Cuadernos de la Facultad de Humanidades y
Ciencias Sociales - Universidad Nacional de
Jujuy
ISSN: 0327-1471
[email protected]
Universidad Nacional de Jujuy
Argentina
Carabajal, Leonardo Gustavo; Fernández, Federico
Violencia y poder
Cuadernos de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales - Universidad Nacional de Jujuy, núm.
38, julio, 2010, pp. 41-57
Universidad Nacional de Jujuy
Jujuy, Argentina
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CUADERNOS FHyCS-UNJu, Nro. 38:41-57, Año 2010
VIOLENCIA Y PODER
(VIOLENCE AND POWER)
Leonardo Gustavo CARABAJAL* y Federico FERNÁNDEZ**
“En la historia real el gran papel lo desempeñan, como es sabido, la
conquista, el sojuzgamiento, el homicidio motivado por el robo:
en una palabra, la violencia.”
Karl Marx.
RESUMEN
La hipótesis principal de este trabajo se basa en el carácter histórico de la
violencia en contra de las posturas biologicistas de la misma. Para argumentar a
favor de la construcción histórica de la violencia, se analizarán los conceptos de
violencia y cultura en la filosofía contractualista moderna. Posteriormente se estudiará el vínculo de violencia y cultura a partir de teorías sociológicas modernas
tomando como ejes los conceptos de proceso civilizatorio de Norbert Elías, y el
concepto de habitus de Pierre Bourdieu. Se analizan además, algunas reflexiones
de Tzvetan Todorov y Pierre Clastres sobre la construcción de la otredad americana, interpretada desde la narrativa ilustrada dominante europea. Por último, nuestro
trabajo concluye con una interpretación que intenta dar cuenta de los relatos dominantes sobre la otredad en nuestra región, puntualizando especialmente en las
relaciones que existen entre el poder de categorización (clasificación de “los otros”),
y su vínculo indisoluble con el ejercicio de la violencia física y simbólica a lo largo de
nuestra historia local y regional.
Palabras Clave: violencia, cultura, poder, civilización, habitus.
ABSTRACT
The main hypothesis of this work addresses the historical characteristic of
the violence against the biological points of view of the violence itself. The concepts
of violence and culture of the modern contractualist philosophy will be analyzed in
order to argue in favor of the historical construction of the violence. Then, the
connection between violence and culture will be studied considering modern
*
**
Unidad de Investigación: Ciencia, Cultura y Procesos Sociales en Latinoamérica - Facultad de
Humanidades y Ciencias Sociales - Universidad Nacional de Jujuy - Otero 262 - CP 4600 - San
Salvador de Jujuy - Jujuy - Argentina.
Correo Electrónico:
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Unidad de Investigación: Ciencia, Cultura y Procesos Sociales en Latinoamérica - Facultad de
Humanidades y Ciencias Sociales - Universidad Nacional de Jujuy - Otero 262 - CP 4600 - San
Salvador de Jujuy - Jujuy - Argentina. Becario CONICET.
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LEONARDO CARABAJAL - FEDERICO FERNÁNDEZ
sociological theories that take into account the concept of civilization process of
Norbert Elias, and the concept of habitus of Pierre Bourdieu. Finally, some thoughts
from Tzvetan Todorov, and Pierre Clastres about the construction of the american
otherness will be analized, interpreting them from the european dominant enlightened
narrative point of view. At last our work concludes with one an interpretation that
tries to explain the dominant account on otherness in our region, stating specially
the relationship that exist between the power of categorization (the classification of
others), and its indissoluble bond with the use of physical and symbolic violence
along our local and regional History.
Key Words: violence, culture, power, civilization, habitus.
Nuestro título no es azaroso supone, en principio, un vínculo indisoluble entre
ciertas prácticas consideradas como violentas, y las estructuras de poder presentes
en una sociedad. Tal afirmación implica básicamente un posicionamiento de carácter
epistemológico que conlleva una serie de consecuencias prácticas concretas. En
efecto, nuestro planteamiento admite como punto de partida que la comprensión y
explicación de los fenómenos de violencia entre grupos humanos, debe ser entendida
dentro de relaciones sociales que se expresan (y solo pueden ser entendidas) en
marcos socio-históricos de sentido y no, como ocurre en gran parte de los análisis
contemporáneos, como una forma “natural” de interacción entre determinados
sectores sociales. Creemos que una de las consecuencias práctica-políticas mayores
de este último planteo es la criminalización de vastos grupos sociales desprotegidos
por las políticas públicas diseñadas, paradojalmente, para el tratamiento, contención
y “erradicación” (como lo señalan muchos de los funcionarios gubernamentales) de
los fenómenos de violencia.
Proponemos, en oposición al eslogan de moda que dice: “luche contra la
violencia, por un mundo mejor y en paz social”, una pausa reflexiva. ¿Qué entendemos
por un mundo mejor?, ¿A que llamamos paz social? Sin caer en el sueño ingenuo
del relativismo y la contemplación de los fenómenos sociales sin más, es necesario
elaborar una mirada retrospectiva sobre aquello que consideramos como: “La
violencia”. Actualmente, los Medios de Comunicación saturan las palabras por
repetición: violencia en las canchas, robos, asaltos, muerte, violación, asesinato
múltiple. Sin dudas, todo esto ocurre pero: ¿Desde cuándo? ¿Siempre? ¿Ahora
más que nunca? ¿Se roba, se mata y se pega en los mismos lugares, con la
misma intensidad que antes? ¿Antes de qué? ¿Después de qué? Ninguna de estas
incógnitas parece importarles a la mayoría de los comunicólogos. Resulta más
sencillo en cambio establecer juicios de valor condenatorios sobre los otros: “los
violentos de siempre”, “los piqueteros”, “los vagos” “los ladrones del barrio x”, “los
patoteros”, etc. Optamos, con las herramientas analíticas que nos ofrecen las
Ciencias Sociales, abstenernos de la condena para poder pensar en los significados,
y los contextos que posibilitan que éstas prácticas condenadas existan y sean
consideradas como tales. Estamos convencidos de que no es una tarea sencilla,
pero al mismo tiempo nos anima una de las pocas certezas con la que contamos:
aquello a lo que llamamos violencia no es un agente patógeno de un organismo
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enfermo, por ende, no es un ente biológico incrustado en nuestro cuerpo, es, sobre
toda las cosas, una construcción social cuyo sentido, legitimidad e intensidad debe
ser descripta y comprendida bajo la lupa de las Ciencias Sociales y Humanísticas.
