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Tribuna
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Espacio, memoria y vínculo social
Emilio martínEz GutiérrEz
SPACE, MEMORY AND SOCIAL BONDS
Emilio MARTÍNEZ GUTIÉRREZ♠
Fecha de recepción: 2014.07.14 • Fecha aceptación: 2014.07.31
PÁGinaS 7-23
RESUMEN
El trabajo propone un examen sobre los vínculos materiales, simbólicos y sociales existentes entre la memoria,
la identidad y el espacio. Han sido abundantes las tradiciones y disciplinas intelectuales que se han detenido con
interés en esta cuestión. Tras la breve revisión de algunas exposiciones relevantes sobre esta vinculación entre el
espacio (urbano y arquitectónico) y la persistencia y recuperación de los recuerdos de los individuos y grupos
sociales, el trabajo toma como referencia central de la exploración los escritos de Maurice Halbwachs al respecto
(Los marcos sociales de la memoria, La memoria colectiva, La topografía legendaria). Aunque se trata de una
aportación básicamente sociológica, las investigaciones de Halbwachs poseen un enorme interés para el urbanismo
y la comprensión de las temporalidades urbanas. Ligados a sus investigaciones morfológicas, estos trabajos perfilan
una trayectoria coherente de investigación cuyos méritos han sido reconocidos por la teoría urbana contemporánea. Además, sin necesidad de considerarla como la única lectura posible, el desarrollo de la teoría halbwachsiana
ha proporcionado un haz de vectores analíticos perfectamente cualificados para el estudio de la dinámica urbana
actual y los problemas a los que hacer frente (intervenciones en barrios populares, centros históricos, la dialéctica
memoria-proyecto de la ciudad, etc.).
PALABRAS CLAVE
Memoria colectiva, espacio, identidad, arquitectura, Halbwachs, mnemotécnica, grupos sociales, patrimonio urbano.
ABSTRACT
The aim of this article is to examine the material, symbolic and social links between collective memory, identity and
space. There were plenty of intellectual traditions and disciplines interested on this matter. After a brief revision of
some statements about the relationship between space (urban and architectural) and mnemotechnic —a teaching
practice for artificial memory with later effects in urban and architectural archetypes—, the theoretical analysis takes
the works of Maurice Halbwachs as points of reference. His writings on collective memory (Les cadres sociaux de
la mémoire, La Topographie légendaire des évangiles en terre sainte and, finally, La mémoire collective) represent a
major sociological contribution in this regard. However urban theory can found in his approach a source of analytical lines for understanding urban temporalities and the dialectics of urban project and urban heritage.
KEYWORDS
Collective memory, identity, landscapes, architecture, urban space, urban heritage, Halbwachs, mnemotechnics.
Preliminar
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Resulta llamativo que siendo la memoria propiamente del tiempo, del cual no puede abstraerse, sea tan amplia la convicción de su estrecho vínculo con el espacio. Parece como si
la variabilidad de las cosas en el primero requiera como compensación la estabilidad del
segundo para anclar los recuerdos con seguridad, y por lo mismo, para asegurar las identidades precariamente hilvanadas en el devenir social.
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La persistencia del espacio proporcionaría un sentimiento de orden y sosiego, de permanencia y sujeción, la impresión de ser y preservar frente a los avatares de la vida, de cada uno
y de los grupos sociales. De ahí la cautivadora pero muy compleja relación entre el espacio,
la memoria colectiva y la identidad social. No cabe la identidad sin memoria —la conciencia
de sí en la duración— ni la memoria sin identidad —la conciencia de la cadena de secuencias
temporales y acontecimientos significativos— (Candau, 2005) pero lo interesante en este
juego de bucles es el papel asignado al espacio material y simbólico, construido y cifrado so♣
Profesor titular de Sociología, Departamento de Sociología VI. Opinión pública y Cultura de masas, Universidad Complutense de Madrid. Email:
[email protected].
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cialmente, como soporte donde se prenden, reconocen y reconstruyen una y otra, la memoria
colectiva y la identidad. En ese intercambio incesante el espacio resulta asimismo cualificado.
La correspondencia entre memoria, grupo social y espacio se ha dado por cierta pese a
las muy evidentes mutaciones experimentadas por las ciudades, la arquitectura, el paisaje y
el propio paisanaje desde la Modernidad. Si esta época se distinguió por una amnesia parcial
del pasado, en la lógica del culto al progreso, lo cierto es que no tardaría en precipitar una
reflexión sobre el cambio social, su aceleración, las vivencias y sus pérdidas, sobre las orientaciones hacia el futuro y las bifurcaciones inevitables. El peso de una conciencia histórica
sacudida por las rupturas percibidas en todas las esferas de la vida social impulsó en varios
dominios —filosofía, sociología, literatura…— especulaciones de toda índole. Éstas no se agotaban en la dimensión temporal, sino que se prolongaban asimismo sobre la extensión, esto
es, sobre la problemática del espacio y los lugares, al hilo de las transformaciones radicales
impulsadas por el capitalismo industrial. La aparición de las grandes ciudades —la del propio
concepto de Großstadt como hecho absolutamente moderno—, sus cambios estructurales y
funcionales; las modificaciones de su entramado; los derribos y rectificaciones de su tejido
para dar respuesta a las exigencias de la sociedad capitalista, del comercio y la industria;
la rápida expansión de los medios de transporte y de comunicación; los movimientos de la
población y los estilos de vida y el individualismo asociados al fenómeno metropolitano suscitaron prevenciones en torno a la narrativa del progreso, la persistencia de las comunidades
(locales) y sus referencias. Como un Jano bifronte, la sociedad moderna avanzaba sin dejar de
mirar atrás, como si el vértigo del progreso se combinase con la ansiedad de la desaparición
sin rastro. Así, muy pronto el debate urbano incluiría entre sus preocupaciones la dialéctica
entre permanencias y supresiones, la destrucción creativa, la construcción y la salvaguarda de
lugares y edificios de especial significación y valor memorial para la sociedad. Riegl (El culto
moderno de los monumentos, 1903) se percató de que el de los monumentos era también un
culto moderno.
Respecto al alcance del espacio construido como contenedor y/o soporte de la memoria
no descuidemos la indicación de John Ruskin (1849), que en su particular interpretación de la
nueva querella entre antiguos y modernos, en plena revolución industrial, promulgaba el valor
de la arquitectura en orden a conquistar el olvido y jalonar las fases del devenir de los individuos y grupos sociales: no podemos recordar sin ella. ¿Es esto lo que nos lleva a una deambulación geográfica que bien se antoja un itinerario cronológico por nuestros recuerdos? Nuestras
memorias están labradas sobre espacios reales, vividos y fabulados: temporalidades trenzadas,
recuerdos superpuestos, confundidos y fusionados entre sí. Como si nuestra existencia fuera
una topobiografía concertada y pudiéramos declarar que también somos donde recordamos.
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Es sobre esta trama que deseamos detenernos, atendiendo fundamentalmente a las reflexiones elaboradas al respecto por Maurice Halbwachs1. Pese a que sus escritos sobre
la memoria colectiva deben entenderse como una aportación netamente sociológica, sería
desafortunado ignorar su enorme provecho para el urbanismo, un campo en absoluto ajeno
para él2. Si es cierto que el núcleo de sus tesis prolongan el debate entre las concepciones del
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Ya abordamos esta cuestión en una primera versión de este texto (“Memories without a place”, ISSJ, nº 203204, 2011).
