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ADVERTENCIA
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El presente texto es sólo un borrador sin revisar. Las citas al libro deben
efectuarse, en consecuencia, según el texto revisado y publicado por Ediciones
UDP en diciembre de 2014.
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Capítulo I
¿Qué es un cambio de ciclo?
1. Cambio de ciclo y tres visiones de la historia
Si se la toma en sus alcances últimos, la expresión “cambio
de ciclo” supone una visión de la historia en la cual el tiempo transcurre de manera circular y los hechos tienen lugar al
modo de un retorno de lo mismo. La palabra griega de la que
proviene “ciclo” significa círculo. Esta idea circular o cíclica es
incompatible con la concepción lineal de la historia, propia del
cristianismo y de su variante secularizada, el progresismo. En
la visión circular (o pagana) “todo se mueve en ciclos, como
los eternos ciclos de amanecer y ocaso, verano e invierno, generación y corrupción” y los cambios quedan incorporados en
una “regularidad periódica”, de tal suerte que aquí no hay ya
posibilidad para “un evento histórico único e incomparable”.1
En la visión lineal de la historia, en cambio, la irrupción de tal
evento singular prevalece por sobre la regularidad. La inauguración de esta comprensión de la historia va de la mano del
judaísmo y el cristianismo, que se distinguen de la religión
1
K. Löwith, Meaning in History. Chicago: The University of Chicago Press, 1949, p. 4.
21
pagana porque en ellos se admite la incalculable intervención
de Dios, de lo excepcional ajeno a toda regla.2 Desde Voltaire
esta visión lineal agrega una variante secularizada, en la cual la
divinidad es reemplazada por la razón.3
Ninguna de las tres visiones está exenta de inconvenientes
teóricos. Si la pagana se cierra a la idea fundante de lo propiamente histórico como evento imprevisible, la lineal-teológica
supone fe en una divinidad, mientras que la secularizada o
bien deja abierta la cuestión religiosa o bien asume una doctrina racionalista o del progreso, en la cual nuevamente la irrupción del acontecimiento es excluida por medio de las construcciones de la mente, lo que en último término es criticable
como un intento evasivo condenado al fracaso.4
Esta “implicancia metafísica” de la expresión “cambio de
ciclo” es presumiblemente ajena a las creencias, ora progresistas, ora judeo-cristianas, de aquellos que la comenzaron a
emplear en la Nueva Mayoría, quienes probablemente, antes
que de disquisiciones histórico-filosóficas, se hicieron eco de
las noticias sobre el final de la “cuenta larga” del “Calendario
Maya”, alcanzado en diciembre de 2012. Con todo, la mentada
implicancia no entorpece necesariamente la aptitud de la noción para llevar adelante una interpretación del momento actual. Por de pronto, porque como se aprecia en el pensamiento
de Giambattista Vico, los ciclos (corsi e ricorsi) pueden incluirse en un acontecer lineal más comprehensivo.5 De esta manera
se abre una oportunidad para relativizar la implicancia cíclica
2
Cf. K. Löwith, op. cit., pp. 4-5, 200.
3
Cf. K. Löwith, op. cit., pp. 1, 200.
4
Cf. K. Löwith, op. cit., pp. 4-5, 12, 191, 198-200.
5
Cf. sobre esto, K. Löwith, op. cit., pp. 132-135; G. Vico, Principj di una scienza nuova intorno
alla natura delle nazioni. Florencia: Tipografia di Alcide Parenti, 1847, libro V, pp. 301 ss.
22
en la expresión “cambio de ciclo”, en la medida en que ella no
es la forma última según la cual transcurre el tiempo, sino que
queda, al menos, abierta la posibilidad de que la circularidad
sea nada más que una complicación de la línea, que desde ahora se parecerá a una espiral.
Las intrincadas consecuencias que, como advertirá el lector, cabe extraer de los tipos de despliegue del tiempo, experimentan, además, en el caso presente, un giro sorprendente
(un giro, que escapa a la linealidad de los acontecimientos de
nuestro mundo judeo-cristiano-ilustrado). Ocurre que la historia chilena evidencia un carácter asombrosamente cíclico: el
momento actual, de “cambio de ciclo”, muestra bizarros paralelos con otro cambio de ciclo, que tuvo lugar casi exactamente
cien años atrás. Más allá de la curiosidad por las coincidencias
y semejanzas en medio de lo que a primera vista es el caos de
los datos históricos, así como más allá también de las convicciones que se tengan sobre la forma del tiempo, los paralelos
son significativos desde un punto de vista comprensivo, pues,
en cuanto efectivamente existan, la observación e interpretación cuidadosa del momento histórico pasado del “ciclo” anterior permitirían dar luces sobre el instante histórico actual o
pistas acerca de cómo entenderlo y orientarlo.
2. Definición de cambio de ciclo
Pero, ¿qué es un cambio de ciclo? Puede describírselo como
el paso de una etapa a otra distinta que experimenta un conglomerado humano, el cual tiene lugar como expresión de un
“desequilibrio agudo entre las necesidades y los medios de sa-
23
tisfacerlas”, de un desajuste notorio entre el pueblo, sus ideas,
sentimientos y creencias, de un lado, y las reglas y modos de
trato, los límites y campos de acción, los órdenes a los que se
halla sujeto, de otro. Entonces el consenso social se debilita,
las prácticas y los criterios que regían la convivencia son problematizados; los individuos están en ebullición, la sociedad
se desordena, se vuelve excepcional; el orden jurídico y político
se deslegitima. En definitiva, el cambio de ciclo responde a un
desfase entre el pueblo y la institucionalidad.
Mas, ¿por qué acontece algo así?
Aquí resulta especialmente útil una explicación del proceso
propuesta por un historiador chileno de la llamada Generación
del Centenario, Francisco Antonio Encina.6 Encina descubre lo
que cabría llamar la mecánica del cambio de ciclo, que emana
de un desajuste entre pueblo e institucionalidad, el cual puede
venir o bien por el lado del señalado pueblo o bien por el lado
de la dicha institucionalidad.
Por el lado del pueblo, Encina detecta la existencia de una
asimetría entre “ideas y sentimientos tradicionales” realmente
encarnados en él, e ideas abstractas, no encarnadas aún en él,
y que incluyen las representaciones de “sectas religiosas o sistemas filosóficos”, así como las “de otros pueblos” (que son, en
principio, concretas para esos mismos pueblos, pero abstractas para los demás).7
Las ideas y sentimientos encarnados poseen una eficacia
conformadora que le permite al pueblo respectivo adquirir una
mentalidad o manera de ser específica, un modo de existencia
6
De quien es la cita del párrafo anterior.
7
F. A. Encina, Nuestra inferioridad económica. Santiago: Universitaria, 1981 (5a ed.; la 1a ed.
es de 1911), p. 177.
24
compartido. Encina no es ciego respecto a las imperfecciones
de las maneras de ser concretas de los pueblos.8 Sin embargo,
destaca su importancia, en tanto que se trata de estructuraciones capaces de dar sentido, aunque imperfectamente, a la existencia del pueblo y son un hecho que ha de tenerse presente al
otorgarle un orden institucional.
Ese mismo carácter concreto de las ideas y sentimientos
realizados les deja, empero, gravemente expuestos. Pues junto a los sentimientos e ideas realizados, hay ideas abstractas,
pendientes de realización. Ellas se desplazan con la rapidez de
lo abstracto y operan como factores de crítica respecto de los
sentimientos e ideas realizados. Las ideas abstractas tienen la
ventaja de ofrecer todo su luminoso atractivo, ya en su pura
idealidad, ya como ideas ejemplarmente realizadas en otro
pueblo (seguramente uno avanzado), sin que ellas hayan aún
debido exponer los retrocesos que puede traer aparejada su
realización en el propio pueblo. Vale decir, es mucho más fácil
la crítica a las propias ideas y sentimientos realizados en concreto, que la defensa de esas –cotidianas, pedestres, cuando
no: provincianas– ideas y sentimientos, hermanos pobres de
los glamorosos pensamientos traídos desde el gran mundo de
las ideas sublimes o los pueblos desarrollados. Así las cosas,
basta que las ideas externas entren en relación con un vector
lo suficientemente eficaz (Encina mencionaba en su tiempo al
libro9, los viajes, el librecambio10, nosotros podríamos decir:
Internet y el acceso que procura a redes sociales y a medios de
8
Las ideas y sentimientos, vistos desde fuera, pueden ser “buenos o malos, sublimes o
ridículos”; F. A. Encina, op. cit., p. 177.
9
Cf. F. A. Encina, op. cit., pp. 177, 179.
10 Cf. F. A. Encina, op. cit., pp. 211, 217-220.
25
prensa de estas y otras latitudes; las becas para estudios en el
extranjero), para que ellas se vuelvan fuente de cambio y eventualmente de malestar, cuando las nuevas ideas irrumpen muy
rápidamente o chocan con el orden institucional vigente. “[L]
a experiencia social demuestra” que las ideas y sentimientos
concretos del pueblo “no pueden ser quebrantados o modificados bruscamente, sin grandes trastornos morales”.11
En los últimos años de manera parecida que hace un siglo
se produjo en Chile una alteración o mutación profunda, a tal
punto que estaríamos entrando en una nueva etapa. Ya no se
quiere vivir según las ideas y sentimientos que no solo organizaron de forma pacífica, sino que inspiraron al país durante
los últimos veinticinco años. De pronto al pueblo esas ideas
y sentimientos le han parecido inauténticos, inadecuados e
irrumpe de diversos modos un “malestar confuso y generalizado”, un clamor por cambios, la búsqueda por superar el desajuste entre nuevos anhelos y una organización institucional
cuyo espíritu se escabulló, pero cuyo mecanismo inerte queda allí incomodando a quienes están sujetos a él y a aquellos
que lo administran. Probablemente parte importante de ese
desajuste sea la consecuencia de los cambios y avances económicos, sociales y culturales que ha experimentado Chile en
los pasados treinta años y que han influido en la aparición de
nuevos tipos de ciudadanos, con nuevas clases de aspiraciones
y anhelos, que no logran ya identificarse con las ideas y sentimientos de antes.
El desajuste entre el pueblo y la organización institucional
puede venir también por el lado de esta última. Las instituciones son formas estables de ordenar el trato social, que emer-
11
F. A. Encina, op. cit., p. 177.
26
gen y obtienen su sentido de un contexto determinado, en el
cual se ubican ellas y el pueblo al que tratan de comprender y
dar orientación. Si el contexto sufre graves alteraciones, entonces se abre espacio para que instituciones que antaño contribuían al despliegue de sus miembros, terminen en la nueva
situación siendo factores de frustración. Algo parecido sucede
también cuando se intenta aplicar a un pueblo determinado
formas de organización propias de otro pueblo muy distinto
al primero o que, aun siendo de diseño original, resulten muy
distantes respecto de la manera de ser nacional, de la mentalidad del pueblo, de su forma de existencia, de tal suerte que terminen, antes que comprendiendo dicha mentalidad, manera o
forma, simplemente sometiéndola mecánicamente a reglas y
dispositivos institucionales.
Encina pensaba que en su tiempo el modelo institucional
educativo, orientado preponderantemente a la enseñanza científico-humanista y ajeno a la formación de capacidades industriales y técnicas, provocaba en grupos importantes de la población
descontento con la vida y desadaptación respecto de las tareas
exigidas por la actividad laboral.12 También vio en el parlamentarismo de su época un diseño político-institucional inadecuado
para realizar el interés general de la nación, toda vez que dicha
forma de organización privilegiaba la posición de una élite que
había devenido oligárquica y anteponía a los anhelos populares
de “justicia social” y “bien general” los intereses de clase.13
En la situación actual, la concentración del poder económico y político, fruto de un sistema diseñado para otro contexto
12 Cf. F. A. Encina, op. cit., pp. 62-63.
13 F. A. Encina, Portales. Introducción a la historia de la época de Diego Portales (1830-1891).
Santiago: Nascimento, 1964, 2 vols., II, P. 293.
27
(por ejemplo, con régimen electoral binominal, centralismo
exacerbado, subsidiariedad acentuadamente negativa, controles férreos al sindicalismo, libertades económicas que favorecen la expansión del oligopolio), en grupos pequeños de la
capital, carentes de la amplitud comprensiva suficiente como
para incluir al país entero, está alcanzando sus límites, de tal
guisa que, de mantenerse sin modificaciones relevantes, el
incremento de la frustración popular parece asunto difícil de
poner en duda.
Esta etapa en la que entramos, el ciclo al cual nos asomamos, es necesariamente difícil de abordar en la precisa medida
en que no hay respuestas a la mano para él. Hay nuevas ideas
en el pueblo, surgen nuevos sentimientos, pero no se han vuelto aún organización. La organización actual, de su lado, evidencia algunas fortalezas pero también defectos importantes.
Es relevante tener en cuenta que el desarrollo experimentado
por Chile es ambiguo y no lineal. Consecuentemente, las tensiones que genera el proceso no son unívocas, sino, también
ellas, ambiguas. Con todo, parece como si el país requiriese
iniciar un proceso paulatino de transformaciones en virtud del
cual el cuerpo social se vea reconocido nuevamente en sus estructuras institucionales.
3. Dificultades en el uso de la expresión
La aptitud comprensiva de la expresión “cambio de ciclo”, así
como la he descrito, su capacidad para entender lo que está
ocurriendo, depende también del uso que se le dé. Efectuadas
las clarificaciones sobre sus posibles implicancias y luego de
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que se ha reparado en su significado, vale decir, una vez puesta
a la mano la herramienta comprensiva, queda todavía hacer un
empleo correcto de ella. No es lo mismo contar con un buen
instrumento que utilizarlo bien. Instrumentos de poca calidad
pueden, aplicados con destreza, conducir a mejores resultados
que instrumentos de calidad mal empleados.
Esta aclaración no es para nada trivial en el caso de la expresión de la que vengo hablando, pues se observa que hasta ahora su uso ha estado por debajo de sus posibilidades. La
expresión debiera operar como un acicate y un criterio para
indagar en la situación actual, para responder cómo es que
acontece el paso desde el país de los noventa y de la primera
década del siglo XXI hacia el futuro más próximo, en qué sentidos la mentalidad popular ha mutado, cuáles son los alcances
de esa mutación, así como para dar con posibles vías de salida
a esa situación. En vez de eso, la noción de “cambio de ciclo”
ha venido a organizar lo que parece ser más bien una falta de
debate entre los principales sectores políticos nacionales. La
centro-izquierda se ha inclinado a usarla en una forma acotada, como herramienta de interpretación de su propio proceso
de pérdida y recuperación del poder, cuando no como aparato
de subsunción de la realidad social y política. La derecha, de su
lado, ha empleado la expresión sin saber realmente a qué se
refiere, pues no ha inquirido con seriedad en los alcances de
los respectivos ciclos, y se tambalea entre el mutismo ante las
discusiones más teóricas y el activismo.
Sin embargo, hablar de cambio de ciclo sí puede ser una
manera adecuada de referirse a la situación en la que nos
hallamos, siempre y cuando se dé entrada en la expresión
al proceso que estamos viviendo con un razonable grado de
amplitud. Efectivamente se observan movimientos, desplaza-
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mientos o alteraciones en un nivel más bien fundamental de
nuestra sociedad, los cuales tienen influencia innegable en la
vida política y el debate público chileno. Me atrevo a mencionar siete alteraciones significativas. Ellas podrían agruparse
de otra manera, eventualmente cabría agregar otra u otras.
Toda generalización es una reducción. La relevancia de las alteraciones mencionadas parece, sin embargo, innegable para
hacerse una idea de la dirección y el talante del proceso, de
tal suerte que deben quedar comprendidas en la expresión
“cambio de ciclo”.
Estas alteraciones operan tanto desde el lado del pueblo,
como modificación de sus ideas y sentimientos, cuanto desde
el lado institucional, donde las formas de organización diseñadas hace dos o más décadas acusan, de diversas maneras,
que están alcanzando sus límites y conduciendo a resultados
opresivos y frustrantes dentro del nuevo contexto en el que se
encuentra el país.
4. Disminución del miedo
La primera alteración a tener en cuenta, es la disminución o atenuación del miedo. En la inauguración de la teoría política moderna, Thomas Hobbes indicaba al miedo como fundamento sobre
el cual se erige el Estado.14 Entre nosotros, y tan temprano como
en 1969, escribía Jaime Guzmán: “Quien observe la realidad político-social por la cual atraviesa Chile en la actualidad no puede
dejar de reparar en la acentuación de un elemento inquietante
14 Cf. Th. Hobbes, Leviathan. Cambridge: Cambridge U. P., 1996, cap. 13, p. 89.
30
dentro de ella: el temor, el miedo –cada vez crecientes– que siente
el ciudadano común para discrepar en forma pública, abierta y
personal, frente al poder estatal y a quienes lo ejercen”.15 Tal como
Hobbes en el siglo 17, aunque en una dirección distinta, el joven
Guzmán era consciente de este factor fundamental de la política y
del potencial de destrucción que conlleva.16
Durante los gobiernos de la Concertación una nueva generación alcanzó la mayoría de edad. Es una generación postdictadura y post Muro de Berlín, ajena a los múltiples temores
con los que se vivía hasta los 80 (y que, en una parte, expone
tan bien la serie de televisión chilena dedicada a esa década):
miedo a la invasión soviética, miedo a los bombazos, miedo
a los atentados, miedo a la tortura, a ser detenido, miedo a la
pobreza, a la cesantía, al hambre, miedo a la guerra, miedo a
la hecatombe nuclear. Una economía, en términos generales,
bullente durante a casi treinta años, terminó con el hambre.
La Unión Soviética desapareció; mjl, dina, mir, dicomcar, cni,
fpmr, etcétera, la larga serie de siglas que asustaban en nuestra política interna, también. Y aunque el riesgo persiste, ya ni
15 J. Guzmán, “El miedo: Síntoma de la realidad político-social chilena”, en: Estudios Públicos
42 (1991), p. 255, cf. pp. 255-259.
16 Renato Cristi y Pablo Ruiz-Tagle indican lo siguiente: “identificamos a Jaime Guzmán como
el principal artífice de la retórica del miedo, que sirvió para abonar la campaña del terror
contra el Gobierno constitucional de Allende y alentar el ánimo contrarrevolucionario de
quienes ejecutaron el golpe de Estado de 1973”; R. Cristi, P. Ruiz-Tagle, El constitucionalismo
del miedo. Propiedad, bien común y poder constituyente. Santiago: Lom, 2014, p. 23. Ese miedo
Jaime Guzmán habría logrado extenderlo en la clase media; cf. op. cit., p. 14. Si bien puede
reconocerse en Guzmán un articulador del discurso contra el gobierno de Allende y que ese
discurso se apoyaba, en parte significativa, en una “retórica del miedo”, ese miedo no fue
inoculado en la clase media gracias a una operación artificial de Guzmán, a una “campaña del
terror” productiva y espontánea. Tanto la retórica cuanto la praxis de la izquierda se hallan,
desde fines de los años sesenta, inclinadas fuertemente hacia el polo revolucionario, de tal
suerte que la retórica de Guzmán, su oposición al gobierno de Allende y su apoyo al golpe de
Estado se dejan entender antes como reacciones, motivadas precisamente ellas mismas por
el miedo a una revolución marxista y el establecimiento de una dictadura de izquierda en el
país, que como las espontáneas y calculadas acciones de un artífice o productor de miedo.
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se piensa en la amenaza nuclear, retratada con elocuencia en
la película “WarGames”, del año 1983. Los jóvenes en Chile
temen hoy menos perder el empleo, pues obtienen otro con
menor dificultad. Si bien es cierto que no todos nuestros miedos han sido conjurados (tal cosa es dada nuestra precariedad
un imposible), el hecho es que existían fuentes de miedo que
fueron muy importantes en el pasado y que ya no están.
No es fácil sobrestimar el significado de este cambio general para la vida concreta de las personas y en la manera en la
que se despliega la convivencia social y política del país. No
solo el tono del ambiente se modificó, sino que se abrieron
posibilidades inusitadas de expresar opiniones y pensar y proponer reformas profundas, mucho más arriesgadas que las de
antaño. La disminución del miedo en cierta forma despeja el
camino para que el pueblo pueda poner enfrente de sí a la institucionalidad, de manera más suelta. Ella ya no es la tabla de
salvación en el mar del terror. Ahora cabe exigirle que cumpla
bien su tarea. Se deja preguntar cuál es su mejor diseño, qué
aspectos podrían mejorarse, cuáles son francamente incómodos y han de desecharse. También está el riesgo de que de tanto
cambio el país zozobre económica o políticamente; pero, luego
de décadas de estabilidad y niveles razonables de desarrollo, es
ciertamente más difícil que antaño caer en el abismo.
5. Debilitamiento de los ejes del pasado reciente
Una segunda alteración (que probablemente se relaciona con la
superación de miedos), tiene que ver con que en 2010 la derecha llegó al poder democráticamente, poniendo término a dos
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décadas completas de gobiernos de la Concertación. Si bien la
derecha perdió estrepitosamente las elecciones y en parte contribuyó a desencadenar la ebullición social de los últimos años, no
se ha de desconocer que su triunfo en las presidenciales marca
algo parecido al final de la Transición, en el sentido preciso de
que desde entonces la derecha y la centro-izquierda se disputan el poder político principal en igualdad de condiciones, un
poco más lejos que antes de las sombras de la Unidad Popular y
la dictadura. Dicho de otro modo: Augusto Pinochet y Salvador
Allende hoy no son los temas políticamente más relevantes. De
hecho, la derecha llegó al poder con alguien que fue un opositor a ambos. La discusión ha logrado desplazarse desde los ejes
firmes que la mantenían fija, volviéndose más insegura e inestable, pero también, de paso, comparable en parte con la que tiene
lugar en países políticamente más avanzados.
De manera parecida a lo que ocurre con la disminución del
miedo, ahora se puede debatir directamente sobre el tipo de
política, de economía y de sociedad que se desea conformar,
sin tener que preguntarse antes si acaso responde a los criterios de la división Allende-Pinochet. Se vuelve practicable, por
ejemplo, preguntar, desde la derecha, si el modelo fundado en
dictadura no requiere ajustes, incluso cambios importantes;
o, desde la izquierda, inquirir en si acaso el avance económico
que ha experimentado el país en el último tiempo, y que permite estar discutiendo hoy temas que hace dos décadas eran
impensados, no es algo valioso, que merece ser proyectado
también hacia el futuro. Estamos en un tiempo de importantes
readecuaciones, reordenamientos del panorama político. Derechas e izquierdas ya no son bloques fijos, compartimentos estancos. De hecho, ocurre como que de pronto nos mirásemos
a nosotros mismos y tuviésemos que hacernos la pregunta, sin
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el fantasma del padre autoritario, ¿qué nos hace ser lo que somos? O: ¿qué es ser respectivamente de izquierda o derecha?
Nos hallamos aquí más solos que antes y varias respuestas están aún por formularse.
6. Distribución del conocimiento y la información
Si el conocimiento y la información son poder, el poder se ha
repartido. Esto ocurre en varios sentidos.
Pese a todos los graves problemas que arrastra nuestro sistema educacional, es un hecho que la matrícula en los estudios
superiores se masificó. Hoy resulta más fácil que hace veinte
años acceder a la educación universitaria y técnico-profesional.
Es algo repetido, casi hasta la majadería, que gran parte de quienes están en la educación superior son la primera generación
en sus respectivas familias. El porcentaje actual de estudiantes
por cohorte es varias veces el de comienzos de los noventa.
Ciertamente no todas las carreras e instituciones alcanzan niveles razonables de calidad. Muchas de ellas difícilmente conducirán a obtener empleos como los que prometen. El excesivo
endeudamiento de las familias es un lastre que dificulta sobremanera la consolidación de los nuevos egresados. Sin embargo, aun con estos y otros graves problemas, la masificación de
la educación superior es un cambio que, aunque insuficiente,
tiene un alto impacto en la vida concreta de los afectados y, por
su gran extensión, al final, de la sociedad entera. Sucede que
las universidades, los institutos profesionales y los centros de
formación técnica no solo difunden conocimientos, sino que,
además de formalizar el comportamiento de los concernidos
34
incorporando en sus vidas nuevos hábitos que les vuelven más
aptos para el trabajo productivo, posibilitan el establecimiento de redes de contactos, operan como una especie de plaza
pública para los alumnos, quizás como ningún otro tipo de
instancia, ni aun las plazas reales de sus barrios.
A lo anterior hay que agregar que, a consecuencia, primero,
del funesto exilio y, luego, de una política sostenida a lo largo
de los gobiernos de diverso signo, existe una gran cantidad de
chilenos que han estudiado en el extranjero y regresado gracias
a becas extranjeras y chilenas (Becas Presidente de la República,
primero, Becas Chile, después). Estos contingentes de estudiantes de magister y doctorado han visto y experimentado culturas
sociales, políticas, económicas, académicas e investigativas distintas usualmente más avanzadas que la chilena. Con ello adquieren criterios de comparación y la distancia requeridos para
juzgar con prestancia acerca de los méritos del modelo chileno.
