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La Derecha en la Crisis del Bicentenario (Borrador)

Advertencia: El presente texto es sólo un borrador sin revisar. Las citas al libro deben efectuarse, en consecuencia, según el texto revisado y publicado por Ediciones UDP en diciembre de 2014.

______________________________________________________________ ADVERTENCIA ______________________________________________________________ El presente texto es sólo un borrador sin revisar. Las citas al libro deben efectuarse, en consecuencia, según el texto revisado y publicado por Ediciones UDP en diciembre de 2014. ______________________________________________________________ Capítulo I ¿Qué es un cambio de ciclo? 1. Cambio de ciclo y tres visiones de la historia Si se la toma en sus alcances últimos, la expresión “cambio de ciclo” supone una visión de la historia en la cual el tiempo transcurre de manera circular y los hechos tienen lugar al modo de un retorno de lo mismo. La palabra griega de la que proviene “ciclo” significa círculo. Esta idea circular o cíclica es incompatible con la concepción lineal de la historia, propia del cristianismo y de su variante secularizada, el progresismo. En la visión circular (o pagana) “todo se mueve en ciclos, como los eternos ciclos de amanecer y ocaso, verano e invierno, generación y corrupción” y los cambios quedan incorporados en una “regularidad periódica”, de tal suerte que aquí no hay ya posibilidad para “un evento histórico único e incomparable”.1 En la visión lineal de la historia, en cambio, la irrupción de tal evento singular prevalece por sobre la regularidad. La inauguración de esta comprensión de la historia va de la mano del judaísmo y el cristianismo, que se distinguen de la religión 1 K. Löwith, Meaning in History. Chicago: The University of Chicago Press, 1949, p. 4. 21 pagana porque en ellos se admite la incalculable intervención de Dios, de lo excepcional ajeno a toda regla.2 Desde Voltaire esta visión lineal agrega una variante secularizada, en la cual la divinidad es reemplazada por la razón.3 Ninguna de las tres visiones está exenta de inconvenientes teóricos. Si la pagana se cierra a la idea fundante de lo propiamente histórico como evento imprevisible, la lineal-teológica supone fe en una divinidad, mientras que la secularizada o bien deja abierta la cuestión religiosa o bien asume una doctrina racionalista o del progreso, en la cual nuevamente la irrupción del acontecimiento es excluida por medio de las construcciones de la mente, lo que en último término es criticable como un intento evasivo condenado al fracaso.4 Esta “implicancia metafísica” de la expresión “cambio de ciclo” es presumiblemente ajena a las creencias, ora progresistas, ora judeo-cristianas, de aquellos que la comenzaron a emplear en la Nueva Mayoría, quienes probablemente, antes que de disquisiciones histórico-filosóficas, se hicieron eco de las noticias sobre el final de la “cuenta larga” del “Calendario Maya”, alcanzado en diciembre de 2012. Con todo, la mentada implicancia no entorpece necesariamente la aptitud de la noción para llevar adelante una interpretación del momento actual. Por de pronto, porque como se aprecia en el pensamiento de Giambattista Vico, los ciclos (corsi e ricorsi) pueden incluirse en un acontecer lineal más comprehensivo.5 De esta manera se abre una oportunidad para relativizar la implicancia cíclica 2 Cf. K. Löwith, op. cit., pp. 4-5, 200. 3 Cf. K. Löwith, op. cit., pp. 1, 200. 4 Cf. K. Löwith, op. cit., pp. 4-5, 12, 191, 198-200. 5 Cf. sobre esto, K. Löwith, op. cit., pp. 132-135; G. Vico, Principj di una scienza nuova intorno alla natura delle nazioni. Florencia: Tipografia di Alcide Parenti, 1847, libro V, pp. 301 ss. 22 en la expresión “cambio de ciclo”, en la medida en que ella no es la forma última según la cual transcurre el tiempo, sino que queda, al menos, abierta la posibilidad de que la circularidad sea nada más que una complicación de la línea, que desde ahora se parecerá a una espiral. Las intrincadas consecuencias que, como advertirá el lector, cabe extraer de los tipos de despliegue del tiempo, experimentan, además, en el caso presente, un giro sorprendente (un giro, que escapa a la linealidad de los acontecimientos de nuestro mundo judeo-cristiano-ilustrado). Ocurre que la historia chilena evidencia un carácter asombrosamente cíclico: el momento actual, de “cambio de ciclo”, muestra bizarros paralelos con otro cambio de ciclo, que tuvo lugar casi exactamente cien años atrás. Más allá de la curiosidad por las coincidencias y semejanzas en medio de lo que a primera vista es el caos de los datos históricos, así como más allá también de las convicciones que se tengan sobre la forma del tiempo, los paralelos son significativos desde un punto de vista comprensivo, pues, en cuanto efectivamente existan, la observación e interpretación cuidadosa del momento histórico pasado del “ciclo” anterior permitirían dar luces sobre el instante histórico actual o pistas acerca de cómo entenderlo y orientarlo. 2. Definición de cambio de ciclo Pero, ¿qué es un cambio de ciclo? Puede describírselo como el paso de una etapa a otra distinta que experimenta un conglomerado humano, el cual tiene lugar como expresión de un “desequilibrio agudo entre las necesidades y los medios de sa- 23 tisfacerlas”, de un desajuste notorio entre el pueblo, sus ideas, sentimientos y creencias, de un lado, y las reglas y modos de trato, los límites y campos de acción, los órdenes a los que se halla sujeto, de otro. Entonces el consenso social se debilita, las prácticas y los criterios que regían la convivencia son problematizados; los individuos están en ebullición, la sociedad se desordena, se vuelve excepcional; el orden jurídico y político se deslegitima. En definitiva, el cambio de ciclo responde a un desfase entre el pueblo y la institucionalidad. Mas, ¿por qué acontece algo así? Aquí resulta especialmente útil una explicación del proceso propuesta por un historiador chileno de la llamada Generación del Centenario, Francisco Antonio Encina.6 Encina descubre lo que cabría llamar la mecánica del cambio de ciclo, que emana de un desajuste entre pueblo e institucionalidad, el cual puede venir o bien por el lado del señalado pueblo o bien por el lado de la dicha institucionalidad. Por el lado del pueblo, Encina detecta la existencia de una asimetría entre “ideas y sentimientos tradicionales” realmente encarnados en él, e ideas abstractas, no encarnadas aún en él, y que incluyen las representaciones de “sectas religiosas o sistemas filosóficos”, así como las “de otros pueblos” (que son, en principio, concretas para esos mismos pueblos, pero abstractas para los demás).7 Las ideas y sentimientos encarnados poseen una eficacia conformadora que le permite al pueblo respectivo adquirir una mentalidad o manera de ser específica, un modo de existencia 6 De quien es la cita del párrafo anterior. 7 F. A. Encina, Nuestra inferioridad económica. Santiago: Universitaria, 1981 (5a ed.; la 1a ed. es de 1911), p. 177. 24 compartido. Encina no es ciego respecto a las imperfecciones de las maneras de ser concretas de los pueblos.8 Sin embargo, destaca su importancia, en tanto que se trata de estructuraciones capaces de dar sentido, aunque imperfectamente, a la existencia del pueblo y son un hecho que ha de tenerse presente al otorgarle un orden institucional. Ese mismo carácter concreto de las ideas y sentimientos realizados les deja, empero, gravemente expuestos. Pues junto a los sentimientos e ideas realizados, hay ideas abstractas, pendientes de realización. Ellas se desplazan con la rapidez de lo abstracto y operan como factores de crítica respecto de los sentimientos e ideas realizados. Las ideas abstractas tienen la ventaja de ofrecer todo su luminoso atractivo, ya en su pura idealidad, ya como ideas ejemplarmente realizadas en otro pueblo (seguramente uno avanzado), sin que ellas hayan aún debido exponer los retrocesos que puede traer aparejada su realización en el propio pueblo. Vale decir, es mucho más fácil la crítica a las propias ideas y sentimientos realizados en concreto, que la defensa de esas –cotidianas, pedestres, cuando no: provincianas– ideas y sentimientos, hermanos pobres de los glamorosos pensamientos traídos desde el gran mundo de las ideas sublimes o los pueblos desarrollados. Así las cosas, basta que las ideas externas entren en relación con un vector lo suficientemente eficaz (Encina mencionaba en su tiempo al libro9, los viajes, el librecambio10, nosotros podríamos decir: Internet y el acceso que procura a redes sociales y a medios de 8 Las ideas y sentimientos, vistos desde fuera, pueden ser “buenos o malos, sublimes o ridículos”; F. A. Encina, op. cit., p. 177. 9 Cf. F. A. Encina, op. cit., pp. 177, 179. 10 Cf. F. A. Encina, op. cit., pp. 211, 217-220. 25 prensa de estas y otras latitudes; las becas para estudios en el extranjero), para que ellas se vuelvan fuente de cambio y eventualmente de malestar, cuando las nuevas ideas irrumpen muy rápidamente o chocan con el orden institucional vigente. “[L] a experiencia social demuestra” que las ideas y sentimientos concretos del pueblo “no pueden ser quebrantados o modificados bruscamente, sin grandes trastornos morales”.11 En los últimos años de manera parecida que hace un siglo se produjo en Chile una alteración o mutación profunda, a tal punto que estaríamos entrando en una nueva etapa. Ya no se quiere vivir según las ideas y sentimientos que no solo organizaron de forma pacífica, sino que inspiraron al país durante los últimos veinticinco años. De pronto al pueblo esas ideas y sentimientos le han parecido inauténticos, inadecuados e irrumpe de diversos modos un “malestar confuso y generalizado”, un clamor por cambios, la búsqueda por superar el desajuste entre nuevos anhelos y una organización institucional cuyo espíritu se escabulló, pero cuyo mecanismo inerte queda allí incomodando a quienes están sujetos a él y a aquellos que lo administran. Probablemente parte importante de ese desajuste sea la consecuencia de los cambios y avances económicos, sociales y culturales que ha experimentado Chile en los pasados treinta años y que han influido en la aparición de nuevos tipos de ciudadanos, con nuevas clases de aspiraciones y anhelos, que no logran ya identificarse con las ideas y sentimientos de antes. El desajuste entre el pueblo y la organización institucional puede venir también por el lado de esta última. Las instituciones son formas estables de ordenar el trato social, que emer- 11 F. A. Encina, op. cit., p. 177. 26 gen y obtienen su sentido de un contexto determinado, en el cual se ubican ellas y el pueblo al que tratan de comprender y dar orientación. Si el contexto sufre graves alteraciones, entonces se abre espacio para que instituciones que antaño contribuían al despliegue de sus miembros, terminen en la nueva situación siendo factores de frustración. Algo parecido sucede también cuando se intenta aplicar a un pueblo determinado formas de organización propias de otro pueblo muy distinto al primero o que, aun siendo de diseño original, resulten muy distantes respecto de la manera de ser nacional, de la mentalidad del pueblo, de su forma de existencia, de tal suerte que terminen, antes que comprendiendo dicha mentalidad, manera o forma, simplemente sometiéndola mecánicamente a reglas y dispositivos institucionales. Encina pensaba que en su tiempo el modelo institucional educativo, orientado preponderantemente a la enseñanza científico-humanista y ajeno a la formación de capacidades industriales y técnicas, provocaba en grupos importantes de la población descontento con la vida y desadaptación respecto de las tareas exigidas por la actividad laboral.12 También vio en el parlamentarismo de su época un diseño político-institucional inadecuado para realizar el interés general de la nación, toda vez que dicha forma de organización privilegiaba la posición de una élite que había devenido oligárquica y anteponía a los anhelos populares de “justicia social” y “bien general” los intereses de clase.13 En la situación actual, la concentración del poder económico y político, fruto de un sistema diseñado para otro contexto 12 Cf. F. A. Encina, op. cit., pp. 62-63. 13 F. A. Encina, Portales. Introducción a la historia de la época de Diego Portales (1830-1891). Santiago: Nascimento, 1964, 2 vols., II, P. 293. 27 (por ejemplo, con régimen electoral binominal, centralismo exacerbado, subsidiariedad acentuadamente negativa, controles férreos al sindicalismo, libertades económicas que favorecen la expansión del oligopolio), en grupos pequeños de la capital, carentes de la amplitud comprensiva suficiente como para incluir al país entero, está alcanzando sus límites, de tal guisa que, de mantenerse sin modificaciones relevantes, el incremento de la frustración popular parece asunto difícil de poner en duda. Esta etapa en la que entramos, el ciclo al cual nos asomamos, es necesariamente difícil de abordar en la precisa medida en que no hay respuestas a la mano para él. Hay nuevas ideas en el pueblo, surgen nuevos sentimientos, pero no se han vuelto aún organización. La organización actual, de su lado, evidencia algunas fortalezas pero también defectos importantes. Es relevante tener en cuenta que el desarrollo experimentado por Chile es ambiguo y no lineal. Consecuentemente, las tensiones que genera el proceso no son unívocas, sino, también ellas, ambiguas. Con todo, parece como si el país requiriese iniciar un proceso paulatino de transformaciones en virtud del cual el cuerpo social se vea reconocido nuevamente en sus estructuras institucionales. 3. Dificultades en el uso de la expresión La aptitud comprensiva de la expresión “cambio de ciclo”, así como la he descrito, su capacidad para entender lo que está ocurriendo, depende también del uso que se le dé. Efectuadas las clarificaciones sobre sus posibles implicancias y luego de 28 que se ha reparado en su significado, vale decir, una vez puesta a la mano la herramienta comprensiva, queda todavía hacer un empleo correcto de ella. No es lo mismo contar con un buen instrumento que utilizarlo bien. Instrumentos de poca calidad pueden, aplicados con destreza, conducir a mejores resultados que instrumentos de calidad mal empleados. Esta aclaración no es para nada trivial en el caso de la expresión de la que vengo hablando, pues se observa que hasta ahora su uso ha estado por debajo de sus posibilidades. La expresión debiera operar como un acicate y un criterio para indagar en la situación actual, para responder cómo es que acontece el paso desde el país de los noventa y de la primera década del siglo XXI hacia el futuro más próximo, en qué sentidos la mentalidad popular ha mutado, cuáles son los alcances de esa mutación, así como para dar con posibles vías de salida a esa situación. En vez de eso, la noción de “cambio de ciclo” ha venido a organizar lo que parece ser más bien una falta de debate entre los principales sectores políticos nacionales. La centro-izquierda se ha inclinado a usarla en una forma acotada, como herramienta de interpretación de su propio proceso de pérdida y recuperación del poder, cuando no como aparato de subsunción de la realidad social y política. La derecha, de su lado, ha empleado la expresión sin saber realmente a qué se refiere, pues no ha inquirido con seriedad en los alcances de los respectivos ciclos, y se tambalea entre el mutismo ante las discusiones más teóricas y el activismo. Sin embargo, hablar de cambio de ciclo sí puede ser una manera adecuada de referirse a la situación en la que nos hallamos, siempre y cuando se dé entrada en la expresión al proceso que estamos viviendo con un razonable grado de amplitud. Efectivamente se observan movimientos, desplaza- 29 mientos o alteraciones en un nivel más bien fundamental de nuestra sociedad, los cuales tienen influencia innegable en la vida política y el debate público chileno. Me atrevo a mencionar siete alteraciones significativas. Ellas podrían agruparse de otra manera, eventualmente cabría agregar otra u otras. Toda generalización es una reducción. La relevancia de las alteraciones mencionadas parece, sin embargo, innegable para hacerse una idea de la dirección y el talante del proceso, de tal suerte que deben quedar comprendidas en la expresión “cambio de ciclo”. Estas alteraciones operan tanto desde el lado del pueblo, como modificación de sus ideas y sentimientos, cuanto desde el lado institucional, donde las formas de organización diseñadas hace dos o más décadas acusan, de diversas maneras, que están alcanzando sus límites y conduciendo a resultados opresivos y frustrantes dentro del nuevo contexto en el que se encuentra el país. 4. Disminución del miedo La primera alteración a tener en cuenta, es la disminución o atenuación del miedo. En la inauguración de la teoría política moderna, Thomas Hobbes indicaba al miedo como fundamento sobre el cual se erige el Estado.14 Entre nosotros, y tan temprano como en 1969, escribía Jaime Guzmán: “Quien observe la realidad político-social por la cual atraviesa Chile en la actualidad no puede dejar de reparar en la acentuación de un elemento inquietante 14 Cf. Th. Hobbes, Leviathan. Cambridge: Cambridge U. P., 1996, cap. 13, p. 89. 30 dentro de ella: el temor, el miedo –cada vez crecientes– que siente el ciudadano común para discrepar en forma pública, abierta y personal, frente al poder estatal y a quienes lo ejercen”.15 Tal como Hobbes en el siglo 17, aunque en una dirección distinta, el joven Guzmán era consciente de este factor fundamental de la política y del potencial de destrucción que conlleva.16 Durante los gobiernos de la Concertación una nueva generación alcanzó la mayoría de edad. Es una generación postdictadura y post Muro de Berlín, ajena a los múltiples temores con los que se vivía hasta los 80 (y que, en una parte, expone tan bien la serie de televisión chilena dedicada a esa década): miedo a la invasión soviética, miedo a los bombazos, miedo a los atentados, miedo a la tortura, a ser detenido, miedo a la pobreza, a la cesantía, al hambre, miedo a la guerra, miedo a la hecatombe nuclear. Una economía, en términos generales, bullente durante a casi treinta años, terminó con el hambre. La Unión Soviética desapareció; mjl, dina, mir, dicomcar, cni, fpmr, etcétera, la larga serie de siglas que asustaban en nuestra política interna, también. Y aunque el riesgo persiste, ya ni 15 J. Guzmán, “El miedo: Síntoma de la realidad político-social chilena”, en: Estudios Públicos 42 (1991), p. 255, cf. pp. 255-259. 16 Renato Cristi y Pablo Ruiz-Tagle indican lo siguiente: “identificamos a Jaime Guzmán como el principal artífice de la retórica del miedo, que sirvió para abonar la campaña del terror contra el Gobierno constitucional de Allende y alentar el ánimo contrarrevolucionario de quienes ejecutaron el golpe de Estado de 1973”; R. Cristi, P. Ruiz-Tagle, El constitucionalismo del miedo. Propiedad, bien común y poder constituyente. Santiago: Lom, 2014, p. 23. Ese miedo Jaime Guzmán habría logrado extenderlo en la clase media; cf. op. cit., p. 14. Si bien puede reconocerse en Guzmán un articulador del discurso contra el gobierno de Allende y que ese discurso se apoyaba, en parte significativa, en una “retórica del miedo”, ese miedo no fue inoculado en la clase media gracias a una operación artificial de Guzmán, a una “campaña del terror” productiva y espontánea. Tanto la retórica cuanto la praxis de la izquierda se hallan, desde fines de los años sesenta, inclinadas fuertemente hacia el polo revolucionario, de tal suerte que la retórica de Guzmán, su oposición al gobierno de Allende y su apoyo al golpe de Estado se dejan entender antes como reacciones, motivadas precisamente ellas mismas por el miedo a una revolución marxista y el establecimiento de una dictadura de izquierda en el país, que como las espontáneas y calculadas acciones de un artífice o productor de miedo. 31 se piensa en la amenaza nuclear, retratada con elocuencia en la película “WarGames”, del año 1983. Los jóvenes en Chile temen hoy menos perder el empleo, pues obtienen otro con menor dificultad. Si bien es cierto que no todos nuestros miedos han sido conjurados (tal cosa es dada nuestra precariedad un imposible), el hecho es que existían fuentes de miedo que fueron muy importantes en el pasado y que ya no están. No es fácil sobrestimar el significado de este cambio general para la vida concreta de las personas y en la manera en la que se despliega la convivencia social y política del país. No solo el tono del ambiente se modificó, sino que se abrieron posibilidades inusitadas de expresar opiniones y pensar y proponer reformas profundas, mucho más arriesgadas que las de antaño. La disminución del miedo en cierta forma despeja el camino para que el pueblo pueda poner enfrente de sí a la institucionalidad, de manera más suelta. Ella ya no es la tabla de salvación en el mar del terror. Ahora cabe exigirle que cumpla bien su tarea. Se deja preguntar cuál es su mejor diseño, qué aspectos podrían mejorarse, cuáles son francamente incómodos y han de desecharse. También está el riesgo de que de tanto cambio el país zozobre económica o políticamente; pero, luego de décadas de estabilidad y niveles razonables de desarrollo, es ciertamente más difícil que antaño caer en el abismo. 5. Debilitamiento de los ejes del pasado reciente Una segunda alteración (que probablemente se relaciona con la superación de miedos), tiene que ver con que en 2010 la derecha llegó al poder democráticamente, poniendo término a dos 32 décadas completas de gobiernos de la Concertación. Si bien la derecha perdió estrepitosamente las elecciones y en parte contribuyó a desencadenar la ebullición social de los últimos años, no se ha de desconocer que su triunfo en las presidenciales marca algo parecido al final de la Transición, en el sentido preciso de que desde entonces la derecha y la centro-izquierda se disputan el poder político principal en igualdad de condiciones, un poco más lejos que antes de las sombras de la Unidad Popular y la dictadura. Dicho de otro modo: Augusto Pinochet y Salvador Allende hoy no son los temas políticamente más relevantes. De hecho, la derecha llegó al poder con alguien que fue un opositor a ambos. La discusión ha logrado desplazarse desde los ejes firmes que la mantenían fija, volviéndose más insegura e inestable, pero también, de paso, comparable en parte con la que tiene lugar en países políticamente más avanzados. De manera parecida a lo que ocurre con la disminución del miedo, ahora se puede debatir directamente sobre el tipo de política, de economía y de sociedad que se desea conformar, sin tener que preguntarse antes si acaso responde a los criterios de la división Allende-Pinochet. Se vuelve practicable, por ejemplo, preguntar, desde la derecha, si el modelo fundado en dictadura no requiere ajustes, incluso cambios importantes; o, desde la izquierda, inquirir en si acaso el avance económico que ha experimentado el país en el último tiempo, y que permite estar discutiendo hoy temas que hace dos décadas eran impensados, no es algo valioso, que merece ser proyectado también hacia el futuro. Estamos en un tiempo de importantes readecuaciones, reordenamientos del panorama político. Derechas e izquierdas ya no son bloques fijos, compartimentos estancos. De hecho, ocurre como que de pronto nos mirásemos a nosotros mismos y tuviésemos que hacernos la pregunta, sin 33 el fantasma del padre autoritario, ¿qué nos hace ser lo que somos? O: ¿qué es ser respectivamente de izquierda o derecha? Nos hallamos aquí más solos que antes y varias respuestas están aún por formularse. 6. Distribución del conocimiento y la información Si el conocimiento y la información son poder, el poder se ha repartido. Esto ocurre en varios sentidos. Pese a todos los graves problemas que arrastra nuestro sistema educacional, es un hecho que la matrícula en los estudios superiores se masificó. Hoy resulta más fácil que hace veinte años acceder a la educación universitaria y técnico-profesional. Es algo repetido, casi hasta la majadería, que gran parte de quienes están en la educación superior son la primera generación en sus respectivas familias. El porcentaje actual de estudiantes por cohorte es varias veces el de comienzos de los noventa. Ciertamente no todas las carreras e instituciones alcanzan niveles razonables de calidad. Muchas de ellas difícilmente conducirán a obtener empleos como los que prometen. El excesivo endeudamiento de las familias es un lastre que dificulta sobremanera la consolidación de los nuevos egresados. Sin embargo, aun con estos y otros graves problemas, la masificación de la educación superior es un cambio que, aunque insuficiente, tiene un alto impacto en la vida concreta de los afectados y, por su gran extensión, al final, de la sociedad entera. Sucede que las universidades, los institutos profesionales y los centros de formación técnica no solo difunden conocimientos, sino que, además de formalizar el comportamiento de los concernidos 34 incorporando en sus vidas nuevos hábitos que les vuelven más aptos para el trabajo productivo, posibilitan el establecimiento de redes de contactos, operan como una especie de plaza pública para los alumnos, quizás como ningún otro tipo de instancia, ni aun las plazas reales de sus barrios. A lo anterior hay que agregar que, a consecuencia, primero, del funesto exilio y, luego, de una política sostenida a lo largo de los gobiernos de diverso signo, existe una gran cantidad de chilenos que han estudiado en el extranjero y regresado gracias a becas extranjeras y chilenas (Becas Presidente de la República, primero, Becas Chile, después). Estos contingentes de estudiantes de magister y doctorado han visto y experimentado culturas sociales, políticas, económicas, académicas e investigativas distintas usualmente más avanzadas que la chilena. Con ello adquieren criterios de comparación y la distancia requeridos para juzgar con prestancia acerca de los méritos del modelo chileno. Además, y fruto de sus estudios disciplinarios, vuelven con conocimientos y capacidades que les convierten en un factor de mayor influencia en el país. Su retorno significa entonces la distribución del poder del conocimiento y, a la vez, la introducción de un factor dinamizador desordenador incluso de la vida nacional. Cuentan con herramientas conceptuales como para realizar una reflexión de mayor calado sobre la situación y de redes suficientes como para hacer valer sus opiniones. También debe considerarse en este punto a las nuevas tecnologías y medios de comunicación. Ellos han llegado a producir un cambio –en muchos casos dañino, pues lo que se gana en rapidez se pierde en intensidad17– de alcances aún incalculables, pero que sin duda tiene incidencia en la discusión po- 17 Cf. H. E. Herrera, op. cit., pp. 93-103. 