JORGE LUIS BORGES
EL LIBRO DE ARENA
El libro de arena fue publicado originalmente en 1975.
Diseño de la colección: Neslé Soulé
© María Kodama, 1995
© Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1977, 1979, 1980, 1981, 1983, 1985, 1986, 1988,
1990, 1991, 1992, 1993, 1994, 1995, 1996, 1997, 1998
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Interior: Distribuidora Bertrán - Av. Vélez Sarsfield, 1950
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ISBN: 84-487-0471-1
Depósito Legal: B-9.587-1998
Impreso en España - Printed in Spain - Marzo de 1998
Impresión y encuadernación: Cayfosa
Ctra. Caldas, km 3 Santa Perpétua de Mogoda (Barcelona)
Alianza Editorial, S.A.
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15; 28027 Madrid; teléf. 393 88 88
Índice
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El otro
Ulrica
El Congreso
There Are More Things
La Secta de los Treinta
La noche de los dones
El espejo y la máscara
Undr
Utopía de un hombre que está cansado
El soborno
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Avelino Arredondo
El disco
El libro de arena
Epílogo
El otro
El hecho ocurrió en el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. No lo
escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la
razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento y,
con los años, lo será tal vez para mí.
Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo
siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero.
Serían las diez de la mañana. Yo estaba recostado en un banco, frente al río Charles. A
unos quinientos metros a mi derecha había un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca.
El agua gris acarreaba largos trozos de hielo. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara
en el tiempo. La milenaria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien; mi clase de la
tarde anterior había logrado, creo, interesar a los alumnos. No había un alma a la vista.
Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estados de
fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien se había
sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no
mostrarme incivil. El otro se había puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurrió la
primera de las muchas zozobras de esa mañana. Lo que silbaba, lo que trataba de silbar
(nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de Elías Regules. El
estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y a la memoria de Álvaro Melián
Lafinur, que hace tantos años ha muerto. Luego vinieron las palabras. Eran las de la
décima del principio. La voz no era la de Álvaro, pero quería parecerse a la de Álvaro.
La reconocí con horror.
Me le acerqué y le dije:
—Señor, ¿usted es oriental o argentino?
—Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra —fue la contestación.
Hubo un silencio largo. Le pregunté:
—¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa?
Me contestó que sí.
—En tal caso —le dije resueltamente— usted se llama Jorge Luis Borges. Yo también
soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge.
—No —me respondió con mi propia voz un poco lejana.
Al cabo de un tiempo insistió:
—Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que nos
parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris.
Yo le contesté:
—Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un
desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de serpientes, que trajo del Perú
nuestro bisabuelo. También hay una palangana de plata, que pendía del arzón. En el
armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres volúmenes de Las mil y una noches
de Lane con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo y capítulo, el
diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la versión de
Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de sangre de Rivera Indarte, con
la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una biografía de Amiel y,
escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los
pueblos balkánicos. No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso de la plaza
Dubourg.
—Dufour —corrigió.
—Está bien. Dufour. ¿Te basta con todo eso?
—No —respondió—. Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy soñando, es natural
que sepa lo que yo sé. Su catálogo prolijo es del todo vano.
La objeción era justa. Le contesté:
—Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que
el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación,
mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo y haber sido
engendrados y mirar con los ojos y respirar.
—¿Y si el sueño durara? —dijo con ansiedad.
Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un aplomo que ciertamente no sentía. Le dije:
—Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona
que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos
dos. ¿No querés saber algo de mi pasado, que es el porvenir que te espera?
Asintió sin una palabra. Yo proseguí un poco perdido:
—Madre está sana y buena en su casa de Charcas y Maipú, en Buenos Aires, pero padre
murió hace unos treinta años. Murió del corazón. Lo acabó una hemiplejia; la mano
izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un niño sobre la mano de
un gigante. Murió con impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela había
muerto en la misma casa. Unos días antes del fin, nos llamó a todos y nos dijo: "Soy una
mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio. Que nadie se alborote por una
cosa tan común y corriente". Norah, tu hermana, se casó y tiene dos hijos. A propósito,
en casa, ¿cómo están?
—Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que Jesús era como los
gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en parábolas.
Vaciló y me dijo:
—¿Y usted?
—No sé la cifra de los libros que escribirás, pero sé que son demasiados. Escribirás
poesías que te darán un agrado no compartido y cuentos de índole fantástica. Darás
clases como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre.
Me agradó que nada me preguntara sobre el fracaso o éxito de los libros. Cambié de
tono y proseguí:
—En lo que se refiere a la historia... Hubo otra guerra, casi entre los mismos
antagonistas. Francia no tardó en capitular; Inglaterra y América libraron contra un
dictador alemán, que se llamaba Hitler, la cíclica batalla de Waterloo. Buenos Aires,
hacia mil novecientos cuarenta y seis, engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro
pariente. El cincuenta y cinco, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre
Ríos. Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América,
trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día
que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si
cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la
del guaraní.
Noté que apenas me prestaba atención. El miedo elemental de lo imposible y sin
embargo cierto lo amilanaba. Yo, que no he sido padre, sentí por ese pobre muchacho,
más íntimo que un hijo de mi carne, una oleada de amor. Vi que apretaba entre las
manos un libro. Le pregunté qué era.
—Los poseídos o, según creo, Los demonios de Fyodor Dostoievski —me replicó no sin
vanidad.
—Se me ha desdibujado. ¿Qué tal es?
No bien lo dije, sentí que la pregunta era una blasfemia.
—El maestro ruso —dictaminó— ha penetrado más que nadie en los laberintos del alma
eslava.
Esa tentativa retórica me pareció una prueba de que se había serenado.
Le pregunté qué otros volúmenes del maestro había recorrido.
Enumeró dos o tres, entre ellos El doble.
Le pregunté si al leerlos distinguía bien los personajes, como en el caso de Joseph
Conrad, y si pensaba proseguir el examen de la obra completa.
—La verdad es que no —me respondió con cierta sorpresa.
Le pregunté qué estaba escribiendo y me dijo que preparaba un libro de versos que se
titularía Los himnos rojos. También había pensado en Los ritmos rojos.
—¿Por qué no? —le dije—. Podés alegar buenos antecedentes. El verso azul de Rubén
Darío y la canción gris de Verlaine.
Sin hacerme caso, me aclaró que su libro cantaría la fraternidad de todos los hombres.
El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a su época.
Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente se sentía hermano de todos. Por
ejemplo, de todos los empresarios de pompas fúnebres, de todos los carteros, de todos
los buzos, de todos los que viven en la acera de los números pares, de todos los
afónicos, etcétera. Me dijo que su libro se refería a la gran masa de los oprimidos y
parias.
—Tu masa de oprimidos y de parias —le contesté— no es más que una abstracción.
Sólo los individuos existen, si es que existe alguien. El hombre de ayer no es el hombre
de hoy sentenció algún griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge,
somos tal vez la prueba.
Salvo en las severas páginas de la Historia, los hechos memorables prescinden de frases
memorables. Un hombre a punto de morir quiere acordarse de un grabado entrevisto en
la infancia; los soldados que están por entrar en la batalla hablan del barro o del
sargento. Nuestra situación era única y, francamente, no estábamos preparados.
Hablamos, fatalmente, de letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir
a los periodistas. Mi alter ego creía en la invención o descubrimiento de metáforas
nuevas; yo en las que corresponden a afinidades íntimas y notorias y que nuestra
imaginación ya ha aceptado. La vejez de los hombres y el ocaso, los sueños y la vida, el
correr del tiempo y del agua. Le expuse esta opinión, que expondría en un libro años
después.
Casi no me escuchaba. De pronto dijo:
—Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya olvidado su encuentro con un señor de
edad que en 1918 le dijo que él también era Borges?
No había pensado en esa dificultad. Le respondí sin convicción:
—Tal vez el hecho fue tan extraño que traté de olvidarlo.
Aventuró una tímida pregunta:
—¿Cómo anda su memoria?
Comprendí que para un muchacho que no había cumplido veinte años, un hombre de
más de setenta era casi un muerto. Le contesté:
—Suele parecerse al olvido, pero todavía encuentra lo que le encargan. Estudio
anglosajón y no soy el último de la clase.
Nuestra conversación ya había durado demasiado para ser la de un sueño.
Una brusca idea se me ocurrió.
—Yo te puedo probar inmediatamente —le dije— que no estás soñando conmigo. Oí
bien este verso, que no has leído nunca, que yo recuerde.
Lentamente entoné la famosa línea:
L'hydre — univers tordant son corps écaillé d'astres.
Sentí su casi temeroso estupor. Lo repitió en voz baja, saboreando cada resplandeciente
palabra.
—Es verdad —balbuceó—. Yo no podré nunca escribir una línea como ésa.
Hugo nos había unido.
Antes, él había repetido con fervor, ahora lo recuerdo, aquella breve pieza en que Walt
Whitman rememora una compartida noche ante el mar, en que fue realmente feliz.
—Si Whitman la ha cantado —observé— es porque la deseaba y no sucedió. El poema
gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo, no la historia de un hecho.
Se quedó mirándome.
—Usted no lo conoce —exclamó—. Whitman es incapaz de mentir.
Medio siglo no pasa en vano. Bajo nuestra conversación de personas de miscelánea
lectura y gustos diversos, comprendí que no podíamos entendernos. Éramos demasiado
distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el
diálogo. Cada uno de los dos era el remedo caricaturesco del otro. La situación era harto
anormal para durar mucho más tiempo. Aconsejar o discutir era inútil, porque su
inevitable destino era ser el que soy.
De pronto recordé una fantasía de Coleridge. Alguien sueña que cruza el paraíso y le
dan como prueba una flor. Al despertarse, ahí está la flor.
Se me ocurrió un artificio análogo.
—Oí —le dije—, ¿tenés algún dinero?
—Sí —me replicó—. Tengo unos veinte francos. Esta noche lo convidé a Simón
Jichlinski en el Crocodile.
—Dile a Simón que ejercerá la medicina en Carouge y que hará mucho bien... ahora, me
das una de tus monedas.
Sacó tres escudos de plata y unas piezas menores. Sin comprender me ofreció uno de
los primeros.
Yo le tendí uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso valor y
el mismo tamaño. Lo examinó con avidez.
—No puede ser —gritó—. Lleva la fecha de mil novecientos setenta y cuatro.
(Meses después alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha.)
—Todo esto es un milagro —alcanzó a decir— y lo milagroso da miedo. Quienes
fueron testigos de la resurrección de Lázaro habrán quedado horrorizados.
No hemos cambiado nada, pensé. Siempre las referencias librescas.
Hizo pedazos el billete y guardó la moneda.
Yo resolví tirarla al río. El arco del escudo de plata perdiéndose en el río de plata
hubiera conferido a mi historia una imagen vívida, pero la suerte no lo quiso.
Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. Le propuse que
nos viéramos al día siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y en dos
sitios.
Asintió en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le había hecho tarde. Los dos
mentíamos y cada cual sabía que su interlocutor estaba mintiendo. Le dije que iban a
venir a buscarme.
—¿A buscarlo? —me interrogó.
—Sí. Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la vista. Verás el color
amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica.
Es como un lento atardecer de verano.
Nos despedimos sin habernos tocado. Al día siguiente no fui. El otro tampoco habrá ido.
He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie. Creo haber
descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y
fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el
recuerdo.
El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente. Soñó, ahora lo entiendo, la imposible
fecha en el dólar.
Ulrica
Hann tekr sverthit Gram ok leggr i methal
theira bert.
Völsunga Saga, 27
Mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad, lo
cual es lo mismo. Los hechos ocurrieron hace muy poco, pero sé que el hábito literario
es asimismo el hábito de intercalar rasgos circunstanciales y de acentuar los énfasis.
Quiero narrar mi encuentro con Ulrica (no supe su apellido y tal vez no lo sabré nunca)
en la ciudad de York. La crónica abarcará una noche y una mañana.
Nada me costaría referir que la vi por primera vez junto a las Cinco Hermanas de York,
esos vitrales puros de toda imagen que respetaron los iconoclastas de Cromwell, pero el
hecho es que nos conocimos en la salita del Northern Inn, que está del otro lado de las
murallas. Éramos pocos y ella estaba de espaldas. Alguien le ofreció una copa y rehusó.
—Soy feminista —dijo—. No quiero remedar a los hombres. Me desagradan su tabaco
y su alcohol.
La frase quería ser ingeniosa y adiviné que no era la primera vez que la pronunciaba.
Supe después que no era característica de ella, pero lo que decimos no siempre se parece
a nosotros.
Refirió que había llegado tarde al museo, pero que la dejaron entrar cuando supieron
que era noruega.
Uno de los presentes comentó:
—No es la primera vez que los noruegos entran en York.
—Así es —dijo ella—. Inglaterra fue nuestra y la perdimos, si alguien puede tener algo
o algo puede perderse.
Fue entonces cuando la miré. Una línea de William Blake habla de muchachas de suave
plata o de furioso oro, pero en Ulrica estaban el oro y la suavidad. Era ligera y alta, de
rasgos afilados y de ojos grises. Menos que su rostro me impresionó su aire de tranquilo
misterio. Sonreía fácilmente y la sonrisa parecía alejarla. Vestía de negro, lo cual es raro
en tierras del Norte, que tratan de alegrar con colores lo apagado del ámbito. Hablaba un
inglés nítido y preciso y acentuaba levemente las erres. No soy observador; esas cosas
las descubrí poco a poco.
Nos presentaron. Le dije que era profesor en la Universidad de los Andes en Bogotá.
Aclaré que era colombiano.
Me preguntó de un modo pensativo:
—¿Qué es ser colombiano?
—No sé —le respondí—. Es un acto de fe.
—Como ser noruega —asintió.
Nada más puedo recordar de lo que se dijo esa noche. Al día siguiente bajé temprano al
comedor. Por los cristales vi que había nevado; los páramos se perdían en la mañana.
No había nadie más. Ulrica me invitó a su mesa. Me dijo que le gustaba salir a caminar
sola.
Recordé una broma de Schopenhauer y contesté:
—A mí también. Podemos salir juntos los dos.
Nos alejamos de la casa, sobre la nieve joven. No había un alma en los campos. Le
propuse que fuéramos a Thorgate, que queda río abajo, a unas millas. Sé que ya estaba
enamorado de Ulrica; no hubiera deseado a mi lado ninguna otra persona.
Oí de pronto el lejano aullido de un lobo. No he oído nunca aullar a un lobo, pero sé que
era un lobo. Ulrica no se inmutó.
Al rato dijo como si pensara en voz alta:
—Las pocas y pobres espadas que vi ayer en York Minster me han conmovido más que
las grandes naves del museo de Oslo.
Nuestros caminos se cruzaban. Ulrica, esa tarde, proseguiría el viaje hacia Londres; yo,
hacia Edimburgo.
—En Oxford Street —me dijo— repetiré los pasos de De Quincey, que buscaba a su
Anna perdida entre las muchedumbres de Londres.
—De Quincey —respondí— dejó de buscarla. Yo, a lo largo del tiempo, sigo
buscándola.
—Tal vez —dijo en voz baja— la has encontrado.
Comprendí que una cosa inesperada no me estaba prohibida y le besé la boca y los ojos.
Me apartó con suave firmeza y luego declaró:
—Seré tuya en la posada de Thorgate. Te pido mientras tanto, que no me toques. Es
mejor que así sea.
Para un hombre célibe entrado en años, el ofrecido amor es un don que ya no se espera.
El milagro tiene derecho a imponer condiciones. Pensé en mis mocedades de Popayán y
en una muchacha de Texas, clara y esbelta como Ulrica, que me había negado su amor.
No incurrí en el error de preguntarle si me quería. Comprendí que no era el primero y
que no sería el último. Esa aventura, acaso la postrera para mí, sería una de tantas para
esa resplandeciente y resuelta discípula de Ibsen.
Tomados de la mano seguimos.
—Todo esto es como un sueño —dije— y yo nunca sueño.
—Como aquel rey —replicó Ulrica— que no soñó hasta que un hechicero lo hizo
dormir en una pocilga.
Agregó después:
—Oye bien. Un pájaro está por cantar.
Al poco rato oímos el canto.
—En estas tierras —dije—, piensan que quien está por morir prevé lo futuro.
—Y yo estoy por morir —dijo ella.
La miré atónito.
—Cortemos por el bosque —la urgí—. Arribaremos más pronto a Thorgate.
—El bosque es peligroso —replicó.
Seguimos por los páramos.
—Yo querría que este momento durara siempre —murmuré.
—Siempre es una palabra que no está permitida a los hombres —afirmó Ulrica y, para
aminorar el énfasis, me pidió que le repitiera mi nombre, que no había oído bien.
—Javier Otárola —le dije.
Quiso repetirlo y no pudo. Yo fracasé, parejamente, con el nombre de Ulrikke.
—Te llamaré Sigurd —declaró con una sonrisa.
—Si soy Sigurd —le repliqué—, tú serás Brynhild.
Había demorado el paso.
—¿Conoces la saga? —le pregunté.
—Por supuesto —me dijo—. La trágica historia que los alemanes echaron a perder con
sus tardíos Nibelungos.
No quise discutir y le respondí:
—Brynhild, caminas como si quisieras que entre los dos hubiera una espada en el lecho.
Estábamos de golpe ante la posada. No me sorprendió que se llamara, como la otra, el
Northern Inn.
Desde lo alto de la escalinata, Ulrica me gritó:
—¿Oíste al lobo? Ya no quedan lobos en Inglaterra. Apresúrate.
Al subir al piso alto, noté que las paredes estaban empapeladas a la manera de William
Morris, de un rojo muy profundo, con entrelazados frutos y pájaros. Ulrica entró
primero. El aposento oscuro era bajo, con un techo a dos aguas. El esperado lecho se
duplicaba en un vago cristal y la bruñida caoba me recordó el espejo de la Escritura.