Además, y fruto de sus estudios disciplinarios, vuelven con conocimientos y capacidades que les convierten en un factor de
mayor influencia en el país. Su retorno significa entonces la distribución del poder del conocimiento y, a la vez, la introducción
de un factor dinamizador desordenador incluso de la vida nacional. Cuentan con herramientas conceptuales como para realizar
una reflexión de mayor calado sobre la situación y de redes suficientes como para hacer valer sus opiniones.
También debe considerarse en este punto a las nuevas tecnologías y medios de comunicación. Ellos han llegado a producir un cambio –en muchos casos dañino, pues lo que se gana
en rapidez se pierde en intensidad17– de alcances aún incalculables, pero que sin duda tiene incidencia en la discusión po-
17
Cf. H. E. Herrera, op. cit., pp. 93-103.
35
lítica actual. La expansión de Internet en el país ocurrió junto
con nuestra Transición. La política de los ochenta transcurría
por papel impreso, reuniones y contactos telefónicos. Hoy ella
es incomprensible sin medios digitales y las llamadas redes
sociales. Esta virtualización de la política ha significado que
ella se ha vuelto más instantánea y superficial. El ejemplo paradigmático es Twitter, una red en la que por diseño es imposible realizar justificaciones de las opiniones emitidas y en la
que, en consecuencia, se impide el procedimiento mismo de
la deliberación. En otros casos, sin embargo, la virtualización
ha abierto canales a discusiones (ahora sí con justificación),
que la concentración excesiva de los medios de comunicación
políticamente más significativos mantenía constreñidas.
7. Oligopolio, productividad decreciente, bajo compromiso
social
Desde hace tiempo que nuestro sistema económico viene dando señales de alerta.
Los casos de colusión de las cadenas de farmacias y de las
empresas avícolas, los de modificación unilateral de cláusulas
a los clientes de cadenas de retail, fueron una campanada de
alerta respecto de un fenómeno que se venía asentando en el
país desde hace años. No es que los empresarios sean necesariamente malos en un sentido moral. Es, mucho más, en este
caso la excesiva concentración de poder la que les hace fácil
abusar de sus posiciones. Los teóricos políticos saben, desde
Locke y Montesquieu (también de antes), que la concentración
del poder genera posibilidades de abuso para quien lo ejerce.
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La distribución del poder, en cambio, es garantía para los más
débiles. Esta máxima, que Locke y Montesquieu aplican al
campo político, es válida para cualquier poder social, incluido
el económico, como bien lo sabe uno de los padres de la economía de mercado, Adam Smith.18
En Chile, y fruto precisamente del nuevo sistema liberal instaurado durante la dictadura, se produjo una creciente concentración del poder económico. Los bancos, las avícolas, las
empresas de fondos de pensión, las empresas de salud previsional, las farmacias, las librerías de libros y las de útiles y papelería, las jugueterías, las ópticas, el retail, los supermercados,
las tiendas de comida, las cigarrerías, etcétera, son grandes cadenas que se han expandido a tal punto que casi todo ¡hasta
el pan! lo compramos hoy en ellas. La mediana empresa, el
pequeño comercio, la diversidad de negocios en general, ha
ido cediendo su lugar a los grandes. El oligopolio se ha vuelto
la regla. Eso significa una inmensa concentración del poder
económico. Esta oligopolización del sistema es, en buena medida, precisamente contraria a los principios que debieran inspirarlo. Pues se sabe que el oligopolio significa la ausencia
de competencia, la colusión, la negociación secreta, la conservación de posiciones por parte de empresas menos eficientes,
las alzas de precios, la pérdida de dinamismo de la economía
nacional y el consecuente perjuicio no solo para consumidores
y trabajadores, sino para el desarrollo del país.
Los abusos que permite un sistema oligopólico producen
la desafección cuando no la irritación de los consumidores y
los trabajadores, lo que incide en la calidad de la convivencia
18 Cf. A. Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations. Londres:
Methuen & Co., 1904, pp. 63, 130.
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social. La concentración del poder económico en cadenas es
altamente perniciosa, además, para la vida vecinal. Muchos de
nosotros tuvimos la experiencia del almacén de barrio, usualmente atendido por sus dueños o sus dependientes estables, a
menudo vecinos que le daban carácter de vecindad a la vida del
sector del que se tratase. El tejido denso de vínculos humanos
formado a partir de relaciones como la del almacén se dificulta
severamente allí donde se instala la gran cadena con empleados inestables y ajenos al contexto en el cual trabajan. Con ello
se debilitan las conexiones que constituyen la vecindad. El vecindario poco a poco pasa a convertirse en barrio-dormitorio.
Esta indicación no es un simple lamento romántico. Países
más avanzados incorporan en su comprensión de una vida
buena o de calidad la importancia de barrios bien constituidos, con entramados densos de relaciones, bajo el entendido
de que los vínculos amistosos enriquecen las existencias personales y, al contrario, el empobrecimiento de esos entramados atenta contra el despliegue humano. Quienes saben de los
crecientes niveles de abandono y soledad que afectan a grupos
vulnerables de la población llaman la atención sobre el punto,
lo mismo que quienes entienden de seguridad vecinal: la delincuencia se relaciona también con la existencia o inexistencia
de fuertes vínculos entre quienes viven en un mismo barrio.
Junto con el oligopolio o la serie de problemas atados a él, es
relevante mencionar el hecho preocupante de que las empresas chilenas aportan, en general, poco valor a sus materias, que
la industria del país es incipiente, que las extensas jornadas laborales tienen baja productividad. Raphael Bergoeing muestra
que la eficiencia agregada se ha desacelerado desde 1998 en
adelante y está muy por debajo de la que tienen países desarrollados. Mientras el producto por hora trabajada en Estados
38
Unidos es cercano a los 70 dólares y en Finlandia se encumbra
a los 50 dólares, en Chile apenas supera los 20 dólares.19 En los
grupos empresariales prima antes el tipo del mero administrador que el del “emprendedor pionero” del que hablaba Schumpeter, aquel capaz de transformar la realidad bajo condiciones
de incertidumbre y crear algo nuevo.20 El incremento en la productividad y en la capacidad del país de creación productiva y
agregación de valor a sus materias está condicionado por la
adopción de políticas que favorezcan efectivamente tanto la innovación y la industria cuanto el despliegue de la competencia
y el control del poder oligopólico.
Algo que en general destacan también los expertos es el
altísimo nivel de desigualdad que existe en el país. Se lo ha
tratado de justificar con el crecimiento o de mostrar que en
las generaciones jóvenes las diferencias disminuyen.21 Sin embargo, es un hecho que el despliegue integral del país, incluso
su competitividad económica, pero sobre todo la consecución
de un desarrollo que sea más que cifras, exigen una mejor distribución de la riqueza. Aquí no basta con establecer políticas
sociales adecuadas. Se necesita instruir a los trabajadores y
dotarles de la capacidad efectiva de organizarse. Para muchos
empresarios el sindicalismo representa un problema. Dejan
de ver que un movimiento sindical fuerte y profesionalizado,
19 Cf. R. Bergoeing, “Reflexiones sobre el modelo. Crecimiento, desigualdad y prosperidad en la economía global”, Puntos de referencia (Centro de Estudios Públicos) 372 (mayo
2014), p. 11.
20 J. A. Schumpeter, Theorie der wirtschaftlichen Entwicklung. Múnich y Leipzig: Duncker &
Humblot, 1926 (2a ed.), pp. 99 ss.
21 Claudio Sapelli muestra que el carácter agregado del coeficiente de Gini impide notar
la mejor situación en la que se encuentran las generaciones más jóvenes; cf. C. Sapelli,
Chile: ¿Más equitativo? Una mirada distinta a la distribución del ingreso, la movilidad social y
la pobreza en Chile. Santiago: Universidad Católica de Chile, 2011.
39
que incorpore en él diversas vertientes ideológicas, puede ser
una contraparte responsable y eficaz en el proceso productivo.
8. Oligarquía
Un aspecto especialmente delicado de la crisis actual es la escasa legitimidad de la clase política. De modo parecido que hace
un siglo, la élite parece haber devenido oligarquía. En nuestro
país el poder político y el económico se hallan altamente concentrados en ciertos grupos sociales o incluso familiares. Si
bien los “clanes” no son un fenómeno autóctono, en la política
y la economía chilena manifiestan una insólita eficacia.22 La dirigencia político-partidista está pésimamente evaluada y persistentemente en las pesquisas de opinión y se la asocia antes
con ambición individual y banalidad que con la encarnación
del interés general o intenciones serias y loables.
Esta decadencia tiene un componente humano indudable.
El liderazgo político requiere cualidades intelectuales y éticas,
una capacidad de independizarse de los propios intereses y mirar a la totalidad, excelencias todas cuya pérdida no ocurre sin
daño para la vida de la nación. Si se compara a los políticos de
inicios de la Transición o se va incluso más atrás, a las luchas
entre oposición y gobierno en dictadura, asoman dirigentes de
una estatura distinta a lo que se ha vuelto hoy la regla. Pero,
además del componente humano, hay factores institucionales
que facilitan el deterioro del orden político.
22 Cf. sobre esto, el libro de Sofía Correa, Con las riendas del poder. La derecha chilena en el siglo
XX. Santiago: DeBolsillo, 2011, pp. 32-37.
40
El sistema electoral binominal en vigencia es ciertamente una garantía de estabilidad en tiempos convulsionados. Pero hoy, luego de veintitantos años de pacífico y leal
juego democrático, él se erige como un freno que dificulta
severamente la entrada de nuevas corrientes al sistema. Si
la economía chilena es oligopólica, las alternativas políticas
están capturadas por pocos partidos dotados de una flexibilidad y una capacidad de recepción de lo nuevo más bien escasas. La dinamización de la discusión social no encuentra su
reconocimiento institucional en un modo de acceso abierto
y sencillo al sistema político. No solo la mayor estabilidad
y madurez política del país vuelven poco adecuado el régimen electoral en vigor. La verdad es que no tiene mucha justificación tanta restricción al ingreso de nuevas corrientes al
sistema de partidos, si se repara en el fuerte presidencialismo
que rige en Chile, en el cual, si bien la Asamblea está lejos de
ser un elemento decorativo, ella carece de un poder que haga
temer por la estabilidad de nuestra política si se incorporan
más movimientos y sensibilidades.
También juega un papel en el deterioro del sistema político
y en la conformación de una oligarquía carente de cualidades
suficientes el actual estatuto de los partidos políticos. Ellos
acusan una organización excesivamente centralista. En el
punto siguiente me referiré al centralismo del Estado. Aquí,
en cambio, me limito a destacar que el actual régimen de los
partidos favorece muy poco la distribución armónica del poder en su interior, especialmente entre la mesa central y las regiones. La deliberación es escasa y poco exigida. Las elecciones son todavía en algunos conglomerados más una graciosa
concesión que una práctica usual. Resulta además urgente
revisar el régimen económico de los partidos, si se quiere
41
poner fin a los oscuros vínculos entre las empresas privadas y
la política, puestos de manifiesto recientemente a raíz del llamado “Caso PENTA”. La trenza de política y economía distorsiona la voluntad popular, corrompe y favorece la operación
oligárquica de los grupos sociales o familiares.
9. Centralismo
El diseño del país es excesivamente centralista y al centralismo no contribuye solo la concentración del poder económico y político. El tamaño ínfimo de las regiones en las que se
agrupan nuestras paupérrimas provincias es completamente
inadecuado para propiciar una efectiva descentralización, que
no solo sea administrativa, sino política. Regiones demasiado
pequeñas impiden lograr la concentración suficiente de cuadros humanos y recursos en cada una de ellas.
El centralismo hace muy difícil alcanzar decisiones correctas en terreno y el resultado es una pérdida de capacidad del
Estado, el cual se vuelve un mecanismo que, en la medida en
que crece, aumenta, en general, su ineficiencia. Chile necesita un Estado fuerte, vigoroso y dinámico, apto para desenvolverse con prestancia en las diversas situaciones. Hoy en día,
en cambio, el centralismo exagerado, la ausencia de regiones
poderosas, hacen que el Estado se parezca muchas veces más
a una gran y floja burocracia que a un centro de impulsión
múltiple y efectivo del despliegue de las capacidades de la nación. El resultado de esta carencia es, por de pronto, una serie
de conflictos que se agravan en regiones, en la Araucanía, en
Punta Arenas, en Aysén aún aislado, en el norte, en la misma
42
medida en que las autoridades dotadas del poder para adoptar
decisiones eficaces, por la distancia en la que se encuentran,
simplemente no saben en concreto de las disputas y de sus
diversos factores.
El centralismo exacerbado es el responsable de una falta
de integración de pueblo y territorio: nuestra nación no se
esparce por su paisaje, la mayor parte de ella se hacina en
la capital, no se cae en la cuenta de que la naturalidad de los
mares y los campos, o ciudades vinculadas armónicamente
con su entorno, importan posibilidades fundamentales de experimentar sentido a las que se está renunciando. Vivir cerca
de ambientes naturales, vivir con el mar y los campos y los
bosques significa expandir la existencia de las gentes, mejorar sustantivamente la calidad de vida. En cambio, entre
nosotros, si el norte es un desierto inhóspito, el sur ha sido
convertido en un gigantesco parque nacional, impidiéndose
así su colonización.
Tanto la efervescencia en Arauco cuanto los alzamientos
sucesivos en diversas provincias, tanto la escualidez del desarrollo de las regiones cuanto el insano apiñamiento en Santiago, vienen a llamar la atención sobre los límites del centralismo político, económico y social. No remediar este exceso
será fuente persistente de daño y conflicto.
10. Empobrecimiento espiritual
El abandono de grandes grupos de jóvenes y la expansión del
consumo de drogas peligrosas, especialmente en las grandes
ciudades; la fragmentación familiar y la ausencia de vínculos
43
sociales dotados de una fortaleza y capacidad afectiva comparables; la falta de un ambiente vecinal, social y natural estimulante, de caminos visibles de despliegue intelectual, estético
y moral; opciones laborales de perfil muy bajo y escasas posibilidades de desarrollo personal, trabajos mal pagados, poco
prestigiados y que se parecen mucho a lo que el escritor canadiense Douglas Coupland popularizara algo despectivamente
como “McJob”23, producen un contexto especialmente propicio
para la decadencia y el empobrecimiento de las conductas humanas y el deterioro en el nivel espiritual y material de los
concernidos.
Libros como Solos en la noche24, de Rodrigo Fluxá, vienen a
retratar con elocuencia la escoria que va dejando a su paso,
entre nosotros, la operación normal del modelo. El autor de
esa obra pone en cuestión la mitificación del asesinato de Daniel Zamudio y lo interpreta, luego de acuciosas indagaciones
en las vidas de los involucrados, como el resultado no solo de
crueldad, menos aún de simple discriminación, sino también
de un vaciamiento espiritual y un quiebre existencial de los
actores. Escribe Fluxá: “Los cinco involucrados son una muestra representativa de un tejido social complejo, lleno de carencias en todos los niveles: familias fragmentadas, problemas de
identidad y pertenencia, empleos precarios, abuso de alcohol
y drogas y nulo soporte del Estado. Son tantas las similitudes
entre las vidas de la víctima y de sus victimarios que entenderlos como parte de un todo es una primera lección, difícil de
23 D. Coupland, Generation X: Tales for an Accelerated Culture. Nueva York: St Martin’s Press,
1991, p. 5.
24 R. Fluxá, Solos en la noche. Zamudio y sus asesinos. Santiago: Catalonia-UDP, 2014.
44
tragar conociendo los detalles del crimen”.25 La tesis es fuerte y
generó resistencia. Siempre es doloroso y trae consecuencias
derribar mitos, especialmente cuando se trata de víctimas de la
crueldad humana. Sin embargo, en lo que respecta al diagnóstico de la precariedad de relaciones y pobreza espiritual que el
texto hace, él no puede sino despertar reconocimiento y preocupación.
11. Un malestar profundo
Las alteraciones identificadas hacen, sin duda, que la discusión
no solo se deslice hacia temas más fundamentales, sino que el
ambiente se vuelva más tenso. Las demandas sociales, políticas
y económicas se han incrementado a un nivel en el que la capacidad del país está sobrepasada. Ocurre algo parecido a lo que
describe Francisco Antonio Encina que sucedía hace justo un
siglo, en el otro ciclo: hay “una especie de desequilibrio agudo
entre las necesidades y los medios de satisfacerlas”. Se podría
establecer con cierta facilidad una analogía entre la llamada “crisis moral” del Centenario con la situación actual, en algunas de
sus causas particulares, que a veces no son muy distintas, así
como y especialmente en la mecánica del proceso, que apunta a
una desestabilización de la relación entre las demandas sociales
y la aptitud del país para abordarlas y encauzarlas. Después de
todo, en este sentido estructural al menos, la historia vuelve. La
ciudadanía, pulsando los límites del sistema político y económico, sin miedo y más orientada al presente y al futuro que a
25
R. Fluxá, op. cit., p. 15.
45
su pasado, con mayor información y contactos, afectada en una
parte importante también por un empobrecimiento espiritual,
está poniendo exigencias a las que la actual institucionalidad no
está respondiendo adecuadamente.
12.C’est une révolution?
El asambleísmo que apreciamos entre nosotros, la defensa que
se hace de la legitimidad de las deliberaciones de base incluso
por sobre las instituciones representativas, la propuesta de una
asamblea constituyente, son posiciones revolucionarias. Durante la revolución en Francia, parecido a nuestros izquierdistas, las secciones parisinas tenían despierta consciencia sobre
la importancia de las asambleas populares no solo en cuanto
órganos de deliberación y decisión, sino que, además, de educación cívica de sus miembros.26 En el movimiento social hay
otros aspectos que poseen también carácter revolucionario,
como la estrategia de movilizaciones callejeras constantes y de
tomas con pretensión de indefinidas (toda suspensión indefinida del orden institucional es, en último término, revolucionaria). De origen revolucionario son, asimismo, el cuestionamiento a las diferencias de ingresos27, las irrupciones violentas
en las manifestaciones, la intervención del anarquismo en la
conducción del movimiento estudiantil, las “funas”28 y modos
26 Cf. A. Soboul, The Sans-Culottes. Princeton: Princeton University Press, 1980, pp. 119-120.
27 Cf. A. Soboul, op. cit., pp. 48-49.
28 Como la que afectó a J. J. Brunner el 3 de junio de este año.
46
de discutir que se inclinan a la dénonciation29, últimamente –y
aunque hay que distinguirlas, por su brutalidad acentuada, de
las otras acciones– las bombas. Todo esto es indesmentible.
Sin embargo, en lo fundamental, la situación actual se parece,
antes que a una revolución en forma, a un desajuste profundo
entre el pueblo y el sistema político y económico, que se expresa en el modo de un malestar y una revuelta persistentes, los
cuales no alcanzan para algo así como una huelga general –ni
“política” ni “proletaria”30–; tampoco –siquiera– para medidas
civiles como el boicot a las grandes cadenas comerciales o financieras sorprendidas en abusos de su posición de poder.
13. Romanticismo político
Los líderes de los movimientos sociales, mucho más que a una
posición revolucionaria, se acercan a lo que podría designarse
como “romanticismo político”.31 Reclaman lo suyo con gestos y
actitudes estéticos, pero se niegan a realizar cambios radicales
y a correr los riesgos que ellos traen aparejados. El ímpetu de
los grupos de indignados no basta para soportar la articulación
29 Véase, como buen ejemplo, el artículo de A. Mayol en “Brunner, Peña, Bachelet: la educación y la transmutación de lo público” (El Mostrador, 17 de diciembre de 2013), en el cual
no se somete a una crítica rigurosa los argumentos de los aludidos, como que lo público
y lo estatal no coinciden (algo que, por lo demás, ya reconocía el propio Kant; cf. “Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung?”, en: Akademieausgabe. Berlín: Walter de Gruyter,
1900 ss. vol. VIII, PP. 35-42). En cambio, Mayol se concentra en exponer los vínculos profesionales y develar los presuntos intereses de los mencionados.
30 Cf. G. Sorel, Réflexions sur la violence. París: Marcel Rivière, 1910 (2a ed.; la 1a ed. es de
1908), pp. 217-218.
31 Cf. sobre este tema: C. Schmitt, Politische Romantik. Berlín: Duncker & Humblot, 1998.
En un reciente libro (Chile, tiempos interesantes (a 40 años del Golpe Militar. Santiago: Ediciones UDP, 2013, p. 18), Eduardo Sabrovsky habla de “un fenómeno generacional y estético, de ‘estetización de la política’”.
47
política de una fuerza dispuesta a echar por tierra el orden vigente. Los autores que aparecen siendo indicados como voces
intelectuales del movimiento social, expresan un diagnóstico,
a veces más emotivo32, a veces más sobrio33, de los excesos en
los que ha caído la economía en Chile, así como el sistema
político que la ampara, pero que no importa necesariamente
superar el mercado como tal (salvo que alguien piense que excluirlo de ciertos ámbitos o corregir el oligopolio en otros es lo
mismo que su supresión completa) ni sustituir completamente la democracia representativa. Estudiantes secundarios y de
educación superior, ecologistas, regionalistas, partidarios de
una asamblea constituyente, activistas de minorías sexuales,
ciclistas furiosos, grupos étnicos, enfermos, consumidores,
usuarios del transporte público, conductores del transporte público, trabajadores en general y todos quienes han vitalizado el
movimiento social en su plural conformación, están dispuestos a marchar, pero –por ahora– no a hacer una revolución.
Y eso no ocurre solo con las masas, sino con sus dirigentes y
portavoces.
La ausencia de carácter revolucionario del proceso se evidencia especialmente en la aparición de algo así como una casta de irritados, individuos que quieren mejorar rápidamente
32 Cf. A. Mayol, El derrumbe del modelo. La crisis de la economía de mercado en el Chile contemporáneo. Santiago: LOM, 2012. Toda la energía que despliega Mayol en su libro, termina
siendo la por momentos extravagante puesta en escena que acompaña un resultado comparativamente muy modesto: no es “[l]a crisis de la economía de mercado”, del “capitalismo” como tal entre nosotros (cf. pp. 16-17), lo que evidencia el texto, sino simplemente
de una especialísima versión del mismo o, mejor aún, de algunos de sus abusos más
elocuentes.
33 Cf. F. Atria, G. Larraín, J. M. Benavente, J. Couso, A. Joignant, El otro modelo. Del orden
neoliberal al régimen de lo público. Santiago: Debate, 2013. Se trata de un libro que, aunque
criticable en varios aspectos fundamentales, es matizado y complejo y puede servir, en
términos generales, de diagnóstico y propuesta reformista desde la izquierda.
48
el estado de las cosas, que unen a esa inquietud una excitada
molestia exactamente proporcional a la urgencia e impotencia
de su afán progresista contra todos quienes no compartan su
programa. Usan expresiones llenas de adjetivos calificativos
definitivos e implacables. Las redes sociales han sido la válvula de escape para su irritación. Sin embargo, la molestia de
quienes operan en esas redes resulta enrielada de tal suerte
que su impotencia es, en cierta forma, procesada y conservada.
Las redes ofrecen un “como-si”, un espacio virtual de poder
virtual, expresado, por ejemplo, en el número de seguidores o
de remisiones a un mensaje, pero que es poco relevante para
desencadenar auténticos hechos políticos que cambien con eficacia el curso de las cosas, justo en la medida en que es difícil
encontrar allí argumentos y suficiente reflexión.
Probablemente fue la falta de impulso revolucionario del
movimiento social la que produjo que, a muy poco andar, los
líderes de su primera hora terminaran transando con las élites
establecidas, asumiendo cargos relativamente menores desde el
punto de vista de su eficacia diputaciones, agregadurías culturales, quedando así atados, a cambio de muy poco, a la lógica y los
procesos burocráticos e institucionalizados del aparato de poder.
14. Necesidad de una comprensión política
Ocurre a la inversa que con Luis XVI y el duque de La Rochefoucauld-Liancourt, François xii Alexandre Frédéric: no es una
revolución, el proceso chileno. Es un conjunto de alteraciones
que generan un desajuste, el cual se expresa como revuelta.
Sin embargo, las alteraciones y la situación de cambio merecen
49
ser conocidas, ha de atenderse a ellas, deben ser interpretadas
de manera lo suficientemente diferenciada como para que las
decisiones que busquen conducirlas sean plenas de sentido.
Esta exigencia se funda en dos reconocimientos. Por un lado,
aunque no estamos ante un proceso revolucionario, la falta de
comprensión productiva del momento actual puede provocar
en el futuro que lo que ha sido y parece decantarse como una
revuelta de baja intensidad, devenga un conflicto serio y generalizado y dé paso, eventualmente, a un proceso de características violentas. Por otro lado, aun cuando no evolucione en
esa dirección, una comprensión productiva de la situación es
condición para que, cuanto menos, los abusos y tipos de alienación más graves a los que se está sujeto en ella puedan ser
develados y se organice la convivencia colectiva de una forma
concordante con algo así como el despliegue humano.
