©Acheronta® : Revista de Psicoanálisis y Cultura
El hilo en el laberinto
Carlos Seijas
Cuan hermosa es una mariposa, más aún cuando con su aletear llama
nuestra atención sobre ella, con sus fascinantes colores y movimientos. Es
una fisura del continuo vivir, es un paréntesis, ella pasa y cautiva, nosotros,
contemplamos. Mas hay quien brutalmente prefiera verla clavada en un
corcho, atravesada por un alfiler, atrapada en una caja de cristal, para tenerla
para siempre. Si escucháramos más atentamente, si escucháramos
realmente, podríamos advertir su canto. ¿Y qué puede decir una mariposa?:
Piangi? Perché? perché? Ah, la fede ti manca... Senti:
Un bel dì, vedremo levarsi un fil di fumo dall'estremo confin del
mare. E poi la nave appare. Poi la nave bianca entra nel porto,
romba il suo saluto.
Vedi? È venuto! Io non gli scendo incontro. Io no. Mi metto là sul
ciglio del colle e aspetto, e aspetto gran tempo e non mi pesa, la
lunga attesa.
E uscito dalla folla cittadina un uomo, un picciol punto s'avvia
per la collina. Chi sarà? chi sarà? E come sarà giunto che dirà?
che dirà? Chiamerà Butterfly dalla lontana. Io senza dar risposta
me ne starò nascosta un po' per celia... e un po' per non morire
al primo incontro, ed egli alquanto in pena chiamerà, chiamerà:
"piccina mogliettina olezzo di verbena", i nomi che mi dava al
suo venire.
Tutto questo avverrà, te lo prometto. Tienti la tua paura, io con
sicura fede l'aspetto. 1
Y al no escucharla podemos, sin saberlo, hacer que ella misma termine
inmolándose:
Con onor muore chi non può serbar vita con onore.
Tu? tu? tu? tu? tu? tu? tu? Piccolo Iddio! Amore, amore mio, fior
di giglio e di rosa.
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Non saperlo mai per te, pei tuoi puri occhi, muor Butterfly...
perché tu possa andar di là dal mare senza che ti rimorda ai di
maturi, il materno abbandono. O a me, sceso dal trono dell'alto
Paradiso, guarda ben fiso, fiso di tua madre la faccia! che ten
resti una traccia, guarda ben! Amore, addio! addio! piccolo
amor! Va, gioca, gioca! 2
A éste punto, ud. dirán ¿no es acaso de Freud que trataba este
conversatorio?. Bien, pues déjenme decirles que para antes hablar de Dr.
Freud, primero hay que hablar del asunto que le apasionó y le aprisionó toda
su vida, el analizar a psiché. Psiché, que regularmente nos dicen que se
puede entender por alma, pero para el griego no para el filólogo del siglo XX,
para el griego del sigo II a.c. psiché era una mariposa, que volaba en
busqueda de su amado Eros, el daemons, que la flechó de tal forma que
estuvo dispuesta a morir por él. Tal como las dos conmovedoras arias que
acabamos de escuchar, que pertenecen a la desgarradora ópera de Giacomo
Puccini: Madame Butterfly, precisamente, la Señora Mariposa. Una Geisha
Japonesa, casada con un marino norteamericano, que una vez terminados
sus asuntos en tierras orientales, regresa a su nación, para volver, con su
esposa, y llevarse al hijo que no sabia, había engendrado con la bella
mariposa, y para que este pequeño fruto de su amor pueda viajar con su
padre, ella, la mariposa, clava un espada en su vientre, el mismo que tuvo a
su pequeña mariposa. El arte esta plagado de estas historias, que nos
cuentan las historias de toda la vida, las historias que cada uno de nosotros
repetimos por no escuchar nuestro inconsciente, a nuestra alma, a nuestra
mariposa. Cuando nos enamoramos sentimos mariposas en el estómago, y
bien la pregunta es ¿qué hacer con eso?. Se tiende a pensar que el
psicoanálisis es complejo y que si uno entra en análisis termina peor de cómo
entró. Permítanme convocar al Dr. Freud que en una célebre entrevista
concedida cuando cumplió setenta años dijo:
"El psicoanálisis vuelve a la vida más simple (...) reordena el
enmarañado de impulsos dispersos, procura enrollarlos en
torno a su carretel (...) suministra el hilo que conduce a la
persona fuera del laberinto de su propio inconsciente"
El psicoanálisis, es pues, en palabras de su creador: el hilo que nos permite
salir del laberinto del minotauro, del laberinto del inconsciente, y re
ordenarnos, para ir en pos de nuestro deseo. Pues somos seres
estructurados por el lenguaje, seres a los que la palabra, las palabras los
atraviesan y construyen. Así pues el Dr. Freud se convirtió en un clásico, tan
clásico que cuando uno le pregunta a cualquier persona por el nombre de un
psicólogo, dirán casi sin excepción: Freud. Curioso, en verdad, pues Sigmund
Freud no era psicólogo, era médico, con especialidad en neurología, lo más
parecido hoy en día a un psiquiatra, pero no era un psicólogo. Los psicólogos
de todos los tiempos incluso actualmente, están más interesados en los
fenómenos concientes (conducta, pensamientos, abordajes cognitivoscondutuales), que en seguir el terrible oráculo de Delfos: Conócete a ti
mismo. Pero el Dr. Freud más que ninguno de los que le siguieron y se
nombraron analistas, han podido dejar tan claro la necesidad de adentrarnos
en ese pozo inagotable de sabiduría que es el inconsciente.