ANTECEDENTES TEÓRICOS Y PROPUESTAS PARA EL ABORDAJE DE LA
VIOLENCIA INTERGRUPAL
Si retomamos nuestra hipótesis principal, sobre el distanciamiento de todo
sesgo biologicista de la violencia, nos surge la necesidad de desarrollar los
argumentos a favor de su carácter histórico. En primer lugar, los hombres son
históricos y desde su propia historicidad crean una imagen del mundo donde se
entrelazan distintas relaciones de poder. Y es precisamente la exégesis de
significados socio-históricos de aquello que se nos presenta como “la violencia”, lo
que nos interesa analizar en los párrafos que siguen. En este sentido, como sostiene
Tzvetan Todorov (2008), la monopolización de una interpretación del mundo (la
exégesis del poder), bajo una perspectiva y una actitud asimilacionista, es decir,
(..) “en la proyección de los propios valores en los demás” (Todorov, 2008:57), implica
la imposición de una voluntad de poder que impide pensarlo al otro, en tanto otro,
siendo así la violencia el resultado de la asimilación de lo heterogéneo en lo idéntico.
Nuestra primera línea de argumentación, comenzará con el análisis del
contractualismo moderno como un caso emblemático de asimilacionismo, el cual
comprenderá sólo por cultura la razón moderna, y todo lo distinto a ella será barbarie.
Prueba de ello servirán, al final de esta introducción, algunos relatos de la conquista
de América -como el caso particular de las narraciones de Lozano- y su incapacidad
de interpretación del otro, del indio, actitud que, por otra parte, P. Clastres consideró
como la imposibilidad epistemológica para pensar al “otro salvaje”, como un otro
social. Pero antes de arribar a dicha conclusión se deberá mostrar como la cultura
es una forma de violencia.
Desde esta perspectiva analítica, proponemos el siguiente desarrollo temático:
en primer lugar, transitaremos las nociones centrales que han alimentado la polémica
entre las nociones de violencia y cultura en la filosofía contractualista moderna;
luego se establecerán las grietas que nos posibiliten re-pensar el vínculo entre
estas nociones de violencia y cultura a partir de teorías sociológicas modernas
tomando como ejes los textos principales de Norbert Elias y Pierre Bourdieu; y por
ultimo, a partir del debate sobre esta dos categorías (violencia y cultura), analizaremos
algunas reflexiones de Tzvetan Todorov y Pierre Clastres sobre la construcción de
la otredad americana, interpretada desde la narrativa ilustrada dominante europea.
LA VIOLENCIA EN LA TEORÍA CONTRACTUALISTA DE LA MODERNIDAD
Probablemente para la gran parte de los filósofos modernos la violencia era
todo lo opuesto a la cultura. En el caso particular de los pensadores contractualistas
(1), por ejemplo en Hobbes, el egoísmo innato de los hombres y su deseo de poder
implica un estado de naturaleza donde el deseo de adueñarse de todas las cosas,
las cuales eran escasas, generaba una situación de anarquía que terminaba
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demandando un poder estatal que, como un remedio, monopolizara la violencia.
Así, en aquel entonces, sostenía Hobbes que “el tiempo en que los hombres viven
sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado
que se denomina de guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos” (Hobbes,
1986:102). La violencia natural del hombre se debía regular por una fuerza mayor, el
Estado absolutista, un poder superior que por medio de la razón se remontaba por
encima de las conflictivas pasiones humanas. Sólo el poder de la recta razón, dirá
Hobbes, permite dejar atrás aquel estado caótico de existencia. De todos modos,
el problema era que las pasiones humanas no arrastraran la vida social hacia la
desintegración, o bien, la anarquía. La idea de cierto egoísmo universal, como algo
“natural” en los hombres que corrompía las instituciones y la vida social, sólo podía
encontrar un límite a partir del monopolio de la violencia de la monarquía absoluta.
Otro representante del contractualismo es J. J. Rousseau, el cual trata de
defender en su obra El contrato social, que la única fuente de legitimidad del poder
son convenciones, pero a diferencia de Hobbes, el contrato no representa a la
suma de los intereses individuales, sino a la voluntad general.
Sin embargo, lo que nos interesa aquí es que Rousseau considera que el
pasaje del estado de naturaleza a la sociedad, es como un pasaje de lo animal e
instintivo a lo humano y racional, en efecto:
“Este paso del estado de naturaleza al estado civil produce un cambio
muy importante, al sustituir en su conducta la justicia al instinto, y al dar a
sus acciones la moralidad que les faltaba antes. Es entonces solamente
cuando la voz del deber reemplaza al impulso físico, y el derecho, al apetito.
[…] Aunque en esa situación se ve privado de muchas ventajas que le
proporcionaba la naturaleza, alcanza otras tan grandes, al ejercerse y
extenderse sus facultades, al ampliarse sus ideas al ennoblecerse sus
sentimientos, al elevarse su alma entera, que, si los abusos de esta
condición no le colocasen con frecuencia por debajo de la que tenía antes,
debería bendecir sin cesar el feliz instante que le arrancó para siempre de
aquélla, y que, de un animal estúpido y limitado, hizo un ser inteligente y
un hombre” (Rousseau, 1988, 19).
La cita de Rousseau es más que elocuente para mostrar el significado que
guardaba la violencia en la configuración de la sociedad como el alter ego de la
razón, mientras ésta era la libertad, la autonomía, la otra era discordia, caos,
corrupción etc... Así fue que la obnubilación de la razón moderna donde no veía
“racionalidad”, entonces veía violencia, barbarie, anarquía, ausencia de civilización,
o bien, un “animal estúpido”...
Ahora bien, desde ciertos marcos teóricos que piensan en lo social como
fenómeno y no como sumatoria de individuos, la correlación entre violencia y cultura
se invierte, con ello, la interpretación de la realidad cambia sustancialmente. Veamos
a continuación cómo la violencia es parte de un proceso de la cultura para alcanzar
la civilización, la cohesión social, y hasta la dominación por medio de la violencia
simbólica.