Comprender el nuevo contexto de modo correcto requiere evitar simplificaciones, abrirse a la situación y su concreta
heterogeneidad en la mayor medida posible; pero además, no
mantenerse en una actitud puramente contemplativa o reflexiva, sino que decidir. Lo que quiero hacer en el siguiente capítulo, antes que plantear posibles soluciones a los acuciantes
problemas que emergen en la época presente, es sugerir una
exigencia fundamental frente a la que ella nos coloca, a saber,
la de desarrollar una metodología o una manera de interpretarla específicamente política.
50
Capítulo II
Comprensión política
1. Tensión entre regla y caso
La comprensión política está afectada por una tensión fundamental entre dos aspectos irreductiblemente involucrados en su actividad. La comprensión abarca una situación que es infinitamente singular, única, irrepetible, diversa, excepcional, que incluye
la alteridad de los otros seres humanos que existen en ella. Esa
comprensión se realiza, empero, de acuerdo a unas reglas y conceptos generales a partir de los cuales se pretende hacer luz en
el caso o situación y organizarlo. La generalidad de la regla se
encuentra en tensión con la particularidad del caso.
Esta tensión entre el caso y la regla hace que la comprensión política se mueva siempre entre dos polos. En un extremo
está la reducción mecánica de la singularidad y diversidad de la
situación, de la particularidad del caso, según unas reglas preconcebidas. En esta reducción se termina haciendo injusticia o
violencia a la peculiaridad de la situación y a los individuos que
se ubican en ella. Se los reconduce a la generalidad, anulándose su singularidad. En este extremo cae el político excesivamente ideologizado o simplemente incapaz o ambas cosas a la
51
vez, que prefiere aplicar su programa sin atender con consideración las particularidades del caso y los individuos que serán
afectados por su decisión.
El otro extremo es el de la contemplación puramente pasiva,
estética, que se obnubila extasiada ante la infinitud y el carácter insondable de lo real. La situación se ve tan compleja que
no se sabe qué hacer con ella. En este segundo extremo cae el
político que, agobiado por las eventuales consecuencias de su
decisión, no se atreve a adoptarla y permanece taciturno, paralizado frente a la inabordable existencia.
Entre ambos polos se halla la comprensión propiamente
política, la cual está sometida a una doble exigencia. Por una
parte, se le demanda adoptar una decisión, es decir, que en un
momento determinado se suspenda la contemplación y la deliberación y se escoja una de las posibilidades de acción a la
vista. Por otra parte, se encuentra siempre también bajo el reclamo de la justicia, de tratar el caso de manera adecuada, proporcionada, no reduccionista. Vale decir, se requiere no solo
una teoría que elucide la situación de tal suerte que en ella se
logre orientación, sino también una especial apertura a la realidad, una cercanía con ella, recién a partir de la cual se alcanza
a saber de lo que allí efectivamente se trata.1
1
La actividad comprensiva, si ha de ser justa, importará, entonces, que en los diversos actos
de comprensión no solo los casos se vayan ajustando a las reglas, sino también las reglas
adecuándose, ampliando su sentido a la peculiaridad de los casos. Que el caso se decida
según ciertos conceptos es lo que distingue a la comprensión política de la sola contemplación; que la regla sea adecuada, extendida, alterada conforme al caso, lo que distingue a
la comprensión política de una subsunción reduccionista. Cf. para todo esto: H. G. Gadamer, Wahrheit und Methode, en: Gesammelte Werke. Tübingen: Mohr Siebeck, 1999, vol. 1,
pp. 313 ss.; C. Schmitt, Gesetz und Urteil. Múnich: Beck, 2009, pp. vii, 8, 28, 32, 40, 48-52,
69, 71, 75, 93-94; Der Begriff des Politischen, pp. 120-121; Jacques Derrida, “Force de loi: Le
‘fondement mystique de l’autorité’”, en: Cardozo Law Review 11 [1990], 5-6, pp. 948, 960,
970. La problemática indicada -no obstante el contexto moderno y post-metafísico en el
que la plantean Gadamer, Derrida y Schmitt- es aristotélica en su origen; cf. Aristóteles,
Ética a Nicómaco. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1989, V, 14, 1137b.
52
Lograr una comprensión que sea, a la vez, capaz de decisión y abierta a la diversidad de la realidad, es un desafío
hasta cierto punto imposible al que están persistentemente
sometidas las élites intelectuales y políticas, bajo la premisa
de que la prosperidad y supervivencia de las democracias
republicanas penden de la capacidad de sus conductores de
articular efectivamente la insondable y diversa voluntad popular en una decisión fundada en relatos lo suficientemente
complejos. Esta capacidad de articular realmente la voluntad del pueblo según comprensiones plenas de sentido es la
legitimidad.
Aunque, en definitiva, termina siendo acompañada por
la voluntad popular, la legitimidad no se reduce a la adhesión que reciba cierto sector político o poder del Estado en
las mediciones de opinión. Ocurre a veces que decisiones
resistidas en principio por el pueblo están fundadas en
comprensiones tan certeras y son tan oportunas que de alguna manera hacen luz y despejan el camino allí donde el
pueblo no lo veía y son legítimas en tanto conforman en el
acto o a consecuencia de él la voluntad popular. Al contrario,
la adhesión en encuestas a ciertas medidas tenderá a ser
una opinión peregrina si esas medidas están asentadas en
comprensiones superficiales. La legitimidad surge cuando
la decisión logra transformar el panorama de tal modo que
los concernidos entienden y sienten que se han abierto vías
plenas de sentido. La política se vuelve ahí una forma de
superación de la alienación.
53
2. El desafío comprensivo de las élites
La incapacidad de adoptar decisiones socava la legitimidad
de las élites y deja al pueblo abandonado a las decisiones que
adopten otros grupos. La subsunción de la complejidad de lo
real bajo un discurso simplificador, de su lado, puede, o bien
conducir también a la pérdida de legitimidad, si la estrechez
de la comprensión es muy acentuada, o, si se supera un cierto
umbral de la complejidad, alcanzar la eficacia como una imposición todavía injusta del mecanismo, en último término,
violento de poder sobre los gobernados.
En el primer caso, vale decir, cuando no se decide, sino que
se permanece en la contemplación y el silencio o se insiste en
una discusión como intercambio sin fin de experiencias inconmensurables, las élites pierden legitimidad debido a su esterilidad política. La ilegitimidad es aquí la consecuencia de la impotencia de la comprensión. Si las nuevas exigencias populares
y el malestar son administrados, pero no se cala hondo en la
nueva complejidad orientándosela hacia caminos de sentido,
entonces el pueblo se alejará de sus élites y buscará la salida
en otra parte, pues casi siempre hay quienes están dispuestos
a decidir. Es lo que parece haber ocurrido, por ejemplo, en la
“República de Weimar”, donde la clase política no fue capaz
de levantar un liderazgo republicano fuerte en el grado requerido por la urgencia apremiante de los tiempos y los alemanes
siguieron al nuevo partido Nacional-Socialista. También pasó
algo así en cierto momento de nuestra “República Parlamentaria”, cuando el país halló salida a su inquietud en aquella
oficialidad joven que prometía una regeneración nacional. O
en los años finales de la Transición, cuando se necesitaba un
liderazgo fuerte y pertinente en la derecha. La falta de cons-
54
ciencia política en el gobierno de Sebastián Piñera, su línea de
continuidad en la actitud de tramitar el malestar (ahora con
mayor énfasis en la sede administrativa) terminó acentuando
el desajuste. El resultado es que el pueblo abandonado ha comenzado a mirar a la calle. Todavía está pendiente la pregunta
de si acaso logrará o no la Nueva Mayoría recuperar la capacidad de decisión.
En el segundo caso, esto es, cuando se desatiende a la multiplicidad infinita de la situación y simplemente se la subsume
bajo reglas o ideas preconcebidas, se abren, como he dicho,
dos posibilidades. La primera es que la comprensión sea tan estrecha que ella no alcance el umbral de complejidad suficiente
como para hacerse legítima y persista en la impotencia o ineficacia. Aquí, en cierto modo, la impotencia es la consecuencia de
la ilegitimidad de la comprensión.
También puede ocurrir que la actividad comprensiva supere
el nivel de complejidad requerido para lograr articular la voluntad popular, no obstante que con un discurso más simple
que lo correcto o lo exigido por la justicia, o sea, de todas maneras, una reducción. En este caso, se dejará efectivamente de
hacer justicia y se abrirá paso a diversos modos de violencia:
en la medida en que la situación es tratada desproporcionadamente, su singularidad sufre, la alteridad del otro es desconocida, todo lo cual, si bien produce eventualmente un estado
de efervescencia en los sectores movilizados, un incremento,
en su interior, de la legitimidad de los dirigentes, genera, empero, el distanciamiento o el temor de quienes no participan
en ellos y no se reconocen en el discurso de la vanguardia o
el movimiento. Como muestra el caso de Weimar citado: el
movimiento, por el hecho mismo de ser un movimiento, no es
necesariamente loable y, al contrario, si se piensa en la justicia
55
y en la exigencia que ella plantea de reconocer la singularidad
del otro, la mecánica del movimiento puede ser, precisamente,
injusta. Parece haber una ley según la cual la revolución se
inclina a la subsunción.
Esta doble exigencia de apertura adecuada a la complejidad
y singularidad de la situación, de un lado, y capacidad de decisión, del otro, resulta especialmente apremiante en el Chile
de hoy. Pese a sus diferentes actitudes, ocurre que tanto la derecha como la izquierda han carecido en el último tiempo de un
modo de comprensión que cumpla con ella, como lo prueba
el destino que está viviendo, en los dos sectores, la noción de
cambio de ciclo. En el momento presente parece como si ambos estuvieran abordando la política de manera deficiente. A la
derecha le falta discurso, a la izquierda le sobra. El mutismo de
la derecha en las discusiones teóricamente más exigentes, su
especie de parálisis contemplativa frente al abismo, generada
por una situación post Guerra Fría para la que carece de un
aparato conceptual suficientemente denso y sofisticado, viene
a ser el correlato de una izquierda que, con un discurso ciertamente dotado de mayor complejidad, se apresura a hablar
hegemónicamente, a copar las discusiones más de fondo en
el espacio público, a pensar la noción de cambio de ciclo de
forma autorreferente, cuando no para interpretar la realidad
como si sus puntos de vista fuesen ciencia.
3. Izquierda hegemónica
Si la derecha peca por defecto en el campo discursivo, la izquierda lo hace por exceso. Ella eleva con facilidad a palabras,
56
a una teoría, el fenómeno social y político, incluidos sus alcances más complejos. Podría decirse que cuando las implicancias
teóricas del fenómeno social y político se incrementan, entonces la izquierda tiene su momento. Sin embargo, no obstante
la mayor capacidad discursiva, en el discurso de la izquierda se
observa un reduccionismo, que opera en dos niveles.
Varios de sus dirigentes han pretendido llevar adelante una
sinécdoque o identificación de una parte con el todo, a saber, de
la comprensión que tienen grupos bastante menores del pueblo
con algo así como el sentido común nacional.2 La identificación
no se sostiene lógicamente. Se trata de una síntesis imaginada,
carente de “realidad objetiva”. Aunque en la política la retórica
pueda ser una herramienta probablemente eficaz, la identificación en este caso es francamente manipuladora, pues ella importa manifiestamente pasar por sobre la voluntad de aquellos
que de manera explícita están señalando su desacuerdo con la
particular lectura indicada del programa y entre los que se encuentra no solo la oposición, sino una parte importante de la
Democracia Cristiana y sectores en la Nueva Mayoría cercanos a
ella. ¿No cuentan ya todas estas opiniones, de tal suerte que pueden ser simplemente soslayadas? ¿No hay una injusticia grave
en ese desconocimiento directo de la opinión del otro?
El afán de imponerse o de reducir la posición ajena, que
trasunta la identificación retórica, parece fundarse en una seguridad exagerada: los hegemónicos actúan a menudo como
2
Esta es una práctica que se ha vuelto habitual en la izquierda (véase, por todos, la columna
de opinión de Francisco Vidal: “Cien días, Walker y Gramsci”, El Mercurio, 28 de junio de
2014, p. C10, en donde se llega a afirmar la identidad entre la “agenda gubernamental”
en la versión que le da la “izquierda de la coalición” y “el nuevo sentido común que domina en Chile”), cuyos límites, empero, han comenzado a verse durante el primer año
del gobierno de la presidenta Bachelet, especialmente a partir de la resistencia frente a las
versiones más radicales del reformismo que se ha despertado en sectores moderados del
pacto gobernante.
57
si sus argumentos fueran lo obvio, lo indudable, lo evidente.
Pero aquí, junto con tratar de hacer pasar por obvio o indudable o evidente lo que en realidad es, la mayor parte de las veces,
altamente inestable y discutible (¿hay, propiamente, verdades
definitivas generalmente aplicables respecto de situaciones
políticas singulares?), se muestra el riesgo que conllevan las
certezas últimas en política. Existe una peligrosa lógica operando tras esas certezas últimas: si en la vereda del frente están
quienes no ven lo evidente, y eso evidente es algo justo, moral,
debido, entonces emerge con mayor facilidad la tentación de
pasarlos por alto, cuando no de condenarlos.3
Pero, además de la amenaza de injusticia y manipulación
que se cierne sobre las cabezas disidentes, siempre cabe preguntar: ¿a qué visión, a qué ciencia acuden los hegemónicos
para justificar la presunta evidencia de sus posturas?
El resultado en las urnas adquiere a menudo en sus mentes
la fuerza de algo parecido a un mandato ejecutivo, como si
la presidenta y los parlamentarios fuesen meros delegados y
no representantes dotados de autonomía y capacidad reflexiva.
Se trataría de una voluntad popular que ha de ser impuesta
mecánicamente por medio de los votos del pacto gobernante
(aun cuando exista un gran número de parlamentarios oficialistas que está rehusando a sumarse a la lectura que le dan
los sectores más a la izquierda de aquel pacto). Sin embargo, no
han sido los dirigentes de la derecha actual: es la teoría política
la que desde antiguo ha puesto de relieve que la existencia de
la república democrática requiere de más que simplemente
contar los votos. Preterir el momento deliberativo significa o
bien reducir la política a la economía y la asamblea parlamen-
3
Cf. C. Schmitt, Der Begriff des Politischen, p. 37.
58
taria a un mercado, o bien convertirlas en el mero campo de
ejecución de unas verdades conseguidas con prescindencia de
las circunstancias concretas de la situación política. La democracia exige necesariamente, además de contar votos, de una
discusión racional en común. Ciertamente al final habrá que
decidir y votar, pero la verdad específica de lo político no es algo
parecido a la de la economía, donde la mera concurrencia de
las partes fija el precio. En la política se trata precisamente de
justificar y probar la plausibilidad de las diversas preferencias,
asunto que en las democracias de masas no puede quedar entregado solo al proceso electoral, sino que requiere también realizarse allí donde hay más tiempo y un ámbito específico para
deliberar: la asamblea. Tampoco se parece la verdad política a
un saber autoevidente; no es algo así como una visión imbatible y válida para todos, respecto de la cual quepa simplemente
asentir y llamar ciego o porfiado a quien la desconozca. Ella depende, en cambio, de condiciones múltiples y situaciones muy
heterogéneas, que exigen un acercamiento plural, deliberativo,
razonado a los problemas, antes que la simple ejecución de
un nuevo sentido común, como si quien gobierna pretendiese
convertirse en la versión secularizada del puño de Dios.
4. Centro-izquierda
Dentro de la “Nueva Mayoría” hay excepciones a la actitud hegemónica. La centro-izquierda es una fuerza significativa en
gran medida gracias a las opiniones sopesadas de sus intelectuales y políticos moderados, que los tiene en abundancia y
que le dan un tono de mayor amplitud comprensiva al discur-
59
so y la praxis de ese sector, cuya influencia ha intentado ser reducida en el último tiempo de maneras que van desde la loable
crítica de argumentos hasta la denunciación.
Esa amplitud de la línea más moderada contribuye, precisamente, a captar un respaldo popular con el que, en cambio, la
derecha, salvo momentos puntuales, no ha contado en el último tiempo. Los moderados le otorgan a la Nueva Mayoría una
capacidad multiforme, rica y compleja que le permite hacerse
una con la enorme diversidad que evidencia la sociedad actual.
Si a eso se le agrega la rigidez de la derecha contemporánea, su
indisposición a auscultar los nuevos escenarios y a abrirle paso a
sus múltiples irrupciones en una matriz conceptual sofisticada,
el resultado es evidentemente favorable para la coalición
gobernante. Hay un ciudadano poco cargado ideológicamente,
que se siente más fácilmente reconocido en la Nueva Mayoría y
que se seguirá sintiendo así en la medida en que ese pacto logre
mantener la pluralidad de sus posiciones internas y la derecha
persista en su debilidad y monotonía discursiva.
Con todo, si se tiene presente que la vocación de hegemonía
está fuertemente enclavada en la actual alianza gobernante, que
su banda más radical vive un momento de especial entusiasmo,
entonces el que los moderados se abran paso será algo que ocurrirá, previsiblemente, solo al precio de ácidas disputas.
Parte del éxito del grupo moderado depende de que extienda su diagnóstico y entienda el proceso de cambio de ciclo no
solo como un asunto que le concierne casi exclusivamente a la
Nueva Mayoría, sino como un desbarajuste general que afecta
al país completo.4 Es relevante que este sector no desconoz-
4
Es una de las dos falencias que se detectan en el, por lo demás, muy buen análisis de
Ernesto Ottone; cf. E. Ottone, “Cambio de ciclo político”, en: Estudios Públicos 134 (2014),
pp. 169-185.
60
ca que sus gobiernos se enmarcan dentro de un panorama
más amplio, que incluye a la derecha, sus propios gobiernos
democráticos y las decisiones acertadas que ellos adopten. Solo
así se le podrá dar una continuidad al desarrollo del país. Casos como el del desconocimiento de contrataciones efectuadas
mediante el Sistema de Alta Dirección Pública –una de las
medidas más certeras en el camino de convertir a la burocracia estatal en una organización dinámica y eficaz–, impiden
o dificultan gravemente, en el largo plazo, una acción política
constructiva, que vaya más allá del interés mezquino y el gobierno de turno. Todas las grandes reformas ante las que se
encuentra el país solo tendrán éxito si se enfrentan teniendo a
la vista este escenario, que abarca períodos de tiempo y rangos
ideológicos más amplios que los que se tienen a la vista desde
el puntillismo de los activistas.
La mayor amplitud en la comprensión, la capacidad de
abrirse al país completo y captar auténticamente lo que cabe
entender como el sentido común nacional, es una fortaleza
que los moderados están en condiciones de activar y esgrimir
siempre ante los radicales: solo ellos alcanzan a ser los garantes del talante diverso y acogedor del pacto, mantener su posición de motor de cambios y transformaciones con vocación
mayoritaria.
Es importante, además, que se supere la excesiva confianza
que por momentos asoma cuando parece que en ese sector se
pensara que basta procedimentalizar la crisis y la infinita multiplicidad de tensiones admitiera ser reconducida a las tres reformas contenidas en el programa de Michelle Bachelet (constitucional, tributaria, educacional).5 Lo que a esta altura puede
5
Cf. E. Ottone, op. cit., p. 173.
61
ser llamada la Crisis del Bicentenario exigirá probablemente
mucho más que esas tres reformas, así como están planteadas en la actualidad. La reforma educacional luce ser la más
significativa de las tres, por su relevancia para la igualdad y la
prosperidad del país. No es, empero, su inclusión procedimentalizada en la agenda del gobierno la que permitirá conducirla
y realizarla. Se necesita, al contrario, una conducción que en
cierta forma se salga de todo procedimiento y adopte decisiones precursoras en las que se abran los nuevos caminos y se
comprometan los inmensos recursos que –todos saben– deben destinarse, para que el nuevo sistema sea exitoso. Sin altas
exigencias y altos sueldos para los profesores, la reforma será
fuente de frustración nacional. Y la imposición de exigencias y
la provisión de recursos en las medidas requeridas son asuntos más de decisión y liderazgo, de capacidades excepcionales,
de jugadas generosas y osadas, que de meros procedimientos.
Tampoco se dejará atrás el desajuste social en tanto no se
avance en un tema que, aunque incluido en el nuevo programa, no es asunto prioritario en él, no obstante que el país lo requiere con urgencia, y que también exige una decisión política
de calado: una reforma de la relación que mantiene el Estado
y la sociedad con el paisaje y el territorio. Sin una regionalización fundamentalmente distinta de la actual atomización y
abandono de las provincias y la concentración hacinada de la
mitad de la población en Santiago, no es posible pensar en una
mejoría sustantiva en la calidad de vida del pueblo.6
6
Que la posición moderada prevalezca sobre la más extrema, que la comprensión moderada del asunto se amplíe y alcance una mayor potencia prospectiva, son exigencias que,
de no ser atendidas, podrían volverse causa de mucho daño en un sentido que también
es contrario a los intereses de la Nueva Mayoría. Pues, con una derecha excluida de diagnósticos, diálogos y acuerdos, la disminución del crecimiento económico probablemente
generará un cuadro político en el cual la derecha estará gratamente inclinada a respon-
5. Nuevo contexto y falta de discurso en la derecha
La derecha encarna efectivamente ciertas ideas y sentimientos.
No es un mero grupo de interés, por eso puede hablarse de
una derecha propiamente política. Ella se identifica con nociones como las de orden, esfuerzo, nación y libertad. Confundir
a toda la derecha con la derecha económica no solo requeriría
soslayar el aporte que, en su defensa de tales nociones, ese
sector político le ha prestado al país, sino excluir de la derecha
a corrientes que son independientes de los intereses económicos de las capas más ricas, como la nacional-popular y la socialcristiana.7 La derecha ha mostrado también que, gobernando,
tiene una gran capacidad para mantener niveles desafiantes
de crecimiento económico. Sin embargo, aunque todo esto es
loable, no alcanza, no sirve mientras no se logre organizar esas
ideas y sentimientos en una totalidad discursiva sofisticada,
que le permita a la derecha hacer luz sobre la situación concreta y servir de orientación general a las políticas públicas particulares que impulse.
Probablemente Jaime Guzmán fue el último de los políticos de la derecha que articuló un discurso a la altura de su
tiempo, a tal punto que, aun hoy, tras casi veinticinco años de
su asesinato, el suyo es el único relato vigente dentro de ese
sector. Un relato que, dicho sea de paso, se nutría también de
sabilizar de la situación a la actual coalición, y a echar mano nuevamente a la carta del
ex-presidente Piñera, que -dejando de lado algunas desprolijidades y la debilidad de su
discurso- podría fácilmente aparecer como garantía más que competente en la generación
de riqueza y crecimiento. La economía, entonces, volvería a sobreponerse a la política, y
todo el relato de nuevos ciclos y renovación -que suponen un pueblo dispuesto a asumir el
lujo de una reflexión política que escape al campo de lo necesario- sufrir un retroceso de
amplias consecuencias.
7
Cf. sobre esto: lo señalado más adelante en el cap. III.
63
una vigorosa cercanía del ideólogo con la realidad social de
su tiempo.
Luego de la muerte de Guzmán y cuando las siete alteraciones identificadas (disminución del miedo, discusión pública menos condicionada por el pasado, masificación del conocimiento y la información, oligarquía, oligopolio, centralismo,
empobrecimiento espiritual) han producido una modificación
fundamental del entorno político, social y cultural, la UDI y la
derecha entera se hallan de pronto carentes de un relato válido
para el momento presente. Ya no puede valer un discurso de
Guerra Fría –es lo que legó Guzmán–, a un cuarto de siglo de
caído el Muro de Berlín. El discurso de subsidiariedad negativa
y democracia protegida de los setenta permitió acabar con Ferrocarriles del Estado y el movimiento sindical, atomizar e intervenir la Universidad de Chile, limitar gravemente la participación
política popular y desencadenar el exitoso despliegue de las empresas privadas. Dicho discurso se justificaba en la mente de
Guzmán –probablemente no sin razón– como el modo eficaz
de hacer frente a los inmensos poderes de la izquierda que se
cernían sobre Chile, mediante una doble estrategia: dividir la
fuerza de la izquierda y vigorizar el espíritu de prosperidad burguesa. En cambio hoy en día, desaparecida la amenaza soviética,
o la de sindicatos y ferrocarrileros que lleguen a comprometer la
seguridad nacional, un tal discurso de Guerra Fría carece de sentido. No pocos vieron en ese discurso, empero, la oportunidad
de seguir prosperando personalmente. Algunos incluso creen
que ese es el modelo perenne de desarrollo para el país. Los
resultados, sin embargo, incluyen –como ya he dicho– vistosos
problemas. La aplicación por décadas y sin correcciones de ideas
que eran inteligentes para un contexto específico, ha producido
que en Chile se expanda muchas veces no la libre competencia,
64
sino el oligopolio. Y, gracias al sistema político y de partidos,
una oligarquía partidista. El poder político y el económico se
han concentrado en una clase dominante capitalina. El malestar
popular, de los grupos sociales emergentes, de las regiones, de
los mapuche, etcétera, viene a ser también el correlato del exceso de concentración del poder. En la medida en que la derecha
insiste simplemente en aquellas ideas, sin complementarlas o
eventualmente corregirlas, ella pierde la posibilidad de tener un
discurso a la altura del presente.