Ulrica ya se había desvestido. Me llamó por mi verdadero nombre, Javier. Sentí que la
nieve arreciaba. Ya no quedaban muebles ni espejos. No había una espada entre los dos.
Como la arena se iba el tiempo. Secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera
y última vez la imagen de Ulrica.
El Congreso
Ils s'acheminèrent vers un château immense,
au frontispice duquel on lisait: "Je
n'appartiens à personne et j'appartiens à tout
le monde. Vous y étiez avant que d'y entrer, et
vous y serez encore quand vous en sortirez".
Diderot: Jacques Le Fataliste et son Maître
(1769)
Mi nombre es Alejandro Ferri. Ecos marciales hay en él, pero ni los metales de la gloria
ni la gran sombra del macedonio —la frase es del autor de Los mármoles, cuya amistad
me honró— se parecen al modesto hombre gris que hilvana estas líneas, en el piso alto
de un hotel de la calle Santiago del Estero, en un Sur que ya no es el Sur. En cualquier
momento habré cumplido setenta y tantos años; sigo dictando clases de inglés a pocos
alumnos. Por indecisión o por negligencia o por otras razones, no me casé, y ahora
estoy solo. No me duele la soledad; bastante esfuerzo es tolerarse a uno mismo y a sus
manías. Noto que estoy envejeciendo; un síntoma inequívoco es el hecho de que no me
interesan o sorprenden las novedades, acaso porque advierto que nada esencialmente
nuevo hay en ellas y que no pasan de ser tímidas variaciones. Cuando era joven, me
atraían los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas del centro y la
serenidad. Ya no juego a ser Hamlet. Me he afiliado al partido conservador y a un club
de ajedrez, que suelo frecuentar como espectador, a veces distraído. El curioso puede
exhumar, en algún oscuro anaquel de la Biblioteca Nacional de la calle México, un
ejemplar de mi Breve examen del idioma analítico de John Wilkins, obra que exigiría
otra edición, siquiera para corregir o atenuar sus muchos errores. El nuevo director de la
Biblioteca, me dicen, es un literato que se ha consagrado al estudio de las lenguas
antiguas, como si las actuales no fueran suficientemente rudimentarias, y a la exaltación
demagógica de un imaginario Buenos Aires de cuchilleros. Nunca he querido conocerlo.
Yo arribé a esta ciudad en 1899 y una sola vez el azar me enfrentó con un cuchillero o
con un sujeto que tenía fama de tal. Más adelante, si se presenta la ocasión, contaré el
episodio.
Ya dije que estoy solo; días pasados, un vecino de pieza, que me había oído hablar de
Fermín Eguren, me dijo que éste había fallecido en Punta del Este.
La muerte de aquel hombre, que ciertamente no fue nunca mi amigo, se ha obstinado en
entristecerme. Sé que estoy solo; soy en la tierra el único guardián de aquel
acontecimiento, el Congreso, cuya memoria no podré compartir. Soy ahora el último
congresal. Es verdad que todos los hombres lo son, que no hay un ser en el planeta que
no lo sea, pero yo lo soy de otro modo. Sé que lo soy; eso me hace diverso de mis
innumerables colegas, actuales y futuros. Es verdad que el día 7 de febrero de 1904
juramos por lo más sagrado no revelar —¿habrá en la tierra algo sagrado o algo que no
lo sea?— la historia del Congreso, pero no menos cierto es que el hecho de que yo ahora
sea un perjuro es también parte del Congreso. Esta declaración es oscura, pero puede
encender la curiosidad de mis eventuales lectores.
De cualquier modo, la tarea que me he impuesto no es fácil. No he acometido nunca, ni
siquiera en su especie epistolar, el género narrativo y, lo que sin duda es harto más
grave, la historia que registraré es increíble. La pluma de José Fernández Irala, el
inmerecidamente olvidado poeta de Los mármoles, era la predestinada a esta empresa,
pero ya es tarde. No falsearé deliberadamente los hechos, pero presiento que la
haraganería y la torpeza me obligarán, más de una vez, al error.
Las precisas fechas no importan. Recordemos que vine de Santa Fe, mi provincia natal,
en 1899. No he vuelto nunca; me he acostumbrado a Buenos Aires, ciudad que no me
atrae, como quien se acostumbra a su cuerpo o a una vieja dolencia. Preveo, sin mayor
interés, que pronto he de morir; debo, por consiguiente, sujetar mi hábito digresivo y
adelantar un poco la narración.
No modifican nuestra esencia los años, si es que alguna tenemos; el impulso que me
llevaría, una noche, al Congreso del Mundo fue el que me trajo, inicialmente, a la
redacción de Última Hora. Para un pobre muchacho provinciano, ser periodista puede
ser un destino romántico, así como un pobre muchacho de la capital puede imaginar que
es romántico el destino de un gaucho o de un peón de chacra. No me abochorna haber
querido ser periodista, rutina que ahora me parece trivial. Recuerdo haberle oído decir a
Fernández Irala, mi colega, que el periodista escribe para el olvido y que su anhelo era
escribir para la memoria y el tiempo. Ya había cincelado (el verbo era de uso común)
alguno de los sonetos perfectos que aparecerían después, con uno que otro leve retoque,
en las páginas de Los mármoles.
No puedo precisar la primera vez que oí hablar del Congreso. Quizá fue aquella tarde en
que el contador me pagó mi sueldo mensual y yo, para celebrar esa prueba de que
Buenos Aires me había aceptado, propuse a Irala que comiéramos juntos. Éste se
disculpó, alegando que no podía faltar al Congreso. Inmediatamente entendí que no se
refería al vanidoso edificio con una cúpula, que está en el fondo de una avenida poblada
de españoles, sino a algo más secreto y más importante. La gente hablaba del Congreso,
algunos con abierta sorna, otros bajando la voz, otros con alarma o curiosidad; todos,
creo, con ignorancia. Al cabo de unos sábados, Irala me convidó a acompañarlo. Ya
había cumplido, me confió, con los trámites necesarios.
Serían las nueve o diez de la noche. En el tranvía me dijo que las reuniones preliminares
tenían lugar los sábados y que don Alejandro Glencoe, tal vez movido por mi nombre,
ya había dado su firma. Entramos en la Confitería del Gas. Los congresales, que serían
quince o veinte, rodeaban una mesa larga; no sé si había un estrado o si la memoria lo
agrega. Reconocí en el acto al presidente, que no había visto nunca. Don Alejandro era
un señor de aire digno, ya entrado en años, con la frente despejada, los ojos grises y una
canosa barba rojiza. Siempre lo vi de levita oscura; solía apoyar en el bastón las manos
cruzadas. Era robusto y alto. A su izquierda había un hombre mucho más joven,
también de pelo rojo; su violento color sugería el fuego y el de la barba del señor
Glencoe, las hojas del otoño. A la derecha había un muchacho de cara larga y de frente
singularmente baja, trajeado como un dandy. Todos habían pedido café y uno que otro,
ajenjo. Lo que primero despertó mi atención fue la presencia de una mujer, sola entre
tantos hombres. En la otra punta de la mesa había un niño de diez años, vestido de
marinero, que no tardó en quedarse dormido. Había también un pastor protestante, dos
inequívocos judíos y un negro con pañuelo de seda y la ropa muy ajustada, a la manera
de los compadritos de las esquinas. Ante el negro y el niño había dos tazas de chocolate.
No recuerdo a los otros, salvo a un señor Marcelo del Mazo, hombre de suma cortesía y
de fino diálogo, que no volví a ver más. Conservo una borrosa y deficiente fotografía de
una de las reuniones, que no publicaré, porque la indumentaria de la época, las melenas
y los bigotes, le darían un aire burlesco y hasta menesteroso, que falsearía la escena.
Todas las agrupaciones tienden a crear su dialecto y sus ritos; el Congreso, que siempre
tuvo para mí algo de sueño, parecía querer que los congresales fueran descubriendo sin
prisa el fin que buscaba y aun los nombres y apellidos de sus colegas. No tardé en
comprender que mi obligación era no hacer preguntas y me abstuve de interrogar a
Fernández Irala, que tampoco me dijo nada. No falté un solo sábado, pero pasaron uno o
dos meses antes que yo entendiera. Desde la segunda reunión, mi vecino fue Donald
Wren, un ingeniero del Ferrocarril Sud, que me daría lecciones de inglés.
Don Alejandro hablaba muy poco; los otros no se dirigían a él, pero sentí que hablaban
para él y que buscaban su aprobación. Bastaba un ademán de la lenta mano para que el
tema del debate cambiara. Fui descubriendo poco a poco que el rojizo hombre de la
izquierda tenía el curioso nombre de Twirl. Recuerdo su aire frágil, que es atributo de
ciertas personas muy altas, como si la estatura les diera vértigo y los hiciera abovedarse.
Sus manos, lo recuerdo, solían jugar con una brújula de cobre, que a ratos dejaba en la
mesa. A fines de 1914, murió como soldado de infantería en un regimiento irlandés. El
que siempre ocupaba la derecha era el joven de frente baja, Fermín Eguren, sobrino del
presidente. Descreo de los métodos del realismo, género artificial si los hay; prefiero
revelar de una buena vez lo que comprendí gradualmente. Antes, quiero recordar al
lector mi situación de entonces: yo era un pobre muchacho de Casilda, hijo de
chacareros, que había llegado a Buenos Aires y que de pronto se encontraba, así la sentí,
en el íntimo centro de Buenos Aires y tal vez, quién sabe, del mundo. Medio siglo ha
pasado y sigo sintiendo aquel deslumbramiento inicial, que ciertamente no fue el
último.
He aquí los hechos; los narraré con toda brevedad. Don Alejandro Glencoe, el
presidente, era un estanciero oriental, dueño de un establecimiento de campo que
lindaba con el Brasil. Su padre, oriundo de Aberdeen, se había fijado en este continente
al promediar el siglo anterior. Trajo consigo unos cien libros, los únicos, me atrevo a
afirmar, que don Alejandro leyó en el decurso de su vida. (Hablo de estos libros
heterogéneos, que he tenido en las manos, porque en uno de ellos está la raíz de mi
historia.) El primer Glencoe, al morir, dejó una hija y un hijo, que sería después nuestro
presidente. La hija se casó con un Eguren y fue la madre de Fermín. Don Alejandro
aspiró alguna vez a ser diputado, pero los jefes políticos le cerraron las puertas del
Congreso del Uruguay. El hombre se enconó y resolvió fundar otro Congreso de más
vastos alcances. Recordó haber leído en una de las volcánicas páginas de Carlyle el
destino de aquel Anacharsis Cloots, devoto de la diosa Razón, que a la cabeza de treinta
y seis extranjeros habló como "orador del género humano" ante una asamblea de París.
Movido por su ejemplo, don Alejandro concibió el propósito de organizar un Congreso
del Mundo que representaría a todos los hombres de todas las naciones. El centro de las
reuniones preliminares era la Confitería del Gas; el acto de apertura, para el cual se
había previsto un plazo de cuatro años, tendría su sede en el establecimiento de don
Alejandro. Éste, que como tantos orientales, no era partidario de Artigas, quería a
Buenos Aires, pero había resuelto que el Congreso se reuniera en su patria.
Curiosamente, el plazo original se cumpliría con una precisión casi mágica.
Al principio cobrábamos nuestras dietas, que no eran deleznables, pero el fervor que a
todos nos encendía hizo que Fernández Irala, que era tan pobre como yo, renunciara a la
suya y lo mismo hicimos los otros. Esa medida fue benéfica, ya que sirvió para separar
la mies del rastrojo; el número de congresales disminuyó y sólo quedamos los fieles. El
único cargo rentado fue el de la Secretaria, Nora Erfjord, que carecía de otros medios de
vida y cuya labor era abrumadora. Organizar una entidad que abarca el planeta no es
una empresa baladí. Las cartas iban y venían y asimismo los telegramas. Llegaban
adhesiones del Perú, de Dinamarca y del Indostán. Un boliviano señaló que su patria
carecía de todo acceso al mar y que esa lamentable carencia debería ser el tema de uno
de los primeros debates.
Twirl, cuya inteligencia era lúcida, observó que el Congreso presuponía un problema de
índole filosófica. Planear una asamblea que representara a todos los hombres era como
fijar el número exacto de los arquetipos platónicos, enigma que ha atareado durante
siglos la perplejidad de los pensadores. Sugirió que, sin ir más lejos, don Alejandro
Glencoe podía representar a los hacendados, pero también a los orientales y también a
los grandes precursores y también a los hombres de barba roja y a los que están
sentados en un sillón. Nora Erfjord era noruega. ¿Representaría a las secretarias, a las
noruegas o simplemente a todas las mujeres hermosas? ¿Bastaba un ingeniero para
representar a todos los ingenieros, incluso los de Nueva Zelandia?
Fue entonces, creo, que Fermín intervino.
—Ferri está en representación de los gringos —dijo con una carcajada.
Don Alejandro lo miró con severidad y dijo sin apuro:
—El señor Ferri está en representación de los emigrantes, cuya labor está levantando el
país.
Nunca Fermín Eguren me pudo ver. Ejercía diversas soberbias: la de ser oriental, la de
ser criollo, la de atraer a todas las mujeres, la de haber elegido un sastre costoso y,
nunca sabré por qué, la de su estirpe vasca, gente que al margen de la historia no ha
hecho otra cosa que ordeñar vacas.
Un incidente de lo más trivial selló nuestras enemistades. Después de una sesión,
Eguren propuso que fuéramos a la calle Junín. El proyecto no me atraía, pero acepté,
para no exponerme a sus burlas. Fuimos con Fernández Irala. Al salir de la casa, nos
cruzamos con un hombre grandote. Eguren, que estaría un poco bebido, le dio un
empujón. El otro nos cerró el camino y nos dijo:
—El que quiera salir va a tener que pasar por este cuchillo.
Recuerdo el brillo del acero en la oscuridad del zaguán. Eguren se echó atrás, aterrado.
Yo no las tenía todas conmigo, pero mi odio pudo más que mi susto. Me llevé la mano a
la sisa, como para sacar un arma, y dije con voz firme:
—Esto lo vamos a arreglar en la calle.
El desconocido me respondió, ya con otra voz:
—Así me gustan los hombres. Yo quería probarlos, amigo.
Ahora reía afablemente.
—Lo de amigo corre por cuenta suya —le repliqué y salimos.
El hombre del cuchillo entró en el prostíbulo. Me dijeron después que se llamaba Tapia
o Paredes o algo por el estilo y que tenía fama de pendenciero. Ya en la vereda, Irala,
que se había mantenido sereno, me palmeó y declaró con énfasis:
—Entre los tres había un mosquetero. ¡Salve, d'Artagnan!
Fermín Eguren nunca me perdonó haber sido testigo de su aflojada.
Siento que ahora, y sólo ahora, empieza la historia. Las páginas ya escritas no han
registrado más que las condiciones que el azar o el destino requería para que ocurriera el
hecho increíble, acaso el único de toda mi vida. Don Alejandro Glencoe era siempre el
centro de la trama, pero gradualmente sentimos, no sin algún asombro y alarma, que el
verdadero presidente era Twirl. Este singular personaje de bigote fulgente adulaba a
Glencoe y aun a Fermín Eguren, pero de un modo tan exagerado que podía pasar por
una burla y no comprometía su dignidad. Glencoe tenía la soberbia de su vasta fortuna;
Twirl adivinó que, para imponerle un proyecto, bastaba sugerir que su costo era
demasiado oneroso. Al principio, el Congreso no había sido más, lo sospecho, que un
vago nombre; Twirl proponía continuas ampliaciones, que don Alejandro siempre
aceptaba. Era como estar en el centro de un círculo creciente, que se agranda sin fin,
alejándose. Declaró, por ejemplo, que el Congreso no podía prescindir de una biblioteca
de libros de consulta; Nierenstein, que trabajaba en una librería, fue consiguiéndonos
los atlas de Justus Perthes y diversas y extensas enciclopedias, desde la Historia
naturalis de Plinio y el Speculum de Beauvais hasta los gratos laberintos (releo estas
palabras con la voz de Fernández Irala) de los ilustres enciclopedistas franceses, de la
Britannica, de Pierre Larousse, de Brockhaus, de Larsen y de Montaner y Simón.
Recuerdo haber acariciado con reverencia los sedosos volúmenes de cierta enciclopedia
china, cuyos bien pincelados caracteres me parecieron más misteriosos que las manchas
de la piel de un leopardo. No diré todavía el fin que tuvieron y que por cierto no
lamento.
Don Alejandro nos había tomado cariño a Fernández Irala y a mí, tal vez porque éramos
los únicos que no trataban de halagarlo. Nos convidó a pasar unos días en la estancia La
Caledonia, donde ya estaban trabajando los peones albañiles.
Al cabo de una larga navegación, río arriba, y de una travesía en balsa, pisamos la otra
banda, un amanecer. Después tuvimos que hacer noche en pulperías menesterosas y que
abrir y cerrar muchas tranqueras en la Cuchilla Negra. Íbamos en una volanta; el campo
me pareció más grande y más solo que el de la chacra en que nací.
Conservo aún mis dos imágenes de la estancia: la que yo había previsto y la que mis
ojos vieron al fin. Absurdamente yo me había figurado, como en un sueño, una
combinación imposible de la llanura santafesina y del Palacio de las Aguas Corrientes;
La Caledonia era una casa larga, de adobe, con el techo de paja a dos aguas y con un
corredor de ladrillo. Me pareció construida para el rigor y para el largo tiempo. Casi una
vara de espesor tenían los toscos muros y las puertas eran angostas. A nadie se le había
ocurrido plantar un árbol. El primer sol y el último la golpeaban. Los corrales eran de
piedra; la hacienda era numerosa, flaca y guampuda; las colas arremolinadas de los
caballos alcanzaban al suelo. Por primera vez conocí el sabor del animal recién
carneado. Trajeron unas bolsas de galleta; el capataz me dijo, días después, que no había
probado pan en su vida. Irala preguntó dónde estaba el baño; don Alejandro, con un
vasto ademán, le mostró el continente. La noche era de luna; salí a dar una vuelta y lo
sorprendí, vigilado por un ñandú.
