieuano), sobre
todo por el desarrollo de la misma. En efecto, nuestro autor conjuga múltiples estructuras:
la cultura es una estructura, el ethos es una estructura, el eidos es una estructura y la
sociedad es una estructura; con lo cual estamos en un análisis entre-estructuras en términos
epistemológicos y estructuralista en términos sociológicos. Cada una de las estructuras
“están ahí”, y la historia no es un asunto cardinal, porque estructura no implica tradición; ya
que esta última, según lo expresa nuestro autor, tiene una supercarga diacrónica, cuyo
contenido por honestidad realista el etnógrafo debe desatender3.
La tradición, entonces, es despojada o desnudada (stripped) de su hálito de pasado,
con lo cual la tradición consiste en los “given facts” de una cultura, es decir, “as premises”
(Bateson, 2003: 24) que conforman la estructura cultural. Por consiguiente, nuestro autor
nos informa que la tradición es “synonym” de estructura cultural. Indiquemos que la noción
de premisa se refiere a los enunciados generalizables del comportamiento cultural, como,
por ejemplo, las muestras emocionales entre los géneros, la filiación totémica, la relación
entre el hermano de la madre y el hijo de la madre, etc. Así, la tradición es considerada
como el hábito, la fuente inagotable de la perspectiva sincrónica. Esta suerte de desplante
hacia la historia es consecuencia de la modestia de nuestro autor, quien no desea atravesar
el tiempo para construir una historia “mitologizada” Iatmul.
Si Bateson “observaba” estructuras en el comportamiento Iatmul, o si luego de
registrar la información pertinente fue ordenándola en categorías estructurales, más que una
disyuntiva constituye una relación. Pensamos que al interior de esta vinculación es donde
3
Aquí, por honestidad, se entiende a la imposibilidad por parte de la etnografía de dar cuenta de procesos
históricos cuya temporalidad se considera tan extensa, que excede el registro del etnógrafo.
123
plausiblemente la perspectiva estructural de Bateson adquiere potencia, como consecuencia
de confluir la dimensión multiestructural y la plasticidad inusitada e irreverente de la
adecuación de la información obtenida en las categorías escogidas. El hecho aquí sigue
siendo la novedosa impronta conceptual estructural utilizada por Bateson, desde el interior
mismo del quehacer etnográfico.
En este sentido, situarse en la reproducción de la etnografía, según los parámetros
malinowskianos, constituye la dinámica desde donde se prefigura la negación que acaba
edificando una figura divergente a la troquelada por el antropólogo polaco. Como se
recordará, la labor del etnógrafo consistía en recolectar los aspectos estandarizados que
regulan el comportamiento social, o en el lenguaje de Bateson, las premisas integrantes de
la estructura cultural que condicionan la continuidad de la cultura. Manifestación de tales
premisas son las identificaciones entre parientes, como ocurre con la relación wau
(hermano de la madre) y el laua (hijo de la madre), pero también la identificación del laua
con los clanes maternos y paternos (el laua posee dos clases de nombres afines a las líneas
matrilineal y patrilineal) cuentan como premisas. Tanto las identificaciones afectivas o
emocionales, como las cognitivas –que suponen un complejo conocimiento de los
diferentes nombres clánicos y totémicos–, componen los aspectos estandarizados de la
cultura Iatmul.
En cuanto a los afectos o emociones, Bateson propone el “ethological approach”,
que consiste en abstraer “from a culture a certain systematic aspect called ethos which we
may define as the expression of a culturally standardised system of organisation of the
instincts and emotions of the individuals” (Idem: 118). En lo que atañe al género masculino,
el ethos estandarizado es expresado con la ostentación del orgullo (herencia de un reciente
pasado hunt-hunter); en cambio, el ethos femenino se caracteriza por su cooperación y
animosidad.
En cuanto al segundo de estos aspectos, el cognitivo, Bateson advierte la
importancia, entre los varones adultos Iatmul, de la memorización de los nombres de los
clanes y tótems que representan, además de las historias y mitos que los acompañan. La
cifra en verdad sorprende, puesto que se anotan entre mil y dos mil nombres que deben
memorizarse para ser expuestos en caso de disputas por motivos de filiación (situación
recurrente), entre las familias involucradas. Bateson no duda en calificar de “eruditas”
124
(Idem: 227) a las personas que almacena tal información. Aunado a lo anterior, el aspecto
cognitivo no sólo tiene significado y utilidad ente los varones y en situaciones
exclusivamente de discrepancias familiares, sino que su incidencia alcanza la totalidad y
cotidianidad de la cultura Iatmul:
The naming system is indeed a theoretical image of the whole culture and in it every
formulated aspect of the culture is reflected. Conversely, we may say that the system has its
branches in every aspect of the culture and gives its support to every cultural activity. Every
spell, every song [...] contains list the names. The utterances of shamans are couched in
terms of names [...] Marriages are often arranged in orden to gain names. Reincarnation and
succession are based upon the naming system. Land tenure is based on clan membership
and clan membership is vouched for by names (Idem: 228).
El sistema de nomenclatura es un aspecto nodal en la cultura Iatmul; es tanto un
conocimiento teórico como práctico, expresado de manera continua en la vida social. No
obstante, el aporte inteligente e innovador de Bateson (aludido con anterioridad) anida en
que los aspectos agrupados en el ethos también portan significado para las demás
subdivisiones de la estructura cultural Iatmul, como por ejemplo en lo concerniente al
eidos. Las estructuras no sólo permiten clasificar la información obtenida, sino que,
además, es posible interpretar un mismo fenómeno desde estructuras diferentes. Esto
supone, entre otras cosas, que las estructuras comparten un lenguaje que permite reflexionar
los fenómenos desde perspectivas diversas. Pero fundamentalmente admite que los
diferentes aspectos sub-clasificados afectan la totalidad de la cultura Iatmul, ya que se
encuentran entretejidos en el comportamiento social: “We must expect to find that every
piece of behaviour has its ethological, structural and sociological significance” (Idem: 262).
Ahora bien, perfilando el final de la sección deseamos recuperar un último
movimiento ecléctico ofrecido por nuestro autor. Decíamos al comienzo que en el marco de
una ceremonia Naven, las identificaciones entre el wau y el laua adoptaban manifestaciones
que transfiguraban los géneros y los parentescos habituales. Al percatarse de ello, Bateson
intuye una suerte de asimetría en el comportamiento ceremonial entre los individuos
implicados y el comportamiento regular de los mismos. Sin embargo, también observa que
tal divergencia en nada modifica la continuidad de la vida social Iatmul. A esta dinámica de
equilibrio diferencial entre los individuos, nuestro autor le asigna la noción de sismogénesis
125
(shismogenesis). No vamos a detenernos en este concepto, la idea que pretendemos
recuperar aquí alude a la mutua afectación emocional y cognitiva generada como
consecuencia de la transformación de las subestructuras que imperan regularmente en la
sociedad, toda vez que se llevaba a cabo una ceremonia Naven. La dinámica del equilibrio
diferencial invita a reconsiderar los aspectos normados y por consiguiente, las categorías o
perspectivas utilizadas. Por lo que se deja entrever, Bateson fomentaba la idea de que no
sólo el científico tiene la facultad de intercambiar categorías en lo tocante a un mismo
fenómeno cultural, sino que el propio fenómeno presenta múltiples tentáculos que lo
vinculan con las demás subestructuras y sus respectivas manifestaciones. De tal suerte que
la observación participante y la experiencia in situ son desplazadas por una observación
diseccionada y multiestructural, que privilegia la pluralidad de perspectivas –por ende,
cierta plasticidad etnográfica– arrojando sobre “el relieve”, siguiendo la metáfora de Frazer,
claridad desde ópticas diferentes. En otras palabras, se trata de considerar una clase de
mirada prismática para lograr acceder a la comprensión de la vida sociocultural del “otro”,
deambulando, para ello, por las diversas estructuras “detectadas” entre los Iatmul: desde el
ethos es posible comprender también el eidos, el eidos despierta resonancias en el análisis
sociológico, y así con otras dimensiones culturales. En fin, podemos interpretar que la
operación atacaba el centro inmóvil de las categorías etnográficas, otorgándoles una
dinámica de inteligibilidad que permitía intercambiar estructuras conceptuales referidas
mas no petrificadas, que se reproducían en la vida sociocultural Iatmul.
En diáfana retirada de la presente sección, cabe realizar algunos apuntes. Es oportuno
enfatizar que Gregory Bateson había realizado una tarea sumamente complicada y no
exenta de dificultades. Comprometido con la revolución malinowskiana, Bateson percibió
en carne propia las limitaciones de tal suceso, y en consecuencia se abocó a la tarea de
cuestionar sus entrañas al son de prefigurar alternativas interpretativas que paliaran las
insuficiencias experimentadas. Pensamos que tal arrojo podría caracterizarse como una
suerte de pensamiento crítico de la actividad etnográfica dominante, cifrado también, por
un pensamiento que negaba la modalidad interpretativa estilada. En la siguiente sección,
nos abocaremos al estudio de algunos pasajes presentes en la obra de Margaret Mead. Si
bien Bateson había fomentado una insurgencia en el interior de la revolución
126
malinowskiana, el programa de la misma se concentraba fundamentalmente en aspectos
metodológicos. Desde luego que tales aspectos, como hemos observado, cimbraban el
“sitio” del etnógrafo al momento de comprender la vida social del “otro”. Aparejada a lo
anterior, la encomiable honestidad intelectual había sido una peculiar forma de pensar
críticamente, en un tono de negación, frente a la afirmación incuestionable con que la
revolucionaria estrategia malinowskiana se expandía por el mundo académico. Sin
embargo, considerando el tema de reflexionar a la antropología como teoría social de la
alteridad, esto es, como teoría de la sociedad occidental a la vez que teoría de la otredad o
posibilidad de ser-otro, hemos notado que en los planteamientos de Bateson no se ha
presentado un abordaje claro. En cambio, situación diferente esperamos hallar en ciertos
textos de Mead, en donde la labor antropológica amplía el panorama hacia dimensiones que
articulan la autorreflexión con un posible ser-otro, no como parte de exclusiva de la
contemplación o enriquecimiento individual del científico privilegiado, sino como una
propuesta de transformación social. Veamos, entonces, en qué consiste tal reflexión.
127
III. IV UNA EXTRAÑA DE EXTRAÑO COLOR O MARGARET MEAD Y LOS ALBORES
DEL PENSAMIENTO CRÍTICO ANTROPOLÓGICO COMO TEORÍA SOCIAL DE LA
ALTERIDAD
Decir que esos pájaros llegaban a la ciudad por
millares equivalía a no haber dicho nada. Era
necesario ver las ramas de los altos eucaliptos, de
los frondosos castaños a punto de desgajarse,
donde se coagulaba aquel torvo espesor de plumas,
picos y patas escamosas para descubrir lo absurdo
de reducir ciertos fenómenos a cifras.
Sergio Pitol
Los resultados de su seria investigación confirman
la sospecha largamente alimentada por los
antropólogos, acerca de que mucho de lo que
atribuimos a la naturaleza humana no es más que
una reacción frente a las restricciones que nos
impone nuestra civilización.
Franz Boas
Hubo de ser desconcertante, para una experimentada Margaret Mead, percibir la expresión
entre cansina y extraviada dibujada en el rostro de Gregory Bateson, al momento de que
éste le externara la desorientación intelectual de la que estaba siendo presa desde su arribo a
Papua-Nueva Guinea, varios meses atrás, con el agravante de que el tiempo en campo
estaba llegando a su fin. Un Bateson preocupado y una Mead consejera. El descubrimiento
de una maga y la vanguardia crítica en la praxis. En divergencia con los presupuestos de
higiene científica e individualidad metodológica, tal encuentro nos sugiere pensar en una
etnografía de corte colectiva o plural, en donde el debate y las orientaciones analíticas
intercambiadas acaban perfilando y reencauzando la investigación social de ambos
etnógrafos. Empero, es oportuno anotar que las trayectorias de ambos etnógrafos habían
transitado por andariveles paralelos.
Margaret Mead había convivido, a finales de 1920, con la población Manu’a que
habitaba al interior de los mares guineanos, más precisamente en la Isla del Almirantazgo.
El resultado de su investigación constituyó el material etnográfico para su segunda obra,
Educación y cultura en Nueva Guinea (1930). Al momento de entrevistarse con Bateson –
promediando el año de 1931–, Mead realizaba por segunda ocasión trabajo de campo en
Papua-Nueva Guinea. El fruto de tal investigación se plasmaría en su tercera obra, Sexo y
temperamento en tres sociedades primitivas (1935). Contaba con treinta vueltas alrededor
del sol cuando aconsejara a Bateson; mas desde las veintiséis, sus pensamientos habían
alcanzado dimensiones inusitadas para un/a etnólogo/a o antropólogo/a como consecuencia
de la publicación de su primera obra: Adolescencia, sexo y cultura en Samoa (1928).
La vida de Bateson ya la hemos explorado de manera superficial. Su andar
perseguía una dinámica subrepticia asociada a la dispersión más que a la claridad
presentada por su futura compañera, facultad que le sería transmitida luego de aquel
oportuno encuentro, a sólo tres meses de abandonar a los Iatmul. Por lo pronto, así lo
sugieren los profusos agradecimientos dedicados a Margaret Mead en Naven. Tienta
sospechar en el sentir emocional que tales agradecimientos contienen, y con eso
“argumentar” que tal etnografía despertara un sentimiento romántico entre ambos
etnógrafos. Pero no deseamos profundizar en ello 1. Lo cierto es que el objeto, la Melanesia,
Papua-Nueva Guinea, el “área cultural”, había imantado el interés de nuestra autora como
había sucedido de forma similar con los autores antes revisados.
En la presente sección, nos dedicaremos a escudriñar la obra cuyo trabajo de campo
se yuxtapuso con el de Bateson: Sexo y temperamento en tres sociedades primitivas.