35 lítica actual. La expansión de Internet en el país ocurrió junto con nuestra Transición. La política de los ochenta transcurría por papel impreso, reuniones y contactos telefónicos. Hoy ella es incomprensible sin medios digitales y las llamadas redes sociales. Esta virtualización de la política ha significado que ella se ha vuelto más instantánea y superficial. El ejemplo paradigmático es Twitter, una red en la que por diseño es imposible realizar justificaciones de las opiniones emitidas y en la que, en consecuencia, se impide el procedimiento mismo de la deliberación. En otros casos, sin embargo, la virtualización ha abierto canales a discusiones (ahora sí con justificación), que la concentración excesiva de los medios de comunicación políticamente más significativos mantenía constreñidas. 7. Oligopolio, productividad decreciente, bajo compromiso social Desde hace tiempo que nuestro sistema económico viene dando señales de alerta. Los casos de colusión de las cadenas de farmacias y de las empresas avícolas, los de modificación unilateral de cláusulas a los clientes de cadenas de retail, fueron una campanada de alerta respecto de un fenómeno que se venía asentando en el país desde hace años. No es que los empresarios sean necesariamente malos en un sentido moral. Es, mucho más, en este caso la excesiva concentración de poder la que les hace fácil abusar de sus posiciones. Los teóricos políticos saben, desde Locke y Montesquieu (también de antes), que la concentración del poder genera posibilidades de abuso para quien lo ejerce. 36 La distribución del poder, en cambio, es garantía para los más débiles. Esta máxima, que Locke y Montesquieu aplican al campo político, es válida para cualquier poder social, incluido el económico, como bien lo sabe uno de los padres de la economía de mercado, Adam Smith.18 En Chile, y fruto precisamente del nuevo sistema liberal instaurado durante la dictadura, se produjo una creciente concentración del poder económico. Los bancos, las avícolas, las empresas de fondos de pensión, las empresas de salud previsional, las farmacias, las librerías de libros y las de útiles y papelería, las jugueterías, las ópticas, el retail, los supermercados, las tiendas de comida, las cigarrerías, etcétera, son grandes cadenas que se han expandido a tal punto que casi todo ¡hasta el pan! lo compramos hoy en ellas. La mediana empresa, el pequeño comercio, la diversidad de negocios en general, ha ido cediendo su lugar a los grandes. El oligopolio se ha vuelto la regla. Eso significa una inmensa concentración del poder económico. Esta oligopolización del sistema es, en buena medida, precisamente contraria a los principios que debieran inspirarlo. Pues se sabe que el oligopolio significa la ausencia de competencia, la colusión, la negociación secreta, la conservación de posiciones por parte de empresas menos eficientes, las alzas de precios, la pérdida de dinamismo de la economía nacional y el consecuente perjuicio no solo para consumidores y trabajadores, sino para el desarrollo del país. Los abusos que permite un sistema oligopólico producen la desafección cuando no la irritación de los consumidores y los trabajadores, lo que incide en la calidad de la convivencia 18 Cf. A. Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations. Londres: Methuen & Co., 1904, pp. 63, 130. 37 social. La concentración del poder económico en cadenas es altamente perniciosa, además, para la vida vecinal. Muchos de nosotros tuvimos la experiencia del almacén de barrio, usualmente atendido por sus dueños o sus dependientes estables, a menudo vecinos que le daban carácter de vecindad a la vida del sector del que se tratase. El tejido denso de vínculos humanos formado a partir de relaciones como la del almacén se dificulta severamente allí donde se instala la gran cadena con empleados inestables y ajenos al contexto en el cual trabajan. Con ello se debilitan las conexiones que constituyen la vecindad. El vecindario poco a poco pasa a convertirse en barrio-dormitorio. Esta indicación no es un simple lamento romántico. Países más avanzados incorporan en su comprensión de una vida buena o de calidad la importancia de barrios bien constituidos, con entramados densos de relaciones, bajo el entendido de que los vínculos amistosos enriquecen las existencias personales y, al contrario, el empobrecimiento de esos entramados atenta contra el despliegue humano. Quienes saben de los crecientes niveles de abandono y soledad que afectan a grupos vulnerables de la población llaman la atención sobre el punto, lo mismo que quienes entienden de seguridad vecinal: la delincuencia se relaciona también con la existencia o inexistencia de fuertes vínculos entre quienes viven en un mismo barrio. Junto con el oligopolio o la serie de problemas atados a él, es relevante mencionar el hecho preocupante de que las empresas chilenas aportan, en general, poco valor a sus materias, que la industria del país es incipiente, que las extensas jornadas laborales tienen baja productividad. Raphael Bergoeing muestra que la eficiencia agregada se ha desacelerado desde 1998 en adelante y está muy por debajo de la que tienen países desarrollados. Mientras el producto por hora trabajada en Estados 38 Unidos es cercano a los 70 dólares y en Finlandia se encumbra a los 50 dólares, en Chile apenas supera los 20 dólares.19 En los grupos empresariales prima antes el tipo del mero administrador que el del “emprendedor pionero” del que hablaba Schumpeter, aquel capaz de transformar la realidad bajo condiciones de incertidumbre y crear algo nuevo.20 El incremento en la productividad y en la capacidad del país de creación productiva y agregación de valor a sus materias está condicionado por la adopción de políticas que favorezcan efectivamente tanto la innovación y la industria cuanto el despliegue de la competencia y el control del poder oligopólico. Algo que en general destacan también los expertos es el altísimo nivel de desigualdad que existe en el país. Se lo ha tratado de justificar con el crecimiento o de mostrar que en las generaciones jóvenes las diferencias disminuyen.21 Sin embargo, es un hecho que el despliegue integral del país, incluso su competitividad económica, pero sobre todo la consecución de un desarrollo que sea más que cifras, exigen una mejor distribución de la riqueza. Aquí no basta con establecer políticas sociales adecuadas. Se necesita instruir a los trabajadores y dotarles de la capacidad efectiva de organizarse. Para muchos empresarios el sindicalismo representa un problema. Dejan de ver que un movimiento sindical fuerte y profesionalizado, 19 Cf. R. Bergoeing, “Reflexiones sobre el modelo. Crecimiento, desigualdad y prosperidad en la economía global”, Puntos de referencia (Centro de Estudios Públicos) 372 (mayo 2014), p. 11. 20 J. A. Schumpeter, Theorie der wirtschaftlichen Entwicklung. Múnich y Leipzig: Duncker & Humblot, 1926 (2a ed.), pp. 99 ss. 21 Claudio Sapelli muestra que el carácter agregado del coeficiente de Gini impide notar la mejor situación en la que se encuentran las generaciones más jóvenes; cf. C. Sapelli, Chile: ¿Más equitativo? Una mirada distinta a la distribución del ingreso, la movilidad social y la pobreza en Chile. Santiago: Universidad Católica de Chile, 2011. 39 que incorpore en él diversas vertientes ideológicas, puede ser una contraparte responsable y eficaz en el proceso productivo. 8. Oligarquía Un aspecto especialmente delicado de la crisis actual es la escasa legitimidad de la clase política. De modo parecido que hace un siglo, la élite parece haber devenido oligarquía. En nuestro país el poder político y el económico se hallan altamente concentrados en ciertos grupos sociales o incluso familiares. Si bien los “clanes” no son un fenómeno autóctono, en la política y la economía chilena manifiestan una insólita eficacia.22 La dirigencia político-partidista está pésimamente evaluada y persistentemente en las pesquisas de opinión y se la asocia antes con ambición individual y banalidad que con la encarnación del interés general o intenciones serias y loables. Esta decadencia tiene un componente humano indudable. El liderazgo político requiere cualidades intelectuales y éticas, una capacidad de independizarse de los propios intereses y mirar a la totalidad, excelencias todas cuya pérdida no ocurre sin daño para la vida de la nación. Si se compara a los políticos de inicios de la Transición o se va incluso más atrás, a las luchas entre oposición y gobierno en dictadura, asoman dirigentes de una estatura distinta a lo que se ha vuelto hoy la regla. Pero, además del componente humano, hay factores institucionales que facilitan el deterioro del orden político. 22 Cf. sobre esto, el libro de Sofía Correa, Con las riendas del poder. La derecha chilena en el siglo XX. Santiago: DeBolsillo, 2011, pp. 32-37. 40 El sistema electoral binominal en vigencia es ciertamente una garantía de estabilidad en tiempos convulsionados. Pero hoy, luego de veintitantos años de pacífico y leal juego democrático, él se erige como un freno que dificulta severamente la entrada de nuevas corrientes al sistema. Si la economía chilena es oligopólica, las alternativas políticas están capturadas por pocos partidos dotados de una flexibilidad y una capacidad de recepción de lo nuevo más bien escasas. La dinamización de la discusión social no encuentra su reconocimiento institucional en un modo de acceso abierto y sencillo al sistema político. No solo la mayor estabilidad y madurez política del país vuelven poco adecuado el régimen electoral en vigor. La verdad es que no tiene mucha justificación tanta restricción al ingreso de nuevas corrientes al sistema de partidos, si se repara en el fuerte presidencialismo que rige en Chile, en el cual, si bien la Asamblea está lejos de ser un elemento decorativo, ella carece de un poder que haga temer por la estabilidad de nuestra política si se incorporan más movimientos y sensibilidades. También juega un papel en el deterioro del sistema político y en la conformación de una oligarquía carente de cualidades suficientes el actual estatuto de los partidos políticos. Ellos acusan una organización excesivamente centralista. En el punto siguiente me referiré al centralismo del Estado. Aquí, en cambio, me limito a destacar que el actual régimen de los partidos favorece muy poco la distribución armónica del poder en su interior, especialmente entre la mesa central y las regiones. La deliberación es escasa y poco exigida. Las elecciones son todavía en algunos conglomerados más una graciosa concesión que una práctica usual. Resulta además urgente revisar el régimen económico de los partidos, si se quiere 41 poner fin a los oscuros vínculos entre las empresas privadas y la política, puestos de manifiesto recientemente a raíz del llamado “Caso PENTA”. La trenza de política y economía distorsiona la voluntad popular, corrompe y favorece la operación oligárquica de los grupos sociales o familiares. 9. Centralismo El diseño del país es excesivamente centralista y al centralismo no contribuye solo la concentración del poder económico y político. El tamaño ínfimo de las regiones en las que se agrupan nuestras paupérrimas provincias es completamente inadecuado para propiciar una efectiva descentralización, que no solo sea administrativa, sino política. Regiones demasiado pequeñas impiden lograr la concentración suficiente de cuadros humanos y recursos en cada una de ellas. El centralismo hace muy difícil alcanzar decisiones correctas en terreno y el resultado es una pérdida de capacidad del Estado, el cual se vuelve un mecanismo que, en la medida en que crece, aumenta, en general, su ineficiencia. Chile necesita un Estado fuerte, vigoroso y dinámico, apto para desenvolverse con prestancia en las diversas situaciones. Hoy en día, en cambio, el centralismo exagerado, la ausencia de regiones poderosas, hacen que el Estado se parezca muchas veces más a una gran y floja burocracia que a un centro de impulsión múltiple y efectivo del despliegue de las capacidades de la nación. El resultado de esta carencia es, por de pronto, una serie de conflictos que se agravan en regiones, en la Araucanía, en Punta Arenas, en Aysén aún aislado, en el norte, en la misma 42 medida en que las autoridades dotadas del poder para adoptar decisiones eficaces, por la distancia en la que se encuentran, simplemente no saben en concreto de las disputas y de sus diversos factores. El centralismo exacerbado es el responsable de una falta de integración de pueblo y territorio: nuestra nación no se esparce por su paisaje, la mayor parte de ella se hacina en la capital, no se cae en la cuenta de que la naturalidad de los mares y los campos, o ciudades vinculadas armónicamente con su entorno, importan posibilidades fundamentales de experimentar sentido a las que se está renunciando. Vivir cerca de ambientes naturales, vivir con el mar y los campos y los bosques significa expandir la existencia de las gentes, mejorar sustantivamente la calidad de vida. En cambio, entre nosotros, si el norte es un desierto inhóspito, el sur ha sido convertido en un gigantesco parque nacional, impidiéndose así su colonización. Tanto la efervescencia en Arauco cuanto los alzamientos sucesivos en diversas provincias, tanto la escualidez del desarrollo de las regiones cuanto el insano apiñamiento en Santiago, vienen a llamar la atención sobre los límites del centralismo político, económico y social. No remediar este exceso será fuente persistente de daño y conflicto. 10. Empobrecimiento espiritual El abandono de grandes grupos de jóvenes y la expansión del consumo de drogas peligrosas, especialmente en las grandes ciudades; la fragmentación familiar y la ausencia de vínculos 43 sociales dotados de una fortaleza y capacidad afectiva comparables; la falta de un ambiente vecinal, social y natural estimulante, de caminos visibles de despliegue intelectual, estético y moral; opciones laborales de perfil muy bajo y escasas posibilidades de desarrollo personal, trabajos mal pagados, poco prestigiados y que se parecen mucho a lo que el escritor canadiense Douglas Coupland popularizara algo despectivamente como “McJob”23, producen un contexto especialmente propicio para la decadencia y el empobrecimiento de las conductas humanas y el deterioro en el nivel espiritual y material de los concernidos. Libros como Solos en la noche24, de Rodrigo Fluxá, vienen a retratar con elocuencia la escoria que va dejando a su paso, entre nosotros, la operación normal del modelo. El autor de esa obra pone en cuestión la mitificación del asesinato de Daniel Zamudio y lo interpreta, luego de acuciosas indagaciones en las vidas de los involucrados, como el resultado no solo de crueldad, menos aún de simple discriminación, sino también de un vaciamiento espiritual y un quiebre existencial de los actores. Escribe Fluxá: “Los cinco involucrados son una muestra representativa de un tejido social complejo, lleno de carencias en todos los niveles: familias fragmentadas, problemas de identidad y pertenencia, empleos precarios, abuso de alcohol y drogas y nulo soporte del Estado. Son tantas las similitudes entre las vidas de la víctima y de sus victimarios que entenderlos como parte de un todo es una primera lección, difícil de 23 D. Coupland, Generation X: Tales for an Accelerated Culture. Nueva York: St Martin’s Press, 1991, p. 5. 24 R. Fluxá, Solos en la noche. Zamudio y sus asesinos. Santiago: Catalonia-UDP, 2014. 44 tragar conociendo los detalles del crimen”.25 La tesis es fuerte y generó resistencia. Siempre es doloroso y trae consecuencias derribar mitos, especialmente cuando se trata de víctimas de la crueldad humana. Sin embargo, en lo que respecta al diagnóstico de la precariedad de relaciones y pobreza espiritual que el texto hace, él no puede sino despertar reconocimiento y preocupación. 11. Un malestar profundo Las alteraciones identificadas hacen, sin duda, que la discusión no solo se deslice hacia temas más fundamentales, sino que el ambiente se vuelva más tenso. Las demandas sociales, políticas y económicas se han incrementado a un nivel en el que la capacidad del país está sobrepasada. Ocurre algo parecido a lo que describe Francisco Antonio Encina que sucedía hace justo un siglo, en el otro ciclo: hay “una especie de desequilibrio agudo entre las necesidades y los medios de satisfacerlas”. Se podría establecer con cierta facilidad una analogía entre la llamada “crisis moral” del Centenario con la situación actual, en algunas de sus causas particulares, que a veces no son muy distintas, así como y especialmente en la mecánica del proceso, que apunta a una desestabilización de la relación entre las demandas sociales y la aptitud del país para abordarlas y encauzarlas. Después de todo, en este sentido estructural al menos, la historia vuelve. La ciudadanía, pulsando los límites del sistema político y económico, sin miedo y más orientada al presente y al futuro que a 25 R. Fluxá, op. cit., p. 15. 45 su pasado, con mayor información y contactos, afectada en una parte importante también por un empobrecimiento espiritual, está poniendo exigencias a las que la actual institucionalidad no está respondiendo adecuadamente. 12.C’est une révolution? El asambleísmo que apreciamos entre nosotros, la defensa que se hace de la legitimidad de las deliberaciones de base incluso por sobre las instituciones representativas, la propuesta de una asamblea constituyente, son posiciones revolucionarias. Durante la revolución en Francia, parecido a nuestros izquierdistas, las secciones parisinas tenían despierta consciencia sobre la importancia de las asambleas populares no solo en cuanto órganos de deliberación y decisión, sino que, además, de educación cívica de sus miembros.26 En el movimiento social hay otros aspectos que poseen también carácter revolucionario, como la estrategia de movilizaciones callejeras constantes y de tomas con pretensión de indefinidas (toda suspensión indefinida del orden institucional es, en último término, revolucionaria). De origen revolucionario son, asimismo, el cuestionamiento a las diferencias de ingresos27, las irrupciones violentas en las manifestaciones, la intervención del anarquismo en la conducción del movimiento estudiantil, las “funas”28 y modos 26 Cf. A. Soboul, The Sans-Culottes. Princeton: Princeton University Press, 1980, pp. 119-120. 27 Cf. A. Soboul, op. cit., pp. 48-49. 28 Como la que afectó a J. J. Brunner el 3 de junio de este año. 46 de discutir que se inclinan a la dénonciation29, últimamente –y aunque hay que distinguirlas, por su brutalidad acentuada, de las otras acciones– las bombas. Todo esto es indesmentible. Sin embargo, en lo fundamental, la situación actual se parece, antes que a una revolución en forma, a un desajuste profundo entre el pueblo y el sistema político y económico, que se expresa en el modo de un malestar y una revuelta persistentes, los cuales no alcanzan para algo así como una huelga general –ni “política” ni “proletaria”30–; tampoco –siquiera– para medidas civiles como el boicot a las grandes cadenas comerciales o financieras sorprendidas en abusos de su posición de poder. 13. Romanticismo político Los líderes de los movimientos sociales, mucho más que a una posición revolucionaria, se acercan a lo que podría designarse como “romanticismo político”.31 Reclaman lo suyo con gestos y actitudes estéticos, pero se niegan a realizar cambios radicales y a correr los riesgos que ellos traen aparejados. El ímpetu de los grupos de indignados no basta para soportar la articulación 29 Véase, como buen ejemplo, el artículo de A. Mayol en “Brunner, Peña, Bachelet: la educación y la transmutación de lo público” (El Mostrador, 17 de diciembre de 2013), en el cual no se somete a una crítica rigurosa los argumentos de los aludidos, como que lo público y lo estatal no coinciden (algo que, por lo demás, ya reconocía el propio Kant; cf. “Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung?”, en: Akademieausgabe. Berlín: Walter de Gruyter, 1900 ss. vol. VIII, PP. 35-42). En cambio, Mayol se concentra en exponer los vínculos profesionales y develar los presuntos intereses de los mencionados. 30 Cf. G. Sorel, Réflexions sur la violence. París: Marcel Rivière, 1910 (2a ed.; la 1a ed. es de 1908), pp. 217-218. 31 Cf. sobre este tema: C. Schmitt, Politische Romantik. Berlín: Duncker & Humblot, 1998. En un reciente libro (Chile, tiempos interesantes (a 40 años del Golpe Militar. Santiago: Ediciones UDP, 2013, p. 18), Eduardo Sabrovsky habla de “un fenómeno generacional y estético, de ‘estetización de la política’”. 47 política de una fuerza dispuesta a echar por tierra el orden vigente. Los autores que aparecen siendo indicados como voces intelectuales del movimiento social, expresan un diagnóstico, a veces más emotivo32, a veces más sobrio33, de los excesos en los que ha caído la economía en Chile, así como el sistema político que la ampara, pero que no importa necesariamente superar el mercado como tal (salvo que alguien piense que excluirlo de ciertos ámbitos o corregir el oligopolio en otros es lo mismo que su supresión completa) ni sustituir completamente la democracia representativa. Estudiantes secundarios y de educación superior, ecologistas, regionalistas, partidarios de una asamblea constituyente, activistas de minorías sexuales, ciclistas furiosos, grupos étnicos, enfermos, consumidores, usuarios del transporte público, conductores del transporte público, trabajadores en general y todos quienes han vitalizado el movimiento social en su plural conformación, están dispuestos a marchar, pero –por ahora– no a hacer una revolución. Y eso no ocurre solo con las masas, sino con sus dirigentes y portavoces. La ausencia de carácter revolucionario del proceso se evidencia especialmente en la aparición de algo así como una casta de irritados, individuos que quieren mejorar rápidamente 32 Cf. A. Mayol, El derrumbe del modelo. La crisis de la economía de mercado en el Chile contemporáneo. Santiago: LOM, 2012. Toda la energía que despliega Mayol en su libro, termina siendo la por momentos extravagante puesta en escena que acompaña un resultado comparativamente muy modesto: no es “[l]a crisis de la economía de mercado”, del “capitalismo” como tal entre nosotros (cf. pp. 16-17), lo que evidencia el texto, sino simplemente de una especialísima versión del mismo o, mejor aún, de algunos de sus abusos más elocuentes. 33 Cf. F. Atria, G. Larraín, J. M. Benavente, J. Couso, A. Joignant, El otro modelo. Del orden neoliberal al régimen de lo público. Santiago: Debate, 2013. Se trata de un libro que, aunque criticable en varios aspectos fundamentales, es matizado y complejo y puede servir, en términos generales, de diagnóstico y propuesta reformista desde la izquierda. 48 el estado de las cosas, que unen a esa inquietud una excitada molestia exactamente proporcional a la urgencia e impotencia de su afán progresista contra todos quienes no compartan su programa. Usan expresiones llenas de adjetivos calificativos definitivos e implacables. Las redes sociales han sido la válvula de escape para su irritación. Sin embargo, la molestia de quienes operan en esas redes resulta enrielada de tal suerte que su impotencia es, en cierta forma, procesada y conservada. Las redes ofrecen un “como-si”, un espacio virtual de poder virtual, expresado, por ejemplo, en el número de seguidores o de remisiones a un mensaje, pero que es poco relevante para desencadenar auténticos hechos políticos que cambien con eficacia el curso de las cosas, justo en la medida en que es difícil encontrar allí argumentos y suficiente reflexión. Probablemente fue la falta de impulso revolucionario del movimiento social la que produjo que, a muy poco andar, los líderes de su primera hora terminaran transando con las élites establecidas, asumiendo cargos relativamente menores desde el punto de vista de su eficacia diputaciones, agregadurías culturales, quedando así atados, a cambio de muy poco, a la lógica y los procesos burocráticos e institucionalizados del aparato de poder. 