El calor, que no había mitigado la noche, era insoportable y todos ponderaban el fresco.
Las piezas eran bajas y muchas y me parecieron desmanteladas; nos destinaron una que
daba al sur, en la que había dos catres y una cómoda, con la palangana y la jarra que
eran de plata. El piso era de tierra.
Al día siguiente di con la biblioteca y con los volúmenes de Carlyle y busqué las
páginas consagradas al orador del género humano, Anacharsis Cloots, que me había
conducido a aquella mañana y a aquella soledad. Después del desayuno, idéntico a la
comida, don Alejandro nos mostró los trabajos. Hicimos una legua a caballo, entre los
descampados. Irala, cuya equitación era temerosa, sufrió un percance; el capataz
observó sin una sonrisa:
—El porteño sabe apearse muy bien.
Desde lejos vimos la obra. Una veintena de hombres había erigido una suerte de
anfiteatro despedazado. Recuerdo unos andamios y unas gradas que dejaban entrever
espacios de cielo.
Más de una vez traté de conversar con los gauchos, pero mi empeño fracasó. De algún
modo sabían que eran distintos. Para entenderse entre ellos, usaban parcamente un
gangoso español abrasilerado. Sin duda por sus venas corrían sangre india y sangre
negra. Eran fuertes y bajos; en La Caledonia yo era un hombre alto, cosa que no me
había sucedido hasta entonces. Casi todos usaban chiripá y uno que otro, bombacha.
Poco o nada tenían en común con los dolientes personajes de Hernández o de Rafael
Obligado. Bajo el estímulo del alcohol de los sábados, eran fácilmente violentos. No
había una mujer y jamás oí una guitarra.
Más que los hombres de esa frontera me interesó el cambio total que se había operado
en don Alejandro. En Buenos Aires, era un señor afable y medido; en La Caledonia, el
severo jefe de un clan, como sus mayores. Los domingos por la mañana les leía la
Sagrada Escritura a los peones, que no entendían una sola palabra. Una noche, el
capataz, un muchacho joven, que había heredado el cargo de su padre, nos avisó que un
agregado y un peón se habían trabado a puñaladas. Don Alejandro se levantó sin mayor
apuro. Llegó a la rueda, se quitó el arma que solía cargar, se la dio al capataz, que me
pareció acobardado, y se abrió camino entre los aceros. Oí en seguida la orden:
—Suelten el cuchillo, muchachos.
Con la misma voz tranquila agregó:
—Ahora se dan la mano y se portan bien. No quiero barullos aquí.
Los dos obedecieron. Al otro día supe que don Alejandro lo había despedido al capataz.
Sentí que la soledad me cercaba. Temí no volver nunca a Buenos Aires. No sé si
Fernández Irala compartió ese temor, pero hablábamos mucho de la Argentina y de lo
que haríamos a la vuelta. Extrañaba los leones de un portón de la calle Jujuy, cerca de la
plaza del Once, o la luz de cierto almacén de imprecisa topografía, no los lugares
habituales. Siempre fui buen jinete; me habitué a salir a caballo y a recorrer largas
distancias. Todavía me acuerdo de aquel moro que yo solía ensillar y que ya habrá
muerto. Acaso alguna tarde o alguna noche estuve en el Brasil, porque la frontera no era
otra cosa que una línea trazada por mojones.
Había aprendido a no contar los días cuando, al cabo de un día como los otros, don
Alejandro nos advirtió:
—Ahora nos vamos a acostar. Mañana salimos con la fresca.
Ya río abajo me sentí tan feliz que pude pensar con cariño en La Caledonia.
Reanudamos la reunión de los sábados. En la primera, Twirl pidió la palabra. Dijo, con
las habituales flores retóricas, que la biblioteca del Congreso del Mundo no podía
reducirse a libros de consulta y que las obras clásicas de todas las naciones y lenguas
eran un verdadero testimonio que no podíamos ignorar sin peligro. La ponencia fue
aprobada en el acto; Fernández Irala y el doctor Cruz, que era profesor de latín,
aceptaron la misión de elegir los textos necesarios. Twirl ya había hablado del asunto
con Nierenstein.
En aquel tiempo no había un solo argentino cuya Utopía no fuera la ciudad de París.
Quizá el más impaciente de nosotros era Fermín Eguren: lo seguía Fernández Irala, por
razones harto distintas. Para el poeta de Los mármoles, París era Verlaine y Leconte de
Lisle; para Eguren, una continuación mejorada de la calle Junín. Se había entendido, lo
sospecho, con Twirl. Éste, en otra reunión, discutió el idioma que usarían los
congresales y la conveniencia de que dos delegados fueran a Londres y a París, a
documentarse. Para fingir imparcialidad, propuso primero mi nombre y, tras una ligera
vacilación, el de su amigo Eguren. Don Alejandro, como siempre, asintió.
Creo haber escrito que Wren, a cambio de unas clases de italiano, me había iniciado en
el estudio del infinito idioma inglés. Prescindió, en lo posible, de la gramática y de las
oraciones fabricadas para el aprendizaje y entramos directamente en la poesía, cuyas
formas exigen la brevedad. Mi primer contacto con el lenguaje que poblaría mi vida fue
el valeroso Requiem de Stevenson; después vinieron las baladas que Percy reveló al
decoroso siglo dieciocho. Poco antes de partir para Londres conocí el deslumbramiento
de Swinburne, que me llevó a dudar, como quien comete una culpa, de la eminencia de
los alejandrinos de Irala.
Arribé a Londres a principios de enero del novecientos dos; recuerdo la caricia de la
nieve, que yo nunca había visto y que agradecí. Felizmente, no me tocó viajar con
Eguren. Me hospedé en una módica pensión a espaldas del Museo Británico, a cuya
biblioteca concurría de mañana y de tarde, en busca de un idioma que fuera digno del
Congreso del Mundo. No descuidé las lenguas universales; me asomé al esperanto —
que el Lunario sentimental califica de "equitativo, simple y económico"— y al Volapük,
que quiere explorar todas las posibilidades lingüísticas, declinando los verbos y
conjugando los sustantivos. Consideré los argumentos en pro y en contra de resucitar el
latín, cuya nostalgia no ha cesado de perdurar al cabo de los siglos. Me demoré
asimismo en el examen del idioma analítico de John Wilkins, donde la definición de
cada palabra está en las letras que la forman. Fue bajo la alta cúpula de la sala que
conocí a Beatriz.
Ésta es la historia general del Congreso del Mundo, no la de Alejandro Ferri, la mía,
pero la primera abarca a la última, como a todas las otras. Beatriz era alta, esbelta, de
rasgos puros y de una cabellera bermeja que pudo haberme recordado y nunca lo hizo la
del oblicuo Twirl. No había cumplido los veinte años. Había dejado uno de los
condados del norte para ser alumna de letras de la universidad. Su origen, como el mío,
era humilde. Ser de cepa italiana en Buenos Aires era aún desdoroso; en Londres
descubrí que para muchos era un atributo romántico. Pocas tardes tardamos en ser
amantes; le pedí que se casara conmigo, pero Beatriz Frost, como Nora Erfjord, era
devota de la fe predicada por Ibsen y no quería atarse a nadie. De su boca nació la
palabra que yo no me atrevía a decir. Oh noches, oh compartida y tibia tiniebla, oh el
amor que fluye en la sombra como un río secreto, oh aquel momento de la dicha en que
cada uno es los dos, oh la inocencia y el candor de la dicha, oh la unión en la que nos
perdíamos para perdernos luego en el sueño, oh las primeras claridades del día y yo
contemplándola.
En la áspera frontera del Brasil me había acosado la nostalgia; no así en el rojo laberinto
de Londres, que me dio tantas cosas. A pesar de los pretextos que urdí para demorar la
partida, tuve que volver a fin de año; celebramos juntos la Navidad. Le prometí que don
Alejandro la invitaría a formar parte del Congreso; me replicó, de un modo vago, que le
interesaría visitar el hemisferio austral y que un primo suyo, dentista, se había radicado
en Tasmania. Beatriz no quiso ver el barco; la despedida, a su entender, era un énfasis,
una insensata fiesta de la desdicha, y ella detestaba los énfasis. Nos dijimos adiós en la
biblioteca donde nos conocimos en otro invierno. Soy un hombre cobarde; no le dejé mi
dirección, para eludir la angustia de esperar cartas.
He notado que los viajes de vuelta duran menos que los de ida, pero la travesía del
Atlántico, pesada de recuerdos y de zozobras, me pareció muy larga. Nada me dolía
tanto como pensar que paralelamente a mi vida Beatriz iría viviendo la suya, minuto por
minuto y noche por noche. Escribí una carta de muchas páginas, que rompí al zarpar de
Montevideo. Arribé a la patria un día jueves; Irala me esperaba en la dársena. Volví a
mi antiguo alojamiento en la calle Chile; aquel día y el otro los pasamos hablando y
caminando. Yo quería recobrar a Buenos Aires. Fue un alivio saber que Fermín Eguren
seguía en París; el hecho de haber regresado antes que él atenuaría de algún modo mi
larga ausencia.
Irala estaba descorazonado. Fermín dilapidaba en Europa sumas desaforadas y había
desacatado más de una vez la orden de volver inmediatamente. Esto era previsible. Más
me inquietaron otras noticias; Twirl, pese a la oposición de Irala y de Cruz, había
invocado a Plinio el Joven, según el cual no hay libro tan malo que no encierre algo
bueno, y había propuesto la compra indiscriminada de colecciones de La Prensa, de tres
mil cuatrocientos ejemplares de Don Quijote, en diversos formatos, del epistolario de
Balmes, de tesis universitarias, de cuentas, de boletines y de programas de teatro. Todo
es un testimonio, había dicho. Nierenstein lo apoyó; don Alejandro, "al cabo de tres
sábados sonoros", aprobó la moción. Nora Erfjord había renunciado a su cargo de
secretaria; la reemplazaba un socio nuevo, Karlinski, que era un instrumento de Twirl.
Los desmesurados paquetes iban apilándose ahora, sin catálogo ni fichero, en las
habitaciones del fondo y en la bodega del caserón de don Alejandro. A principios de
julio, Irala había pasado una semana en La Caledonia; los albañiles habían interrumpido
el trabajo. El capataz, interrogado, explicó que así lo había dispuesto el patrón y que al
tiempo lo que le está sobrando son días.
En Londres yo había redactado un informe, que no es del caso recordar; el viernes, fui a
saludar a don Alejandro y a entregarle mi texto. Me acompañó Fernández Irala. Era la
hora de la tarde y en la casa entraba el pampero. Frente al portón de la calle Alsina
esperaba un carro con tres caballos. Me acuerdo de hombres encorvados que iban
descargando sus fardos en el último patio; Twirl, imperioso, les daba órdenes. Ahí
estaban también, como si presintieran algo, Nora Erfjord y Nierenstein y Cruz y Donald
Wren y uno o dos congresales más. Nora me abrazó y me besó y aquel abrazo y aquel
beso me recordaron otros. El negro, bonachón y feliz, me besó la mano.
En uno de los cuartos estaba abierta la cuadrada trampa del sótano; unos escalones de
material se perdían en la sombra.
Bruscamente oímos los pasos. Antes de verlo, supe que era don Alejandro el que
entraba. Casi como si corriera, llegó.
Su voz era distinta; no era la del pausado señor que presidía nuestros sábados ni la del
estanciero feudal que prohibía un duelo a cuchillo y que predicaba a sus gauchos la
palabra de Dios, pero se parecía más a la última.
Sin mirar a nadie, mandó:
—Vayan sacando todo lo amontonado ahí abajo. Que no quede un libro en el sótano.
La tarea duró casi una hora. Acumulamos en el patio de tierra una pila más alta que los
más altos. Todos íbamos y veníamos; el único que no se movió fue don Alejandro.
Después vino la orden:
—Ahora le prenden fuego a estos bultos.
Twirl estaba muy pálido. Nierenstein acertó a murmurar:
—El Congreso del Mundo no puede prescindir de esos auxiliares preciosos que he
seleccionado con tanto amor.
—¿El Congreso del Mundo? —dijo don Alejandro. Se rió con sorna y yo nunca lo había
oído reír.
Hay un misterioso placer en la destrucción; las llamaradas crepitaron resplandecientes y
los hombres nos agolpamos contra los muros o en las habitaciones. Noche, ceniza y olor
a quemado quedaron en el patio. Me acuerdo de unas hojas perdidas que se salvaron,
blancas sobre la tierra. Nora Erfjord, que profesaba por don Alejandro ese amor que las
mujeres jóvenes suelen profesar por los hombres viejos, dijo sin entender:
—Don Alejandro sabe lo que hace.
Irala, fiel a la literatura, intentó una frase:
—Cada tantos siglos hay que quemar la Biblioteca de Alejandría.
Luego nos llegó la revelación:
—Cuatro años he tardado en comprender lo que les digo ahora. La empresa que hemos
acometido es tan vasta que abarca —ahora lo sé— el mundo entero. No es unos cuantos
charlatanes que aturden en los galpones de una estancia perdida. El Congreso del
Mundo comenzó con el primer instante del mundo y proseguirá cuando seamos polvo.
No hay un lugar en que no esté. El Congreso es los libros que hemos quemado. El
Congreso es los caledonios que derrotaron a las legiones de los Césares. El Congreso es
Job en el muladar y Cristo en la cruz. El Congreso es aquel muchacho inútil que
malgasta mi hacienda con las rameras.
No pude contenerme y lo interrumpí:
—Don Alejandro, yo también soy culpable. Yo tenía concluido el informe, que aquí le
traigo, y seguía demorándome en Inglaterra y tirando su plata, por el amor de una mujer.
Don Alejandro continuó:
—Ya me lo suponía, Ferri. El Congreso es mis toros. El Congreso es los toros que he
vendido y las leguas de campo que no son mías.
Una voz consternada se elevó; era la de Twirl.
—¿No va a decirnos que ha vendido La Caledonia?
Don Alejandro contestó sin apuro:
—Sí, la he vendido. Ya no me queda un palmo de tierra, pero mi ruina no me duele,
porque ahora entiendo. Tal vez no nos veremos más, porque el Congreso no nos precisa,
pero esta última noche saldremos todos a mirar el Congreso.
Estaba ebrio de victoria. Nos inundaron su firmeza y su fe. Nadie ni por un segundo
pensó que estuviera loco.
En la plaza tomamos un coche abierto. Yo me acomodé en el pescante, junto al cochero,
y don Alejandro ordenó:
—Maestro, vamos a recorrer la ciudad. Llévenos donde quiera.
El negro, encaramado en un estribo, no cesaba de sonreír. Nunca sabré si entendió algo.
Las palabras son símbolos que postulan una memoria compartida. La que ahora quiero
historiar es mía solamente; quienes la compartieron han muerto. Los místicos invocan
una rosa, un beso, un pájaro que es todos los pájaros, un sol que es todas las estrellas y
el sol, un cántaro de vino, un jardín o el acto sexual. De esas metáforas ninguna me
sirve para esa larga noche de júbilo, que nos dejó, cansados y felices, en los linderos de
la aurora. Casi no hablamos, mientras las ruedas y los cascos retumbaban sobre las
piedras. Antes del alba, cerca de un agua oscura y humilde, que era tal vez el
Maldonado o tal vez el Riachuelo, la alta voz de Nora Erfjord entonó la balada de
Patrick Spens y don Alejandro coreó uno que otro verso en voz baja, desafinadamente.
Las palabras inglesas no me trajeron la imagen de Beatriz. A mis espaldas Twirl
murmuró:
—He querido hacer el mal y hago el bien.
Algo de lo que entrevimos perdura —el rojizo paredón de la Recoleta, el amarillo
paredón de la cárcel, una pareja de hombres bailando en una esquina sin ochava, un
atrio ajedrezado con una verja, las barreras del tren, mi casa, un mercado, la insondable
y húmeda noche— pero ninguna de esas cosas fugaces, que acaso fueron otras, importa.
Importa haber sentido que nuestro plan, del cual más de una vez nos burlamos, existía
realmente y secretamente y era el universo y nosotros. Sin mayor esperanza, he buscado
a lo largo de los años el sabor de esa noche; alguna vez creí recuperarla en la música, en
el amor, en la incierta memoria, pero no ha vuelto, salvo una sola madrugada, en un
sueño. Cuando juramos no decir nada a nadie ya era la mañana del sábado.
No los volví a ver más, salvo a Irala. No comentamos nunca la historia; cualquier
palabra nuestra hubiera sido una profanación. En 1914, don Alejandro Glencoe murió y
fue sepultado en Montevideo. Irala ya había muerto el año anterior.
Con Nierenstein me crucé una vez en la calle Lima y fingimos no habernos visto.
There Are More Things
A la memoria de Howard P. Lovecraft
A punto de rendir el último examen en la Universidad de Texas, en Austin, supe que mi
tío Edwin Arnett había muerto de un aneurisma, en el confín remoto del Continente.