Sumado a lo anterior, el motivo de tal elección se complementa con dos cuestiones
entrelazadas. Una de ellas corresponde a la recepción de la obra asumida por algunos de los
exponentes de la Teoría Crítica, nos referimos a Max Horkheimer y Theodor Adorno. La
otra consiste en la concepción de Sexo y temperamento como una suerte de afluente
empírico que evidenciara un posible ser-otro tan añorado por los integrantes del Instituto de
Investigación Social; con el agregado de que el posible ser-otro ya no descansaba en la
figura del proletariado –otrora sujeto revolucionario, ahora absorbido por la obnubilación
de la sociedad de consumo capitalista–, sino en las formas de vida alternativas registradas
por la antropología y la etnología, en las pululantes etnografías que se difundían por
doquier, y de la cual Sexo y temperamento constituía una de las atendidas.
Al respecto, David Lipset en su biografía sobre Gregory Bateson, escribe que el “intercambio de teorías
encontró un apasionado correlativo humano” entre Mead y el autor biografiado (Lipset, 1991:158-159). Para
sustentar lo anterior, Lipset recupera una declaración atribuida a la propia Mead, que remite a la sensación
que afectara a los dos etnógrafos al momento de encontrase en campo: “Gregory y yo nos estábamos
enamorando” (Idem: 159).
1
129
En la misma tesitura, consideramos la pertinencia de incluir algunas ideas presentes
en la primera publicación de Mead, Adolescencia, sexo y cultura en Samoa. La razón se
debe a que en dicho trabajo son delineados rudimentos afines a una teoría social de la
alteridad, elaborados en consonancia con el tratamiento correspondiente al pensamiento
crítico y negativo –que luego fortalecerán la etnografía de Sexo y temperamento –, según
los términos observados en el primer capítulo.
En suma, podríamos remedar lo anterior anotando que en Adolescencia, sexo y
cultural en Samoa encontramos material cargado de intuiciones teóricas y de registros
prácticos, que nos sugieren imaginar una suerte de pensamiento crítico antropológico en
ciernes. De manera contigua, plantearemos que en Sexo y temperamento en tres sociedades
primitivas hallamos tres estudios socioculturales cuyo aporte toral consiste en el
cuestionamiento de la sociedad estadounidense a partir de la evidencia de una realidad
histórica viva de posibles ser-otros.
El diluvio de la estadística y la impresión de una etnografía colectiva
Señalábamos al inicio del capítulo el cúmulo de experiencia etnográfica que diferenciaba a
Mead de Bateson. Naturalmente, tal cualidad en nuestra autora había sido el resultado de un
proceso de aprendizaje que, es menester agregar, no fue forjado sin ausencia de
dificultades. En efecto, semejantes a las contradicciones que observáramos en Bateson,
habían sido las que perturbaron los pensamientos y la labor en campo de Margaret Mead en
su primera experiencia como etnógrafa. Incluso, podemos aducir que se trataban de
determinaciones aún más problemáticas; ya que punzaban no sólo la orientación
metodológica, sino que afectaban el financiamiento y hasta la elección misma del sitio
dónde desarrollar la investigación. Esbocemos algunos antecedentes para ilustrar la génesis
de tales problemáticas.
Tres años habían transcurrido desde la publicación de Los argonautas cuando, en
1925, Mead emprendía su primer viaje a Melanesia. Tenía poco tiempo de entablar amistad
con Franz Boas, quien había contagiado el entusiasmo por la antropología a la
recientemente graduada en Psicología. Para aquellos familiarizados con la historia
antropológica, consabido resulta que Boas constituye una dimensión diferente a la
130
conformada por Malinowski. Sus diferencias y semejanzas intelectuales no serán abordadas
aquí, mas es adecuado señalar la simpatía del primero hacia las reconstrucciones históricas,
afinidad no compartida del todo por el segundo. La idea a retener consiste en la senda
dibujada por Boas –seguida con ciertas modificaciones por Mead–, la cual consistía en
considerar como viable el estudio comparativo –aunque no mensurable– de procesos
culturales y biológicos entre sociedades diferentes. Esta problemática comienza a seducir el
interés de nuestra autora, activando sus inquietudes hacia uno de los campos menos
explorados en la antropología de ese entonces: el estudio de la adolescencia y la pubertad.
Es en estas circunstancias que Mead toma la decisión de realizar su viaje bautismal
hacia Papua-Nueva Guinea. Respaldada sin miramientos por Boas, presenta su proyecto al
National Research Council de Estados Unidos, institución que le brinda el financiamiento
para llevar a cabo la investigación, a cambio de un pormenorizado informe final, junto a
una serie de reportes cuyo énfasis en la utilización de métodos estadísticos parecen no
agradar a nuestra autora2. En efecto, esta disconformidad ante las exigencias metodológicas
impuestas por el Consejo queda manifiesta en la correspondencia intercambiada con Boas
durante la estadía en campo de la etnógrafa3. Las impresiones que suscitan dichas misivas
permutadas entre Mead y Boas no carecen de resonancias entre los debates académicos de
aquellos años. Entre ellas, una nos ilustra el malestar constante de Mead, ante el tedioso
apremio de ordenar la información recabada en los términos cuantificadores exigidos por el
Consejo de Investigación Nacional Estadounidense. Desesperada, nuestra autora solicita a
Boas consejos que la orienten para desentramar la trampa en la que se encontraba.
En tales circunstancias, su mentor no vacila en comunicarle una plena confianza sea
cual fuese el camino a escoger. Mientras que Mead persiste en exponer sus debilidades
expositivas, Boas la anima a que continúe con el estudio al cual no escatima en elogios: “I
believe”, escribe el etnólogo de origen alemán, “that your success would mark a beginning
of a new era of methodological investigation of native tribes” (Côté, 1992: Carta fechada el
7 de noviembre de 1925). No obstante la tonalidad animosa, seguramente que tales elogios
El proyecto se tituló, “A study in heredity and environment, based on an investigation of the phenomena of
adolescence among primitive and civilized peoples” (Côté, 1992a).
3
A decir verdad, no somos partidarios de internarnos en las intimidades que el género epistolar atesora, pero
como consecuencia de ser publicadas la cartas por la propia Mead –Letters From the Field: 1925-1975 (1977)
–, nos dispensamos en recuperar algunos pasajes en donde se pulsan fibras afines al tema tratado.
2
131
no bastaron para apaciguar la confusión inexpugnable que atormentaba a Mead. Por lo
pronto, así se deja entrever en las siguientes confesiones:
Life here is one long battle with my conscience as to whether I [am] working correctly and
whether I’m working hard enough. I remember you saying to me "You will have to waste a
great deal of time," but I wonder if you guessed just how much […] But through it all, I
have no idea whether I’m doing the right thing or not, or how valuable my results will be. It
all weighs rather heavily on my mind. Is it worth the expenditure of so much money? Will
you be directly disappointed in me? (Côté, 1992: Carta fechada el 16 de Enero de 1926)
Habían transcurrido aproximadamente seis meses de trabajo de campo, cuando, al verse en
la necesidad de ordenar la sustanciosa información recuperada, Mead escribe a Boas: “I
could present my material in a semi-statistical fashion. It would be fairly misleading at that
because I can’t see how any sort of statistical technique would be a value” (Côté, 1992:
Carta fechada el 5 de enero de 1926). El motivo se alojaba en la incapacidad de la
estadística para interpretar el sentido cultural de la información recogida. El siguiente
pasaje nos ofrece una muestra de tal situación:
[if] you don’t love your step-mother, or that you rebel against your grandfather but mind
your older sister, or any of the thousand little details on the observation of which will
depend my final conclusions as to submission and rebellion within the family circle, are all
meaningless when they are treated as isolated facts (Côté, 1992: Carta fechada el 5 de
enero de 1926).
En este intento por desalojar el orden clasificatorio de la etnografía, las presunciones de una
ciencia exclusivamente explicativa regresan a los anaqueles de las ciencias de la naturaleza.
En tales condiciones, Mead se concentra en disuadir su atención de las exigencias del
Consejo, en razón de desplazar la utilización de las modalidades estadísticas que la
persuaden en el ordenamiento de la información. Montada en un aprendizaje etnográfico
sumamente veloz, percibe que los procesos bio-culturales, su desarrollo y el contendido de
los detalles que los nutren, carecen de un sitio cuantitativo capaz de albergar los sentidos
que inciden en la totalidad de la cultura. Aunado a lo anterior, no sólo la cuantificación y el
ordenamiento de la información en gélidos anaqueles constituyen el destino de los
cuestionamientos realizados por Mead, sino los requisitos epistemológicos imperantes
imantan también su disconformidad.
132
Aquí, conviene tener presente la otra vertiente que fulguraba en el debate
antropológico de aquellos años, la cual hemos introducido por medio de uno de sus
principales portavoces: Radcliffe-Brown. Como se recordará, este caudal buscaba que la
antropología desembocase en el estanque de las ciencias de la naturaleza para adoptar el
tinte inductivista que en su interior burbujeaba. La ofensiva de Radcliffe-Brown había
iniciado con ímpetu de gigante dos años antes de que nuestra autora partiera rumbo a
Papua-Nueva Guinea. El debate ardía y las propuestas se formulaban sobre la marcha
etnográfica y etnológica misma. La apuesta por el método inductivo de Radcliffe-Brown se
vio contra ofertada por la comprensión holística de cada cultura y de las dinámica
interculturales que las vinculan entre sí. Frente a los deseos heurísticos de la generalización
a partir de la singularidad, se contempla la viabilidad de la interpretación de las
singularidades como fragmentos de una totalidad cultural. El conteo de los cuervos nos
procura información escasa acerca de su congregación. La turba, los cuervos amuchados
que participan del frenesí, constituye el inicio del estudio a partir del cual es plausible
obtener claridad de los detalles que conforman a cada cuervo.
Antes de dar cauce al análisis de la obra Adolescencia, quisiéramos introducir otra
impresión que nos sugiere la lectura de la correspondencia Mead-Boas: el problema de la
individualidad inexorable para llevar a cabo una etnografía. Malinowski había sido
suficientemente claro en este punto, y no volveremos a repetir los argumentos que hemos
procurado fijar con antelación. Mead –siguiendo a Boas– nos propone en cambio un
ambiente diferente para cumplimentar la investigación in situ: la colectividad etnográfica.
Sus rasgos principales se ilustraban por medio de la fluidez comunicativa y en el
intercambio de propuestas teóricas y consideraciones metodológicas, discutidas por
diversas voces en el mismo corazón de la labor etnográfica 4. La correspondencia nos ofrece
la impresión de que la antropología y la observación participante no han de ser, en sí, una
experiencia solitaria y límpida; por el contrario, la fecundidad científica se asemejaría a un
proceso colectivo, viciado y mestizo. Pensamos que tal impresión es concebible como el
4
Es oportuno destacar aquí que en el año de 1931 se llevó a cabo la peculiar travesía etnográfica conocida
como La expedición Dakar-Djibuti. Tal empresa, promovida por el Museo de Etnografía de Paris, contaba
con una serie de investigadores cuya misión consistió en viajar a través de distintos pueblos africanos, con el
objetivo de registrar toda clase de información sociocultural de los mismos. La expedición aglutinó entre sus
miembros, a gente de la talla de Michel Leiris y Michel de Certeau, entre otros. Es posible que tal expedición,
siguiendo a las anotaciones de los posmodernos, constituya el primer caso planeado de etnografía colectiva
moderna. Sin embargo, no estamos totalmente seguros de tal aseveración.
133
despojo que desenmascara a la mítica actividad etnográfica individual, pulcra e invariable.
Las impresiones que externamos aquí, es plausible que en su momento fomentaran serias
contradicciones encarnadas en la figura de Mead. De ahí que nuestra autora asumiera la
necesidad de reflexionar dentro de ellas para, posteriormente, evadir su confinamiento y
pensar de manera alternativa la diversidad del comportamiento humano. Al momento de
redactar Adolescencia, es diáfano que Mead había logrado difuminar los fantasmas que
rondaban en su mente cuando se encontraba realizando su primera investigación en PapuaNueva Guinea. En lo que sigue, nos internaremos en la obra con el propósito de rastrear las
formulaciones vanguardistas que allí yacen, las cuales nos condujeron a imaginarlas sobre
el tamiz de una teoría social de alteridad que, también, pudiera interpretarse como una
suerte de pensamiento crítico antropológico.
Pensamiento crítico antropológico (teoría social de la alteridad) y exomarxismo
Es probable que en la literatura antropológica exista un acuerdo generalizado en torno a la
articulación del período y las obras que precisan el ingreso del pensamiento crítico en su
haber científico 5. La opinión convencional identifica los años 60s del siglo
XX
(tácita o
vagamente, cifrada en el segundo lustro), como el contexto intelectual en el que se genera
la manifestación masiva de algunos de los textos de Karl Marx y de Friedrich Engels en las
5
Caracterizar a Morgan como un pensador crítico constituye una temática sugerida al inicio del trabajo, por lo
tanto, no nos vamos a detener en ello. No obstante, pueden interponerse nombres como Karl Witffogel o la
escuela germana, y argumentar la presencia del pensamiento crítico marxista tiempo antes del que hemos
estipulado aquí. Naturalmente que no ignoramos tal posibilidad. Sin embargo, se ha escogido a Mead por su
singular y atrevida propuestas con respecto a sus contemporáneos, incluyendo a Witffogel y demás. De hecho,
estos últimos, a nuestro parecer, incorporan categorías marxistas como estructura, infraestructura y
superestructura, (semejante a lo efectuado por la denominada “antropología marxista”), principalmente para
referirse a la esfera económica, como sucede con modo de producción (y sus respectivas diferenciaciones). En
nuestra situación, además de los conceptos, categorías y teorías (valor de uso, valor de cambio, plusvalor,
estructura, superestructura, etc), imaginamos que una de las fuentes más sugerentes consiste en la concepción
de la teoría social como crítica de la sociedad. En mente, jugamos con la idea del proceso de inteligibilidad y
comprensión socialmente mediado; con la particularidad para la antropología, de gravitar interculturalmente,
esto es, entre sociedades cuyos prácticas y manifestaciones intelectuales y materiales desbordan los cajones de
las categorías y conceptos aludidos. Nuestra posición sigue las formulaciones del marxismo debatido por la
Teoría Crítica. El punto toral del trabajo, fijado en la introducción, consiste en el vínculo intermitente o
escaso entre aquélla y la teoría antropológica que estamos recuperando, dimensión de estudio que no se
aborda con frecuencia, sea por los motivos que sean. Muestra de lo anterior, podemos señalar que ni
Malinowski, ni Bateson, ni Mead, aparecen de una u otra forma analizados bajo el programa del pensamiento
crítico, y menos por el marxismo. Así, nuestra iniciativa surge de este vacío, de esta ausencia, de este abismo.