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LA REGULACIÓN DE LAS EMOCIONES Y LA CIVILIZACIÓN
Desde que los homínidos descendieron de los árboles y lograron ponerse de
pie, un largo proceso evolutivo de casi cuatro millones de años fue modificando su
columna vertebral, disminuyó sus mandíbulas aunque aumentó el tamaño del cráneo
y, con ello, el del cerebro. El cuello cambió y permitió el aparato fónico que, con el
crecimiento del neocortex, poco a poco logró el desarrollo de su capacidad lingüística.
Ya en el paleolítico las alianzas para la subsistencia permitieron el surgimiento
de las primeras instituciones sociales, marcadas por las restricciones que surgían
como un modo de disciplinamiento para una mejor adaptación: no comer la semilla
para ser plantada, no comer el animal para reproducir el rebaño o postergar el
deseo sexual por medio del tabú del incesto. El hecho de “admitir ciertos sufrimientos
para postergar mayores dolores”, según Dussel, muestra las características que
cobrarían posteriormente instituciones políticas: “la necesidad de disciplinar el deseo”
(Dussel, 2007: 17).
Podríamos decir con N. Elías que la civilización es un “proceso de regulación
de emociones individuales por medio de coerciones internas y externas” (N. Elías,
1994: 9). El mecanismo de disciplinamiento y regulación de las pasiones humanas,
a lo largo de la historia de la humanidad, permitió la conformación de un lazo social
haciendo más efectiva la organización de la vida colectiva. Esta forma de coerción
ha operado a lo largo de la historia de la humanidad, ya como violencia física, ya
como violencia simbólica.
En sus investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas desarrolladas en El
proceso civilizatorio, N. Elías establece una serie de postulados centrales que
resumimos a continuación:
a) El proceso civilizatorio desarrollado en el occidente europeo, principalmente en
países como Inglaterra, Francia y Alemania, implicó básicamente un proceso
prolongado de transformación específico del comportamiento humano. Este cambio
supuso principalmente un mayor control y regulación de los componentes
emocionales vinculados directamente con el comportamiento público de los
individuos (modales, compostura en la mesa, moderación del lenguaje). Así pues,
se pasó de una coacción mínima de la conducta pública, como son los casos
registrados en el Medioevo para el campesinado secular, a un grado importante de
coacción social y autocoacción originado en el asfixiante entramado social de las
sociedades cortesanas desarrolladas desde el siglo XV al XVIII.
b) El desarrollo paulatino de las “pautas de civilidad”, especialmente en la clase alta
europea, debe ser entendido dentro de formas estructurales de carácter políticoeconómico a través del cual se expresa lo que Norbert Elías denomina como:
“Economía afectiva de las Naciones”. Esto es: “(...) los esquemas por los cuales se
modela al vida afectiva del individuo a través de una tradición que se ha hecho
institucional” (N. Elias, 1994:81).
c) Uno de los cambios más significativos desarrollados tras el proceso civilizatorio,
han sido las transformaciones ocurridas en las pautas de agresividad presentes en
individuos y grupos sociales en particular. Si partimos del hecho, tal como nos
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señala el sociólogo alemán, de comprender a los entramados emotivos de los seres
humanos como una totalidad, resulta entonces necesario vincular determinadas
“manifestaciones instintivas” de carácter agresivo a las estructuras de sentido
desarrolladas en contextos históricos específicos. De este modo: “Las pautas de
belicosidad, su carácter y su fortaleza, no son completamente iguales en la
actualidad, en las distintas naciones de Occidente (…); al igual que todas las demás
manifestaciones instintivas, la agresividad aparece hoy limitada de modo inmediato
en la acción guerrera por medio del avance en la división de funciones, del aumento
de la interacción de individuos, y de su mayor interdependencia entre los propios
individuos y el aparato técnico. La agresividad se ve hoy restringida (en comparación,
por ejemplo, con el Medioevo europeo) y sujeta, gracias a una serie considerables
de reglas y de convicciones que han acabado por convertirse en auto-coacciones.
La agresividad se ha transformado, “refinado”, “civilizado”, como todas las demás
formas de placer… (N. Elias, 1994: 231)”.
d)
La Edad Contemporánea se caracteriza por un control social más intenso
que se encuentra anclado en lo que conocemos como la organización estatal
moderna. El estado: “domina sobre las manifestaciones de la crueldad, la alegría
producida por la destrucción y los sufrimientos ajenos, así como la afirmación de la
superioridad física. Todas estas formas de placer se ven limitadas por las amenazas
del desagrado, por lo que se van “refinando” poco a poco a través de una serie de
mecanismos laterales. Únicamente en las épocas de trastorno social, o bien en las
zonas coloniales, en las cuales el control social es más limitado, se manifiestan
estos instintos de forma más directa, menos apagada y sin sufrir represión ninguna
por las pautas de vergüenza y pudor”. (N. Elias 1994: 231)
Desde esta perspectiva, y tal como lo ha señalado R. Williams (2003), la relación
entre las nociones de cultura y civilización presentan una larga y aún difícil interacción
en lo que respecta al contenido conceptual de ambos términos. En efecto, cultura
y civilización refieren a un modo particular de racionalización y organización de las
acciones humanas. Sin embargo, como queda claro en el análisis de Norbert Elías,
el proceso civilizatorio nos señala una forma particular de organización social, la
cual supone fundamentalmente un “estado supremo” de comportamiento y control
de pautas conductuales que operan fuertemente en las formas de interacción de los
sujetos sociales.
Como veremos en detalle en el apartado que sigue, algunos de los trabajos del
sociólogo Pierre Bourdieu se han centrado fundamentalmente en los dispositivos
contemporáneos sobre los cuales se apoya esta forma particular de organización y
tratamiento de la violencia (el proceso civilizatorio). Pero antes de avanzar en este
punto, debemos reconocer, en principio, que la distinción entre la noción de cultura
-en un sentido antropológico general - y civilización, lejos de agotarse en una diferencia
meramente terminológica, suponen más bien un conjunto de prácticas de carácter
dominante, a través de las cuales se estructuran y reproducen las relaciones de
dominación.
