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DRÁCULA, EL ESPEJO OSCURO DE DIOS.

2015, DRÁCULA, EL ESPEJO OSCURO DE DIOS

Se alimenta de sangre porque nada menos vital puede saciar su hambre de vida y su deseo de venganza. Drácula elige desperdiciar otras vidas para mantener la suya, que apenas puede considerarse como tal. Es el castigo que, desde su posición de poder, arroja sobre el mundo y sobre Dios.

DRÁCULA, EL ESPEJO OSCURO DE DIOS. La idea de lo heroico no queda reducida a una condición donde, como en Byron, reina un ideal elevado y rebelde que sirve de inspiración e impulso. Lo heroico se plantea también desde aquello que hace la diferencia, siempre que existe un afán de superación interno o una necesidad creadora que es imposible eludir. Drácula, personaje literario de Bram Stoker puede ser incluido dentro de lo heroico sólo si atendemos a los prodigios y poderes que su voluntad herida logra alcanzar. Drácula, por razones trágicas, penetra en un mundo oscuro que le transforma en un ser monstruoso, pero también, todopoderoso. Drácula podría ser considerado un héroe si lo viéramos con los ojos de Drácula. Aunque habría que hacer un gran esfuerzo. Porque Drácula pasa de ser un Conde que guerrea, descuartiza, empala y masacra en nombre de Dios, a ser un monstruo que viola, rapta, asesina y succiona en nombre del Señor de las Tinieblas. Su actitud no cambia mucho en ese sentido, pero son precisamente los extremos lo que le diferencia del resto y le coloca en ese espacio reservado a unos pocos. La verdadera transformación se produce en las capas profundas de su relación con el mundo. Drácula, no sabemos cómo, ha decidido prescindir de las leyes de la naturaleza, de su relación con los hombres y por supuesto de Dios y se ha rehecho a sí mismo atendiendo a una nueva visión de su ser en el mundo. Sus logros son espectaculares: Ha logrado vencer a la muerte, maneja los elementos atmosféricos a su gusto, domina a las bestias y puede transformar su apariencia cómo desee. Es amo y señor de su propio universo. Es imposible imaginar a qué abismos se obligó a descender o las visiones a las que tuvo que enfrentarse para conseguir descifrar el ADN que ordena las leyes de la vida orgánica y a partir de ahí, reajustar todo ese mecanismo según sus deseos, pero la acción es descomunal, sin duda heroica. Y sin embargo, ese titánico proceder está atado a la tragedia. Vive su poder como una maldición porque el pozo de donde ha sacado sus fuerzas está colmado de odio y dolor. Esa maldición llega cuando pierde su fe en lo humano y en lo divino. En ese momento se convierte en un ser monstruoso, porque estar vivo es sentir, sufrir y amar, y Drácula, cuando le conocemos, hace ya siglos que perdió esas capacidades. Sin embargo, en el fondo de su alma, en ese resto de humanidad que le queda, cree que aún puede ser salvado. Su traslado, de los desolados Carpatos al centro de Londres, así lo evidencia. Drácula quiere ser salvado de sí mismo, quiere volver al mundo, volver sentir, a ser humano. Su historia representa dos tragedias que tal vez nunca tengan un final feliz: Una es la dificultad de aprender a convivir con esa parte monstruosa que todos tenemos y la otra, ser conscientes de que por mucho que lo intentemos nunca podremos obtener de los demás, ni aún bebiendo su sangre, lo que deseamos de ellos. Sabemos que le ocurrió una desgracia irreparable: Perdió un ser querido. En su caso fue la muerte lo que le separó del amor, pero existen otra clase de perdidas igual de dolorosas que tienen el mismo efecto. Cuando somos abandonados o rechazados semejante maldición termina casi siempre del mismo modo que con Drácula: con la muerte en vida de quien sobrevive o es abandonado. Cuando comienza la novela de Bram Stoker, Drácula sabe, y nosotros también, que ha tocado fondo, que ya no puede caer más bajo, porque para castigar al destino, a los hombres y a ese Dios que le ha abandonado ha decidido alimentar su cuerpo insensible y marchito con la esencia de la vida: La sangre. Se alimenta de sangre porque nada menos vital puede saciar su hambre de vida y su deseo de venganza. Drácula elige desperdiciar otras vidas para mantener la suya, que apenas puede considerarse como tal. Es el castigo que, desde su posición de poder, arroja sobre el mundo y sobre Dios. Todos nos hemos encontrado con seres semejantes. Seres que a causa de una desgracia irreparable se convierten en monstruos insensibles. Sus colmillos nacieron en el mismo momento en que perdieron la fe en los hombres y en los dioses. Entonces, como Drácula, se encierran y dejan que la soledad les vaya transformando cada noche. El deseo de vida que consume a Drácula es un deseo universal. Pero