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Halbwachs ha venido a ser identificado como el fundador de la sociología urbana funcionalista. Aun cuando la
idea de una sociología urbana le sea en rigor extemporánea, hay que admitir que sus trabajos sobre la ciudad, que
se inician con su tesis doctoral sobre las expropiaciones en París (1909), darían forma definitiva a la Morfología
social, una especialización sociológica durkheimiana que sí puede verse como precedente (y enfoque particular)
de la sociología urbana. Intelectual inquieto y políticamente comprometido, Halbwachs participó activamente en
los debates municipalistas sobre la planificación de la ciudad; colaboró en La Vie urbaine y mantuvo contactos
fluidos con la SFU (Sociedad Francesa de Urbanistas). Para una progresión por sus estudios urbanos vid. Martínez,
E. (ed.) (2008).
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tiempo objetivo de la sociología de Durkheim (Las formas elementales de la vida religiosa,
1912) y la concepción más subjetiva de la durée de Bergson (Materia y memoria, 1897), la
originalidad del autor estriba también en su capacidad para abordar la vinculación de la memoria con el espacio, y en particular con la ciudad. No hay duda de la utilidad de los textos
de Halbwachs en este sentido, sin necesidad de optar por una lectura canónica: siempre es
una referencia inexcusable en el abordaje de esta temática o de sus derivaciones, ya sea en
lo concerniente al patrimonio urbano, a la monumentalización, a la adherencia de los grupos sociales al espacio o al papel que la arquitectura (a nivel micro) y el urbanismo (a nivel
macro) podrían desempeñar en la memoria y en los vínculos colectivos.
De la Memoria y de los lugares
Es frecuente el uso del quiasmo en el modo de pensar la relación entre memorias y lugares:
permite avanzar el pensamiento sobre las cosas con agilidad, simplemente invirtiendo los
términos. Así cabe hablar de la memoria de los lugares y de los lugares de la memoria, algo
que se presta bien a la dialéctica sociedad-espacio. Pero esto aún podría ampliarse, conjeturar más situaciones, y dado que no dejamos de discurrir sobre la presencia y la ausencia,
pensar igualmente en lugares sin memoria y en memorias sin lugar.
En efecto, si recordamos por la arquitectura, ¿acaso olvidamos sin ella? W.G. Sebald
se hace eco de aquellas observaciones referidas a la incapacidad de hablar y recordar de
los habitantes de las ciudades alemanas devastadas en los raids aliados durante la II Guerra Mundial: una afasia y una amnesia colectivas embargaba por completo a la población
dentro de los confines de una ruina sin prestigio. Y toda una liturgia de actos y expresiones
estandarizadas, sin espesor, se abría paso para remontar el curso de la vida al amparo del
olvido. El testimonio de Alfred Döblin en 1945 sobre la visión de Stuttgart es elocuente:
los habitantes se movían por la calle entre las terribles ruinas como si en realidad no hubiera
ocurrido nada y como si la ciudad hubiera tenido siempre ese aspecto. (…) la visión de los
edificios destruidos no parece causarles ningún efecto (…) se ocupan del hoy y del mañana
de una manera que comienza a intranquilizar a las personas reflexivas. (…) Será mucho más
fácil reconstruir sus ciudades que conseguir que se den cuenta de lo que les ha sucedido y que
comprendan cómo sucedió. (Döblin, en Enzensberger 2013: 243-246)
Ése fue el rol que en la Alemania de la reconstrucción posbélica desempeñaron la arquitectura y la literatura: pantallas frente a la tentación del recuerdo, instrumentos de construcción de una sociedad sin pasado.
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Así pues, la proposición según la cual la estabilidad del entorno material actuaría como
garante del recuerdo y de la impresión misma de una continuidad del yo y del grupo social
quedaría fortalecida al discurrir desde la ausencia: la liquidación del paisaje construido podría ocasionalmente surtir el olvido, y la erección de un nuevo espacio fomentar la cesura
proyectiva del grupo y de su identidad. Un poco al modo como Nietzsche intuía que —necesidad y estrategia— para actuar era preciso olvidar.
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Por inevitables que parecieren algunas intervenciones en el espacio urbano no ambicionan sino servir de pantalla al pasado e impedir cualquier afán de regreso entre los antiguos
moradores. Desde los proyectos utópicos ésta es una de las vocaciones más seductoras para
un genio de aspiraciones demiúrgicas, a las que no siempre se ha sustraído el urbanismo:
tabula rasa, la creación de una nueva sociedad y de un nuevo tiempo social pasarían ineludiblemente por la confección de un marco espacial virgen, aséptico, libre de las estrías del
pasado. Trazos sin trazas, por jugar con los términos. Por supuesto, eso tiene cierto sentido
cuando hay un proyecto de sociedad; pero incluso en el espacio neoliberal contemporáneo
parece verosímil imaginar la pretensión de una ruptura mayor y hacernos olvidar que una vez
la hubo. En todo caso, así como que se hilvanan lugares sin memoria, ¿no es posible hablar
de memorias sin lugar, como las de esos desplazados que arrastran por doquier el peso de
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su vacío y el de sus recuerdos obstinados? Adam Zagajewski rememoraba en Dos ciudades
(2006) la traumática experiencia de las poblaciones forzosamente trasladadas con el baile
de fronteras estipulado al finalizar la II Guerra Mundial. Comunidades extrañadas de sus
lugares de origen y extrañas a los de destino se vieron ante la tesitura de gestionar su nueva
identidad en un entorno nuevo de códigos impenetrables donde nada les recordaba nada.
Haciendo abstracción de otras determinaciones, de las referencias anteriores brotan
las preguntas. ¿Cómo pueden escenarios ajenos estimular los recuerdos propios y otorgar
a la sociedad desplazada un sentido de continuidad? ¿De qué modo se contienen los efectos devastadores de la desregulación grupal, de la precariedad relacional originada por la
movilidad forzada? ¿Cuáles serían las estrategias óptimas para mantener un cierto grado
de cohesión en el espacio social a falta del sostén material original? ¿Y cómo conciliarse
con la apropiación cotidiana de la existencia y de un nuevo espacio, en la irrupción de una
identidad de conquista, en un proyecto de vida —de resistencia, presente y futuro—, en la
renovación del propio grupo?
A partir de las observaciones expuestas más arriba y de las propias reflexiones de Halbwachs, podemos plantear cuatro vectores analíticos (que remiten a diferentes escenarios
y situaciones sociales) bien delimitados pero todos íntima y necesariamente conectados en
la articulación entre la memoria colectiva y el espacio construido, entendido siempre como
producto social:
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(1) Un primer vector versa sobre el papel que el lugar (material y simbólico) más o
menos invariado y reconocible desempeña en la definición y persistencia del grupo
(nacional, local, religioso, familiar, etc.), y por tanto, en su memoria, bien adherida
al lugar. Cabe mencionar aquí trabajos que versan sobre operaciones en centros históricos; la erección intencional de monumentos o su protección por valores no sólo
histórico-artísticos sino básicamente memoriales; la salvaguarda de edificaciones o
paisajes singulares con un alto valor para anudar las referencias de la sociedad urbana y política —lo que está lejos de implicar que sea algo consensuado. Pero también
la deriva del mnemotropismo contemporáneo.
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(2) En contraste con lo anterior el segundo vector se perfila sobre el desfase y los trastornos ocasionados por la supresión del espacio material (fuere por causas naturales o
sociales) mientras permanece más o menos estable el grupo local, su trama de relaciones y los significados y recuerdos atribuidos a dicho espacio. La desaparición puede
alimentar una memoria de catástrofe, pero el duelo conjuraría el dolor y habilitaría retomar la vida allí donde fue interrumpida. Situación típica del medio urbano,
siempre en proceso: destrucciones, supresiones, reconstrucciones, desplazamientos y
realojos…
(3) El tercer vector va más lejos, plantea la desaparición del espacio material y la del propio espacio social. Desastre material y tragedia social. El contraste aquí sería pleno,
pues todo en la desolación se antoja ausencia. Así, nos situaríamos, de un lado, ante
la liquidación del espacio material original, imposible de recobrar salvo mediante
un ejercicio de rememoración, no siempre fiel ni lejos de la fabulación; junto a ello,
tendríamos la reubicación del grupo en un escenario ajeno y sin memoria (lo que es
primordial para reorientar convenientemente la auto-representación del grupo afectado). De otro lado, estaríamos ante la fragmentación del grupo local, ante su minoración y ruptura, quedando tan perdido como desorientado al no poder recordar en
común, lo que afectaría en consecuencia a su identidad colectiva. En suma, el cambio
de los marcos sociales, la supresión del lugar y la del medio social conllevarían necesariamente la mudanza de la memoria e identidad colectivas.