134
universidades de países como EE.UU, Francia e Inglaterra6. En términos “originarios”, la
realidad funda la historia del pensamiento crítico en la teoría antropológica (siempre
mantenemos la noción de teoría según el programa de la Teoría Crítica), en un ambiente de
incandescencia social que desafiaba toda imposición de normatividades7. Así, entre otras
irreverencias se entabla el vínculo inicial del pensamiento crítico –principalmente vía
Marx– con la teoría antropológica; esta última, vale decir, en franca revisión de su política
aplicada asociada al colonialismo de inicio de siglo. Elementos varios nutren esta opinión.
En cuanto a las figuras, el ejemplo más recurrente es Lévi-Strauss, con su explícita simpatía
por Marx, así como su “diálogo escrito” con Jaun Paul Sartre en El pensamiento salvaje. A
lo anterior, puede agregarse la difusión de los debates centrífugos que se generaban entre
los teóricos de la dependencia y los teóricos desarrollistas, divulgados en el ambiente
universitario latinoamericano. El alimento que revitalizaba estas reflexiones se absorbía de
los contextos económicos y culturales en donde las nuevas formas de manifestación social
y discursiva se vinculaban en organizaciones que desafiaban la totalidad de la vida social
capitalista.
En cambio, nuestra tesis se tiñe de un color diferente. Imaginamos que el
pensamiento crítico antropológico se manifiesta con antelación a los años 60s del pasado
siglo, y no lo hace exclusivamente a través de la lectura de Marx. Por lo tanto, lo anterior
sugiere que el pensamiento crítico no se agota en Marx, como tampoco a la inversa.
Obviamente constituyen dos naturalezas diferentes, mas filiadas. Nos explicamos. Una de
las inquietudes detonantes del trabajo ha sido cierta indiferencia por parte de la
antropología a las formulaciones marxistas del siglo
6
XX;
en particular, a las propuestas
Como veremos en el capítulo IV, autores como Gerard Leclercq asumen la posición de que la escuela
francesa –en particular en la voz de Michel Leiris–, es la que inicia a mediados de los 50s el cuestionamiento
de la ideología colonialista que impregnaba al funcionalismo y alcanzaba al propio relativismo en su
escepticismo. Asimismo, la aguda mirada ofrecida por Leclercq ha puesto en evidencia el vínculo entre la
traducción, el método comparativo, y el etnocentrismo científico que impregnaban a la etnología por aquellos
años (la objetivación del otro, la coseidad y la pasividad del etnógrafo eran las actitudes científicas
imperantes). Así, el tratamiento de Lecrecq encuentra semejanzas con el nuestro, con la peculiaridad de que
utiliza diferentes criterios o “prismas”, para decirlo en el lenguaje que hemos estado utilizando.
7
Existen propuestas de que la antropología y el marxismo han estado vinculado desde “siempre” (Morgan,
Witffogel, Cunow, Groesse, etc. ), y que el problema se encuentra en la ruptura de tal relación. Ángel Palerm,
verbigracia, aduce que la crisis del marxismo en la antropología se produce en el período de entreguerras,
proceso causante de la migración masiva de intelectuales y activistas entre los cuales, una gran parte asumía y
divulgaba las tesis marxistas (Palerm, 1980: 18). Añadido a lo anterior, la expansión del marxismo
economicista o determinista disuade a la antropología a intentar un acercamiento con aquél. Como se verá,
optamos por una reconstrucción alterna.
135
generadas por la Teoría Crítica y, específicamente, a la denominada primera generación.
Este abismo, –que incluso hemos ampliado hasta los años 60s– nos parece menos un
enigma que un desafío. Pasamos lo primero y aceptamos lo segundo. Desde luego que
compartimos la existencia de este abismo, esta “mutua indiferencia”, y por lo tanto, la
opinión de que el puente al marxismo se construye hasta los años 60s.
Sin embargo, con el pensamiento crítico ocurre algo diferente, siempre y cuando
convengamos que no es terruño exclusivo ni de Marx, ni del marxismo. En efecto, nuestra
posición simpatiza con que fuera del marxismo es posible imaginar la fecundación del
pensamiento crítico, como sucede con Margaret Mead, como sucede con Foucault, con la
Teoría Crítica, con propuestas anti-etnocentristas, o con tantas otras. Nuestro foco de
referencia, como hemos procurado subrayar, ha sido el pensamiento crítico enarbolado por
Max Horkheimer y Theodor Adorno. Considerándolo como programa, en sentido político,
su contenido se representa como la pluralidad de puntos compatibles entre sí. No
pretendemos agotar el punteo, puesto que continuamos con las expresiones y la heurística
prismática dibujada en el primer capítulo, sólo que ahora comenzaremos a desglosar el
pensamiento crítico desde algunos de sus puntos irrenunciables, a fin de ir entretejiéndolos
con la concepción que de antropología empleaba Margaret Mead.
Evidentemente, uno de los puntos radica en la voluntad de transformación social, en
tanto y en cuanto su destino sea desarticular la mecánica instrumental de las relaciones
sociales que caracteriza a la explotación del hombre por el hombre en el capitalismo,
incluidas, naturalmente, la labor y comprensión del comportamiento humano. Vinculado a
esto último, la comprensión e inteligibilidad fomentada desde el ámbito antropológico
merece atenderse como una dimensión intercultural transformable. Quizás, nos atrevemos a
escribir que la transformación de la comprensión conforma una suerte de necesidad
histórica epistemológica (una intra epistemología en contexto) para el caso de la etnología
y la antropología. La problemática específica en ambas disciplinas consiste en que la
comprensión del comportamiento humano es una labor intercultural, esto es, que la
comprensión se
ve entretejida
inexorablemente con la alteridad
sociocultural.
Lamentablemente, los inicios de esta problemática en la teoría antropológica son turbios y
desagradables, por no afirmar que enfáticamente negables. Muestras de lo anterior se
encuentran en clasificaciones tales como sociedades “primitivas”, “salvajes” y
136
“civilizadas”; distinciones que trazaron gran parte del desarrollo de la antropología. De este
cuestionable “momento” emergente de la alteridad nacen formulaciones que activan nuevas
concepciones que de manera diáfana anotamos como el nodo del pensamiento crítico
antropológico. Concebir la alteridad como un proceso no sólo interpretativo, sino
potencialmente transformativo en la praxis,
incluye la autocomprensión como
autorreflexión de la antropología como teoría social de la sociedad, es decir, de la sociedad
que la “forma”. Esto, que supone ser simple, percute una cuerda frágil para quien comparte
el presupuesto de que el pensamiento crítico se vincula a la antropología por medio de
Marx, y por ende que la aparición de aquél se la considera como una consecuencia de la
adopción de éste. A diferencia de lo anterior, asumimos que el pensamiento crítico en la
antropología había sido introducido también, por fuera de Marx. En todo caso, no pensamos
descabellado suponer que el pensamiento crítico en la antropología pareciera arribar con la
crítica social, es decir, con la búsqueda de un posible ser-otro.
Pensamos que una antropología crítica –que no existe como tal, pero que la
imaginamos como fragmentos, según lo dispuesto al inicio de este segundo capítulo–,
plausiblemente contenga ciertos pasajes ideados por Mead. Asimismo, es viable
aventurarnos más lejos, y proponer cierto parentesco entre el pensamiento crítico y una
teoría social de la alteridad. Con respecto a la teoría social, evidentemente nos inclinamos
hacia la concepción elaborada por la Teoría Crítica, cuyo sesgo, que pretendemos
recuperar, consiste en el proceso reflexivo e irrenunciable del vínculo entre teoría y
sociedad. Ciertamente, definir una sociedad entreverada por las relaciones capitalistas no
resultaba tarea sencilla para aquellos etnógrafos afanosos de la virginidad tribal (sin mácula
de modernidad, eufemismo utilizado para sustituir a las sociedades capitalistas). La
autoafirmación de la antropología como ciencia, pretensión que embelesaba a Malinowski
y añorada sin reparos por Radcliffe-Brown, en Mead se torna una caracterización errónea,
imposible o impracticable. Nuestra autora vuelve a recordarnos que la antropología se
orienta gracias a las coordenadas que la identifican como ciencia de las sociedades,
incluidas dentro de esta naturaleza, las sociedades en donde se gesta y reproduce su
formación educativa. En lo fundamental, tales coordenadas abrazaban, por aquellos años, la
región universitaria de países como Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Alemania, todas
ellas naciones que vertiginosamente estimulaban la avanzada capitalista y belicista en el
137
primer tercio del siglo
XX.
Así, la antropología era un habitante más de estos contextos y el
pensamiento de Mead no omite reflexionar sobre este tópico. Convencida de privilegiar tal
proceso, nuestra autora logra comprender tanto los problemas como la posibilidad de
transformarlos mediante la comprensión de “otras” sociedades; aquellas en donde las
semejanzas y diferencias en su reproducción social, económica, intelectual y espiritual
desafiaban las pretensiones anquilosadas de la sociedad estadounidense de los años 20s y
30s. El pensamiento vanguardista de Mead, el pensamiento crítico y negativo de Mead,
cimbra en los tímpanos de sus contemporáneos al recordarles que la antropología y la
etnología son ciencias sociales, ciencias de las sociedades que alimentan a la teoría social.
En nuestra autora, la antropología es ciencia de la sociedad capitalista, y el conocimiento
engendrado ya no bascula sobre la contemplación y el registro de lo extraño, sino en la
autorreflexión por medio de la alteridad intercultural. Gravitando gracias a la voluntad de
cuestionar el comportamiento astringente de esta misma sociedad capitalista, nuestra autora
considera que la comprensión de la alteridad se nutre de las manifestaciones culturales que
evidencian posibles ser-otros.
Así, en Adolescencia, sexo y cultura en Samoa, nuestra autora incorpora tanto la
reflexión de la alteridad, siguiendo la dinámica “nosotros” / “los otros”, con el agregado de
que “los otros” nos facultan de alternativas tanto para la elucidación como para la
transformación de “nuestras” manifestaciones culturales, vertebradas por toda clase de
normatividades y regulaciones, cuyas funciones se encaminan a perfilar el comportamiento
social. Por consiguiente, la dinámica de tal tratamiento sostiene Adolescencia, modelándola
en una obra diferente. En principio, podemos anotar que socava la imperante directriz de
escribir para especialistas, para lectores estrictamente familiarizados. Su intención es
destinar la obra a un público general, con lo cual se dispone de una antropología aplicable a
un “nosotros”. Esta reorientación se hermana con el atrevimiento de ignorar el corazón
mismo que estimulaba cualquier estudio. En Mead ya no imperan las normas o aspectos
estandarizados como las directrices etnográficas universales, sino las culturas diversas
como totalidades y, por lo tanto, procesos singulares que oscilan entre la sociedad y la
naturaleza. Verbigracia, el sistema de parentesco es desbrozado en tiempo y género, afectos
y emociones. El análisis de la adolescencia, proceso bio-cultural que motiva a nuestra
autora a realizar su estudio entre los Tau’a de Samoa, confirma que las diferentes
138
concepciones registradas son el resultado de procesos culturales modelados por la
estructura social8. Las normas o aspectos estandarizados de las sociedades extrañas, temas
privilegiados en los trabajos de Malinowski y Bateson, en Mead, son tratados ya no como
regulaciones funcionales o estructurales que visualizan la continuidad social, sino como
procesos interculturales diferentes mas compatibles, capaces de ofrecernos claridad sobre
los motivos de su reproducción y de las peculiaridades que troquelan su plasticidad cultural.
Al promediar el párrafo escrito al final de la introducción en Adolescencia, leemos:
Colocaremos el acento sobre los aspectos en que la educación samoana, en su sentido más
amplio, difiere de la nuestra. Y por este contraste quizá podamos llegar, con fresca y vívida
autoconciencia y autocrítica, a juzgar de un modo nuevo y tal vez a forjar de manera
distinta la educación que damos a nuestros hijos (Mead, 1985: 33).
Tal exhorto a la autocrítica, tal convocatoria a cuestionar las estructuras educativas al
abrigo del fomento de la transformación de la sociedad que las impulsa, es también un
llamamiento a desmontar y debatir el discurso antropológico hegemónico. Nuestra autora,
con un ímpetu juvenil e irreverente, había sorteado las confusiones que la invadieran
mientras realizaba su estadía en tierras samoanos (recuérdese la correspondencia), logrando
trasmitir su aprendizaje con base en un movimiento reflexivo que la ubicaba en la
vanguardia del pensamiento social. Los deseos de alcanzar una antropología analítica,
deplorados con enjundia por Malinowski y por Radcliffe-Brown, en adelante no cabalgan
solos en la topografía etnológica. Si nos imaginamos una lanza cruzando la selva
antropológica, es posible que Mead asumiría el sitio que desglosa el viento, sería la punta
de la lanza que, al viajar, zumbaba en los oídos de los antes nombrados. Sin duda, aunque
exomarxista, el llamamiento de Mead se filtra por el pensamiento crítico y renueva la
pertinencia de refrendar el debate de una teoría social de la alteridad, planteo que
posteriormente se recuperará, ahora sí, entrados los años 60s.