14. Necesidad de una comprensión política Ocurre a la inversa que con Luis XVI y el duque de La Rochefoucauld-Liancourt, François xii Alexandre Frédéric: no es una revolución, el proceso chileno. Es un conjunto de alteraciones que generan un desajuste, el cual se expresa como revuelta. Sin embargo, las alteraciones y la situación de cambio merecen 49 ser conocidas, ha de atenderse a ellas, deben ser interpretadas de manera lo suficientemente diferenciada como para que las decisiones que busquen conducirlas sean plenas de sentido. Esta exigencia se funda en dos reconocimientos. Por un lado, aunque no estamos ante un proceso revolucionario, la falta de comprensión productiva del momento actual puede provocar en el futuro que lo que ha sido y parece decantarse como una revuelta de baja intensidad, devenga un conflicto serio y generalizado y dé paso, eventualmente, a un proceso de características violentas. Por otro lado, aun cuando no evolucione en esa dirección, una comprensión productiva de la situación es condición para que, cuanto menos, los abusos y tipos de alienación más graves a los que se está sujeto en ella puedan ser develados y se organice la convivencia colectiva de una forma concordante con algo así como el despliegue humano. Comprender el nuevo contexto de modo correcto requiere evitar simplificaciones, abrirse a la situación y su concreta heterogeneidad en la mayor medida posible; pero además, no mantenerse en una actitud puramente contemplativa o reflexiva, sino que decidir. Lo que quiero hacer en el siguiente capítulo, antes que plantear posibles soluciones a los acuciantes problemas que emergen en la época presente, es sugerir una exigencia fundamental frente a la que ella nos coloca, a saber, la de desarrollar una metodología o una manera de interpretarla específicamente política. 50 Capítulo II Comprensión política 1. Tensión entre regla y caso La comprensión política está afectada por una tensión fundamental entre dos aspectos irreductiblemente involucrados en su actividad. La comprensión abarca una situación que es infinitamente singular, única, irrepetible, diversa, excepcional, que incluye la alteridad de los otros seres humanos que existen en ella. Esa comprensión se realiza, empero, de acuerdo a unas reglas y conceptos generales a partir de los cuales se pretende hacer luz en el caso o situación y organizarlo. La generalidad de la regla se encuentra en tensión con la particularidad del caso. Esta tensión entre el caso y la regla hace que la comprensión política se mueva siempre entre dos polos. En un extremo está la reducción mecánica de la singularidad y diversidad de la situación, de la particularidad del caso, según unas reglas preconcebidas. En esta reducción se termina haciendo injusticia o violencia a la peculiaridad de la situación y a los individuos que se ubican en ella. Se los reconduce a la generalidad, anulándose su singularidad. En este extremo cae el político excesivamente ideologizado o simplemente incapaz o ambas cosas a la 51 vez, que prefiere aplicar su programa sin atender con consideración las particularidades del caso y los individuos que serán afectados por su decisión. El otro extremo es el de la contemplación puramente pasiva, estética, que se obnubila extasiada ante la infinitud y el carácter insondable de lo real. La situación se ve tan compleja que no se sabe qué hacer con ella. En este segundo extremo cae el político que, agobiado por las eventuales consecuencias de su decisión, no se atreve a adoptarla y permanece taciturno, paralizado frente a la inabordable existencia. Entre ambos polos se halla la comprensión propiamente política, la cual está sometida a una doble exigencia. Por una parte, se le demanda adoptar una decisión, es decir, que en un momento determinado se suspenda la contemplación y la deliberación y se escoja una de las posibilidades de acción a la vista. Por otra parte, se encuentra siempre también bajo el reclamo de la justicia, de tratar el caso de manera adecuada, proporcionada, no reduccionista. Vale decir, se requiere no solo una teoría que elucide la situación de tal suerte que en ella se logre orientación, sino también una especial apertura a la realidad, una cercanía con ella, recién a partir de la cual se alcanza a saber de lo que allí efectivamente se trata.1 1 La actividad comprensiva, si ha de ser justa, importará, entonces, que en los diversos actos de comprensión no solo los casos se vayan ajustando a las reglas, sino también las reglas adecuándose, ampliando su sentido a la peculiaridad de los casos. Que el caso se decida según ciertos conceptos es lo que distingue a la comprensión política de la sola contemplación; que la regla sea adecuada, extendida, alterada conforme al caso, lo que distingue a la comprensión política de una subsunción reduccionista. Cf. para todo esto: H. G. Gadamer, Wahrheit und Methode, en: Gesammelte Werke. Tübingen: Mohr Siebeck, 1999, vol. 1, pp. 313 ss.; C. Schmitt, Gesetz und Urteil. Múnich: Beck, 2009, pp. vii, 8, 28, 32, 40, 48-52, 69, 71, 75, 93-94; Der Begriff des Politischen, pp. 120-121; Jacques Derrida, “Force de loi: Le ‘fondement mystique de l’autorité’”, en: Cardozo Law Review 11 [1990], 5-6, pp. 948, 960, 970. La problemática indicada -no obstante el contexto moderno y post-metafísico en el que la plantean Gadamer, Derrida y Schmitt- es aristotélica en su origen; cf. Aristóteles, Ética a Nicómaco. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1989, V, 14, 1137b. 52 Lograr una comprensión que sea, a la vez, capaz de decisión y abierta a la diversidad de la realidad, es un desafío hasta cierto punto imposible al que están persistentemente sometidas las élites intelectuales y políticas, bajo la premisa de que la prosperidad y supervivencia de las democracias republicanas penden de la capacidad de sus conductores de articular efectivamente la insondable y diversa voluntad popular en una decisión fundada en relatos lo suficientemente complejos. Esta capacidad de articular realmente la voluntad del pueblo según comprensiones plenas de sentido es la legitimidad. Aunque, en definitiva, termina siendo acompañada por la voluntad popular, la legitimidad no se reduce a la adhesión que reciba cierto sector político o poder del Estado en las mediciones de opinión. Ocurre a veces que decisiones resistidas en principio por el pueblo están fundadas en comprensiones tan certeras y son tan oportunas que de alguna manera hacen luz y despejan el camino allí donde el pueblo no lo veía y son legítimas en tanto conforman en el acto o a consecuencia de él la voluntad popular. Al contrario, la adhesión en encuestas a ciertas medidas tenderá a ser una opinión peregrina si esas medidas están asentadas en comprensiones superficiales. La legitimidad surge cuando la decisión logra transformar el panorama de tal modo que los concernidos entienden y sienten que se han abierto vías plenas de sentido. La política se vuelve ahí una forma de superación de la alienación. 53 2. El desafío comprensivo de las élites La incapacidad de adoptar decisiones socava la legitimidad de las élites y deja al pueblo abandonado a las decisiones que adopten otros grupos. La subsunción de la complejidad de lo real bajo un discurso simplificador, de su lado, puede, o bien conducir también a la pérdida de legitimidad, si la estrechez de la comprensión es muy acentuada, o, si se supera un cierto umbral de la complejidad, alcanzar la eficacia como una imposición todavía injusta del mecanismo, en último término, violento de poder sobre los gobernados. En el primer caso, vale decir, cuando no se decide, sino que se permanece en la contemplación y el silencio o se insiste en una discusión como intercambio sin fin de experiencias inconmensurables, las élites pierden legitimidad debido a su esterilidad política. La ilegitimidad es aquí la consecuencia de la impotencia de la comprensión. Si las nuevas exigencias populares y el malestar son administrados, pero no se cala hondo en la nueva complejidad orientándosela hacia caminos de sentido, entonces el pueblo se alejará de sus élites y buscará la salida en otra parte, pues casi siempre hay quienes están dispuestos a decidir. Es lo que parece haber ocurrido, por ejemplo, en la “República de Weimar”, donde la clase política no fue capaz de levantar un liderazgo republicano fuerte en el grado requerido por la urgencia apremiante de los tiempos y los alemanes siguieron al nuevo partido Nacional-Socialista. También pasó algo así en cierto momento de nuestra “República Parlamentaria”, cuando el país halló salida a su inquietud en aquella oficialidad joven que prometía una regeneración nacional. O en los años finales de la Transición, cuando se necesitaba un liderazgo fuerte y pertinente en la derecha. La falta de cons- 54 ciencia política en el gobierno de Sebastián Piñera, su línea de continuidad en la actitud de tramitar el malestar (ahora con mayor énfasis en la sede administrativa) terminó acentuando el desajuste. El resultado es que el pueblo abandonado ha comenzado a mirar a la calle. Todavía está pendiente la pregunta de si acaso logrará o no la Nueva Mayoría recuperar la capacidad de decisión. En el segundo caso, esto es, cuando se desatiende a la multiplicidad infinita de la situación y simplemente se la subsume bajo reglas o ideas preconcebidas, se abren, como he dicho, dos posibilidades. La primera es que la comprensión sea tan estrecha que ella no alcance el umbral de complejidad suficiente como para hacerse legítima y persista en la impotencia o ineficacia. Aquí, en cierto modo, la impotencia es la consecuencia de la ilegitimidad de la comprensión. También puede ocurrir que la actividad comprensiva supere el nivel de complejidad requerido para lograr articular la voluntad popular, no obstante que con un discurso más simple que lo correcto o lo exigido por la justicia, o sea, de todas maneras, una reducción. En este caso, se dejará efectivamente de hacer justicia y se abrirá paso a diversos modos de violencia: en la medida en que la situación es tratada desproporcionadamente, su singularidad sufre, la alteridad del otro es desconocida, todo lo cual, si bien produce eventualmente un estado de efervescencia en los sectores movilizados, un incremento, en su interior, de la legitimidad de los dirigentes, genera, empero, el distanciamiento o el temor de quienes no participan en ellos y no se reconocen en el discurso de la vanguardia o el movimiento. Como muestra el caso de Weimar citado: el movimiento, por el hecho mismo de ser un movimiento, no es necesariamente loable y, al contrario, si se piensa en la justicia 55 y en la exigencia que ella plantea de reconocer la singularidad del otro, la mecánica del movimiento puede ser, precisamente, injusta. Parece haber una ley según la cual la revolución se inclina a la subsunción. Esta doble exigencia de apertura adecuada a la complejidad y singularidad de la situación, de un lado, y capacidad de decisión, del otro, resulta especialmente apremiante en el Chile de hoy. Pese a sus diferentes actitudes, ocurre que tanto la derecha como la izquierda han carecido en el último tiempo de un modo de comprensión que cumpla con ella, como lo prueba el destino que está viviendo, en los dos sectores, la noción de cambio de ciclo. En el momento presente parece como si ambos estuvieran abordando la política de manera deficiente. A la derecha le falta discurso, a la izquierda le sobra. El mutismo de la derecha en las discusiones teóricamente más exigentes, su especie de parálisis contemplativa frente al abismo, generada por una situación post Guerra Fría para la que carece de un aparato conceptual suficientemente denso y sofisticado, viene a ser el correlato de una izquierda que, con un discurso ciertamente dotado de mayor complejidad, se apresura a hablar hegemónicamente, a copar las discusiones más de fondo en el espacio público, a pensar la noción de cambio de ciclo de forma autorreferente, cuando no para interpretar la realidad como si sus puntos de vista fuesen ciencia. 3. Izquierda hegemónica Si la derecha peca por defecto en el campo discursivo, la izquierda lo hace por exceso. Ella eleva con facilidad a palabras, 56 a una teoría, el fenómeno social y político, incluidos sus alcances más complejos. Podría decirse que cuando las implicancias teóricas del fenómeno social y político se incrementan, entonces la izquierda tiene su momento. Sin embargo, no obstante la mayor capacidad discursiva, en el discurso de la izquierda se observa un reduccionismo, que opera en dos niveles. Varios de sus dirigentes han pretendido llevar adelante una sinécdoque o identificación de una parte con el todo, a saber, de la comprensión que tienen grupos bastante menores del pueblo con algo así como el sentido común nacional.2 La identificación no se sostiene lógicamente. Se trata de una síntesis imaginada, carente de “realidad objetiva”. Aunque en la política la retórica pueda ser una herramienta probablemente eficaz, la identificación en este caso es francamente manipuladora, pues ella importa manifiestamente pasar por sobre la voluntad de aquellos que de manera explícita están señalando su desacuerdo con la particular lectura indicada del programa y entre los que se encuentra no solo la oposición, sino una parte importante de la Democracia Cristiana y sectores en la Nueva Mayoría cercanos a ella. ¿No cuentan ya todas estas opiniones, de tal suerte que pueden ser simplemente soslayadas? ¿No hay una injusticia grave en ese desconocimiento directo de la opinión del otro? El afán de imponerse o de reducir la posición ajena, que trasunta la identificación retórica, parece fundarse en una seguridad exagerada: los hegemónicos actúan a menudo como 2 Esta es una práctica que se ha vuelto habitual en la izquierda (véase, por todos, la columna de opinión de Francisco Vidal: “Cien días, Walker y Gramsci”, El Mercurio, 28 de junio de 2014, p. C10, en donde se llega a afirmar la identidad entre la “agenda gubernamental” en la versión que le da la “izquierda de la coalición” y “el nuevo sentido común que domina en Chile”), cuyos límites, empero, han comenzado a verse durante el primer año del gobierno de la presidenta Bachelet, especialmente a partir de la resistencia frente a las versiones más radicales del reformismo que se ha despertado en sectores moderados del pacto gobernante. 57 si sus argumentos fueran lo obvio, lo indudable, lo evidente. Pero aquí, junto con tratar de hacer pasar por obvio o indudable o evidente lo que en realidad es, la mayor parte de las veces, altamente inestable y discutible (¿hay, propiamente, verdades definitivas generalmente aplicables respecto de situaciones políticas singulares?), se muestra el riesgo que conllevan las certezas últimas en política. Existe una peligrosa lógica operando tras esas certezas últimas: si en la vereda del frente están quienes no ven lo evidente, y eso evidente es algo justo, moral, debido, entonces emerge con mayor facilidad la tentación de pasarlos por alto, cuando no de condenarlos.3 Pero, además de la amenaza de injusticia y manipulación que se cierne sobre las cabezas disidentes, siempre cabe preguntar: ¿a qué visión, a qué ciencia acuden los hegemónicos para justificar la presunta evidencia de sus posturas? El resultado en las urnas adquiere a menudo en sus mentes la fuerza de algo parecido a un mandato ejecutivo, como si la presidenta y los parlamentarios fuesen meros delegados y no representantes dotados de autonomía y capacidad reflexiva. Se trataría de una voluntad popular que ha de ser impuesta mecánicamente por medio de los votos del pacto gobernante (aun cuando exista un gran número de parlamentarios oficialistas que está rehusando a sumarse a la lectura que le dan los sectores más a la izquierda de aquel pacto). Sin embargo, no han sido los dirigentes de la derecha actual: es la teoría política la que desde antiguo ha puesto de relieve que la existencia de la república democrática requiere de más que simplemente contar los votos. Preterir el momento deliberativo significa o bien reducir la política a la economía y la asamblea parlamen- 3 Cf. C. Schmitt, Der Begriff des Politischen, p. 37. 58 taria a un mercado, o bien convertirlas en el mero campo de ejecución de unas verdades conseguidas con prescindencia de las circunstancias concretas de la situación política. La democracia exige necesariamente, además de contar votos, de una discusión racional en común. Ciertamente al final habrá que decidir y votar, pero la verdad específica de lo político no es algo parecido a la de la economía, donde la mera concurrencia de las partes fija el precio. En la política se trata precisamente de justificar y probar la plausibilidad de las diversas preferencias, asunto que en las democracias de masas no puede quedar entregado solo al proceso electoral, sino que requiere también realizarse allí donde hay más tiempo y un ámbito específico para deliberar: la asamblea. Tampoco se parece la verdad política a un saber autoevidente; no es algo así como una visión imbatible y válida para todos, respecto de la cual quepa simplemente asentir y llamar ciego o porfiado a quien la desconozca. Ella depende, en cambio, de condiciones múltiples y situaciones muy heterogéneas, que exigen un acercamiento plural, deliberativo, razonado a los problemas, antes que la simple ejecución de un nuevo sentido común, como si quien gobierna pretendiese convertirse en la versión secularizada del puño de Dios. 4. Centro-izquierda Dentro de la “Nueva Mayoría” hay excepciones a la actitud hegemónica. La centro-izquierda es una fuerza significativa en gran medida gracias a las opiniones sopesadas de sus intelectuales y políticos moderados, que los tiene en abundancia y que le dan un tono de mayor amplitud comprensiva al discur- 59 so y la praxis de ese sector, cuya influencia ha intentado ser reducida en el último tiempo de maneras que van desde la loable crítica de argumentos hasta la denunciación. Esa amplitud de la línea más moderada contribuye, precisamente, a captar un respaldo popular con el que, en cambio, la derecha, salvo momentos puntuales, no ha contado en el último tiempo. Los moderados le otorgan a la Nueva Mayoría una capacidad multiforme, rica y compleja que le permite hacerse una con la enorme diversidad que evidencia la sociedad actual. Si a eso se le agrega la rigidez de la derecha contemporánea, su indisposición a auscultar los nuevos escenarios y a abrirle paso a sus múltiples irrupciones en una matriz conceptual sofisticada, el resultado es evidentemente favorable para la coalición gobernante. Hay un ciudadano poco cargado ideológicamente, que se siente más fácilmente reconocido en la Nueva Mayoría y que se seguirá sintiendo así en la medida en que ese pacto logre mantener la pluralidad de sus posiciones internas y la derecha persista en su debilidad y monotonía discursiva. Con todo, si se tiene presente que la vocación de hegemonía está fuertemente enclavada en la actual alianza gobernante, que su banda más radical vive un momento de especial entusiasmo, entonces el que los moderados se abran paso será algo que ocurrirá, previsiblemente, solo al precio de ácidas disputas. Parte del éxito del grupo moderado depende de que extienda su diagnóstico y entienda el proceso de cambio de ciclo no solo como un asunto que le concierne casi exclusivamente a la Nueva Mayoría, sino como un desbarajuste general que afecta al país completo.4 Es relevante que este sector no desconoz- 4 Es una de las dos falencias que se detectan en el, por lo demás, muy buen análisis de Ernesto Ottone; cf. E. Ottone, “Cambio de ciclo político”, en: Estudios Públicos 134 (2014), pp. 169-185. 60 ca que sus gobiernos se enmarcan dentro de un panorama más amplio, que incluye a la derecha, sus propios gobiernos democráticos y las decisiones acertadas que ellos adopten. Solo así se le podrá dar una continuidad al desarrollo del país. Casos como el del desconocimiento de contrataciones efectuadas mediante el Sistema de Alta Dirección Pública –una de las medidas más certeras en el camino de convertir a la burocracia estatal en una organización dinámica y eficaz–, impiden o dificultan gravemente, en el largo plazo, una acción política constructiva, que vaya más allá del interés mezquino y el gobierno de turno. Todas las grandes reformas ante las que se encuentra el país solo tendrán éxito si se enfrentan teniendo a la vista este escenario, que abarca períodos de tiempo y rangos ideológicos más amplios que los que se tienen a la vista desde el puntillismo de los activistas. La mayor amplitud en la comprensión, la capacidad de abrirse al país completo y captar auténticamente lo que cabe entender como el sentido común nacional, es una fortaleza que los moderados están en condiciones de activar y esgrimir siempre ante los radicales: solo ellos alcanzan a ser los garantes del talante diverso y acogedor del pacto, mantener su posición de motor de cambios y transformaciones con vocación mayoritaria. Es importante, además, que se supere la excesiva confianza que por momentos asoma cuando parece que en ese sector se pensara que basta procedimentalizar la crisis y la infinita multiplicidad de tensiones admitiera ser reconducida a las tres reformas contenidas en el programa de Michelle Bachelet (constitucional, tributaria, educacional).5 Lo que a esta altura puede 5 Cf. E. Ottone, op. cit., p. 173. 61 ser llamada la Crisis del Bicentenario exigirá probablemente mucho más que esas tres reformas, así como están planteadas en la actualidad. La reforma educacional luce ser la más significativa de las tres, por su relevancia para la igualdad y la prosperidad del país. No es, empero, su inclusión procedimentalizada en la agenda del gobierno la que permitirá conducirla y realizarla. Se necesita, al contrario, una conducción que en cierta forma se salga de todo procedimiento y adopte decisiones precursoras en las que se abran los nuevos caminos y se comprometan los inmensos recursos que –todos saben– deben destinarse, para que el nuevo sistema sea exitoso. Sin altas exigencias y altos sueldos para los profesores, la reforma será fuente de frustración nacional. Y la imposición de exigencias y la provisión de recursos en las medidas requeridas son asuntos más de decisión y liderazgo, de capacidades excepcionales, de jugadas generosas y osadas, que de meros procedimientos. Tampoco se dejará atrás el desajuste social en tanto no se avance en un tema que, aunque incluido en el nuevo programa, no es asunto prioritario en él, no obstante que el país lo requiere con urgencia, y que también exige una decisión política de calado: una reforma de la relación que mantiene el Estado y la sociedad con el paisaje y el territorio. Sin una regionalización fundamentalmente distinta de la actual atomización y abandono de las provincias y la concentración hacinada de la mitad de la población en Santiago, no es posible pensar en una mejoría sustantiva en la calidad de vida del pueblo.6 6 Que la posición moderada prevalezca sobre la más extrema, que la comprensión moderada del asunto se amplíe y alcance una mayor potencia prospectiva, son exigencias que, de no ser atendidas, podrían volverse causa de mucho daño en un sentido que también es contrario a los intereses de la Nueva Mayoría. Pues, con una derecha excluida de diagnósticos, diálogos y acuerdos, la disminución del crecimiento económico probablemente generará un cuadro político en el cual la derecha estará gratamente inclinada a respon- 5. Nuevo contexto y falta de discurso en la derecha La derecha encarna efectivamente ciertas ideas y sentimientos. No es un mero grupo de interés, por eso puede hablarse de una derecha propiamente política. Ella se identifica con nociones como las de orden, esfuerzo, nación y libertad. Confundir a toda la derecha con la derecha económica no solo requeriría soslayar el aporte que, en su defensa de tales nociones, ese sector político le ha prestado al país, sino excluir de la derecha a corrientes que son independientes de los intereses económicos de las capas más ricas, como la nacional-popular y la socialcristiana.7 La derecha ha mostrado también que, gobernando, tiene una gran capacidad para mantener niveles desafiantes de crecimiento económico. Sin embargo, aunque todo esto es loable, no alcanza, no sirve mientras no se logre organizar esas ideas y sentimientos en una totalidad discursiva sofisticada, que le permita a la derecha hacer luz sobre la situación concreta y servir de orientación general a las políticas públicas particulares que impulse. Probablemente Jaime Guzmán fue el último de los políticos de la derecha que articuló un discurso a la altura de su tiempo, a tal punto que, aun hoy, tras casi veinticinco años de su asesinato, el suyo es el único relato vigente dentro de ese sector. Un relato que, dicho sea de paso, se nutría también de sabilizar de la situación a la actual coalición, y a echar mano nuevamente a la carta del ex-presidente Piñera, que -dejando de lado algunas desprolijidades y la debilidad de su discurso- podría fácilmente aparecer como garantía más que competente en la generación de riqueza y crecimiento. La economía, entonces, volvería a sobreponerse a la política, y todo el relato de nuevos ciclos y renovación -que suponen un pueblo dispuesto a asumir el lujo de una reflexión política que escape al campo de lo necesario- sufrir un retroceso de amplias consecuencias. 