La ausencia de una articulación de ideas actuales ha terminado conduciendo a la derecha al énfasis reduccionista de los
últimos años y al mutismo discursivo en las discusiones más
de fondo, guardado tan intempestivamente durante las movilizaciones del año 2011, así como en las semanas previas a los
cuarenta años del golpe militar y, ahora, en los primeros meses
del gobierno de la presidenta Bachelet.8
6. Pérdida de presencia en estructuras legítimas de poder
La ausencia de un discurso pertinente ha incidido en la pérdida continua de apoyo de la derecha, evidenciada en las elecciones municipales de 2012 y en las presidenciales en 2013.
Ahora bien, las derrotas electorales son solo el reflejo último
de una realidad directamente asociada a aquella carencia fundamental de discurso: la derecha ha disminuido su presencia
en estructuras de poder legítimas.
8
Cf. J. Fermandois, “El silencio de la derecha”, en: El Mercurio. Santiago, 24 de junio de
2014, p. A3.
65
Durante los años ochenta y noventa ella tuvo un fuerte arraigo
en sectores pobres de los grandes conglomerados urbanos en
Santiago, Valparaíso y Viña del Mar, Concepción y Talcahuano.
Tal fenómeno se debió a un trabajo poblacional intenso, que
implicaba un compromiso político y personal de dirigentes y
militantes con el destino de los vecinos de esos lugares. El inmenso esfuerzo desplegado le permitió a la derecha pasar del
llamado tercio histórico a un apoyo electoral que se mantuvo
por décadas sobre el cuarenta por ciento. Poco a poco, sin embargo, la mística que inspiraba la tarea de disputarle las poblaciones a la izquierda fue cediendo. Probablemente son varios los factores que han incidido en este fenómeno, pero, sin
duda, uno no menor es la dificultad para convencer voluntades
a partir de un relato que ha quedado, en buena parte, obsoleto.
Durante todo el siglo XIX y parte importante del xx la derecha
mantuvo una participación fundamental en el mundo académico e intelectual. Manuel Montt fue, antes de presidente, rector
del Instituto Nacional. Antonio Varas, su ministro, impulsor de
la Sociedad Literaria de 1842, se desempeñó como profesor de
la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile. José Victorino Lastarria, escritor, miembro de la Sociedad Literaria de 1842,
cuyo discurso inaugural es de su autoría9, así como la significativa memoria Influencia social de la conquista y del sistema
colonial de los españoles en Chile10, fue, además de ministro y
parlamentario, fundador de la Universidad de Chile y decano de
su Facultad de Filosofía. Diego Barros Arana, autor de la magna
9
Cf. J. V. Lastarria, Discurso de Incorporación de don José Victorino Lastarria a una Sociedad de
Literatura de Santiago. Valparaíso: Imprenta de Manuel Rivadeneyra, 1842.
10 Santiago: Imprenta del Siglo, 1844.
66
Historia General de Chile11, quien intervino activamente en las
disputas ideológicas de la segunda mitad del siglo, fue rector de
la Casa de Bello, decano de su Facultad de Filosofía y rector del
Instituto Nacional. Abdón Cifuentes, el político, parlamentario
y ministro conservador, fue profesor en la misma Facultad de
Filosofía y fundador de la Universidad Católica. Zorobabel Rodríguez, poeta, parlamentario, ensayista, fue también profesor
en la Universidad de Chile. Francisco Antonio Encina, diputado
y fundador del Partido Nacionalista, escribió Nuestra inferioridad económica e intervino de manera especialmente influyente en el “Congreso Nacional de Enseñanza Secundaria” (1912).
Alberto Edwards, parlamentario y ministro en varias ocasiones,
también fundador del Partido Nacionalista, destaca, entre otros,
por su libro La fronda aristocrática en Chile.12 Mario Góngora, el
historiador conservador, hizo su vida como profesor y llegó a dirigir el mítico Instituto de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile. Desde los años ochenta, en cambio, la presencia
de la derecha en el mundo intelectual se vio seriamente debilitada, especialmente en el ámbito de las humanidades. El regreso
desde el exilio de importantes contingentes de intelectuales de
izquierda, formados en universidades de países más desarrollados, alteró severamente la balanza en el panorama ideológico.
Con economistas era mucho lo que se podía hacer en discusiones técnicas, pero la derecha ha carecido ya por décadas de una
fuerza conductora en el campo del pensamiento político.
La presencia de la derecha en estructuras legítimas de poder incluye su participación destacada en el sindicalismo y las
11 Santiago: Universitaria y Centro de Investigaciones Barros Arana, 1999 ss., 16 vols. (1a ed.
1884-1932).
12 Santiago: Universitaria, 1997 (la ed. original es de 1928).
67
organizaciones de trabajadores. Ya en 1883, Abdón Cifuentes
organizó y apoyó a través de la Unión Católica, a círculos de
trabajadores de barrios populares. En 1891 se publica la encíclica Rerum Novarum, que influye extensa y profundamente en los conservadores chilenos.13 Alfredo Barros impulsa las
primeras leyes sociales.14 Pablo Marín y Emilio Cambié, ambos
conservadores, fundan la Federación Obrera de Chile15 y, junto
a otros como Juan Enrique Concha (profesor de Economía Política en la Universidad Católica y autor de Cuestiones obreras16)
contribuyen decididamente al desarrollo de las organizaciones
de trabajadores. Esta presencia la mantienen los continuadores de la Juventud Conservadora: la Falange Nacional y luego la
13 Esta encíclica da expresión a un pensamiento socialcristiano que se venía desarrollando,
especialmente en Alemania, a partir de las reflexiones de autores como el obispo Wilhelm
Emmanuel Freiherr von Ketteler, cuyo compromiso con la causa de los trabajadores desde
una vertiente cristiana le había costado duros apelativos por parte de Marx; cf. K. Marx,
Briefwechsel Marx-Engels, vol. 4, Berlín: Dietz, 1950, p. 272. Escribe von Ketteler: “Aquello
que desde la mañana hasta la noche piensan, dicen y sienten las masas del pueblo, esos
trabajadores y familias trabajadoras, lo que les afecta realmente a ellos y a sus vidas, lo
que mejora o empeora su situación y sus relaciones vitales fundamentales, en verdad es
apenas considerado en todos los asuntos políticos cotidianos”; W. E. Freiherr von Ketteler,
“Die Arbeitsfrage und das Christentum (1864)”, en: Deutsche Geschichte in Quellen und
Darstellung. Stuttgart: Reclam, 1997, volumen 7, p. 144. Von Ketteler, Adolph Kolping,
Otto Müller y el partido católico Zentrum fueron pilares del despliegue del socialcristianismo y del involucramiento de la Iglesia católica y los conservadores alemanes con el
movimiento obrero; cf. K. Lehmann y P. Reifenberg (eds.), Bischof Wilhelm Emmanuel
von Ketteler -der unmodern Moderne. Freiburg i.B.: Herder, 2014; V. Schwab, Soziales Engagement von Priestern angesichts der Industrialisierung des 19. Jahrhunderts. Viena, 2011
(tesis). Los efectos de este movimiento son aún manifiestos en la derecha alemana contemporánea. La Unión Demócrata Cristiana cuenta con la Cristlich-Demokratische Arbeitnehmerschaft (Unión Demócrata-Cristiana de Trabajadores), organización socialcristiana
que, junto con ser una corriente interna significativa en ese partido, mantiene presencia
en las organizaciones sindicales.
14 Cf. A. M. Stuven, “El ‘Primer Catolicismo Social’ ante la cuestión social: un momento en
el proceso de consolidación nacional”, en: Teología y vida XLIX (2008), PP. 483-497.
15 Cf. F. Ortiz, El movimiento obrero en Chile 1891-1919. Santiago: Lom, 2005, pp. 183-186.
16 J. E. Concha, Cuestiones obreras. Santiago: Imprenta, Litografía y Encuadernación Barcelona, 1899.
68
Democracia Cristiana. Incluso tan tardíamente como durante
el gobierno de Salvador Allende, gremios y sindicatos vinculados a la centro-derechista Confederación Democrática frenaron con eficacia los intentos de la Unidad Popular por establecer un socialismo real en el país. En 1973 todo eso se acabó.
Podría decirse que por necesidad de los tiempos: la derecha
política intentó conjurar la amenaza marxista, tanto soviética
como cubana, mediante el reforzamiento del derecho de propiedad, la estricta despolitización de los cuerpos intermedios y
el desmantelamiento de las organizaciones sindicales controladas por la izquierda. Pero hoy la distancia entre la derecha y
el movimiento sindical nos resulta injustificada. Los sindicatos
son indudablemente un campo de participación política, y retirarse de él importa ceder un ámbito de poder legítimo a la
izquierda y, de paso, dejar a su suerte a los trabajadores que no
comparten su ideología. El abandono del movimiento sindical
significa además abjurar de una idea cara a la derecha: la libertad política. Participar en el movimiento sindical contribuye de
una doble manera a esa libertad. De un lado, distribuye el poder monopólico de la izquierda en los sindicatos, permitiendo
mayor diversidad en la dirigencia y el control de los eventuales
abusos, favoreciendo, en definitiva, a los trabajadores, que pueden contar con un sindicalismo más variado y comprehensivo.
De otro lado, la intromisión de la derecha en el sindicalismo
permite que este aumente su fuerza, incrementándose la distribución del poder económico, en la precisa medida en que,
con ella dentro, el movimiento sindical se vuelve por principio
una contraparte más amplia, deliberante y representativa que
cuando solamente la izquierda está allí.17
17
En una columna de opinión (“Sindicalismo de derecha”, La Tercera, 2 de octubre de 2012,
69
La influencia que la derecha mantuvo en el pasado en el mundo
universitario, poblacional, gremial y sindical se ha debilitado
acrecentadamente. El peso de la derecha se ha desequilibrado
en el último tiempo de manera peligrosa, replegándose hacia
el sector oriente de Santiago y parapetándose en el tercio histórico o de clase. Podría decirse, sin exagerar demasiado, que
–en cuanto a estructuras de poder se refiere– la derecha hoy
encarna solo en una parte de la oligarquía social y empresarial,
en ciertos grupos de clase media emergente y en un sector de
la Iglesia católica. En dos de los casos se trata de agrupaciones
cuya legitimidad se ha visto desgastada.
7. Falta de discurso como explicación de la pérdida de
presencia en estructuras de poder legítimo
Pero esa ausencia de encarnación en estructuras legítimas de
poder es el efecto, no la causa. No se ha dado aún con la raíz
del problema cuando se constata simplemente que los lugares
donde se emplazaban las bases de la derecha han mutado. Un
sindicalismo de derecha, por ejemplo, más aún, cualquier inp. 30) llame la atención sobre la omisión de la derecha chilena en el mundo sindical. En
ese entonces, la Fundación Jaime Guzmán reaccionó con una carta (4 de octubre) en la
que condena la participación de los partidos en los sindicatos, argumentando que ella
“constituye el germen de toda sociedad totalitaria, atentando contra la libertad de las personas y acentuando la causa de la izquierda”. Si se tiene presente lo dicho sobre la división
del poder que se produce con la participación de la derecha en el movimiento sindical, la
referencia al totalitarismo cae. Tampoco hay que tomarse demasiado en serio la crítica de
Jaime Guzmán a la politización de las organizaciones sindicales. Él mismo la impulsó,
durante la Unidad Popular. Importa una cierta candidez no ver que el gremialismo es tan
político como las demás ideologías que iluminan a los sindicalistas. Probablemente de
esto se ha percatado el nuevo presidente de la UDI, Ernesto Silva, quien ahora aboga por
una participación activa de la derecha en los sindicatos; cf. la entrevista en Revista Capital
373, 30 de mayo de 2014.
70
tento de reincorporarse con eficacia en estructuras legítimas
de poder fracasará si no se repara en la causa de la pérdida de
apoyo.
La causa es la falta de discurso político. La derecha no ha hecho el diagnóstico serio de lo que está ocurriendo. Y mientras
no lo haga sus afanes sindicalistas o de presencia, por ejemplo,
en organizaciones estudiantiles serán estériles, pues carecerá
del lenguaje, le faltará el sustento teórico con el cual convencer
en las deliberaciones y debates que allí tienen lugar, tal cual
le está ocurriendo ya en las discusiones más de fondo, en las
que se exige un esfuerzo intelectual mayor, y donde la derecha
viene guardado silencio, como quien silencia ante el abismo
de lo inconmensurable, de lo que no se puede explicar. El mutismo de la derecha evidencia que hasta ahora no ha llevado a
palabras (un discurso) la complejidad del fenómeno social y
político, que en nuestro tiempo tiene ineludibles implicancias
teóricas. A medida que la carga teórica y la complejidad aumentan, aumenta correlativamente la dificultad de la derecha
de comprender el fenómeno y termina callando.
8. Llenando el vacío
La derecha en cierto modo trata de cubrir el vacío de su falta
de discurso con una doble actitud. A las medidas particulares
del gobierno ella no responde con críticas que puedan reconducirse a una teoría política sofisticada, sino, mucho más,
con la disposición de oponer a tales medidas indicaciones
71
puntuales.18 Lo que predomina en esta dimensión “micropolítica” es la zalagarda, la escaramuza. En las discusiones
más de fondo, en cambio, la derecha suple la ausencia de un
discurso complejo mediante un destilado escolástico de ideas
que se encuentran en algunos de los textos de Guzmán, como
la de libertad, a la que se vincula, sin cuidado suficiente, con
la defensa del sistema económico capitalista al modo peculiar
en el que rige en Chile, o la de subsidiariedad privada de su
faz positiva19, a la que –nuevamente– se vincula sin cuidado
suficiente con la defensa de esa modalidad del capitalismo.
Los pensamientos de Guzmán eran muchas veces atingentes,
pero hoy, y sin mayores aclaraciones y matizaciones, no podrían servir sino para llevar adelante una reducción excesiva
de los procesos que afectan al país.
18 En esta línea activista se inscribe la iniciativa de “Avanza Chile”, del ex presidente Piñera,
de “desplegar en terreno” a sus ex ministros para analizar los proyectos del gobierno; cf.
El Mercurio, 1 de julio de 2014, p. C2.
19 El aspecto negativo del principio indica que las sociedades más grandes no pueden absorber a las más pequeñas ni quitarles sus tareas propias cuando estas las cumplen satisfactoriamente. El aspecto positivo del principio, en cambio, exige que las agrupaciones más
grandes intervengan en las tareas de las menores cuando dicho cumplimiento no es satisfactorio. A diferencia de la libertad o la igualdad, y de manera quizás más parecida a la
justicia o la equidad, el principio de subsidiariedad no es simplemente una regla general,
aplicable universalmente y según la cual las situaciones hayan de ser usualmente subsumidas. La subsidiariedad, en su sentido originario, es antes un articulador de decisiones
que han de estar vinculadas necesariamente a estudios empíricos y a la consideración
de los rendimientos efectivos de las agrupaciones intermedias y del Estado. El principio
manda actuar a la agrupación mayor o a la menor según si, para la tarea concreta de la que
se trata, una u otra es más apta para llevarla adelante, atendiendo a las circunstancias del
caso. Cuando se lo reduce en la lectura negativista liberal, se termina desconociendo no
solo la faz positiva del principio, sino su carácter comparativo y su necesaria vinculación
a lo concreto. Entonces se lo transforma en partidista: en una fórmula general abstracta,
por la cual se hace factible llevar adelante un programa transformador a gran escala, en
la precisa medida en que puede prescindir de las concretas circunstancias a las que el
principio originario exige atender; cf. Manfred Groser, “Subsidiarität”, en: Dieter Nohlen y
Rainer-Olaf Schultze, Lexikon der Politikwissenschaft. Theorien, Methoden, Begriffe. Múnich:
Verlag C. H. Beck, 2002, vol. 2, p. 938; O. Höffe, “Subsidiarität als Gesellschafts- und
Staatsprinzip”, en: Swiss Political Science Review 3 (1997), pp. 27-28.
72
Esta doble actitud puede ser vista como una evasión. Con
zalagarda y mediante la aplicación mecánica de unas ideas
formuladas en un contexto distinto, la derecha viene como a
saturar con ruido el angustioso silencio ante el abismo de lo
incomprensible, de la singularidad y la complejidad teórica
de la nueva situación. El “espíritu de consigna” parece estar prevaleciendo sobre las labores más exigentes de estudio,
reflexión y atención necesarias para una comprensión de lo
nuevo.20
Es innegable que el activismo de la derecha ha resultado
parcialmente eficaz, y muestra, de paso, que la Nueva Mayoría se ha excedido en los niveles razonables de reducción.
Durante el primer año del gobierno de Michelle Bachelet, la
derecha despertó la inquietud de los contribuyentes, en el debate sobre la reforma tributaria, y firmó un acuerdo con el
gobierno. Logró con cierta facilidad movilizar, además, a los
apoderados de los colegios subvencionados frente a la reforma educacional. También está la posibilidad de que la crisis
económica golpee al gobierno más fuerte de lo previsto y Piñera aparezca en un par de años como el especialista apto
para restablecer los niveles de crecimiento en el país. Vale
decir, si tiene suerte volverá al poder. Pero hay un después de
Piñera. E incluso Piñera necesita urgentemente un discurso
más denso, si su nuevo gobierno ha de ser capaz de enfrentarse no solo con resultados económicos a sus oponentes y
conducir con argumentaciones bien planteadas al pueblo en
ebullición.
20 Cf. J. Guzmán, Escritos personales. Santiago: Zig-Zag, 1992, pp. 17, 19.
73
9. Insensibilidad comprensiva
El problema de la ausencia de un discurso complejo como explicación de la pérdida de legitimidad política en la derecha
sea de pérdida de legitimidad por impotencia o incapacidad de
decidir en una situación que parece inconmensurable, sea de
impotencia por falta de legitimidad de un discurso que es demasiado simple, puede no resultar manifiesto a primera vista.
Hay muchos en ese sector que parecen no percatarse de él o,
aun mencionándolo, no tienen claridad sobre su real alcance.
En el último tiempo, como advirtiendo que a la derecha le
falta densidad intelectual, ha aparecido una serie de libros en
los que políticos y estudiosos de la derecha han tratado de probar, aunque con resultados dispares, que la derecha sí tiene
ideas. En un anexo que se acompaña a este trabajo paso revista
con cierto detalle a esos siete textos. Aquí puedo indicar, de
modo preliminar, que si bien en ellos hay un afán por captar lo
que está ocurriendo y la mayor parte detecta el problema de la
debilidad del pensamiento de la derecha, no se pasa más allá
de su mención y del llamado a dedicar más recursos o tiempo
a las tareas intelectuales. En cambio, las explicaciones sobre la
pérdida de legitimidad del sector son más bien superficiales,
no se identifica el desarraigo que ha experimentado la derecha
en estructuras legítimas de poder, tampoco se logra hallar los
problemas de descontextualización del discurso derechista, ni
se encuentran herramientas teóricas suficientes como para al
menos dar indicios de lo que podría ser una recomposición
de un discurso políticamente eficaz de derecha. Entre las falencias más destacables está la ausencia de consciencia sobre
la historia del pensamiento o el pasado específicamente intelectual de ese sector, cómo se despliega, cuáles son sus princi-
74
pales representantes, cuáles las variantes que él ha tenido. La
derecha, salvo excepciones, en los libros comentados es concebida como una amalgama confusa de liberalismo económico
y cristianismo, lo que significa –además de la necesidad de
explicar la compatibilidad de un pensamiento económico cuyo
principio es la maximización de la utilidad individual con una
doctrina moral cuyo fundamento es el amor desinteresado al
prójimo21– reparar solo en una (o a lo más dos) de las, al menos, cuatro variantes del pensamiento de derecha que se dejan
identificar durante la historia patria. En todos los libros y salvo menciones muy aisladas, se excluyen las referencias mínimamente exigibles a las ideas de personas tan significativas
como los escritores pertenecientes a la llamada Generación del
Centenario, a Mario Góngora o a los conservadores socialcristianos. Si se da un vistazo al pasado intelectual y político de la
derecha, cabe percatarse de que la pérdida de densidad en el
discurso y de legitimidad en organizaciones sociales pueden
ser entendidas como aspectos de un proceso de decadencia
respecto a lo que había durante gran parte de los siglos XIX y
XX. No siempre la derecha fue como hoy.
Considero, en este sentido, de mucha importancia dar una
mirada a lo que ocurrió en períodos anteriores con el pensamiento de ese sector. No se trata aquí de un vistazo motivado
por la sola curiosidad histórica, sino de mostrar, al menos preliminarmente, la existencia de tradiciones intelectuales de alta
densidad teórica y profunda capacidad prospectiva, a las cuales
21 Renato Cristi y Pablo Ruiz-Tagle plantean la tensión que existe entre una propiedad privada concebida desde “los principios de una filosofía individualista radical” y la “doctrina
católica tradicional”. Además llaman la atención sobre la sorprendente vinculación de esa
concepción individualista de la propiedad privada con la “‘tradición cristiana del hombre
y la sociedad’”, que realiza el constitucionalista chileno Arturo Fermandois; R. Cristi, P.
Ruiz-Tagle, El constitucionalismo del miedo, p. 15.
75
ha de acudirse en el esfuerzo por dotar a la derecha contemporánea de un discurso y una actitud comprensiva a la altura
del tiempo.
76
Capítulo III
Una mirada a la historia intelectual
de la derecha en Chile
1. Noticia del hecho de una historia intelectual en la derecha
La carencia de un discurso político complejo de la derecha contemporánea aparece con claridad cuando se compara lo que ha
ocurrido en las últimas décadas con el pasado intelectual más
remoto del sector. No siempre la derecha fue como hoy en el
campo del pensamiento. Ni incluso como cuando Guzmán vivía. Guzmán es el último vástago de una historia más que centenaria, de una derecha intelectualmente mucho más robusta
que la de hoy. Hubo un tiempo en el que en ese sector había
una vinculación estrecha entre acción y pensamiento político,
un tiempo en el que la derecha tenía intelectuales y académicos de vanguardia que participaban en política y los políticos
de derecha eran ilustrados por el pensamiento filosófico. La
escisión que vivimos en la actualidad es un asunto más bien
nuevo.
Ya he mencionado, en la derecha del siglo xix, a los conservadores Abdón Cifuentes y Zorobabel Rodríguez y a los liberales José Victorino Lastarria y Diego Barros Arana, a los que cabría agregar a Benjamín Vicuña Mackenna. También nombré
77
a Manuel Montt y Antonio Varas. Durante el siglo xx dos grupos nuevos irrumpen en la derecha chilena. De un lado, los socialcristianos, del otro, los nacional-populares. Esos grupos se
mantendrán activos durante gran parte del siglo xx, atenuando
su influencia efectiva en la política chilena recién bajo el régimen militar, en el cual resulta predominante el neoliberalismo
en sus variantes laica y cristiana. En las filas del cristianismo
social se ubican el conservador Juan Enrique Concha, autor de
Cuestiones obreras, texto inspirado en las doctrinas de la encíclica Rerum Novarum. También Mario Góngora, el historiador,
director de la revista Lircay, de la Juventud Conservadora, vicepresidente de la Asociación Nacional de Estudiantes Católicos,
del Partido Conservador, y que escribió, en pleno auge del discurso anti-estatista, su Ensayo histórico sobre la noción de Estado
en Chile en los siglos XIX y XX1, para reparar en la importancia de
un pensamiento lúcido sobre la significación de la institucionalidad política en la vida de la nación, trabajo que tuvo amplia
influencia y al que le siguieron una serie de intervenciones en
los medios de prensa.2 En la corriente nacional-popular se encuentran Francisco Antonio Encina, Luis Galdames y Alberto
Edwards. Los tres participaron activamente en política. Encina
el autor de Nuestra inferioridad económica y de una monumental y discutida Historia de Chile 3‒, fue diputado y fundador del
Partido Nacionalista, junto a Edwards la egregia pluma tras La
fronda aristocrática en Chile, parlamentario y ministro en varias
1
Santiago: Universitaria , 1994 (la 1a ed. es de 1981).
2
Cf. la entrevista de Raquel Correa a Mario Góngora “Las lecciones de la historia”, en: El
Mercurio, Santiago, 9 de noviembre de 1984 (incluida en: M. Góngora, Ensayo, pp. 296306). Véase también las repercusiones de esa obra en el tercer apéndice al Ensayo: “La
polémica en torno al Ensayo histórico de Mario Góngora, pp. 307-369.
3
Santiago: Nascimento, 1952 (20 vols.).