Es claro que con Mead, evidenciar la universalidad humana se antoja una obviedad
(herencia boasiana); las diferencias culturales se comprenden contextualmente sin clausurar
la comparación, el juicio, la prestación y el deseo de adopción. Lo cual no significa
interpretar las culturas como celdas incomunicadas, “la cultura es obra del hombre” (Idem:
Para un análisis de la vida social contemporánea de los Tau’a, véase el trabajo al alimón de Lowell D.
Holmes and Ellen R. Holmes “Changing Images of Samoa: Ta'u Then and Now” (Holmes and Holmes, 2009).
8
139
16) dice uno de sus adagios. Sucede que la universalidad ya no es la humanidad, sino la
dinámica intercultural de las sociedades. La heurística propuesta por Mead no buscaba
“ampliar” nuestros conocimientos, como sucedía con la propuesta que leíamos en palabras
de Malinowski. En cambio, nuestra autora se declina por profundizar tanto en los
conocimientos como en nuestra vida sociocultural: “el conocimiento de otra cultura debe
aguzar nuestra capacidad de escudriñar más hondadamente [...] la nuestra” (Idem: 33). En
franca asimilación de la compatibilidad entre procesos culturales diferentes, Mead observa
que, al analizar el período de la adolescencia, se vislumbra la diversidad del
comportamiento y, con ello, las diferencias y las semejanzas entre las sociedades
estudiadas. Recordando la fecha en que fue escrita la obra, a decir de nuestra autora, “la
adolescencia es un factor constante en los Estados Unidos y en Samoa; la civilización de
Estados Unidos y de Samoa son diferentes” (Idem: 185). A partir de un desgrane
comparativo que gravita sobre las diferencias del “ambiente social” (Idem: 187-188) entre
ambas “civilizaciones”, Mead señala que las conductas y patrones de comportamiento
determinan la profundidad o superficialidad de las sensaciones (Idem: 189), las creencias
(Idem: 189-194), las normas (Idem: 195) y la amplitud de elecciones (Idem: 191) en tal o
cual cultura. Pero incluso tales diferencias, en modo alguno constituyen inconvenientes
para generar un diálogo entre diferentes sociedades. Al respecto, Mead escribe:
En todas estas comparaciones entre la cultura samoana y la norteamericana aparecen
muchos puntos útiles sólo en cuanto arrojan luz sobre nuestras propias soluciones, mientras
que en otros es posible hallar sugestiones para realizar un cambio (Idem: 215).
Es cierto que la obra exuda interrumpidamente una idílica visión de la cultura samoana;
pero también es correcto afirmar que estando en campo, tales impresiones son tañidas por
contradicciones interculturales. En otros términos, contradicciones entre la cultura samoana
y la sociedad norteamericana. En cierto modo, la exhortación a desterrar las raíces
autoritarias y homogéneas del comportamiento y los patrones de conducta presentes en una
sociedad, cuyas flores anestesian con su perfume cualquier ápice de transformación, asume
a nuestro parecer la actitud del pensamiento crítico antropológico como teoría social de la
alteridad. En este sentido, pensamos que es viable suponer que las formulaciones de Mead
instituyen un momento crítico en la antropología moderna. Se trata de un momento
140
semejante a aquella actitud, cuyo sentido figurara Max Horkheimer en “Teoría tradicional y
teoría crítica”.
Acaso sea con la expresa intención de disipar tales rasgos románticos presentes en
Adolescencia, que Mead proyectara la escritura de Sexo y temperamento en tres sociedades
primitivas sobre el trasfondo de una aventura etnográfica sin rumbo predestinado. En un
arrojo de empirismo itinerante, de corte malinowskiano si no fuera por la modalidad
comparativa, nuestra autora visita tres sociedades cuya elección se fija sobre barruntes que
surgen sobre la geografía Melanesia9. Para entonces, Mead era una figura pública y la
resonancia de sus opiniones trascendían el ambiente académico, lo cual potenciaba el
alcance de su pensamiento crítico. Su programa de investigación profundiza en una de las
tensiones siempre presentes en la vida social: la articulación género / sexo. Desde luego que
el programa disemina puentes que tocan otros tópicos, como ocurre con la estructura
familiar, la organización política y la división social del trabajo. No obstante, la sociedad
norteamericana y la antropología que alimenta imperan en el campo reflexivo de nuestra
autora. Sólo que en esta obra la sociedad estadounidense es sopesada junto a otras tres
culturas: arapesch, mundugumor y tchambuli.
La metodología comparativa empleada, la heurística compatible (o compatibilidad
heurística), es extrema en razón de dos quehaceres: etnografía y crítica social
(desnudamiento). La autorreflexión se nutre de la compatibilidad heurística en un juego
abierto y complejo, que desborda el diálogo cultural para establecer intercambios
conceptuales y caracterizaciones mudables entre cuatro complejos socioculturales. El
proceder es semejante a lo observado en Adolescencia y sexo: el comportamiento de “los
otros” nos ofrece evidencias para cavilar y transformar “el nuestro”. No obstante, hay algo
más en la obra que amerita registrarse. Cuando leemos a Mead, notamos que la articulación
sociedad / naturaleza es sustituida por cultura / naturaleza. Sin la intención de reptar en la
espesura conceptual de los términos implicados, es distinguible la silueta de una cultura
transparente sobre el fondo de una humanidad que le imprime color, y sobre ambas
9
El énfasis en la comparación intercultural es rastreable hasta las inquietudes etnológicas tempranas de
Mead. En el protocolo de su primer proyecto de investigación entregado al National Research Council, cuya
finalidad consistía en obtener financiamiento para solventar su estadía en Samoa, se lee: “This investigation
aims to provide data from a primitive culture which can be compared with observations made in our own
civilization, in an attempt to throw light on the problem of which phenomena of adolescence are culturally
and which physiologically determined” (Côté, 1992a). Bastardillas nuestras.
141
percibimos el movimiento de heterogéneas estructuras sociales con tonalidades igualmente
singulares. Pero los tres casos, cultura, humanidad y estructura social no conforman planos
superpuestos, sino una suerte de elaboraciones materiales y afecciones espirituales filiadas
culturalmente y diferenciadas socioculturalmente. En vez de un culturalcentrismo, se
considera la utilidad de la noción cultura para abrigar la manifestación humana, y humana
es la vida social mundana. En otras palabras, la cultura contiene a las estructuras sociales
creadas según diversas vicisitudes. Así, la compatibilidad heurística –la viabilidad del
método comparativo– no analiza “culturas”, sino manifestaciones estructurales (parentesco,
religión, adolescencia, etc.):
Cada cultura crea distintamente la estructura social en la cual el espíritu humano puede
encerrarse, con seguridad y comprensión, y clasificar, volver a urdir y descartar los modelos
de la tradición histórica que comparte con muchos pueblos vecinos; puede someter a cada
individuo que nace en su seno, a un tipo de conducta único, sin reconocer la edad, el sexo o
una disposición especial, como motivo para una elaboración diferente (Mead, 1999: 12).
Por momentos, humanidad y cultura son equivalentes, ambas se encuentran en el nadir
conforme al sitio ocupado por la naturaleza. Mas la cultura, a su vez, se desglosa en la
diversidad humana, en culturas, en plural. Las culturas se distinguen entre sí debido a sus
manifestaciones estructurales, es decir, en sus estructuras sociales. Cuando leemos cultura,
ciframos su entendimiento como ontología diferenciada de la naturaleza; cuando leemos
culturas atendemos a la plasticidad de las manifestaciones humanas. Mead enfatizaba, con
esta formulación, que los intentos por explicar y comprender el comportamiento humano no
debían librarse al argumento oscurantista del naturalismo extremo, según el cual las
improntas pseudocientíficas se valían de criterios biologicistas como “raza” o “sexo” para
fundamentar tal o cual actitud social. La cuestión no radica en “descubrir si hay o no
diferencias reales y universales entre los sexos” (Idem: 13), sino cómo son expresadas las
“actitudes sociales hacia el temperamento en relación con los hechos evidentes de las
diferencias entre los sexos” (Idem: 14). Nuestra autora agudiza aún más su ingenio. Tras
haber analizado el proceso social según el cual, como hemos observado, se manifestaba la
adolescencia entre los Tau’a y la sociedad media norteamericana, ahora, en Sexo y
temperamento, la compatibilidad heurística ya no es simplemente dual, “nosotros” y los
142
“otros”, sino entre sociedades, dentro de las cuales la antropología como ciencia habitaba
en una de ellas10. Al respecto, en la introducción leemos:
He estudiado este asunto [el temperamento] entre los plácidos montañeses arapesh, los
fieros caníbales mundugumor y los elegantes cazadores de cabezas de Tchambuli. Cada una
de estas tribus tenía, como toda sociedad humana, el problema de las diferencias de los
sexos, tema importante en el plan de la vida social, que cada una de estas tribus desarrolló
de diferente manera. Comparando la forma en que han destacado las diferencias entre los
sexos, es posible profundizar nuestros conocimientos acerca de qué elementos son
elaboraciones sociales, originalmente ajenos a los hechos biológicos del género de los sexos
(Ibidem).
No es difícil resolver el enigma. La cultura es humanidad y en la totalidad de sus
“elaboraciones” el abogo de la naturaleza sale sobrando. El soporte político es invisible mas
fundamental, omitido mas presente, inasible mas volitivo. Mead insiste en la alteridad
como fuente del pensamiento crítico, compagina evidencias, interpreta e intercambia
percepciones, logrando, así, vislumbrar posibilidades. “Profundizar” es sinónimo de
cuestionamiento, de desmistificación y desnudamiento de las costumbres sedimentadas;
“profundizar” aparece como una tarea que activa la negación a la cual Mead le otorga un
carácter de por qué, la negación es un por qué no “otro”, por qué no prefigurar otro en
nosotros que, obviamente, es un nosotros que ya no deseamos reproducir. La política
liberadora contra la epistemología naturalista, contra las justificaciones naturalistas, contra
las explicaciones naturalistas, encuentra en Mead a una exponente tan lúcida como
activista.
Claro, sigue siendo exomarxista, sigue situada fuera de la crítica de la economía
política, incluso sin citar textos marxistas y sin emplear categorías marxistas. Sin embargo,
lo anterior no invalida atestiguar en su obra el suministro de herramientas de reflexión
afines al pensamiento crítico. “Profundizar” es un reclamo recurrente en Mead, espeleóloga
de las normas y la tradición. En cambio, sospechamos que abogar por la “ampliación” se
torna aquí como un incremento del colonialismo científico. Entre tanto, el camino que nos
propone Mead es inverso, desde “el otro” hacia “un nosotros”, siempre y cuando “un
nosotros” es también “un otro”, un extraño al que hay que negarle la extrañeza para
aprender de él. Mead en campo (quizá, también en su vida cotidiana neoyorquina) es “una
10
Naturalmente que en la actualidad la formación antropológica está presente en cientos de sociedades; sólo
procuramos adecuarnos al contexto de la época en la que fue escrita la obra.
143
extraña de extraño color” (Idem: 54) que no sigue la estrategia mimética, o bicultural o
pluricultural. Pregona una actitud disruptiva contra las explicaciones, con la causal práctica
en el discurso y en las relaciones sociales.
Situándonos en la obra Sexo y temperamento, una aproximación, una imaginación
de la elucubración de los pensamientos de Mead en campo, podría iniciar con la peripecia
de una exploradora experimentada, con tema de estudio escogido pero sin sociedad a la
cual estudiar (a no ser el objeto: la región Melanesia), y cuya problematización es
evidenciar y “reconocer la escala de las potencialidades humanas” (Idem: 268). Cabe
señalar aquí que no hemos siguiera musitado en lo que atañe al estilo literario de nuestra
autora, claramente diferente de los autores antes revisados. Mientras que en éstos
predomina la disección etnográfica –como ocurre con Malinowski–, en aquélla la narrativa
novelada de sus percepciones in situ, se caracteriza por ir y venir entre detalles y
generalidades que activan el movimiento reflexivo. Así, al convivir entre los arapesh,
primera sociedad visitada entre finales de1931 e inicios de 1932, Mead nos comparte su
estrategia etnográfica, en la cual percibimos una teoría social de la alteridad:
Para los arapesh, el mundo es una huerta que debe ser cultivada, no para uno mismo, a fin
de jactarse o enorgullecerse, acumular, guardar y luego practicar la usura, sino para que los
ñames, perros, cerdos y casi todos los niños puedan crecer. De toda esta actitud dimanan
muchos de sus otros rasgos: la falta de conflictos entre viejos y jóvenes, la ausencia del
estímulo para la codicia o la envidia y la importancia que asignan a la cooperación [...]
Puede decirse que la concepción dominante en hombres y mujeres consiste en contemplar a
los hombres tal como en nuestra civilización se considera a las mujeres, o sea suaves y
cuidadosamente maternales en su comportamiento (Idem: 118-119).