(4) El cuarto y último vector plantea la persistencia de un espacio material (reconocible
incluso en la ruina) sin la presencia de grupo habitante. Si bien es posible detectar
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sectores arruinados en barbecho urbano, este problema se presenta con más claridad
en el medio rural que en la ciudad. De hecho, está muy extendido en la España interior y montañosa donde el problema de la despoblación llega hasta el extremo de
pueblos abandonados, desterrados también de la memoria social triunfante.
Memoria, curso y discurso del espacio.
No hay memoria que no se inscriba en un marco espacial: se trata de una referencia básica
para ubicar y afirmar el recuerdo de acontecimientos vividos o transmitidos, de hechos y
personas que hemos conocido. Incluso las vagas impresiones del deja vù que nos asaltan en
un relámpago asoman en marco espacial, y pocos dudan de que en una cita la coordenada
espacial resulta más cómoda de retener que la temporal, por su mayor fuerza asociativa y
porque el lugar posee un carácter más sensible que el tiempo (Simmel, 1977: 665).
Hasta tal punto el referente espacial posee esa capacidad de evocación que en Occidente
toda una tradición intelectual de elaboración del discurso apelaba a las imágenes y marcos
espaciales como garante de su correcta construcción. Era el viejo Ars memoriae, que aseguraba la articulación poética entre la memoria y el espacio arquitectónico. En tanto que
uno de los cinco dominios de la retórica clásica (inventio, dispositio, elocutio, memoria y
pronuntiato), el arte de la memoria fue hasta el Renacimiento un instrumento mnemotécnico del discurso, siempre confeccionado sobre imágenes y lugares espaciales. Merece la pena
detenerse en una somera descripción de su procedimiento.
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En una época carente de imprenta u otros dispositivos que permitieran regresar a voluntad a las palabras,
hechos, etc., era de suma la transmisión y aprendizaje de esta memoria, fortalecida y consolidada por el ejercicio.
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Regresando a las técnicas de la mnemónica y a su influjo en la cultura occidental, si
en la perspectiva de la semiótica (Eco, 1989) y de la historia de las ideas se ha especulado
con la hipótesis de una transmisión estandarizada de tipos mnemónicos y contenidos3, y en
definitiva, de discursos (una asimilación tópico-lógica), desde la historia de la arquitectura,
Marot (2010) ha estimado razonablemente que los prototipos arquitectónicos o paisajes
urbanos ideados para ubicar recuerdos y discursos, en la medida en que fueran difundidos,
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Puro artificio: contenidos y continentes no son sino construcciones mentales con propósitos predefinidos. Los loci son lugares bien ordenados que la memoria puede recordar
fácilmente (una casa, un espacio rodeado por columnas, un rincón, etc.) y tienen mayor
persistencia; las imágenes son formas, marcas o simulacros de lo que se desea recordar. Es
evidente la vocación topofílica de la memoria, su empeño en fijarse sobre lugares e imágenes espaciales, lo que responde sin duda a que memoria e imagen pueden hacer presente lo
ausente, pasado o imaginario (Candau 2005; Ricoeur 1998).
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El primer paso consistía en imprimir en la memoria una serie de loci o lugares. El más común, aunque no el único, de sistema mnemotécnico de lugares empleado era el tipo arquitectónico. Es Quintiliano [Institutio oratoria] quien suministra la descripción más clara del
procedimiento. Para formar una serie de lugares en la memoria —dice—, hay que pensar o
recordar un edificio, tan espacioso y variado como sea posible, con el atrio, la sala de estar,
los dormitorios, los salones, sin omitir las estatuas y los otros elementos ornamentales que
decoran las piezas. Las imágenes que debe recordar el discurso (...) son entonces emplazadas
imaginariamente en los lugares que han sido memorizados en el edificio. Hecho esto, tan
pronto se desea reavivar la memoria de los hechos, se recorren ordenadamente todos esos
lugares y se pregunta a sus custodios sobre lo depositado. Debemos pensar en el orador
antiguo desplazándose imaginariamente por su edificio de la memoria mientras forja su
discurso, extrayendo de los lugares memorizados las imágenes alojadas en ellos. El método
garantiza que los diferentes puntos se recuerden en el buen orden, puesto que el orden está
fijado por la secuencia de lugares en el edificio. (Yates, 1966: 3)
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aprendidos y evocados sucesivamente, pudieron haber actuado como modelos de las construcciones reales. Yates nos pone sobre la pista al afirmar que «cuando se le enseñaba a la
gente a ejercitarse en la formación de imágenes para el recuerdo, es difícil no suponer que a
veces tales imágenes internas no encontrasen su vía para hacerse externa expresión» (Yates,
1966: 82). Y a la inversa. Sin duda, la exteriorización de lugares e imágenes mentales tipificados y la interiorización de las formas sensibles estandarizadas reforzarían la correspondencia entre tipos edificatorios normalizados y discursos formalizados, fueran de vocación
universal o idiosincrática4. En lo relativo a su materialización en el espacio urbano, dicha
correspondencia explicaría según Marot (2010) la afinidad existente entre el pensamiento
escolástico y la arquitectura gótica que tratara Panovsky; o las configuraciones cruciformes
o trinitarias presentes en algunos planos urbanos medievales. También desde el Renacimiento se observa como una constante el deseo de trazar planos urbanos al modo de enormes
‘teatros de la memoria’ capaces de ofrecer una lectura unitaria de la historia e identidad del
grupo local (valores, jerarquías, etc.). Y así, quien dice de la Roma de Sixto V, dice después
de los trazados de Haussmann; y similares intenciones podrían desprenderse de composiciones más próximas en el tiempo.
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A partir de esa facultad para la objetivación material, más allá de la mnemotécnica (por
tanto de una memoria artificial), cabe figurarse la existencia de un engarce entre arquitectura, memoria y discursos específicos, un engarce bien reconocido por individuos, agentes y
grupos sociales. Se trata de procurar el sentido de un relato, ofrecer continuidad, equilibrio
y ritmo, una buena disposición, un punto de origen y de destino que aleje toda impresión de
caos y turbación, referencias de una identidad precisa. De ahí que, como una narración (en
el tiempo), ese libro de piedra que se antoja el espacio construido (a modo de metarrelato)
pueda insinuarse como un configurante de la memoria: «hace presente lo que ha sido y lo
pone en discurso» (Ricoeur, 1998: 18).
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Esta afinidad —que a veces se da con toda percursividad y otras tantas se desempeña
con sutileza— resulta apreciable en los espacios del poder (político, religioso, civil), por lo
que expresan y callan (lo escrito, lo prescrito y lo proscrito), y la manera en que lo hacen.
También por la exigencia del poder de encarnar la abstracción que le es propia mediante
fórmulas monumentales y patrimoniales para ser reconocido, distinguido, amado o temido;
por la vocación de glorificar y perennizar en piedra su dominación. Sin duda esta conexión
no puede limitarse a la arquitectura mayor o a construcciones singulares. En última instancia todo artefacto urbano —y por extensión todo paisaje cultural— es potencialmente
depositario de un conjunto más o menos bien trabado de significados, valores, jerarquías
e identidades sociales reconocibles por los miembros del grupo. Este cualifica el espacio
mediante su producción, uso, habituación e inversión afectiva, dejando sobre el lugar su
impronta. Sin embargo, debe admitirse que no todos los discursos llegan ser materializados,
y que no todos los discursos materializados poseen similar peso ni capacidad para imponerse y perdurar. El espacio urbano es el resultado de un juego no equitativo de permanencias
y supresiones asociadas a la desigualdad social y de poder entre los actores concurrentes.