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EL HABITUS EN BOURDIEU COMO ESTRUCTURAS ESTRUCTURANTES DE LA CONDUCTA
Sobre la palabra habitus
A modo de una aclaración preliminar es posible decir que el habitus (2) no es una
entidad o cosa, sino que es una actividad, cuyo lugar de operación es el sujeto
donde se depositan un conjunto de “saberes, sentimientos, preferencias, acumuladas
en experiencias anteriores y convertidas en principios más o menos estables de
operaciones” (Martinez, 2007:81). El carácter disposicional de la acción no implica
determinación o internalización al modo conductista, su nivel de operación es más
sutil, pero al mismo tiempo, es el canal por donde se incorpora la violencia simbólica.
Desde el punto de vista etimológico habitus es una palabra latina que, entendida
como sustantivo (habitus-us), significa: aspecto o modo de ser, condición o estado;
también entendida como “disposición o cualidad física o moral adquirida” (Mir,
1998:217). Se relaciona con el verbo (habeo-ui-itum) donde unos de sus significados
es “llevar algo en el pensamiento” (Mir, 1998:217). Este término en francés se traduce
como habitude, y en el sentido moderno posee los siguientes significados: 1) manera
de actuar constante, costumbre, hábitos; 2) frecuentación ordinaria de alguien; 3)
acostumbramiento, adaptación; finalmente, 4) práctica, habilidad, experiencia (3).
El propio Bourdieu prefiere, siguiendo a Mauss, darle el uso latino antes que el
francés, por expresar mejor el sentido social del concepto de habitus.
El habitus y la dominación simbólica
En las primeras obras de Bourdieu como Trabajo y trabajadores en Argelia y El
desarraigo, si bien no se explicita la noción de habitus, ya se encuentra en sentido
latente. En el caso de sus estudios sobre Argelia es interesante cómo muestra
que, mientras la intención explícita de los colonos era pacificar el país para favorecer
la integración y hacer posible una política agraria con una economía moderna, sin
embargo, en un nivel más profundo, se estaba tratando de quitar las tierras a los
argelinos por medios legales que beneficiaran a los colonos. Esto iba más allá de
cierto conflicto entre lo tradicional y formas modernas de vida, ya que no sólo se
transformaba un aparato jurídico que fundaba la propiedad individual y la empresa
privada, sino que además, se imponía una nueva forma de previsibilidad del tiempo,
la cual era completamente ajena a la sociedad campesina (4).
Los esquemas de percepción del tiempo de un empresario, fundados en el espíritu
del cálculo y la previsibilidad, pautan la organización racional de su conducta, y los
mismos son inconmensurables con la forma de organización del tiempo de la
sociedad campesina. De este modo, los propios esquemas de percepción, de
carácter irreflexivo, se transforman en mecanismos de dominación para los
colonizados. Los mecanismos de dominación simbólica generan una necesidad a
las generaciones más jóvenes, de incorporar los valores culturales dominantes para
no ser excluidos del sistema económico. En este caso aparecen discursos
científicos, como la economía, que legitiman bajo cierta universalidad formas de
vida, que más tarde cobran la apariencia de objetividad. Este sistema económico
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interactúa con un sistema simbólico, donde se “llega a fundar en “naturaleza” la
dominación de los dominantes” (Martinez, 2007:40).
En un texto de 1962 Celibato y condición campesina, Bourdieu analiza el problema
del celibato de los campesinos berneses, el problema consistía en una crisis de los
campesinos por no poder contraer matrimonio con las mujeres, ni siquiera aquellos
de gran familia. Para explicar dicho fenómeno Bourdieu comienza con el estudio
que lleva a analizar la desaparición de una vida social intensa, la cual, llevaba a una
pérdida de espacios comunes de interacción entre la generaciones más jóvenes;
dada esta situación era sólo en los bailes donde se podían establecer vínculos
sociales para conocer una pareja. Sin embargo, en una fiesta Bourdieu observa que
los varones herederos de la tierra manifestaban una conducta singular: “ellos no
bailan” (Martinez, 2007:66). Solos, no hablaban con las mujeres, pasaban la noche
observando parejas ya formadas, se juntaban para beber hasta la media noche y,
luego, se marchaban. La explicación se encuentra en el conjunto de disposiciones
que el trabajo del campo ha hecho en el cuerpo del campesino, donde:
“las técnicas corporales impuestas por la educación, por todas las
prácticas cotidianas en relación con las condiciones económicas y
culturales, pero también con la mirada social: es la imagen que el habitante
de la ciudad tiene del cuerpo del campesino lo que descalifica a este
último como ilegítimo y atrasado; esta imagen domina la experiencia que
el campesino tiene de si mismo, hecho que se traduce en el malestar y la
timidez de los gestos y que acentúa la pesadez y torpeza”(Martinez,
2007:66).
Bajo esta mirada de sí el campesino no puede más que despreciarse, además de
no tener lugar alguno en la sociedad. De este modo, el habitus que socialmente ha
internalizado en los campesinos entra en contradicción con todo lo que sería civilizado;
claro está que “civilizado” es entendido según los criterios de la clase hegemónica
de una sociedad particular.
Es posible explicitar que el concepto de habitus permite la internalización externa
de estructuras estructurantes que, como disposiciones que orientan la conducta,
se sedimentan en el cuerpo de cada sujeto. Sin embargo, la idea que considera que
las conductas de los individuos se configuran por factores exógenos de carácter
socio-históricos, como es evidente, fue planteada por otros teóricos de la sociedad.
Es posible encontrar la influencia de la teoría weberiana del ethos y habitus en el
aparato conceptual de Bourdieu. En la teoría sociológica de Max Weber, el concepto
de ethos tiene el sentido de un “principio unificador de las conductas que permite
concebirlas como sistema” (Martinez, 2007:41). Éste lo toma del griego que
significaba “la manera de ser, el carácter, la disposición de espíritu y la manera de
percibir, que está en el origen de un modo de actuar en el mundo social” (Martinez,
2007:41). De algún modo, en La ética protestante y el espíritu del capitalismo,
Weber consideraba que la ética puritana, mejor dicho, un ethos en el sentido de
hábitos y disposiciones eran lo que fundaban la posibilidad para la emergencia del
sistema capitalista. El disciplinamiento interior del sujeto a partir de una ética
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puritana, implicaba un control racional y sistemático de la vida moral, donde cada
sujeto debía implementar su riqueza material. Lo interesante del puritanismo
protestante consistió en asociar el éxito y el fracaso económico con las potencias
divinas. Mientras algunas religiones se basaban en una visión salvífica intramundana,
la diferencia específica del puritanismo consistió en que la riqueza, ya no identificada
con el pecado, era un una forma de reconocimiento de la voluntad divina, de la
salvación espiritual. De hecho, esta ética que fusiona los valores de ascetismo,
sobriedad, aversión a la ilegalidad, pone en funcionamiento un conjunto de
disposiciones subjetivas para el capitalismo.