En el párrafo identificamos el siguiente orden: una introducción cosmogónica de
dimensiones comunales, la reproducción social y económica aneja el ethos –según lo visto
en con Bateson–, para luego, en un golpe acicate contra “nuestra civilización”, describirnos
el vigor de la sociedad y su maleabilidad de la naturaleza. Es cierto que se detectan resabios
del método comparativo utilizado tanto por Malinowski (Malinowski, 1999: 101) como por
Bateson (Bateson, 2003: 119-199); verbigracia, el recurso a la interpretación de semejanzas
para explicar las singularidades, un acto combinatorio emparentado al evolucionismo
decimonónico. Pero la suerte del golpe es efectiva, en cuanto noquea la norma
estadounidense ornamentada en la autoridad paternal masculina. Tal vez, se afirme que la
144
lectura de las primeras líneas de la cita despierta una imagen bucólica y distante a la
urbanidad creciente en Estados Unidos de los años 20s, ocurriendo entonces que la
distancia intercultural se perciba como inconmensurable debido a lo fantástico de sus
vínculos. Pero también es cierto que se trataba de una imagen que invadía a nuestra autora
en campo, azotando a las propias fantasías que motivaran el centro neurálgico de su
programa de investigación. En esta tesitura pareciera descansar su opinión, cuando, al final
del capítulo, leemos que nuestra autora es consciente de sus inquietudes: “Abandoné a los
arapesh desilusionada. No había encontrado diferencias temperamentales entre los sexos
cuando estudié sus creencias ni cuando observé el comportamiento de los individuos”, para
luego sentenciar –no sin ironía: “De modo que dejé a los arapesh encantada con el carácter
de la gente e interesada en la estabilidad de su cultura, pero con un conocimiento adicional
mínimo acerca de mi propio problema” (Mead, 1999: 141).
Luego de abandonar a los arapesh, nuestra autora se traslada hacia la geografía
habitada por los mundugumor, pueblo que ofrece muestras constantes de extrema violencia
social, independientemente del género y el sexo, edad o jerarquía económica. Una corta
estadía (octubre y diciembre de 1932) le basta a nuestra autora y a su compañero en ese
entonces, Reo Fortune, para cerciorarse de que “los mundugumor son considerados tan
temibles, que ningún otro pueblo se animaría a habitar esas tierras” (Idem: 145). Por
motivos semejantes a lo señalado con respecto a los arapesh, interpretados al leer que “[e]l
estudio del pueblo mundugumor nos ha proporcionado resultados similares a los obtenidos
entre los arapesh; tanto los hombres como las mujeres poseían la misma estructura
temperamental” (Idem: 199), Mead opta por continuar su investigación y emigrar a tierras
habitadas por los thcambuli. En ese período, a finales de 1932, nuestra autora se ve
inmiscuida en una atmósfera de desilusión intelectual. Las sociedades con las cuales ha ido
conviviendo, en un intento por fortalecer su programa de investigación y así revitalizar la
evidencia etnográfica en la comprensión de la relación entre el sexo y el temperamento,
parecen corroborar el desvanecimiento de sus proyecciones en vez de su robustez. En este
limbo emocional e intelectual, Mead decide visitar al pueblo tchambuli, sociedad gracias a
la cual, finalmente, incrementará la heurística positiva de su programa de investigación con
la evidencia atestiguada. En efecto, entre los tchambuli, hombres y mujeres presentan
145
estructuras temperamentales opuestas, singularidad que los diferencia de las sociedades
antes revisadas.
Así, mientras que cada hombre “es un artista y la mayoría no se ha especializado en
un solo arte, sino en varios: danza, escultura, trenzado, pintura, etc.” (Idem: 208), es la
mujer “quien ocupa la posición real de poder en la sociedad” (Idem: 215), ya que “los
varones dependen para comer, de la pesca de las mujeres” (Ibidem). Las mujeres
intercambian el pescado en otras aldeas, logrando diversificar los recursos al obtener a
cambio “sagú, taro y nuez de areca” (Ibidem). Aunado a lo anterior, la división sexual del
trabajo no se circunscribe a la pesca efectuada por las mujeres, además, las mujeres realizan
una de las tareas más importantes: la manufactura de los mosquiteros, bien indispensable
en tales contextos ecológicos melanesios, que le suministra grandes dividendos, con los
cuales puede comprarse una canoa, cuya utilidad no carece de importancia en la vida
cotidiana (Ibidem). En esta dinámica sociocultural, Mead desmonta el decorado sobre el
cual la relación entre los sexos y sus temperamentos suponía ser una estructura determinada
por la “voluntad de la naturaleza humana”. Habiendo sido testigo del carácter cooperativo
que dominaba el comportamiento social de ambos sexos entre los arapesh, para luego
presenciar el horror de la conducta extremadamente violenta entre hombres, mujeres y
niños, reproducida en la cultura mundugumor, nuestra autora se veía imposibilitada de
exponer las evidencias de un posible ser-otro. Tanto entre los arapesh como en los
mundugumor, la determinación del temperamento era homogénea y única; sin grietas que
vislumbraran las potencias en las cuales tantas esperanzas había depositado Mead. Pero en
el caso de los tchambuli la suerte cambia. El temperamento masculino y el femenino no
sólo son diferentes, sino que prueban que la determinación de la naturaleza es, en verdad,
casi nula. Tal aserto pudiera parecer una nimiedad, una fórmula obvia; mas el debate entre
el determinismo de la naturaleza y el determinismo sociocultural en aquellos años 30s, no
carecía de fruición en las políticas públicas y en el discurso académico. Sobre la
preeminencia de la primera postura se han justificado crueldades que repugna la mención
de su eufemismo: “limpieza étnica”. Incluso en nuestros nóveles días del amanecer de un
siglo nuevo, no convendría desdeñar el debate como si se tratase de un anticuario. Sobran
ejemplos de la vitalidad de tales embates teñidos de religiosidad e ideologías basadas en la
146
exclusión y el menosprecio del extraño, del extranjero, del avecindado, del migrante, del
homosexual, de la miseria, etc.
Al promediar el final de su obra, Mead articula la información etnografiada con el
comportamiento dominante en “nuestra sociedad”. La finalidad consiste en realzar las
contradicciones que la superficialidad del temperamento oculta bajo la máscara del adagio
naturalista: “así son las cosas”. El lenguaje ahora se caracteriza por incorporar un
“nosotros” cuyas semejanzas y diferencias con el “otro” bien merecen reflexionarse. El
cuestionamiento de “nuestras” prescripciones y la prefiguración de la otredad en nosotros,
basculan sobre tales reflexiones. Recapitulando su estadía, Mead escribe:
Encontramos que los arapesh –hombres y mujeres– desarrollan una personalidad que, en
base a nuestras preocupaciones históricamente limitadas, llamaríamos maternal, en lo que
concierne a la atención de los niños, y femenina en sus aspectos sexuales. Vimos que se
educa por igual a los individuos de ambos sexos para que sean cooperativos y pacíficos, o
para que respondan a las necesidades y demandas de los otros (Idem: 235).
Y luego,
En marcado contraste con estas actitudes, descubrimos, entre los mundugumor, que
hombres y mujeres llegan a ser crueles, agresivos, positivamente sexuados, con un mínimo
de ternura maternal en su personalidad. Los dos sexos se acercan a una personalidad tipo
que nosotros, en nuestra cultura, sólo encontraríamos en un hombre indisciplinado y muy
violento (Ibidem).
Con lo cual la sentencia es tan decepcionante como rotunda: “Ni los arapesh ni los
mundugumor han aprovechado el contraste entre los sexos” (Ibidem). Mead es diáfana en
su óptica. La pluralidad cultural de la vida humana es contradictoria en la facultad
significante de asignar valores a estas contradicciones entre el sexo y el temperamento. Tal
plasticidad, en pugna consigo misma, es visible solamente mediante la comparación
intercultural que, para nuestra autora, si bien inicia en la alteridad, la sola forma de llegar a
comprenderla es en el movimiento de regreso, en el “nosotros”, en todo lo tocante a
“nuestra cultura”. Sin embargo, es factible que tampoco encontremos las evidencias de un
“otro” que permitan aflorar las contradicciones de un “nosotros”. Este suponía ser el
destino de los estudios de nuestra autora, pero al recordar a los thcambuli, se sugiere que el
pensamiento negativo se ve plasmado en la reproducción social:
147
En la tercera tribu, los tchambuli, encontramos un verdadero reverso de las actitudes hacia
el sexo que rigen en nuestra cultura: mientras la mujer domina, tiene un comportamiento
impersonal y es la que dirige, el hombre es el menos responsable y se halla subordinado
desde el punto de vista emocional (Ibidem).
La conclusión no se hace esperar: “carecemos de bases para relacionar con el sexo tales
aspectos de la conducta” (Idem: 235-236). El peso del dictamen se fija sobre la sociedad,
sobre la cultura que escoge y troquela entre la diversidad temperamental, aquellos rasgos y
actitudes a los cuales le asigna el calificativo de masculino y femenino. Mead no deja dudas
de su posicionamiento, desnuda el discurso que arropa (justifica) la importancia de la
naturaleza sobre la actividad cultura. No el dominio sobre la naturaleza, sino la fuente de su
significación, es el eje de nuestra autora. La antropología y la etnología ya no son meros
intermediarios y testigos de la singularidad humana. Lo extraño, lo exótico dice Mead, es
nuestra interpretación del comportamiento cultural, nuestra mal comprensión de confiar en
la inviolabilidad universal de las normas sociales. En Mead, la antropología ya no desea
recolectar, desea intervenirse, desea participar en la transformación de “nuestra” sociedad y
del conocimiento que de la diversidad cultural se tiene.
Al ingresar en el tramo final de esta sección, consideramos que gracias a Mead el
pensamiento crítico vuelve a redimensionar la problemática en el sitio que no convenía
abandonar. En diáfana sintonía con la concepción marxiana, mas oriunda desde el
exomarxismo, Mead escribe la siguiente formulación: “los hechos observados están
totalmente a favor de la fuerza del condicionamiento social” (Idem: 236), porque es el
hombre quien “ha hecho las culturas, las ha construido con material humano; son
estructuras variadas, pero comparables” (Ibidem: 237). Hacia esta dimensión es donde
Mead no deja de orientar sus inquietudes, activando un pensamiento no contemplativo sino
enfáticamente transformativo de nuestras concepciones y nuestras normas anquilosadas. El
pensamiento crítico, en Mead, admitía la viabilidad de un posible ser-otro prefigurable;
puesto que la alteridad constituía la dimensión comprensiva intercultural gracias a la cual
era factible cuestionar y efectuar una crítica social. Pero si de crítica social hablamos, es
necesario regresar a los presupuestos ideados por Adorno y Horkheimer. Como
intentaremos exponer en el siguiente capítulo, el vínculo entre el posible ser-otro y el
pensamiento crítico negativo en ambos autores se asumirá como si se tratase de una difusa
y no menos paradójica teoría de la alteridad. Caminemos entonces hacia tales terrenos.
148
EL TÁBANO “OTRO”
IV. LA ALTERIDAD EN LA TEORÍA CRÍTICA
Como se recordará, previamente nos hemos dedicado a reunir aquellos antecedentes etno y
antropológicos empleados por Theodor Adorno y por Max Horkheimer en algunos de sus
escritos. Asimismo, luego nos dimos a la tarea de exponer algunos de los trabajos
confeccionados en el campo antropológico, que presuntamente habían sido leídos y
discutidos –a los cuales les incorporamos otros dos autores, a fin de contextualizar el debate
en la disciplina– en el círculo interno de la primera generación de la Teoría Crítica. Para
tales efectos, se privilegió una lectura prismática de ciertas obras pertenecientes a
Malinowski, Radcliffe-Brown, Bateson y Mead, según las herramientas y expresiones
afines al pensamiento crítico negativo.
Nos cabe ahora abordar esta suerte de plasticidad epistemológica, concebible como
un posible ser-otro, que imaginamos como el anhelo sociocultural alternativo que fertilizara
al pensamiento crítico negativo en ambos autores. En nuestro caso, modelaremos esta
epistemología del posible ser-otro como si se tratase de una peculiar e inacabada teoría de
la alteridad. Empero, en este capítulo no sólo trabajaremos con aquellos textos escritos por
Adorno y por Horkheimer, sino que nos serviremos de un grupo de intérpretes
familiarizados con la Teoría Crítica, con la finalidad de que esta recuperación logre
clarificarnos el panorama y nos facilite cumplimentar el objetivo ideado.
Así, habiendo deshilvanado en el Intermedio filigranas concepciones afines al tejido
conceptual antropológico, esperamos ahora tenerlas en mente para avanzar en nuestra
caracterización del sentido otorgado por nuestros autores a la alteridad.
IV. I DE LO QUE SE TRATA ES DE SER UN PESIMISTA TEÓRICO Y UN OPTIMISTA
PRÁCTICO
En 1969, Max Horkheimer pronunciaba en Venecia una conferencia en la cual intentaba
establecer un puente comparativo entre el programa de la Teoría Crítica formulado en sus
inicios –esto es, entre las décadas del veinte y treinta del pasado siglo– y las tareas de la
Teoría Crítica contemporánea, aproximadamente cuatro décadas después. Los cimientos
parecían ser los mismos: la Teoría Crítica en ambos períodos compaginaba la reflexión
crítica de la ciencia y de la sociedad. Ambos objetos de análisis, dimensiones torales para el
pensamiento crítico, contenían el cuestionamiento radical cifrado en la negación o
negatividad, engarzado a la posibilidad de transformar aquello que se negaba.
Entre la pléyade de comentaristas dedicados a reconstruir el programa de la
generación fundacional de la Teoría Crítica, existe un acuerdo generalizado de que a la
crítica negativa le corresponde un status inmanente, y que la crítica como posible ser-otro
se caracteriza por su impronta normativa del vivir correctamente. El propio Horkheimer, a
lo largo de sus trabajos, dota al posible ser-otro –en el marco de una orientación social– el
calificativo de un otro “mejor” o “correcto”. Sin embargo, nuestro autor también nos
advertía que “podemos señalar los males, pero no lo absolutamente Correcto” (citado en
Madureira, 2005: 376 y ss.).