7 Cf. sobre esto: lo señalado más adelante en el cap. III. 63 una vigorosa cercanía del ideólogo con la realidad social de su tiempo. Luego de la muerte de Guzmán y cuando las siete alteraciones identificadas (disminución del miedo, discusión pública menos condicionada por el pasado, masificación del conocimiento y la información, oligarquía, oligopolio, centralismo, empobrecimiento espiritual) han producido una modificación fundamental del entorno político, social y cultural, la UDI y la derecha entera se hallan de pronto carentes de un relato válido para el momento presente. Ya no puede valer un discurso de Guerra Fría –es lo que legó Guzmán–, a un cuarto de siglo de caído el Muro de Berlín. El discurso de subsidiariedad negativa y democracia protegida de los setenta permitió acabar con Ferrocarriles del Estado y el movimiento sindical, atomizar e intervenir la Universidad de Chile, limitar gravemente la participación política popular y desencadenar el exitoso despliegue de las empresas privadas. Dicho discurso se justificaba en la mente de Guzmán –probablemente no sin razón– como el modo eficaz de hacer frente a los inmensos poderes de la izquierda que se cernían sobre Chile, mediante una doble estrategia: dividir la fuerza de la izquierda y vigorizar el espíritu de prosperidad burguesa. En cambio hoy en día, desaparecida la amenaza soviética, o la de sindicatos y ferrocarrileros que lleguen a comprometer la seguridad nacional, un tal discurso de Guerra Fría carece de sentido. No pocos vieron en ese discurso, empero, la oportunidad de seguir prosperando personalmente. Algunos incluso creen que ese es el modelo perenne de desarrollo para el país. Los resultados, sin embargo, incluyen –como ya he dicho– vistosos problemas. La aplicación por décadas y sin correcciones de ideas que eran inteligentes para un contexto específico, ha producido que en Chile se expanda muchas veces no la libre competencia, 64 sino el oligopolio. Y, gracias al sistema político y de partidos, una oligarquía partidista. El poder político y el económico se han concentrado en una clase dominante capitalina. El malestar popular, de los grupos sociales emergentes, de las regiones, de los mapuche, etcétera, viene a ser también el correlato del exceso de concentración del poder. En la medida en que la derecha insiste simplemente en aquellas ideas, sin complementarlas o eventualmente corregirlas, ella pierde la posibilidad de tener un discurso a la altura del presente. La ausencia de una articulación de ideas actuales ha terminado conduciendo a la derecha al énfasis reduccionista de los últimos años y al mutismo discursivo en las discusiones más de fondo, guardado tan intempestivamente durante las movilizaciones del año 2011, así como en las semanas previas a los cuarenta años del golpe militar y, ahora, en los primeros meses del gobierno de la presidenta Bachelet.8 6. Pérdida de presencia en estructuras legítimas de poder La ausencia de un discurso pertinente ha incidido en la pérdida continua de apoyo de la derecha, evidenciada en las elecciones municipales de 2012 y en las presidenciales en 2013. Ahora bien, las derrotas electorales son solo el reflejo último de una realidad directamente asociada a aquella carencia fundamental de discurso: la derecha ha disminuido su presencia en estructuras de poder legítimas. 8 Cf. J. Fermandois, “El silencio de la derecha”, en: El Mercurio. Santiago, 24 de junio de 2014, p. A3. 65 Durante los años ochenta y noventa ella tuvo un fuerte arraigo en sectores pobres de los grandes conglomerados urbanos en Santiago, Valparaíso y Viña del Mar, Concepción y Talcahuano. Tal fenómeno se debió a un trabajo poblacional intenso, que implicaba un compromiso político y personal de dirigentes y militantes con el destino de los vecinos de esos lugares. El inmenso esfuerzo desplegado le permitió a la derecha pasar del llamado tercio histórico a un apoyo electoral que se mantuvo por décadas sobre el cuarenta por ciento. Poco a poco, sin embargo, la mística que inspiraba la tarea de disputarle las poblaciones a la izquierda fue cediendo. Probablemente son varios los factores que han incidido en este fenómeno, pero, sin duda, uno no menor es la dificultad para convencer voluntades a partir de un relato que ha quedado, en buena parte, obsoleto. Durante todo el siglo XIX y parte importante del xx la derecha mantuvo una participación fundamental en el mundo académico e intelectual. Manuel Montt fue, antes de presidente, rector del Instituto Nacional. Antonio Varas, su ministro, impulsor de la Sociedad Literaria de 1842, se desempeñó como profesor de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile. José Victorino Lastarria, escritor, miembro de la Sociedad Literaria de 1842, cuyo discurso inaugural es de su autoría9, así como la significativa memoria Influencia social de la conquista y del sistema colonial de los españoles en Chile10, fue, además de ministro y parlamentario, fundador de la Universidad de Chile y decano de su Facultad de Filosofía. Diego Barros Arana, autor de la magna 9 Cf. J. V. Lastarria, Discurso de Incorporación de don José Victorino Lastarria a una Sociedad de Literatura de Santiago. Valparaíso: Imprenta de Manuel Rivadeneyra, 1842. 10 Santiago: Imprenta del Siglo, 1844. 66 Historia General de Chile11, quien intervino activamente en las disputas ideológicas de la segunda mitad del siglo, fue rector de la Casa de Bello, decano de su Facultad de Filosofía y rector del Instituto Nacional. Abdón Cifuentes, el político, parlamentario y ministro conservador, fue profesor en la misma Facultad de Filosofía y fundador de la Universidad Católica. Zorobabel Rodríguez, poeta, parlamentario, ensayista, fue también profesor en la Universidad de Chile. Francisco Antonio Encina, diputado y fundador del Partido Nacionalista, escribió Nuestra inferioridad económica e intervino de manera especialmente influyente en el “Congreso Nacional de Enseñanza Secundaria” (1912). Alberto Edwards, parlamentario y ministro en varias ocasiones, también fundador del Partido Nacionalista, destaca, entre otros, por su libro La fronda aristocrática en Chile.12 Mario Góngora, el historiador conservador, hizo su vida como profesor y llegó a dirigir el mítico Instituto de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile. Desde los años ochenta, en cambio, la presencia de la derecha en el mundo intelectual se vio seriamente debilitada, especialmente en el ámbito de las humanidades. El regreso desde el exilio de importantes contingentes de intelectuales de izquierda, formados en universidades de países más desarrollados, alteró severamente la balanza en el panorama ideológico. Con economistas era mucho lo que se podía hacer en discusiones técnicas, pero la derecha ha carecido ya por décadas de una fuerza conductora en el campo del pensamiento político. La presencia de la derecha en estructuras legítimas de poder incluye su participación destacada en el sindicalismo y las 11 Santiago: Universitaria y Centro de Investigaciones Barros Arana, 1999 ss., 16 vols. (1a ed. 1884-1932). 12 Santiago: Universitaria, 1997 (la ed. original es de 1928). 67 organizaciones de trabajadores. Ya en 1883, Abdón Cifuentes organizó y apoyó a través de la Unión Católica, a círculos de trabajadores de barrios populares. En 1891 se publica la encíclica Rerum Novarum, que influye extensa y profundamente en los conservadores chilenos.13 Alfredo Barros impulsa las primeras leyes sociales.14 Pablo Marín y Emilio Cambié, ambos conservadores, fundan la Federación Obrera de Chile15 y, junto a otros como Juan Enrique Concha (profesor de Economía Política en la Universidad Católica y autor de Cuestiones obreras16) contribuyen decididamente al desarrollo de las organizaciones de trabajadores. Esta presencia la mantienen los continuadores de la Juventud Conservadora: la Falange Nacional y luego la 13 Esta encíclica da expresión a un pensamiento socialcristiano que se venía desarrollando, especialmente en Alemania, a partir de las reflexiones de autores como el obispo Wilhelm Emmanuel Freiherr von Ketteler, cuyo compromiso con la causa de los trabajadores desde una vertiente cristiana le había costado duros apelativos por parte de Marx; cf. K. Marx, Briefwechsel Marx-Engels, vol. 4, Berlín: Dietz, 1950, p. 272. Escribe von Ketteler: “Aquello que desde la mañana hasta la noche piensan, dicen y sienten las masas del pueblo, esos trabajadores y familias trabajadoras, lo que les afecta realmente a ellos y a sus vidas, lo que mejora o empeora su situación y sus relaciones vitales fundamentales, en verdad es apenas considerado en todos los asuntos políticos cotidianos”; W. E. Freiherr von Ketteler, “Die Arbeitsfrage und das Christentum (1864)”, en: Deutsche Geschichte in Quellen und Darstellung. Stuttgart: Reclam, 1997, volumen 7, p. 144. Von Ketteler, Adolph Kolping, Otto Müller y el partido católico Zentrum fueron pilares del despliegue del socialcristianismo y del involucramiento de la Iglesia católica y los conservadores alemanes con el movimiento obrero; cf. K. Lehmann y P. Reifenberg (eds.), Bischof Wilhelm Emmanuel von Ketteler -der unmodern Moderne. Freiburg i.B.: Herder, 2014; V. Schwab, Soziales Engagement von Priestern angesichts der Industrialisierung des 19. Jahrhunderts. Viena, 2011 (tesis). Los efectos de este movimiento son aún manifiestos en la derecha alemana contemporánea. La Unión Demócrata Cristiana cuenta con la Cristlich-Demokratische Arbeitnehmerschaft (Unión Demócrata-Cristiana de Trabajadores), organización socialcristiana que, junto con ser una corriente interna significativa en ese partido, mantiene presencia en las organizaciones sindicales. 14 Cf. A. M. Stuven, “El ‘Primer Catolicismo Social’ ante la cuestión social: un momento en el proceso de consolidación nacional”, en: Teología y vida XLIX (2008), PP. 483-497. 15 Cf. F. Ortiz, El movimiento obrero en Chile 1891-1919. Santiago: Lom, 2005, pp. 183-186. 16 J. E. Concha, Cuestiones obreras. Santiago: Imprenta, Litografía y Encuadernación Barcelona, 1899. 68 Democracia Cristiana. Incluso tan tardíamente como durante el gobierno de Salvador Allende, gremios y sindicatos vinculados a la centro-derechista Confederación Democrática frenaron con eficacia los intentos de la Unidad Popular por establecer un socialismo real en el país. En 1973 todo eso se acabó. Podría decirse que por necesidad de los tiempos: la derecha política intentó conjurar la amenaza marxista, tanto soviética como cubana, mediante el reforzamiento del derecho de propiedad, la estricta despolitización de los cuerpos intermedios y el desmantelamiento de las organizaciones sindicales controladas por la izquierda. Pero hoy la distancia entre la derecha y el movimiento sindical nos resulta injustificada. Los sindicatos son indudablemente un campo de participación política, y retirarse de él importa ceder un ámbito de poder legítimo a la izquierda y, de paso, dejar a su suerte a los trabajadores que no comparten su ideología. El abandono del movimiento sindical significa además abjurar de una idea cara a la derecha: la libertad política. Participar en el movimiento sindical contribuye de una doble manera a esa libertad. De un lado, distribuye el poder monopólico de la izquierda en los sindicatos, permitiendo mayor diversidad en la dirigencia y el control de los eventuales abusos, favoreciendo, en definitiva, a los trabajadores, que pueden contar con un sindicalismo más variado y comprehensivo. De otro lado, la intromisión de la derecha en el sindicalismo permite que este aumente su fuerza, incrementándose la distribución del poder económico, en la precisa medida en que, con ella dentro, el movimiento sindical se vuelve por principio una contraparte más amplia, deliberante y representativa que cuando solamente la izquierda está allí.17 17 En una columna de opinión (“Sindicalismo de derecha”, La Tercera, 2 de octubre de 2012, 69 La influencia que la derecha mantuvo en el pasado en el mundo universitario, poblacional, gremial y sindical se ha debilitado acrecentadamente. El peso de la derecha se ha desequilibrado en el último tiempo de manera peligrosa, replegándose hacia el sector oriente de Santiago y parapetándose en el tercio histórico o de clase. Podría decirse, sin exagerar demasiado, que –en cuanto a estructuras de poder se refiere– la derecha hoy encarna solo en una parte de la oligarquía social y empresarial, en ciertos grupos de clase media emergente y en un sector de la Iglesia católica. En dos de los casos se trata de agrupaciones cuya legitimidad se ha visto desgastada. 7. Falta de discurso como explicación de la pérdida de presencia en estructuras de poder legítimo Pero esa ausencia de encarnación en estructuras legítimas de poder es el efecto, no la causa. No se ha dado aún con la raíz del problema cuando se constata simplemente que los lugares donde se emplazaban las bases de la derecha han mutado. Un sindicalismo de derecha, por ejemplo, más aún, cualquier inp. 30) llame la atención sobre la omisión de la derecha chilena en el mundo sindical. En ese entonces, la Fundación Jaime Guzmán reaccionó con una carta (4 de octubre) en la que condena la participación de los partidos en los sindicatos, argumentando que ella “constituye el germen de toda sociedad totalitaria, atentando contra la libertad de las personas y acentuando la causa de la izquierda”. Si se tiene presente lo dicho sobre la división del poder que se produce con la participación de la derecha en el movimiento sindical, la referencia al totalitarismo cae. Tampoco hay que tomarse demasiado en serio la crítica de Jaime Guzmán a la politización de las organizaciones sindicales. Él mismo la impulsó, durante la Unidad Popular. Importa una cierta candidez no ver que el gremialismo es tan político como las demás ideologías que iluminan a los sindicalistas. Probablemente de esto se ha percatado el nuevo presidente de la UDI, Ernesto Silva, quien ahora aboga por una participación activa de la derecha en los sindicatos; cf. la entrevista en Revista Capital 373, 30 de mayo de 2014. 70 tento de reincorporarse con eficacia en estructuras legítimas de poder fracasará si no se repara en la causa de la pérdida de apoyo. La causa es la falta de discurso político. La derecha no ha hecho el diagnóstico serio de lo que está ocurriendo. Y mientras no lo haga sus afanes sindicalistas o de presencia, por ejemplo, en organizaciones estudiantiles serán estériles, pues carecerá del lenguaje, le faltará el sustento teórico con el cual convencer en las deliberaciones y debates que allí tienen lugar, tal cual le está ocurriendo ya en las discusiones más de fondo, en las que se exige un esfuerzo intelectual mayor, y donde la derecha viene guardado silencio, como quien silencia ante el abismo de lo inconmensurable, de lo que no se puede explicar. El mutismo de la derecha evidencia que hasta ahora no ha llevado a palabras (un discurso) la complejidad del fenómeno social y político, que en nuestro tiempo tiene ineludibles implicancias teóricas. A medida que la carga teórica y la complejidad aumentan, aumenta correlativamente la dificultad de la derecha de comprender el fenómeno y termina callando. 8. Llenando el vacío La derecha en cierto modo trata de cubrir el vacío de su falta de discurso con una doble actitud. A las medidas particulares del gobierno ella no responde con críticas que puedan reconducirse a una teoría política sofisticada, sino, mucho más, con la disposición de oponer a tales medidas indicaciones 71 puntuales.18 Lo que predomina en esta dimensión “micropolítica” es la zalagarda, la escaramuza. En las discusiones más de fondo, en cambio, la derecha suple la ausencia de un discurso complejo mediante un destilado escolástico de ideas que se encuentran en algunos de los textos de Guzmán, como la de libertad, a la que se vincula, sin cuidado suficiente, con la defensa del sistema económico capitalista al modo peculiar en el que rige en Chile, o la de subsidiariedad privada de su faz positiva19, a la que –nuevamente– se vincula sin cuidado suficiente con la defensa de esa modalidad del capitalismo. Los pensamientos de Guzmán eran muchas veces atingentes, pero hoy, y sin mayores aclaraciones y matizaciones, no podrían servir sino para llevar adelante una reducción excesiva de los procesos que afectan al país. 18 En esta línea activista se inscribe la iniciativa de “Avanza Chile”, del ex presidente Piñera, de “desplegar en terreno” a sus ex ministros para analizar los proyectos del gobierno; cf. El Mercurio, 1 de julio de 2014, p. C2. 19 El aspecto negativo del principio indica que las sociedades más grandes no pueden absorber a las más pequeñas ni quitarles sus tareas propias cuando estas las cumplen satisfactoriamente. El aspecto positivo del principio, en cambio, exige que las agrupaciones más grandes intervengan en las tareas de las menores cuando dicho cumplimiento no es satisfactorio. A diferencia de la libertad o la igualdad, y de manera quizás más parecida a la justicia o la equidad, el principio de subsidiariedad no es simplemente una regla general, aplicable universalmente y según la cual las situaciones hayan de ser usualmente subsumidas. La subsidiariedad, en su sentido originario, es antes un articulador de decisiones que han de estar vinculadas necesariamente a estudios empíricos y a la consideración de los rendimientos efectivos de las agrupaciones intermedias y del Estado. El principio manda actuar a la agrupación mayor o a la menor según si, para la tarea concreta de la que se trata, una u otra es más apta para llevarla adelante, atendiendo a las circunstancias del caso. Cuando se lo reduce en la lectura negativista liberal, se termina desconociendo no solo la faz positiva del principio, sino su carácter comparativo y su necesaria vinculación a lo concreto. Entonces se lo transforma en partidista: en una fórmula general abstracta, por la cual se hace factible llevar adelante un programa transformador a gran escala, en la precisa medida en que puede prescindir de las concretas circunstancias a las que el principio originario exige atender; cf. Manfred Groser, “Subsidiarität”, en: Dieter Nohlen y Rainer-Olaf Schultze, Lexikon der Politikwissenschaft. Theorien, Methoden, Begriffe. Múnich: Verlag C. H. Beck, 2002, vol. 2, p. 938; O. Höffe, “Subsidiarität als Gesellschafts- und Staatsprinzip”, en: Swiss Political Science Review 3 (1997), pp. 27-28. 72 Esta doble actitud puede ser vista como una evasión. Con zalagarda y mediante la aplicación mecánica de unas ideas formuladas en un contexto distinto, la derecha viene como a saturar con ruido el angustioso silencio ante el abismo de lo incomprensible, de la singularidad y la complejidad teórica de la nueva situación. El “espíritu de consigna” parece estar prevaleciendo sobre las labores más exigentes de estudio, reflexión y atención necesarias para una comprensión de lo nuevo.20 Es innegable que el activismo de la derecha ha resultado parcialmente eficaz, y muestra, de paso, que la Nueva Mayoría se ha excedido en los niveles razonables de reducción. Durante el primer año del gobierno de Michelle Bachelet, la derecha despertó la inquietud de los contribuyentes, en el debate sobre la reforma tributaria, y firmó un acuerdo con el gobierno. Logró con cierta facilidad movilizar, además, a los apoderados de los colegios subvencionados frente a la reforma educacional. También está la posibilidad de que la crisis económica golpee al gobierno más fuerte de lo previsto y Piñera aparezca en un par de años como el especialista apto para restablecer los niveles de crecimiento en el país. Vale decir, si tiene suerte volverá al poder. Pero hay un después de Piñera. E incluso Piñera necesita urgentemente un discurso más denso, si su nuevo gobierno ha de ser capaz de enfrentarse no solo con resultados económicos a sus oponentes y conducir con argumentaciones bien planteadas al pueblo en ebullición. 20 Cf. J. Guzmán, Escritos personales. Santiago: Zig-Zag, 1992, pp. 17, 19. 73 9. Insensibilidad comprensiva El problema de la ausencia de un discurso complejo como explicación de la pérdida de legitimidad política en la derecha sea de pérdida de legitimidad por impotencia o incapacidad de decidir en una situación que parece inconmensurable, sea de impotencia por falta de legitimidad de un discurso que es demasiado simple, puede no resultar manifiesto a primera vista. Hay muchos en ese sector que parecen no percatarse de él o, aun mencionándolo, no tienen claridad sobre su real alcance. En el último tiempo, como advirtiendo que a la derecha le falta densidad intelectual, ha aparecido una serie de libros en los que políticos y estudiosos de la derecha han tratado de probar, aunque con resultados dispares, que la derecha sí tiene ideas. En un anexo que se acompaña a este trabajo paso revista con cierto detalle a esos siete textos. Aquí puedo indicar, de modo preliminar, que si bien en ellos hay un afán por captar lo que está ocurriendo y la mayor parte detecta el problema de la debilidad del pensamiento de la derecha, no se pasa más allá de su mención y del llamado a dedicar más recursos o tiempo a las tareas intelectuales. En cambio, las explicaciones sobre la pérdida de legitimidad del sector son más bien superficiales, no se identifica el desarraigo que ha experimentado la derecha en estructuras legítimas de poder, tampoco se logra hallar los problemas de descontextualización del discurso derechista, ni se encuentran herramientas teóricas suficientes como para al menos dar indicios de lo que podría ser una recomposición de un discurso políticamente eficaz de derecha. Entre las falencias más destacables está la ausencia de consciencia sobre la historia del pensamiento o el pasado específicamente intelectual de ese sector, cómo se despliega, cuáles son sus princi- 74 pales representantes, cuáles las variantes que él ha tenido. La derecha, salvo excepciones, en los libros comentados es concebida como una amalgama confusa de liberalismo económico y cristianismo, lo que significa –además de la necesidad de explicar la compatibilidad de un pensamiento económico cuyo principio es la maximización de la utilidad individual con una doctrina moral cuyo fundamento es el amor desinteresado al prójimo21– reparar solo en una (o a lo más dos) de las, al menos, cuatro variantes del pensamiento de derecha que se dejan identificar durante la historia patria. En todos los libros y salvo menciones muy aisladas, se excluyen las referencias mínimamente exigibles a las ideas de personas tan significativas como los escritores pertenecientes a la llamada Generación del Centenario, a Mario Góngora o a los conservadores socialcristianos. Si se da un vistazo al pasado intelectual y político de la derecha, cabe percatarse de que la pérdida de densidad en el discurso y de legitimidad en organizaciones sociales pueden ser entendidas como aspectos de un proceso de decadencia respecto a lo que había durante gran parte de los siglos XIX y XX. No siempre la derecha fue como hoy. Considero, en este sentido, de mucha importancia dar una mirada a lo que ocurrió en períodos anteriores con el pensamiento de ese sector. No se trata aquí de un vistazo motivado por la sola curiosidad histórica, sino de mostrar, al menos preliminarmente, la existencia de tradiciones intelectuales de alta densidad teórica y profunda capacidad prospectiva, a las cuales 21 Renato Cristi y Pablo Ruiz-Tagle plantean la tensión que existe entre una propiedad privada concebida desde “los principios de una filosofía individualista radical” y la “doctrina católica tradicional”. Además llaman la atención sobre la sorprendente vinculación de esa concepción individualista de la propiedad privada con la “‘tradición cristiana del hombre y la sociedad’”, que realiza el constitucionalista chileno Arturo Fermandois; R. Cristi, P. Ruiz-Tagle, El constitucionalismo del miedo, p. 15. 75 ha de acudirse en el esfuerzo por dotar a la derecha contemporánea de un discurso y una actitud comprensiva a la altura del tiempo. 76 Capítulo III Una mirada a la historia intelectual de la derecha en Chile 1. Noticia del hecho de una historia intelectual en la derecha La carencia de un discurso político complejo de la derecha contemporánea aparece con claridad cuando se compara lo que ha ocurrido en las últimas décadas con el pasado intelectual más remoto del sector. No siempre la derecha fue como hoy en el campo del pensamiento. Ni incluso como cuando Guzmán vivía. Guzmán es el último vástago de una historia más que centenaria, de una derecha intelectualmente mucho más robusta que la de hoy. Hubo un tiempo en el que en ese sector había una vinculación estrecha entre acción y pensamiento político, un tiempo en el que la derecha tenía intelectuales y académicos de vanguardia que participaban en política y los políticos de derecha eran ilustrados por el pensamiento filosófico. La escisión que vivimos en la actualidad es un asunto más bien nuevo. Ya he mencionado, en la derecha del siglo xix, a los conservadores Abdón Cifuentes y Zorobabel Rodríguez y a los liberales José Victorino Lastarria y Diego Barros Arana, a los que cabría agregar a Benjamín Vicuña Mackenna. También nombré 77 a Manuel Montt y Antonio Varas. Durante el siglo xx dos grupos nuevos irrumpen en la derecha chilena. De un lado, los socialcristianos, del otro, los nacional-populares. Esos grupos se mantendrán activos durante gran parte del siglo xx, atenuando su influencia efectiva en la política chilena recién bajo el régimen militar, en el cual resulta predominante el neoliberalismo en sus variantes laica y cristiana. En las filas del cristianismo social se ubican el conservador Juan Enrique Concha, autor de Cuestiones obreras, texto inspirado en las doctrinas de la encíclica Rerum Novarum. También Mario Góngora, el historiador, director de la revista Lircay, de la Juventud Conservadora, vicepresidente de la Asociación Nacional de Estudiantes Católicos, del Partido Conservador, y que escribió, en pleno auge del discurso anti-estatista, su Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX1, para reparar en la importancia de un pensamiento lúcido sobre la significación de la institucionalidad política en la vida de la nación, trabajo que tuvo amplia influencia y al que le siguieron una serie de intervenciones en los medios de prensa.2 En la corriente nacional-popular se encuentran Francisco Antonio Encina, Luis Galdames y Alberto Edwards. Los tres participaron activamente en política. Encina el autor de Nuestra inferioridad económica y de una monumental y discutida Historia de Chile 3‒, fue diputado y fundador del Partido Nacionalista, junto a Edwards la egregia pluma tras La fronda aristocrática en Chile, parlamentario y ministro en varias 1 Santiago: Universitaria , 1994 (la 1a ed. es de 1981). 