Podemos recapitular hasta aquí el concepto de habitus. Palabra latina que contiene
el significado de acostumbramiento, llevar algo en el pensamiento, costumbre o
hábitos. Y conceptualmente entendido como un conjunto de disposiciones que
estructuran y regulan, de modo implícito, las prácticas de los distintos actores
sociales. Dicha regulación funciona internalizando modelos, saberes, prácticas o
hasta sensaciones, de un sector hegemónico, que se imponen en un campo de
interacción social bajo la modalidad de una dominación simbólica, la cual, con el
paso del tiempo, se transforma en “una cuestión de creencia social, un concepto
para nombrar el olvido de las condiciones y los procesos por lo cuales los hombres
y las mujeres son como son, y que sirve a la dominación simbólica en tanto legitima
ese modo de ser” (Martinez, 2007: 142). La función del habitus consiste en generar
la ilusión en el conjunto de creencias sociales, término que se expresará más tarde
como illusio. Por otra parte vimos cómo en el texto Trabajo y trabajadores en Argelia
y El desarraigo, aunque todavía implícito el concepto de habitus, permitía comprender
cómo el ejercicio de la dominación simbólica de los colonos, sobre los colonizados,
se ejercía por medio de la falta de previsibilidad en los esquemas de percepción incorporados por medio de la cultura- de los campesinos argelinos, incapaces de
integrarse a la concepción calculadora de la economía capitalista. Así mismo, en el
contexto de los campesinos berneses, donde la estigmatización de sus cuerpos
rústicos era manifestada como la incapacidad de encontrar una pareja, le permitía
a Bourdieu leer la clave del problema de la reproducción social de los herederos de
la tierra.
La crítica sociológica al concepto de contrato
Podemos ver quizás con cierta previsibilidad que la tesis contractualista supone
que la razón, o bien, todos los valores culturales, se configuran en un lazo social
que cohesiona al grupo y, de este modo, la fortaleza del lazo se funda en eliminar
todo rasgo de pasión o violencia, cuasi innata, en los hombres. La violencia sería la
característica de una sociedad que no ha dejado su condición de “animal estúpido”,
como diría Rousseau. Sin embargo, ya Durkheim consideraba insostenible la idea
del contrato y la racionalidad como forma de cohesión (5). En su obra Acerca de la
división del trabajo social, Durkheim establece que los lazos de cohesión surgen
por causa de la solidaridad, ésta es un tipo de sentimiento fundado en intereses y
fines comunes de unidad. Según el nivel de desarrollo se pueden clasificar, en
función de la división del trabajo, en sociedades de solidaridad mecánica (en las
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que se puede encontrar a las sociedades campesinas) y orgánica (sería el caso de
las sociedades industriales). Mientras en la solidaridad mecánica cada individuo es
competente para cada trabajo siendo mínima la diferenciación de los mismos, la
solidaridad orgánica, en cambio, se caracteriza por un alto nivel de especialización.
En el caso de esta última, necesitará de un conjunto de normas y costumbres, que
se internalizarán por medio de la conciencia colectiva, que regule las relaciones de
los individuos en la sociedad. A diferencia del contractualismo, que consideraba a la
cultura como algo a priori al contrato, Durhkeim considera que la sociedad es una
conciencia, la cual es de carácter colectivo y que se internaliza de modo espontáneo
en el transcurso de las relaciones humanas, lo cual pone a la escuela como elemento
central en la inculcación de normas en las sociedades modernas.(6) Más tarde dirá
Bourdieu, contra toda idea que defienda la autonomía del individuo, una razón a
priori universal o un sujeto como trascendental, que por medio del habitus,
incorporamos de modo irreflexivo: prácticas, valores, gestos, percepciones; inclusive,
internalizados nociones que creemos que son naturales de los hombres y no son
otra cosa que el olvido de la acción de la “dominación simbólica en tanto legitima tal
modo de ser en el orden social y niega sus posibilidades de cambio” (Martinez,
2007:165).
De este modo, la tradición de la teoría contractualista, no sólo naturalizaba la idea
de “razón”, de “universalidad” o de “sujeto”, legitimando el pensamiento y la política
hegemónica de las colonias, sino que el ojo de un colono europeo del siglo XVII
estaba tan bien educado para ver un salvaje, del mismo modo que el ojo del colonizado
veía en el colono un agresor, sólo que con el tiempo la primera se vuelve parte de la
cultura hegemónica de esa sociedad, hasta transformarse en “natural”. Del mismo
modo Bourdieu considera que para los hijos de obreros y campesinos “la adquisición
de la cultura escolar tiene el carácter de aculturación” (Martinez, 2007:88), mientras
que los hijos de burgueses y aristócratas se sienten como peces en el agua, en el
manejo y las aptitudes para la cultura.
Finalmente cabe decir que la idea del contractualismo que se fundaba en la razón
como elemento universal y a priori de la condición humana, capaz de revertir la
violencia “natural” de los hombres, no es más que una construcción histórica de la
filosofía moderna. La violencia es parte de un aparato simbólico que se internaliza
de modo irreflexivo regulando las pasiones humanas, y naturalizando la violencia
simbólica, de modo tal que, según la lectura de Bourdieu que hace Ana Tereza
Martinez, tanto los campesinos de Argelia como los herederos de la tierra serían
una metáfora de toda sociedad, lo cual se puede expresar en la siguiente cuestión:
“¿Cómo se llega a que una sociedad no quiera saber más de algunos de
sus miembros, y, sin decirles nada, sin nada programado concientemente,
sin necesidad de conspirar contra ellos, los condena a la esterilidad les
prohíbe reproducirse y reproducir su manera de ser?” (Martinez, 2007:67)
La respuesta de Bourdieu consiste en el poder de la violencia simbólica que por
medio de los habitus se sedimenta sutilmente en el cuerpo de los dominados.