En la caracterización que Horkheimer nos ofrece de la sociedad dominada por un
“mundo administrado”, podemos observar que la crítica de la ciencia y la sociedad no
necesariamente presupone una posibilidad correcta o mejor. Al respecto, basta recordar las
siguientes palabras formuladas a finales de los años treinta: “No sólo la libertad es posible;
también futuras formas de opresión son posibles” (Horkheimer, 2006: 65). Por
consiguiente, aquello que parece más probable pensar es que el movimiento generado por la
crítica inmanente no presupone un movimiento normativo porque, a diferencia de la frase
de Horkheimer con que titulamos la presente sección –“De lo que se trata es de ser un
pesimista teórico y un optimista práctico”, pronunciada por Horkheimer en la conferencia
veneciana del año de 1969 (Madureira, 2005: 377)–, en la primera etapa de la Escuela de
Frankfurt, sus representantes se caracterizaban por un pesimismo teórico que iba aparejado
de un pesimismo práctico.
Esto es interesante de analizar porque, paralelamente, se intentaron rastrear, por
medio de una serie de “estudios empíricos”, manifestaciones sociales –manifestaciones de
los sujetos que hacen la historia– que abonaran un optimismo teórico que parecía, con el
paso del tiempo, diluirse cada vez más. En principio, estos estudios se realizaron siguiendo
una metodología de tipo sociológica, cuya modalidad de encuesta tenía por objeto
privilegiado a la clase trabajadora, –junto al sistema de parentesco–, y a la concepción de
prejuicio que este sujeto social reproducía. Tales estudios causaron una primera desilusión:
las investigaciones empíricas derivaron en una solidificación del pesimismo teórico y
sepultaron cualquier indicio de optimismo práctico. Además, estos estudios tuvieron un
efecto de caja de resonancia, ya que la caracterización de los infortunios y de la decadencia
autoritaria y prejuiciosa de la clase trabajadora en la sociedad administrada, mostraba
indicios de ampliarse hacia toda la humanidad afectada por la dinámica del capital.
La veta sociológica del círculo interno de la primera generación frankfurtiana se
explotó con ahínco desbordante en sus primeros años estadounidenses, dando un nuevo giro
a su modalidad de trabajo y un fuerte énfasis en la tonalidad interdisciplinaria orientada a la
investigación social. Al respecto, Martin Jay escribe: “la Escuela de Fráncfort se sentía
ansiosa de utilizar métodos empíricos para enriquecimiento, modificación y apoyo (aunque
nunca verificación completa) de sus hipótesis especulativas” (Jay, 1974: 363). La
monumental obra Studies in Prejuice Series nos ofrece un claro ejemplo de ello1.
En esta perspectiva, el Instituto de Investigación Social se aventura en la misión de
congregar a su alrededor un cúmulo de luminarias, bajo la consigna de interpretar las
estructuras psicológicas, sociológicas y culturales que, ya sean ocultas o manifiestas,
revelaban información acerca de los patrones conductuales presentes en la sociedad 2. Sin
embargo, los diagnósticos no presentaban datos halagüeños que modificaran la posición
pesimista de nuestros autores. La “sociedad administrada”, atenazada por las pinzas
Entre los distintos trabajos que la obra contiene, destacamos el sugerente artículo “The study of ethnocentric
ideology” de Daniel Levinson, presente en el Volumen I de los Studies in Prejuice.
2
En el prefacio a los Studies in Prejuice, Horkheimer escribe: “The central theme of the work is a relatively
new concept –the rise of an “anthropological” species we call the authoritarian type of man” (Horkheimer,
1950: ix). Como se observa, caracterizar la personalidad autoritaria como una “especie antropológica” es una
tentativa desafortunada, sobre todo porque Horkheimer no nos ofrece indicios de qué quiere decir con
“especie antropológica”.
1
152
narcóticas de la industria cultural, no despertaba dudas acerca de su deplorable presente y
de su similar porvenir.
Por lo tanto, se intentó extender el espectro disciplinario de los estudios con la
finalidad de encontrar manifestaciones socioculturales que no reflejasen los patrones de
conducta similares a los observados en la sociedad administrada. De este modo, “las
páginas de la Zeischrift [se refiere al formato de publicación emitido por el Instituto] se
abrieron a estudiosos americanos distinguidos, incluidos [la antropóloga] Margaret Mead”
(Jay, 1974: 194), con la esperanza de cimentar una alternativa teórica optimista, solventada
con ejemplos de prácticas culturales que mostrasen diferencias con respecto a las prácticas
observados en la propia sociedad estadounidense. La convocatoria a considerar los estudios
provenientes de la antropología cultural, con figuras de la talla de Margaret Mead y Ruth
Benedict, parecía un movimiento atinado que insuflaba nuevos bríos al Instituto3.
El punto desde el cual pretendemos abordar este viraje del Instituto hacia los
estudios etnológicos sobre formaciones socioculturales alternas o periféricas, consiste en
ensayar una posición tentativa sobre el vínculo que generalmente se establece entre el
pensamiento crítico negativo y la crítica como posibilidad. Pensamos que la crítica como
posibilidad se hermana con mayor afinidad a la crítica inmanente, es decir, aparece como
parte sustancial del pensamiento crítico y negativo. Con lo cual, observamos que la
intención de recurrir a los informes etnográficos obedecía al deseo de suministrar
argumentos de un posible ser-otro basados en experiencias “concretas” de la vida social.
Así, estas experiencias sustentarían el pensamiento negativo y, naturalmente, fortificarían el
imaginario histórico de posibles ser-otros. Paralelamente, los informes etnográficos
minarían la perspectiva dominante, que enfatizaba la “naturalidad” de la reproducción de
las prácticas culturales características de la sociedad administrada.
Entre los aspectos que los teóricos de la Escuela de Frankfurt subrayaban, en este
intento por quebrantar la institucionalización de conductas socioculturales condenables,
aparecía, principalmente, el sistema patriarcal. La idea era socavar el sistema patriarcal y la
3
Tanto Margaret Mead como Ruth Benedict fueron destacadas antropólogas afines a la corriente denominada
bajo el rótulo de “estudios en cultura y personalidad”. Ambas exponentes se encontraban fuertemente
influenciadas por Franz Boas, quien fuera verdadero difusor de la antropología cultural. También hay que
decir, que Margaret Mead, junto con Clifford Geertz y, desde luego, Claude Lévi-Strauss, poseen el
“privilegio” de ser reconocidos fuera de la comunidad antropológica y etnológica (Reynoso: 1998: 221).
153
distinción pétrea fabricada por la división social del trabajo entre las labores masculinas y
femeninas. Además, se reflexionaba sobre los problemas identificados bajo el rótulo de
“prejuicios” (raciales, sexuales, étnicos, etc.). Como argumenta Wolfgang Bonß, con
respecto al viraje en la atención de las fuentes etnográficas: “[e]stos trabajos eran de
especial relevancia porque parecían proporcionar evidencias empíricas de que era
absolutamente posible vivir un posible ser-otro” (Bonß, 2005: 62). Lo cual no significa que
ese “posible ser-otro” tuviera un estatus normativo y que se configurara como una
formación sociocultural “correcta” a la que indefectiblemente habría que imitar.
En realidad, la incorporación de los estudios concretos no tiene una “intención
normativa”. La recuperación de estudios etnológicos no tiene como fin dotar de
determinaciones empíricas al posible ser otro. Nosotros consideramos que la intención no
era sustituir una norma condenable por otra correcta, sino recuperar una forma de
organización y relación social con la intención de robustecer la crítica inmanente. En
relación a esta presuposición, veamos el siguiente caso.
Una de las obras revisadas por Horkheimer y Adorno, es la célebre Sexo y
temperamento (Sex and Temperament in Three Primitive Societies) (Ibidem), escrita por la
antropóloga estadounidense Margaret Mead, luego de realizar trabajo de campo en Papua
Nueva Guinea entre los arapesh, los mundugumor y los tchambuli, como hemos anotado en
el capítulo precedente. Ya hemos revisado dicho trabajo, y observado algunas de su
peculiaridades. A continuación imaginaremos un entrecruzamiento –un tanto exagerado y
no menos burlón– entre la información etnográfica de los tres complejos culturales de los
que Mead da cuenta, y las clases de “posibles ser-otros” que intentaran adoptarse –
presumiblemente– por Adorno y por Horkheimer. Veamos algunas de sus peculiaridades:
a) La “cooperación cálida” de los arapesh, quienes “en contraste con lo que ocurre
con nuestra sociedad, donde el hombre pacífico y dócil se encuentra en desventaja,
y se censura y desprecia a la mujer que es violenta y agresiva [...], no establecen
diferencias entre el temperamento masculino y el femenino” (Mead, 1999: 126).
b) Entre la organización social de los mundugumor, en donde el niño “nace en un
mundo hostil, donde casi todos los seres de su mismo sexo serán sus enemigos, y en
154
el cual su mayor dote para el éxito será la capacidad para la violencia, para descubrir
y vengar insultos, para apreciar en bien poco su propia seguridad, y aun en menos la
vida de los otros” (Idem: 162).
c) Los tchambuli, que “viven principalmente para el arte” (Idem: 208), puesto que
“[a]sí como la tarea de las mujeres consiste en costear las danzas, es deber de los
hombres el bailar, perfeccionar los pasos y las notas que constituirán el éxito de la
representación” (Idem: 225). Para quienes, además, “[l]a contribución de las
mujeres en general consiste en el dinero y la comida que hacen posible la danza”,
mientras que la “de los hombres, en cambio [...] consiste en un minucioso
entrenamiento que debe llegar a la perfección” (Ibidem).
Considerando las singularidades socioculturales y económicas de los tres casos, ¿cuál de
estas sociedades y cuál de estas manifestaciones “concretas” ocuparon el interés de Adorno
y Horkheimer en función de un posible ser-otro? ¿La equidad temperamental de los sexos y
el pacifismo de los hombres arapesch? ¿La ultra violencia de los mundugumor? ¿La
actividad de las mujeres y la danza de los hombres presentes entre los tchambuli? ¿Se
prefiguraría el propio Adorno, siguiendo este último caso de los tchambuli, como un
danzante experimentado y prefiguraría, por lo tanto, a su mujer Gretel dedicando sus
esfuerzos, con suma alegría, a la tarea de pescar con el fin de sostener material y
espiritualmente a la sociedad? Naturalmente, cuesta creer en una respuesta afirmativa a
cualquiera de estos interrogantes.
Ofrecemos una disculpa por el ejemplo un tanto socarrón e inocente. Sólo hemos
escogido una muestra del tratamiento ofrecido por nuestra antropóloga, con el fin de
resaltar las problemáticas que encubre considerar la trasposición de prácticas, costumbres o
cualquiera de las manifestaciones reproducidas en una sociedad hacia otra. Aunque vale
decir que seguramente esta problemática no había sido ignorada por nuestros autores
frankfurtianos.
De todas formas, la primavera “etnológica” pronto llegó a su fin, y el Instituto de
Investigación Social reorientó el rumbo de los análisis hacia el “interior” de la sociedad.
Como aduce Bonß, “se dedicó aún más atención a los propios estudios sobre las
155
condiciones de vida y las orientaciones valorativas de obreros y empleados” (Bonß, 2005:
62), concluyendo, así, el interés hacia los informes etnográficos que ilustraban formaciones
socioculturales extrañas para los parámetros convencionales.
El motivo por el cual se abandonaron los trabajos etnológicos es difícil de
comprender. Nuestra impresión es que tanto Horkheimer como Adorno poseían una idea
folklórica de las representaciones culturales efectuadas por la antropología cultural y social.
Pensamos que nuestros autores consideraban las representaciones culturales bajo un tamiz
evolutivo más que contemporáneo. A nuestro parecer, tenían cierto desprecio por los
estudios efectuados por la etnología, tanto en lo que se refiere a la dimensión empírica
(etnográfica) como a la teórica. Si bien es cierto que nuestros autores (vía Eric Fromm)
tenían conocimiento de las investigaciones en torno a la organización del sistema de
parentesco en diferentes sociedades –realizadas por figuras provenientes de la antropología
y la etnología como Bachofen, Frazer, Morgan, Malinowski o Briffault (Jay: 1974: 164 y
ss.), que colaboraron en dinamitar las pretensiones universalistas de una teoría de las
organizaciones sociales–, su lectura pareciera mostrarnos el propósito de oponerse a las
normas patriarcales dominantes de la sociedad administrada, pero cifrándolas en cuanto
hecho histórico o primitivo mas no contemporáneo.
Paralelamente, la concepción de antropología barajada por Adorno y por
Horkheimer se vislumbra, fundamentalmente y como hemos anotado, en términos
universalistas que, más que iluminar la diversidad sociocultural, la ocultaban. De ahí que la
noción de antropología utilizada tanto por Horkheimer como por Adorno adopte
representaciones homogéneas no menos que apocalípticas.
156
IV. II EL POSIBLE SER-OTRO COMO ANHELO DE UNA TEORÍA DE LA ALTERIDAD
CIFRADA EN UNA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA NEGATIVA
En el comienzo del presente capítulo hemos recuperado el vínculo sugerido entre el
pensamiento crítico negativo y el posible ser-otro. De aquí en adelante regresaremos al
posible ser-otro con la condición de recuperar ciertas lecturas que nos ayudarán a deshebrar
el entramado confeccionado por Adorno y por Horkheimer respecto a este tema. La idea
fundamental de por qué regresar al estudio del posible ser-otro, puede expresarse como
sigue: en la reflexión del vínculo entre el posible ser-otro y el pensamiento crítico negativo
se esconde una peculiar teoría de la alteridad. Este enlace, una débil figura de la alteridad
como la hemos imaginado, pensamos que atesora rasgos del camino seguido para cavilar en
torno a un posible ser-otro, en un contexto en donde el “nosotros” no atisba en el horizonte
social señales que no hagan de él un sujeto comprimido por la desgracia afectiva, la
sumisión del “otro” y la explotación del hombre por el hombre.