Sentí lo que sentimos cuando alguien muere: la congoja, ya inútil, de que nada nos
hubiera costado haber sido más buenos. El hombre olvida que es un muerto que
conversa con muertos. La materia que yo cursaba era filosofía; recordé que mi tío, sin
invocar un solo nombre propio, me había revelado sus hermosas perplejidades, allá en la
Casa Colorada, cerca de Lomas. Una de las naranjas del postre fue su instrumento para
iniciarme en el idealismo de Berkeley; el tablero de ajedrez le bastó para las paradojas
eleáticas. Años después me prestaría los tratados de Hinton, que quiere demostrar la
realidad de una cuarta dimensión del espacio, que el lector puede intuir mediante
complicados ejercicios con cubos de colores. No olvidaré los prismas y pirámides que
erigimos en el piso del escritorio.
Mi tío era ingeniero. Antes de jubilarse de su cargo en el Ferrocarril decidió
establecerse en Turdera, que le ofrecía las ventajas de una soledad casi agreste y de la
cercanía de Buenos Aires. Nada más previsible que el arquitecto fuera su íntimo amigo
Alexander Muir. Este hombre rígido profesaba la rígida doctrina de Knox; mi tío, a la
manera de casi todos los señores de su época, era librepensador, o, mejor dicho,
agnóstico, pero le interesaba la teología, como le interesaban los falaces cubos de
Hinton o las bien concertadas pesadillas del joven Wells. Le gustaban los perros; tenía
un gran ovejero al que le había puesto el apodo de Samuel Johnson en memoria de
Lichfield, su lejano pueblo natal.
La Casa Colorada estaba en un alto, cercada hacia el poniente por terrenos anegadizos.
Del otro lado de la verja, las araucarias no mitigaban su aire de pesadez. En lugar de
azoteas había tejados de pizarra a dos aguas y una torre cuadrada con un reloj, que
parecían oprimir las paredes y las parcas ventanas. De chico, yo aceptaba esas fealdades
como se aceptan esas cosas incompatibles que sólo por razón de coexistir llevan el
nombre de universo.
Regresé a la patria en 1921. Para evitar litigios habían rematado la casa; la adquirió un
forastero, Max Preetorius, que abonó el doble de la suma ofrecida por el mejor postor.
Firmada la escritura, llegó al atardecer con dos asistentes y tiraron a un vaciadero, no
lejos del Camino de las Tropas, todos los muebles, todos los libros y todos los enseres
de la casa. (Recordé con tristeza los diagramas de los volúmenes de Hinton y la gran
esfera terráquea.) Al otro día, fue a conversar con Muir y le propuso ciertas refacciones,
que éste rechazó con indignación. Ulteriormente, una empresa de la Capital se encargó
de la obra. Los carpinteros de la localidad se negaron a amueblar de nuevo la casa; un
tal Mariani, de Glew, aceptó al fin las condiciones que le impuso Preetorius. Durante
una quincena, tuvo que trabajar de noche, a puertas cerradas. Fue asimismo de noche
que se instaló en la Casa Colorada el nuevo habitante. Las ventanas ya no se abrieron,
pero en la oscuridad se divisaban grietas de luz. El lechero dio una mañana con el
ovejero muerto en la acera, decapitado y mutilado. En el invierno talaron las araucarias.
Nadie volvió a ver a Preetorius, que, según parece, no tardó en dejar el país.
Tales noticias, como es de suponer, me inquietaron. Sé que mi rasgo más notorio es la
curiosidad que me condujo alguna vez a la unión con una mujer del todo ajena a mí,
sólo para saber quién era y cómo era, a practicar (sin resultado apreciable) el uso del
láudano, a explorar los números transfinitos y a emprender la atroz aventura que voy a
referir. Fatalmente decidí indagar el asunto.
Mi primer trámite fue ver a Alexander Muir. Lo recordaba erguido y moreno, de una
flacura que no excluía la fuerza; ahora lo habían encorvado los años y la renegrida barba
era gris. Me recibió en su casa de Temperley, que previsiblemente se parecía a la de mi
tío, ya que las dos correspondían a las sólidas normas del buen poeta y mal constructor
William Morris.
El diálogo fue parco; no en vano el símbolo de Escocia es el cardo. Intuí, no obstante,
que el cargado té de Ceylán y la equitativa fuente de scones (que mi huésped partía y
enmantecaba como si yo aún fuera un niño) eran, de hecho, un frugal festín calvinista,
dedicado al sobrino de su amigo. Sus controversias teológicas con mi tío habían sido un
largo ajedrez, que exigía de cada jugador la colaboración del contrario.
Pasaba el tiempo y yo no me acercaba a mi tema. Hubo un silencio incómodo y Muir
habló.
—Muchacho (Young man) —dijo—, usted no se ha costeado hasta aquí para que
hablemos de Edwin o de los Estados Unidos, país que poco me interesa. Lo que le quita
el sueño es la venta de la Casa Colorada y ese curioso comprador. A mí, también.
Francamente, la historia me desagrada, pero le diré lo que pueda. No será mucho.
Al rato, prosiguió sin premura:
—Antes que Edwin muriera, el intendente me citó en su despacho. Estaba con el cura
párroco. Me propusieron que trazara los planos para una capilla católica. Remunerarían
bien mi trabajo. Les contesté en el acto que no. Soy un servidor del Señor y no puedo
cometer la abominación de erigir altares para ídolos.
Aquí se detuvo.
—¿Eso es todo? —me atreví a preguntar.
—No. El judezno ese de Preetorius quería que yo destruyera mi obra y que en su lugar
pergeñara una cosa monstruosa. La abominación tiene muchas formas.
Pronunció estas palabras con gravedad y se puso de pie.
Al doblar la esquina se me acercó Daniel Iberra. Nos conocíamos como la gente se
conoce en los pueblos. Me propuso que volviéramos caminando. Nunca me interesaron
los malevos y preví una sórdida retahíla de cuentos de almacén más o menos apócrifos y
brutales, pero me resigné y acepté. Era casi de noche. Al divisar desde unas cuadras la
Casa Colorada en el alto, Iberra se desvió. Le pregunté por qué. Su respuesta no fue la
que yo esperaba.
—Soy el brazo derecho de don Felipe. Nadie me ha dicho flojo. Te acordarás de aquel
mozo Urgoiti que se costeó a buscarme de Merlo y de cómo le fue. Mirá. Noches
pasadas, yo venía de una farra. A unas cien varas de la quinta, vi algo. El tubiano se me
espantó y si no me le afirmo y lo hago tomar por el callejón, tal vez no cuento el cuento.
Lo que vi no era para menos.
Muy enojado, agregó una mala palabra.
Aquella noche no dormí. Hacia el alba soñé con un grabado a la manera de Piranesi, que
no había visto nunca o que había visto y olvidado, y que representaba el laberinto. Era
un anfiteatro de piedra, cercado de cipreses y más alto que las copas de los cipreses. No
había ni puertas ni ventanas, pero sí una hilera infinita de hendijas verticales y angostas.
Con un vidrio de aumento yo trataba de ver el minotauro. Al fin lo percibí. Era el
monstruo de un monstruo; tenía menos de toro que de bisonte y, tendido en la tierra el
cuerpo humano, parecía dormir y soñar. ¿Soñar con qué o con quién?
Esa tarde pasé frente a la Casa. El portón de la verja estaba cerrado y unos barrotes
retorcidos. Lo que antes fue jardín era maleza. A la derecha había una zanja de escasa
hondura y los bordes estaban pisoteados.
Una jugada me quedaba, que fui demorando durante días, no sólo por sentirla del todo
vana, sino porque me arrastraría a la inevitable, a la última.
Sin mayores esperanzas fui a Glew. Mariani, el carpintero, era un italiano obeso y
rosado, ya entrado en años, de lo más vulgar y cordial. Me bastó verlo para descartar las
estratagemas que había urdido la víspera. Le entregué mi tarjeta, que deletreó
pomposamente en voz alta, con algún tropezón reverencial al llegar a doctor. Le dije
que me interesaba el moblaje fabricado por él para la propiedad que fue de mi tío, en
Turdera. El hombre habló y habló. No trataré de transcribir sus muchas y gesticuladas
palabras, pero me declaró que su lema era satisfacer todas las exigencias del cliente, por
estrafalarias que fueran, y que él había ejecutado su trabajo al pie de la letra. Tras de
hurgar en varios cajones, me mostró unos papeles que no entendí, firmados por el
elusivo Preetorius. (Sin duda me tomó por un abogado.) Al despedirnos, me confió que
por todo el oro del mundo no volvería a poner los pies en Turdera y menos en la casa.
Agregó que el cliente es sagrado, pero que en su humilde opinión, el señor Preetorius
estaba loco. Luego se calló, arrepentido. Nada más pude sonsacarle.
Yo había previsto ese fracaso, pero una cosa es prever algo y otra que ocurra.
Repetidas veces me dije que no hay otro enigma que el tiempo, esa infinita urdimbre del
ayer, del hoy, del porvenir, del siempre y del nunca. Esas profundas reflexiones
resultaron inútiles; tras de consagrar la tarde al estudio de Schopenhauer o de Royce, yo
rondaba, noche tras noche, por los caminos de tierra que cercan la Casa Colorada.
Algunas veces divisé arriba una luz muy blanca; otras creí oír un gemido. Así hasta el
diecinueve de enero.
Fue uno de esos días de Buenos Aires en el que el hombre se siente no sólo maltratado y
ultrajado por el verano, sino hasta envilecido. Serían las once de la noche cuando se
desplomó la tormenta. Primero el viento sur y después el agua a raudales. Erré buscando
un árbol. A la brusca luz de un relámpago me hallé a unos pasos de la verja. No sé si
con temor o con esperanza probé el portón. Inesperadamente, cedió. Avancé empujado
por la tormenta. El cielo y la tierra me conminaban. También la puerta de la casa estaba
a medio abrir. Una racha de lluvia me azotó la cara y entré.
Adentro habían levantado las baldosas y pisé pasto desgreñado. Un olor dulce y
nauseabundo penetraba la casa. A izquierda o a derecha, no sé muy bien, tropecé con
una rampa de piedra. Apresuradamente subí. Casi sin proponérmelo hice girar la llave
de la luz.
El comedor y la biblioteca de mis recuerdos eran ahora, derribada la pared medianera,
una sola gran pieza desmantelada, con uno que otro mueble. No trataré de describirlos,
porque no estoy seguro de haberlos visto, pese a la despiadada luz blanca. Me explicaré.
Para ver una cosa hay que comprenderla. El sillón presupone el cuerpo humano, sus
articulaciones y partes; las tijeras, el acto de cortar. ¿Qué decir de una lámpara o de un
vehículo? El salvaje no puede percibir la biblia del misionero; el pasajero no ve el
mismo cordaje que los hombres de a bordo. Si viéramos realmente el universo, tal vez
lo entenderíamos.
Ninguna de las formas insensatas que esa noche me deparó correspondía a la figura
humana o a un uso concebible. Sentí repulsión y terror. En uno de los ángulos descubrí
una escalera vertical, que daba al otro piso. Entre los anchos tramos de hierro, que no
pasarían de diez, había huecos irregulares. Esa escalera, que postulaba manos y pies, era
comprensible y de algún modo me alivió. Apagué la luz y aguardé un tiempo en la
oscuridad. No oí el menor sonido, pero la presencia de las cosas incomprensibles me
perturbaba. Al fin me decidí.
Ya arriba mi temerosa mano hizo girar por segunda vez la llave de la luz. La pesadilla
que prefiguraba el piso inferior se agitaba y florecía en el último. Había muchos objetos
o unos pocos objetos entretejidos. Recupero ahora una suerte de larga mesa operatoria,
muy alta, en forma de U, con hoyos circulares en los extremos. Pensé que podía ser el
lecho del habitante, cuya monstruosa anatomía se revelaba así, oblicuamente, como la
de un animal o un dios, por su sombra. De alguna página de Lucano, leída hace años y
olvidada, vino a mi boca la palabra anfisbena, que sugería, pero que no agotaba por
cierto lo que verían luego mis ojos. Asimismo recuerdo una V de espejos que se perdía
en la tiniebla superior.
¿Cómo sería el habitante? ¿Qué podía buscar en este planeta, no menos atroz para él que
él para nosotros? ¿Desde qué secretas regiones de la astronomía o del tiempo, desde qué
antiguo y ahora incalculable crepúsculo, habría alcanzado este arrabal sudamericano y
esta precisa noche?
Me sentí un intruso en el caos. Afuera había cesado la lluvia. Miré el reloj y vi con
asombro que eran casi las dos. Dejé la luz prendida y acometí cautelosamente el
descenso. Bajar por donde había subido no era imposible. Bajar antes que el habitante
volviera. Conjeturé que no había cerrado las dos puertas porque no sabía hacerlo.
Mis pies tocaban el penúltimo tramo de la escalera cuando sentí que algo ascendía por
la rampa, opresivo y lento y plural. La curiosidad pudo más que el miedo y no cerré los
ojos.
La Secta de los Treinta
El manuscrito original puede consultarse en la Biblioteca de la Universidad de Leiden;
está en latín, pero algún helenismo justifica la conjetura de que fue vertido del griego.
Según Leisegang, data del siglo cuarto de la era cristiana. Gibbon lo menciona, al pasar,
en una de las notas del capítulo decimoquinto de su Decline and Fall. Reza el autor
anónimo:
"... La Secta nunca fue numerosa y ahora son parcos sus prosélitos. Diezmados por el
hierro y por el fuego duermen a la vera de los caminos o en las ruinas que ha perdonado
la guerra, ya que les está vedado construir viviendas. Suelen andar desnudos. Los
hechos registrados por mi pluma son del conocimiento de todos; mi propósito actual es
dejar escrito lo que me ha sido dado descubrir sobre su doctrina y sus hábitos. He
discutido largamente con sus maestros y no he logrado convertirlos a la Fe del Señor.
»Lo primero que atrajo mi atención fue la diversidad de sus pareceres en lo que
concierne a los muertos. Los más indoctos entienden que los espíritus de quienes han
dejado esta vida se encargan de enterrarlos; otros, que no se atienen a la letra, declaran
que la amonestación de Jesús: Deja que los muertos entierren a sus muertos, condena la
pomposa vanidad de nuestros ritos funerarios.
»El consejo de vender lo que se posee y de darlo a los pobres es acatado rigurosamente
por todos; los primeros beneficiados lo dan a otros y éstos a otros. Ésta es explicación
suficiente de su indigencia y desnudez, que los avecina asimismo al estado paradisíaco.
Repiten con fervor las palabras: Considerad los cuervos, que ni siembran ni siegan, que
ni tienen cillero, ni alfolí; y Dios los alimenta. ¿Cuánto de más estima sois vosotros que
las aves? El texto proscribe el ahorro: Si así viste Dios a la hierba, que hoy está en el
campo, y mañana es echada en el horno, ¿cuánto más vosotros, hombres de poca fe?
Vosotros, pues, no procuréis qué hayáis de comer, o qué hayáis de beber; ni estéis en
ansiosa perplejidad.
»El dictamen Quien mira una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón
es un consejo inequívoco de pureza. Sin embargo, son muchos los sectarios que enseñan
que si no hay bajo los cielos un hombre que no haya mirado a una mujer para codiciarla,
todos hemos adulterado. Ya que el deseo no es menos culpable que el acto, los justos
pueden entregarse sin riesgo al ejercicio de la más desaforada lujuria.
»La Secta elude las iglesias; sus doctores predican al aire libre, desde un cerro o un
muro o a veces desde un bote en la orilla.
»El nombre de la Secta ha suscitado tenaces conjeturas. Alguna quiere que nos dé la
cifra a que están reducidos los fieles, lo cual es irrisorio pero profético, porque la Secta,
dada su perversa doctrina, está predestinada a la muerte. Otra lo deriva de la altura del
arca, que era de treinta codos; otra, que falsea la astronomía, del número de noches, que
son la suma de cada mes lunar; otra, del bautismo del Salvador; otra, de los años de
Adán, cuando surgió del polvo rojo. Todas son igualmente falsas. No menos mentiroso
es el catálogo de treinta divinidades o tronos, de los cuales uno es Abraxas, representado
con cabeza de gallo, brazos y torso de hombre y remate de enroscada serpiente.
»Sé la Verdad pero no puedo razonar la Verdad. El inapreciable don de comunicarla no
me ha sido otorgado. Que otros, más felices que yo, salven a los sectarios por la palabra.
Por la palabra o por el fuego. Más vale ser ejecutado que darse muerte. Me limitaré pues
a la exposición de la abominable herejía.
»El Verbo se hizo carne para ser hombre entre los hombres, que lo darían a la cruz y
serían redimidos por Él. Nació del vientre de una mujer del pueblo elegido no sólo para
predicar el Amor, sino para sufrir el martirio.
»Era preciso que las cosas fueran inolvidables. No bastaba la muerte de un ser humano
por el hierro o por la cicuta para herir la imaginación de los hombres hasta el fin de los
días. El Señor dispuso los hechos de manera patética. Tal es la explicación de la última
cena, de las palabras de Jesús que presagian la entrega, de la repetida señal a uno de los
discípulos, de la bendición del pan y del vino, de los juramentos de Pedro, de la solitaria
vigilia en Gethsemaní, del sueño de los doce, de la plegaria humana del Hijo, del sudor
como sangre, de las espadas, del beso que traiciona, de Pilato que se lava las manos, de
la flagelación, del escarnio, de las espinas, de la púrpura y del cetro de caña, del vinagre
con hiel, de la Cruz en lo alto de una colina, de la promesa al buen ladrón, de la tierra
que tiembla y de las tinieblas.
»La divina misericordia, a la que debo tantas mercedes me ha permitido descubrir la
auténtica y secreta razón del nombre de la Secta. En Kerioth, donde verosímilmente
nació, perdura un conventículo que se apoda de los Treinta Dineros. Ese nombre fue el
primitivo y nos da la clave. En la tragedia de la Cruz —lo escribo con debida
reverencia— hubo actores voluntarios e involuntarios, todos imprescindibles, todos
fatales. Involuntarios fueron los sacerdotes que entregaron los dineros de plata,
involuntaria fue la plebe que eligió a Barrabás, involuntario fue el procurador de Judea,
involuntarios fueron los romanos que erigieron la Cruz de Su martirio y clavaron los
clavos y echaron suertes. Voluntarios sólo hubo dos: El Redentor y Judas. Éste arrojó
las treinta piezas que eran el precio de la salvación de las almas e inmediatamente se
ahorcó. A la sazón contaba treinta y tres años, como el Hijo del Hombre. La Secta los
venera por igual y absuelve a los otros.