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CUADERNOS FHyCS-UNJu, Nro. 38:41-57, Año 2010
VIOLENCIA Y CONQUISTA EN AMÉRICA
La conquista de América y la implementación sangrienta de los mecanismos
de colonización nos han dejado acabadas muestras de un nivel intenso de agresividad
no controlado por la presencia inmediata de un Estado central y sus instituciones
reguladoras. El análisis del escritor búlgaro Tzvetan Todorov sobre la conquista de
América es una clara muestra de esta situación particular de “desregulación”
emocional.
La sociedad encarnada en gran parte de los conquistadores españoles fue,
tal como lo señala Todorov, una “sociedad de matanza”. Esto es, la violencia colonial
se convirtió en una serie de asesinatos impunes, es decir, un conjunto de prácticas
que expresan más bien las debilidades y la falta de cohesión del tejido social. De
este modo:
“La matanza está, entonces, íntimamente relacionada con las guerras
coloniales, que se libran lejos de la metrópolis. Mientras más lejanas y
extrañas sean sus víctimas, mejor será: se las extermina sin
remordimiento, equiparándolas más o menos con los animales” (T.
Todorov, 2008:177).
Latinoamérica, nuestro actual continente, es la consecuencia del mayor
genocidio producido en la historia de la humanidad. El festín de la gran matanza de
gatos en la Francia medieval es homologable – especialmente en la conquista
temprana -, al fulgor asesino del fuego en donde ardieron miles de hombres, mujeres
y niños en manos de los conquistadores españoles. Somos hijos de una masacre
originaria inaudita. Nuestra identidad como latinoamericanos se inició bajo el signo
de la violencia total más descarnada de la historia. ¿Que debemos entender
entonces, más de cinco siglos después, por paz social, por un mundo sin violencia?.
Podríamos avanzar un poco más aún y establecer una segunda pregunta ¿Qué
sabemos acerca de las pautas de agresividad y las interacciones violentas antes
de la violencia colonial en nuestro continente?
Todorov nos ofrece una primera respuesta posible: Diferenciar las sociedades
con sacrificio y las sociedades con matanza. En la primera (el caso Azteca es el
más relevante), las víctimas sacrificiales en general no pertenecían a la misma
sociedad, se trata pues de una victima que no es semejante, pero tampoco totalmente
diferente en tanto es cualificado sobre la base de atributos individuales y sociales
previos al sacrificio. Así, por ejemplo, el sacrificio de un valeroso guerrero se valoraba
muchos más que el de un hombre cualquiera. Las matanzas, al contrario de los
sacrificios:
“(…) no se reivindican nunca, su existencia misma generalmente se
guardan en secreto y se niegan. Es porque su función social no se
reconoce, y se tiene la impresión de que el acto encuentra su justificación
en sí mismo: uno blande el sable por el gusto de hacerlo, corta la nariz, la
lengua y el sexo del indio, sin que al cortador de narices se le ocurra que
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esté cumpliendo rito alguno.” (T. Todorov, 2008:177.)
Pierre Clastres fue sin dudas uno de los más lúcidos intelectuales que se
planteó, a mediados de los 70’, nuestra segunda incógnita. En sus escritos sobre
la Sociedad contra el Estado y en Arqueología de la violencia, Clastres recorre la
información etnológica sobre los pueblos que existieron antes de la conquista en
Sudamérica. Su interés se centró no solo en los registros etnográficos sobre los
“otros” lejanos al occidente cristiano y civilizado, sino también y fundamentalmente
en las concepciones analíticas que subyacen en la descripción de aquellos “salvajes”.
De acuerdo con Clastres, lo que encontramos en los primeros escritos sobre la
región amazónica de América del sur, es una “imposibilidad epistemológica” para
pensar aquel mundo salvaje como un mundo social. Mas específicamente, aquellos
otros no encuadraban en la representación de lo social para la Europa civilizada.
Esto ocurre fundamentalmente porque para la tradición occidental, en cuyo seno se
han desarrollado las ideas contractualistas de Hobbes y Rousseau:
“(…) la representación de la sociedad en cuanto tal debe encarnarse en
una figura de lo Uno exterior a la sociedad, en una disposición jerárquica
del espacio político, en la función del mando del jefe, rey o déspota: no hay
sociedad al menos que esté bajo el signo de su división en señores y
subordinados”. (P. Clastres, 2004:9)
En suma, y como resultado de esta concepción de lo social, “(…) no se
podría considerar sociedad a un grupo humano que no presenta el rasgo de su
división. Ahora bien, ¿a quién vieron aparecer sobre las costas del Atlántico los
descubridores del Nuevo Mundo? “Gentes sin fé, sin ley, sin rey”, según los cronistas
del siglo XVI. Se sobreentendía el motivo: esos hombres en estado de naturaleza
todavía no habían tenido siquiera acceso al estado de sociedad.” (P. Clastres, 2004:9)
Aquellas “sociedades salvajes”, condición especialmente presente en muchas
narrativas sobre los pueblos sudamericanos, no podrían haber sido descriptas bajo
otra narrativa que no fuera la de una violencia irracional, indómita, incivilizada. Esta
configuración fundamental de la no sociedad, es decir, la narrativa civilizada sobre
lo salvaje, tuvo incluso un grado de elaboración preciso en ciertas tradiciones
antropológicas. Tal como lo ha señalado Tierry Saignes (1985) en un escrito homenaje
justamente a P. Clastres, han existido y aún existe (en el relato antropológico e
histórico-político) al menos dos Américas y un grupo fronterizo intermedio. Por un
lado las sociedades consideradas con Estado, las grandes civilizaciones precolombinas, por el otro la “America salvaje”, los grupos guerreros de los confines
imperiales y, por último, los pueblos intermedios, aquellos que transitan los espacios
liminales del poder centralizado ofreciendo una resistencia continua. Los chiriguanos,
el caso específico analizado por T. Saignes, se encontrarían – bajo el análisis de la
Antropología Política clásica – dentro de este último grupo.
Chiriguanos y determinados conglomerados étnicos matacos, fueron
precisamente un ejemplo de pueblos intermedios en la cajonera categorial de las
sociedades americanas. Una parte importante del noroeste argentino, más
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específicamente, una vasta porción de las Provincias de Jujuy y Salta, se
constituyeron en el espacio donde se asentaron y convivieron estos pueblos. Ahora
bien ¿Cuáles fueron las prácticas dominantes de interacción y conflicto entre estos
grupos? ¿Existió entre ellos algún vínculo entre la violencia intergrupal y determinadas
prácticas sacrificiales?