2 Cf. la entrevista de Raquel Correa a Mario Góngora “Las lecciones de la historia”, en: El Mercurio, Santiago, 9 de noviembre de 1984 (incluida en: M. Góngora, Ensayo, pp. 296306). Véase también las repercusiones de esa obra en el tercer apéndice al Ensayo: “La polémica en torno al Ensayo histórico de Mario Góngora, pp. 307-369. 3 Santiago: Nascimento, 1952 (20 vols.). 78 ocasiones y Luis Galdames, quien escribió, entre otras obras, Estudio de la Historia de Chile4 y Geografía Económica5, fue uno de los redactores de la Constitución de 1925 y llegó a ser Decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile. Edwards, Encina y Galdames forman parte de una generación más amplia, en la que se cuentan también, entre otros, Tancredo Pinochet6, Alejandro Venegas7, Nicolás Palacios8, Luis Ross9, Guillermo Subercaseaux10, generación que gira temporal y conceptualmente en torno a la llamada “Crisis del Centenario” (acontecimiento de vastos alcances y en el cual jugaron un papel significativo políticos e intelectuales de todos los sectores, entre los que destacan por la izquierda Luis Emilio Recabarren y por los radicales Enrique Mac-Iver), el “Congreso Nacional de Enseñanza Secundaria” (1912) y la fundación del Partido Nacionalista (cuyo año de creación es oscuro, pero de cuya existencia ya hay constancia para las elecciones de 191511), y que se caracteriza por sostener una crítica de la sociedad chilena, la rehabilitación del elemento nacional y popular, asumir 4 Santiago: Universitaria, 1911 (2a ed.; la ed. original es de 1906). 5 Santiago: Universitaria, 1911. 6 Cf. T. Pinochet, La conquista de Chile en el siglo XX. Santiago: La Ilustración, 1909, y Bases para una política educacional. Al frente del libro de Amanda Labarca. Santiago: Biblioteca de Alta Cultura, 1944. 7 Cf. A. Venegas, Sinceridad, Chile íntimo en 1910. Santiago: Universitaria, 1910. 8 Cf. N. Palacios, Raza chilena. Libro escrito por un chileno y para los chilenos. Santiago: Editorial Chilena, 1918 (2a ed.; la 1a ed. es de 1904). 9 Cf. su libro póstumo Más allá del Atlántico. Valencia: F. Sempere y Compañía Editores, 1909 (prologado por Miguel de Unamuno). 10 Cf. G. Subercaseaux, Los ideales nacionalistas ante el doctrinarismo de nuestros partidos políticos históricos. Santiago: Universitaria, 1918. 11 Cf. C. Gazmuri, “Alberto Edwards y la Fronda Aristocrática”, en: Historia 31/1 (2004), p. 69. 79 una actitud anti-oligárquica, así como por afirmar la importancia de una enseñanza con énfasis nacional y técnico.12 La potencia intelectual la derecha en esos años le permite decir a Alfredo Jocelyn-Holt que “desde un punto de vista político” “Edwards y Encina han sido querámoslo o no nuestros pensadores políticos más influyentes durante este siglo” (se refiere al XX).13 En lo que sigue del capítulo revisaré el pensamiento de autores ejemplares de las diversas tradiciones de la derecha del pasado. Por la vertiente nacional-popular me referiré a Encina y Edwards, por la socialcristiana a Góngora. Luego diré algo sobre Jaime Guzmán, el último político de derecha con una comprensión intelectual penetrante de la situación y que intenta realizar una síntesis entre conservantismo político y liberalismo económico. 12 Cf. H. Godoy, “El pensamiento nacionalista en Chile a comienzos del siglo XX”, en: E. Campos Menéndez (ed.): Pensamiento nacionalista. Santiago: Gabriela Mistral, 1974, pp. 143-161; M. Góngora, Ensayo, pp. 85-95; B. Subercaseaux, Historia de las ideas y de la cultura en Chile. Tomo IV: Nacionalismo y cultura. Santiago: Universitaria, 2007; F. J. Pinedo, “Apuntes para un mapa intelectual de Chile durante el Centenario: 1900-1925”, en: América sin nombre 16 (2011), pp. 29-40; C. Gazmuri, Testimonios de una crisis: Chile 1900-1925. Santiago: Universitaria, 1977; G. Vial, Historia de Chile (1891-1973), vol. I, La sociedad chilena en el cambio de siglo (1891-1920). Santiago: Santillana, 1981 (2 tomos); vol. ii, Triunfo y decadencia de la oligarquía (1891-1920). Santiago: Santillana, 1983; N. Miller, In the Shadow of the State. Intellectuals and the Quest for National Identity in Twentieth-Century Spanish America. Nueva York: Verso, 1999, pp. 232 ss.; L. Corvalán, Nacionalismo y autoritarismo durante el siglo XX en Chile. Los orígenes, 1903-1931. Santiago: Ediciones Universidad Católica Silva Henríquez, 2009 (distingue un grupo propiamente nacionalista, compuesto por Encina, Edwards y Palacios, de otro nacionalista de manera “genérica”, en el que se incluye, por ejemplo, Tancredo Pinochet; cf. op. cit., p. 203-219); S. Serrano, “Liberalismo, democracia y nacionalismo”, en: S. Serrano, M. Ponce de León, F. Rengifo, Historia de la Educación en Chile (1810-2010). Santiago: Taurus, 2012, tomo II: La educación nacional (1880-1930), pp. 42-63 (23-63). 13 A. Jocelyn-Holt, “Encina, ¿Cíclope o Titán?”, Prólogo a: F. A. Encina, La literatura histórica chilena y el concepto actual de la historia. Santiago: Universitaria,1997, p. 31. 80 2. Francisco Antonio Encina Ciertamente el pensamiento de Encina, el historiador, presenta peculiaridades difíciles de admitir hoy en día.14 Sin embargo, la densidad filosófica y capacidad de penetración que evidencian sus textos son indudables. Ya he mencionado el descubrimiento que hace Encina, en la crisis de su tiempo, de lo que podríamos llamar la mecánica del cambio de ciclo político, cuya condición de posibilidad es la tensión entre el pueblo su modo de ser y la organización institucional. El ajuste entre el pueblo y la institucionalidad es una situación valiosa para Encina, toda vez que cuando ella existe, entonces no solo el caos, sino “el malestar” y “el descontento” quedan conjurados.15 La dialéctica que se genera entre ambos pueblo e institucionalidad es el movimiento del cambio que va desde una situación ordenada, pasando por la crisis, hasta un nuevo orden, en el cual la tensión disminuye. Encina no se queda en el lamento romántico ante el pasado perdido, sino que identifica en la educación una forma de superar el desbarajuste y volver a alcanzar la realización de ideas y sentimientos conformadores y estabilizadores en el pueblo.16 No propone cualquier educación, sino una más orientada a las virtudes industriales que a las militares, en una época en la que Chile ha asegurado sus fronteras, así como más inclinada al saber técnico-práctico que al humanista especulativo.17 14 Cf. el comentario ya citado de A. Jocelyn-Holt. 15 F. A. Encina, Nuestra inferioridad económica, p. 176. 16 Cf. F. A. Encina, Nuestra inferioridad económica, pp. 33, 243. 17 Cf. F. A. Encina, Nuestra inferioridad económica, pp. 80, 151, 168 ss., 243. 81 Este acento industrial y técnico se distancia fundamentalmente de una actitud economicista. Encina entiende que tras la economía y como su base, hay un espíritu que la mueve y determina.18 Junto al espíritu guerrero, identifica un espíritu industrial, en el cual se articulan las “más fecundas fuerzas psíquicas”: “la ambición inexhausta, la fe fanática en el propio esfuerzo, el deseo de poderío y grandeza”.19 El desequilibrio “espiritual” del pueblo chileno se debería a dos factores. Por un lado, al énfasis en la enseñanza científicohumanista, que se concentra en asuntos para los que es capaz solo un pequeño grupo20 y que genera, en el resto de los que pasan por ella, frustración y desadaptación con la vida y respecto de las tareas exigidas por la industria y el comercio.21 Por otro lado, al mero abandono en el que se hallan las grandes masas que quedan sin educación. Encina piensa que el momento que vive el pueblo chileno, luego de siglos de guerra, lo vuelve apto igual que su territorio, con poca superficie cultivable, pero con rápido acceso a las costas para un desarrollo industrial. Ese desarrollo sería la manera, en su tiempo, de ajustar los anhelos y capacidades del pueblo a una forma de vida y organización que les dé expresión y permita superar la frustración de aquellos sujetos educados solo para ejercitar “el poder del discurso” y no la “fuerza de la inteligencia para conocer la realidad”22, acabar con el malestar de aquellos que, educados en las letras y las ciencias puras, no son capaces de dar salida por medio de ellas 18 Cf. F. A. Encina, Nuestra inferioridad económica, p. 11. 19 F. A. Encina, Nuestra inferioridad económica, p. 82. 20 Cf. F. A. Encina, Nuestra inferioridad económica, p. 170 21 Cf. F. A. Encina, Nuestra inferioridad económica, pp. 62-63. 22 Cf. A. Jocelyn-Holt, op. cit., pp. 27, 31-32. 82 a sus pulsiones y fuerzas mentales y persisten en la esterilidad. La propuesta industrialista de Encina no es tampoco, por lo dicho, algo así como un alegato simple y banal contra el intelecto o las humanidades. Mal podría hacerlo quien dedicó la mejor parte de su vida a ellas. En cambio, se trata de mostrar como hemos visto que el modelo científico-humanista no sirve para dar expresión a las pulsiones y fuerzas mentales del gran número, que se despliegan antes transformando la realidad que simplemente contemplándola y diciéndola. A diferencia del mero desprecio que una persona de acción pueda sentir por el mundo de las letras y las ciencias, dimensión a la que en verdad no conoce, el de Encina es el esfuerzo de un intelectual formado acerca de la mejor manera de organizar la vida económica del pueblo, considerando sus aptitudes específicas y la idea fundamental de que un pueblo entero de científicos y filósofos no ha existido jamás sobre la Tierra. El industrialismo, al cual apunta Encina con su proyecto educativo, opera como el “esquema” o intermediario entre las ideas y la realidad, capaz de restablecer la adecuación entre el estadio de desarrollo peculiar del pueblo y su manera específica de organización institucional económica y educacional. Él viene a ser una nueva disposición o actitud a inculcar por medio de la educación y de cuya realización depende la armonía entre las fuerzas de la nación y los ideales que las conforman.23 23 Sol Serrano indica que Encina haría un “diagnóstico grueso, fácil, de lógica floja” de la cuestión educacional, que se enmarcaría dentro del “nacionalismo autoritario” o “esencialista” del autor; cf. S. Serrano, op. cit., pp. 50, 51, 53. Enrique Molina, en cambio, su interlocutor, sería mucho más sutil: “le salió al ruedo [a Encina] con cierta ironía, sin hacer gala de su conocimiento filosófico y educacional, sino del pensamiento lógico. […] Su diagnóstico apuntaba a que la idea de Estado y sus atribuciones estaba en crisis en el mundo y que en Chile se acentuaba por el egoísmo de una oligarquía parlamentaria”; op. cit., p. 51. Serrano no parece percatarse de los alcances de su comentario. En su propia lectura de la intervención de Enrique Molina indica que, para este, hay una crisis de “civismo y 83 Este problema de la adecuación del pueblo en un estadio determinado de su evolución histórica y el tipo de organización institucional es, también, en último término, una cuestión política: que se logre tal adecuación depende, en definitiva, de la capacidad de las élites de notar el momento evolutivo del elemento popular y no aplicarle simplemente fórmulas etéreas o demasiado exóticas. En su propuesta educativa y en su planteamiento político, Encina expresa un modo de comprensión que busca alejarse tanto del sometimiento acrítico de la realidad a “moldes”, “leyes” o “sistemas filosóficos, sociológicos o políticos”, a “abstracciones o conceptos meramente intelectuales” de una subsunción o reducción, cuanto del éxtasis puramente estético que se entrega a la realidad hasta tal punto que no puede ya distanciarse comprensivamente de ella y orientarla.24 Se trata, en cambio, de “mirar la realidad cara a cara”, pero “ganando, después, la altura” requerida para la orientación y la decisión.25 Pueblo e ideas necesitan ser tenidos persistentemente a la vista en las decisiones, si ellas han de ser conformadoras y no desquiciantes. Se trata de encauzar a la nación según ideales que puedan encarnar efectivamente en ella. Esa egregia capacidad, difícilmente hallable en los grandes números, es lo que Encina exige de las élites políticas. espíritu público”, acentuada “por el egoísmo de una oligarquía parlamentaria”. Molina propone salir de la crisis con educación cívica; op. cit., p. 51. Educación cívica puede significar, empero, dos cosas. O bien instrucción intelectual, o bien la formación intelectual y moral del alumno según una comprensión existencialista de lo cívico. En el primer caso, no se alcanza a ver cómo la mera instrucción puede alterar la conducta (“el egoísmo”) de los individuos. Si hay algún cambio posible, este va más bien por la segunda vía. Pero entonces, le hemos de dar la razón a Encina. Sobre el eventual carácter “esencialista” del nacionalismo de Encina, cf. lo que indico un poco más adelante. 24 Cf. F. A. Encina, Portales II, PP. 298-299. 25 F. A. Encina, Portales I, p. 12; II, PP. 298-299. En diversos pasajes Encina realiza reflexiones sobre el método de la comprensión, en la historia y el la política; cf. Portales I, pp. 46, 108, 140-141, 166-167; “La historia y el alma del pasado”, en: F. A. Encina, La literatura histórica chilena, pp. 244-245. 84 La actitud comprensiva de Encina lo lleva a articular su pensamiento político combinando dos aspectos que aparecen en él como inescindibles: su carácter nacional y popular y su talante anti-oligárquico. Encina indaga en lo nacional-popular, reconoce su potencial de despliegue y sus aptitudes, su relación con el paisaje, el estadio de su evolución. Este interés por lo nacional-popular no debe entenderse como simple fetichismo. Lo nacional-popular es distinto de algo así como el ensalzamiento dogmático del mero hecho popular. Encina, en cambio, busca lograr el despliegue de lo popular-nacional de acuerdo a ciertas ideas e instituciones, a las que entiende adecuadas para el pueblo. En el pensamiento de Encina siempre hay, en consecuencia, una tensión entre la realidad de lo nacional-popular y las ideas e instituciones que han de lograr su despliegue.26 Esta tensión le exige distinguir entre ideas e instituciones adecuadas e inadecuadas al estadio de desarrollo del pueblo. El suyo no es, por lo mismo, un “nacionalismo esencialista”.27 De un lado, la nación es un conglomerado en el cual incide una suma de factores, raciales, territoriales, históricos, los cuales van cambiando, al igual que la nación. No hay algo así como una esencia inmutable de la nación y es precisamente debido 26 En este sentido, el “nacionalismo” de Encina, su reconocimiento de las características étnicas del pueblo, la atención al momento de evolución histórica, no es -al menos no completamente- “antagónico respecto del desarrollo capitalista industrial”, como plantea Carlos Ruiz; C. Ruiz, “Conservantismo y nacionalismo en el pensamiento de Francisco Antonio Encina”, en: R. Cristi y C. Ruiz, El pensamiento conservador en Chile. Santiago: Universitaria, 1992, p. 56. Entre el elemento nacional y el desarrollo industrial hay una tensión -como la que media en toda comprensión política entre lo ideal y lo real-, pero que resulta, hasta cierto punto, superable, bien mediante la evolución del pueblo según ideas y sentimientos tradicionales -cuando no hay intervención de ideas desajustadas a su carácter y momento evolutivo-, bien -cuando dicha intervención ya se ha producido- mediante una enseñanza que encauce al pueblo hacia el estadio de organización siguiente en su evolución. 27 Cf. S. Serrano, op. cit., pp. 50, 51, 53. 85 a la posibilidad de cambios bruscos, de desajustes entre los factores que la conforman, que cabe que la nación se halle en una crisis, como la del Centenario. De otro lado, tan importante como el hecho de la nación es, para Encina, lo que la conduce a su despliegue, las ideas y formas de organización adecuados a su desarrollo. Es debido a la variabilidad de la nación, a su ductilidad, a su falta de esencia, que Encina puede creer en la educación como factor de cambio y progreso, de mutación y mejora de la nación. La actitud comprensiva de Encina influye también en su posición respecto de la oligarquía. Los caminos del florecimiento o la frustración del elemento nacional dependen del tipo de decisión política con el cual se le dé respuesta y pone a las élites ante la exigencia de abordar y decidir la situación de manera correcta, con sentido político. La clase alta chilena habría carecido de aptitud para esta tarea, por lo mismo, de significancia en la conformación del país28 y, al contrario, Encina le atribuye su decadencia.29 Esa clase es, a su juicio, una oligarquía, vale decir, lo que podría haber sido una élite, pero que, por incapacidad de entender la situación, se vuelve un grupo sobrepuesto a la nación. La incapacidad de entender la situación está entremezclada con la defensa de posiciones sociales. La oligarquía antepone a los anhelos populares de “justicia social” y “bien general”, intereses de clase.30 28 Cf. F. A. Encina, Portales II P. 299. 29 Cf. F. A. Encina, Portales II, P. 302. 30 F. A. Encina, Portales II, P. 293. Encina admira la “inclinación anti-oligárquica del régimen portaliano” (Portales II, p. 230), la cual no se limita a ser mero resentimiento destructivo: “plebeyo, en lugar de dictar decretos contra los prejuicios aristocráticos, imprime a la nueva alma nacional un concepto que lleva implícito su reemplazo por el valor cívico, intelectual y moral”; Portales I, p. 207. Si las ideas y sentimientos de las élites se han vuelto ajenos al pueblo, si ya no logran comprenderlo de manera iluminadora y orientarle según 86 3. Alberto Edwards Alberto Edwards describe en su principal obra, La fronda aristocrática en Chile, el proceso de surgimiento, despliegue y decadencia del Estado portaliano, asentado sobre el reconocimiento del dato sociológico de la capacidad de obediencia interior del pueblo chileno, adquirida en siglos de régimen monárquico.31 Edwards repara en el carácter valioso del orden político. “[E]l poder público es algo más que un hecho, y reposa en un principio de legitimidad superior”.32 Puesta a existir, una colectividad no tiene más alternativa que elegir entre algún tipo de sometimiento que la aparte del caos. Vale decir, la alternativa no es entre obediencia o desobediencia, pues la segunda es camino de disolución, sino entre dos tipos de obediencia: o la adhesión a un principio espiritual o el sometimiento material a un mecanismo. “[L]a sociedad, para subsistir, necesita de cadenas, espirituales o materiales”.33 El segundo tipo de sometimiento decisiones plenas de sentido, entonces las élites devienen mera oligarquía y el sistema político entra en crisis. El genio de Portales se habría hallado en su capacidad de percibir el instante nacional y guiarlo de acuerdo a nuevas ideas adecuadas a él. Lo anti-oligarca de Encina puede ser entendido como expresión de su actitud hermenéutica: del reconocimiento de la necesaria adecuación que debe existir, en la comprensión política, entre el pueblo y las ideas. La constatación del cariz nacional-popular del pensamiento de Encina vuelve problemático admitir que la valoración que él hace de la capacidad intuitiva o de la existencia de élites hayan de coincidir necesariamente con el talante anti-popular o “antidemocrático” de dicho pensamiento, como sugiere Ruiz. Es muy difícil negar el carácter específicamente elitista de la capacidad de intuición política, lo mismo que el hecho de la existencia de capas dirigentes o élites. Pero, para Encina, el desafío político parece consistir precisamente en desplegar lo nacional-popular hacia la “democracia” (F. A. Encina, Portales ii, p. 227), tarea que corresponde a una élite que logra trascender su “espíritu de clase” (Portales ii, p. 293). 31 Cf. A. Edwards, op. cit., p. 278. 32 A. Edwards, op. cit., p. 184. 33 A. Edwards, op. cit., p. 285. 87 es funesto. El primero, en cambio, la “deferencia” o “subordinación del corazón”, es, piensa, la única base posible de un “régimen político ‘en forma’”, como el que experimentó Chile hasta la crisis de la República Parlamentaria.34 La historia de Chile, que “se desarrolló” indica como “lenta y majestuosa” “evolución política comparable a la de los países ‘no españoles’”, contrasta en este sentido gravemente con la de nuestros vecinos, quienes cayeron “bajo el yugo de los despotismos intermitentes y accidentales”.35 Al igual que Encina, Edwards es lo que podría llamarse un tradicionalista crítico. Su argumento contra los reformistas radicales no es la mera emanación del temor al futuro o del afecto dogmático al pasado, sino que se apoya en la ausencia de realización en la experiencia, que afecta a las ideas abstractas: “El demoledor rara vez conoce siquiera los planos del edificio con que va a reemplazar el que intenta destruir”. Antes de la iniciación de faenas, Edwards le exige “preguntarse, aun en sus horas de descontento y duda, si existe la posibilidad de algo mejor”.36 Parecida a la de Encina es también su actitud respecto de la clase alta chilena. Esta clase exhibe, a juicio de Edwards, “[u] na gran capacidad administrativa y financiera” como su virtud. Su defecto es “una notoria ineptitud para apreciar y dirigir los elementos espirituales de la alta política”.37 Ella cultiva un “desdén mercantil por los problemas de vastas proyecciones, en el espacio [piénsese en el inveterado abandono de las provincias], 34 A. Edwards, op. cit., p. 27. 35 A. Edwards, op. cit., pp. 286-288. Edwards viene aquí a refrendar en sede política la tesis nacionalista del llamado “carácter excepcional” del pueblo chileno. 36 A. Edwards, op. cit., p. 291. 37 A. Edwards, op. cit., p. 286. o en el tiempo”.38 Carente de “fuerzas espirituales”, ávida de riquezas, pero desdeñosa de “todo lo que no es oro o lo produce, con la cortedad mercantil de su visión social”39, fue incapaz, entiende Edwards, de ver que la desatención de la dimensión ideológica y moral iba a dar lugar a un cambio profundo en el otrora sumiso pueblo. “[N]uestra burguesía moderna, materialista, estrechamente mercantil, poco dispuesta a elevarse sobre las concepciones pecuniarias y formalista” terminó por “prescindir de las fuerzas espirituales que sostenían su poderío”.40 El “proletariado intelectual” desencadenó un movimiento de “rebelión” en el pueblo, el cual desatado de sus cadenas espirituales, “desprovisto de los sentimientos hereditarios y tradicionales de la cultura […] no obedece ya, como los burgueses mismos, sino a instintos materialistas de goce y dominación”.41 Entonces, cuando “[e]l odio y la envidia toman el sitio de las antiguas creencias y de los respetos históricos”, es el momento de la decadencia en la cual “el alma social va a perecer”.42 La crítica de Edwards a la oligarquía apunta, como en Encina, a su incapacidad de comprender políticamente la situación, de captar la tensión entre el elemento popular y las ideas e instituciones que permiten su despliegue y su articulación política. Más preocupada de sus negocios, abandona a su suerte el devenir del pueblo. Basta entonces que aparezca un factor desestabilizador, la clase de los intelectuales, para que el pueblo adquiera consciencia del carácter oligárquico del orden al que 38 A. Edwards, op. cit., p. 286. 39 A. Edwards, op. cit., p. 289. 40 A. Edwards, op. cit., p. 285. 41 A. Edwards, op. cit., pp. 286-287. 42 A. Edwards, op. cit., p. 287. 89 está sometido y se rebele. La mirada de Edwards tiene ante sí con más atención el proceso de descomposición no solo en las capas altas y medias, sino la irrupción de los sectores populares desde los años 20, los cuales, indica, se hallarían afectados por la misma actitud materialista que la burguesía. El resurgimiento del orden político no lo ve alcanzable Edwards ni por la vía de la revolución proletaria, que significa intensificar la decadencia y la “descomposición”43, ni por la de una “monarquía absoluta”, la cual carece de forma y está fundada “solo en el hecho”, en último término, en las “cadenas […] materiales”; tampoco por el camino de una “restauración oligárquica y parlamentaria”44, que consistiría en tratar de restablecer “por un golpe de fuerza lo que estaba muerto en las almas”. Solo la vieja receta portaliana, “el predominio casi absoluto de un ejecutivo muy fuerte y hasta cierto punto ‘neutral’”, sujeto a la ley45, es lo que puede sacar al país del “desquiciamiento”.46 Edwards mantiene una suspicacia respecto de la democracia que, por momentos, parece mayor que la de Encina (quien se lo hace, incluso, notar47). Sin embargo, ella no alcanza a minar el carácter popular de su pensamiento político. La distancia que Edwards toma respecto de la democracia tiene la misma raíz que su distancia de la oligarquía: lo que él rechaza es el espíritu burgués materialista de la clase dominante, que se ha esparcido también por el pueblo. Ese espíritu es el que ha impedido que el elemento popular se despliegue de manera 43 A. Edwards, op. cit., p. 288; cf. p. 290. 