78
ocasiones y Luis Galdames, quien escribió, entre otras obras,
Estudio de la Historia de Chile4 y Geografía Económica5, fue uno
de los redactores de la Constitución de 1925 y llegó a ser Decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile.
Edwards, Encina y Galdames forman parte de una generación más amplia, en la que se cuentan también, entre otros,
Tancredo Pinochet6, Alejandro Venegas7, Nicolás Palacios8,
Luis Ross9, Guillermo Subercaseaux10, generación que gira
temporal y conceptualmente en torno a la llamada “Crisis del
Centenario” (acontecimiento de vastos alcances y en el cual jugaron un papel significativo políticos e intelectuales de todos
los sectores, entre los que destacan por la izquierda Luis Emilio
Recabarren y por los radicales Enrique Mac-Iver), el “Congreso
Nacional de Enseñanza Secundaria” (1912) y la fundación del
Partido Nacionalista (cuyo año de creación es oscuro, pero de
cuya existencia ya hay constancia para las elecciones de 191511),
y que se caracteriza por sostener una crítica de la sociedad chilena, la rehabilitación del elemento nacional y popular, asumir
4
Santiago: Universitaria, 1911 (2a ed.; la ed. original es de 1906).
5
Santiago: Universitaria, 1911.
6
Cf. T. Pinochet, La conquista de Chile en el siglo XX. Santiago: La Ilustración, 1909, y Bases
para una política educacional. Al frente del libro de Amanda Labarca. Santiago: Biblioteca de
Alta Cultura, 1944.
7
Cf. A. Venegas, Sinceridad, Chile íntimo en 1910. Santiago: Universitaria, 1910.
8
Cf. N. Palacios, Raza chilena. Libro escrito por un chileno y para los chilenos. Santiago: Editorial Chilena, 1918 (2a ed.; la 1a ed. es de 1904).
9
Cf. su libro póstumo Más allá del Atlántico. Valencia: F. Sempere y Compañía Editores,
1909 (prologado por Miguel de Unamuno).
10 Cf. G. Subercaseaux, Los ideales nacionalistas ante el doctrinarismo de nuestros partidos políticos históricos. Santiago: Universitaria, 1918.
11 Cf. C. Gazmuri, “Alberto Edwards y la Fronda Aristocrática”, en: Historia 31/1 (2004), p.
69.
79
una actitud anti-oligárquica, así como por afirmar la importancia de una enseñanza con énfasis nacional y técnico.12
La potencia intelectual la derecha en esos años le permite decir
a Alfredo Jocelyn-Holt que “desde un punto de vista político”
“Edwards y Encina han sido querámoslo o no nuestros pensadores políticos más influyentes durante este siglo” (se refiere
al XX).13
En lo que sigue del capítulo revisaré el pensamiento de autores ejemplares de las diversas tradiciones de la derecha del
pasado. Por la vertiente nacional-popular me referiré a Encina
y Edwards, por la socialcristiana a Góngora. Luego diré algo
sobre Jaime Guzmán, el último político de derecha con una
comprensión intelectual penetrante de la situación y que intenta realizar una síntesis entre conservantismo político y liberalismo económico.
12
Cf. H. Godoy, “El pensamiento nacionalista en Chile a comienzos del siglo XX”, en:
E. Campos Menéndez (ed.): Pensamiento nacionalista. Santiago: Gabriela Mistral, 1974,
pp. 143-161; M. Góngora, Ensayo, pp. 85-95; B. Subercaseaux, Historia de las ideas y de
la cultura en Chile. Tomo IV: Nacionalismo y cultura. Santiago: Universitaria, 2007; F. J.
Pinedo, “Apuntes para un mapa intelectual de Chile durante el Centenario: 1900-1925”,
en: América sin nombre 16 (2011), pp. 29-40; C. Gazmuri, Testimonios de una crisis: Chile
1900-1925. Santiago: Universitaria, 1977; G. Vial, Historia de Chile (1891-1973), vol. I, La
sociedad chilena en el cambio de siglo (1891-1920). Santiago: Santillana, 1981 (2 tomos); vol.
ii, Triunfo y decadencia de la oligarquía (1891-1920). Santiago: Santillana, 1983; N. Miller, In
the Shadow of the State. Intellectuals and the Quest for National Identity in Twentieth-Century
Spanish America. Nueva York: Verso, 1999, pp. 232 ss.; L. Corvalán, Nacionalismo y autoritarismo durante el siglo XX en Chile. Los orígenes, 1903-1931. Santiago: Ediciones Universidad
Católica Silva Henríquez, 2009 (distingue un grupo propiamente nacionalista, compuesto por Encina, Edwards y Palacios, de otro nacionalista de manera “genérica”, en el que se
incluye, por ejemplo, Tancredo Pinochet; cf. op. cit., p. 203-219); S. Serrano, “Liberalismo,
democracia y nacionalismo”, en: S. Serrano, M. Ponce de León, F. Rengifo, Historia de
la Educación en Chile (1810-2010). Santiago: Taurus, 2012, tomo II: La educación nacional
(1880-1930), pp. 42-63 (23-63).
13 A. Jocelyn-Holt, “Encina, ¿Cíclope o Titán?”, Prólogo a: F. A. Encina, La literatura histórica
chilena y el concepto actual de la historia. Santiago: Universitaria,1997, p. 31.
80
2. Francisco Antonio Encina
Ciertamente el pensamiento de Encina, el historiador, presenta peculiaridades difíciles de admitir hoy en día.14 Sin embargo, la densidad filosófica y capacidad de penetración que evidencian sus textos son indudables.
Ya he mencionado el descubrimiento que hace Encina, en
la crisis de su tiempo, de lo que podríamos llamar la mecánica
del cambio de ciclo político, cuya condición de posibilidad es la
tensión entre el pueblo su modo de ser y la organización institucional. El ajuste entre el pueblo y la institucionalidad es una
situación valiosa para Encina, toda vez que cuando ella existe,
entonces no solo el caos, sino “el malestar” y “el descontento”
quedan conjurados.15 La dialéctica que se genera entre ambos
pueblo e institucionalidad es el movimiento del cambio que va
desde una situación ordenada, pasando por la crisis, hasta un
nuevo orden, en el cual la tensión disminuye.
Encina no se queda en el lamento romántico ante el pasado perdido, sino que identifica en la educación una forma
de superar el desbarajuste y volver a alcanzar la realización
de ideas y sentimientos conformadores y estabilizadores en
el pueblo.16 No propone cualquier educación, sino una más
orientada a las virtudes industriales que a las militares, en
una época en la que Chile ha asegurado sus fronteras, así
como más inclinada al saber técnico-práctico que al humanista especulativo.17
14
Cf. el comentario ya citado de A. Jocelyn-Holt.
15
F. A. Encina, Nuestra inferioridad económica, p. 176.
16
Cf. F. A. Encina, Nuestra inferioridad económica, pp. 33, 243.
17
Cf. F. A. Encina, Nuestra inferioridad económica, pp. 80, 151, 168 ss., 243.
81
Este acento industrial y técnico se distancia fundamentalmente de una actitud economicista. Encina entiende que tras
la economía y como su base, hay un espíritu que la mueve y
determina.18 Junto al espíritu guerrero, identifica un espíritu
industrial, en el cual se articulan las “más fecundas fuerzas
psíquicas”: “la ambición inexhausta, la fe fanática en el propio
esfuerzo, el deseo de poderío y grandeza”.19
El desequilibrio “espiritual” del pueblo chileno se debería a
dos factores. Por un lado, al énfasis en la enseñanza científicohumanista, que se concentra en asuntos para los que es capaz
solo un pequeño grupo20 y que genera, en el resto de los que
pasan por ella, frustración y desadaptación con la vida y respecto de las tareas exigidas por la industria y el comercio.21 Por otro
lado, al mero abandono en el que se hallan las grandes masas
que quedan sin educación. Encina piensa que el momento que
vive el pueblo chileno, luego de siglos de guerra, lo vuelve apto
igual que su territorio, con poca superficie cultivable, pero con
rápido acceso a las costas para un desarrollo industrial. Ese desarrollo sería la manera, en su tiempo, de ajustar los anhelos y
capacidades del pueblo a una forma de vida y organización que
les dé expresión y permita superar la frustración de aquellos
sujetos educados solo para ejercitar “el poder del discurso” y
no la “fuerza de la inteligencia para conocer la realidad”22, acabar con el malestar de aquellos que, educados en las letras y las
ciencias puras, no son capaces de dar salida por medio de ellas
18 Cf. F. A. Encina, Nuestra inferioridad económica, p. 11.
19 F. A. Encina, Nuestra inferioridad económica, p. 82.
20 Cf. F. A. Encina, Nuestra inferioridad económica, p. 170
21 Cf. F. A. Encina, Nuestra inferioridad económica, pp. 62-63.
22 Cf. A. Jocelyn-Holt, op. cit., pp. 27, 31-32.
82
a sus pulsiones y fuerzas mentales y persisten en la esterilidad.
La propuesta industrialista de Encina no es tampoco, por
lo dicho, algo así como un alegato simple y banal contra el intelecto o las humanidades. Mal podría hacerlo quien dedicó la
mejor parte de su vida a ellas. En cambio, se trata de mostrar
como hemos visto que el modelo científico-humanista no sirve
para dar expresión a las pulsiones y fuerzas mentales del gran
número, que se despliegan antes transformando la realidad
que simplemente contemplándola y diciéndola. A diferencia
del mero desprecio que una persona de acción pueda sentir
por el mundo de las letras y las ciencias, dimensión a la que
en verdad no conoce, el de Encina es el esfuerzo de un intelectual formado acerca de la mejor manera de organizar la vida
económica del pueblo, considerando sus aptitudes específicas
y la idea fundamental de que un pueblo entero de científicos y
filósofos no ha existido jamás sobre la Tierra.
El industrialismo, al cual apunta Encina con su proyecto
educativo, opera como el “esquema” o intermediario entre las
ideas y la realidad, capaz de restablecer la adecuación entre el
estadio de desarrollo peculiar del pueblo y su manera específica de organización institucional económica y educacional. Él
viene a ser una nueva disposición o actitud a inculcar por medio de la educación y de cuya realización depende la armonía
entre las fuerzas de la nación y los ideales que las conforman.23
23 Sol Serrano indica que Encina haría un “diagnóstico grueso, fácil, de lógica floja” de la
cuestión educacional, que se enmarcaría dentro del “nacionalismo autoritario” o “esencialista” del autor; cf. S. Serrano, op. cit., pp. 50, 51, 53. Enrique Molina, en cambio, su
interlocutor, sería mucho más sutil: “le salió al ruedo [a Encina] con cierta ironía, sin hacer
gala de su conocimiento filosófico y educacional, sino del pensamiento lógico. […] Su diagnóstico apuntaba a que la idea de Estado y sus atribuciones estaba en crisis en el mundo
y que en Chile se acentuaba por el egoísmo de una oligarquía parlamentaria”; op. cit., p.
51. Serrano no parece percatarse de los alcances de su comentario. En su propia lectura
de la intervención de Enrique Molina indica que, para este, hay una crisis de “civismo y
83
Este problema de la adecuación del pueblo en un estadio determinado de su evolución histórica y el tipo de organización
institucional es, también, en último término, una cuestión política: que se logre tal adecuación depende, en definitiva, de la
capacidad de las élites de notar el momento evolutivo del elemento popular y no aplicarle simplemente fórmulas etéreas o
demasiado exóticas. En su propuesta educativa y en su planteamiento político, Encina expresa un modo de comprensión que
busca alejarse tanto del sometimiento acrítico de la realidad a
“moldes”, “leyes” o “sistemas filosóficos, sociológicos o políticos”, a “abstracciones o conceptos meramente intelectuales”
de una subsunción o reducción, cuanto del éxtasis puramente
estético que se entrega a la realidad hasta tal punto que no
puede ya distanciarse comprensivamente de ella y orientarla.24
Se trata, en cambio, de “mirar la realidad cara a cara”, pero
“ganando, después, la altura” requerida para la orientación y
la decisión.25 Pueblo e ideas necesitan ser tenidos persistentemente a la vista en las decisiones, si ellas han de ser conformadoras y no desquiciantes. Se trata de encauzar a la nación
según ideales que puedan encarnar efectivamente en ella. Esa
egregia capacidad, difícilmente hallable en los grandes números, es lo que Encina exige de las élites políticas.
espíritu público”, acentuada “por el egoísmo de una oligarquía parlamentaria”. Molina
propone salir de la crisis con educación cívica; op. cit., p. 51. Educación cívica puede significar, empero, dos cosas. O bien instrucción intelectual, o bien la formación intelectual y
moral del alumno según una comprensión existencialista de lo cívico. En el primer caso,
no se alcanza a ver cómo la mera instrucción puede alterar la conducta (“el egoísmo”) de
los individuos. Si hay algún cambio posible, este va más bien por la segunda vía. Pero
entonces, le hemos de dar la razón a Encina. Sobre el eventual carácter “esencialista” del
nacionalismo de Encina, cf. lo que indico un poco más adelante.
24 Cf. F. A. Encina, Portales II, PP. 298-299.
25 F. A. Encina, Portales I, p. 12; II, PP. 298-299. En diversos pasajes Encina realiza reflexiones sobre el método de la comprensión, en la historia y el la política; cf. Portales I, pp. 46,
108, 140-141, 166-167; “La historia y el alma del pasado”, en: F. A. Encina, La literatura
histórica chilena, pp. 244-245.
84
La actitud comprensiva de Encina lo lleva a articular su pensamiento político combinando dos aspectos que aparecen en él
como inescindibles: su carácter nacional y popular y su talante
anti-oligárquico. Encina indaga en lo nacional-popular, reconoce su potencial de despliegue y sus aptitudes, su relación con
el paisaje, el estadio de su evolución. Este interés por lo nacional-popular no debe entenderse como simple fetichismo. Lo
nacional-popular es distinto de algo así como el ensalzamiento
dogmático del mero hecho popular. Encina, en cambio, busca
lograr el despliegue de lo popular-nacional de acuerdo a ciertas ideas e instituciones, a las que entiende adecuadas para el
pueblo. En el pensamiento de Encina siempre hay, en consecuencia, una tensión entre la realidad de lo nacional-popular
y las ideas e instituciones que han de lograr su despliegue.26
Esta tensión le exige distinguir entre ideas e instituciones adecuadas e inadecuadas al estadio de desarrollo del pueblo. El
suyo no es, por lo mismo, un “nacionalismo esencialista”.27 De
un lado, la nación es un conglomerado en el cual incide una
suma de factores, raciales, territoriales, históricos, los cuales
van cambiando, al igual que la nación. No hay algo así como
una esencia inmutable de la nación y es precisamente debido
26 En este sentido, el “nacionalismo” de Encina, su reconocimiento de las características
étnicas del pueblo, la atención al momento de evolución histórica, no es -al menos no
completamente- “antagónico respecto del desarrollo capitalista industrial”, como plantea
Carlos Ruiz; C. Ruiz, “Conservantismo y nacionalismo en el pensamiento de Francisco
Antonio Encina”, en: R. Cristi y C. Ruiz, El pensamiento conservador en Chile. Santiago:
Universitaria, 1992, p. 56. Entre el elemento nacional y el desarrollo industrial hay una
tensión -como la que media en toda comprensión política entre lo ideal y lo real-, pero que
resulta, hasta cierto punto, superable, bien mediante la evolución del pueblo según ideas y
sentimientos tradicionales -cuando no hay intervención de ideas desajustadas a su carácter y momento evolutivo-, bien -cuando dicha intervención ya se ha producido- mediante
una enseñanza que encauce al pueblo hacia el estadio de organización siguiente en su
evolución.
27 Cf. S. Serrano, op. cit., pp. 50, 51, 53.
85
a la posibilidad de cambios bruscos, de desajustes entre los
factores que la conforman, que cabe que la nación se halle en
una crisis, como la del Centenario. De otro lado, tan importante como el hecho de la nación es, para Encina, lo que la conduce
a su despliegue, las ideas y formas de organización adecuados
a su desarrollo. Es debido a la variabilidad de la nación, a su
ductilidad, a su falta de esencia, que Encina puede creer en la
educación como factor de cambio y progreso, de mutación y
mejora de la nación.
La actitud comprensiva de Encina influye también en su posición respecto de la oligarquía. Los caminos del florecimiento
o la frustración del elemento nacional dependen del tipo de decisión política con el cual se le dé respuesta y pone a las élites
ante la exigencia de abordar y decidir la situación de manera
correcta, con sentido político. La clase alta chilena habría carecido de aptitud para esta tarea, por lo mismo, de significancia
en la conformación del país28 y, al contrario, Encina le atribuye
su decadencia.29 Esa clase es, a su juicio, una oligarquía, vale
decir, lo que podría haber sido una élite, pero que, por incapacidad de entender la situación, se vuelve un grupo sobrepuesto
a la nación. La incapacidad de entender la situación está entremezclada con la defensa de posiciones sociales. La oligarquía
antepone a los anhelos populares de “justicia social” y “bien
general”, intereses de clase.30
28 Cf. F. A. Encina, Portales II P. 299.
29 Cf. F. A. Encina, Portales II, P. 302.
30 F. A. Encina, Portales II, P. 293. Encina admira la “inclinación anti-oligárquica del régimen
portaliano” (Portales II, p. 230), la cual no se limita a ser mero resentimiento destructivo:
“plebeyo, en lugar de dictar decretos contra los prejuicios aristocráticos, imprime a la
nueva alma nacional un concepto que lleva implícito su reemplazo por el valor cívico,
intelectual y moral”; Portales I, p. 207. Si las ideas y sentimientos de las élites se han vuelto
ajenos al pueblo, si ya no logran comprenderlo de manera iluminadora y orientarle según
86
3. Alberto Edwards
Alberto Edwards describe en su principal obra, La fronda aristocrática en Chile, el proceso de surgimiento, despliegue y decadencia del Estado portaliano, asentado sobre el reconocimiento
del dato sociológico de la capacidad de obediencia interior del
pueblo chileno, adquirida en siglos de régimen monárquico.31
Edwards repara en el carácter valioso del orden político. “[E]l
poder público es algo más que un hecho, y reposa en un principio de legitimidad superior”.32 Puesta a existir, una colectividad
no tiene más alternativa que elegir entre algún tipo de sometimiento que la aparte del caos. Vale decir, la alternativa no es
entre obediencia o desobediencia, pues la segunda es camino
de disolución, sino entre dos tipos de obediencia: o la adhesión a un principio espiritual o el sometimiento material a un
mecanismo. “[L]a sociedad, para subsistir, necesita de cadenas,
espirituales o materiales”.33 El segundo tipo de sometimiento
decisiones plenas de sentido, entonces las élites devienen mera oligarquía y el sistema
político entra en crisis. El genio de Portales se habría hallado en su capacidad de percibir
el instante nacional y guiarlo de acuerdo a nuevas ideas adecuadas a él. Lo anti-oligarca
de Encina puede ser entendido como expresión de su actitud hermenéutica: del reconocimiento de la necesaria adecuación que debe existir, en la comprensión política, entre el
pueblo y las ideas.
La constatación del cariz nacional-popular del pensamiento de Encina vuelve problemático admitir que la valoración que él hace de la capacidad intuitiva o de la existencia de élites hayan de coincidir necesariamente con el talante anti-popular o “antidemocrático” de
dicho pensamiento, como sugiere Ruiz. Es muy difícil negar el carácter específicamente
elitista de la capacidad de intuición política, lo mismo que el hecho de la existencia de capas dirigentes o élites. Pero, para Encina, el desafío político parece consistir precisamente
en desplegar lo nacional-popular hacia la “democracia” (F. A. Encina, Portales ii, p. 227),
tarea que corresponde a una élite que logra trascender su “espíritu de clase” (Portales ii, p.
293).
31 Cf. A. Edwards, op. cit., p. 278.
32 A. Edwards, op. cit., p. 184.
33 A. Edwards, op. cit., p. 285.
87
es funesto. El primero, en cambio, la “deferencia” o “subordinación del corazón”, es, piensa, la única base posible de un
“régimen político ‘en forma’”, como el que experimentó Chile
hasta la crisis de la República Parlamentaria.34 La historia de
Chile, que “se desarrolló” indica como “lenta y majestuosa”
“evolución política comparable a la de los países ‘no españoles’”, contrasta en este sentido gravemente con la de nuestros
vecinos, quienes cayeron “bajo el yugo de los despotismos intermitentes y accidentales”.35
Al igual que Encina, Edwards es lo que podría llamarse un
tradicionalista crítico. Su argumento contra los reformistas radicales no es la mera emanación del temor al futuro o del afecto dogmático al pasado, sino que se apoya en la ausencia de
realización en la experiencia, que afecta a las ideas abstractas:
“El demoledor rara vez conoce siquiera los planos del edificio
con que va a reemplazar el que intenta destruir”. Antes de la
iniciación de faenas, Edwards le exige “preguntarse, aun en
sus horas de descontento y duda, si existe la posibilidad de algo
mejor”.36
Parecida a la de Encina es también su actitud respecto de la
clase alta chilena. Esta clase exhibe, a juicio de Edwards, “[u]
na gran capacidad administrativa y financiera” como su virtud.
Su defecto es “una notoria ineptitud para apreciar y dirigir los
elementos espirituales de la alta política”.37 Ella cultiva un “desdén mercantil por los problemas de vastas proyecciones, en el
espacio [piénsese en el inveterado abandono de las provincias],
34 A. Edwards, op. cit., p. 27.
35 A. Edwards, op. cit., pp. 286-288. Edwards viene aquí a refrendar en sede política la tesis
nacionalista del llamado “carácter excepcional” del pueblo chileno.
36 A. Edwards, op. cit., p. 291.
37 A. Edwards, op. cit., p. 286.
o en el tiempo”.38 Carente de “fuerzas espirituales”, ávida de riquezas, pero desdeñosa de “todo lo que no es oro o lo produce,
con la cortedad mercantil de su visión social”39, fue incapaz,
entiende Edwards, de ver que la desatención de la dimensión
ideológica y moral iba a dar lugar a un cambio profundo en el
otrora sumiso pueblo. “[N]uestra burguesía moderna, materialista, estrechamente mercantil, poco dispuesta a elevarse sobre
las concepciones pecuniarias y formalista” terminó por “prescindir de las fuerzas espirituales que sostenían su poderío”.40
El “proletariado intelectual” desencadenó un movimiento de
“rebelión” en el pueblo, el cual desatado de sus cadenas espirituales, “desprovisto de los sentimientos hereditarios y tradicionales de la cultura […] no obedece ya, como los burgueses
mismos, sino a instintos materialistas de goce y dominación”.41
Entonces, cuando “[e]l odio y la envidia toman el sitio de las
antiguas creencias y de los respetos históricos”, es el momento
de la decadencia en la cual “el alma social va a perecer”.42
La crítica de Edwards a la oligarquía apunta, como en Encina, a su incapacidad de comprender políticamente la situación,
de captar la tensión entre el elemento popular y las ideas e instituciones que permiten su despliegue y su articulación política. Más preocupada de sus negocios, abandona a su suerte el
devenir del pueblo. Basta entonces que aparezca un factor desestabilizador, la clase de los intelectuales, para que el pueblo
adquiera consciencia del carácter oligárquico del orden al que
38
A. Edwards, op. cit., p. 286.
39 A. Edwards, op. cit., p. 289.
40 A. Edwards, op. cit., p. 285.
41
A. Edwards, op. cit., pp. 286-287.
42 A. Edwards, op. cit., p. 287.
89
está sometido y se rebele. La mirada de Edwards tiene ante sí
con más atención el proceso de descomposición no solo en las
capas altas y medias, sino la irrupción de los sectores populares desde los años 20, los cuales, indica, se hallarían afectados
por la misma actitud materialista que la burguesía.
El resurgimiento del orden político no lo ve alcanzable Edwards ni por la vía de la revolución proletaria, que significa intensificar la decadencia y la “descomposición”43, ni por la de una
“monarquía absoluta”, la cual carece de forma y está fundada
“solo en el hecho”, en último término, en las “cadenas […] materiales”; tampoco por el camino de una “restauración oligárquica y parlamentaria”44, que consistiría en tratar de restablecer
“por un golpe de fuerza lo que estaba muerto en las almas”.