»No hay un solo culpable; no hay uno que no sea un ejecutor, a sabiendas o no, del plan
que trazó la Sabiduría. Todos comparten ahora la Gloria.
»Mi mano se resiste a escribir otra abominación. Los iniciados, al cumplir la edad
señalada, se hacen escarnecer y crucificar en lo alto de un monte, para seguir el ejemplo
de sus maestros. Esta violación criminal del quinto mandamiento debe ser reprimida con
el rigor que las leyes humanas y divinas han exigido siempre. Que las maldiciones del
Firmamento, que el odio de los ángeles..."
El fin del manuscrito no se ha encontrado.
La noche de los dones
En la antigua Confitería del Águila, en Florida a la altura de Piedad, oímos la historia.
Se debatía el problema del conocimiento. Alguien invocó la tesis platónica de que ya
todo lo hemos visto en un orbe anterior, de suerte que conocer es reconocer; mi padre,
creo, dijo que Bacon había escrito que si aprender es recordar, ignorar es de hecho haber
olvidado. Otro interlocutor, un señor de edad, que estaría un poco perdido en esa
metafísica, se resolvió a tomar la palabra. Dijo con lenta seguridad:
—No acabo de entender lo de los arquetipos platónicos. Nadie recuerda la primera vez
que vio el amarillo o el negro o la primera vez que le tomó el gusto a una fruta, acaso
porque era muy chico y no podía saber que inauguraba una serie muy larga. Por
supuesto, hay otras primeras veces que nadie olvida. Yo les podría contar lo que me
dejó cierta noche que suelo traer a la memoria, la del treinta de abril del 74.
»Los veraneos de antes eran más largos, pero no sé por qué nos demoramos hasta esa
fecha en el establecimiento de unos primos, los Dorna, a unas escasas leguas de Lobos.
Por aquel tiempo, uno de los peones, Rufino, me inició en las cosas de campo. Yo
estaba por cumplir mis trece años; él era bastante mayor y tenía fama de animoso. Era
muy diestro; cuando jugaban a vistear el que quedaba con la cara tiznada era siempre el
otro. Un viernes me propuso que el sábado a la noche fuéramos a divertirnos al pueblo.
Por supuesto accedí, sin saber muy bien de qué se trataba. Le previne que yo no sabía
bailar; me contestó que el baile se aprende fácil. Después de la comida, a eso de las siete
y media, salimos. Rufino se había empilchado como quien va a una fiesta y lucía un
puñal de plata; yo me fui sin mi cuchillito, por temor a las bromas. Poco tardamos en
avistar las primeras casas. ¿Ustedes nunca estuvieron en Lobos? Lo mismo da; no hay
un pueblo de la provincia que no sea idéntico a los otros, hasta en lo de creerse distinto.
Los mismos callejones de tierra, los mismos huecos, las mismas casas bajas, como para
que un hombre a caballo cobre más importancia. En una esquina nos apeamos frente a
una casa pintada de celeste o de rosa, con unas letras que decían La Estrella. Atados al
palenque había unos caballos con buen apero. Por la puerta de calle a medio entornar vi
una hendija de luz. En el fondo del zaguán había una pieza larga, con bancos laterales
de tabla y, entre los bancos, unas puertas oscuras que darían quién sabe dónde. Un
cuzco de pelaje amarillo salió ladrando a hacerme fiestas. Había bastante gente; una
media docena de mujeres con batones floreados iba y venía. Una señora de respeto,
trajeada enteramente de negro, me pareció la dueña de casa. Rufino la saludó y le dijo:
»—Aquí le traigo un nuevo amigo, que no es muy de a caballo.
»—Ya aprenderá, pierda cuidado —contestó la señora.
»Sentí vergüenza. Para despistar o para que vieran que yo era un chico, me puse a jugar
con el perro, en la punta de un banco. Sobre la mesa de cocina ardían unas velas de sebo
en unas botellas y me acuerdo también del braserito en un rincón del fondo. En la pared
blanqueada de enfrente había una imagen de la Virgen de la Merced.
»Alguien, entre una que otra broma, templaba una guitarra que le daba mucho trabajo.
De puro tímido no rehusé una ginebra que me dejó la boca como un ascua. Entre las
mujeres había una, que me pareció distinta a las otras. Le decían la Cautiva. Algo de
aindiado le noté, pero los rasgos eran un dibujo y los ojos muy tristes. La trenza le
llegaba hasta la cintura. Rufino, que advirtió que yo la miraba, le dijo:
»—Volvé a contar lo del malón, para refrescar la memoria.
»La muchacha habló como si estuviera sola y de algún modo yo sentí que no podía
pensar en otra cosa y que esa cosa era lo único que le había pasado en la vida. Nos dijo
así:
»—Cuando me trajeron de Catamarca yo era muy chica. Qué iba yo a saber de malones.
En la estancia ni los mentaban de miedo. Como un secreto, me fui enterando que los
indios podían caer como una nube y matar a la gente y robarse los animales. A las
mujeres las llevaban a Tierra Adentro y les hacían de todo. Hice lo que pude para no
creer. Lucas mi hermano, que después lo lancearon, me perjuraba que eran todas
mentiras, pero cuando una cosa es verdad basta que alguien la diga una sola vez para
que uno sepa que es cierto. El gobierno les reparte vicios y yerba para tenerlos quietos,
pero ellos tienen brujos muy precavidos que les dan su consejo. A una orden del cacique
no les cuesta nada atropellar entre los fortines, que están desparramados. De puro
cavilar, yo casi tenía ganas que se vinieran y sabía mirar para el rumbo que el sol se
pone. No sé llevar la cuenta del tiempo, pero hubo escarchas y veranos y yerras y la
muerte del hijo del capataz antes de la invasión. Fue como si los trajera el pampero. Yo
vi una flor de cardo en una zanja y soñé con los indios. A la madrugada ocurrió. Los
animales lo supieron antes que los cristianos, como en los temblores de tierra. La
hacienda estaba desasosegada y por el aire iban y venían las aves. Corrimos a mirar por
el lado que yo siempre miraba.
»—¿Quién les trajo el aviso? —preguntó alguno.
»La muchacha, siempre como si estuviera muy lejos, repitió la última frase.
»—Corrimos a mirar por el lado que yo siempre miraba. Era como si todo el desierto se
hubiera echado a andar. Por los barrotes de la verja de fierro vimos la polvareda antes
que los indios. Venían a malón. Se golpeaban la boca con la mano y daban alaridos. En
Santa Irene había unas armas largas, que no sirvieron más que para aturdir y para que
juntaran más rabia.
»Hablaba la Cautiva como quien dice una oración, de memoria, pero yo oí en la calle
los indios del desierto y los gritos. Un empellón y estaban en la sala y fue como si
entraran a caballo, en las piezas de un sueño. Eran orilleros borrachos. Ahora, en la
memoria, los veo muy altos. El que venía en punta le asestó un codazo a Rufino, que
estaba cerca de la puerta. Éste se demudó y se hizo a un lado. La señora, que no se había
movido de su lugar, se levantó y nos dijo:
»—Es Juan Moreira.
»Pasado el tiempo, ya no sé si me acuerdo del hombre de esa noche o del que vería
tantas veces después en el picadero. Pienso en la melena y en la barba negra de Podestá,
pero también en una cara rubiona, picada de viruela. El cuzquito salió corriendo a
hacerle fiestas. De un talerazo, Moreira lo dejó tendido en el suelo. Cayó de lomo y se
murió moviendo las patas. Aquí empieza de veras la historia.
»Gané sin ruido una de las puertas, que daba a un pasillo angosto y a una escalera.
Arriba, me escondí en una pieza oscura. Fuera de la cama, que era muy baja, no sé qué
muebles habría ahí. Yo estaba temblando. Abajo no cejaban los gritos y algo de vidrio
se rompió. Oí unos pasos de mujer que subían y vi una momentánea hendija de luz.
Después la voz de la Cautiva me llamó como en un susurro.
»—Yo estoy aquí para servir, pero a gente de paz. Acercate que no te voy a hacer
ningún mal.
»Ya se había quitado el batón. Me tendí a su lado y le busqué la cara con las manos. No
sé cuánto tiempo pasó. No hubo una palabra ni un beso. Le deshice la trenza y jugué
con el pelo, que era muy lacio, y después con ella. No volveríamos a vernos y no supe
nunca su nombre.
»Un balazo nos aturdió. La Cautiva me dijo:
»—Podés salir por la otra escalera.
»Así lo hice y me encontré en la calle de tierra. La noche era de luna. Un sargento de
policía, con rifle y bayoneta calada, estaba vigilando la tapia. Se rió y me dijo:
»—A lo que veo, sos de los que madrugan temprano.
»Algo debí de contestar, pero no me hizo caso. Por la tapia un hombre se descolgaba.
De un brinco, el sargento le clavó el acero en la carne. El hombre se fue al suelo, donde
quedó tendido de espaldas, gimiendo y desangrándose. Yo me acordé del perro. El
sargento, para acabarlo de una buena vez, le volvió a hundir la bayoneta. Con una suerte
de alegría le dijo:
»—Moreira, lo que es hoy de nada te valió disparar.
»De todos lados acudieron los de uniforme que habían ido rodeando la casa y después
los vecinos. Andrés Chirino tuvo que forcejear para arrancar el arma. Todos querían
estrecharle la mano. Rufino dijo riéndose:
»—A este compadre ya se le acabaron los cortes.
»Yo iba de grupo en grupo, contándole a la gente lo que había visto. De golpe me sentí
muy cansado; tal vez tuviera fiebre. Me escurrí, lo busqué a Rufino y volvimos. Desde
el caballo, vimos la luz blanca del alba. Más que cansado, me sentí aturdido, por esa
correntada de cosas.
—Por el gran río de esa noche —dijo mi padre.
El otro asintió.
—Así es. En el término escaso de unas horas yo había conocido el amor y yo había
mirado la muerte. A todos los hombres le son reveladas todas las cosas o, por lo menos,
todas aquellas cosas que a un hombre le es dado conocer, pero a mí, de la noche a la
mañana, esas dos cosas esenciales me fueron reveladas. Los años pasan y son tantas las
veces que he contado la historia que ya no sé si la recuerdo de veras o si sólo recuerdo
las palabras con que la cuento. Tal vez lo mismo le pasó a la Cautiva con su malón.
Ahora lo mismo da que fuera yo o que fuera otro el que vio matar a Moreira.
El espejo y la máscara
Librada la batalla de Clontarf, en la que fue humillado el noruego, el Alto Rey habló
con el poeta y le dijo:
—Las proezas más claras pierden su lustre si no se las amoneda en palabras. Quiero que
cantes mi victoria y mi loa. Yo seré Eneas; tú serás mi Virgilio. ¿Te crees capaz de
acometer esa empresa, que nos hará inmortales a los dos?
—Sí, Rey —dijo el poeta—. Yo soy el Ollan. Durante doce inviernos he cursado las
disciplinas de la métrica. Sé de memoria las trescientas sesenta fábulas que son la base
de la verdadera poesía. Los ciclos de Ulster y de Munster están en las cuerdas de mi
arpa. Las leyes me autorizan a prodigar las voces más arcaicas del idioma y las más
complejas metáforas. Domino la escritura secreta que defiende nuestro arte del
indiscreto examen del vulgo. Puedo celebrar los amores, los abigeatos, las
navegaciones, las guerras. Conozco los linajes mitológicos de todas las casas reales de
Irlanda. Poseo las virtudes de las hierbas, la astrología judiciaria, las matemáticas y el
derecho canónico. He derrotado en público certamen a mis rivales. Me he adiestrado en
la sátira, que causa enfermedades de la piel, incluso la lepra. Sé manejar la espada,
como lo probé en tu batalla. Sólo una cosa ignoro: la de agradecer el don que me haces.
El Rey, a quien lo fatigaban fácilmente los discursos largos y ajenos, le dijo con alivio:
—Sé harto bien esas cosas. Acaban de decirme que el ruiseñor ya cantó en Inglaterra.
Cuando pasen las lluvias y las nieves, cuando regrese el ruiseñor de sus tierras del Sur,
recitarás tu loa ante la corte y ante el Colegio de Poetas. Te dejo un año entero. Limarás
cada letra y cada palabra. La recompensa, ya lo sabes, no será indigna de mi real
costumbre ni de tus inspiradas vigilias.
—Rey, la mejor recompensa es ver tu rostro —dijo el poeta, que era también un
cortesano.
Hizo sus reverencias y se fue, ya entreviendo algún verso.
Cumplido el plazo, que fue de epidemias y rebeliones, presentó el panegírico. Lo
declamó con lenta seguridad, sin una ojeada al manuscrito. El Rey lo iba aprobando con
la cabeza. Todos imitaban su gesto, hasta los que agolpados en las puertas, no
descifraban una palabra. Al fin el Rey habló.
—Acepto tu labor. Es otra victoria. Has atribuido a cada vocablo su genuina acepción y
a cada nombre sustantivo el epíteto que le dieron los primeros poetas. No hay en toda la
loa una sola imagen que no hayan usado los clásicos. La guerra es el hermoso tejido de
hombres y el agua de la espada es la sangre. El mar tiene su dios y las nubes predicen el
porvenir. Has manejado con destreza la rima, la aliteración, la asonancia, las cantidades,
los artificios de la docta retórica, la sabia alteración de los metros. Si se perdiera toda la
literatura de Irlanda —omen absit— podría reconstruirse sin pérdida con tu clásica oda.
Treinta escribas la van a transcribir dos veces.
Hubo un silencio y prosiguió.
—Todo está bien y sin embargo nada ha pasado. En los pulsos no corre más a prisa la
sangre. Las manos no han buscado los arcos. Nadie ha palidecido. Nadie profirió un
grito de batalla, nadie opuso el pecho a los vikings. Dentro del término de un año
aplaudiremos otra loa, poeta. Como signo de nuestra aprobación, toma este espejo que
es de plata.
—Doy gracias y comprendo —dijo el poeta.
Las estrellas del cielo retomaron su claro derrotero. Otra vez cantó el ruiseñor en las
selvas sajonas y el poeta retornó con su códice, menos largo que el anterior. No lo
repitió de memoria; lo leyó con visible inseguridad, omitiendo ciertos pasajes, como si
él mismo no los entendiera del todo o no quisiera profanarlos. La página era extraña. No
era una descripción de la batalla, era la batalla. En su desorden bélico se agitaban el
Dios que es Tres y es Uno, los númenes paganos de Irlanda y los que guerrearían,
centenares de años después, en el principio de la Edda Mayor. La forma no era menos
curiosa. Un sustantivo singular podía regir un verbo plural. Las preposiciones eran
ajenas a las normas comunes. La aspereza alternaba con la dulzura. Las metáforas eran
arbitrarias o así lo parecían.
El Rey cambió unas pocas palabras con los hombres de letras que lo rodeaban y habló
de esta manera:
—De tu primera loa pude afirmar que era un feliz resumen de cuanto se ha cantado en
Irlanda. Ésta supera todo lo anterior y también lo aniquila. Suspende, maravilla y
deslumbra. No la merecerán los ignaros, pero sí los doctos, los menos. Un cofre de
marfil será la custodia del único ejemplar. De la pluma que ha producido obra tan
eminente podemos esperar todavía una obra más alta.
Agregó con una sonrisa:
—Somos figuras de una fábula y es justo recordar que en las fábulas prima el número
tres.
El poeta se atrevió a murmurar:
—Los tres dones del hechicero, las tríadas y la indudable Trinidad.
El Rey prosiguió:
—Como prenda de nuestra aprobación, toma esta máscara de oro.
—Doy gracias y he entendido —dijo el poeta.
El aniversario volvió. Los centinelas del palacio advirtieron que el poeta no traía un
manuscrito. No sin estupor el Rey lo miró; casi era otro. Algo, que no era el tiempo,
había surcado y transformado sus rasgos. Los ojos parecían mirar muy lejos o haber
quedado ciegos. El poeta le rogó que hablara unas palabras con él. Los esclavos
despejaron la cámara.
—¿No has ejecutado la oda? —preguntó el Rey.
—Sí —dijo tristemente el poeta—. Ojalá Cristo Nuestro Señor me lo hubiera prohibido.
—¿Puedes repetirla?
—No me atrevo.
—Yo te doy el valor que te hace falta —declaró el Rey.
El poeta dijo el poema. Era una sola línea.
Sin animarse a pronunciarla en voz alta, el poeta y su Rey la paladearon, como si fuera
una plegaria secreta o una blasfemia. El Rey no estaba menos maravillado y menos
maltrecho que el otro. Ambos se miraron, muy pálidos.
—En los años de mi juventud —dijo el Rey— navegué hacia el ocaso. En una isla vi
lebreles de plata que daban muerte a jabalíes de oro. En otra nos alimentamos con la
fragancia de las manzanas mágicas. En otra vi murallas de fuego. En la más lejana de
todas un río abovedado y pendiente surcaba el cielo y por sus aguas iban peces y barcos.
Éstas son maravillas, pero no se comparan con tu poema, que de algún modo las
encierra. ¿Qué hechicería te lo dio?
—En el alba —dijo el poeta— me recordé diciendo unas palabras que al principio no
comprendí. Esas palabras son un poema. Sentí que había cometido un pecado, quizá el
que no perdona el Espíritu.