No todos son visibles y muchos son borrados. De ahí las abundantes alusiones en los estudios urbanos a la existencia de una memoria selectiva: la atención de salvaguardas sobre
determinados sectores y edificaciones de la ciudad, y el desdén hacia otros que se dejan a su
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Algunos tratados de ars memorativa contemplados en la exposición de Frances Yates apelan a la imaginación
de edificios singulares, aislados y poco frecuentados; otras veces en cambio son secuencias de un plano urbano
(como el desplazamiento imaginario de Cicerón por los lugares de la Roma antigua). Además de reales o imaginarios, los lugares pueden ser universales -prototipos de recuerdos-, pero también era posible acogerse a otros muy
singulares y diferenciados. No obstante, la construcción de figuras idiosincráticas es más notable en lo relativo
a las imágenes: su capacidad evocativa y percursividad autoriza sospechar una relación con la imaginería (de la
Edad Media), y de ahí la conveniencia de valorar el rol nada desdeñable del arte de la memoria en otras artes
como la escultórica (formas y figuras grotescas) y la literatura (La Divina Comedia de Dante).
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suerte, cuando no se procede a su demolición (continentes y grupos sociales residuales). No
digamos en el medio rural, que parece haber quedado todo él enquistado como un residuo
folclórico en el tejido cultural, ideológico y material de la sociedad urbana dominante: a su
marginación respecto a la memoria oficial se añade en ocasiones el propio anhelo de la población de dejar atrás y no conservar nada de un pasado detestable. La patrimonialización
perfila a su modo un metarrelato espacial que acoge y difunde la memoria oficial, a la vez
que encubre el conflicto, brindando una lectura consensual del pasado: opera en suma como
aparato ideológico de la memoria (Guillaume, 1990)
En esa lógica convendría tomar ciertas cautelas ante la instrumentalización política de
la arquitectura (y, por extensión, de todos los dispositivos de intervención espacial) como
un configurante de la memoria, pues también puede ser solicitada como un configurante
eficaz del olvido, a la manera del doblepensar orwelliano. Naturalmente, la transmutación
patológica del ars memoriae en ars oblivionalis sólo puede fundamentarse en la sobrecarga,
la yuxtaposición, el desplazamiento y/o, en última instancia, la liquidación de los lugares
(topocidios, urbicidios). Esto es, el desplazamiento y supresión de los significados sociales
depositados en ellos, de sus contenidos sociales y de las identidades construidas a su amparo. De ahí que la memoria, hecha de recuerdos y de olvidos, tan importantes unos como
otros en la representación del grupo en el tiempo, sea objetivo de toda forma de poder, como
el espacio mismo.
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En Los marcos sociales de la memoria, Halbwachs venía a establecer la influencia del
entorno social en la memoria individual, la necesidad de apoyarse sobre una comunidad
afectiva para recordar. La memoria no podía interpretarse como una operación mecánica
de la conciencia del individuo, sino un acto racional y constructivo en el que está implicada
la comunidad de la que forma parte el sujeto. Los recuerdos supuestamente propios (cabe
pensar en una memoria inducida mediante socialización y transmisión; en la tradición como
memoria oficial) se inscriben en los relatos colectivos: recordamos con ayuda de los otros,
referentes significativos. De ahí que la memoria contemplativa, la que nos sugiere haber
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Entrando ya en el ‘itinerario’ de la relación entre memoria colectiva y espacio en Halbwachs,
ésta se articula en tres grandes ‘monumentos sociológicos’: Les cadres sociaux de la mémoire (1925), La Topographie légendaire des évangiles en Terre sainte y La mémoire colective
(1950). Siguiendo con la crítica del apriorismo de las categorías tiempo y espacio que ya
iniciaran Durkheim y Bergson, la aspiración de Halbwachs en esta exploración fue rehabilitar una historia viva, múltiple pero concreta, emplazada en los intersticios de la Historia
(Mazzella 1994). Memoria e Historia son por supuesto representaciones del pasado, pero
así como la Historia aspira a contemplar objetivamente unos hechos distanciados, ordenando la secuencia en un tiempo abstracto, fuera de las vivencias de los grupos, la Memoria es
una reconstitución del pasado desde dentro del grupo, ligada a su vida y continuidad. La
apelación al grupo responde a esa reificación de lo social típica de la escuela durkheimiana,
en este caso procurando socializar el tiempo vivido. De ahí el combate contra la concepción
radicalmente singular e intimista del recuerdo. Pero también la crítica de cualquier identificación de la memoria con un depósito inmutable de acontecimientos pasados, restos mnemónicos estratificados en virtud de su antigüedad —tal cual capas geológicas o estructuras
grabadas y acumuladas— de los que el individuo dispondría a voluntad5.
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Memoria colectiva y marco espacial.
Hay que admitir que ni siquiera en la metáfora de la ciudad palimpsesto empleada por Freud para referirse
a Roma (la Ciudad Eterna) esta analogía llega a progresar convincentemente. Véase al respecto cualquier buena
edición de El malestar en la cultura (Das Unbehagen in der Kultur, 1930) de Freud. Y no olvidemos que el psicoanálisis no deja de ser un tratamiento clínico de anamnesis.
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alcanzado un estado de aislamiento y evasión, no suponga sino la salida de un contexto
para descubrir otro diferente, pero igualmente habitado de rostros y relaciones significativas
(familia, compañeros, vecindario…). Por eso quien recuerda solo lo que otros no recuerdan
corre el riesgo de ser tomado como un alienado. La reificación de lo social se manifiesta así
en la concepción de una memoria que es colectiva (del grupo y de los individuos en su seno)
y unos marcos también sociales que hacen posible el recuerdo en común.
Como apuntamos antes, en la memoria el pasado no se conserva tal cual ha sido, sino
que es una reconstrucción elaborada desde las urgencias, anhelos y condiciones del presente
del grupo social. Más que los hechos en sí, lo relevante es el sentido dispuesto por el grupo
y el contexto del grupo reunido en torno a sus recuerdos pertinentes: objetos comunes,
marcos sociales e identidades compartidas6. Se trata sin duda de una afirmación que abunda
en la función simbólica de la memoria, que selectiva y localizada, garantiza mediante su
adaptación la continuidad del grupo y su cohesión a partir de unos lazos temporales y de
sentido entre las impresiones y los acontecimientos (Ramos, 1989). Por añadidura, apunta a
una concepción del espacio social del grupo definido por la propia trama de sus relaciones.
Así como la noción de memoria colectiva ha podido resultar algo vaporosa (Candau,
2005) se considera, por el contrario, que la observación relativa a los marcos sociales del
recuerdo constituye una de las grandes aportaciones para la comprensión del fenómeno:
no existe posibilidad de recordar fuera de ellos. Lenguaje (recordar en común es siempre
una acción socio-comunicativa), tiempo y espacio —que es a la vez material, social y simbólico— son los marcos que permiten fijar, recobrar y reconstruir el recuerdo. Sin ellos la
memoria resultaría volátil: es la localización lo que impide la confusión con los sueños.
En el reconocimiento del recuerdo siempre hay localización, y ésta en muchas ocasiones
precede al reconocimiento, a la evocación y parece que la determina: la localización contiene
una parte de lo que será la sustancia del recuerdo reconocido y es una reflexión que bajo la
forma de ideas ya contiene hechos concretos y sensibles. En este sentido y en muchos otros,
la localización explicaría el recuerdo (Halbwachs, 2004: 144).
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No obstante, los marcos sociales no son inalterables, únicos y homogéneos; no son
asimilables a un envoltorio definitivo o a coordenadas cartesianas ni se disponen como un
atlas (Namer, 2004). Están forjados de la misma naturaleza que los recuerdos: cambian, se
desvanecen, se reconstruyen.
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Desde la publicación de Los marcos sociales cobra cada vez más relieve la significación
del espacio en la memoria colectiva y en la identidad del grupo. También se aprecia cómo
se abre paso en la progresión intelectual del autor una interpretación más compleja de la dimensión espacial: de una primera aproximación ‘materialista’ —a la estela de sus primeros
escritos morfológicos— a una concepción más abstracta, simbólica y relacional del espacio.