Solo la vieja receta portaliana, “el predominio casi absoluto de
un ejecutivo muy fuerte y hasta cierto punto ‘neutral’”, sujeto
a la ley45, es lo que puede sacar al país del “desquiciamiento”.46
Edwards mantiene una suspicacia respecto de la democracia que, por momentos, parece mayor que la de Encina (quien
se lo hace, incluso, notar47). Sin embargo, ella no alcanza a
minar el carácter popular de su pensamiento político. La distancia que Edwards toma respecto de la democracia tiene la
misma raíz que su distancia de la oligarquía: lo que él rechaza
es el espíritu burgués materialista de la clase dominante, que se
ha esparcido también por el pueblo. Ese espíritu es el que ha
impedido que el elemento popular se despliegue de manera
43 A. Edwards, op. cit., p. 288; cf. p. 290.
44 A. Edwards, op. cit., p. 289.
45 Cf. A. Edwards, op. cit., p. 281.
46 A. Edwards, op. cit., p. 290.
47 Cf. F. A. Encina, Portales II, P. 227.
90
políticamente auténtica: las democracias del siglo xix son, dice,
“pseudo-democracias” porque lo que prevalece en ellas es lo
burgués, no lo popular. “La igualdad” de esos sistemas “condena todos los privilegios ‘que no tienen por origen la posesión
del dinero’”.48 El fortalecimiento de la autoridad presidencial
es, en este sentido, un intento por liberar de la oligarquía al
pueblo y, con ello, de las ataduras burguesas del dinero y el
materialismo, y apuntar así a una reconformación de su espíritu, pero no necesariamente una condena universal al principio
democrático.49
4. Hegemonía de derecha del Centenario
La generación a la que pertenecieron Encina y Edwards le garantizó a la derecha de su tiempo y del que vino el predominio
ideológico: “Poseen una capacidad interpretativa, un impulso revisionista, una mayor profundidad y densidad filosófica,
que el bando liberal agotado. Nada de extraño, por lo mismo,
que se impusieran. Y no solo entre los sectores de elite, sino
también en el mundo de la izquierda”.50 Esa generación logró
hacer prevalecer sus ideas ante la completa clase intelectual
del país, en el “Congreso Nacional de Enseñanza Secundaria”
48 A. Edwards, op. cit., p. 283.
49 Edwards reconoce, en este sentido “el extraordinario éxito del régimen representativo, tanto en Inglaterra como en los Estados Unidos”, fundado en los “sentimientos de disciplina
social”; A. Edwards, op. cit., p. 287.
50 A. Jocelyn-Holt, “Guillermo Feliú Cruz o el Peso del Anacronismo”, Conferencia inédita
pronunciada en Acto Académico en Homenaje al Profesor Guillermo Feliú Cruz, Facultad
de Derecho, Universidad de Chile, 7 de septiembre de 2000, en: B. Subercaseaux, op. cit.,
p. 179.
91
de 1912: “[l]a reforma, presentada conjuntamente por Encina,
Darío Salas y Luis Galdames fue aprobada por el Congreso por
aclamación”.51
Este es un predominio que resulta apabullante, si se lo compara con la actualidad. ¿En qué foro intelectual exigente podría
la derecha llegar a ser hoy aclamada por su propuesta ideológica?
5. Mario Góngora
El pensamiento de Mario Góngora emerge del contexto intelectual cristiano-social. La encíclica Rerum Novarum ya había
dejado su huella en Chile, en reflexiones como las de Juan Enrique Concha, plasmadas en su libro Cuestiones obreras, las leyes sociales, la fundación, por conservadores, de la Federación
Obrera de Chile y, especialmente, la aparición de círculos de
estudiantes católicos agrupados en la ANEC (Asociación Nacional de Estudiantes Católicos), influida por la nueva encíclica
Quadragesimo Anno (1931), ligada a la Juventud Conservadora y
cuyo órgano de expresión fue la revista Lircay. Góngora opera
activamente en este ambiente. Se desempeña como vicepresidente de la ANEC y dirige Lircay. En Góngora se encuentra el
pensamiento teóricamente de mayor calado en la derecha de
la segunda mitad del siglo XX.52 Su obra hunde sus raíces en
51 C. Ruiz, op. cit., p. 51.
52 Renato Cristi indica que la crítica que le hace Góngora al neo-liberalismo a comienzos de
los años ochenta “representa la más alta expresión reflexiva del pensamiento conservador
chileno”; R. Cristi, “Estado nacional y pensamiento conservador en la obra madura de Mario Góngora”, en: R. Cristi y C. Ruiz, El pensamiento conservador en Chile, p. 156. Joaquín
Fermandois, de su lado, dice del Ensayo: “Para la segunda mitad del siglo, representa lo
92
pensamiento filosófico riguroso, que importa la comprensión
de la tradición del cristianismo social, el que nunca abandonó,
pero también de autores tan significativos y usualmente poco
manejados en profundidad por la derecha chilena como Kant,
Hegel, Heidegger, Jaspers, Nietzsche o Burckhardt.53
Luego de su participación activa en el socialcristianismo
conservador que deviene más tarde en la Falange Nacional
Góngora entra en una crisis existencial que lo conduce a adherir por un tiempo a la izquierda, a la cual abandona más tarde desilusionado. Se opuso al gobierno de Salvador Allende y
apoyó su derrocamiento por la Junta Militar, cuya “Declaración
de Principios” elogió, para pasar a distanciarse del régimen y
formularle una crítica severa, en su obra probablemente más
conocida y de mayor impacto público, el Ensayo histórico sobre
la noción de Estado en Chile en los siglos XIX Y XX.
La tesis que trata de probar Góngora, es que en Chile “el
Estado es la matriz de la nacionalidad: la nación no existiría
sin el Estado, que la ha configurado a lo largo de los siglos xix
y XX”.54 Esta tesis pretende responder al problema perenne de
la comprensión política cómo ajustar lo general de las reglas y
conceptos políticos y lo singular de la situación con un énfasis
marcadamente institucional y orgánico. Góngora se plantea
explícitamente la cuestión de la preponderancia del Estado o
del elemento popular en la conformación de la nación y en-
que la Fronda aristocrática representó en la primera mitad”; J. Fermandois, “Prólogo de
Joaquín Fermandois a la 7a edición”, en: M. Góngora, Ensayo, novena edición, Santiago:
Universitaria, 2006, p. 43.
53 Cf. por ejemplo, el artículo “Civilización de masas y esperanza”, en: M. Góngora, Civilización de masas y esperanza y otros ensayos, Santiago: Vivaria, 1987, pp. 97-110, y el recientemente publicado Diario. Santiago: Universitaria y Ediciones Universidad Católica de
Chile, 2013, pp. 167-168.
54 M. Góngora, Ensayo, p. 25.
93
tiende que Chile, antes del Estado del siglo xix, carece de una
nación plenamente constituida y homogéneamente unificada.
Había, es cierto, afecto por lo local y el terruño, pero no ideas y
sentimientos lo suficientemente extendidos y asentados como
para hablar de una nación.55 A diferencia de otros países americanos, el nuevo Estado chileno surgido desde la independencia
no se halló con una nación, sino es él quien le imprimió la forma nacional al pueblo; fue el Estado el forjador espontáneo, el
que generó e inculcó en el elemento popular las ideas y sentimientos, los modos de pensar y sentir que le dieron su manera
específica de existir.
Se podría decir que, hasta cierto punto, la de Góngora es
una tesis que viene a desarrollar lo planteado en su momento
por Encina y Edwards respecto a la influencia de las ideas e
instituciones en la conformación de lo popular-nacional. La capacidad de comprender y articular al elemento popular-nacional en principio abierto a ser conformado según ciertas ideas
era lo que distinguía en ambos a una auténtica élite de la oligarquía. Ahora Góngora muestra que en nuestro país esa labor
de conformación la ha realizado el Estado. Los agentes estatales, la élite política desde el Estado, es la que inculcó de manera
exitosa las ideas y sentimientos que constituyen la forma de
ser nacional, es decir, realizando la comprensión del elemento
popular a partir de nociones que resultaron adecuadas a él, que
hicieron luz sobre su peculiaridad infinita y produjeron decisiones y acciones plenas de sentido, en las cuales el elemento
popular pudo reconocerse y alcanzar la forma de una nación.56
55 Cf. M. Góngora, Ensayo, pp. 37-38.
56 Durante el siglo xix el Estado fuerte e impersonal concebido por Portales, logra ir dándole
sus rasgos definitorios a la nación chilena. Esa relación se mantiene en una dirección
ascendente hasta llegar a la crisis de 1891. En 1891 hay una “aristocracia declinante en
94
Góngora pone en relación esta tesis con una tensión fundamental que a su juicio atraviesa a la derecha durante el siglo
XX y que viene a expresarse de manera especialmente nítida en
el régimen militar, durante el cual la idea y el papel del Estado
terminan siendo soslayados.
En la “Declaración de Principios del Gobierno de Chile”
del año 1974, Góngora advierte una impronta socialcristiana,
tomista o incluso aristotélica, unida a un “nacionalismo más
como una actitud que como una ideología”.57 Sin embargo, a
poco andar, esa tradición decae para ceder su lugar al neoliberalismo, que posee una visión eminentemente restrictiva del
Estado y extensiva de la libertad económica, la cual pasa a ser
tenida como fundamento de la libertad política.58
oligarquía” frente a la cual “las clases medias” se resienten; M. Góngora, “Reflexiones
sobre la tradición y el tradicionalismo en Chile”, en: M. Góngora, Ensayo, p. 291. Entonces el “nacionalismo popular” (Ensayo, p. 205) decae y el régimen político decanta hacia
un parlamentarismo que viene a ser expresión de la clase oligárquica. La restauración
ibañista puso atajo a la descomposición; cf. M. Góngora, Ensayo, p. 165. El gobierno de
Alessandri realiza una nueva ordenación estable de las relaciones, ahora entre el caudillo y los partidos de la derecha, que perdura por los siguientes cuarenta años. Góngora
no rechaza la democracia de ese entonces, no obstante que repara en las peculiaridades
que ella adquiere en Chile, especialmente luego de 1932: “caudillesca, plebiscitaria” (M.
Góngora y R. Correa, “Las lecciones de la historia”, p. 299), y no deja de ser crítico de
la manipulación del electorado realizada gracias a los medios de comunicación; cf. M.
Góngora, “Respuesta del profesor Góngora”, en: M. Góngora, Ensayo, p. 324. “Entre 1970
y 1973” el sistema entra en una crisis severa: “hay lucha política; existe democracia en
el país, pero el gobierno solo la acepta tácticamente”; M. Góngora y R. Correa, “Las lecciones de la historia”, p. 300. El golpe de Estado de 1973 es la salida a la crisis. Si bien
Góngora apoya al régimen militar en un primer momento, para la época de su Ensayo se
halla distanciado de él, por el giro hacia el neoliberalismo económico impulsado desde el
gobierno y cuya consecuencia funesta es lo que Góngora denuncia como “materialismo
económico”; ENSAYO, P. 267; ANTECEDENTES DE ESTA CRÍTICA SE ENCUENTRAN EN M. GÓNGORA,
“Civilización de masas y esperanza”, y en “Materialismo neocapitalista, el actual ‘ídolo del
foro’”, ambos en: M. Góngora, Civilización de masas y esperanza y otros ensayos, PP. 97-110
Y 175-182, respectivamente.
57 M. Góngora, Ensayo, p. 261.
58 Cf. M. Góngora, Ensayo, pp. 262 ss.
95
De alguna manera, en esta disputa están en juego dos nociones de Estado o unidad política, que Góngora reconoce en
su texto: una de talante más organicista o existencialista, la
otra más mecanicista y voluntarista. Es la oposición entre la
concepción de matriz aristotélica de la pólis como forma de
existencia del pueblo y que luego recoge una larga tradición
de pensamiento que llega hasta la teoría política alemana y los
comunitaristas59, y el pensamiento liberal, que comprende al
Estado como un artificio humano, cuyo origen puede retrotraerse al Leviatán de Thomas Hobbes60 y halla expresión en
autores como Kant61 y Rawls.62 Góngora critica esta tradición y
adhiere a aquella.63
El Estado es para Góngora antes que un mecanismo conscientemente construido, antes que una “sociedad” diseñada
como artificio para defender intereses de partes preexistentes
un modo de ser, una forma de existencia en común o, como
dice citando a Spengler: “‘la fisonomía de una unidad de existencia histórica’”.64 “El Estado, para quien lo mira históricamente no meramente con un criterio jurídico o económico no
es un aparato mecánicamente establecido con una finalidad
utilitaria, ni es el Fisco, ni es la burocracia”.65 “[E]l Estado no
59 Cf. por ejemplo, G. W. F. Hegel, Grundlinien der Philosophie des Rechts, en: Gesammelte Werke. Hamburgo: Meiner, 2009, vol. 14,1; F. Tönnies, Gemeinschaft und Gesellschaft.
Darmstadt: Wisenschaftliche Buchgesellschaft, 2005; H. Heller, Staatslehre. Tübingen:
Mohr Siebeck, 1983; M. Sandel, Liberalism and the Limits of Justice. Cambridge: Cambridge
University Press, 1982.
60 Cf. Th. Hobbes, Leviathan, cap. 13.
61 Cf. por ejemplo, Zum ewigen Frieden, en: Akademieausgabe VIII, PP. 366 ss.
62 Cf. J. Rawls, A Theory of Justice. Cambridge MA: Belnkap Press, 1999.
63 Cf. M. Góngora, Ensayo, p. 267; “Respuesta del profesor Góngora”, p. 323.
64 M. Góngora, Ensayo, p. 26.
65 M. Góngora, Ensayo, pp. 25-26.
96
es necesariamente burocrático aunque, desgraciadamente, en
Chile tendió a serlo por la mentalidad reglamentarista del chileno, sino que es la totalidad viviente del país”.66
Según Góngora desde el constructivismo liberal no se deja
explicar la existencia del Estado, pues el modelo societario que
asume es excesivamente reduccionista67 y termina concibiendo como un producto de la mente y la voluntad de las partes a
lo que en verdad es una realidad que acusa una cierta actividad
específica, que es la que le permite llamarlo “totalidad viviente”. La comprensión orgánica o existencial del Estado, asumida
por Góngora, no significa necesariamente atribuirle al Estado
una vida similar a la de un ente biológico. “[L]a vida del Estado es como un organismo, que se va desplegando libremente.
Es una metáfora, no se habla en el sentido biológico estricto,
sino que en un sentido de vitalidad, de vida”.68 Antes que a una
cosa biológica, la noción orgánica apunta al reconocimiento
del hecho de que el Estado evidencia una espontaneidad que se
expresa en la producción de efectos que no son atribuibles a
otros factores. Una construcción mental, un diseño institucional abstracto, un pacto individual-utilitario, no son capaces de
afectar fundamentalmente la comprensión y los sentimientos
66 M. Góngora y R. Correa, “Las lecciones de la historia”, p. 301.
67 “El Estado […] [e]s, como dijo Burke, algo ‘que no debiera ser considerado como apenas
mayor que el contrato de sociedad para negocios sobre pimienta o café, telas de indiana
o tabaco, u otro objetivo de pequeña monta, para un interés transitorio y que puede ser
disuelto al capricho de las partes. Debe ser considerado con reverencia; porque no es una
sociedad sobre cosas al servicio de la gran existencia animal, de naturaleza transitoria y
perecedera. Es una sociedad sobre toda ciencia; una sociedad sobre todo arte; una sociedad sobre toda virtud y toda perfección. Y como las finalidades de tal sociedad no pueden
obtenerse en muchas generaciones, no es solamente una sociedad entre los que viven,
sino entre los que están vivos, los que han muerto y los que nacerán’”; Ensayo, pp. 25-26;
cf. E. Burke, Textos políticos. México: Fondo de Cultura Económica, 1984, p. 125.
68 M. Góngora, “Romanticismo y tradicionalismo”, en: M. Góngora, Civilización de masas y
esperanza y otros ensayos, p. 63.
97
de las partes, de tal suerte que ellas pasen de ser una masa a
constituirse en una nación con un cierto grado de consciencia
política. La construcción mental o el acuerdo económico no
tienen la fuerza para cambiar el modo de pensar y sentir del
pueblo.69 El Estado en Chile logró hacer surgir junto con él a
la nación precisamente gracias a que desplegó una actividad
en tanto que forma de organización con una dinámica propia.
Esa actividad conformadora se manifiesta en dirigencias individuales, pero la manera en la que esas individualidades actúan
es estatal.70 El constructivismo liberal societario no es capaz,
asimismo, de explicar la presencia de deberes incondicionados, que son, precisamente el tipo de deberes ante los que se
halla puesto el Estado: exigencias superiores a “todo cálculo
económico”71, como realizar la justicia, conservar la integridad
territorial, mantener la paz.72
69 Un pacto utilitario-individualista es capaz de establecer un dispositivo de relaciones utilitarias de sumisión y mando, como en Hobbes, o un negocio pacífico entre demonios,
como en Kant (cf. Zum ewigen Frieden, en: Akademieausgabe viii, pp. 366-367), pero no
una forma de existencia común que signifique alterar fundamentalmente las maneras de
pensar y sentir. Se requiere otro tipo de decisión, basada en una comprensión mucho más
amplia de la realidad del pueblo, si se ha de lograr darle a un conglomerado humano la
forma de pueblo político o nación.
70 Cf. M. Góngora, Ensayo, pp. 37-38. La concepción orgánica de la unidad política tiene un
representante descollante en Aristóteles. El Estagirita vio que la organización política está
dotada de una espontaneidad específica, la que opera, al menos, de dos maneras. De un
lado, como fuente de activación de las capacidades intelectuales que provocan el desarrollo de un lenguaje sofisticado. La complejidad del lenguaje queda en cierta forma condicionada por la respectiva complejidad de la organización en la que viva el ser humano. La
pólis, en tanto que es el tipo de organización más complejo, en la cual se da el paso desde
el ámbito de lo necesario hacia la libertad, es el fundamento de la actualización de un
lenguaje desarrollado; cf. Aristóteles, Política I, 2, 1252a-1253a (uso la edición del Centro
de Estudios Constitucionales. Madrid, 2005). Además, de otro lado, la pólis en la dinámica
político-democrática es la fuente de un modo de trato entre los ciudadanos en el cual estos
operando políticamente son más que la mera suma cuantitativa de ellos; cf. Aristóteles,
Política III, 11, 1281B.
71 Cf. M. Góngora, Ensayo, p. 269.
72 Hay un salto desde el orden de las relaciones económicas o de utilidad individual, estruc-
98
Góngora es consciente de que el Estado también es un aparato de poder y que han de imponérsele límites si se quiere resguardar la libertad. Reconocer su carácter orgánico y existencial
“no significa que el Estado sea productor si bien en casos excepcionales puede serlo, pero sí que el Estado es un mediador
general entre todos los intereses. En este siglo, tiene el deber
especial de proteger a las capas miserables de la población”.73
Sostener ciertas y sensatas limitaciones al papel del Estado en
la vida de la nación no importa afirmar que él pueda renunciar
a su papel de orientar la vida social entera hacia el bien común,
lo que debe implicar supeditar la racionalidad económica a los
intereses generales de la nación y no renunciar a su papel fundamental reconocido también por una larga y egregia tradición
de pensamiento como educador y conformador de un modo
de existencia compartido, modo que es el factor74 capaz de dar
sustento y orientación a las decisiones colectivas. Abdicar de
esas tareas en aras del mercado conduce, en cambio, no solo
a un eventual deterioro de las condiciones de los más pobres,
sino también al “deterioro en la conciencia cívica del chileno”.
“[L]os chilenos” dice Góngora se apegaron “totalmente al bienestar económico, perdiendo la conciencia política”.75
turalmente condicionadas, las cuales dependen de las valoraciones subjetivas que les dan
sustento, y el orden de las exigencias incondicionadas o independientes de dicha utilidad
individual. Inferir desde uno hacia el otro orden significa algo así como pretender obtener
una conclusión independiente del cálculo económico o utilitario individual a partir de
premisas que están todas determinadas por el cálculo económico o utilitario individual.
73 M. Góngora y R. Correa, “Las lecciones de la historia”, pp. 301-302.
74 Cf. M. Góngora, “Proposiciones sobre la problemática cultural en Chile”, en: Atenea 442
(1980), pp. 129-132.
75 M. Góngora y R. Correa, “Las lecciones de la historia”, p. 306.
99
6. Jaime Guzmán
Sobre Guzmán se ha tejido un tupido y oscuro manto, al que
han contribuido tanto sus detractores como sus seguidores.
El Guzmán histórico ha sido reemplazado por un mito,
construido con la ayuda de ambas partes. Sus detractores lo
han hecho con rabia y astucia, sus partidarios probablemente
con admiración, pero también, a veces, con torpeza.
Los primeros lo caricaturizan como la mente perversa tras
los abusos del “modelo” y las violaciones a los derechos humanos, para terminar denostándolo, en un arrebato sexista,
dejándole como un homosexual reprimido. Desconocen que
Guzmán jamás defendió como principio la concentración del
capital sino, al contrario, su distribución, y omiten también su
papel en la lucha contra los abusos de los aparatos de seguridad de la dictadura, entre cuyos resultados descollantes está la
desaparición de la dina y el procesamiento de Manuel Contreras.76
Pero los seguidores de Guzmán también han sido un aporte
en la construcción del mito, un aporte especialmente dañino
en lo que respecta específicamente al pensamiento político de
Guzmán. Ellos han comprendido ese pensamiento como si él,
antes que un conjunto de espabiladas e incluso brillantes re-
76 Un juicio moral sobre el papel de Guzmán en la dictadura, su decisión de respaldarla a
pesar de saber efectivamente de las violaciones a los derechos humanos, exigiría analizar
detenidamente no solo sus acciones, que no son suficientemente conocidas más allá de
indicaciones genéricas sobre la Constitución de 1980 y su apoyo al régimen, sino los dos
miedos entre los que esas acciones operaban, a saber, el miedo de un lado a los aparatos
de seguridad, a Contreras, a los “duros”, a dejar el país a su merced, y a que ejecutaran
sus amenazas (Gazmuri sugiere que Contreras puede haber estado tras la muerte de Guzmán, cf. C. Gazmuri, ¿Quién era Jaime Guzmán? Santiago: RIL, 2013, pp. 108, 116, 68),
y, de otro lado, el miedo a caer en un régimen socialista real, de cuyo desprecio por los
derechos humanos Guzmán tenía una consciencia especialmente despierta.
100
acciones puntuales a circunstancias momentáneas, fuese algo
parecido a un corpus doctrinario. Lamentablemente no existe
tal corpus y la fundación que lleva el nombre del senador, luego de 23 años aún no ha emprendido la labor primaria, exigible
a una entidad que declara como uno de sus objetivos la “difusión de su obra”, de editar y publicar sus textos completos.77
Muchos de sus partidarios no han llegado a reparar en el
hecho indesmentible de que Guzmán fue más un político inteligente que un teórico de la política.78 Si Góngora es el más
teórico, Guzmán es el más práctico de los cuatro grandes pensadores de derecha que estoy comentando. Por lo mismo, buscará en vano quien pretenda encontrar en sus textos doctrinas
detalladamente desarrolladas y que se hayan mantenido incólumes a lo largo del tiempo. Guzmán cambió de posiciones
cuantas veces estimó necesario, desde el corporativismo, pasando por la democracia liberal, un capitalismo en el cual se
77 Renato Cristi repara en el talante teórico del político Jaime Guzmán. A tal efecto compara
la penetración de su comprensión política, apta para generar un nuevo ordenamiento
constitucional, con la visión de Ricardo Lagos, que alcanza para realizarle a ese ordenamiento algunas reformas; R. Cristi, en: J. García-Huidobro y R. Cristi, “Las fuentes
intelectuales de Jaime Guzmán. Un diálogo”, en: R. Cristi y P. Ruiz-Tagle, pp. 201-202.
Entiende, además, que, pese a la diversidad y a los “puntos de flexión” que se advierte
en la evolución del pensamiento de Guzmán, dicho pensamiento tendría una unidad.
Habría en él una “síntesis de elementos conservadores y liberales” comprensible bajo los
conceptos de “autoridad” y “libertad”; R. Cristi, El pensamiento político de Jaime Guzmán.
Autoridad y libertad. Santiago: Lom, 2000, pp. 7-9. La constatación de la diversidad de
posiciones que emergen de los textos y la praxis de Guzmán -corporativismo, liberalismo,
capitalismo restringido, capitalismo exacerbado (cf. R. Cristi, El pensamiento, pp. 7-8, 1314, 17-18, etcétera), o, incluso, “democracia liberal” y anti-autoritarismo (C. Gazmuri, op.
cit., pp. 61-62) hacen que las nociones de autoridad y libertad solo puedan operar como
criterios muy amplios y no como descripciones de aspectos de un sistema teórico desarrollado. A esta lectura flexible y no doctrinaria de estos conceptos, en el caso de Guzmán
hay que incluir su motivación religiosa, base de su preocupación por la protección de la
libertad, a la que ve mejor asegurada en la combinación de tomismo y liberalismo que
termina asumiendo.
78 Cf. C. Gazmuri, ¿Quién era Jaime Guzmán?, pp. 80-81; A. Fontaine, “El miedo y otros
escritos: El pensamiento de Jaime Guzmán E.”, en: Estudios Públicos 42 (1991), p. 251.