Una de las narrativas más tempranas escrita por evangelizadores españoles
para nuestra región, fue la conocida corografía de Gran Chaco Gualamba, descripción
meticulosa desarrollada por el Padre Jesuita Pedro Lozano. A lo largo de la obra, la
idea de sacrificio ritual y enfrentamientos violentos entre los aborígenes locales
aparece ya claramente atravesada por juicios altamente negativos. Entre los capítulos
seis y dieciocho, Lozano da inicio a una serie de narrativas sobre las “naciones
indias y su costumbres”. Es especialmente relevante el punto de partida a través
del cual Padre jesuita nos instruye – tomando como base las interpretaciones que
él mismo construye sobre los escritos del Padre Juan Pastor - acerca de la “razón
porqué ha sido tan poblada la provincia del Chaco”. Bajo el apartado sexto nos dice:
“Vengamos ya a tratar de las muchas naciones que habitan esta gran
provincia; pero antes será bien se sepa el origen de donde nació el hallarse
toda ella tan poblada, cuando la entraron los primeros Españoles.
(…) Diez años antes de la entrada de los Españoles a la provincia de
Tucumán, que sería por el de 1533, precedieron en ellas señales notables,
que atemorizaron mucho a los indios del Tucumán, porque hubo mucha
seca, de que se originaron hambre y peste, que les quitaban la vida sin
remedio. Falto de consejo en tamaña aflicción por carecer del conocimiento
del Dios verdadero, cuya protección habían de implorar para su remedio,
acudieron a consultar a sus magos y hechiceros, que eran entre ellos sus
letrados y sabios; (…)”. (P. Lozano, 1989:55)
La narrativa prosigue con la falta de respuestas por parte de los hechiceros y el
consiguiente incremento de las pestes que arrasan el territorio. Sin embargo, lo
realmente sorprendente se encuentra en los consejos y la orden que los hechiceros
dan a los indios:
“(…) les aconsejaron que se convocasen de todas partes a consultar a
diferentes ídolos, a quienes adoraban, como lo hicieron por espacio de
tres continuos años con muchas ofrendas de las que solían y abominables
sacrificios. En todo este tiempo se les hizo sordo el demonio, sin querer
darles respuesta alguna. Instaron de nuevo los hechiceros con otros más
sangrientos sacrificios en una junta general que tuvieron, para obligarle a
que les diese las respuestas que deseaban. Celebraron los referidos
sacrificios con grandes borracheras y festines a su usanza antigua,
llamando al demonio al son de flautas, pingollos, tambores y calabacillos
huecos con piedras dentro, instrumentos ordinarios de los hechiceros
para darle culto e invocarle”. (P. Lozano, 1989: 55)
A tales plegarias el demonio no responde, pero los indios insisten y desarrollan
aún mayores esfuerzos con rituales sacrificiales para recibir algún tipo de señal. En
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una de sus últimas plegarias el rey de las tinieblas contesta, pero en este caso, a
través del sacerdote jesuita y su razonamiento ya plasmado en la reproducción
escrita del relato histórico, es decir, como instrumento para retener cierto pasado y
re-configurarlo. Así pues, el demonio que en la lógica del texto habla a través de los
hechiceros indios, se nos presenta ahora en el relato como vos escriturada y reinterpretada por el Padre Lozano:
“(..) Les hacía saber [el demonio] que presto entrarían en su tierra, una
gente desconocida, valiente, belicosa y enemiga capital de los indios,
contra la cual había estado batallando en otras partes, sin frutos, aquellos
cuatro años en que habían enmudecido sus oráculos; que aquellas gentes
conquistarían y se haría señores absolutos y despóticos dueños de sus
tierra, de sus mujeres, de sus hijos y aún de su propia libertad, abusando
de todo según su antojo, y tratándoles a todos ellos como esclavos suyos,
y aún, quizás peor, porque una vez que ellos metan pie en estas provincia,
como sin duda la meterán en un tiempo, por más que yo os quiera ayudar,
no les podréis resistir, pues no se quien les ampara y favorece, que hallo
flacas y débiles mis poderosas fuerzas y las de todos mis secuaces para
contrastarles (…)”. (P. Lozano, 1989:56)
¡El diablo presagia lo que vendrá! Pero se trata de un ser maléfico singular
puesto que es, claramente, una construcción argumentativa hecha por un jesuita
anoticiado - y efectivamente convencido - del lugar que ocupó el proceso de
evangelización en la región. Pedro Lozano escribe, por lo que nos deja entrever sus
líneas, cabalmente persuadido del valor moral perverso e inaceptable que envuelven
los actos de sacrificio humanos en los indios. Aquí se asemeja bastante a la postura
que T. Todorov nos trae sobre los escritos de Sepúlveda: Los actos sacrificiales en
humanos constituirían la prueba del salvajismo, y por lo tanto de la inferioridad de
los pueblos que la practican.
No obstante, existe otra fase de la narrativa que complejiza las cosas. Este
demonio ya conoce el “destino” de los indios más allá de que insistan o no en la
práctica del sacrificio. Interpreta, por tanto, de acuerdo a un esquema temporal. Así
pues, el cierre de esta breve historia, es decir, la “razón porqué ha sido tan poblada
la provincia del Chaco” es ya la crónica de un final anunciado desde el inicio:
“Así concluyó su razonamiento el demonio, y deponiendo la figura humana,
en que hasta allí se había dejado ver, y les había hablado, se transformó
de repente en un furioso huracán, que se fue encaminando hacia la
provincia del Chaco, a donde le fueron siguiendo los más de aquella
numerosa junta, animados de los hechiceros ministros fieles del demonio,
y otros muchos de la provincia de Tucumán, a donde llegó la fama de este
suceso” (P. Lozano, 1989:58).
“La numerosa junta” conforma luego la diversidad étnico-política tan
problemática para la etnohistoria del Noroeste Argentino. Sin dudas han
existido diversos pueblos mucho antes de que Lozano escriba estas líneas.