Si bien se le ha considerado el más simbolista de entre los durkheimianos, cabe hablar en
su caso de una continuidad y de una coherencia en este itinerario, bien apreciable al observar sus trabajos referentes a la morfología social, sus investigaciones sobre los procesos
de transformación de las estructuras urbanas de París, de Berlín (que incluye una mención
explícita a la ‘memoria colectiva’ de la ciudad) o incluso sus precisas caracterizaciones de las
clases sociales y los modos de vida del proletariado y del campesinado (el grupo arraigado
al suelo por excelencia). También convendría retener la mediación clave de la filosofía de
Leibniz, muy apreciado por Halbwachs7.
6
De ahí que Marc Bloch, en su crítica a Halbwachs, considerase la Historia como una rectificación de la memoria.
7
Como lectorado en la Universidad de Gottingen Halbwachs fue comisionado por la Academia de Ciencias
Morales y Políticas para trabajar en los Inédits de Leibniz, con vistas a una publicación internacional que no
vería la luz. Parte de este trabajo aparece después en su obra Leibniz y la influencia de este autor no deja de estar
Emilio martínEz GutiérrEz
Ciertamente el autor localiza sus recuerdos en espacios familiares, en barrios frecuentados, refiere las memorias de Goethe sobre su entorno, aparecen con detalle estancias, plazas,
calles, ciudades, estaciones de ferrocarril… En fin, hablamos de espacios tangibles muchos
de los cuales permanecen o son mediante otros dispositivos accesibles para los miembros
de los grupos («puedo señalar…»). En tales espacios sensibles acomodamos los recuerdos
y, como escenario, marco o soporte de vivencias y relaciones, de forma súbita parecen impulsar la evocación y dan veracidad al recuerdo: al cruzar el umbral de una estancia, en una
calle…. Pero junto a su objetivación material, el espacio del grupo traduce su vinculación
social, el ejercicio de las actividades cotidianas y sus rupturas, las relaciones entabladas y los
significados otorgados por los miembros (la comunidad afectiva). Un lenguaje social cifrado
en la sociedad que formamos junto con los objetos y sus disposiciones particulares. Así, la
construcción social del espacio implica, de un lado, su exteriorización (producción formal y
de sentido); de otro, su interiorización (apropiación). Se plantea, pues, una cualificación del
lugar por la mediación social que convierte el rígido y homogéneo espacio geométrico en un
marco más dúctil, afín a los requerimientos relacionales del grupo y a su propia urdimbre.
En el simbolismo del espacio se destila vicariamente el grupo; y más allá, se insinúa la espacialización de sus relaciones, su trama e identidad.
presente en su trabajo posterior. Como curiosidad en el contexto de este escrito, F. Yates llama la atención sobre el
conocimiento profundo que Leibniz poseía del Ars Memoriae y sus referencias abundantes en los manuscritos no
publicados de Hannover, la Dissertatio de arte combinatoria (1666) y la Nova methodus discendae docendaeque
iurisprudentia (1667) entre otras obras (Yates, 1966).
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Basándose en distintas fuentes (los relatos bíblicos, la célebre narración del peregrino de
Burdeos y en los hechos de los Cruzados) y en el contexto de una tensión entre confesiones y
comunidades, Halbwachs observaba la arbitrariedad con la que fueron localizados espacialmente algunos de los detalles de la vida de Cristo y de la Iglesia cristiana primitiva. En unos
casos se guiaron por vestigios inciertos y en otros, ante la ausencia de todo indicio, obedecían a la ‘inspiración del momento’ o incluso a composiciones procedentes de la tradición
judía (como en lo relativo a la Judea del Antiguo Testamento). El observador se sorprendía
de la fantasía y volatilidad de los marcos y lugares donde se fijaban los acontecimientos reales o imaginarios al hilo de los tiempos: el monte de los Olivos, el Cenáculo, las estaciones
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El simbolismo espacial y su desempeño en la conformación de la memoria e identidad
del grupo resulta más pronunciada en La Topographie légendaire des évangiles en Terre
sainte (1941). Referida a la memoria religiosa de los cristianos, en La topographie légendaire opera la misma lógica expuesta en Los marcos sociales sobre la reconstrucción del
pasado: la imagen de los hechos antiguos se adapta a las necesidades y creencias de cada
momento. Pero en gran medida, la investigación —que no es sólo teórica sino aplicada—
también aborda las ilusiones de la memoria, la fabulación espacial que opera en la identificación del grupo y su memoria de combate.
triBuna / triBunE
Lo que se guarda a menudo en la memoria de una casa en donde se ha vivido no es tanto la
disposición de las piezas tal como lo podríamos hacer en el plano de un arquitecto como las
impresiones que, si quisiéramos ponerlas en relación, no se reunirían quizás, y se contradirían a veces. (…) Cuando hablamos de marco espacial no entendemos nada que se parezca
a una figura geométrica. Los sociólogos han demostrado que, en muchas tribus primitivas,
no se representa el espacio como un medio homogéneo sino que se distinguen sus partes por
las cualidades de naturaleza mística que se le atribuye (…). Del mismo modo las diferentes
habitaciones de una casa, tales rincones, tales muebles y en los alrededores de la casa, tal
jardín, tal esquina, por cuanto ellos suscitan habitualmente en el niño impresiones vivas, y
se encuentran asociadas a personas de su familia, con sus juegos, con acontecimientos determinados, únicos o repetidos… no es sólo un marco sino todos los aspectos familiares que
forman parte de la vida social del niño. (Halbwachs, 2004: 120-121)
[ 15 ]
ESPacio, mEmoria Y Vínculo Social
de la ingeniada Vía Dolorosa… Como marcos y recuerdos son de la misma naturaleza, los
lugares se desplazan, se inventan, se fragmentan, se redefinen y los hechos se acomodan a
las creencias, en un juego de referencias legitimadoras para las distintas comunidades de
memoria. Así, en lo concerniente a la fijación espacial de los recuerdos, puede hablarse de
una parcelación (los recuerdos se fragmentan y tienden a ubicarse en sitios diferentes; o los
grupos que se apropian de los lugares tienden a situarlos en lugares diferentes); de una concentración (un único lugar permite albergar varios recuerdos sin relación entre sí); y de una
dualidad (se admiten dos o más localizaciones diferentes para un mismo hecho). Si la Iglesia y sus fieles se avienen a tales variaciones y contradicciones es debido a que la memoria
religiosa precisa imaginarse dichos lugares investidos para evocar los sucesos vinculados a
ellos o sobre ellos. Imaginación constituyente: la memoria abstracta (el dogma) requiere una
imagen concreta para no ser sólo un ‘símbolo suspendido en el aire’. Fijándose en lugares
materiales, participa de su duración y solidez.
Pero una verdad para fijarse en la memoria de un grupo debe representarse bajo la forma
concreta de un suceso de una figura personal o de un lugar. Una verdad puramente abstracta,
en efecto, no es un recuerdo, porque un recuerdo nos lleva al pasado. Una verdad abstracta,
al contrario, no tiene ningún punto de amarre con la serie de sucesos, se confunde con un
deseo, con una aspiración. (Halbwachs, 2008: 124)
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En efecto, sigue muy presente en la obra la necesidad de contar con un espacio sólido
y sensible a cuyo abrigo no sólo aplacar los temores y todo tipo de agitaciones particulares,
sino tender y componer los recuerdos del grupo. Condición de la posibilidad misma del recuerdo, los espacios materiales objetivan la permanencia colectiva. En situación de conflicto
—intercomunitario y/o interconfesional— estos lugares devienen asimismo el soporte de legitimación de sus relatos, acentuando su cariz simbólico. La fabulación topológica alimenta
la topografía identitaria: los lugares investidos resultan indisociables de las modalidades
de memorización y construcción grupal. Junto al espacio absoluto cartesiano, apto para
concebir la extensión, se insinúa pues un espacio de relaciones y de relaciones de relaciones,
típicamente leibniziano, donde inscribir lógicas espaciales entrelazadas asociadas a distintos
acontecimientos, realidades o grupos de intereses. De ahí la plasticidad espacial de las configuraciones memorísticas, donde la emanación simbólica fortalece la identificación del grupo
y la de sus evocaciones legitimadoras. Es la misma lógica que apreciamos en la construcción
simbólica y fabulada de los nacionalismos y de los Estados-nación por doquier. Pero es la
razón por la cual quienes están agrupados en torno a sus recuerdos resistan más la presión
destructora que los espacios materiales; la misma por la que unos y otros batallan con fervor para liquidar o defender los lugares simbólicos tanto o más que los reales (Clerò 2008).