—El que ahora compartimos los dos —el Rey musitó—. El de haber conocido la
Belleza, que es un don vedado a los hombres. Ahora nos toca expiarlo. Te di un espejo
y una máscara de oro; he aquí el tercer regalo que será el último.
Le puso en la diestra una daga.
Del poeta sabemos que se dio muerte al salir del palacio; del Rey, que es un mendigo
que recorre los caminos de Irlanda, que fue su reino, y que no ha repetido nunca el
poema.
Undr
Debo prevenir al lector que las páginas que traslado se buscarán en vano en el Libellus
(1615) de Adán de Bremen, que, según se sabe, nació y murió en el siglo once.
Lappenberg las halló en un manuscrito de la Bodleiana de Oxford y las juzgó, dado el
acopio de pormenores circunstanciales, una tardía interpolación, pero las publicó, a
título de curiosidad, en sus Analecta Germanica (Leipzig, 1894). El parecer de un mero
aficionado argentino vale muy poco; júzguelas el lector como quiera. Mi versión
española no es literal, pero es digna de fe.
Escribe Adán de Bremen:
"... De las naciones que lindan con el desierto que se dilata en la otra margen del Golfo,
más allá de las tierras en que procrea el caballo salvaje, la más digna de mención es la
de los urnos. La incierta o fabulosa información de los mercaderes, lo azaroso del
rumbo y las depredaciones de los nómadas, nunca me permitieron arribar a su territorio.
Me consta, sin embargo, que sus precarias y apartadas aldeas quedan en las tierras bajas
del Vístula. A diferencia de los suecos, los urnos profesan la genuina fe de Jesús, no
maculada de arrianismo ni del sangriento culto de los demonios, de los que derivan su
estirpe las casas reales de Inglaterra y de otras naciones del Norte. Son pastores,
barqueros, hechiceros, forjadores de espadas y trenzadores. Debido a la inclemencia de
las guerras casi no aran la tierra. La llanura y las tribus que la recorren los han hecho
muy diestros en el manejo del caballo y del arco. Siempre uno acaba por asemejarse a
sus enemigos. Las lanzas son más largas que las nuestras, ya que son de jinetes y no de
peones.
»Desconocen, como es de suponer, el uso de la pluma, del cuerno de tinta y del
pergamino. Graban sus caracteres como nuestros mayores las runas que Odín les reveló,
después de haber pendido del fresno, Odín sacrificado a Odín, durante nueve noches.
»A estas noticias generales agregaré la historia de mi diálogo con el islandés Ulf
Sigurdarson, hombre de graves y medidas palabras. Nos encontramos en Uppsala, cerca
del templo. El fuego de leña había muerto; por las desparejas hendijas de la pared
fueron entrando el frío y el alba. Afuera dejarían su cautelosa marca en la nieve los
lobos grises que devoran la carne de los paganos destinados a los tres dioses. Nuestro
coloquio había comenzado en latín, como es de uso entre clérigos, pero no tardamos en
pasar a la lengua del norte que se dilata desde la Última Thule hasta los mercados del
Asia. El hombre dijo:
»—Soy de estirpe de skalds; me bastó saber que la poesía de los urnos consta de una
sola palabra para emprender su busca y el derrotero que me conduciría a su tierra. No
sin fatigas y trabajos llegué al cabo de un año. Era de noche; advertí que los hombres
que se cruzaban en mi camino me miraban curiosamente y una que otra pedrada me
alcanzó. Vi el resplandor de una herrería y entré.
»El herrero me ofreció albergue para la noche. Se llamaba Orm. Su lengua era más o
menos la nuestra. Cambiamos unas pocas palabras. De sus labios oí por primera vez el
nombre del rey, que era Gunnlaug. Supe que libraba la última guerra, miraba con recelo
a los forasteros y que su hábito era crucificarlos. Para eludir ese destino, menos
adecuado a un hombre que a un Dios, emprendí la escritura de una drápa, o
composición laudatoria, que celebraba las victorias, la fama y la misericordia del rey.
Apenas la aprendí de memoria vinieron a buscarme dos hombres. No quise entregarles
mi espada, pero me dejé conducir.
»Aún había estrellas en el alba. Atravesamos un espacio de tierra con chozas a los lados.
Me habían hablado de pirámides; lo que vi en la primera de las plazas fue un poste de
madera amarilla. Distinguí en una punta la figura negra de un pez. Orm, que nos había
acompañado, me dijo que ese pez era la Palabra. En la siguiente plaza vi un poste rojo
con un disco. Orm repitió que era la Palabra. Le pedí que me la dijera. Me dijo que era
un simple artesano y que no la sabía.
»En la tercera plaza, que fue la última, vi un poste pintado de negro, con un dibujo que
he olvidado. En el fondo había una larga pared derecha, cuyos extremos no divisé.
Comprobé después que era circular, techada de barro, sin puertas interiores, y que daba
toda la vuelta de la ciudad. Los caballos atados al palenque eran de poca alzada y
crinudos. Al herrero no lo dejaron entrar. Adentro había gente de armas, toda de pie.
Gunnlaug, el rey, que estaba doliente, yacía con los ojos semicerrados en una suerte de
tarima, sobre unos cueros de camello. Era un hombre gastado y amarillento, una cosa
sagrada y casi olvidada; viejas y largas cicatrices le cruzaban el pecho. Uno de los
soldados me abrió camino. Alguien había traído un arpa. Hincado, entoné en voz baja la
drápa. No faltaban las figuras retóricas, las aliteraciones y los acentos que el género
requiere. No sé si el rey la comprendió pero me dio un anillo de plata que guardo aún.
Bajo la almohada pude entrever el filo de un puñal. A su derecha había un tablero de
ajedrez, con un centenar de casillas y unas pocas piezas desordenadas.
»La guardia me empujó hacia el fondo. Un hombre tomó mi lugar, y lo hizo de pie.
Pulsó las cuerdas como templándolas y repitió en voz baja la palabra que yo hubiera
querido penetrar y no penetré. Alguien dijo con reverencia: Ahora no quiere decir nada.
»Vi alguna lágrima. El hombre alzaba o alejaba la voz y los acordes casi iguales eran
monótonos o, mejor aún, infinitos. Yo hubiera querido que el canto siguiera para
siempre y fuera mi vida. Bruscamente cesó. Oí el ruido del arpa cuando el cantor, sin
duda exhausto, la arrojó al suelo. Salimos en desorden. Fui de los últimos. Vi con
asombro que la luz estaba declinando.
»Caminé unos pasos. Una mano en el hombro me detuvo. Me dijo:
»—La sortija del rey fue tu talismán, pero no tardarás en morir porque has oído la
Palabra. Yo, Bjarni Thorkelsson, te salvaré. Soy de estirpe de skalds. En tu ditirambo
apodaste agua de la espada a la sangre y batalla de hombres a la batalla. Recuerdo haber
oído esas figuras al padre de mi padre. Tú y yo somos poetas; te salvaré. Ahora no
definimos cada hecho que enciende nuestro canto; lo ciframos en una sola palabra que
es la Palabra.
»Le respondí:
»—No pude oírla. Te pido que me digas cuál es.
»Vaciló unos instantes y contestó:
»—He jurado no revelarla. Además, nadie puede enseñar nada. Debes buscarla solo.
Apresurémonos, que tu vida corre peligro. Te esconderé en mi casa, donde no se
atreverán a buscarte. Si el viento es favorable, navegarás mañana hacia el Sur.
»Así tuvo principio la aventura que duraría tantos inviernos. No referiré sus azares ni
trataré de recordar el orden cabal de sus inconstancias. Fui remero, mercader de
esclavos, esclavo, leñador, salteador de caravanas, cantor, catador de aguas hondas y de
metales. Padecí cautiverio durante un año en las minas de azogue, que aflojan los
dientes. Milité con hombres de Suecia en la guardia de Mikligarthr (Constantinopla). A
orillas del Azov me quiso una mujer que no olvidaré; la dejé o ella me dejó, lo cual es lo
mismo. Fui traicionado y traicioné. Más de una vez el destino me hizo matar. Un
soldado griego me desafió y me dio la elección de dos espadas. Una le llevaba un palmo
a la otra. Comprendí que trataba de intimidarme y elegí la más corta. Me preguntó por
qué. Le respondí que de mi puño a su corazón la distancia era igual. En una margen del
Mar Negro está el epitafio rúnico que grabé para mi compañero Leif Arnarson. He
combatido con los Hombres Azules de Serkland, los sarracenos. En el curso del tiempo
he sido muchos, pero ese torbellino fue un largo sueño. Lo esencial era la Palabra.
Alguna vez descreí de ella. Me repetí que renunciar al hermoso juego de combinar
palabras hermosas era insensato y que no hay por qué indagar una sola, acaso ilusoria.
Ese razonamiento fue vano. Un misionero me propuso la palabra Dios, que rechacé.
Cierta aurora a orillas de un río que se dilataba en un mar creí haber dado con la
revelación.
»Volví a la tierra de los urnos y me dio trabajo encontrar la casa del cantor.
»Entré y dije mi nombre. Ya era de noche. Thorkelsson, desde el suelo me dijo que
encendiera un velón en el candelero de bronce. Tanto había envejecido su cara que no
pude dejar de pensar que yo mismo era viejo. Como es de uso le pregunté por su rey.
Me replicó:
»—Ya no se llama Gunnlaug. Ahora es otro su nombre. Cuéntame bien tus viajes.
»Lo hice con mejor orden y con prolijos pormenores que omito. Antes del fin me
interrogó:
»—¿Cantaste muchas veces por esas tierras?
»La pregunta me tomó de sorpresa.
»—Al principio —le dije— canté para ganarme la vida. Luego, un temor que no
comprendo me alejó del canto y del arpa.
»—Está bien —asintió—. Ya puedes proseguir con tu historia.
»Acaté la orden. Sobrevino después un largo silencio.
»—¿Qué te dio la primera mujer que tuviste? —me preguntó.
»—Todo —le contesté.
»—A mí también la vida me dio todo. A todos la vida les da todo, pero los más lo
ignoran. Mi voz está cansada y mis dedos débiles, pero escúchame.
»Dijo la palabra Undr, que quiere decir maravilla.
»Me sentí arrebatado por el canto del hombre que moría, pero en su canto y en su
acorde vi mis propios trabajos, la esclava que me dio el primer amor, los hombres que
maté, las albas de frío, la aurora sobre el agua, los remos. Tomé el arpa y canté con una
palabra distinta.
»—Está bien —dijo el otro y tuve que acercarme para oírlo—. Me has entendido."
Utopía de un hombre que está cansado
Llamóla Utopía, voz griega cuyo significado
es no hay tal lugar.
Quevedo
No hay dos cerros iguales, pero en cualquier lugar de la tierra la llanura es una y la
misma. Yo iba por un camino de la llanura. Me pregunté sin mucha curiosidad si estaba
en Oklahoma o en Texas o en la región que los literatos llaman la pampa. Ni a derecha
ni a izquierda vi un alambrado. Como otras veces repetí despacio estas líneas, de Emilio
Oribe:
En medio de la pánica llanura interminable
Y cerca del Brasil,
que van creciendo y agrandándose.
El camino era desparejo. Empezó a caer la lluvia. A unos doscientos o trescientos
metros vi la luz de una casa. Era baja y rectangular y cercada de árboles. Me abrió la
puerta un hombre tan alto que casi me dio miedo. Estaba vestido de gris. Sentí que
esperaba a alguien. No había cerradura en la puerta.
Entramos en una larga habitación con las paredes de madera. Pendía del cielo raso una
lámpara de luz amarillenta. La mesa, por alguna razón, me extrañó. En la mesa había
una clepsidra, la primera que he visto, fuera de algún grabado en acero. El hombre me
indicó una de las sillas.
Ensayé diversos idiomas y no nos entendimos. Cuando él habló lo hizo en latín. junté
mis ya lejanas memorias de bachiller y me preparé para el diálogo.
—Por la ropa —me dijo—, veo que llegas de otro siglo. La diversidad de las lenguas
favorecía la diversidad de los pueblos y aun de las guerras; la tierra ha regresado al
latín. Hay quienes temen que vuelva a degenerar en francés, en lemosín o en
papiamento, pero el riesgo no es inmediato. Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo que
será me interesan.
No dije nada y agregó:
—Si no te desagrada ver comer a otro, ¿quieres acompañarme?
Comprendí que advertía mi zozobra y dije que sí.
Atravesamos un corredor con puertas laterales, que daba a una pequeña cocina en la que
todo era de metal. Volvimos con la cena en una bandeja: boles con copos de maíz, un
racimo de uvas, una fruta desconocida cuyo sabor me recordó el del higo, y una gran
jarra de agua. Creo que no había pan. Los rasgos de mi huésped eran agudos y tenía
algo singular en los ojos. No olvidaré ese rostro severo y pálido que no volveré a ver.
No gesticulaba al hablar.
Me trababa la obligación del latín, pero finalmente le dije:
—¿No te asombra mi súbita aparición?
—No —me replicó—, tales visitas nos ocurren de siglo en siglo. No duran mucho; a
más tardar estarás mañana en tu casa.
La certidumbre de su voz me bastó. Juzgué prudente presentarme:
—Soy Eudoro Acevedo. Nací en 1897, en la ciudad de Buenos Aires. He cumplido ya
setenta años. Soy profesor de letras inglesas y americanas y escritor de cuentos
fantásticos.
—Recuerdo haber leído sin desagrado —me contestó— dos cuentos fantásticos. Los
Viajes del Capitán Lemuel Gulliver, que muchos consideran verídicos, y la Suma
Teológica. Pero no hablemos de hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros
puntos de partida para la invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la
duda y el arte del olvido. Ante todo el olvido de lo personal y local. Vivimos en el
tiempo, que es sucesivo, pero tratamos de vivir sub specie aeternitatis. Del pasado nos
quedan algunos nombres, que el lenguaje tiende a olvidar. Eludimos las inútiles
precisiones. No hay cronología ni historia. No hay tampoco estadísticas. Me has dicho
que te llamas Eudoro; yo no puedo decirte cómo me llamo, porque me dicen alguien.
—¿Y cómo se llamaba tu padre?
—No se llamaba.
En una de las paredes vi un anaquel. Abrí un volumen al azar; las letras eran claras e
indescifrables y trazadas a mano. Sus líneas angulares me recordaron el alfabeto rúnico,
que, sin embargo, sólo se empleó para la escritura epigráfica. Pensé que los hombres del
porvenir no sólo eran más altos, sino más diestros. Instintivamente miré los largos y
finos dedos del hombre.
Éste me dijo:
—Ahora vas a ver algo que nunca has visto.
Me tendió con cuidado un ejemplar de la Utopía de More, impreso en Basilea en el año
1518 y en el que faltaban hojas y láminas.
No sin fatuidad repliqué:
—Es un libro impreso. En casa habrá más de dos mil, aunque no tan antiguos ni tan
preciosos.
Leí en voz alta el título.
El otro se rió.
—Nadie puede leer dos mil libros. En los cuatro siglos que vivo no habré pasado de una
media docena. Además no importa leer, sino releer. La imprenta, ahora abolida, ha sido
uno de los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos
innecesarios.
—En mi curioso ayer —contesté—, prevalecía la superstición de que entre cada tarde y
cada mañana ocurren hechos que es una vergüenza ignorar. El planeta estaba poblado de
espectros colectivos, el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado Común. Casi
nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más ínfimos
pormenores del último congreso de pedagogos, la inminente ruptura de relaciones y los
mensajes que los presidentes mandaban, elaborados por el secretario del secretario con
la prudente imprecisión que era propia del género.
»Todo esto se leía para el olvido, porque a las pocas horas lo borrarían otras
trivialidades. De todas las funciones, la del político era sin duda la más pública. Un
embajador o un ministro era una suerte de lisiado que era preciso trasladar en largos y
ruidosos vehículos, cercado de ciclistas y granaderos y aguardado por ansiosos
fotógrafos. Parece que les hubieran cortado los pies, solía decir mi madre. Las imágenes
y la letra impresa eran más reales que las cosas. Sólo lo publicado era verdadero. Esse
est percipi (ser es ser retratado) era el principio, el medio y el fin de nuestro singular
concepto del mundo. En el ayer que me tocó, la gente era ingenua; creía que una
mercadería era buena porque así lo afirmaba y lo repetía su propio fabricante. También
eran frecuentes los robos, aunque nadie ignoraba que la posesión de dinero no da mayor
felicidad ni mayor quietud.
—¿Dinero? —repitió—. Ya no hay quien adolezca de pobreza, que habrá sido
insufrible, ni de riqueza, que habrá sido la forma más incómoda de la vulgaridad. Cada
cual ejerce un oficio.
—Como los rabinos —le dije.
Pareció no entender y prosiguió.
—Tampoco hay ciudades. A juzgar por las ruinas de Bahía Blanca, que tuve la
curiosidad de explorar, no se ha perdido mucho. Ya que no hay posesiones, no hay
herencias. Cuando el hombre madura a los cien años, está listo a enfrentarse consigo
mismo y con su soledad. Ya ha engendrado un hijo.
—¿Un hijo? —pregunté.
—Sí. Uno solo. No conviene fomentar el género humano. Hay quienes piensan que es
un órgano de la divinidad para tener conciencia del universo, pero nadie sabe con
certidumbre si hay tal divinidad. Creo que ahora se discuten las ventajas y desventajas
de un suicidio gradual o simultáneo de todos los hombres del mundo. Pero volvamos a
lo nuestro.
Asentí.
—Cumplidos los cien años, el individuo puede prescindir del amor y de la amistad. Los
males y la muerte involuntaria no lo amenazan. Ejerce alguna de las artes, la filosofía,
las matemáticas o juega a un ajedrez solitario. Cuando quiere se mata. Dueño el hombre
de su vida, lo es también de su muerte.