101
trataría de dar a los trabajadores participación en las utilidades
y el control de las empresas, el autoritarismo combinado con
liberalismo económico79, para volver a una versión sui generis
de democracia.80 Los cambios no se deben a un mero oportunismo. Ellos se explican de manera más plausible si se considera la preocupación o motivo central y organizador del pensamiento y la praxis política de Guzmán: defender, con sentido
del tiempo, lo que estimaba fundamental, a saber, la irreductible libertad del espíritu y su posibilidad de desplegarse en un
mundo afectado por inmensos poderes seculares.81 Esta preocupación es la que articula toda su vida y obra. Las demás posiciones son funcionales al motivo básico. En esto se diferencia
Guzmán de los otros tres pensadores de derecha que comento:
en Guzmán no hay una doctrina positiva desarrollada y de carácter más perenne.
Así, la defensa que hace Guzmán de la economía de mercado, antes que a un apego al pensamiento capitalista, se debía a que la entendía como un mecanismo eficaz bajo ciertas
condiciones que efectivamente lo es para dividir el poder y garantizar la libertad. Si el Estado controla toda la vida económica, luego, decía, “basta que ese omnímodo poder estatal caiga
en manos de un Gobierno que esté dispuesto a emplearlo en
forma inflexible e inescrupulosa”, para que la libertad desaparezca.82 Como Montesquieu, era consciente de la mecánica del
79 Cf. C. Gazmuri, ¿Quién era Jaime Guzmán?, p. 79; A. San Francisco, “Jaime Guzmán”,
en: Chilenos del Bicentenario. Raúl Silva Henríquez y Jaime Guzmán. Santiago: Aifos, 2007,
pp. 49-50.
80 Cf. C. Gazmuri, ¿Quién era Jaime Guzmán?, pp. 61-62.
81
Este es el eje y el límite de todas sus posiciones; cf. C. Gazmuri, ¿Quién era Jaime
Guzmán?, p. 67, 79, 95.
82 J. Guzmán, “El miedo”, op. cit., p. 258.
102
poder, de acuerdo a la cual la libertad queda garantizada cuando ese poder se divide.
Su autoritarismo durante los setenta y ochenta, de su parte,
fue la respuesta que estimaba institucionalmente adecuada a
la amenaza del socialismo real, insoslayable en la Guerra Fría
de esos años, con los pesqueros soviéticos acechando las costas
chilenas y grupos guerrilleros operando al interior del país. Si
bien esta posición no lo exime de la crítica, no ha de confundirse, en el caso de Guzmán, su adhesión al autoritarismo con
las violaciones a los derechos humanos, a las que he indicado
se opuso y no simplemente levantando la voz, sino asumiendo
riesgos tan graves como hacerle frente a Manuel Contreras.
De estar vivo hoy, con seguridad sus opiniones serían muy
distintas a lo esperable de la versión fosilizada que se tiene habitualmente de él desde un lado y otro, por la regla según la cual
las mentes políticas dotadas son más flexibles y veloces que las
otras. En 1972, por ejemplo, llegó a abogar por una “estructura
[…] de la empresa […] más justa y más humana” que, “reconociendo siempre al capital privado un margen mínimo de utilidad que lo atraiga a arriesgarse para crear nuevas riquezas”,
establezca “los mecanismos adecuados para que quienes trabajan en una unidad productiva tengan efectiva participación
en la gestión, propiedad y utilidades de ella”.83 Estas palabras,
citadas a modo de muestra documentada de su extravagancia
o rara y desconocida sutileza, importan un severo distanciamiento, en sede política, del Guzmán real respecto de la tarea
apologética que usualmente se le imputa haber realizado en
favor de la estructura oligopólica que se ha expandido en Chile
83
J. Guzmán, “La Iglesia chilena y el debate político”, en: Estudios Públicos 42 (1991), pp.
297-298.
103
desde los noventa. La posición expresada en aquellas palabras
fue luego modificada por Guzmán, seguramente exigido por la
necesidad de instaurar rápidamente en Chile una economía de
mercado en un tiempo en el que la seguridad del país se veía
amenazada. Pero después de que las circunstancias volvieron
a cambiar de modo radical, cabe preguntarse si él sería hoy si
podría serlo, como algunos de sus seguidores escolástico terminan siéndolo, un defensor de las grandes cadenas o de la
banca, al modo en que ellas operan en nuestro país.
La figura de Jaime Guzmán puede ser un ejemplo políticamente admirable. Pero ese carácter, antes que de una doctrina acabada y perenne, emana en cierta forma al contrario de
una inigualable capacidad para adaptar a las cambiantes circunstancias el principio fundamental al que fue fiel. Por eso,
precisamente, muchas de sus doctrinas particulares están superadas desde su propio punto de vista. La llamada “síntesis”
guzmaniana de teoría económica de Chicago y gremialismo,
no es una doctrina, sino una solución de circunstancias. En
estricto rigor, las doctrinas de Guzmán nacieron superadas,
en tanto emergieron como formas preconcebidamente contingentes de expresión del centro y articulación de su pensamiento, como ya lo he dicho: el aseguramiento de la libertad del
espíritu frente a las fuerzas que amenazan con arrasarla.
7. Discurso e influencia y futuro de la derecha
Creo que los casos expuestos bastan para sustentar lo que quiero sugerir. Durante los dos siglos pasados el hecho de contar
con un pensamiento denso de lo político y del Estado le permi-
104
tió a la derecha mantener un peso irreprimible. Sus lazos con
grupos económicos eran estrechos, pero además ella poseía un
carácter y una legitimidad irreductiblemente políticos, precisamente gracias a la existencia de una raigambre fuerte de sus acciones en un pensamiento de lo político. La derecha del pasado
se desenvolvía con soltura en las estructuras de poder legítimo
la Universidad de Chile, la Iglesia católica, la administración
pública y el Estado, los gremios, hasta las organizaciones obreras. No se encontraba, como hoy, atrincherada en estructuras
de legitimidad decreciente, sino desplegada firmemente allí
desde donde el país era efectivamente liderado. Podía estar
cómodamente en esos lugares porque tenía un discurso a la
altura de su tiempo, un discurso político de vanguardia.
Ese cruce de reflexión y acción se halla hoy en crisis. Solo
un pensamiento nutrido liberará a la derecha de la situación de
tambaleos entre mutismo y activismo en la que se encuentra,
pues salir de ella requiere, precisamente, la capacidad de hablar
con prestancia allí donde las disputas son existencialmente
complejas y teóricamente densas. Se necesita una crítica de las
sedimentaciones trasladadas desde la Guerra Fría hasta hoy,
que le permita a la derecha ampliar sus límites comprensivos
y levantar lo que el ciudadano común que no milita en una ideología particular mira no pocas veces como a verdaderos topes
impuestos por ese sector al progreso material y espiritual de la
nación, a saber, la connivencia negligente con el mercado en
su versión oligopólica; una actitud social oligárquica; un encierro en los márgenes de la capital del país que excluye del foco
de atención a las provincias y los mapuche; la insensibilidad,
cuando no franca reticencia, hacia el mundo de la cultura y
el pensamiento allende la economía; una inclinación materialista; la despreocupación por la integración de nuestro habi-
105
tante con sus vecinos, la ciudad, el paisaje. En la mente del ciudadano común se llega a responsabilizar a la derecha de estas
actitudes, así como de una larga lista de males, que van desde
la pasividad ante las violaciones de derechos humanos hasta el
desinterés por las condiciones humanas de los trabajadores,
por los que probablemente ella no se ha sentido ni se sentirá
interpelada en la medida en que le corresponde mientras no
predomine de una vez en su interior una actitud nueva, de reflexión honesta y coraje comprensivo para adoptar decisiones
profundas y alcanzar el nivel de simple y llana humanidad que
nunca debió haber perdido.
106
Capítulo IV
El desafío comprensivo de la derecha chilena
1. La derecha ante el nuevo ciclo
Los cambios que ha experimentado nuestra sociedad han generado un desfase entre las demandas populares y las instituciones. También entre el pueblo y su territorio.
Los paralelos de esa situación con la crisis que diagnosticaba Encina y toda la generación del Centenario son asombrosos.
En los dos momentos aparece un malestar nacional profundo,
una grave diferencia entre exigencias populares y medios de
satisfacerlas, un distanciamiento del pueblo respecto de una
clase política y económica devenida oligárquica; un desengaño
con el período histórico inmediatamente anterior (el inicio de
la “República Parlamentaria” está casi a la misma distancia del
Centenario que el retorno a la democracia del Bicentenario);
el clamor por una reforma educacional fundamental (que se
expresa en el “Congreso Nacional de Enseñanza Secundaria”
de 1912, prácticamente un siglo antes de las movilizaciones
estudiantiles de 2011); la necesidad de impulsar la industria
nacional y preparar a los trabajadores para ese desafío.
107
¿Estaremos viviendo en nuestro “ciclo” un retorno de lo
mismo?
Tal como para el Centenario, la clase política chilena es hoy
parte del problema. La izquierda, aunque posee un discurso
más sofisticado que el de la derecha, se inclina a prescindir de
los demás sectores políticos. Pero es la derecha la que, a esta
altura, se halla en mayores dificultades, como lo expresan sus
vaivenes entre el mutismo y la zalagarda. Ella carece de un
modo de comprensión lo suficientemente vigoroso y complejo
como para decidir asertiva e inclusivamente la situación y volver las cosas a un cierto orden y sentido.
Conocemos lo que siguió a la Crisis del Centenario y eso es
historia. Probablemente parte de la salida a la Crisis del Bicentenario requiera un esfuerzo intelectual mayor del lado de la
derecha. Pues la ausencia de discurso en ella incide no solo en
su pérdida creciente de legitimidad, sino también en la actitud
hegemónica de la izquierda, inclinación que se fortalece en la
medida en que no hay un interlocutor con el cual ella debata
los asuntos más complejos y encuentre un límite intelectual a
su discurso. Es solo a partir de una derecha ideológicamente
nutrida que podrá desplegarse el modo de comprensión amplio y decisivo que el malestar del país viene exigiendo.
Luego de los diagnósticos, surge insoslayable la pregunta,
¿qué hacer? Esta formulación es peligrosa, pues resulta demasiado directa, de tal suerte que la respuesta, entre los miembros de una derecha activista y sin discurso, puede inclinarse
excesivamente hacia medidas y acciones precisas, tales como
la organización de congresos ideológicos ¿para discutir qué?
o escuelas de líderes ¿para enseñar qué?, etcétera, cuando de
lo que se trata, hasta cierto punto, es, precisamente, de no tomar medidas o acciones, al menos al modo usual en que se
108
las entiende. Esas acciones y medidas apresuradas quedarán
insertas en el tráfago habitual, en el persistente activismo de la
derecha, que se las terminará devorando.
De alguna forma lo que hay que hacer es no hacer. Suspender el activismo. Incluso no hacer todavía jornadas, cursos,
congresos. Mientras no haya aún una recomposición del tejido
discursivo, estas actividades serán banales. No se alcanza densidad y complejidad cuando quienes discuten y enseñan usualmente en la derecha (sus expertos, los miembros de sus centros de estudio) aún no tienen, ellos mismos, un pensamiento
denso y complejo o familiaridad con él. Juntarlos a enseñar o a
intercambiar opiniones será simplemente juntarlos a repartir
pobreza ideológica. Suena crudo, pero eso es lo que ha ocurrido a menudo. Hasta cierto punto cabe decir que, salvo excepciones, la derecha tiene centros de estudios cuya atención se
orienta a las políticas públicas, pero carece de una estructura
institucional que acoja y articule a sus humanistas y teóricos
de mayor calado.
La pregunta “¿qué hacer?” es inadecuada incluso cuando
se la responde con acciones algo más reflexivas, tales como
formular un programa o enlistar los que son o debieran ser los
principios del sector. En esos ejercicios no puede consistir la
solución al grave problema ante el que se encuentra la derecha.
De un lado, cualquier programa o listado de principios corre el
riesgo de ser el ejercicio de la mera subjetividad desarraigada.
En estricto rigor, lo más relevante no es la lista de principios
sino la fuente a la que se acude para fundarlos. De otro lado, los
programas y listados van en la dirección precisamente contraria a la que la situación actual exige recorrer: ellos estrechan el
marco comprensivo, limitan el discurso, acotan las posibilidades de pensamiento y reflexión. Lo que hoy la derecha nece-
109
sita, en cambio y a esto se alude usualmente con la noción de
falta de discurso, es justamente ampliar, engrosar, robustecer,
volver más complejo y diferenciado su pensamiento. Y eso no
se logra limitándolo a un programa o a una lista.
La pregunta más pertinente en este momento delicado de la
evolución de la derecha no es ¿qué hacer?, sino, ¿cómo hacerlo? Hay que no hacer: no actuar aún no hacer listas, no hacer
actividades, congresos, jornadas, capacitación de líderes, para
que la derecha pueda nutrir su discurso, volverlo lo suficientemente sofisticado y denso. Ese no hacer ha de ser entendido
casi como un éxtasis contemplativo, como un dejarse empapar.
Se requiere un no hacer que permita atender hacia dos lugares.
2. Primera fuente del pensamiento de derecha: su historia
intelectual
La primera fuente es lo que otros han pensado: el pensamiento
político más significativo, así como la historia intelectual de la
derecha, en el mundo y especialmente en nuestro país. Esta no
es, por supuesto, una tarea para la que estén preparados todos
los ciudadanos que se identifican con la derecha, parte de algo
así como una “revolución cultural” del sector. Tampoco todos
los dirigentes, ni la mayoría, ni muchos de ellos, sino unos
pocos, varios de los cuales ya están en los centros de estudio o
en los partidos y han de integrarse a otros pocos que se hallan
fuera, serán los que puedan llevar a cabo este ejercicio. Pero
con ellos basta. De hecho: eso ya sería muchísimo.
Esta indicación hacia la historia intelectual de la derecha importa preguntarse qué es la derecha. Hasta ahora he operado
como si la derecha fuese un sector político complejo pero cuya
definición no fuese un problema. He dejado para esta parte la
exigible pregunta por la definición de la derecha.
3. ¿Qué es la derecha?
Lo primero que se ha de decir ante esta pregunta, es que resulta difícil identificar algo así como una esencia de la derecha. Izquierda y derecha (eventualmente el centro también)
son términos relativos. Dependen uno de otro. Si no hay nadie
en la izquierda (imaginémonos la situación chilena antes de
la cuestión social y del surgimiento de una consciencia política respecto de la condición de las capas más pobres), entonces tampoco hay propiamente una derecha en el sentido que
usualmente le damos a la expresión, a saber, la de un grupo
opuesto a la izquierda. Habría derecha en un sentido atenuado
y retroactivo, esto es, derecha como lo que existe allí donde
no está presente aún lo que posteriormente se entendió como
izquierda.
Además, derecha e izquierda son términos polisémicos, ya
que se usan respecto de campos diversos. Izquierda y derecha asumen posiciones en asuntos económicos, morales,
político-institucionales, incluso en cuestiones estéticas. Estas
posiciones admiten ser combinadas y, por ejemplo, el estatismo económico puede aparecer unido al liberalismo moral y al
autoritarismo, o el liberalismo económico al conservadurismo
moral y una postura democrática-liberal, etcétera. Las combinaciones cambian continuamente.
111
Más aún, los énfasis la vehemencia o la tranquilidad con
que se asuman las respectivas posiciones también afectan la
localización de una persona o colectivo en el espectro político.
Así, hoy tenemos a los socialistas como más moderados que
los comunistas, pero su patetismo revolucionario en los sesenta y setenta llevaba a invertir esas ubicaciones. Los fascistas
italianos eran en su aprecio al Estado, en cierto modo, más de
izquierda que los liberales, pero por su estilo y acciones directas tendemos a ponerlos más a la derecha que a los usualmente
más templados y circunspectos partidarios de la economía de
mercado y la democracia constitucional. El radicalismo y la
moderación, el tono con el que se asuma la representación de
ciertas ideas, muta y así, nuevamente, la calificación deviene
inestable.
En fin, es definitivamente difícil hablar de una esencia de
la derecha o de la izquierda porque en la política se trata, ante
todo, no del pasado, sino del futuro: de lo por venir, de lo por
hacer, de la decisión que hemos de tomar acerca de cómo vivir
colectivamente nuestras vidas. A diferencia de los objetos, que
están predefinidos por su esencia, la esencia humana y esto
es especialmente evidente en la política se caracteriza por estar más allá de esa esencia. Tenemos que decidir sobre nuestro
destino. Nuestra entera existencia, incluido el modo en el que
comprendemos la política, se halla puesta en nuestras manos.
Las decisiones personales y colectivas van conformando el panorama político de una manera dinámica y fundamentalmente abierta a lo posible. Las decisiones adoptadas dentro de una
tradición modifican esa tradición, de tal suerte que se producen mutaciones no solo de las situaciones en las que opera un
conglomerado político, sino también de los criterios según los
cuales ese conglomerado se comprende y define a sí mismo.
112
Así, la derecha y la izquierda van cambiando, cada una se deslinda una y otra vez respecto de la otra, pero además ambas
van alterándose de forma que el conjunto total del panorama
político va cambiando, y sin detenerse jamás.
La derecha parece no tener una esencia objetiva. Pero, entonces, ¿cómo saber qué es la derecha?
Que no quepa estacarlas a una esencia objetiva no significa
que derecha e izquierda sean posiciones puramente arbitrarias.
Sus contornos, aunque difusos y cambiantes, son discernibles.
Para que la definición, empero, no sea una mera ideación, el
producto de una imaginación desarraigada, es necesario atender a la historia, vale decir, a la realidad en la cual encarnan y se
configuran concretamente la derecha y la izquierda.
4. Historia fáctica e historia intelectual de la derecha
En su libro Con las riendas del poder. La derecha chilena en el siglo
XX, Sofía Correa se inclina a vincular estrechamente a ese sector con la oligarquía social y económica1, la cual se concentra
1
Cf. S. Correa, op. cit., p. 9. Para esta vinculación son importantes las obras de diversos
autores en los que Correa se apoya, como J. L. Romero (El pensamiento político de la derecha latinoamericana. Buenos Aires: Paidós, 1970), S. M. Lipset (Political Man. The Social
Bases of Politics. Londres: Heinemann, 1983), K. Middlebrook (“Conservative Parties, Elite
Representation, and Democracy in Latin America”, en: K. Middlebrook [ed.], Conservative
Parties, the Right and Democracy in Latin America. Baltimore y Londres: John Hopkins
University Press, 2000, pp. 1-50), S. McGee Deutsch (Las Derechas. The Extreme Right in
Argentina, Brazil and Chile. 1890-1939. Stanford: Stanford University Press, 1999) y E.
Gibson (“Conservative Electoral Movements and Democratic Politics: Core Constituencies, Coalition Building, and the Latin American Electoral Right”, en: D. A. Chalmers,
M. do Carmo Campello de Souza y A. Borón, The Right and Democracy in Latin America.
Nueva York: Praeger, 1992, pp. 13-42), que entienden el concepto de derecha poniendo el
énfasis en el factor socioeconómico o de clase; cf. S. Correa, op. cit., pp. 25-30.
113
en unas pocas familias2 ubicadas en Santiago.3 Si bien es cierto
que la competencia democrática obliga a los partidos de derecha a volverse “pluriclasistas”4, el centro de impulsión persiste
oligárquico. Correa entiende que las dos corrientes anti-oligárquicas en la derecha, el socialcristianismo5 y los movimientos
nacionales y populares6 han tenido una influencia más bien
escasa en ella, cuando no recibido su hostilidad.
La posición de la historiadora es sugerente y posee implicancias de gran alcance, que sirven para la reflexión sobre el
momento actual de la derecha. Se podría decir, siguiendo su
texto, que en Chile no ha existido, en último término, salvo
momentos excepcionales, una derecha específicamente política, en el sentido de diferenciable de la oligarquía con alguna
nitidez.7 La segunda consecuencia, que no está en el horizonte
de las consideraciones de Correa, pero que se sigue de su libro,
es que si se quisiera fundar en Chile una derecha específicamente política, tal derecha tendría que distanciarse, hasta cierto
punto, de los intereses de la oligarquía.
Me parece que la derecha sí ha tenido corrientes no-oligárquicas e incluso anti-oligárquicas y la distinción que realiza
Correa entre esas corrientes y la derecha se vuelve por momentos problemática. Se trata ciertamente de un asunto de matices, donde los matices son importantes.
2
Cf. S. Correa, op. cit., pp. 32-37.
3
“En Chile, la clase dirigente tradicional, a diferencia de la de otros países latinoamericanos, posee un carácter centralizado, nacional, de modo que su preeminencia no es disputada por elites regionales, al menos durante el siglo XX”; S. CORREA, OP. CIT., P. 31.
4
S. Correa, op. cit., p. 27.
5
Cf. S. Correa, op. cit., pp. 156-164.
6
Cf. S. Correa, op. cit., pp. 55, 57-60, 79, 171-174, 194.
7
Correa llega a identificar “derecha política” y “oligarquía”; op. cit., pp. 44-45.
114
El socialcristianismo es una vertiente usualmente tenida
como de derecha. El particular destino de la Democracia Cristiana en Chile, aún hoy aliada con la izquierda, y sus tensiones con la derecha oligárquica, no le quita a ese partido su
raigambre conservadora8, ni impide notar que en las democracias más avanzadas como la alemana, la francesa, la italiana,
la austríaca o la belga y hasta en el nivel de la Unión Europea
(Partido Popular Europeo), los socialcristianos forman, como
conservadores, en alianzas de derecha. Aunque la descripción
que Correa hace del agrario-laborismo es matizada, la imagen
global que queda de él es la de un movimiento antes paralelo
respecto de la derecha que identificable con ella, especialmente
cuando decanta hacia el ibañismo. Esta imagen prevaleciente
se distancia, empero, de la que tenían de los agrario-laboristas
tanto la izquierda, que los vinculaba a la derecha conservadora
y burguesa9, cuanto ellos mismos, quienes se auto-comprendían como claramente enfrentados a las fuerzas de izquierda
y la ideología de “la lucha de clases”.10 En la época en que se
8
Desde Abdón Cifuentes en adelante, el Partido Conservador se identifica crecientemente
con los problemas sociales y económicos de las capas más pobres; cf. A. Stuven, op. cit.,
pp. 483-497. Esta preocupación, refrendada por la encíclica Rerum Novarum, se dirige
contra las insuficiencias que evidencia el sistema económico en el paso desde una economía agrícola a una minera e incipientemente industrial, así como contra las doctrinas de
izquierda anarquista y socialista.
9
H. Ramírez, “El fascismo en la evolución política de Chile”, en: Araucaria de Chile 1 (abril
1978), pp. 9-33.
10 Partido Agrario Laborista, Declaración de Principios, aprobada en el Congreso Nacional de
Valdivia, 15 al 18 de agosto de 1947. Santiago: Imprenta y Litografía Universo, 1952. En
la declaración el partido se distancia de “Moscú” y agrega: “nuestras posiciones son anticomunistas, como integrantes de América y de la Cultura Europea-Cristiana-Occidental”.
Apoya a “los EE.UU. en toda acción que implique defensa de la Cultura Occidental frente
a los desbordes del comunismo asiático, pero sin que ello implique sometimiento alguno
a ninguna presión militar, política ni económica”; ibídem. Sobre el estatismo matizado del
PAL, CF. C. GARAY, EL PARTIDO AGRARIO-LABORISTA 1945-1958. SANTIAGO: ANDRÉS BELLO, 1990,
PP. 65-67
115
deciden a apoyar a Ibáñez, insisten en su antimarxismo, en su
defensa del principio de autoridad y el orden, su rechazo a la
tributación excesiva y su exigencia de justicia social.11
Correa no se refiere a los dos pensadores más profundos
de la derecha del siglo XX, Encina y Edwards, basándose en un
criterio temporal (antes del “segundo tercio del siglo XX” 12 o de
193013 la oligarquía habría controlado todo el poder14). Tampoco cita a Góngora ni a Guzmán. Ambos están comprendidos
dentro del período estudiado. Todos ellos son, hasta cierto punto, discernibles de la oligarquía (Guzmán en su primera fase).
Más allá de la discusión acerca de si hay o no una preterición del elemento no-oligárquico de la derecha chilena en el
texto de Correa, las últimas omisiones son de relevancia pues
permiten comprender el talante de su libro: se trata de una
historia fáctica de la derecha chilena durante el siglo XX, no de
una historia intelectual de ella.
La historia fáctica comprende lo que han hecho y dicho los
partidos, dirigentes y miembros del sector. La historia intelectual se concentra en las producciones teóricas de los pensadores de la derecha. Ella sin duda tiene influencia en la historia
fáctica y los hechos son, de su lado, el punto de partida de muchas reflexiones teóricas. También ha ocurrido que los intelec-
11 Cf. Partido Agrario Laborista, “Circular n° 1”. Santiago, abril de 1951 (4 pp.).
12 S. Correa, op. cit., p. 9.
13 “El control del poder político que ejercía la oligarquía no fue amenazado” hasta “comenzar
la década de 1930”; S. Correa, op. cit., p. 45.