[ 16 ]
G. Namer habla de una concepción circular, parcialmente vislumbrada en otros trabajos de Halbwachs, al referir la acción recíproca entre el espacio material y el espacio simbólico (lo que redundaría finalmente sobre la misma representación del grupo). Es preciso, en
este sentido, tener presente la perspectiva halbwachsiana sobre la realidad social contenida
en La morfología social (1938), según la cual ésta presentaría una naturaleza dual, a la vez
material e ideacional. En su formulación, los aspectos materiales influyen en la configuración y dinámica de los fenómenos e instituciones sociales, al mismo tiempo que los distintos
dominios sociales explican la constitución material de los grupos. Si la sociedad es ante todo
un conjunto de representaciones, pensamientos y tendencias, también existe y ejerce sus funciones en la medida que es y está en el espacio como realidad material, participando como
un cuerpo orgánico del universo de las cosas físicas. Consciente de que no era suficiente perfilar el sustrato físico, distinguir los aspectos materiales del resto de la realidad social (una
realidad, la de los grupos sociales, inscrita necesariamente en el espacio, pero a la cual no le
basta el hecho de su concurrencia para constituirse y durar), Halbwachs lleva la morfología
al encuentro de la psicología colectiva del grupo:
Emilio martínEz GutiérrEz
Si fijamos nuestra atención sobre esas formas materiales es con el propósito de descubrir tras
ellas toda una región de la psicología colectiva. Porque la sociedad se inserta en el mundo
material, y el pensamiento del grupo encuentra, en las representaciones que proceden de
esas condiciones espaciales, un principio de regularidad y estabilidad, del mismo modo que
el pensamiento individual precisa de la percepción del cuerpo y del espacio para mantenerse
en equilibrio. (Halbwachs, 1938: 12).
Esa llamada de atención con respecto a la conciencia social, a los vínculos intangibles
que garantizan la cohesión del grupo, su configuración interna y su duración bajo una forma
socializada, llevaría a una convergencia entre morfología social y memoria colectiva. En una
y otra, Halbwachs se libra al juego entre lo permanente y lo modificable, entre la prolongación y la discontinuidad de la existencia social. Ahora bien, ese juego no responde siempre
a la estricta circularidad de la acción del grupo, por más que ésta subyazga preferentemente
en la concepción de Halbwachs, y habría que considerar que en ocasiones potencias ajenas
irrumpen en los espacios materiales y simbólicos de referencia con el propósito de desplazar
las representaciones sociales existentes y fabricar nuevas.
Identidad social y adherencia espacial
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Se advierte en este planteamiento toda una teoría del lugar como espacio social codificado por el grupo, que deja en él su impronta y recibe de él su huella, pues «cada
aspecto, cada detalle de ese lugar tiene en sí un sentido sólo inteligible para los miembros
del grupo, y cada una de las partes de su espacio se corresponde con otros tantos aspectos
diferentes de la estructura y de la vida de su sociedad, al menos en lo que tiene de más
estable» (Halbwachs, 1997: 196). No es concebible una relación accidental: el grupo
incorpora sus pensamientos y toma cuerpo en la estructura material que crea y a la vez lo
soporta. Mientras ésta siga firme y el grupo participe de su inercia —imitando su pasividad—, tendrá la impresión de seguir siendo idéntico. Esto es cierto para todos los grupos,
tengan o no una base espacial, pero lógicamente se aprecia con más intensidad en aquellas
agrupaciones y fracciones cuya existencia —profesional, familiar, cotidiana…— está necesariamente ligada a los lugares. Así, en los barrios antiguos, en sectores relativamente
recogidos de las grandes ciudades, en las pequeñas ciudades de ritmos lentos y ajenos a
las grandes corrientes de la modernidad, en suma, en esos ‘pequeños universos cerrados’
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Cuando un grupo se inserta en una parte del espacio, la transforma a su imagen, pero al mismo tiempo se pliega y adapta a las cosas materiales que le resisten. Se encierra en el marco
que ha construido. La imagen del medio exterior y las relaciones estables que mantiene con
este entorno pasan al primer plano de la idea que el grupo se forma de sí mismo. Esta imagen
impregna todos los elementos de su conciencia, modera y regula su evolución. La imagen de
las cosas participa de su inercia. No es el individuo aislado, sino el individuo en tanto que
miembro de un grupo, el grupo mismo, quien de esta manera queda sometido a la influencia
de la naturaleza material y participa de su equilibrio (Halbwachs, 1997: 195).
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Equilibrio y estabilidad en el espacio, postulaba la morfología social del autor, y de nuevo
se plantea en el capítulo consagrado al espacio en La memoria colectiva. La adherencia del
grupo al lugar y la de sus recuerdos es la problemática que atraviesa el escrito: si la memoria
colectiva permite al grupo resistir, estabilizarse en la duración, preservar y perseverar en su
mismidad, es en gran medida por apoyarse en la persistencia del entorno material. Realidad
que perdura, no sabríamos cómo recobrar el pasado si éste no se conservara por el medio
material circundante. Objetos, disposiciones, mobiliario, muros, estancias, viviendas… conforman una especie de sociedad muda que nos envuelve y equilibra. Portadora de significaciones atribuidas, de las imágenes de los otros significativos, en tanto que permanece estable
proporciona la impresión reconfortante de la continuidad. En este sentido, la relación con el
entorno material no es meramente objetual y distanciada, de mero uso, y podría presumirse
que el espacio termina por representar al grupo mismo:
[ 17 ]
ESPacio, mEmoria Y Vínculo Social
el espacio físico y el espacio social se confunden: la trama de uno actúa el entramado del
otro y viceversa; el lugar deviene vínculo, el vínculo acredita al lugar. De esa manera se
perfila la construcción correlativa de una comunidad afectiva donde la con-espacialidad,
esto es, la relación fundamentada en la proximidad espacial, se erige como condición
radical aunque no única de su existencia. La forma de una ciudad cambia más rápido
que el corazón de un mortal, decía Baudelaire. Ante la amenaza de destrucción, ante la
pérdida de los lugares cotidianos por el avance de las demoliciones y las alteraciones de la
configuración espacial, individuos y grupos que aseguran su identificación sobre la base
territorial muestran su resistencia al cambio: han perfilado buena parte de su ser en el
entorno material y
no es tan fácil mudar las relaciones que se han establecido entre las piedras y los hombres.
Cuando un grupo humano vive desde hace tiempo en un sitio adaptado a sus hábitos, no
solamente sus movimientos, sino también sus pensamientos se regulan por la sucesión de
imágenes materiales que representan los objetos exteriores. Ahora suprimamos parcialmente o modifiquemos en su orientación, dirección, forma o aspecto, esas casas, esas calles, esos
pasajes, o cambiemos solamente su distribución. Las piedras y los materiales no opondrán
resistencia, pero los grupos sí lo harán. En esta resistencia —si no de las piedras, sí al menos
de sus antiguos ajustes con los grupos— es donde se tropieza. Sin duda, esta disposición
anterior ha sido originalmente obra de un grupo, y lo que un grupo ha hecho otro puede
deshacerlo; pero la intención de los primeros individuos ha tomado cuerpo en una estructura material, es decir, en una cosa, y la fuerza de la tradición local proviene de ella, de la que
era imagen. Hasta tal punto es cierto que para una gran parte de sus miembros, los grupos
imitan la pasividad de la materia inerte (Halbwachs 1997: 200-01.)