44 A. Edwards, op. cit., p. 289. 45 Cf. A. Edwards, op. cit., p. 281. 46 A. Edwards, op. cit., p. 290. 47 Cf. F. A. Encina, Portales II, P. 227. 90 políticamente auténtica: las democracias del siglo xix son, dice, “pseudo-democracias” porque lo que prevalece en ellas es lo burgués, no lo popular. “La igualdad” de esos sistemas “condena todos los privilegios ‘que no tienen por origen la posesión del dinero’”.48 El fortalecimiento de la autoridad presidencial es, en este sentido, un intento por liberar de la oligarquía al pueblo y, con ello, de las ataduras burguesas del dinero y el materialismo, y apuntar así a una reconformación de su espíritu, pero no necesariamente una condena universal al principio democrático.49 4. Hegemonía de derecha del Centenario La generación a la que pertenecieron Encina y Edwards le garantizó a la derecha de su tiempo y del que vino el predominio ideológico: “Poseen una capacidad interpretativa, un impulso revisionista, una mayor profundidad y densidad filosófica, que el bando liberal agotado. Nada de extraño, por lo mismo, que se impusieran. Y no solo entre los sectores de elite, sino también en el mundo de la izquierda”.50 Esa generación logró hacer prevalecer sus ideas ante la completa clase intelectual del país, en el “Congreso Nacional de Enseñanza Secundaria” 48 A. Edwards, op. cit., p. 283. 49 Edwards reconoce, en este sentido “el extraordinario éxito del régimen representativo, tanto en Inglaterra como en los Estados Unidos”, fundado en los “sentimientos de disciplina social”; A. Edwards, op. cit., p. 287. 50 A. Jocelyn-Holt, “Guillermo Feliú Cruz o el Peso del Anacronismo”, Conferencia inédita pronunciada en Acto Académico en Homenaje al Profesor Guillermo Feliú Cruz, Facultad de Derecho, Universidad de Chile, 7 de septiembre de 2000, en: B. Subercaseaux, op. cit., p. 179. 91 de 1912: “[l]a reforma, presentada conjuntamente por Encina, Darío Salas y Luis Galdames fue aprobada por el Congreso por aclamación”.51 Este es un predominio que resulta apabullante, si se lo compara con la actualidad. ¿En qué foro intelectual exigente podría la derecha llegar a ser hoy aclamada por su propuesta ideológica? 5. Mario Góngora El pensamiento de Mario Góngora emerge del contexto intelectual cristiano-social. La encíclica Rerum Novarum ya había dejado su huella en Chile, en reflexiones como las de Juan Enrique Concha, plasmadas en su libro Cuestiones obreras, las leyes sociales, la fundación, por conservadores, de la Federación Obrera de Chile y, especialmente, la aparición de círculos de estudiantes católicos agrupados en la ANEC (Asociación Nacional de Estudiantes Católicos), influida por la nueva encíclica Quadragesimo Anno (1931), ligada a la Juventud Conservadora y cuyo órgano de expresión fue la revista Lircay. Góngora opera activamente en este ambiente. Se desempeña como vicepresidente de la ANEC y dirige Lircay. En Góngora se encuentra el pensamiento teóricamente de mayor calado en la derecha de la segunda mitad del siglo XX.52 Su obra hunde sus raíces en 51 C. Ruiz, op. cit., p. 51. 52 Renato Cristi indica que la crítica que le hace Góngora al neo-liberalismo a comienzos de los años ochenta “representa la más alta expresión reflexiva del pensamiento conservador chileno”; R. Cristi, “Estado nacional y pensamiento conservador en la obra madura de Mario Góngora”, en: R. Cristi y C. Ruiz, El pensamiento conservador en Chile, p. 156. Joaquín Fermandois, de su lado, dice del Ensayo: “Para la segunda mitad del siglo, representa lo 92 pensamiento filosófico riguroso, que importa la comprensión de la tradición del cristianismo social, el que nunca abandonó, pero también de autores tan significativos y usualmente poco manejados en profundidad por la derecha chilena como Kant, Hegel, Heidegger, Jaspers, Nietzsche o Burckhardt.53 Luego de su participación activa en el socialcristianismo conservador que deviene más tarde en la Falange Nacional Góngora entra en una crisis existencial que lo conduce a adherir por un tiempo a la izquierda, a la cual abandona más tarde desilusionado. Se opuso al gobierno de Salvador Allende y apoyó su derrocamiento por la Junta Militar, cuya “Declaración de Principios” elogió, para pasar a distanciarse del régimen y formularle una crítica severa, en su obra probablemente más conocida y de mayor impacto público, el Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX Y XX. La tesis que trata de probar Góngora, es que en Chile “el Estado es la matriz de la nacionalidad: la nación no existiría sin el Estado, que la ha configurado a lo largo de los siglos xix y XX”.54 Esta tesis pretende responder al problema perenne de la comprensión política cómo ajustar lo general de las reglas y conceptos políticos y lo singular de la situación con un énfasis marcadamente institucional y orgánico. Góngora se plantea explícitamente la cuestión de la preponderancia del Estado o del elemento popular en la conformación de la nación y en- que la Fronda aristocrática representó en la primera mitad”; J. Fermandois, “Prólogo de Joaquín Fermandois a la 7a edición”, en: M. Góngora, Ensayo, novena edición, Santiago: Universitaria, 2006, p. 43. 53 Cf. por ejemplo, el artículo “Civilización de masas y esperanza”, en: M. Góngora, Civilización de masas y esperanza y otros ensayos, Santiago: Vivaria, 1987, pp. 97-110, y el recientemente publicado Diario. Santiago: Universitaria y Ediciones Universidad Católica de Chile, 2013, pp. 167-168. 54 M. Góngora, Ensayo, p. 25. 93 tiende que Chile, antes del Estado del siglo xix, carece de una nación plenamente constituida y homogéneamente unificada. Había, es cierto, afecto por lo local y el terruño, pero no ideas y sentimientos lo suficientemente extendidos y asentados como para hablar de una nación.55 A diferencia de otros países americanos, el nuevo Estado chileno surgido desde la independencia no se halló con una nación, sino es él quien le imprimió la forma nacional al pueblo; fue el Estado el forjador espontáneo, el que generó e inculcó en el elemento popular las ideas y sentimientos, los modos de pensar y sentir que le dieron su manera específica de existir. Se podría decir que, hasta cierto punto, la de Góngora es una tesis que viene a desarrollar lo planteado en su momento por Encina y Edwards respecto a la influencia de las ideas e instituciones en la conformación de lo popular-nacional. La capacidad de comprender y articular al elemento popular-nacional en principio abierto a ser conformado según ciertas ideas era lo que distinguía en ambos a una auténtica élite de la oligarquía. Ahora Góngora muestra que en nuestro país esa labor de conformación la ha realizado el Estado. Los agentes estatales, la élite política desde el Estado, es la que inculcó de manera exitosa las ideas y sentimientos que constituyen la forma de ser nacional, es decir, realizando la comprensión del elemento popular a partir de nociones que resultaron adecuadas a él, que hicieron luz sobre su peculiaridad infinita y produjeron decisiones y acciones plenas de sentido, en las cuales el elemento popular pudo reconocerse y alcanzar la forma de una nación.56 55 Cf. M. Góngora, Ensayo, pp. 37-38. 56 Durante el siglo xix el Estado fuerte e impersonal concebido por Portales, logra ir dándole sus rasgos definitorios a la nación chilena. Esa relación se mantiene en una dirección ascendente hasta llegar a la crisis de 1891. En 1891 hay una “aristocracia declinante en 94 Góngora pone en relación esta tesis con una tensión fundamental que a su juicio atraviesa a la derecha durante el siglo XX y que viene a expresarse de manera especialmente nítida en el régimen militar, durante el cual la idea y el papel del Estado terminan siendo soslayados. En la “Declaración de Principios del Gobierno de Chile” del año 1974, Góngora advierte una impronta socialcristiana, tomista o incluso aristotélica, unida a un “nacionalismo más como una actitud que como una ideología”.57 Sin embargo, a poco andar, esa tradición decae para ceder su lugar al neoliberalismo, que posee una visión eminentemente restrictiva del Estado y extensiva de la libertad económica, la cual pasa a ser tenida como fundamento de la libertad política.58 oligarquía” frente a la cual “las clases medias” se resienten; M. Góngora, “Reflexiones sobre la tradición y el tradicionalismo en Chile”, en: M. Góngora, Ensayo, p. 291. Entonces el “nacionalismo popular” (Ensayo, p. 205) decae y el régimen político decanta hacia un parlamentarismo que viene a ser expresión de la clase oligárquica. La restauración ibañista puso atajo a la descomposición; cf. M. Góngora, Ensayo, p. 165. El gobierno de Alessandri realiza una nueva ordenación estable de las relaciones, ahora entre el caudillo y los partidos de la derecha, que perdura por los siguientes cuarenta años. Góngora no rechaza la democracia de ese entonces, no obstante que repara en las peculiaridades que ella adquiere en Chile, especialmente luego de 1932: “caudillesca, plebiscitaria” (M. Góngora y R. Correa, “Las lecciones de la historia”, p. 299), y no deja de ser crítico de la manipulación del electorado realizada gracias a los medios de comunicación; cf. M. Góngora, “Respuesta del profesor Góngora”, en: M. Góngora, Ensayo, p. 324. “Entre 1970 y 1973” el sistema entra en una crisis severa: “hay lucha política; existe democracia en el país, pero el gobierno solo la acepta tácticamente”; M. Góngora y R. Correa, “Las lecciones de la historia”, p. 300. El golpe de Estado de 1973 es la salida a la crisis. Si bien Góngora apoya al régimen militar en un primer momento, para la época de su Ensayo se halla distanciado de él, por el giro hacia el neoliberalismo económico impulsado desde el gobierno y cuya consecuencia funesta es lo que Góngora denuncia como “materialismo económico”; ENSAYO, P. 267; ANTECEDENTES DE ESTA CRÍTICA SE ENCUENTRAN EN M. GÓNGORA, “Civilización de masas y esperanza”, y en “Materialismo neocapitalista, el actual ‘ídolo del foro’”, ambos en: M. Góngora, Civilización de masas y esperanza y otros ensayos, PP. 97-110 Y 175-182, respectivamente. 57 M. Góngora, Ensayo, p. 261. 58 Cf. M. Góngora, Ensayo, pp. 262 ss. 95 De alguna manera, en esta disputa están en juego dos nociones de Estado o unidad política, que Góngora reconoce en su texto: una de talante más organicista o existencialista, la otra más mecanicista y voluntarista. Es la oposición entre la concepción de matriz aristotélica de la pólis como forma de existencia del pueblo y que luego recoge una larga tradición de pensamiento que llega hasta la teoría política alemana y los comunitaristas59, y el pensamiento liberal, que comprende al Estado como un artificio humano, cuyo origen puede retrotraerse al Leviatán de Thomas Hobbes60 y halla expresión en autores como Kant61 y Rawls.62 Góngora critica esta tradición y adhiere a aquella.63 El Estado es para Góngora antes que un mecanismo conscientemente construido, antes que una “sociedad” diseñada como artificio para defender intereses de partes preexistentes un modo de ser, una forma de existencia en común o, como dice citando a Spengler: “‘la fisonomía de una unidad de existencia histórica’”.64 “El Estado, para quien lo mira históricamente no meramente con un criterio jurídico o económico no es un aparato mecánicamente establecido con una finalidad utilitaria, ni es el Fisco, ni es la burocracia”.65 “[E]l Estado no 59 Cf. por ejemplo, G. W. F. Hegel, Grundlinien der Philosophie des Rechts, en: Gesammelte Werke. Hamburgo: Meiner, 2009, vol. 14,1; F. Tönnies, Gemeinschaft und Gesellschaft. Darmstadt: Wisenschaftliche Buchgesellschaft, 2005; H. Heller, Staatslehre. Tübingen: Mohr Siebeck, 1983; M. Sandel, Liberalism and the Limits of Justice. Cambridge: Cambridge University Press, 1982. 60 Cf. Th. Hobbes, Leviathan, cap. 13. 61 Cf. por ejemplo, Zum ewigen Frieden, en: Akademieausgabe VIII, PP. 366 ss. 62 Cf. J. Rawls, A Theory of Justice. Cambridge MA: Belnkap Press, 1999. 63 Cf. M. Góngora, Ensayo, p. 267; “Respuesta del profesor Góngora”, p. 323. 64 M. Góngora, Ensayo, p. 26. 65 M. Góngora, Ensayo, pp. 25-26. 96 es necesariamente burocrático aunque, desgraciadamente, en Chile tendió a serlo por la mentalidad reglamentarista del chileno, sino que es la totalidad viviente del país”.66 Según Góngora desde el constructivismo liberal no se deja explicar la existencia del Estado, pues el modelo societario que asume es excesivamente reduccionista67 y termina concibiendo como un producto de la mente y la voluntad de las partes a lo que en verdad es una realidad que acusa una cierta actividad específica, que es la que le permite llamarlo “totalidad viviente”. La comprensión orgánica o existencial del Estado, asumida por Góngora, no significa necesariamente atribuirle al Estado una vida similar a la de un ente biológico. “[L]a vida del Estado es como un organismo, que se va desplegando libremente. Es una metáfora, no se habla en el sentido biológico estricto, sino que en un sentido de vitalidad, de vida”.68 Antes que a una cosa biológica, la noción orgánica apunta al reconocimiento del hecho de que el Estado evidencia una espontaneidad que se expresa en la producción de efectos que no son atribuibles a otros factores. Una construcción mental, un diseño institucional abstracto, un pacto individual-utilitario, no son capaces de afectar fundamentalmente la comprensión y los sentimientos 66 M. Góngora y R. Correa, “Las lecciones de la historia”, p. 301. 67 “El Estado […] [e]s, como dijo Burke, algo ‘que no debiera ser considerado como apenas mayor que el contrato de sociedad para negocios sobre pimienta o café, telas de indiana o tabaco, u otro objetivo de pequeña monta, para un interés transitorio y que puede ser disuelto al capricho de las partes. Debe ser considerado con reverencia; porque no es una sociedad sobre cosas al servicio de la gran existencia animal, de naturaleza transitoria y perecedera. Es una sociedad sobre toda ciencia; una sociedad sobre todo arte; una sociedad sobre toda virtud y toda perfección. Y como las finalidades de tal sociedad no pueden obtenerse en muchas generaciones, no es solamente una sociedad entre los que viven, sino entre los que están vivos, los que han muerto y los que nacerán’”; Ensayo, pp. 25-26; cf. E. Burke, Textos políticos. México: Fondo de Cultura Económica, 1984, p. 125. 68 M. Góngora, “Romanticismo y tradicionalismo”, en: M. Góngora, Civilización de masas y esperanza y otros ensayos, p. 63. 97 de las partes, de tal suerte que ellas pasen de ser una masa a constituirse en una nación con un cierto grado de consciencia política. La construcción mental o el acuerdo económico no tienen la fuerza para cambiar el modo de pensar y sentir del pueblo.69 El Estado en Chile logró hacer surgir junto con él a la nación precisamente gracias a que desplegó una actividad en tanto que forma de organización con una dinámica propia. Esa actividad conformadora se manifiesta en dirigencias individuales, pero la manera en la que esas individualidades actúan es estatal.70 El constructivismo liberal societario no es capaz, asimismo, de explicar la presencia de deberes incondicionados, que son, precisamente el tipo de deberes ante los que se halla puesto el Estado: exigencias superiores a “todo cálculo económico”71, como realizar la justicia, conservar la integridad territorial, mantener la paz.72 69 Un pacto utilitario-individualista es capaz de establecer un dispositivo de relaciones utilitarias de sumisión y mando, como en Hobbes, o un negocio pacífico entre demonios, como en Kant (cf. Zum ewigen Frieden, en: Akademieausgabe viii, pp. 366-367), pero no una forma de existencia común que signifique alterar fundamentalmente las maneras de pensar y sentir. Se requiere otro tipo de decisión, basada en una comprensión mucho más amplia de la realidad del pueblo, si se ha de lograr darle a un conglomerado humano la forma de pueblo político o nación. 70 Cf. M. Góngora, Ensayo, pp. 37-38. La concepción orgánica de la unidad política tiene un representante descollante en Aristóteles. El Estagirita vio que la organización política está dotada de una espontaneidad específica, la que opera, al menos, de dos maneras. De un lado, como fuente de activación de las capacidades intelectuales que provocan el desarrollo de un lenguaje sofisticado. La complejidad del lenguaje queda en cierta forma condicionada por la respectiva complejidad de la organización en la que viva el ser humano. La pólis, en tanto que es el tipo de organización más complejo, en la cual se da el paso desde el ámbito de lo necesario hacia la libertad, es el fundamento de la actualización de un lenguaje desarrollado; cf. Aristóteles, Política I, 2, 1252a-1253a (uso la edición del Centro de Estudios Constitucionales. Madrid, 2005). Además, de otro lado, la pólis en la dinámica político-democrática es la fuente de un modo de trato entre los ciudadanos en el cual estos operando políticamente son más que la mera suma cuantitativa de ellos; cf. Aristóteles, Política III, 11, 1281B. 71 Cf. M. Góngora, Ensayo, p. 269. 72 Hay un salto desde el orden de las relaciones económicas o de utilidad individual, estruc- 98 Góngora es consciente de que el Estado también es un aparato de poder y que han de imponérsele límites si se quiere resguardar la libertad. Reconocer su carácter orgánico y existencial “no significa que el Estado sea productor si bien en casos excepcionales puede serlo, pero sí que el Estado es un mediador general entre todos los intereses. En este siglo, tiene el deber especial de proteger a las capas miserables de la población”.73 Sostener ciertas y sensatas limitaciones al papel del Estado en la vida de la nación no importa afirmar que él pueda renunciar a su papel de orientar la vida social entera hacia el bien común, lo que debe implicar supeditar la racionalidad económica a los intereses generales de la nación y no renunciar a su papel fundamental reconocido también por una larga y egregia tradición de pensamiento como educador y conformador de un modo de existencia compartido, modo que es el factor74 capaz de dar sustento y orientación a las decisiones colectivas. Abdicar de esas tareas en aras del mercado conduce, en cambio, no solo a un eventual deterioro de las condiciones de los más pobres, sino también al “deterioro en la conciencia cívica del chileno”. “[L]os chilenos” dice Góngora se apegaron “totalmente al bienestar económico, perdiendo la conciencia política”.75 turalmente condicionadas, las cuales dependen de las valoraciones subjetivas que les dan sustento, y el orden de las exigencias incondicionadas o independientes de dicha utilidad individual. Inferir desde uno hacia el otro orden significa algo así como pretender obtener una conclusión independiente del cálculo económico o utilitario individual a partir de premisas que están todas determinadas por el cálculo económico o utilitario individual. 73 M. Góngora y R. Correa, “Las lecciones de la historia”, pp. 301-302. 74 Cf. M. Góngora, “Proposiciones sobre la problemática cultural en Chile”, en: Atenea 442 (1980), pp. 129-132. 75 M. Góngora y R. Correa, “Las lecciones de la historia”, p. 306. 99 6. Jaime Guzmán Sobre Guzmán se ha tejido un tupido y oscuro manto, al que han contribuido tanto sus detractores como sus seguidores. El Guzmán histórico ha sido reemplazado por un mito, construido con la ayuda de ambas partes. Sus detractores lo han hecho con rabia y astucia, sus partidarios probablemente con admiración, pero también, a veces, con torpeza. Los primeros lo caricaturizan como la mente perversa tras los abusos del “modelo” y las violaciones a los derechos humanos, para terminar denostándolo, en un arrebato sexista, dejándole como un homosexual reprimido. Desconocen que Guzmán jamás defendió como principio la concentración del capital sino, al contrario, su distribución, y omiten también su papel en la lucha contra los abusos de los aparatos de seguridad de la dictadura, entre cuyos resultados descollantes está la desaparición de la dina y el procesamiento de Manuel Contreras.76 Pero los seguidores de Guzmán también han sido un aporte en la construcción del mito, un aporte especialmente dañino en lo que respecta específicamente al pensamiento político de Guzmán. Ellos han comprendido ese pensamiento como si él, antes que un conjunto de espabiladas e incluso brillantes re- 76 Un juicio moral sobre el papel de Guzmán en la dictadura, su decisión de respaldarla a pesar de saber efectivamente de las violaciones a los derechos humanos, exigiría analizar detenidamente no solo sus acciones, que no son suficientemente conocidas más allá de indicaciones genéricas sobre la Constitución de 1980 y su apoyo al régimen, sino los dos miedos entre los que esas acciones operaban, a saber, el miedo de un lado a los aparatos de seguridad, a Contreras, a los “duros”, a dejar el país a su merced, y a que ejecutaran sus amenazas (Gazmuri sugiere que Contreras puede haber estado tras la muerte de Guzmán, cf. C. Gazmuri, ¿Quién era Jaime Guzmán? Santiago: RIL, 2013, pp. 108, 116, 68), y, de otro lado, el miedo a caer en un régimen socialista real, de cuyo desprecio por los derechos humanos Guzmán tenía una consciencia especialmente despierta. 100 acciones puntuales a circunstancias momentáneas, fuese algo parecido a un corpus doctrinario. Lamentablemente no existe tal corpus y la fundación que lleva el nombre del senador, luego de 23 años aún no ha emprendido la labor primaria, exigible a una entidad que declara como uno de sus objetivos la “difusión de su obra”, de editar y publicar sus textos completos.77 Muchos de sus partidarios no han llegado a reparar en el hecho indesmentible de que Guzmán fue más un político inteligente que un teórico de la política.78 Si Góngora es el más teórico, Guzmán es el más práctico de los cuatro grandes pensadores de derecha que estoy comentando. Por lo mismo, buscará en vano quien pretenda encontrar en sus textos doctrinas detalladamente desarrolladas y que se hayan mantenido incólumes a lo largo del tiempo. Guzmán cambió de posiciones cuantas veces estimó necesario, desde el corporativismo, pasando por la democracia liberal, un capitalismo en el cual se 77 Renato Cristi repara en el talante teórico del político Jaime Guzmán. A tal efecto compara la penetración de su comprensión política, apta para generar un nuevo ordenamiento constitucional, con la visión de Ricardo Lagos, que alcanza para realizarle a ese ordenamiento algunas reformas; R. Cristi, en: J. García-Huidobro y R. Cristi, “Las fuentes intelectuales de Jaime Guzmán. Un diálogo”, en: R. Cristi y P. Ruiz-Tagle, pp. 201-202. Entiende, además, que, pese a la diversidad y a los “puntos de flexión” que se advierte en la evolución del pensamiento de Guzmán, dicho pensamiento tendría una unidad. Habría en él una “síntesis de elementos conservadores y liberales” comprensible bajo los conceptos de “autoridad” y “libertad”; R. Cristi, El pensamiento político de Jaime Guzmán. Autoridad y libertad. Santiago: Lom, 2000, pp. 7-9. La constatación de la diversidad de posiciones que emergen de los textos y la praxis de Guzmán -corporativismo, liberalismo, capitalismo restringido, capitalismo exacerbado (cf. R. Cristi, El pensamiento, pp. 7-8, 1314, 17-18, etcétera), o, incluso, “democracia liberal” y anti-autoritarismo (C. Gazmuri, op. cit., pp. 61-62) hacen que las nociones de autoridad y libertad solo puedan operar como criterios muy amplios y no como descripciones de aspectos de un sistema teórico desarrollado. A esta lectura flexible y no doctrinaria de estos conceptos, en el caso de Guzmán hay que incluir su motivación religiosa, base de su preocupación por la protección de la libertad, a la que ve mejor asegurada en la combinación de tomismo y liberalismo que termina asumiendo. 78 Cf. C. Gazmuri, ¿Quién era Jaime Guzmán?, pp. 80-81; A. Fontaine, “El miedo y otros escritos: El pensamiento de Jaime Guzmán E.”, en: Estudios Públicos 42 (1991), p. 251. 101 trataría de dar a los trabajadores participación en las utilidades y el control de las empresas, el autoritarismo combinado con liberalismo económico79, para volver a una versión sui generis de democracia.80 Los cambios no se deben a un mero oportunismo. Ellos se explican de manera más plausible si se considera la preocupación o motivo central y organizador del pensamiento y la praxis política de Guzmán: defender, con sentido del tiempo, lo que estimaba fundamental, a saber, la irreductible libertad del espíritu y su posibilidad de desplegarse en un mundo afectado por inmensos poderes seculares.81 Esta preocupación es la que articula toda su vida y obra. Las demás posiciones son funcionales al motivo básico. En esto se diferencia Guzmán de los otros tres pensadores de derecha que comento: en Guzmán no hay una doctrina positiva desarrollada y de carácter más perenne. Así, la defensa que hace Guzmán de la economía de mercado, antes que a un apego al pensamiento capitalista, se debía a que la entendía como un mecanismo eficaz bajo ciertas condiciones que efectivamente lo es para dividir el poder y garantizar la libertad. Si el Estado controla toda la vida económica, luego, decía, “basta que ese omnímodo poder estatal caiga en manos de un Gobierno que esté dispuesto a emplearlo en forma inflexible e inescrupulosa”, para que la libertad desaparezca.82 Como Montesquieu, era consciente de la mecánica del 79 Cf. C. Gazmuri, ¿Quién era Jaime Guzmán?, p. 79; A. San Francisco, “Jaime Guzmán”, en: Chilenos del Bicentenario. Raúl Silva Henríquez y Jaime Guzmán. Santiago: Aifos, 2007, pp. 49-50. 