Hemos observado que tanto en Adorno como en Horkheimer, cualquier sentido asignado a
“la idea de hombre” o a “la idea de un hombre en general”, eran repudiadas debido a la
carga normativa de un deber ser ideal de hombre excluyente de toda alternativa, que tales
ideas involucraban. En el mismo tenor se inscribe la interpretación de Carl Geyer, quien
expresa que la oposición de Horkheimer a toda “antropología filosófica” se debe a que ésta
sólo persigue delimitar una naturaleza universal del hombre (Geyer, 1985: 52).
Como hemos sugerido, el problema con este cuestionamiento es que se hace
extensible a la antropología en general, considerándola como ciencia de la homogeneidad
en lugar de ciencia de la diversidad. A esta caracterización se alcanza en tanto que Adorno
y Horkheimer interpretan una noción de antropología en clave normativa y universalista,
calificativos que al momento de emplearse por nuestros autores era la propia disciplina la
que se encargaba de discutir. La alteridad, entonces, apagada la flama de un sujeto
transformador de la historia, se ciñe al plexo de dominio que ahoga el horizonte de la
diversidad. Desde luego, que no sólo es “externa” a ambos autores esta imposición de la
ceguera contra la alternativa sociocultural que esta misma pretende ocultar. La Teoría
Crítica, como ciencia social dialéctica, también interrumpe su dinámica y sólo observa la
imagen que un espejo le muestra. Es cierto que hay anhelos del “otro”, pero su
comprensión sigue estando presa de la imposibilidad de caracterizar al “otro” en la
contemporaneidad, optando, por lo tanto, en encontrarlo en algún sitio de la historia de la
humanidad.
Así las cosas, el conjuro uniforme de una “antropología filosófica”, combatida tanto
por Adorno como por Horkheimer, admite una correspondencia con “la idea de hombre” no
menos compacta. Podría decirse que se tratan de ideas epistémicas equivalentes, sólo que la
primera identifica el sujeto cognoscente y la segunda el objeto por conocer. Empero, ¿por
qué no superar esta situación? Autores, como Martin Jay, plantean que la negativa a
formular una antropología positiva se encuentra en la misma negativa a “autonomizar” al
hombre de la naturaleza:
Al desenfatizar la autonomía total del hombre, podría agregarse entre paréntesis,
Horkheimer y Adorno permanecían leales a esa negativa a definir una antropología positiva
que caracterizó a la Teoría Crítica desde el principio. Un proyecto semejante, parecían
decir, implicaría una aceptación de la centralidad del hombre, que a su vez denigraba el
mundo natural (Jay, 1974: 428).
La negativa entonces, sigue enroscada en la concepción etnocentrista de corte occidental,
que se identificaba con una antropología según la cual la naturaleza es concomitante,
infradeterminante, y primigenia de la humanidad que, a pesar de lo anterior, ha de ser
salvaguardada y reconsiderada como sustancia integrante del hombre.
Es plausible que Adorno y Horkheimer fabricaran una idea de alteridad que
necesariamente debía negarse por la desesperación desde donde era formulada. La lectura
de textos antropológicos, en especial aquellos en donde la experiencia etnografiada se
interpretaba como opuesta a la reflexión, sugería para nuestros autores que la etnografía no
era más que un sacristán tañendo las campanas de los templos neopositivistas. También, es
probable que la concepción “funcionalista” de los estudios etnográficos proviniera de la
lectura de Los argonautas del pacífico occidental, obra monumental en su extensión
descriptiva. O tal vez, la identificación entre antropología y empirismo se infiera de la
lectura de la misma obra. Entretejida –debido a su también negación– a la anterior, la idea
de un “ser del hombre” respaldada en las totalidades y en la captura total del mundo
pasado, presente y futuro, se encuentra fundamentada por un orden trascendental y
metafísico no menos desdeñado. Por consiguiente, “ni positivismo”, “ni metafísica”, eran
158
consignas claras para ambos autores. Con lo cual, al revolucionarse la antropología
insistiendo en el trabajo de campo y en la observación participante (como un nativo entre
nativos) con el afán de registrar la vida sociocultural periférica o no occidental,
paralelamente, esta irrupción cuajaba fácilmente a la vista de Horkheimer en la primera de
las consignas. Jay opina que esta cruzada bifronte anidaba en los tempranos planteamientos
de Horkheimer, en donde la insistencia por activar una ciencia social dialéctica era un
esfuerzo impostergable:
Desde el principio, Horkheimer consistentemente rechazó la disyuntiva entre
sistematización metafísica o empirismo antinómico. Abogó, en cambio, por la posibilidad
de una ciencia social dialéctica que evitaría una teoría de la identidad [la descripción
preservacionista e inviolable malinowskiana] y, sin embargo, preservaría el derecho del
observador a ir más allá de los datos de su experiencia (Jay, 1974: 93).
Entre los puntos interesantes recuperados por Jay, uno aduce que la antimetafísica
furibunda de Horkheimer era un resultado de la “influencia residual del socialismo
científico” (Jay, 1974: 105-106). Residuo que no incluía concebir al hombre
exclusivamente como autorreproductor, esto es, fundado en el trabajo social. Para
Horkheimer, escribe Jay, la “única constante […] era la habilidad del hombre para crearse
de nuevo” (Jay, 1974: 107). En efecto, cuando Horkheimer se opone a la metafísica y su
idea del hombre, utiliza el materialismo y la filosofía de la historia; en tanto que su
descontento con el empirismo y su disección de la vida social inmutable, se ve insuflado
por “el derecho del observador a ir más allá de los datos de su experiencia”, siguiendo a
Jay. De ahí el pregonar por una ciencia social dialéctica.
Por el contrario, la antropología se encontraba en un proceso disruptivo con respecto
a la especulación comparativa de la teoría evolucionista unilineal, implementando con
fruición, para tal dislocación, una suerte de empirismo descriptivista a ultranza como
argumento privilegiado. El pensamiento crítico negativo, al observar tal movimiento en la
“ciencia de la alteridad”, no habría de percibir menos que asombro y sospecha en dicha
operación. Para Adorno y Horkheimer, la “pura evidencia” era también negable, puesto
que, a decir de ambos, el sentido descansaba tanto en la historia de la evidencia como en la
historia del arsenal interpretativo, más que en su clasificación.
159
A nuestro entender, resulta obvio que tal lectura del “revolucionario” Malinowski o
de cualquiera de sus epígonos empiristas, asumiera el sitio negable como si se tratase de un
positivista sin más. ¿Pero qué sucedía con las obras de Marcel Mauss y Henry Hubert?
¿Qué sucede con las lecturas de Margaret Mead? En ambos casos, somos testigos que sus
escritos combinan la información etnográfica con el pensamiento reflexivo. Consisten en
escritos plagados de valoraciones que manchan conscientemente la asepsia positivista e,
incluso, escritos que pugnan por la trasformación sociocultural del “nosotros”, como
también de la comprensión del “otro” y del “nosotros”, como hemos intentado fijar en el
capítulo anterior.
160
IV. III NEGATIVIDAD Y ALTERIDAD O LA PECULIAR RELACIÓN UTOPÍA /
FILOSOFÍA DE LA HISTORIA
De cualquier forma, si en las fuentes etnográficas y en la teoría antropológica, la Teoría
Crítica no rastreaba indicios del posible ser-otro, la problemática debe afrontarse desde otro
ángulo. En la ya aludida pesimista coyuntura histórica, en donde el presente se funde con el
horizonte en el firmamento de la opacidad, de la crueldad y el desasosiego, ¿cómo
visualizar la alteridad sin recurrir a la etnología que se ve ahogada por su caracterización
tanto empirista como folklórica? Indudablemente en la fuerza del pensamiento negativo se
detecta una tensión a la cual nos hemos referido. La tensión de la inconformidad atiza al
pensamiento crítico negativo a no detenerse ni ante espejismos, ni ante muros de realidad
reificada. Tensión y negación se retroalimentan. Jay descifra que la “antropología negativa”
presente en la Teoría Crítica abraza el mote “negativa”, en “el sentido de rehusar definirse
en cualquier forma fija” (Jay, 1974: 119), punto programático del pensamiento crítico
negativo. En relación al estandarte de la negatividad como percutor de la otredad, Jay
comenta lo siguiente: “Como el de Horkheimer, su pensamiento [se refiere a Adorno]
estaba siempre arraigado a una suerte de ironía cósmica, una negativa a descansar en alguna
parte” (Jay, 1974: 122). Un pista semejante es la seguida por Geyer, para quien Horkheimer
se inscribe en una perspectiva cosmológica interesada “por pensar más allá [...] de lo que el
hombre está en condiciones de imponer y de lo que se encuentra a disposición” (Geyer,
1985: 27). En otras palabras, la negación abre una brecha hacia la otredad.
Ambas interpretaciones de la alteridad, “la ironía cósmica” y “el más allá”, se
nutren de una filosofía de la historia que pareciera motivar una visión extremadamente
distante a contrapelo del pesimismo contemporáneo. Para Adorno, igual que para
Horkheimer, no sólo el presente ha de negarse; sino también su construcción, su
fecundación y desarrollo, porque sus señas han sido, en cuanto a la racionalidad imperante,
una mistificación y una instrumentalidad; y en cuanto a su historia, un anquilosamiento que
ha sepultado toda insurrección que atentara contra el dominio de esta racionalidad
deformada. Así, para ambos autores, el anhelo del “otro” late en “ese” pasado desfigurado.
Hacia allí debemos dirigir la atención si deseamos buscar al “otro” en “nosotros”.
Hay posiciones dispares sino encontradas con respecto a este “anhelo” que conjuga
pasado y otredad. Digamos que tanto “la ironía cósmica” como “el más allá” son también
anhelos percutidos por la convicción de que una realidad negada no debe interpretarse
como una afirmación de corte nihilista o como un movimiento escéptico, sino, quizá, bajo
una tonalidad utópica y por qué no, fantástica. Por ejemplo, una postura peculiar es la de
George Friedman. Este autor sostiene que el pensamiento negativo, para evitar caer en una
espiral soporífera, cuya dinámica sigue estando impulsada por la racionalidad instrumental,
ha de necesitar interrumpir bruscamente la operación dialéctica desde fuera de la endrogada
conciencia. ¿Cómo hacerlo?:
La única esperanza está en la intrusión catastrófica que desbarataría la estructura de la
conciencia. Para la Escuela de Frankfurt, la fantasía representa la posibilidad de dicha
intrusión desde más allá de los confines de la conciencia administrada (Friedman, 1986:
275).
La fantasía es un recurso sumamente importante a los ojos de Friedman. El mismo autor
escribe que “desde el punto de vista de la realidad, la fantasía es un reproche constante. Se
erige como crítica perpetua de la insuficiencia del mundo” (Idem: 276). Es oportuno señalar
aquí, que el énfasis por la obstinación, voluntad intrínseca de la fantasía, había sido
formulado por Horkheimer en un pasaje del artículo “Teoría tradicional y teoría crítica”:
Este pensamiento [afín a la Teoría Crítica] tiene en común con la fantasía el que una imagen
del futuro surgida, claro está, de la más profunda comprensión del presente determina
ciertos pensamientos y acciones también en aquellos periodos en el que el curso de las
cosas parece desviarse de dicha imagen y dar razones a favor de cualquier doctrina antes
que a favor de la creencia en su cumplimiento. A este pensamiento no pertenece el elemento
arbitrario y supuestamente independiente que caracteriza a la fantasía, sino la obstinación
propia de esta (Horkheimer, 2000: 54).
El posible ser-otro no se encuentra en el horizonte onírico e idealista. Su destino es el
presente porque es en el presente en donde la otredad se percibe como “la demostración de
su posibilidad real a la vista del estado actual de las fuerzas productivas humanas”
(Ibidem), nos recuerda Horkheimer. Naturalmente, a medida que el presente tampoco
ofrece señales que iluminen al sujeto social que llevará a cabo la transformación total (el
sujeto otro), habrá que virar la atención hacia diferentes períodos históricos para alcanzar su
búsqueda. Pero lo anterior no elimina la importancia de la fantasía y su carácter obstinado.
Friedman expresa que la fantasía es “la negación de la realidad” (Friedman, 1986: 276), lo
cual significa que su importancia radica en “su insistencia utópica” (Ibidem).
162
Respecto a esto último, consabido resulta que utopía es una palabra “frágil” que
usualmente en la tradición marxiana despierta polémica. Pero si nos situamos en la
negación de un empirismo que ratifica y legitima la realidad, de una mala praxis que
subyuga la reflexión, la teoría y la imaginación, el antídoto que nos suministra la utopía no
pareciera ser insulso. Ésta por lo pronto es la orientación asumida en la opinión de
intérpretes como Tito Perlini:
El pensamiento crítico-negativo es rechazo del momento positivo especulativo que abraza
la totalidad del proceso y celebra su reconciliación con lo real. Evitando la consolidación, el
pensamiento se pone como antítesis absoluta respecto del estado de hecho, y está propenso
a afirmarse en su autonomía, a captar sus fundamentos dentro de sí mismo. Sólo de esta
manera se puede encontrar en su interior ese deseo que lo lleva hacia el otro. En el
pensamiento que sabe ser tal, vibra el deseo de un estado de cosas diferentes que él anticipa
utópicamente. Para poder conservar este impulso utópico originario, el pensamiento rehúsa
subordinarse a la praxis y no quiere reconocer su imperio (Perlini, 1976: 131).
Es más, a la vista de Perlini, el “pensamiento negativo es en primer lugar Utopía” (Idem:
144). Naturalmente, no se omite la preeminencia del anhelo del pasado, aunque de un
pasado “otro”, cabría agregar. Pero es justamente en esta afección, según lo expresa Perlini,
en donde irrumpe la tensión con mayor ímpetu. El anhelo por el pasado oculto asume el
sentir propio de la nostalgia: “la nostalgia del pasado en ellos [Adorno y Horkheimer] se
convierte en tensión hacia el futuro […] Estos pensadores saben captar en el mismo pasado
que amaron las señas del futuro, de un nuevo futuro (Idem: 145).