Esta interpretación sitúa al autor en cercanía con las tesis de la sociología alemana relativas a la dimensión territorial de la identidad colectiva, muy presentes en las elaboraciones
sobre la con-espacialidad de Tönnies, Spengler y muy en especial de Simmel (Amphoux &
Ducret, 1985), quien, a propósito de la autoconservación de los grupos dice:
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El caso más general en que se presenta el problema de la autoconservación del grupo es el
hecho de mantenerse como idéntico, a pesar de la desaparición y cambio de sus miembros.
(…) Se ofrece aquí uno de los casos en que la ordenación de los fenómenos en el tiempo
muestra una resuelta analogía con su ordenación espacial. (…) El primer elemento, el que
más inmediatamente sirve de base a la continuidad de la unidad colectiva es la permanencia
de la localidad, del terreno sobre el que el grupo vive. El Estado, y más aún la ciudad —
pero también otras agrupaciones incontables— asientan su unidad primeramente sobre el
territorio, que constituye el sustrato duradero de todas las modificaciones en sus contenidos
(Simmel 1977: 524-25).
[ 18 ]
Simmel observa la importancia, no obstante, de la persistencia de una unidad espiritual,
pues la conexión de este tipo con el territorio que designa como suyo es esencial para su continuidad como grupo. De nuevo, nos situamos en la circularidad de la significación interna
y la conciencia externa de la localidad.
Memorias sin lugar e identidades desplazadas.
La ciudad moderna, donde la vida se renueva sin cesar, es por excelencia el campo de tensión
entre las fuerzas que empujan en todos los órdenes de la existencia hacia el cambio social
y aquellas otras que resisten, una tentativa a menudo baldía por suspenderse en la calidez
de la inercia social. La cuestión había sido abordada en las investigaciones de Halbwachs
sobre la morfología urbana de París; se había prolongado en sus estudios sobre los planes de
ensanche de la ciudad; finalmente se presentaba en su exposición sobre las consecuencias de
esta tensión para la memoria de los grupos afectados. De hecho se afronta con gran riqueza
de matices el sentimiento de pérdida, desorientación y extrañamiento de individuos y grupos ante la desaparición de los espacios habituales, la incertidumbre generada al trasladarse
Emilio martínEz GutiérrEz
a un nuevo entorno material, la posibilidad de que los recuerdos adheridos se disuelvan una
vez desaparecidos los marcos materiales de referencia.
Es extraordinario el apego a las formas materiales en la ciudad, que constituye en sí un
compromiso entre la permanencia y el cambio. Esta adhesión resulta aún más asombrosa
entre aquellos grupos que se identifican y confunden con el propio espacio de acción y residencia, los que lo incorporan a su propia definición. En algunos sectores populares de las
ciudades se observa con frecuencia (el referente local del barrio) pero es muy evidente en el
ámbito rural, ese medio social que parece enquistado en el tejido urbano. En efecto, en los
grupos locales rurales se aprecia con más intensidad la vinculación al sitio, la conformación
mutua de paisaje y paisanaje. A partir de ahí podemos presumir, de un lado, el sentimiento
de ruptura y extrañamiento ante la destrucción de su medio, y de otro, el vacío de la memoria social dominante, construida desde la amnesia estructural del proceso urbano. Retomando las observaciones de Halbwachs sobre la morfología social y la psicología colectiva,
sobre el ‘género de vida’ rural, tenemos en el campesinado a un colectivo cuyo pensamiento
está vuelto hacia sus tradiciones, complacido con la estabilidad de las cosas, hostil a toda
novedad, solidario de sus recuerdos idiosincráticos y de su existencia al margen, pero sobre
todo, apegado al suelo: principio y final de su existencia, «tal parece ser el móvil o el motivo esencial que explica que no quieran dejar el rinconcito de tierra donde nacieron, donde
tienen raíces, donde su familia vive desde un tiempo que les parece indefinido» (Halbwachs,
1976: 43-44). En las poblaciones rurales, el lugar compendia todo su mundo familiar, vecinal, económico, relacional y religioso, un todo integrado y generador de memorias donde
las piezas no pueden ser disociadas sino a riesgo de desmoronamiento de todo el complejo
instaurado desde tiempos remotos. ¿Cuáles serían las consecuencias para su memoria e
identidad tras una intervención radical en su medio? La evocación del topocidio de Port
Royal8 es elocuente de la deriva:
8
Abadía cisterciense fundada en 1204. Jansenista y reformadora, fue una referencia intelectual en las querellas
de la Iglesia católica y en los modelos educativos progresistas (Racine, Pascal). Luis XIV mandó primero la dispersión de sus miembros y años más tarde su destrucción.
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No se plantean las repercusiones colaterales sobre sujetos agraviados u oficios residuales arrollados poco a poco por las corrientes de la modernización. En Port-Royal encontramos la presencia de una comunidad compacta sobre la cual un poder extraño interviene con
ánimo aniquilador. Para lograrlo destruye el referente material y simbólico de la comunidad: el lugar. Hecho esto, se disuelve el grupo, se disuelve su influencia, y progresivamente se
disuelven sus recuerdos y se borra memoria, identidad y rastro. Se rehabilita lo señalado en
Los marcos sociales: la memoria del grupo se modifica cuando se desvanecen los referentes
espaciales (lieux) y sociales (milieux). Si el lugar material desaparece, ¿dónde recobrarlos?
Los recuerdos pueden no obstante fluir y recomponerse durante un tiempo por el espacio
social definido por las relaciones en el grupo, de acuerdo a su espesor o densidad (la unidad
anímica simmeliana relativa a la autoconservación adoptaría la fórmula ‘seguimos siendo
donde fuimos’). Pero desde el momento en que se sale de los marcos del grupo, lo que parece inevitable, cuando el hombre se enmarca en otros sistemas de nociones y se entremezcla
con otras comunidades de memoria, los recuerdos pueden desaparecer debido no a su antigüedad, sino a su desplazamiento. En el caso del exilio individual, de la dispersión de las
sociedades por las migraciones, el individuo queda suspendido en una memoria marginal,
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Cuando los miembros de un grupo están dispersos y no encuentran nada en su nuevo entorno material que les recuerde la casa y las habitaciones que han abandonado, si permanecen
unidos a través del espacio es debido a que piensan en esas piezas. Así, nada sucedió tras la
expulsión de los Messieurs y las religiosas de Port-Royal mientras permanecieron en pie los
edificios de la abadía y quienes conservaban su recuerdo. (Halbwachs, 1997: 196)
[ 19 ]
ESPacio, mEmoria Y Vínculo Social
la propia del ‘hombre marginal’ típicamente metropolitano teorizado por Robert Park: memoria e identidad desplazada, en tránsito y en trance. Situación diferente sería la de la diáspora de una comunidad que se mantiene unida en la amenaza y en el movimiento, y cuya
densidad moral puede asegurar durante un tiempo la circulación de sus pensamientos, el
anclaje de los recuerdos a un espacio vivido que viene a ser cada vez más un espacio mítico
y fabulado. Sería una memoria de catástrofe donde el acontecimiento (la pérdida) marcaría
a fuego un antes y un después en la existencia colectiva, entre un pasado irrecuperable y
un presente inevitable: el suceso excepcional no sólo quedaría integrado en los restos de ese
marco espacial dejado atrás o de lo que fuera un día, sino en el espacio social del grupo y
en su deber de memoria. Pero es una memoria herida, abocada a transformarse, pues «un
suceso verdaderamente grave conlleva siempre un cambio de las relaciones del grupo con el
lugar, sea porque modifica el tamaño del grupo (…), sea porque cambia el lugar (…). Desde
ese momento ni el grupo ni la memoria colectiva serán exactamente los mismos, pero tampoco lo será el entorno material» (Halbwachs, 1997: 196-7).