—¿Se trata de una cita? —le pregunté.
—Seguramente. Ya no nos quedan más que citas. La lengua es un sistema de citas.
—¿Y la grande aventura de mi tiempo, los viajes espaciales? —le dije.
—Hace ya siglos que hemos renunciado a esas traslaciones, que fueron ciertamente
admirables. Nunca pudimos evadirnos de un aquí y de un ahora.
Con una sonrisa agregó:
—Además, todo viaje es espacial. Ir de un planeta a otro es como ir a la granja de
enfrente. Cuando usted entró en este cuarto estaba ejecutando un viaje espacial.
—Así es —repliqué—. También se hablaba de sustancias químicas y de animales
zoológicos.
El hombre ahora me daba la espalda y miraba por los cristales. Afuera, la llanura estaba
blanca de silenciosa nieve y de luna.
Me atreví a preguntar:
—¿Todavía hay museos y bibliotecas?
—No. Queremos olvidar el ayer, salvo para la composición de elegías. No hay
conmemoraciones ni centenarios ni efigies de hombres muertos. Cada cual debe
producir por su cuenta las ciencias y las artes que necesita.
—En tal caso, cada cual debe ser su propio Bernard Shaw, su propio Jesucristo y su
propio Arquímedes.
Asintió sin una palabra. Inquirí:
—¿Qué sucedió con los gobiernos?
—Según la tradición fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones,
declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y
pretendían imponer la censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa dejó de
publicar sus colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar oficios
honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin duda
habrá sido más compleja que este resumen.
Cambió de tono y dijo:
—He construido esta casa, que es igual a todas las otras. He labrado estos muebles y
estos enseres. He trabajado el campo, que otros, cuya cara no he visto, trabajarán mejor
que yo. Puedo mostrarte algunas cosas.
Lo seguí a una pieza contigua. Encendió una lámpara, que también pendía del cielo
raso. En un rincón vi un arpa de pocas cuerdas. En las paredes había telas rectangulares
en las que predominaban los tonos del color amarillo. No parecían proceder de la misma
mano.
—Ésta es mi obra —declaró.
Examiné las telas y me detuve ante la más pequeña, que figuraba o sugería una puesta
de sol y que encerraba algo infinito.
—Si te gusta puedes llevártela, como recuerdo de un amigo futuro —dijo con palabra
tranquila.
Le agradecí, pero otras telas me inquietaron. No diré que estaban en blanco, pero sí casi
en blanco.
—Están pintadas con colores que tus antiguos ojos no pueden ver.
Las delicadas manos tañeron las cuerdas del arpa y apenas percibí uno que otro sonido.
Fue entonces cuando se oyeron los golpes.
Una alta mujer y tres o cuatro hombres entraron en la casa. Diríase que eran hermanos o
que los había igualado el tiempo. Mi huésped habló primero con la mujer.
—Sabía que esta noche no faltarías. ¿Lo has visto a Nils?
—De tarde en tarde. Sigue siempre entregado a la pintura.
—Esperemos que con mejor fortuna que su padre.
Manuscritos, cuadros, muebles, enseres; no dejamos nada en la casa.
La mujer trabajó a la par de los hombres. Me avergoncé de mi flaqueza que casi no me
permitía ayudarlos. Nadie cerró la puerta y salimos, cargados con las cosas. Noté que el
techo era de dos aguas.
A los quince minutos de caminar, doblamos por la izquierda. En el fondo divisé una
suerte de torre, coronada por una cúpula.
—Es el crematorio —dijo alguien—. Adentro está la cámara letal. Dicen que la inventó
un filántropo cuyo nombre, creo, era Adolfo Hitler.
El cuidador, cuya estatura no me asombró, nos abrió la verja.
Mi huésped susurró unas palabras. Antes de entrar en el recinto se despidió con un
ademán.
—La nieve seguirá —anunció la mujer.
En mi escritorio de la calle México guardo la tela que alguien pintará, dentro de miles
de años, con materiales hoy dispersos en el planeta.
El soborno
La historia que refiero es la de dos hombres o más bien la de un episodio en el que
intervinieron dos hombres. El hecho mismo, nada singular ni fantástico, importa menos
que el carácter de sus protagonistas. Ambos pecaron por vanidad, pero de un modo
harto distinto y con resultado distinto. La anécdota (en realidad no es mucho más)
ocurrió hace muy poco, en uno de los estados de América. Entiendo que no pudo haber
ocurrido en otro lugar.
A fines de 1961, en la Universidad de Texas, en Austin, tuve ocasión de conversar
largamente con uno de los dos, el doctor Ezra Winthrop. Era profesor de inglés antiguo
(no aprobaba el empleo de la palabra anglosajón, que sugiere un artefacto hecho de dos
piezas). Recuerdo que sin contradecirme una sola vez corrigió mis muchos errores y
temerarias presunciones. Me dijeron que en los exámenes prefería no formular una sola
pregunta; invitaba al alumno a discurrir sobre tal o cual tema, dejando a su elección el
punto preciso. De vieja raíz puritana, oriundo de Boston, le había costado hacerse a los
hábitos y prejuicios del Sur. Extrañaba la nieve, pero he observado que a la gente del
Norte le enseñan a precaverse del frío, como a nosotros del calor. Guardo la imagen ya
borrosa, de un hombre más bien alto, de pelo gris, menos ágil que fuerte. Más claro es
mi recuerdo de su colega Herbert Locke, que me dio un ejemplar de su libro Toward a
History of the Kenning, donde se lee que los sajones no tardaron en prescindir de esas
metáforas un tanto mecánicas (camino de la ballena por mar, halcón de la batalla por
águila), en tanto que los poetas escandinavos las fueron combinando y entrelazando
hasta lo inextricable. He mencionado a Herbert Locke porque es parte integral de mi
relato.
Arribo ahora al islandés Eric Einarsson, acaso el verdadero protagonista. No lo vi
nunca. Llegó a Texas en 1969, cuando yo estaba en Cambridge, pero las cartas de un
amigo común, Ramón Martínez López, me han dejado la convicción de conocerlo
íntimamente. Sé que es impetuoso, enérgico y frío; en una tierra de hombres altos es
alto. Dado su pelo rojo era inevitable que los estudiantes lo apodaran Erico el Rojo.
Opinaba que el uso del slang forzosamente erróneo, hace del extranjero un intruso y no
condescendió nunca al O.K. Buen investigador de las lenguas nórdicas, del inglés, del
latín y —aunque no lo confesara— del alemán, poco le costó abrirse paso en las
universidades de América. Su primer trabajo fue una monografía sobre los cuatro
artículos que dedicó De Quincey al influjo que ha dejado el danés en la región lacustre
de Westmoreland. La siguió una segunda sobre el dialecto de los campesinos de
Yorkshire. Ambos estudios fueron bien acogidos, pero Einarsson pensó que su carrera
precisaba algún elemento de asombro. En 1970 publicó en Yale una copiosa edición
crítica de la balada de Maldon. El scholarship de las notas era innegable, pero ciertas
hipótesis del prefacio suscitaron alguna discusión en los casi secretos círculos
académicos. Einarsson afirmaba, por ejemplo, que el estilo de la balada es afín, siquiera
de un modo lejano, al fragmento heroico de Finnsburh, no a la retórica pausada de
Beowulf, y que su manejo de conmovedores rasgos circunstanciales prefigura
curiosamente los métodos que no sin justicia admiramos en las sagas de Islandia.
Enmendó asimismo varias lecciones del texto de Elphinston. Ya en 1969 había sido
nombrado profesor en la Universidad de Texas. Según es fama, son habituales en las
universidades americanas los congresos de germanistas. Al doctor Winthrop le había
tocado en suerte en el turno anterior, en East Lansing. El jefe del departamento que
preparaba su Año Sabático, le pidió que pensara en un candidato para la próxima sesión
en Wisconsin. Por lo demás, éstos no pasaban de dos: Herbert Locke o Eric Einarsson.
Winthrop, como Carlyle, había renunciado a la fe puritana de sus mayores, pero no al
sentimiento de la ética. No había declinado dar el consejo; su deber era claro. Herbert
Locke, desde 1954, no le había escatimado su ayuda para cierta edición anotada de la
Gesta de Beowulf que, en determinadas casas de estudio, había reemplazado el manejo
de la de Klaeber; ahora estaba compilando una obra muy útil para la germanística: un
diccionario inglés-anglosajón, que ahorrara a los lectores el examen, muchas veces
inútil, de los diccionarios etimológicos. Einarsson era harto más joven; su petulancia le
granjeaba la aversión general, sin excluir la de Winthrop. La edición crítica de
Finnsburh había contribuido no poco a difundir su nombre. Era fácilmente polémico; en
el Congreso haría mejor papel que el taciturno y tímido Locke. En esas cavilaciones
estaba Winthrop cuando el hecho ocurrió.
En Yale apareció un extenso artículo sobre la enseñanza universitaria de la literatura y
de la lengua de los anglosajones. Al pie de la última página se leían las transparentes
iniciales E.E. y, como para alejar cualquier duda, el nombre de Texas. El artículo,
redactado en un correcto inglés de extranjero, no se permitía la menor incivilidad, pero
encerraba cierta violencia. Argüía que iniciar aquel estudio por la Gesta de Beowulf,
obra de fecha arcaica pero de estilo pseudo virgiliano y retórico, era no menos arbitrario
que iniciar el estudio del inglés por los intrincados versos de Milton. Aconsejaba una
inversión del orden cronológico: empezar por la Sepultura del siglo once que deja
traslucir el idioma actual, y luego retroceder hasta los orígenes. En lo que a Beowulf se
refiere, bastaba con algún fragmento extraído del tedioso conjunto de tres mil líneas; por
ejemplo los ritos funerarios de Scyld, que vuelve al mar y vino del mar. No se
mencionaba una sola vez el nombre de Winthrop, pero éste se sintió persistentemente
agredido. Tal circunstancia le importaba menos que el hecho de que impugnaran su
método pedagógico.
Faltaban pocos días. Winthrop quería ser justo y no podía permitir que el escrito de
Einarsson, ya releído y comentado por muchos, influyera en su decisión. Ésta le dio no
poco trabajo. Cierta mañana, Winthrop conversó con su jefe; esa misma tarde Einarsson
recibió el encargo oficial de viajar a Wisconsin.
La víspera del diecinueve de marzo, día de la partida, Einarsson se presentó en el
despacho de Ezra Winthrop. Venía a despedirse y a agradecerle. Una de las ventanas
daba a una calle arbolada y oblicua y los rodeaban anaqueles de libros; Einarsson no
tardó en reconocer la primera edición de la Edda Islandorum, encuadernada en
pergamino. Winthrop contestó que sabía que el otro desempeñaría bien su misión y que
no tenía nada que agradecerle. El diálogo si no me engaño fue largo.
—Hablemos con franqueza —dijo Einarsson—. No hay perro en la Universidad que no
sepa que si el doctor Lee Rosenthal, nuestro jefe, me honra con la misión de
representarnos, obra por consejo de usted. Trataré de no defraudarlo. Soy un buen
germanista; la lengua de mi infancia es la de las sagas y pronuncio el anglosajón mejor
que mis colegas británicos. Mis estudiantes dicen cyning, no cunning. Saben también
que les está absolutamente prohibido fumar en clase y que no pueden presentarse
disfrazados de hippies. En cuanto a mi frustrado rival, sería de pésimo gusto que yo lo
criticara; sobre la Kenning demuestra no sólo el examen de las fuentes originales, sino
de los pertinentes trabajos de Meissner y de Marquardt. Dejemos esas fruslerías. Yo le
debo a usted, doctor Winthrop, una explicación personal. Dejé mi patria a fines de 1967.
Cuando alguien se resuelve a emigrar a un país lejano, se impone fatalmente la
obligación de adelantar en ese país. Mis dos opúsculos iniciales, de índole estrictamente
filológica, no respondían a otro fin que probar mi capacidad. Ello, evidentemente, no
bastaba. Siempre me había interesado la balada de Maldon que puedo repetir de
memoria, con uno que otro bache. Logré que las autoridades de Yale publicaran mi
edición crítica. La balada registra, como usted sabe, una victoria escandinava, pero en
cuanto al concepto de que influyó en las ulteriores sagas de Islandia, lo juzgo
inadmisible y absurdo. Lo incluí para halagar a los lectores de habla inglesa.
»Arribo ahora a lo esencial: mi nota polémica del Yale Monthly. Como usted no ignora,
justifica, o quiere justificar, mi sistema, pero deliberadamente exagera los
inconvenientes del suyo, que, a trueque de imponer a los alumnos el tedio de tres mil
intrincados versos consecutivos que narran una historia confusa, los dota de un copioso
vocabulario que les permitirá gozar, si no han desertado, del corpus de las letras
anglosajonas. Ir a Wisconsin era mi verdadero propósito. Usted y yo, mi querido amigo,
sabemos que los congresos son tonterías, que ocasionan gastos inútiles, pero que pueden
convenir a un curriculum.
Winthrop lo miró con sorpresa. Era inteligente, pero propendía a tomar en serio las
cosas, incluso los congresos y el universo, que bien puede ser una broma cósmica.
Einarsson prosiguió:
—Usted recordará tal vez nuestro primer diálogo. Yo había llegado de New York. Era
un día domingo; el comedor de la Universidad estaba cerrado y fuimos a almorzar al
Nighthawk. Fue entonces cuando aprendí muchas cosas. Como buen europeo, yo
siempre había presupuesto que la Guerra Civil fue una cruzada contra los esclavistas;
usted argumentó que el Sur estaba en su derecho al querer separarse de la Unión y
mantener sus instituciones. Para dar mayor fuerza a lo que afirmaba, me dijo que usted
era del Norte y que uno de sus mayores había militado en las filas de Henry Halleck.
Ponderó asimismo el coraje de los confederados. A diferencia de los demás, yo sé casi
inmediatamente quién es el otro. Esta mañana me bastó. Comprendí, mi querido
Winthrop, que a usted lo rige la curiosa pasión americana de la imparcialidad. Quiere,
ante todo, ser fairminded. Precisamente por ser hombre del Norte, trató de comprender y
justificar la causa del Sur. En cuanto supe que mi viaje a Wisconsin dependía de unas
palabras suyas a Rosenthal, resolví aprovechar mi pequeño descubrimiento. Comprendí
que impugnar la metodología que usted siempre observa en la cátedra era el medio más
eficaz de obtener su voto. Redacté en el acto mi tesis. Los hábitos del Monthly me
obligaron al uso de iniciales, pero hice todo lo posible para que no quedara la menor
duda sobre la identidad del autor. La confié incluso a muchos colegas.
Hubo un largo silencio. Winthrop fue el primero en romperlo.
—Ahora comprendo —dijo—. Yo soy viejo amigo de Herbert, cuya labor estimo; usted,
directa o indirectamente, me atacó. Negarle mi voto hubiera sido una suerte de
represalia. Confronté los méritos de los dos y el resultado fue el que usted sabe.
Agregó, como si pensara en voz alta:
—He cedido tal vez a la vanidad de no ser vengativo. Como usted ve, su estratagema no
le falló.
—Estratagema es la palabra justa —replicó Einarsson—, pero no me arrepiento de lo
que hice. Actuaré del modo mejor para nuestra casa de estudios. Por lo demás yo había
resuelto ir a Wisconsin.
—Mi primer Viking —dijo Winthrop y lo miró en los ojos.
—Otra superstición romántica. No basta ser escandinavo para descender de los Vikings.
Mis padres fueron buenos pastores de la iglesia evangélica; a principios del siglo diez,
mis mayores fueron acaso buenos sacerdotes de Thor. En mi familia no hubo, que yo
sepa, gente de mar.
—En la mía hubo muchos —contestó Winthrop—. Sin embargo, no somos tan distintos.
Un pecado nos une: la vanidad. Usted me ha visitado para jactarse de su ingeniosa
estratagema; yo lo apoyé para jactarme de ser un hombre recto.
—Otra cosa nos une —respondió Einarsson—. La nacionalidad. Soy ciudadano
americano. Mi destino está aquí, no en la Última Thule. Usted dirá que un pasaporte no
modifica la índole de un hombre.
Se estrecharon la mano y se despidieron.
Avelino Arredondo
El hecho aconteció en Montevideo, en 1897.
Cada sábado los amigos ocupaban la misma mesa lateral en el Café del Globo, a la
manera de los pobres decentes que saben que no pueden mostrar su casa o que rehúyen
su ámbito. Eran todos montevideanos; al principio les había costado amistarse con
Arredondo, hombre de tierra adentro, que no se permitía confidencias ni hacía
preguntas. Contaba poco más de veinte años; era flaco y moreno, más bien bajo y tal
vez algo torpe. La cara habría sido casi anónima, si no la hubieran rescatado los ojos, a
la vez dormidos y enérgicos. Dependiente de una mercería de la calle Buenos Aires,
estudiaba Derecho a ratos perdidos. Cuando los otros condenaban la guerra que asolaba
el país y que, según era opinión general, el presidente prolongaba por razones indignas,
Arredondo se quedaba callado. También se quedaba callado cuando se burlaban de él
por tacaño.
Poco después de la batalla de Cerros Blancos, Arredondo dijo a los compañeros que no
lo verían por un tiempo, ya que tenía que irse a Mercedes. La noticia no inquietó a
nadie. Alguien le dijo que tuviera cuidado con el gauchaje de Aparicio Saravia;
Arredondo respondió, con una sonrisa, que no les tenía miedo a los blancos. El otro, que
se había afiliado al partido, no dijo nada.
Más le costó decirle adiós a Clara, su novia. Lo hizo casi con las mismas palabras. Le
previno que no esperara cartas, porque estaría muy atareado. Clara, que no tenía
costumbre de escribir, aceptó el agregado sin protestar. Los dos se querían mucho.