Es factible suponer que tal intención de prefigurar el posible ser-otro, formulándola
en el lenguaje de una “teoría de alteridad” con los cuidados pertinentes, pudiera sintetizarse
en la siguiente tarea: liberar a la historia de su decadencia y sus deformaciones, insistiendo
en una filosofía de la historia cuya labor sea “preparar un concepto positivo de Ilustración”;
logrando, de esta forma, arar el presente y allanar el mismo futuro adoptando
simultáneamente nuevas alternativas condensadas en la figura política de un sujeto otro con
voluntad autónoma, un “otro” que la historia dominante indefectiblemente ha pugnado por
ocultar. En el pasado dañado están las huellas borrosas de una futura salvación. En esta
corriente navega también la posición de Geyer: “el anhelo de lo mejor se enciende en lo
malo pasado” (Geyer, 1985: 105). El mismo intérprete introduce la articulación entre la
crítica inmanente y ese posible ser-otro olvidado y enterrado en la historia:
163
Así, el hecho de que el sujeto esté inmerso en el proceso total de la historia explica también
por qué comparte sus deformaciones; el mencionado “anhelo” […] puede por cierto ser
impuesto sólo en la contra de la historia dominante pero –si ello se logra– puede serlo sólo
en el terreno de la historia y a través de la inmediata participación en ella” (Ibidem).
Habría que pensar con cautela el lazo entre la historia decadente y la contemporaneidad
igualmente decadente. En otros términos, se trata de reflexionar en el vínculo entre
totalidad y participación. En nuestro caso, compartimos la posición de que cuando Adorno
y Horkheimer desnudan el proceso total de la historia decadente, se sitúan en el
cuestionamiento del discurso de la historia dominante, asumiendo también la presencia
olvidada o ignorada de historias dominadas, periféricas y alternas. Los individuos no
constituyen totalidades. Los sujetos no poseen una historia total. Por el contrario, es el
embate discursivo y pragmático de la historia total, el que baña con plomo la diversidad y
el conflicto entre los distintos procesos generadores de historias.
En el lenguaje de una teoría de la alteridad, lo anterior podría traducirse como
historias compartidas y no paralelas. Cuando nuestros autores señalan la decadencia total
de la historia, se refieren a la historia performativa que dicta el acontecer, pero no
necesariamente se sigue, de lo anterior, un intento por anular procesos divergentes. La
fuerza de la totalidad no sólo se encuentra en el agotamiento de alternativas, sino también
en la identificación con el discurso dominante que no cesa de reproducirse. Pero desnudar
la totalidad desde la decadencia no significa “abogar desde y por la decadencia”. Los
individuos y los sujetos no son totalidades, sino personas y grupos atravesados por
contradicciones de toda índole. Evidentemente, esto no siempre resulta simple de
comprender, en particular en lo tocante a la teoría social, que se ve necesitada de jugar con
modelos generalizables.
El punto es si la elucidación, el análisis y el desnudamiento de la fatalidad implica
necesariamente verse inmiscuido en ésta. O también, si para cuestionar la historia
decadente es menester distanciarse y no participar de su estructura de dominio. Helmut
Dubiel, uno de los autodenominados exponentes de la tercera generación de la Teoría
Crítica, señala la contradicción aparejada entre una época de desasosiego social y una
consecuente comprensión que torna casi nula la visibilidad del posible ser-otro:
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De acuerdo con la opinión de Horkheimer y Adorno, la cultura de masas del capitalismo
tardío y el aparato de coerción del fascismo habrían limitado el espacio de posibilidad de
una formación política de la voluntad autónoma, de una manera tal que los hombres ni
siquiera serían considerados en el condicional utópico como sujetos de sus propias
relaciones vitales (Dubiel, 2000: 27).
La interpretación de este lúcido lector se torna aún más fatalista en comparación con los
demás autores recuperados. Dubiel expresa el agobio que apresara a Horkheimer y Adorno,
al no atisbar más que ruinas y confusión en la atmósfera social. “Ni siquiera” la utopía
supondría congregar la fuerza del pensamiento que negara la experiencia de la realidad. Ni
siquiera considerando la utopía, se cifrarían el fomento de la transformación que mostrase
un horizonte libre de la opresión del eslogan “así son las cosas”.
En la comprensión de la alteridad, tanto la participación en la otredad como el
intento de anular tal actividad, son problemas clásicos no menos que complejos. En el
primer capítulo, habíamos notado la negativa a discriminar la teoría de la sociedad.
Siguiendo lo anterior, sin duda que la no participación resulta una empresa imposible sino
negable. Pero también es cierto que entre la participación condicionada y la no
participación inmune, Adorno y Horkheimer deambulaban en los paisajes minados de
contradicciones en donde se confundían ambas posturas. Además, el tema sigue
incumbiendo a la concepción de totalidades: de una historia total, de un sujeto total, de una
participación o pasividad total, etc. Totalidades que pugnan por anular cualquier teoría de la
alteridad, en la medida que opacan la diversidad sociocultural en sus distintas dimensiones;
políticas, económicas, religiosas, etc. Pero fundamentalmente, atañe a la creencia en la no
participación como facultad para la comprensión. Cabe recordar que para la teoría
antropológica, la participación, de Malinowski en adelante, ha sido uno de los cánones
formativos para la comprensión del “otro” ¿Habría que entender el plexo de dominio como
un “nosotros” desfigurado más que un “otro” desfigurado? Seguramente, ¿pero cómo
sabemos de su desfigure?: Gracias al análisis no participante de la filosofía de la historia.
Pero si es una historia… ¿estaremos tan seguros de no participar? Desde luego que no.
El mismo Dubiel se explaya sobre la caracterización de un posible ser-otro en
consonancia con la filosofía de la historia negativa, según la hemos venido observando en
los demás intérpretes. Sin embargo, y a diferencia de los otros lectores, la interpretación
efectuada por Dubiel respecto a la filosofía de la historia empleada por Adorno y por
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Horkheimer, se tiñe de una tonalidad “contrafáctica” de posibles ser-otros agotados e
irrecuperables, mas presentes en el transcurso de la evolución humana:
[P]ara esta variante de la Teoría Crítica [refiriéndose a Adorno y a Horkheimer] la
catástrofe actual esclarece las estructuras de la evolución precedente. Los potenciales
utópicos contienen –sea en forma elaborada filosóficamente o sea en forma vulgar–
versiones de una filosofía de la historia negativa, aunque solamente en forma negativa, a
saber en la forma de un recuerdo contrafáctico de aquel statu quo ante terminado mediante
la catástrofe: de recuerdo de la economía de subsistencia libre de comercio, de la natura
naturans integral, del matriarcado, de la relación simbiótica con la naturaleza, de la
imaginación utópica del espacio público de la polis. Se trata en todos los casos de imágenes
utópicos negativas. Ellas remiten a algo perdido que no puede ser rescatado. No es posible
asignarles un potencial positivo de orientación para problemas y situaciones actuales
(Dubiel, 2000: 37-38).
Desde esta perspectiva, el posible ser-otro se torna inaccesible, tanto para el que participa
del plexo de dominio como para el que no lo hace. Para este último, la desilusión es mayor
porque tiene conocimiento de que no siempre la historia ha sido así. Carga con la tristeza de
saber que la decadencia es irremediable y que su destino ha sido un producto del fracaso
humano ante la imposibilidad de evitarlo. La lectura de Dubiel radicaliza la filosofía de la
historia en proporciones exageradas con respecto a los demás intérpretes revisados. No
queda rendija por donde entrever la utopía, la nostalgia futurista, el más allá, o la ironía
cósmica. La óptica de Dubiel no deja sitio para la alteridad, ni siquiera rastreando en los
oscuros rincones de una historia vejada e inaccesible. Adorno y Horkheimer por un
momento tentaron el posible ser-otro en la contemporaneidad, luego se desvanecieron los
indicios y procuraron internarse en los subrepticios de la historia. Pero era un movimiento
sofocado ante la necesidad de desligarse del presente, sobre el cual la decadencia se había
edificado. Sin embargo, la decadencia tampoco es un proceso ajeno a las contradicciones.
Su imperio justamente se construye de las piedras insurrectas que le son arrojadas.
Wolfgang Bonß, a quien hemos recurrido en contadas ocasiones a lo largo del
trabajo, realiza un análisis inteligente y sumamente valioso que nos provee de una tentativa
a no sucumbir ante la filosofía negativa de la historia, sobre la cual el rastreo y construcción
de un posible ser-otro pareciera haber sido una labor vana para Horkheimer y para Adorno.
En sintonía con las interpretaciones recuperadas, también Bonß nos remite a las dificultades
de concebir la otredad, en el rumbo de la historia catastrófica presenciada por ambos
autores exiliados. No obstante, desde la perspectiva de Bonß, la decadencia no se asemeja a
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un proceso totalizante, uniforme y liso, sino como un desarrollo fracturado en donde se
detectan filtraciones bajo las cuales asoma desnutrida la alteridad. Su lectura del
pensamiento generado por Adorno, en los años treinta, se encamina en dicha dirección:
Él, si bien conserva la creencia en la posibilidad de un mundo correcto y justo, ya no parte
del supuesto de que la idea de un posible ser-otro se manifiesta en la sociedad con cada vez
mayor claridad. Por el contrario: el posible ser-otro se hace menos nítido, más fragmentario
y más difícil de encontrar. Pero es precisamente por eso que la tarea se vuelve más
importante; porque el proyecto de la crítica social sólo tiene sentido mientras en la crisis del
presente y en las ruinas de la historia se encuentren al menos las huellas de la esperanza y
los fragmentos de un posible ser-otro (Bonß, 2005: 59-60).
Estas dos clases de “fragmentos” aludidos por Bonß, los que descansan en la historia
decadente y los que viven en los márgenes y orillas de la contemporaneidad, cifran las
expectativas de una otredad no ilusoria. En cuanto a los primeros de estos fragmentos, que
yacen arrumbados en la historia aniquilada, hemos procurado dedicarle su espacio en voz
de los autores antes revisados. En lo que atañe a los segundos, los fragmentos
contemporáneos, la tarea de su rastreo nos vuelve a situar al inicio del capítulo, a la relación
entre la Teoría Crítica y la antropología. Escribe Bonß:
[L]a investigación social debía demostrar también que la idea de un posible ser-otro no era
del todo ilusoria, sino que podía ser traducida a las disciplinas respectivas y comprobadas
por ellas. Siguiendo esta perspectiva, algunos de los miembros […] retomaron también
estudios de antropología cultural (Bonß, 2005: 59-60).
¿A quién se refiere Bonß en estos estudios?, a “Margaret Mead sobre Sexo y temperamento
en las sociedades primitivas” (Ibidem). Este regreso al comienzo de nuestras inquietudes,
por tratarse de una temática ya abordada, nos parece un corolario adecuado para
adentrarnos en el final de este capítulo. Hemos procurado cavilar en torno a esta relación
ente la Teoría Crítica y su imaginada teoría de la alteridad construida gracias a su vínculo
con la antropología y la etnología. Hemos visto que la alteridad en Horkheimer y en
Adorno asumía una figura de posible ser-otro no carente de dificultades para su ubicación.
Asimismo, considerando el sitio determinante de la filosofía de la historia desde el cual se
posicionan ambos pensadores, el prisma de corte evolucionista unilineal se impone de
manera clara aunque, en particular Horkheimer, cobijara ciertas propuestas afines a una
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variante de relativismo y enfatizara, como se ha indicado al inicio del capítulo, su
preocupación por las posibilidades del ser- otro.
Como se recordará, este filtro evolucionista también nos apareció al momento de
detenernos en la Dialéctica de la Ilustración, donde pudimos observar que a las nociones
de “magia” y “mana” nuestros autores les asignaban un cariz folclórico relacionado con
sociedades ingenuas y salvajes arraigadas a formas culturales de un pasado distante. Este
veredicto lo hemos revisado al cotejar que las fuentes utilizadas por ellos mismos nos
señalaban que la creencia en la “magia” y en el “mana” constituían prácticas culturales
contemporáneas y, por lo tanto vivas, que se asemejaban a “categorías de entendimiento” y
a “ideas prácticas” estrictamente sociales. En este sentido, la comprensión de la noción de
antropología que Adorno y Horkheimer empleaban estaba atravesada por una serie de
equívocos que les obstaculizaban alcanzar una interpretación de la alteridad que redundara
en un posible ser-otro, ajeno a las perspectivas “primitivistas” y “folclóricas” mencionadas.
Aunado a lo anterior, cabe recordar aquí que la caracterización que Adorno y Horkhimer
poseían de la antropología y la etnología, asociada a las ciencias empiristas afines al
neopositivismo, truncaba cualquier debate que pudiera redituar en reflexiones de mayor
alcance.
Así, este tábano que deambulaba sobre ciertos pasajes del debate antropológico de
su tiempo, no había logrado desprenderse de las concepciones evolucionistas que le
deformaban la interpretación de los aportes que la teoría antropológica difundía por
aquellos años. A pesar de que nuestro tábano nos ha permitido reconstruir los fragmentos
críticos y negativos presentes en las obras antropológicas reseñadas, este insecto,
lamentablemente para nosotros, no hubo de ser afectado por el contenido de las mismas
obras del modo que hubiéramos deseado. Porque, en efecto, no era una posibilidad sino un
hecho histórico que la alteridad cultural se reproducía dentro de los márgenes de la
contemporaneidad, una contemporaneidad que nuestros autores analizaron desde un ángulo
con cierto sesgo etnocentrista que les impedía reflexionarla con todas sus posibilidades.
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LA DOMESTICACIÓN DEL VÓRTICE