14 La tesis de una derecha tan tardía debe hacerse cargo, sin embargo, de varios hechos.
Antes, décadas antes, habían irrumpido nuevas corrientes ideológicas, tanto en la derecha (el socialcristianismo, a partir de la cuestión social y la encíclica Rerum Novarum; la
vertiente nacional-popular emerge nítidamente con la Crisis del Centenario), cuanto en
la izquierda (Luis Emilio Recabarren, Valentín Letelier), que, sin llegar a amenazar revolucionariamente el orden vigente, lo sometieron a severa crítica e introdujeron profundas
reformas.
116
tuales de la derecha han actuado en política, como es el caso de
Mario Góngora, Francisco Antonio Encina y Alberto Edwards.
Además hay políticos que llevan adelante reflexiones intelectuales de calado, como Jaime Guzmán. Ambos aspectos, así,
están inescindiblemente atados. Sin embargo, ellos son discernibles con meridiana claridad.
La distinción es importante, pues creo que para saber qué
es la derecha, ha de atenderse a la historia, pero no solo a la
historia fáctica, sino también y especialmente a su historia intelectual, bajo la vieja máxima de que no siempre se hace lo
que se piensa y porque en el acervo intelectual se guarda con
un mayor nivel de lucidez reflexiva la consciencia política de
un sector.
Ciertamente que la historia fáctica de la derecha chilena
durante el siglo XX y el actual muestra una hegemonía del elemento oligárquico y las corrientes socialcristiana y nacionalpopular han tenido una influencia menor. En esto hay que darle la razón a Correa. Mas, si se atiende a la historia intelectual
del sector, creo que la tesis de un predominio oligárquico no
se sostiene y lo que ha prevalecido ideológicamente son las
corrientes nacional-popular y socialcristiana. En ellas es donde
se encuentran los discursos más complejos y resistentes a la
crítica.
5. Cuatro tradiciones
Ahora bien, si se observa lo que ha sido no solo la historia fáctica de la derecha chilena, sino también su historia intelectual,
se dejan identificar cuatro tradiciones de pensamiento, las cua-
117
les hasta cierto punto coinciden con el derrotero de ese sector
en otros países occidentales. En algunas de las cuatro el factor
oligárquico es más determinante que en otras, donde no se
presenta más allá del grado en el cual lo oligárquico está repartido por toda la actividad nacional y política, debido al porvenir
de las clases mejor educadas y contactadas. Esas cuatro tradiciones han operado como aliadas y también se han distanciado
en ciertos momentos. No se trata de compartimentos estanco, sino que se comunican entre sí. Separarlas mentalmente
significa, hasta cierto punto, entenderlas como categorías, que
en la realidad nunca se hallan plenamente realizadas, sino en
grados.
Las tradiciones pueden ser ordenadas en dos ejes, uno liberal/no-liberal, otro cristiano/laico. Luego vienen las combinaciones. Dentro del grupo cristiano, se distingue una tradición
cristiana y liberal moralmente conservadora, pero vinculada en
lo económico a nociones como el librecambismo, el capitalismo y últimamente la subsidiariedad negativa y otra socialcristiana o cristiana y no-liberal, conservadora moralmente (quizás
no tanto como la anterior), pero más cercana al compromiso
con las clases pobres y los sindicatos. Dentro del grupo laico, de su lado, hay liberales, similares en el campo económico a los cristianos liberales, pero distanciados de ellos en sus
concepciones morales, y una tradición nacional-popular, que
muestra una consciencia más despierta respecto a los límites
de las nociones económicas y busca rehabilitar el significado
político de las ideas de nación o pueblo, así como un concepto
existencial o menos mecanicista del Estado.
Estas cuatro tradiciones de pensamiento han tenido importantes realizaciones histórico-fácticas. La tradición cristiana
liberal se expresa en la Unión Demócrata Independiente y en
118
parte de Renovación Nacional. La socialcristiana en el antiguo
Partido Conservador, en la Falange Nacional y, contemporáneamente, en algunos de los nuevos movimientos como Solidaridad, Construye Sociedad o centros de pensamiento como
el Instituto de Estudios de la Sociedad. La tradición laica liberal
se realizó en el Partido Liberal, hoy está en Amplitud y parcialmente en Renovación Nacional. La laica y nacional-popular o
laica y no-liberal tuvo su arranque en el breve experimento del
Partido Nacionalista de 1915, después en el “ibañismo” y el Partido Agrario-Laborista, en el Partido Acción Nacional y el Partido Nacional, para desperdigarse en iniciativas que van desde
los desvaríos de Avanzada Nacional hasta el Frente Nacional
del Trabajo, que se incorpora a Renovación Nacional. En otros
casos es más difícil hacer una clasificación. La Democracia
Cristiana es de raíz socialcristiana, su pensamiento económico
es, sin embargo, no pocas veces más bien liberal. Los gremialistas fueron socialcristianos (corporativistas), en una época, y
cristiano-liberales, en otra.
Respecto a los pensadores de la derecha o políticos con un
talante más intelectual, las categorías identificadas también logran aplicación. Barros Arana, por ejemplo, se incluye entre
los liberales laicos, Encina es nacional-popular, Jaime Guzmán
socialcristiano, primero, y cristiano-liberal, después. Por los
cristiano-liberales califica también Zorobabel Rodríguez. Mario Góngora, de joven un socialcristiano, pasa a combinar luego elementos socialcristianos y nacional-populares.
La clasificación sirve para ubicar a los autores y los grupos
de la derecha y, sobre todo en este momento histórico de crisis,
para mostrar que el pensamiento de la derecha es mucho más
complejo que como habitualmente se lo presenta.
119
6. Activación de las cuatro tradiciones
En esta clasificación se alcanza a apreciar que la derecha chilena posee un talante específicamente político y no meramente
económico. Ella cuenta con tradiciones de pensamiento liberal
en la economía, pero no se agota necesariamente allí, sino que
incluye también corrientes nacional-populares y socialcristianas, anti-oligárquicas y más cercanas al mundo sindical y
popular. Uno podría pensar entonces en abstraer, a partir de
esta diversidad intelectual, ciertas notas que definirían el ser
de derecha en nuestro país. No se trata de un conjunto fijo
y necesariamente sistemático e incluso guarda en su interior
importantes tensiones, pero permite deslindar a ese sector de
la izquierda y sus también variadas tradiciones. Pero sobre
todo: a partir de este reconocimiento del pasado intelectual
de la derecha cabría formular la propuesta de un primer paso
para superar la crisis que la afecta.
Ocurre que el pasado intelectual de la derecha es más amplio y plural que lo que ella ha sido en el último tiempo, cuando ha predominado el neoliberalismo. Además, ese pasado
intelectual es más denso y complejo que el presente. Piénsese,
por mantenernos en una breve lista, en la potencia intelectual
de Góngora, Encina, Edwards y Guzmán, los primeros tres
ya lo he dicho preponderantemente pensadores que actuaron
políticamente, el último un político con altas dotes intelectuales. Compárese a esa derecha de antaño con lo que ella exhibe
hoy. La derecha podría ganar en pluralidad y en densidad y
complejidad de su discurso, a la vez que hallar una orientación
en su difícil camino de superación de la crisis intelectual en la
que está, si atendiera a sus autores, al pensamiento del pasado,
y lograra, a partir de una reflexión sobre ese pasado, reactivar
sus cuatro tradiciones ideológicas.
120
La reactivación de las tradiciones no ha de entenderse simplemente como un regreso dogmático a sus respectivas fuentes, algo así como aplicar sin más lo que otros dijeron para otro
tiempo. Tal procedimiento no contribuiría a una comprensión
política justa, sino que sería, antes, un reduccionismo, una
subsunción de la situación actual bajo un aparataje doctrinario
de otra época. La reactivación ha de entenderse, en cambio,
como una aproximación reflexiva a las fuentes de las tradiciones, para encontrar allí ideas o argumentaciones capaces de
iluminar adecuadamente o de modo justo la época presente.
Habría que hacerse cargo, por ejemplo, de cómo pensar una reactivación del socialcristianismo en un contexto de diversidad
religiosa, o cómo una revitalización de la tradición nacionalpopular que no caiga en el extremo nacionalista o populista.
En todo caso, ya la operación conjunta de las cuatro tradiciones permitiría una crítica razonada de todas ellas, de tal forma que los extremos el extremo economicista de los liberales,
el extremo populista de los nacional-populares y socialcristianos; el extremo moralizante de los cristianos o laicista en los
otros fuesen atenuados. Entonces aparecerá con claridad, seguramente, que la tradición liberal, en sus variantes cristiana
y laica, se ha simplificado demasiado, ha caído en el exceso
economicista. Precisamente en ese momento, las variantes nacional-popular y la socialcristiana pueden enriquecerla. Y así
con las demás.
Del juego de estas cuatro tradiciones activadas, sería esperable que la derecha alcanzara lo que la Nueva Mayoría exhibe
como capital principal: diversidad discursiva, apta para hacer
que el ciudadano común reconozca más fácilmente allí un sentido con el cual identificarse.
121
Pero también, producto de la discusión entre las cuatro
tradiciones, cabría llegar a formulaciones teóricamente mejor
justificadas de sus ideas, en definitiva, un discurso más denso,
complejo y fogueado, capaz de hacerle frente a la izquierda en
los foros más exigentes. Si es solo una tradición la que domina
el campo, naturalmente los desafíos intelectuales a los que está
más directamente enfrentada son de menor envergadura que
si en ese campo se da entrada a toda la diversidad intelectual
de la derecha. Resulta previsible, por tanto, que las mayores
exigencias puestas desde el propio sector a la deliberación terminen generando un pensamiento dotado de incrementada
vitalidad y pertinencia.
7. Segunda fuente del pensamiento de derecha
Esta primera fuente nutritiva, la historia y el pensamiento de la
derecha en sus cuatro tradiciones, debe complementarse con
una segunda fuente, tan evidente como muchas veces desconocida: la realidad nacional. A la oligarquía del este de la capital del país le cuesta saber lo que pasa en Chile.
Es necesario reconocer la realidad, la realidad infinita y
multiforme, la realidad del pueblo de provincia, de las poblaciones, de los patios pobres; de las trabajadoras y trabajadores
bajo la violencia de viajar horas por el ruido y la brusquedad
hacia sus tiendas, talleres y oficinas para procurarse un sueldo
modesto; de la gran capital hacinada; las mañanas frías, las
noches desamparadas. La realidad del humo y la polución en
el aire y las tierras y los mares, la realidad del paisaje sufriente
y abandonado. La derecha necesita esa experiencia.
122
No es esto “calle” simplemente, expresión que a veces refleja una actitud instrumental o paternalista. Incluso no es solo el
trabajo voluntario, dispositivo loable, pero que puede ser una
forma más sutil de clasismo, de tener una “experiencia” con
los pobres. Tampoco es excursionismo o turismo por cerros,
campos y playas. Es, antes que todo eso, abrirse a la realidad
nacional, al territorio urbano y rural, montañoso y costero y a
los otros que deambulan por él y lo habitan, pero de tal suerte
que el contacto, la apertura, la conmoción, la llaneza que se logran en el trato con el otro y con la tierra se vuelvan permanentes. Solo entonces se da el paso desde la afectada relación con
lo distinto a lo que podría llamarse un auténtico vínculo cívico
e igualitario con el paisaje y con nuestros semejantes. Recién
ahí la derecha volverá a ser ciudadanía.
Solo en ese momento cabrá pensar que la activación de las
tradiciones de la derecha o el uso de cualquiera de sus discursos será algo distinto a una mera aplicación reduccionista de
reglas y conceptos. Solo la atención a la realidad, a su multiplicidad y su sentido, vuelve a la comprensión política capaz de
fundar decisiones justas, que ni la abandonen a sí misma, ni la
sometan haciéndole violencia.
8. La historia y la realidad como supuestos preliminares de la
reconstitución del discurso de la derecha
Ni la tradición del pensamiento de derecha, ni la realidad son
la solución a la debilidad del discurso de la derecha actual. Son
las fuentes a las cuales se debe acudir en la no-actividad que
resulta necesaria para la reconstitución del discurso. Cualquie-
123
ra que trate de contribuir a esa reconstitución no puede sino
realizar una apertura previa a las elucidaciones efectuadas
en épocas de mayor densidad y aptitud prospectiva del pensamiento de la derecha, así como disponerse a dejar entrar
en su contemplación al paisaje y al otro. Desde ese instante,
cuando se haya logrado una especie de compenetración con el
acervo intelectual de la derecha y con la existencia si se quiere
primordial del pueblo en su territorio, serán capaces aquellos
con mayor poder intelectual de emprender la apremiante tarea señalada. Aquí será tiempo de pensar, recién, en formas
de acción coordinada en el campo ideológico, en maneras de
organización que garanticen una continuidad desde la acción
política y las políticas públicas, alcanzándose a llegar donde
hoy no se llega: la teoría, las humanidades, la ideología, en un
esfuerzo total de comprensión política abarcador del complejo
instante presente.
124
Capítulo V
Síntesis y aspectos fundamentales de una esperable
nueva consciencia en la derecha chilena
1. Una nueva comprensión
El importante desafío que presenta el momento actual exige
una derecha con un discurso más denso y sofisticado que el
que ha tenido en los últimos años. Si bien tanto en los partidos
políticos cuanto en sus centros de estudio existe alguna actividad de talante más ideológico, en general están fuertemente
orientados a discusiones de carácter técnico y, salvo excepciones, no han incorporado en su acervo y tareas habituales a la
teoría y la filosofía política. Los siete libros que se han escrito
recientemente (véase el anexo) como reacción a las manifestaciones, el malestar y la debilidad del discurso de la derecha,
aunque dan algunas luces, ora no hacen un diagnóstico correcto de la situación actual, ora ofrecen salidas demasiado sencillas para la complejidad teórica de la época presente.
La derecha tiene ante sí una tarea pendiente. Ha de incrementar la profundidad de su discurso para mejorar su comprensión de la situación.
Aquí hay dos lugares hacia los cuales mirar. De un lado, la
historia intelectual de la derecha. Desde allí pueden obtener-
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se herramientas para entender lo que está ocurriendo y cómo
darle orientación. La atención de la derecha a sus cuatro tradiciones históricas, el esfuerzo por reactivarlas a todas, es, me
parece, la vía para revitalizar el discurso, incrementar el nivel
del debate interno e iluminar la situación.
Pero además, la derecha debe esforzarse por abrirse nuevamente paso hacia la realidad. Un paso libre que ha perdido, retacada socialmente como se encuentra, parapetada en su tercio
de clase, en la capital, ajena al paisaje, al barrio, a la provincia,
a las capas populares. Ocupada, quizás, demasiadas veces, preponderantemente de ganar dinero y posiciones sin hacerse la
aristotélica pregunta por su sentido.
Ambos movimientos son partes integrales de una misma
operación comprensiva: la activación de las cuatro vertientes
de la derecha le permitirá a ella contar con una mirada en su
conjunto más plural, menos reduccionista de la realidad. La
consciencia sobre la mayor complejidad del discurso, aumentará la confianza en los dirigentes y simpatizantes más ilustrados para aventurarse en el debate público y en el intercambio
de opiniones con las gentes. De su lado, la atención acrecentada hacia la realidad exigirá de formas de comprensión variadas
y diferenciadas, capaces de darle entrada sin reducirla. Cuando
todo eso ocurra, si ocurre, la derecha mejorará las posibilidades de que el pueblo se identifique con ella y de encarnar una
parte sustantiva de algo así como un nuevo sentido común nacional. Su comprensión de la situación, gracias a su apertura
adecuada a lo singular, cuanto a su aptitud orientadora, será
capaz de alcanzar legitimidad política.
Una activación de las cuatro vertientes del pensamiento de
la derecha y una apertura correlativa a la realidad harían esperables una nueva consciencia respecto al mercado y al Estado,
al pueblo y su territorio.
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2. Estado y mercado
La derecha actual está muy atenta a los abusos del Estado contra la libertad. Sin embargo, no se preocupa lo suficiente de los
abusos que contra esa misma libertad comete el mercado. Ambas son estructuras de poder. Cuando el poder se concentra,
ocurren más fácilmente los abusos. Esto vale para el Estado,
pero también para el mercado. Si al Estado se lo abandona a
sí mismo y él concentra todo el poder político y económico,
entonces las posibilidades de disentir se ven gravemente menoscabadas, pues hacerlo significa arriesgar el descontento del
empleador universal y, con ello, la propia fuente de sustento. Si
el mercado, en cambio, es abandonado a sí mismo y el Estado
se restringe a las labores de simple guardián, también se producirá una concentración de poder y una dinámica en la cual
el ser humano tenderá a ser considerado como mero objeto,
como “factor de producción”.
El mercado, igual que el Estado, es un campo de poder. El
aseguramiento de la libertad requiere limitar el poder, venga
de uno o del otro. Para limitarlo hay que dividirlo. La primera división ha de ser entre Estado y mercado. Vale decir, debe
haber mercado, para que el poder político esté separado del
económico. Pero así como al poder del Estado se lo ha de dividir para garantizar la libertad (de ahí la importancia no solo
de la separación de poderes en la forma de gobierno, sino también de apuntar a formas de Estado federalistas o regionalistas,
que distribuyan territorialmente el poder), es menester, asimismo, dividir al poder económico para garantizar la libertad.
¿Cómo dividirlo? Obstaculizando el oligopolio, incentivando la
competencia libre, reforzando la sindicalización.
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La derecha desconfía, además, de la capacidad del Estado
para llevar adelante sus tareas, mas no de la capacidad de los
privados. Esta desconfianza unilateral no está, empero, suficientemente justificada y conspira contra el florecimiento del
país. Ciertamente, en muchos casos el Estado es menos capaz
que los privados. Sin embargo, no se trata de un principio necesario. Piénsese, por ejemplo, en el poco valor que agregan
nuestras empresas, en la escasa productividad de las extensas
jornadas de trabajo allí. Del otro lado, ¿no cabe representarse un aparato estatal fuertemente descentralizado y dotado de
cuadros profesionales y técnicos con calificaciones altas, una
elevada mística funcionaria y cualidades humanas razonables?
Lo que quiero decir es que el mercado y el Estado pueden
ser capaces o incapaces de llevar adelante sus tareas. La capacidad no depende necesariamente de la dependencia de una
organización, sino de la manera concreta en la que esté dispuesta (por eso la gravedad de haber pasado por encima del
Sistema de Alta Dirección Pública; hay aquí una especie de
traición al Estado en favor del clientelismo, pues se lo debilita).
Si a nuestro Estado le falta mucho, muchísimo para hallarse
en forma y gozar de la aptitud para resolver con prestancia las
exigencias sociales, no es menos cierto que también nuestro
sector privado está lejísimos de ser un paradigma de dinamismo y creatividad. Probablemente lo que requiere el país para
alcanzar su desarrollo y zanjada la importancia de que haya un
sector privado fuerte, pues solo así se divide el poder es potenciar conjuntamente culturas y modos de organización que permitan contar con trabajos productivos y dispositivos idóneos
para transformar la realidad y ejecutar con eficacia sus tareas,
tanto en el sector público como en el privado.
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La derecha ha dejado de tener a la vista que el Estado no solo
es el aparato burocrático y de seguridad. Es verdad que este es
un aspecto ineludible de la estatalidad. El Estado es, en un grado insoslayable, también un gendarme o, como dice Hobbes,
aquel monstruo capaz de suspender la violencia. Sin embargo,
no debe desconocerse que el Estado, junto con eso, es la forma de existencia de un pueblo. Está dotado de una dignidad
específica, que deriva no solo de su capacidad de garantizar la
paz, sino de imprimirle al pueblo, con sus actos y símbolos,
una cierta identidad en su diversidad. El Estado, más allá de
su mecánica y su papel de ejecutor de políticas públicas, ha de
ser reconocido como una espontaneidad relevante en la conformación del elemento nacional, sus ideas y sentimientos, de
la unidad y la solidaridad solo a partir de las cuales son realizables desafíos de cambio y progreso a gran escala. Las reformas
sociales, culturales y económicas de envergadura, siempre han
contado con este aspecto comunitario y espontáneo del Estado, con el Estado en cuanto organización existencial. Adquirir
consciencia de este aspecto del Estado es condición para que la
derecha pueda conducir esas transformaciones e intervenir y
dejar huella en la historia del país.
3. Pueblo y territorio
De la apertura a la historia del pensamiento de la derecha y a
la realidad, cabría esperar, además, una mayor claridad política
respecto a la importancia del elemento nacional, así como del
paisaje y su territorio. Las desprolijidades que acompañaron el
último censo nos demostraron que los números no importan
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tanto. El país trabaja, festeja y sufre, no como una suma de
individuos aislados. El aislamiento social es una patología que
entre nosotros es más bien excepcional aún. Nos encontramos
incorporados en entramados humanos que incluyen afectos.
Si bien es posible hablar de una crisis de la familia y de los
vecindarios, aun así hay relaciones integradas y, en una medida importante, nos sentimos formando parte de una red de
vínculos afectivos que van desde las relaciones familiares hasta aquella totalidad más abarcadora del pueblo, en la cual nos
hallamos compartiendo un mismo destino. Los terremotos se
encargan cada cierto tiempo de hacérnoslo saber y desencadenan flujos de solidaridad colectiva en virtud de los cuales nos
enteramos de que no estamos solos. O no tanto.
Ese pueblo no es una esencia inmutable, cambia y mucho.
Tampoco es, empero, una mera palabra sin contenido. El pueblo no se diluye en individuos separados. Se trata, en cambio,
de una aglomeración de factores étnicos, culturales, lingüísticos, históricos, territoriales que determinan una manera de
ser. Es una manera de ser no acabada, dúctil, cambiante. De
ella, de sus características y potencial, ha de hacerse cargo la
política. En nuestra derecha desde hace tiempo no existe consciencia suficiente sobre la importancia del elemento popular
en la conformación del país. Esto no es interés por el folklore.
Es un saber de lo popular y concreto sin el cual las políticas públicas fracasan, por abstractas, sin el cual las decisiones son injustas, por inadecuadas a la situación. Ese modo de existencia
en común, que es el pueblo, requiere ser conocido y cultivado,
pues de su talante y su cohesión dependen los modos y opciones de llevar adelante las grandes tareas nacionales.
El pueblo originario ni vuela ni nada. Está asentado en un
territorio. Desde allí sale a navegar o a volar, pero su lugar
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permanente es la tierra. La tierra es más que mera materia.
Es siempre el paisaje, un despliegue de valles y cerros, de
edificaciones asentadas firmemente. El paisaje importa estética
y vitalidad. Nuestra existencia transcurre en las diversas conformaciones que le damos al paisaje. Esperamos que ellas posean
armonía, belleza incluso. Pueblos y ciudades logran a veces
una integración con los elementos, configurando con sentido
el espacio. Sin embargo, ellos también pueden ser frustrantes,
toscos, hacinados, llenos de ruido y malestar. De las maneras
en las que se conforma el espacio que habita la nación concentrándose ella en ciudades hacinadas o repartiéndose armónicamente por su territorio; en ambientes amables, con parques
e integrados al medio natural o, en cambio, en urbanizaciones
sin espacios comunes suficientes; en edificaciones dotadas de
gracia y hermosura o puramente funcionales; en vecindarios
bien equipados, con una vida común intensa o en barrios-dormitorio, depende -aunque no haya habido una lucidez suficiente en la derecha sobre ello (por cierto: no solo en la derecha),
en una parte fundamental, la felicidad humana en la tierra.
4. Hacia un despliegue nacional
Diría que lograr todo lo anterior requiere educación, mas no
solo en un sentido formal. Por cierto hay que dotar a las escuelas y a la enseñanza superior de los recursos y del marco
institucional requeridos para desplegar en niños y jóvenes las
fuerzas vitales y creadoras necesarias para transformar la realidad y orientarla hacia una plenitud de sentido. Esta es una
exigencia con la que el país se encuentra en deuda. Pero la
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educación es también una actividad mucho más amplia. El arquitecto educa cuando edifica con estética y el político cuando
comprende la realidad de modo fructífero y justo. Necesitamos
una clase política y especialmente una derecha capaz de realizar esa comprensión modificadora. Si lográsemos construir
una vida en común en la cual el mercado y el Estado alcanzasen
el punto de equilibrio en el que se controlaran y colaborasen
mutuamente; si además, en su interior, cada uno de ellos estuviese articulado en múltiples centros de impulsión en el caso
del Estado, con una distribución de poderes nacionales a la
que se agregara una efectiva repartición territorial del poder
político; en el caso del mercado, con medidas que pusieran freno al oligopolio e incentivasen el auge de un tipo de empresa
más humano y creador; si a todo ello se sumara el desarrollo
de culturas organizativas de excelencia, que permitiera confiar
tanto en la educación pública como en la privada, en la empresa así como en la burocracia; si se añadieran medidas para
una reconstitución del tejido vecinal y la disposición armónica
de las ciudades y los barrios, se esparciese la población más
proporcionadamente en menos y más fuertes regiones con gobiernos comunales vitalizados; si todo eso sucediera y puede
suceder, quizás se nos ocurriría entonces pensar que nuestro
país va por mejor camino y no estar, al hacerlo, completamente
equivocados.