80 Cf. C. Gazmuri, ¿Quién era Jaime Guzmán?, pp. 61-62. 81 Este es el eje y el límite de todas sus posiciones; cf. C. Gazmuri, ¿Quién era Jaime Guzmán?, p. 67, 79, 95. 82 J. Guzmán, “El miedo”, op. cit., p. 258. 102 poder, de acuerdo a la cual la libertad queda garantizada cuando ese poder se divide. Su autoritarismo durante los setenta y ochenta, de su parte, fue la respuesta que estimaba institucionalmente adecuada a la amenaza del socialismo real, insoslayable en la Guerra Fría de esos años, con los pesqueros soviéticos acechando las costas chilenas y grupos guerrilleros operando al interior del país. Si bien esta posición no lo exime de la crítica, no ha de confundirse, en el caso de Guzmán, su adhesión al autoritarismo con las violaciones a los derechos humanos, a las que he indicado se opuso y no simplemente levantando la voz, sino asumiendo riesgos tan graves como hacerle frente a Manuel Contreras. De estar vivo hoy, con seguridad sus opiniones serían muy distintas a lo esperable de la versión fosilizada que se tiene habitualmente de él desde un lado y otro, por la regla según la cual las mentes políticas dotadas son más flexibles y veloces que las otras. En 1972, por ejemplo, llegó a abogar por una “estructura […] de la empresa […] más justa y más humana” que, “reconociendo siempre al capital privado un margen mínimo de utilidad que lo atraiga a arriesgarse para crear nuevas riquezas”, establezca “los mecanismos adecuados para que quienes trabajan en una unidad productiva tengan efectiva participación en la gestión, propiedad y utilidades de ella”.83 Estas palabras, citadas a modo de muestra documentada de su extravagancia o rara y desconocida sutileza, importan un severo distanciamiento, en sede política, del Guzmán real respecto de la tarea apologética que usualmente se le imputa haber realizado en favor de la estructura oligopólica que se ha expandido en Chile 83 J. Guzmán, “La Iglesia chilena y el debate político”, en: Estudios Públicos 42 (1991), pp. 297-298. 103 desde los noventa. La posición expresada en aquellas palabras fue luego modificada por Guzmán, seguramente exigido por la necesidad de instaurar rápidamente en Chile una economía de mercado en un tiempo en el que la seguridad del país se veía amenazada. Pero después de que las circunstancias volvieron a cambiar de modo radical, cabe preguntarse si él sería hoy si podría serlo, como algunos de sus seguidores escolástico terminan siéndolo, un defensor de las grandes cadenas o de la banca, al modo en que ellas operan en nuestro país. La figura de Jaime Guzmán puede ser un ejemplo políticamente admirable. Pero ese carácter, antes que de una doctrina acabada y perenne, emana en cierta forma al contrario de una inigualable capacidad para adaptar a las cambiantes circunstancias el principio fundamental al que fue fiel. Por eso, precisamente, muchas de sus doctrinas particulares están superadas desde su propio punto de vista. La llamada “síntesis” guzmaniana de teoría económica de Chicago y gremialismo, no es una doctrina, sino una solución de circunstancias. En estricto rigor, las doctrinas de Guzmán nacieron superadas, en tanto emergieron como formas preconcebidamente contingentes de expresión del centro y articulación de su pensamiento, como ya lo he dicho: el aseguramiento de la libertad del espíritu frente a las fuerzas que amenazan con arrasarla. 7. Discurso e influencia y futuro de la derecha Creo que los casos expuestos bastan para sustentar lo que quiero sugerir. Durante los dos siglos pasados el hecho de contar con un pensamiento denso de lo político y del Estado le permi- 104 tió a la derecha mantener un peso irreprimible. Sus lazos con grupos económicos eran estrechos, pero además ella poseía un carácter y una legitimidad irreductiblemente políticos, precisamente gracias a la existencia de una raigambre fuerte de sus acciones en un pensamiento de lo político. La derecha del pasado se desenvolvía con soltura en las estructuras de poder legítimo la Universidad de Chile, la Iglesia católica, la administración pública y el Estado, los gremios, hasta las organizaciones obreras. No se encontraba, como hoy, atrincherada en estructuras de legitimidad decreciente, sino desplegada firmemente allí desde donde el país era efectivamente liderado. Podía estar cómodamente en esos lugares porque tenía un discurso a la altura de su tiempo, un discurso político de vanguardia. Ese cruce de reflexión y acción se halla hoy en crisis. Solo un pensamiento nutrido liberará a la derecha de la situación de tambaleos entre mutismo y activismo en la que se encuentra, pues salir de ella requiere, precisamente, la capacidad de hablar con prestancia allí donde las disputas son existencialmente complejas y teóricamente densas. Se necesita una crítica de las sedimentaciones trasladadas desde la Guerra Fría hasta hoy, que le permita a la derecha ampliar sus límites comprensivos y levantar lo que el ciudadano común que no milita en una ideología particular mira no pocas veces como a verdaderos topes impuestos por ese sector al progreso material y espiritual de la nación, a saber, la connivencia negligente con el mercado en su versión oligopólica; una actitud social oligárquica; un encierro en los márgenes de la capital del país que excluye del foco de atención a las provincias y los mapuche; la insensibilidad, cuando no franca reticencia, hacia el mundo de la cultura y el pensamiento allende la economía; una inclinación materialista; la despreocupación por la integración de nuestro habi- 105 tante con sus vecinos, la ciudad, el paisaje. En la mente del ciudadano común se llega a responsabilizar a la derecha de estas actitudes, así como de una larga lista de males, que van desde la pasividad ante las violaciones de derechos humanos hasta el desinterés por las condiciones humanas de los trabajadores, por los que probablemente ella no se ha sentido ni se sentirá interpelada en la medida en que le corresponde mientras no predomine de una vez en su interior una actitud nueva, de reflexión honesta y coraje comprensivo para adoptar decisiones profundas y alcanzar el nivel de simple y llana humanidad que nunca debió haber perdido. 106 Capítulo IV El desafío comprensivo de la derecha chilena 1. La derecha ante el nuevo ciclo Los cambios que ha experimentado nuestra sociedad han generado un desfase entre las demandas populares y las instituciones. También entre el pueblo y su territorio. Los paralelos de esa situación con la crisis que diagnosticaba Encina y toda la generación del Centenario son asombrosos. En los dos momentos aparece un malestar nacional profundo, una grave diferencia entre exigencias populares y medios de satisfacerlas, un distanciamiento del pueblo respecto de una clase política y económica devenida oligárquica; un desengaño con el período histórico inmediatamente anterior (el inicio de la “República Parlamentaria” está casi a la misma distancia del Centenario que el retorno a la democracia del Bicentenario); el clamor por una reforma educacional fundamental (que se expresa en el “Congreso Nacional de Enseñanza Secundaria” de 1912, prácticamente un siglo antes de las movilizaciones estudiantiles de 2011); la necesidad de impulsar la industria nacional y preparar a los trabajadores para ese desafío. 107 ¿Estaremos viviendo en nuestro “ciclo” un retorno de lo mismo? Tal como para el Centenario, la clase política chilena es hoy parte del problema. La izquierda, aunque posee un discurso más sofisticado que el de la derecha, se inclina a prescindir de los demás sectores políticos. Pero es la derecha la que, a esta altura, se halla en mayores dificultades, como lo expresan sus vaivenes entre el mutismo y la zalagarda. Ella carece de un modo de comprensión lo suficientemente vigoroso y complejo como para decidir asertiva e inclusivamente la situación y volver las cosas a un cierto orden y sentido. Conocemos lo que siguió a la Crisis del Centenario y eso es historia. Probablemente parte de la salida a la Crisis del Bicentenario requiera un esfuerzo intelectual mayor del lado de la derecha. Pues la ausencia de discurso en ella incide no solo en su pérdida creciente de legitimidad, sino también en la actitud hegemónica de la izquierda, inclinación que se fortalece en la medida en que no hay un interlocutor con el cual ella debata los asuntos más complejos y encuentre un límite intelectual a su discurso. Es solo a partir de una derecha ideológicamente nutrida que podrá desplegarse el modo de comprensión amplio y decisivo que el malestar del país viene exigiendo. Luego de los diagnósticos, surge insoslayable la pregunta, ¿qué hacer? Esta formulación es peligrosa, pues resulta demasiado directa, de tal suerte que la respuesta, entre los miembros de una derecha activista y sin discurso, puede inclinarse excesivamente hacia medidas y acciones precisas, tales como la organización de congresos ideológicos ¿para discutir qué? o escuelas de líderes ¿para enseñar qué?, etcétera, cuando de lo que se trata, hasta cierto punto, es, precisamente, de no tomar medidas o acciones, al menos al modo usual en que se 108 las entiende. Esas acciones y medidas apresuradas quedarán insertas en el tráfago habitual, en el persistente activismo de la derecha, que se las terminará devorando. De alguna forma lo que hay que hacer es no hacer. Suspender el activismo. Incluso no hacer todavía jornadas, cursos, congresos. Mientras no haya aún una recomposición del tejido discursivo, estas actividades serán banales. No se alcanza densidad y complejidad cuando quienes discuten y enseñan usualmente en la derecha (sus expertos, los miembros de sus centros de estudio) aún no tienen, ellos mismos, un pensamiento denso y complejo o familiaridad con él. Juntarlos a enseñar o a intercambiar opiniones será simplemente juntarlos a repartir pobreza ideológica. Suena crudo, pero eso es lo que ha ocurrido a menudo. Hasta cierto punto cabe decir que, salvo excepciones, la derecha tiene centros de estudios cuya atención se orienta a las políticas públicas, pero carece de una estructura institucional que acoja y articule a sus humanistas y teóricos de mayor calado. La pregunta “¿qué hacer?” es inadecuada incluso cuando se la responde con acciones algo más reflexivas, tales como formular un programa o enlistar los que son o debieran ser los principios del sector. En esos ejercicios no puede consistir la solución al grave problema ante el que se encuentra la derecha. De un lado, cualquier programa o listado de principios corre el riesgo de ser el ejercicio de la mera subjetividad desarraigada. En estricto rigor, lo más relevante no es la lista de principios sino la fuente a la que se acude para fundarlos. De otro lado, los programas y listados van en la dirección precisamente contraria a la que la situación actual exige recorrer: ellos estrechan el marco comprensivo, limitan el discurso, acotan las posibilidades de pensamiento y reflexión. Lo que hoy la derecha nece- 109 sita, en cambio y a esto se alude usualmente con la noción de falta de discurso, es justamente ampliar, engrosar, robustecer, volver más complejo y diferenciado su pensamiento. Y eso no se logra limitándolo a un programa o a una lista. La pregunta más pertinente en este momento delicado de la evolución de la derecha no es ¿qué hacer?, sino, ¿cómo hacerlo? Hay que no hacer: no actuar aún no hacer listas, no hacer actividades, congresos, jornadas, capacitación de líderes, para que la derecha pueda nutrir su discurso, volverlo lo suficientemente sofisticado y denso. Ese no hacer ha de ser entendido casi como un éxtasis contemplativo, como un dejarse empapar. Se requiere un no hacer que permita atender hacia dos lugares. 2. Primera fuente del pensamiento de derecha: su historia intelectual La primera fuente es lo que otros han pensado: el pensamiento político más significativo, así como la historia intelectual de la derecha, en el mundo y especialmente en nuestro país. Esta no es, por supuesto, una tarea para la que estén preparados todos los ciudadanos que se identifican con la derecha, parte de algo así como una “revolución cultural” del sector. Tampoco todos los dirigentes, ni la mayoría, ni muchos de ellos, sino unos pocos, varios de los cuales ya están en los centros de estudio o en los partidos y han de integrarse a otros pocos que se hallan fuera, serán los que puedan llevar a cabo este ejercicio. Pero con ellos basta. De hecho: eso ya sería muchísimo. Esta indicación hacia la historia intelectual de la derecha importa preguntarse qué es la derecha. Hasta ahora he operado como si la derecha fuese un sector político complejo pero cuya definición no fuese un problema. He dejado para esta parte la exigible pregunta por la definición de la derecha. 3. ¿Qué es la derecha? Lo primero que se ha de decir ante esta pregunta, es que resulta difícil identificar algo así como una esencia de la derecha. Izquierda y derecha (eventualmente el centro también) son términos relativos. Dependen uno de otro. Si no hay nadie en la izquierda (imaginémonos la situación chilena antes de la cuestión social y del surgimiento de una consciencia política respecto de la condición de las capas más pobres), entonces tampoco hay propiamente una derecha en el sentido que usualmente le damos a la expresión, a saber, la de un grupo opuesto a la izquierda. Habría derecha en un sentido atenuado y retroactivo, esto es, derecha como lo que existe allí donde no está presente aún lo que posteriormente se entendió como izquierda. Además, derecha e izquierda son términos polisémicos, ya que se usan respecto de campos diversos. Izquierda y derecha asumen posiciones en asuntos económicos, morales, político-institucionales, incluso en cuestiones estéticas. Estas posiciones admiten ser combinadas y, por ejemplo, el estatismo económico puede aparecer unido al liberalismo moral y al autoritarismo, o el liberalismo económico al conservadurismo moral y una postura democrática-liberal, etcétera. Las combinaciones cambian continuamente. 111 Más aún, los énfasis la vehemencia o la tranquilidad con que se asuman las respectivas posiciones también afectan la localización de una persona o colectivo en el espectro político. Así, hoy tenemos a los socialistas como más moderados que los comunistas, pero su patetismo revolucionario en los sesenta y setenta llevaba a invertir esas ubicaciones. Los fascistas italianos eran en su aprecio al Estado, en cierto modo, más de izquierda que los liberales, pero por su estilo y acciones directas tendemos a ponerlos más a la derecha que a los usualmente más templados y circunspectos partidarios de la economía de mercado y la democracia constitucional. El radicalismo y la moderación, el tono con el que se asuma la representación de ciertas ideas, muta y así, nuevamente, la calificación deviene inestable. En fin, es definitivamente difícil hablar de una esencia de la derecha o de la izquierda porque en la política se trata, ante todo, no del pasado, sino del futuro: de lo por venir, de lo por hacer, de la decisión que hemos de tomar acerca de cómo vivir colectivamente nuestras vidas. A diferencia de los objetos, que están predefinidos por su esencia, la esencia humana y esto es especialmente evidente en la política se caracteriza por estar más allá de esa esencia. Tenemos que decidir sobre nuestro destino. Nuestra entera existencia, incluido el modo en el que comprendemos la política, se halla puesta en nuestras manos. Las decisiones personales y colectivas van conformando el panorama político de una manera dinámica y fundamentalmente abierta a lo posible. Las decisiones adoptadas dentro de una tradición modifican esa tradición, de tal suerte que se producen mutaciones no solo de las situaciones en las que opera un conglomerado político, sino también de los criterios según los cuales ese conglomerado se comprende y define a sí mismo. 112 Así, la derecha y la izquierda van cambiando, cada una se deslinda una y otra vez respecto de la otra, pero además ambas van alterándose de forma que el conjunto total del panorama político va cambiando, y sin detenerse jamás. La derecha parece no tener una esencia objetiva. Pero, entonces, ¿cómo saber qué es la derecha? Que no quepa estacarlas a una esencia objetiva no significa que derecha e izquierda sean posiciones puramente arbitrarias. Sus contornos, aunque difusos y cambiantes, son discernibles. Para que la definición, empero, no sea una mera ideación, el producto de una imaginación desarraigada, es necesario atender a la historia, vale decir, a la realidad en la cual encarnan y se configuran concretamente la derecha y la izquierda. 4. Historia fáctica e historia intelectual de la derecha En su libro Con las riendas del poder. La derecha chilena en el siglo XX, Sofía Correa se inclina a vincular estrechamente a ese sector con la oligarquía social y económica1, la cual se concentra 1 Cf. S. Correa, op. cit., p. 9. Para esta vinculación son importantes las obras de diversos autores en los que Correa se apoya, como J. L. Romero (El pensamiento político de la derecha latinoamericana. Buenos Aires: Paidós, 1970), S. M. Lipset (Political Man. The Social Bases of Politics. Londres: Heinemann, 1983), K. Middlebrook (“Conservative Parties, Elite Representation, and Democracy in Latin America”, en: K. Middlebrook [ed.], Conservative Parties, the Right and Democracy in Latin America. Baltimore y Londres: John Hopkins University Press, 2000, pp. 1-50), S. McGee Deutsch (Las Derechas. The Extreme Right in Argentina, Brazil and Chile. 1890-1939. Stanford: Stanford University Press, 1999) y E. Gibson (“Conservative Electoral Movements and Democratic Politics: Core Constituencies, Coalition Building, and the Latin American Electoral Right”, en: D. A. Chalmers, M. do Carmo Campello de Souza y A. Borón, The Right and Democracy in Latin America. Nueva York: Praeger, 1992, pp. 13-42), que entienden el concepto de derecha poniendo el énfasis en el factor socioeconómico o de clase; cf. S. Correa, op. cit., pp. 25-30. 113 en unas pocas familias2 ubicadas en Santiago.3 Si bien es cierto que la competencia democrática obliga a los partidos de derecha a volverse “pluriclasistas”4, el centro de impulsión persiste oligárquico. Correa entiende que las dos corrientes anti-oligárquicas en la derecha, el socialcristianismo5 y los movimientos nacionales y populares6 han tenido una influencia más bien escasa en ella, cuando no recibido su hostilidad. La posición de la historiadora es sugerente y posee implicancias de gran alcance, que sirven para la reflexión sobre el momento actual de la derecha. Se podría decir, siguiendo su texto, que en Chile no ha existido, en último término, salvo momentos excepcionales, una derecha específicamente política, en el sentido de diferenciable de la oligarquía con alguna nitidez.7 La segunda consecuencia, que no está en el horizonte de las consideraciones de Correa, pero que se sigue de su libro, es que si se quisiera fundar en Chile una derecha específicamente política, tal derecha tendría que distanciarse, hasta cierto punto, de los intereses de la oligarquía. Me parece que la derecha sí ha tenido corrientes no-oligárquicas e incluso anti-oligárquicas y la distinción que realiza Correa entre esas corrientes y la derecha se vuelve por momentos problemática. Se trata ciertamente de un asunto de matices, donde los matices son importantes. 2 Cf. S. Correa, op. cit., pp. 32-37. 3 “En Chile, la clase dirigente tradicional, a diferencia de la de otros países latinoamericanos, posee un carácter centralizado, nacional, de modo que su preeminencia no es disputada por elites regionales, al menos durante el siglo XX”; S. CORREA, OP. CIT., P. 31. 4 S. Correa, op. cit., p. 27. 5 Cf. S. Correa, op. cit., pp. 156-164. 6 Cf. S. Correa, op. cit., pp. 55, 57-60, 79, 171-174, 194. 7 Correa llega a identificar “derecha política” y “oligarquía”; op. cit., pp. 44-45. 114 El socialcristianismo es una vertiente usualmente tenida como de derecha. El particular destino de la Democracia Cristiana en Chile, aún hoy aliada con la izquierda, y sus tensiones con la derecha oligárquica, no le quita a ese partido su raigambre conservadora8, ni impide notar que en las democracias más avanzadas como la alemana, la francesa, la italiana, la austríaca o la belga y hasta en el nivel de la Unión Europea (Partido Popular Europeo), los socialcristianos forman, como conservadores, en alianzas de derecha. Aunque la descripción que Correa hace del agrario-laborismo es matizada, la imagen global que queda de él es la de un movimiento antes paralelo respecto de la derecha que identificable con ella, especialmente cuando decanta hacia el ibañismo. Esta imagen prevaleciente se distancia, empero, de la que tenían de los agrario-laboristas tanto la izquierda, que los vinculaba a la derecha conservadora y burguesa9, cuanto ellos mismos, quienes se auto-comprendían como claramente enfrentados a las fuerzas de izquierda y la ideología de “la lucha de clases”.10 En la época en que se 8 Desde Abdón Cifuentes en adelante, el Partido Conservador se identifica crecientemente con los problemas sociales y económicos de las capas más pobres; cf. A. Stuven, op. cit., pp. 483-497. Esta preocupación, refrendada por la encíclica Rerum Novarum, se dirige contra las insuficiencias que evidencia el sistema económico en el paso desde una economía agrícola a una minera e incipientemente industrial, así como contra las doctrinas de izquierda anarquista y socialista. 9 H. Ramírez, “El fascismo en la evolución política de Chile”, en: Araucaria de Chile 1 (abril 1978), pp. 9-33. 10 Partido Agrario Laborista, Declaración de Principios, aprobada en el Congreso Nacional de Valdivia, 15 al 18 de agosto de 1947. Santiago: Imprenta y Litografía Universo, 1952. En la declaración el partido se distancia de “Moscú” y agrega: “nuestras posiciones son anticomunistas, como integrantes de América y de la Cultura Europea-Cristiana-Occidental”. Apoya a “los EE.UU. en toda acción que implique defensa de la Cultura Occidental frente a los desbordes del comunismo asiático, pero sin que ello implique sometimiento alguno a ninguna presión militar, política ni económica”; ibídem. Sobre el estatismo matizado del PAL, CF. C. GARAY, EL PARTIDO AGRARIO-LABORISTA 1945-1958. SANTIAGO: ANDRÉS BELLO, 1990, PP. 65-67 115 deciden a apoyar a Ibáñez, insisten en su antimarxismo, en su defensa del principio de autoridad y el orden, su rechazo a la tributación excesiva y su exigencia de justicia social.11 Correa no se refiere a los dos pensadores más profundos de la derecha del siglo XX, Encina y Edwards, basándose en un criterio temporal (antes del “segundo tercio del siglo XX” 12 o de 193013 la oligarquía habría controlado todo el poder14). Tampoco cita a Góngora ni a Guzmán. Ambos están comprendidos dentro del período estudiado. Todos ellos son, hasta cierto punto, discernibles de la oligarquía (Guzmán en su primera fase). Más allá de la discusión acerca de si hay o no una preterición del elemento no-oligárquico de la derecha chilena en el texto de Correa, las últimas omisiones son de relevancia pues permiten comprender el talante de su libro: se trata de una historia fáctica de la derecha chilena durante el siglo XX, no de una historia intelectual de ella. La historia fáctica comprende lo que han hecho y dicho los partidos, dirigentes y miembros del sector. La historia intelectual se concentra en las producciones teóricas de los pensadores de la derecha. Ella sin duda tiene influencia en la historia fáctica y los hechos son, de su lado, el punto de partida de muchas reflexiones teóricas. También ha ocurrido que los intelec- 11 Cf. Partido Agrario Laborista, “Circular n° 1”. Santiago, abril de 1951 (4 pp.). 12 S. Correa, op. cit., p. 9. 13 “El control del poder político que ejercía la oligarquía no fue amenazado” hasta “comenzar la década de 1930”; S. Correa, op. cit., p. 45. 14 La tesis de una derecha tan tardía debe hacerse cargo, sin embargo, de varios hechos. Antes, décadas antes, habían irrumpido nuevas corrientes ideológicas, tanto en la derecha (el socialcristianismo, a partir de la cuestión social y la encíclica Rerum Novarum; la vertiente nacional-popular emerge nítidamente con la Crisis del Centenario), cuanto en la izquierda (Luis Emilio Recabarren, Valentín Letelier), que, sin llegar a amenazar revolucionariamente el orden vigente, lo sometieron a severa crítica e introdujeron profundas reformas. 