Arredondo vivía en las afueras. Lo atendía una parda que llevaba el mismo apellido
porque sus mayores habían sido esclavos de la familia en tiempo de la Guerra Grande.
Era una mujer de toda confianza; le ordenó que dijera a cualquier persona que lo
buscara que él estaba en el campo. Ya había cobrado su último sueldo en la mercería.
Se mudó a una pieza del fondo, la que daba al patio de tierra. La medida era inútil, pero
lo ayudaba a iniciar esa reclusión que su voluntad le imponía.
Desde la angosta cama de fierro, en la que fue recuperando su hábito de sestear, miraba
con alguna tristeza un anaquel vacío. Había vendido todos sus libros, incluso los de
introducción al Derecho. No le quedaba más que una Biblia, que nunca había leído y
que no concluyó.
La cursó página por página, a veces con interés y a veces con tedio, y se impuso el
deber de aprender de memoria algún capítulo del Éxodo y el final del Ecclesiastés. No
trataba de entender lo que iba leyendo. Era librepensador, pero no dejaba pasar una sola
noche sin repetir el padrenuestro que le había prometido a su madre al venir a
Montevideo. Faltar a esa promesa filial podría traerle mala suerte.
Sabía que su meta era la mañana del día veinticinco de agosto. Sabía el número preciso
de días que tenía que trasponer. Una vez lograda la meta, el tiempo cesaría o, mejor
dicho, nada importaba lo que aconteciera después. Esperaba la fecha como quien espera
una dicha y una liberación. Había parado su reloj para no estar siempre mirándolo, pero
todas las noches, al oír las doce campanadas oscuras, arrancaba una hoja del almanaque
y pensaba un día menos.
Al principio quiso construir una rutina. Matear, fumar los cigarrillos negros que armaba,
leer y repasar una determinada cuota de páginas, tratar de conversar con Clementina
cuando ésta le traía la comida en una bandeja, repetir y adornar cierto discurso antes de
apagar la candela. Hablar con Clementina, mujer ya entrada en años, no era muy fácil,
porque su memoria había quedado detenida en el campo y en lo cotidiano del campo.
Disponía asimismo de un tablero de ajedrez en el que jugaba partidas desordenadas que
no acertaban con el fin. Le faltaba una torre que solía suplir con una bala o con un
vintén.
Para poblar el tiempo, Arredondo se hacía la pieza cada mañana con un trapo y con un
escobillón y perseguía a las arañas. A la parda no le gustaba que se rebajara a esos
menesteres, que eran de su gobierno y que, por lo demás, él no sabía desempeñar.
Hubiera preferido recordarse con el sol ya bien alto, pero la costumbre de hacerlo
cuando clareaba pudo más que su voluntad. Extrañaba muchísimo a sus amigos y sabía
sin amargura que éstos no lo extrañaban, dada su invencible reserva. Una tarde preguntó
por él uno de ellos y lo despacharon desde el zaguán. La parda no lo conocía;
Arredondo nunca supo quién era. Ávido lector de periódicos, le costó renunciar a esos
museos de minucias efímeras. No era hombre de pensar ni de cavilar.
Sus días y sus noches eran iguales, pero le pesaban más los domingos.
A mediados de julio conjeturó que había cometido un error al parcelar el tiempo, que de
cualquier modo nos lleva. Entonces dejó errar su imaginación por la dilatada tierra
oriental, hoy ensangrentada, por los quebrados campos de Santa Irene, donde había
remontado cometas, por cierto petiso tubiano, que ya habría muerto, por el polvo que
levanta la hacienda, cuando la arrean los troperos, por la diligencia cansada que venía
cada mes desde Fray Bentos con su carga de baratijas, por la bahía de La Agraciada,
donde desembarcaron los Treinta y Tres, por el Hervidero, por cuchillas, montes y ríos,
por el Cerro que había escalado hasta la farola, pensando que en las dos bandas del Plata
no hay otro igual. Del cerro de la bahía pasó una vez al cerro del escudo y se quedó
dormido.
Cada noche la virazón traía la frescura, propicia al sueño. Nunca se desveló.
Quería plenamente a su novia, pero se había dicho que un hombre no debe pensar en
mujeres, sobre todo cuando le faltan. El campo lo había acostumbrado a la castidad. En
cuanto al otro asunto... trataba de pensar lo menos posible en el hombre que odiaba.
El ruido de la lluvia en la azotea lo acompañaba.
Para el encarcelado o el ciego, el tiempo fluye aguas abajo, como por una leve
pendiente. Al promediar su reclusión Arredondo logró más de una vez ese tiempo casi
sin tiempo. En el primer patio había un aljibe con un sapo en el fondo; nunca se le
ocurrió pensar que el tiempo del sapo, que linda con la eternidad, era lo que buscaba.
Cuando la fecha no estaba lejos, empezó otra vez la impaciencia. Una noche no pudo
más y salió a la calle. Todo le pareció distinto y más grande. Al doblar una esquina, vio
una luz y entró en un almacén. Para justificar su presencia, pidió una caña amarga.
Acodados contra el mostrador de madera conversaban unos soldados. Dijo uno de ellos:
—Ustedes saben que está formalmente prohibido que se den noticias de las batallas.
Ayer tarde nos ocurrió una cosa que los va a divertir. Yo y unos compañeros de cuartel
pasamos frente a La Razón. Oímos desde afuera una voz que contravenía la orden. Sin
perder tiempo entramos. La redacción estaba como boca de lobo, pero lo quemamos a
balazos al que seguía hablando. Cuando se calló, lo buscamos para sacarlo por las patas,
pero vimos que era una máquina que le dicen fonógrafo y que habla sola.
Todos se rieron.
Arredondo se había quedado escuchando. El soldado le dijo:
—¿Qué le parece el chasco, aparcero?
Arredondo guardó silencio. El del uniforme le acercó la cara y le dijo:
—Gritá en seguida: ¡Viva el Presidente de la Nación, Juan Idiarte Borda!
Arredondo no desobedeció. Entre aplausos burlones ganó la puerta. Ya en la calle lo
golpeó una última injuria.
—El miedo no es sonso ni junta rabia.
Se había portado como un cobarde, pero sabía que no lo era. Volvió pausadamente a su
casa.
El día veinticinco de agosto, Avelino Arredondo se recordó a las nueve pasadas. Pensó
primero en Clara y sólo después en la fecha. Se dijo con alivio: Adiós a la tarea de
esperar. Ya estoy en el día.
Se afeitó sin apuro y en el espejo lo enfrentó la cara de siempre. Eligió una corbata
colorada y sus mejores prendas. Almorzó tarde. El cielo gris amenazaba llovizna;
siempre se lo había imaginado radiante. Lo rozó un dejo de amargura al dejar para
siempre la pieza húmeda. En el zaguán se cruzó con la parda y le dio los últimos pesos
que le quedaban. En la chapa de la ferretería vio rombos de colores y reflexionó que
durante más de dos meses no había pensado en ellos. Se encaminó a la calle de Sarandí.
Era día feriado y circulaba muy poca gente.
No habían dado las tres cuando arribó a la Plaza Matriz. El Te Deum ya había
concluido; un grupo de caballeros, de militares y de prelados, bajaba por las lentas
gradas del templo. A primera vista, los sombreros de copa, algunos aún en la mano, los
uniformes, los entorchados, las armas y las túnicas, podían crear la ilusión de que eran
muchos; en realidad, no pasarían de una treintena. Arredondo, que no sentía miedo,
sintió una suerte de respeto. Preguntó cuál era el presidente. Le contestaron:
-Ése que va al lado del arzobispo con la mitra y el báculo.
Sacó el revólver e hizo fuego.
Idiarte Borda dio unos pasos, cayó de bruces y dijo claramente: Estoy muerto.
Arredondo se entregó a las autoridades. Después declararía:
—Soy colorado y lo digo con todo orgullo. He dado muerte al Presidente, que
traicionaba y mancillaba a nuestro partido. Rompí con los amigos y con la novia, para
no complicarlos; no miré diarios para que nadie pueda decir que me han incitado. Este
acto de justicia me pertenece. Ahora, que me juzguen.
Así habrán ocurrido los hechos, aunque de un modo más complejo; así puedo soñar que
ocurrieron.
El disco
Soy leñador. El nombre no importa. La choza en que nací y en la que pronto habré de
morir queda al borde del bosque. Del bosque dicen que se alarga hasta el mar que rodea
toda la tierra y por el que andan casas de madera iguales a la mía. No sé; nunca lo he
visto. Tampoco he visto el otro lado del bosque. Mi hermano mayor, cuando éramos
chicos, me hizo jurar que entre los dos talaríamos todo el bosque hasta que no quedara
un solo árbol. Mi hermano ha muerto y ahora es otra cosa la que busco y seguiré
buscando. Hacia el poniente corre un riacho en el que sé pescar con la mano. En el
bosque hay lobos, pero los lobos no me arredran y mi hacha nunca me fue infiel. No he
llevado la cuenta de mis años. Sé que son muchos. Mis ojos ya no ven. En la aldea, a la
que ya no voy porque me perdería, tengo fama de avaro, pero ¿qué puede haber juntado
un leñador del bosque?
Cierro la puerta de mi casa con una piedra para que la nieve no entre. Una tarde oí pasos
trabajosos y luego un golpe. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto y viejo,
envuelto en una manta raída. Le cruzaba la cara una cicatriz. Los años parecían haberle
dado más autoridad que flaqueza, pero noté que le costaba andar sin el apoyo del
bastón. Cambiamos unas palabras que no recuerdo. Al fin dijo:
—No tengo hogar y duermo donde puedo. He recorrido toda Sajonia.
Esas palabras convenían a su vejez. Mi padre siempre hablaba de Sajonia; ahora la
gente dice Inglaterra.
Yo tenía pan y pescado. No hablamos durante la comida. Empezó a llover. Con unos
cueros le armé una yacija en el suelo de tierra, donde murió mi hermano. Al llegar la
noche dormimos.
Clareaba el día cuando salimos de la casa. La lluvia había cesado y la tierra estaba
cubierta de nieve nueva. Se le cayó el bastón y me ordenó que lo levantara.
—¿Por qué he de obedecerte? —le dije.
—Porque soy un rey —contestó.
Lo creí loco. Recogí el bastón y se lo di.
Habló con una voz distinta.
—Soy rey de los Secgens. Muchas veces los llevé a la victoria en la dura batalla, pero
en la hora del destino perdí mi reino. Mi nombre es Isern y soy de la estirpe de Odín.
—Yo no venero a Odín —le contesté—. Yo venero a Cristo.
Como si no me oyera continuó:
—Ando por los caminos del destierro pero aún soy el rey porque tengo el disco.
¿Quieres verlo?
Abrió la palma de la mano que era huesuda. No había nada en la mano. Estaba vacía.
Fue sólo entonces que advertí que siempre la había tenido cerrada.
Dijo, mirándome con fijeza:
—Puedes tocarlo.
Ya con algún recelo puse la punta de los dedos sobre la palma. Sentí una cosa fría y vi
un brillo. La mano se cerró bruscamente. No dije nada. El otro continuó con paciencia
como si hablara con un niño:
—Es el disco de Odín. Tiene un solo lado. En la tierra no hay otra cosa que tenga un
solo lado. Mientras esté en mi mano seré el rey.
—¿Es de oro? —le dije.
—No sé. Es el disco de Odín y tiene un solo lado.
Entonces yo sentí la codicia de poseer el disco. Si fuera mío, lo podría vender por una
barra de oro y sería un rey.
Le dije al vagabundo que aún odio:
—En la choza tengo escondido un cofre de monedas. Son de oro y brillan como el
hacha. Si me das el disco de Odín, yo te doy el cofre.
Dijo tercamente.
—No quiero.
—Entonces —dije— puedes proseguir tu camino.
Me dio la espalda. Un hachazo en la nuca bastó y sobró para que vacilara y cayera, pero
al caer abrió la mano y en el aire vi el brillo. Marqué bien el lugar con el hacha y
arrastré el muerto hasta el arroyo que estaba muy crecido. Ahí lo tiré.
Al volver a mi casa busqué el disco. No lo encontré. Hace años que sigo buscando.
El libro de arena
... thy rope of sands...
George Herbert (1593-1623)
La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de
líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número
infinito de volúmenes... No, decididamente no es éste, more geometrico, el mejor modo
de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato
fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.
Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí
un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos
desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente.
Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al
principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi
blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría
una hora, supe que procedía de las Orcadas.
Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo
ahora.
—Vendo biblias —me dijo.
No sin pedantería le contesté:
—En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo
asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un
ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me
falta.
Al cabo de un silencio me contestó.
—No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo
adquirí en los confines de Bikanir.
Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela.
Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me
sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.
—Será del siglo diecinueve —observé.
—No sé. No lo he sabido nunca —fue la respuesta.
Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron
gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una
biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de
las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el
número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba
numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los
diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.
Fue entonces que el desconocido me dijo:
—Mírela bien. Ya no la verá nunca más.
Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.
Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí. En vano busqué la figura
del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:
—Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?
—No —me replicó.
Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:
—Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su
poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la
casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su
libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni
fin.
Me pidió que buscara la primera hoja.
Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al
índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano.
Era como si brotaran del libro.
—Ahora busque el final.
También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:
—Esto no puede ser.
Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:
—No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito.
Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo
arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita admiten
cualquier número.
Después, como si pensara en voz alta:
—Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es
infinito estamos en cualquier punto del tiempo.
Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:
—¿Usted es religioso, sin duda?
—Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al
nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.
Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas
tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces
cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería
personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.
—Y de Robbie Burns —corrigió.
Mientras hablábamos yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le
pregunté:
—¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?
—No. Se lo ofrezco a usted —me replicó, y fijó una suma elevada.
Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé
pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.
—Le propongo un canje —le dije—. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por
la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la
Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.
—A black letter Wiclif! —murmuró.
Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula
con fervor de bibliófilo.
—Trato hecho —me dijo.
Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa
con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.
Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de
noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.
Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin
por esconderlo detrás de unos volúmenes descabalados de Las mil y una noches.
Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro
imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. El ángulo llevaba
una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia.
No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo
robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos
inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía. Me quedaban unos amigos; dejé de
verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el
gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las
pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una
libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos
intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.
Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió
considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con
diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que
infamaba y corrompía la realidad.
Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente
infinita y sofocara de humo al planeta.
Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de
jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que
a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los
periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro
de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué
distancia de la puerta.
Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.
Epílogo
Prologar cuentos no leídos aún es tarea casi imposible, ya que exige el análisis de
tramas que no conviene anticipar. Prefiero por consiguiente un epílogo.
El relato inicial retoma el viejo tema del doble, que movió tantas veces la siempre
afortunada pluma de Stevenson. En Inglaterra su nombre es fetch o, de manera más
libresca, wraith of the living; en Alemania, Doppelgaenger. Sospecho que uno de sus
primeros apodos fue el de alter ego. Esta aparición espectral habrá procedido de los
espejos del metal o del agua, o simplemente de la memoria, que hace de cada cual un
espectador y un actor. Mi deber era conseguir que los interlocutores fueran lo bastante
distintos para ser dos y lo bastante parecidos para ser uno. ¿Valdrá la pena declarar
que concebí la historia a orillas del río Charles, en New England, cuyo frío curso me
recordó el lejano curso del Ródano?
El tema del amor es harto común en mis versos; no así en mi prosa, que no guarda otro
ejemplo que Ulrica. Los lectores advertirán su afinidad con El Otro. El Congreso es
quizá la más ambiciosa de las fábulas de este libro; su tema es una empresa tan vasta
que se confunde al fin con el cosmos y con la suma de los días. El opaco principio
quiere imitar el de las ficciones de Kafka; el fin quiere elevarse, sin duda en vano, a los
éxtasis de Chesterton o de John Bunyan. No he merecido nunca semejante revelación,
pero he procurado soñarla. En su decurso he entretejido, según es mi hábito, rasgos
autobiográficos.
El destino que, según es fama, es inescrutable, no me dejó en paz hasta que perpetré un
cuento póstumo de Lovecraft, escritor que siempre he juzgado un parodista
involuntario de Poe. Acabé por ceder; el lamentable fruto se titula There Are More
Things.
La Secta de los Treinta rescata, sin el menor apoyo documental, la historia de una
herejía posible.
La noche de los dones es tal vez el relato más inocente, más violento y más exaltado
que ofrece este volumen.
La biblioteca de Babel (1941) imagina un número infinito de libros; Undr y El espejo y
la máscara, literaturas seculares que constan de una sola palabra.
Utopía de un hombre que está cansado, es, a mi juicio, la pieza más honesta y
melancólica de la serie.
Siempre me ha sorprendido la obsesión ética de los americanos del Norte; El soborno
quiere reflejar ese rasgo.
Pese a John Felton, a Charlotte Corday, a la conocida opinión de Rivera Indarte ("Es
acción santa matar a Rosas") y al Himno Nacional Uruguayo ("Si tiranos, de Bruto el
puñal") no apruebo el asesinato político. Sea lo que fuere, los lectores del solitario
crimen de Arredondo querrán saber el fin. Luis Melián Lafinur pidió su absolución,
pero los jueces Carlos Fein y Cristóbal Salvañac lo condenaron a un mes de reclusión
celular y a cinco años de cárcel. Una de las calles de Montevideo lleva ahora su
nombre.
Dos objetos adversos e inconcebibles son la materia de los últimos cuentos. El disco es
el círculo euclidiano, que admite solamente una cara; El libro de arena, un volumen de
incalculables hojas.
Espero que las notas apresuradas que acabo de dictar no agoten este libro y que sus
sueños sigan ramificándose en la hospitalaria imaginación de quienes ahora lo cierran.
J.L.B.
Buenos Aires, 3 de febrero de 1975