De ahí podemos conjeturar el papel de la arquitectura y del urbanismo en la proposición de nuevas trayectorias y representaciones sociales más o menos asépticas y configurables; el deseo de emplear el marco material como generador de nuevas identidades, particularmente apreciables en los prototipos normalizados de un urbanismo dirigido hacia sujetos
abstractos. Un marco esterilizado donde el tiempo parece no posarse; pero un marco en
muchas ocasiones arbitrado por el poder con el propósito de orientar las identificaciones de
los grupos y asegurarse un compromiso sutil. La transmisión del relato legitimador mediante la manipulación del espacio subyace en las actuaciones de las instituciones políticas. No
obstante la identidad ha de ser comprendida como una realidad frágil y precaria, sometida
a variaciones y a asaltos. Conforme se modifican los marcos sociales (el espacio material
y social) el grupo cambia, mengua o crece, se entremezcla y, en definitiva, al enfrentar el
devenir, en ocasiones impuesto, ciertos recuerdos son evacuados y con ellos los viejos rasgos
definitorios de la identidad. Pero eso es lo característico de ella y no la pretensión de ser una
entidad definitiva, absoluta y trascendental.
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Conclusiones: la memoria colectiva y la teoría de la ciudad
[ 20 ]
La tensión entre permanencias y supresiones, entre presencias y ausencias del espacio y en
el espacio, entre destrucción y construcción ha acompañado los debates de la arquitectura
y la urbanística desde siempre. Como sabemos ha habido momentos en que esta tensión se
ha mostrado excesiva, especialmente en los años 60-70 del pasado siglo con las críticas a las
intervenciones masivas efectuadas en las ciudades al amparo de la modernización. El abuso
que se hizo de los postulados de la Carta de Atenas se tradujo en la destrucción parcial o
total de tejidos históricos de gran valor en muchas ciudades y en la extensión de paisajes sin
ninguna cualidad que, como la ciudad invisible de Zirma (Calvino, 1996), sólo a fuer de
repetirse y hacerse redundantes logran fijarse en la memoria. Distintas iniciativas vinieron
a articular un ‘nuevo viejo’ discurso que denunciaba el arrebato progresista, el dirigismo
tecnocrático y las consecuencias de la codicia del capitalismo inmobiliario sobre la ciudad.
Fue manejar una concepción de la ciudad como obra colectiva en el tiempo y comenzar a
vincular teóricamente la configuración del paisaje urbano a las nociones de duración y memoria colectiva de Bergson y Halbwachs, respectivamente. También Marcel Poëte ha sido
reclamado junto a los otros por quienes aspiran a indagar en la significación social del espacio urbano y sus tiempos. Desde entonces, como pretendida equivalencia de la manifestación del pasado urbano, la memoria colectiva de la ciudad ha pasado a situarse en el núcleo
de numerosas formulaciones teóricas y de las algunas propuestas de actuación. Hoy día se
asume como una relación que se da por supuesta, y la metáfora espacial de la memoria y
el anclaje de la memoria colectiva a los lugares son temas de curso habitual en diferentes
campos de la investigación social, histórica y urbanística. Los propios movimientos sociales
Emilio martínEz GutiérrEz
ciudadanos y las plataformas de afectados por intervenciones comprometidas la invocan en
defensa de sus espacios de vida cotidiana.
Algunos teóricos de la ciudad han hecho gala de esta sensibilidad en sus reflexiones. Se
observa en los trabajos sobre la estructura urbana emprendidos por A. Rossi a propósito de
la existencia de elementos propulsores, de continuidad con el pasado urbano (frente a las
permanencias patológicas, desconectadas). Y así, retomando muy abiertamente las tesis de
Halbwachs, sostenía que «la ciudad misma es la memoria colectiva de los pueblos; y como
la memoria está ligada a hechos y a lugares, la ciudad es el locus de la memoria colectiva.
(…) Al fin la memoria colectiva llega a ser la misma transformación del espacio por obra de
la colectividad; una transformación que está siempre condicionada por estos datos materiales que contrastan con esta acción» (Rossi, 1971: 226-27). Esta invocación resulta clave en
su deseada búsqueda del genius loci y del âme de la cité, un modo de reencantar el presente
anodino y de cualificar un espacio en gran medida trivial9.
9
10
Sobre el papel de la arquitectura en el presente desencantado de la globalización véase Garnier, J.-P. (2002).
Esta ligazón se ha consolidado y afinado en el ámbito sociológico con los excelentes trabajos emprendidos
por G. Namer, M. Jaisson, E. Brian, C. Topalov y otros investigadores ligados al Centro Maurice Halbwachs del
CNRS-ENS. También las investigaciones de B. Lepetit.
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Pese a algunas interpretaciones controvertibles de sus postulados, y a la necesidad de
una actualización de los mismos sobre la base de los cambios acontecidos en un tiempo
presentista y globalizado, hay que agradecer en estos y otros esfuerzos de la teoría de la
ciudad un reconocimiento franco del valor y alcance de los trabajos de Halbwachs sobre la
relación espacio, morfología social y memoria colectiva10. En realidad, nos encontraríamos
ante una derivación lógica del planteamiento inicial del autor sobre la ciudad como forma
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En otra dirección se ha estimado que la recuperación de la memoria colectiva (de la
ciudad) —entendida como la conciencia de los habitantes sobre su ciudad, de su vinculación
en el tiempo— podría servir de fundamento para la recomposición del ‘proyecto urbano’ de
la ciudad europea (Gravagnuolo, 1998). Es una propuesta que también encuentra acomodo
en los planteamientos de Chesneaux (2001) sobre la disociación existente entre la memoria
y el proyecto de la ciudad. Un compromiso entre ambas permitiría salvar los riesgos de una
acción meramente estetizante (la memoria sin proyecto) tan vacía como el artificio de una
concepción meramente técnica (el proyecto sin memoria) alejada de las vivencias de los
habitantes.
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No toda forma de reencantar el presente es válida ni aceptable, ni siquiera la idea de un
alma de la ciudad, pura ficción consensual. En La ciudad de la memoria colectiva (1994)
C. Boyer denuncia la imaginería pseudohistórica, típicamente postmoderna, empleada en
algunas operaciones urbanas, como el South Street Seaport, donde la nostalgia es el vehículo
del consumo del lugar y en el lugar. Un consumo incesante, un consumo que nada consuma:
ése es también el objetivo que se descubre tras algunas iniciativas urbano-mercantiles sobre
los centros históricos. Operaciones que esconden asimismo la desigualdad social entre los
grupos para marcar socialmente el espacio, dejar sus huellas y preservar su memoria. Más
allá de ciertas conjeturas, al menos en el plano teórico, además de la crítica a un fachadismo
propio de parque temático, se formula un enfoque más plural acerca del sentido del habitar
—y no tanto del hábitat— y del significado de la ciudad misma para sus moradores cotidianos. Y éste no responde únicamente a la de una acumulación de memorias pasivas, vestigios
inertes y recuerdos tendidos, sino también —en virtud de lo apuntado por Boyer— a la de
un sistema de lugares mnemónicos socialmente construidos, dinámicos, plurales y en concurrencia. Otro tanto se desprende de los escritos de D. Hayden (1995) sobre el poder de los
lugares y de D. Harvey (2006) a propósito de la construcción de la basílica del Sacré-Coeur.
[ 21 ]
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social expuesta en sus trabajos de morfología, donde nunca dejó de estar presente la dimensión temporal. No obstante, en sus últimos escritos queda mucho más pronunciada esta
correspondencia al estimar el espacio como soporte de continuidad e identidad del grupo.
Esta línea de interpretación constituye sin duda uno de los registros más sugerentes de las
investigaciones de Halbwachs que se desprende de la vinculación analítica operada entre
el tiempo social, la memoria y la ciudad. Pero tratándose de un espacio material y social
diferenciado, en transformación, y de grupos diversos, lo pertinente es concebirla en plural,
incluso en conflicto, pues hay tantas memorias colectivas como grupos sociales.
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