116 tuales de la derecha han actuado en política, como es el caso de Mario Góngora, Francisco Antonio Encina y Alberto Edwards. Además hay políticos que llevan adelante reflexiones intelectuales de calado, como Jaime Guzmán. Ambos aspectos, así, están inescindiblemente atados. Sin embargo, ellos son discernibles con meridiana claridad. La distinción es importante, pues creo que para saber qué es la derecha, ha de atenderse a la historia, pero no solo a la historia fáctica, sino también y especialmente a su historia intelectual, bajo la vieja máxima de que no siempre se hace lo que se piensa y porque en el acervo intelectual se guarda con un mayor nivel de lucidez reflexiva la consciencia política de un sector. Ciertamente que la historia fáctica de la derecha chilena durante el siglo XX y el actual muestra una hegemonía del elemento oligárquico y las corrientes socialcristiana y nacionalpopular han tenido una influencia menor. En esto hay que darle la razón a Correa. Mas, si se atiende a la historia intelectual del sector, creo que la tesis de un predominio oligárquico no se sostiene y lo que ha prevalecido ideológicamente son las corrientes nacional-popular y socialcristiana. En ellas es donde se encuentran los discursos más complejos y resistentes a la crítica. 5. Cuatro tradiciones Ahora bien, si se observa lo que ha sido no solo la historia fáctica de la derecha chilena, sino también su historia intelectual, se dejan identificar cuatro tradiciones de pensamiento, las cua- 117 les hasta cierto punto coinciden con el derrotero de ese sector en otros países occidentales. En algunas de las cuatro el factor oligárquico es más determinante que en otras, donde no se presenta más allá del grado en el cual lo oligárquico está repartido por toda la actividad nacional y política, debido al porvenir de las clases mejor educadas y contactadas. Esas cuatro tradiciones han operado como aliadas y también se han distanciado en ciertos momentos. No se trata de compartimentos estanco, sino que se comunican entre sí. Separarlas mentalmente significa, hasta cierto punto, entenderlas como categorías, que en la realidad nunca se hallan plenamente realizadas, sino en grados. Las tradiciones pueden ser ordenadas en dos ejes, uno liberal/no-liberal, otro cristiano/laico. Luego vienen las combinaciones. Dentro del grupo cristiano, se distingue una tradición cristiana y liberal moralmente conservadora, pero vinculada en lo económico a nociones como el librecambismo, el capitalismo y últimamente la subsidiariedad negativa y otra socialcristiana o cristiana y no-liberal, conservadora moralmente (quizás no tanto como la anterior), pero más cercana al compromiso con las clases pobres y los sindicatos. Dentro del grupo laico, de su lado, hay liberales, similares en el campo económico a los cristianos liberales, pero distanciados de ellos en sus concepciones morales, y una tradición nacional-popular, que muestra una consciencia más despierta respecto a los límites de las nociones económicas y busca rehabilitar el significado político de las ideas de nación o pueblo, así como un concepto existencial o menos mecanicista del Estado. Estas cuatro tradiciones de pensamiento han tenido importantes realizaciones histórico-fácticas. La tradición cristiana liberal se expresa en la Unión Demócrata Independiente y en 118 parte de Renovación Nacional. La socialcristiana en el antiguo Partido Conservador, en la Falange Nacional y, contemporáneamente, en algunos de los nuevos movimientos como Solidaridad, Construye Sociedad o centros de pensamiento como el Instituto de Estudios de la Sociedad. La tradición laica liberal se realizó en el Partido Liberal, hoy está en Amplitud y parcialmente en Renovación Nacional. La laica y nacional-popular o laica y no-liberal tuvo su arranque en el breve experimento del Partido Nacionalista de 1915, después en el “ibañismo” y el Partido Agrario-Laborista, en el Partido Acción Nacional y el Partido Nacional, para desperdigarse en iniciativas que van desde los desvaríos de Avanzada Nacional hasta el Frente Nacional del Trabajo, que se incorpora a Renovación Nacional. En otros casos es más difícil hacer una clasificación. La Democracia Cristiana es de raíz socialcristiana, su pensamiento económico es, sin embargo, no pocas veces más bien liberal. Los gremialistas fueron socialcristianos (corporativistas), en una época, y cristiano-liberales, en otra. Respecto a los pensadores de la derecha o políticos con un talante más intelectual, las categorías identificadas también logran aplicación. Barros Arana, por ejemplo, se incluye entre los liberales laicos, Encina es nacional-popular, Jaime Guzmán socialcristiano, primero, y cristiano-liberal, después. Por los cristiano-liberales califica también Zorobabel Rodríguez. Mario Góngora, de joven un socialcristiano, pasa a combinar luego elementos socialcristianos y nacional-populares. La clasificación sirve para ubicar a los autores y los grupos de la derecha y, sobre todo en este momento histórico de crisis, para mostrar que el pensamiento de la derecha es mucho más complejo que como habitualmente se lo presenta. 119 6. Activación de las cuatro tradiciones En esta clasificación se alcanza a apreciar que la derecha chilena posee un talante específicamente político y no meramente económico. Ella cuenta con tradiciones de pensamiento liberal en la economía, pero no se agota necesariamente allí, sino que incluye también corrientes nacional-populares y socialcristianas, anti-oligárquicas y más cercanas al mundo sindical y popular. Uno podría pensar entonces en abstraer, a partir de esta diversidad intelectual, ciertas notas que definirían el ser de derecha en nuestro país. No se trata de un conjunto fijo y necesariamente sistemático e incluso guarda en su interior importantes tensiones, pero permite deslindar a ese sector de la izquierda y sus también variadas tradiciones. Pero sobre todo: a partir de este reconocimiento del pasado intelectual de la derecha cabría formular la propuesta de un primer paso para superar la crisis que la afecta. Ocurre que el pasado intelectual de la derecha es más amplio y plural que lo que ella ha sido en el último tiempo, cuando ha predominado el neoliberalismo. Además, ese pasado intelectual es más denso y complejo que el presente. Piénsese, por mantenernos en una breve lista, en la potencia intelectual de Góngora, Encina, Edwards y Guzmán, los primeros tres ya lo he dicho preponderantemente pensadores que actuaron políticamente, el último un político con altas dotes intelectuales. Compárese a esa derecha de antaño con lo que ella exhibe hoy. La derecha podría ganar en pluralidad y en densidad y complejidad de su discurso, a la vez que hallar una orientación en su difícil camino de superación de la crisis intelectual en la que está, si atendiera a sus autores, al pensamiento del pasado, y lograra, a partir de una reflexión sobre ese pasado, reactivar sus cuatro tradiciones ideológicas. 120 La reactivación de las tradiciones no ha de entenderse simplemente como un regreso dogmático a sus respectivas fuentes, algo así como aplicar sin más lo que otros dijeron para otro tiempo. Tal procedimiento no contribuiría a una comprensión política justa, sino que sería, antes, un reduccionismo, una subsunción de la situación actual bajo un aparataje doctrinario de otra época. La reactivación ha de entenderse, en cambio, como una aproximación reflexiva a las fuentes de las tradiciones, para encontrar allí ideas o argumentaciones capaces de iluminar adecuadamente o de modo justo la época presente. Habría que hacerse cargo, por ejemplo, de cómo pensar una reactivación del socialcristianismo en un contexto de diversidad religiosa, o cómo una revitalización de la tradición nacionalpopular que no caiga en el extremo nacionalista o populista. En todo caso, ya la operación conjunta de las cuatro tradiciones permitiría una crítica razonada de todas ellas, de tal forma que los extremos el extremo economicista de los liberales, el extremo populista de los nacional-populares y socialcristianos; el extremo moralizante de los cristianos o laicista en los otros fuesen atenuados. Entonces aparecerá con claridad, seguramente, que la tradición liberal, en sus variantes cristiana y laica, se ha simplificado demasiado, ha caído en el exceso economicista. Precisamente en ese momento, las variantes nacional-popular y la socialcristiana pueden enriquecerla. Y así con las demás. Del juego de estas cuatro tradiciones activadas, sería esperable que la derecha alcanzara lo que la Nueva Mayoría exhibe como capital principal: diversidad discursiva, apta para hacer que el ciudadano común reconozca más fácilmente allí un sentido con el cual identificarse. 121 Pero también, producto de la discusión entre las cuatro tradiciones, cabría llegar a formulaciones teóricamente mejor justificadas de sus ideas, en definitiva, un discurso más denso, complejo y fogueado, capaz de hacerle frente a la izquierda en los foros más exigentes. Si es solo una tradición la que domina el campo, naturalmente los desafíos intelectuales a los que está más directamente enfrentada son de menor envergadura que si en ese campo se da entrada a toda la diversidad intelectual de la derecha. Resulta previsible, por tanto, que las mayores exigencias puestas desde el propio sector a la deliberación terminen generando un pensamiento dotado de incrementada vitalidad y pertinencia. 7. Segunda fuente del pensamiento de derecha Esta primera fuente nutritiva, la historia y el pensamiento de la derecha en sus cuatro tradiciones, debe complementarse con una segunda fuente, tan evidente como muchas veces desconocida: la realidad nacional. A la oligarquía del este de la capital del país le cuesta saber lo que pasa en Chile. Es necesario reconocer la realidad, la realidad infinita y multiforme, la realidad del pueblo de provincia, de las poblaciones, de los patios pobres; de las trabajadoras y trabajadores bajo la violencia de viajar horas por el ruido y la brusquedad hacia sus tiendas, talleres y oficinas para procurarse un sueldo modesto; de la gran capital hacinada; las mañanas frías, las noches desamparadas. La realidad del humo y la polución en el aire y las tierras y los mares, la realidad del paisaje sufriente y abandonado. La derecha necesita esa experiencia. 122 No es esto “calle” simplemente, expresión que a veces refleja una actitud instrumental o paternalista. Incluso no es solo el trabajo voluntario, dispositivo loable, pero que puede ser una forma más sutil de clasismo, de tener una “experiencia” con los pobres. Tampoco es excursionismo o turismo por cerros, campos y playas. Es, antes que todo eso, abrirse a la realidad nacional, al territorio urbano y rural, montañoso y costero y a los otros que deambulan por él y lo habitan, pero de tal suerte que el contacto, la apertura, la conmoción, la llaneza que se logran en el trato con el otro y con la tierra se vuelvan permanentes. Solo entonces se da el paso desde la afectada relación con lo distinto a lo que podría llamarse un auténtico vínculo cívico e igualitario con el paisaje y con nuestros semejantes. Recién ahí la derecha volverá a ser ciudadanía. Solo en ese momento cabrá pensar que la activación de las tradiciones de la derecha o el uso de cualquiera de sus discursos será algo distinto a una mera aplicación reduccionista de reglas y conceptos. Solo la atención a la realidad, a su multiplicidad y su sentido, vuelve a la comprensión política capaz de fundar decisiones justas, que ni la abandonen a sí misma, ni la sometan haciéndole violencia. 8. La historia y la realidad como supuestos preliminares de la reconstitución del discurso de la derecha Ni la tradición del pensamiento de derecha, ni la realidad son la solución a la debilidad del discurso de la derecha actual. Son las fuentes a las cuales se debe acudir en la no-actividad que resulta necesaria para la reconstitución del discurso. Cualquie- 123 ra que trate de contribuir a esa reconstitución no puede sino realizar una apertura previa a las elucidaciones efectuadas en épocas de mayor densidad y aptitud prospectiva del pensamiento de la derecha, así como disponerse a dejar entrar en su contemplación al paisaje y al otro. Desde ese instante, cuando se haya logrado una especie de compenetración con el acervo intelectual de la derecha y con la existencia si se quiere primordial del pueblo en su territorio, serán capaces aquellos con mayor poder intelectual de emprender la apremiante tarea señalada. Aquí será tiempo de pensar, recién, en formas de acción coordinada en el campo ideológico, en maneras de organización que garanticen una continuidad desde la acción política y las políticas públicas, alcanzándose a llegar donde hoy no se llega: la teoría, las humanidades, la ideología, en un esfuerzo total de comprensión política abarcador del complejo instante presente. 124 Capítulo V Síntesis y aspectos fundamentales de una esperable nueva consciencia en la derecha chilena 1. Una nueva comprensión El importante desafío que presenta el momento actual exige una derecha con un discurso más denso y sofisticado que el que ha tenido en los últimos años. Si bien tanto en los partidos políticos cuanto en sus centros de estudio existe alguna actividad de talante más ideológico, en general están fuertemente orientados a discusiones de carácter técnico y, salvo excepciones, no han incorporado en su acervo y tareas habituales a la teoría y la filosofía política. Los siete libros que se han escrito recientemente (véase el anexo) como reacción a las manifestaciones, el malestar y la debilidad del discurso de la derecha, aunque dan algunas luces, ora no hacen un diagnóstico correcto de la situación actual, ora ofrecen salidas demasiado sencillas para la complejidad teórica de la época presente. La derecha tiene ante sí una tarea pendiente. Ha de incrementar la profundidad de su discurso para mejorar su comprensión de la situación. Aquí hay dos lugares hacia los cuales mirar. De un lado, la historia intelectual de la derecha. Desde allí pueden obtener- 125 se herramientas para entender lo que está ocurriendo y cómo darle orientación. La atención de la derecha a sus cuatro tradiciones históricas, el esfuerzo por reactivarlas a todas, es, me parece, la vía para revitalizar el discurso, incrementar el nivel del debate interno e iluminar la situación. Pero además, la derecha debe esforzarse por abrirse nuevamente paso hacia la realidad. Un paso libre que ha perdido, retacada socialmente como se encuentra, parapetada en su tercio de clase, en la capital, ajena al paisaje, al barrio, a la provincia, a las capas populares. Ocupada, quizás, demasiadas veces, preponderantemente de ganar dinero y posiciones sin hacerse la aristotélica pregunta por su sentido. Ambos movimientos son partes integrales de una misma operación comprensiva: la activación de las cuatro vertientes de la derecha le permitirá a ella contar con una mirada en su conjunto más plural, menos reduccionista de la realidad. La consciencia sobre la mayor complejidad del discurso, aumentará la confianza en los dirigentes y simpatizantes más ilustrados para aventurarse en el debate público y en el intercambio de opiniones con las gentes. De su lado, la atención acrecentada hacia la realidad exigirá de formas de comprensión variadas y diferenciadas, capaces de darle entrada sin reducirla. Cuando todo eso ocurra, si ocurre, la derecha mejorará las posibilidades de que el pueblo se identifique con ella y de encarnar una parte sustantiva de algo así como un nuevo sentido común nacional. Su comprensión de la situación, gracias a su apertura adecuada a lo singular, cuanto a su aptitud orientadora, será capaz de alcanzar legitimidad política. Una activación de las cuatro vertientes del pensamiento de la derecha y una apertura correlativa a la realidad harían esperables una nueva consciencia respecto al mercado y al Estado, al pueblo y su territorio. 126 2. Estado y mercado La derecha actual está muy atenta a los abusos del Estado contra la libertad. Sin embargo, no se preocupa lo suficiente de los abusos que contra esa misma libertad comete el mercado. Ambas son estructuras de poder. Cuando el poder se concentra, ocurren más fácilmente los abusos. Esto vale para el Estado, pero también para el mercado. Si al Estado se lo abandona a sí mismo y él concentra todo el poder político y económico, entonces las posibilidades de disentir se ven gravemente menoscabadas, pues hacerlo significa arriesgar el descontento del empleador universal y, con ello, la propia fuente de sustento. Si el mercado, en cambio, es abandonado a sí mismo y el Estado se restringe a las labores de simple guardián, también se producirá una concentración de poder y una dinámica en la cual el ser humano tenderá a ser considerado como mero objeto, como “factor de producción”. El mercado, igual que el Estado, es un campo de poder. El aseguramiento de la libertad requiere limitar el poder, venga de uno o del otro. Para limitarlo hay que dividirlo. La primera división ha de ser entre Estado y mercado. Vale decir, debe haber mercado, para que el poder político esté separado del económico. Pero así como al poder del Estado se lo ha de dividir para garantizar la libertad (de ahí la importancia no solo de la separación de poderes en la forma de gobierno, sino también de apuntar a formas de Estado federalistas o regionalistas, que distribuyan territorialmente el poder), es menester, asimismo, dividir al poder económico para garantizar la libertad. ¿Cómo dividirlo? Obstaculizando el oligopolio, incentivando la competencia libre, reforzando la sindicalización. 127 La derecha desconfía, además, de la capacidad del Estado para llevar adelante sus tareas, mas no de la capacidad de los privados. Esta desconfianza unilateral no está, empero, suficientemente justificada y conspira contra el florecimiento del país. Ciertamente, en muchos casos el Estado es menos capaz que los privados. Sin embargo, no se trata de un principio necesario. Piénsese, por ejemplo, en el poco valor que agregan nuestras empresas, en la escasa productividad de las extensas jornadas de trabajo allí. Del otro lado, ¿no cabe representarse un aparato estatal fuertemente descentralizado y dotado de cuadros profesionales y técnicos con calificaciones altas, una elevada mística funcionaria y cualidades humanas razonables? Lo que quiero decir es que el mercado y el Estado pueden ser capaces o incapaces de llevar adelante sus tareas. La capacidad no depende necesariamente de la dependencia de una organización, sino de la manera concreta en la que esté dispuesta (por eso la gravedad de haber pasado por encima del Sistema de Alta Dirección Pública; hay aquí una especie de traición al Estado en favor del clientelismo, pues se lo debilita). Si a nuestro Estado le falta mucho, muchísimo para hallarse en forma y gozar de la aptitud para resolver con prestancia las exigencias sociales, no es menos cierto que también nuestro sector privado está lejísimos de ser un paradigma de dinamismo y creatividad. Probablemente lo que requiere el país para alcanzar su desarrollo y zanjada la importancia de que haya un sector privado fuerte, pues solo así se divide el poder es potenciar conjuntamente culturas y modos de organización que permitan contar con trabajos productivos y dispositivos idóneos para transformar la realidad y ejecutar con eficacia sus tareas, tanto en el sector público como en el privado. 128 La derecha ha dejado de tener a la vista que el Estado no solo es el aparato burocrático y de seguridad. Es verdad que este es un aspecto ineludible de la estatalidad. El Estado es, en un grado insoslayable, también un gendarme o, como dice Hobbes, aquel monstruo capaz de suspender la violencia. Sin embargo, no debe desconocerse que el Estado, junto con eso, es la forma de existencia de un pueblo. Está dotado de una dignidad específica, que deriva no solo de su capacidad de garantizar la paz, sino de imprimirle al pueblo, con sus actos y símbolos, una cierta identidad en su diversidad. El Estado, más allá de su mecánica y su papel de ejecutor de políticas públicas, ha de ser reconocido como una espontaneidad relevante en la conformación del elemento nacional, sus ideas y sentimientos, de la unidad y la solidaridad solo a partir de las cuales son realizables desafíos de cambio y progreso a gran escala. Las reformas sociales, culturales y económicas de envergadura, siempre han contado con este aspecto comunitario y espontáneo del Estado, con el Estado en cuanto organización existencial. Adquirir consciencia de este aspecto del Estado es condición para que la derecha pueda conducir esas transformaciones e intervenir y dejar huella en la historia del país. 3. Pueblo y territorio De la apertura a la historia del pensamiento de la derecha y a la realidad, cabría esperar, además, una mayor claridad política respecto a la importancia del elemento nacional, así como del paisaje y su territorio. Las desprolijidades que acompañaron el último censo nos demostraron que los números no importan 129 tanto. El país trabaja, festeja y sufre, no como una suma de individuos aislados. El aislamiento social es una patología que entre nosotros es más bien excepcional aún. Nos encontramos incorporados en entramados humanos que incluyen afectos. Si bien es posible hablar de una crisis de la familia y de los vecindarios, aun así hay relaciones integradas y, en una medida importante, nos sentimos formando parte de una red de vínculos afectivos que van desde las relaciones familiares hasta aquella totalidad más abarcadora del pueblo, en la cual nos hallamos compartiendo un mismo destino. Los terremotos se encargan cada cierto tiempo de hacérnoslo saber y desencadenan flujos de solidaridad colectiva en virtud de los cuales nos enteramos de que no estamos solos. O no tanto. Ese pueblo no es una esencia inmutable, cambia y mucho. Tampoco es, empero, una mera palabra sin contenido. El pueblo no se diluye en individuos separados. Se trata, en cambio, de una aglomeración de factores étnicos, culturales, lingüísticos, históricos, territoriales que determinan una manera de ser. Es una manera de ser no acabada, dúctil, cambiante. De ella, de sus características y potencial, ha de hacerse cargo la política. En nuestra derecha desde hace tiempo no existe consciencia suficiente sobre la importancia del elemento popular en la conformación del país. Esto no es interés por el folklore. Es un saber de lo popular y concreto sin el cual las políticas públicas fracasan, por abstractas, sin el cual las decisiones son injustas, por inadecuadas a la situación. Ese modo de existencia en común, que es el pueblo, requiere ser conocido y cultivado, pues de su talante y su cohesión dependen los modos y opciones de llevar adelante las grandes tareas nacionales. El pueblo originario ni vuela ni nada. Está asentado en un territorio. Desde allí sale a navegar o a volar, pero su lugar 130 permanente es la tierra. La tierra es más que mera materia. Es siempre el paisaje, un despliegue de valles y cerros, de edificaciones asentadas firmemente. El paisaje importa estética y vitalidad. Nuestra existencia transcurre en las diversas conformaciones que le damos al paisaje. Esperamos que ellas posean armonía, belleza incluso. Pueblos y ciudades logran a veces una integración con los elementos, configurando con sentido el espacio. Sin embargo, ellos también pueden ser frustrantes, toscos, hacinados, llenos de ruido y malestar. De las maneras en las que se conforma el espacio que habita la nación concentrándose ella en ciudades hacinadas o repartiéndose armónicamente por su territorio; en ambientes amables, con parques e integrados al medio natural o, en cambio, en urbanizaciones sin espacios comunes suficientes; en edificaciones dotadas de gracia y hermosura o puramente funcionales; en vecindarios bien equipados, con una vida común intensa o en barrios-dormitorio, depende -aunque no haya habido una lucidez suficiente en la derecha sobre ello (por cierto: no solo en la derecha), en una parte fundamental, la felicidad humana en la tierra. 4. Hacia un despliegue nacional Diría que lograr todo lo anterior requiere educación, mas no solo en un sentido formal. Por cierto hay que dotar a las escuelas y a la enseñanza superior de los recursos y del marco institucional requeridos para desplegar en niños y jóvenes las fuerzas vitales y creadoras necesarias para transformar la realidad y orientarla hacia una plenitud de sentido. Esta es una exigencia con la que el país se encuentra en deuda. Pero la 131 educación es también una actividad mucho más amplia. El arquitecto educa cuando edifica con estética y el político cuando comprende la realidad de modo fructífero y justo. Necesitamos una clase política y especialmente una derecha capaz de realizar esa comprensión modificadora. Si lográsemos construir una vida en común en la cual el mercado y el Estado alcanzasen el punto de equilibrio en el que se controlaran y colaborasen mutuamente; si además, en su interior, cada uno de ellos estuviese articulado en múltiples centros de impulsión en el caso del Estado, con una distribución de poderes nacionales a la que se agregara una efectiva repartición territorial del poder político; en el caso del mercado, con medidas que pusieran freno al oligopolio e incentivasen el auge de un tipo de empresa más humano y creador; si a todo ello se sumara el desarrollo de culturas organizativas de excelencia, que permitiera confiar tanto en la educación pública como en la privada, en la empresa así como en la burocracia; si se añadieran medidas para una reconstitución del tejido vecinal y la disposición armónica de las ciudades y los barrios, se esparciese la población más proporcionadamente en menos y más fuertes regiones con gobiernos comunales vitalizados; si todo eso sucediera y puede suceder, quizás se nos ocurriría entonces pensar que nuestro país va por mejor camino y no estar, al hacerlo, completamente equivocados.