a diferencia de él, nosotros no somos eternos. El tiempo pasa y se lleva pasiones que una vez nos parecieron maldiciones con la rapidez con que se renuevan las lunas. Es desde la distancia, desde el vacío de la indiferencia cuando nos damos cuenta de que lo que tanto daño nos hacía, lo que tantos desvelos nos ocasionaba era estar vivo y también, que renunciar a la pasión es renunciar a la vida. Lo creamos o no, cuando queramos darnos cuenta estaremos usando colmillos postizos que apenas nos permitirán saborear una pieza de carne muerta. No hay tiempo que perder. Ni siquiera deberíamos esperar a que llegara la noche para sacar los colmillos, para poseer y succionar la vida. La segunda maldición, es la más difícil de romper. Atravesar el alma de quien amamos, extraer su esencia y salvar el abismo que se abre entre dos individualidades representa la verdadera tentativa del chupador de sangre. Todos, en ese sentido, somos también un poco Dráculas. Me refiero a todos los que creemos que la posesión carnal no es suficiente. Frente al verdadero deseo, siempre salvaje y desesperado, nos gustaría tener colmillos para succionar su extracto invisible y saber por qué ese ser que tenemos delante, o tal vez muy lejos, guarda en su interior el elixir que, sabemos, nos devolverá la vida. Hay veces que penetrar o ser penetrado no basta. Hay veces que desearíamos extraer del objeto de deseo hasta la última gota de sangre, saborearla y dejar que se mezclarla con la nuestra Y paladear su vida hasta el límite de lo imposible. Y degustar sus aspiraciones y miedos, sus desvelos y sus euforias, para que a partir de ese momento su existencia dependiera de nuestro existir. Y que como un verdadero vampiro, no se reflejara mas que en el espejo de nuestra existencia. Ser maldito de esa manera debe ser mucho más llevadero. De entre todas las peculiaridades que posee el Conde, la más extraña es precisamente que no se refleja en los espejos. En la obra de Stoker, Harker señala que a pesar de que el castillo está decorado con toda clase de lujos no hay un sólo espejo. Y cuando se está afeitando, Drácula se refiere a su espejo de viaje como “Un objeto maldito que sólo sirve para halagar la vanidad humana”. ¿Objeto maldito? Viniendo de alguien con semejante currículum el comentario resulta desconcertante. ¿Por qué esa abominación por los espejos? Si hay algo verdaderamente terrible acerca de los espejos es su franqueza, su falta de tacto y diplomacia a la hora de mostrar lo que tienen delante. A un espejo no se le puede manipular para que nos devuelva una imagen distinta de la que tenemos. Drácula tiene el poder de convertirse en lobo, en murciélago, en nube de vapor, incluso es capaz de replicar la figura de otros seres humanos y sólo la retina de un ojo vivo puede apreciar esos cambios porque dentro de cada transformación se esconde un estado de ánimo, un deseo irreprimible o una aberración. Los hombres son el espejo de Drácula, la prueba fehaciente de que existe. La superficie plana y fría de un espejo no refleja el odio, ni el dolor y mucho menos la sed de vida. Un espejo está atado a lo material y Drácula es una ausencia sin forma definida. Es, la mayoría de las veces, una bestia, y los animales no poseen una conciencia de sí mismos. Si colocamos un gato o un perro delante de un espejo mirará alrededor sin reparar en que aquello que tiene delante es su propio reflejo. Lo mismo ocurre con un bebe de meses. Ellos tampoco tienen una imagen clara de sí mismos. Tienen ojos y nos ven, ven sus juguetes, el pecho de la madre o el biberón, pero son incapaces de verse. Sólo tienen conciencia de su existir a través de nosotros, los que ya tenemos un fondo cargado de referencias. Sólo cuando se desarrolla la conciencia, cuando salimos del mundo y nos colocamos frente a él y reconocemos que somos unos seres con un principio y un fin podemos vernos reflejados. Drácula es un ser inmortal que ha trastocado las leyes de la naturaleza, un ser que vive inmerso en el flujo del tiempo, como los bebés y los gatos. Ni siquiera su sombra se proyecta obedientemente en el suelo, porque Drácula no es un ser material. Es odio y venganza, necesidad y deseo, pasión y crueldad, hambre y soledad y todas esas cosas no se reflejan en un espejo. Drácula es todo aquello que podemos esconder dentro, todo lo que no se ve, pero que puede causar tanto dolor y tantas víctimas como unos colmillos desgarrando un cuello. Drácula es ante todo un desgarrador de la vida. La muerde y destroza, expone su vunerabilidad y se jacta de su poder y de su independencia ante ese Dios que le traicionó para demostrarle que puede hacer tanto daño como Él mismo le hizo. Drácula quiere ser el espejo de Dios.