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Ante todo, es necesario aclararlo, no intentamos dilucidar a través de
estas argumentaciones el grado de veracidad con la que el historiador
describe la ubicación territorial y las nominaciones étnicas de las extensas
regiones que analiza. Lo que se pretende es ante todo “de-construir” el
significado de éstos relatos dentro de contextos específicos de sentido.
Desde esta perspectiva, resulta significativo el hecho de que nuestro
cronista inicie el relato mencionando sacrificios humanos (a la manera
de ofrendas a los ídolos del mal), y que luego estas prácticas persistan –
en la narrativa civilizatoria-evangelizadora - a la manera de una forma de
“resistencia indígena” al desastre civilizatorio que sufrirán
indefectiblemente las naciones indias (despotismo, abuso, esclavitud).
Asimismo, estos rituales sacrificiales, encarnan en el relato de Lozano
las fuerzas de la “in-civilidad”, una especie de célula de la violencia bruta
pre-destinada a crecer y expandirse entre “los otros salvajes”.
CONCLUSIÓN
El punto de partida inicial fue la inversión entre la relación cultura y violencia,
donde mostramos cómo en la modernidad éstas configuraban una dicotomía, siendo
así, la violencia el alter ego de la cultura y la civilización. Esta concepción se
encontró representada en la teoría contractualista moderna, ejemplificada en Hobbes
y Rousseau. Luego la vía de análisis comprendió a la cultura – y al proceso
civilizatorio señalado por N. Elías - como una forma de violencia capaz de regular
las conductas de los actores sociales, para lo cual vinculó el concepto de habitus
de Pierre Bourdieu. Éste fue entendido como un concepto disposicional capaz de
hacer inteligible la relación entre las estructuras sociales y las prácticas de los
agentes sociales. De este modo, logramos mostrar cómo el concepto de habitus,
en el sentido de formas simbólicas de dominación se configuraba en un dispositivo
eficaz y sistemático capaz de moldear las actitudes y las acciones de los sujetos.
En este sentido, es el propio sistema simbólico de la cultura el que se internaliza,
en algunos casos, como violencia simbólica en los campos sociales, sobre todo
como proceso de aculturación de las clases dominadas en el caso de la educación.
De modo tal que es posible concluir una mirada crítica al contractualismo moderno
y su contraposición entre violencia y cultura.
En la segunda parte de nuestro trabajo, analizamos precisamente la puesta
en práctica de esta oposición originada tras el pensamiento contractualista. Las
narrativas dominantes sobre la conquista de América y el comportamiento de aquellos
“otros” exóticos y lejanos para el “Occidente Civilizado”, constituyen sin dudas una
clara prueba de cómo funcionó la oposición entre violencia y cultura como dispositivo
argumentativo.
¿Que hacer con los incivilizados, los irremediablemente violentos? Esta fue,
en síntesis, una de las cuestiones cruciales para la evangelización temprana en
nuestra región. Las respuestas no fueron ni monolíticas ni homogéneas. Sin embargo,
lo que realmente interesa es el sentido de la pregunta, es decir, lo que Clastres
llamó imposibilidad epistemológica para pensar al “otro salvaje” como un otro social.
Los aborígenes del gran Chaco Gualamba son, según el presagio evangelizador,
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seres que desde sus orígenes estuvieron asesorados y poseídos por hechiceros
del demonio, llevan en sus cuerpos y en sus actos las marcas de una violencia
perversa. Y es precisamente aquella parte maldita del “otro” la que funcionó como
uno de los argumentos legitimadores para la violencia colonizadora.
Desde los escritos de Lozano han pasado más de 300 años. Sin embargo,
los descendientes de aquellos “seres maléficos”, siguen aún hoy con una carga
maldita entre sus cuerpos. A lo largo de esta escala temporal se han producido
cambios estructurales importantes, más específicamente, ha cambiado en forma
radical el campo relativo – tal como lo entendió P. Bourdieu – sobre el cual “lo
maldito” se configura como tal. No es necesario ya hablar de demonios que incitan
a sus socios del mal, puesto que el mal ya se ha incorporado, según las narrativas
hegemónicas, en los cuerpos, los gestos, las formas. La idea de “lo incivilizado”
como un cuerpo inmanentemente violento, se encuentra encastrada entre las
representaciones dominantes de nuestras sociedades desde hace siglos.
Actualmente, es precisamente este relato – hoy más que nunca adornado con
palabras diplomáticas (Civilizadas) – el que legitima muchas de las formas de
explotación más brutales de nuestro tiempo. ¿Cómo explicar sino la segmentación
étnica actual del mercado trabajo? ¿Qué lugar ocupan, en la escala productiva y
salarial, aquellos que son definidos hoy como indios (Wichis, Koyas, Guaraníes,
etc.)? Se trata pues de un estigma que trasciende los tiempos. Un estigma que
naturaliza, y en la mayoría de los casos fundamenta las asimetrías de poder en las
construcciones de género (Hombres/ Mujer), las distinciones de clase, las
construcciones ideológicas “del saber” (la escuela, la universidad). En suma, todo
esto es, da sentido y ordena este constructo relacional complejo que llamamos:
Violencia.
NOTAS
1) Se puede denominar contractualistas a todos aquellos que consideran que la
sociedad humana debe su origen a un contrato o pacto entre individuos, sin que
esto signifique un origen en el tiempo, sino sólo en el sentido que su condición
de posibilidad consiste en que los hombres se asocian para un fin común. Ver
Ferrater Mora, J. Diccionario de filosofía Vol I, 1º ed Ariel, Barcelona, 1999.
Especialmente el artículo Contrato social p. 686 en adelante.
2) Para la comprensión del concepto de habitus en Bourdieu seguiré la
interpretación de Martinez Ana Teresa (2007), Pierre Bourdieu, Razones y
lecciones de una práctica sociológica, Ed. Manantial, 1ª ed. Bs. As.
3) Estos cuatro significados se hallan en el Diccionario de la lengua francesa
Robert histórico, citado en Martinez A. T., op cit. p. 69.
4) En este punto la influencia de la concepción del tiempo en Husserl es central,
ver Husserl Lecciones para una fenomenología de la conciencia intima del tiempo.
5) Durkheim puede tener esa concepción, porque en el siglo XIX Hegel y Marx
plantean una concepción de Estado fuera del contractualismo.
6) Cfr. Martines op cit, 124.
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