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Eso sí, lo peor que puede sucederle a un clásico es generar una unanimidad
tan intensa y extensa que pueda llegar a confundirse con el desinterés y el
fastidio. Algo de esto corre el riesgo de sucederle a Wolfgang Amadeus
Mozart, que ya fue suficientemente visitado y reivindicado hace más de diez
años, y ahora insiste en esta hoguera de vanidades de una cultura que sólo
parece sobrevivir a golpe de efemérides. Siegmund Freud es, sin duda, un
clásico del pensamiento del siglo veinte. Nadie podrá ya disputarle su gran
proeza. Ahí están sus escritos, de una calidad ensayística y reflexiva que
suscita siempre sorpresa, emoción y capacidad de sugerencia. Hace poco
hice el experimento: volví a leer Psicología de las masas, un ensayo cuya
influencia debe advertirse en todas las reflexiones sobre ese tema –las
masas– que en el período de entre guerras fue dominante. Pero lo mismo
sucede a quien, después de muchos años, se aventura en su obra magna, La
interpretación de los sueños, un libro de una valentía infinita, procedente en
gran medida de la propia introspección de su autor sobre sus producciones
oníricas. Nadie como él hubiera podido poner en su dormitorio, como el
célebre poeta surrealista, el cartel: Le poète travaille. Esa lectura termina
siempre contagiando al lector sensible, que con frecuencia repasa esa mitad
de nuestra vida que transcurre, en el mejor de los casos, entre sábanas.
Freud fue ante todo un gran escritor. Un magnífico ensayista. Su limpia prosa,
aprendida de su gran maestro Goethe, es quizás una de las primeras
sorpresas que experimenta todo aquel que se acerca a él. La segunda es la
importancia grande que la literatura tiene en su obra. Podría decirse que sus
principales hallazgos los formaliza a través de grandes referentes literarios.
Ante todo, el ciclo tebano de la tragedia ática. No sólo Edipo tirano. También
Antígona. Eso la recepción lo advirtió en seguida, y fue en el dominio de la
literatura y del arte donde su influencia fue, desde el principio, dominante. La
obra de teatro de Hofmannstal, Elektra, de principios de siglo, que luego
adapta para la genial ópera de Richard Strauss, verdadero baluarte de la
música expresionista, se halla bajo la influencia primeriza de Freud. Esa
Elektra es, a la vez, griega y moderna. En ella cooperan, como trasfondo,
Esquilo, Sófocles y Freud.
Pero Freud tiene la suerte, hoy, de generar todavía controversia. A diferencia
de otros clásicos, Freud no suscita unanimidad ni consenso. Hay voces que
siguen sin soportarlo. Hay opiniones que lo cuestionan. La razón de esa falta
de consenso es obvia: Freud tuvo la osadía de internarse en la sexualidad. Y
en la diferenciación sexual. Y en el infierno de infirmitas que la sexualidad
puede producir, trastornando nuestros usos y costumbres, o nuestras
convenciones sociales y culturales. Obras como los Tres ensayos sobre la
vida sexual tienen, aún hoy, carácter subversivo, escandaloso.
Por esa razón la lucha contra Freud, y contra las tradiciones que lo secundan,
sigue y seguirá: pues es mucho más grato situar en segundo término este
aspecto de nuestro ser. Por esa razón desde el conductismo y desde
corrientes de la psicología menos comprometidas, lo mismo que desde las
teorías epistemológicas de inspiración cientificista (positivismo lógico vienés,
filosofía analítica anglosajona) se haya siempre cuestionado la tarea de este
gran liberador, auténtico Prometeo de nuestro carácter y destino, capaz de
robar a los dioses el fuego liberador de una teoría revolucionaria. Quizás algo
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ha envejecido en Freud, y harán bien sus seguidores en no marcar en ello el
énfasis. Freud intentó formalizar sus hallazgos en la teoría de la ciencia de la
época. Es el aspecto más vetusto y desechable de su obra.
Freud, consciente de la escandalosa novedad de su doctrina, se parapetó en
la respetabilidad científica como forma de contrarrestar las críticas de que era
objeto, la mayoría procedentes de la sociedad médica vienesa, y que
cuestionaban su probidad de investigador. Ese es el aspecto menos
interesante de su trabajo intelectual. Es también el flanco más débil, pues da
pie a que los cancerberos de la ciencia desestimen sus concepciones, o
deslegitimen su teoría. Ésta, de hecho, posee su propio estatuto, que se
despliega en la práctica de una institución, la psicoanalítica. Por desgracia
ésta última no facilita las cosas: parece vivir en el hobbesiano "estado de
naturaleza", en guerra de todos contra todos, y con lamentable vocación de
muchos de sus grupos o grupúsculos en asumir formas sectarias. Pero eso
prueba la inmensa irradiación e influencia de una reflexión con capacidad de
transformar nuestra conducta.
Freud es mucho más que un clásico de mármol, que deja al mundo un corpus
literario. Es un clásico vivo que conmociona, hoy como ayer, conciencias y
voluntades. En realidad fue, más que nadie, un personaje que asumió, lo
mismo que Edipo, el lema délfico que presidía toda peregrinación hacia la
consulta oracular: "Conócete a ti mismo". Y que cruzó, como Sócrates, ese
imperativo categórico con otro que es complementario: "Cuida tu propia
alma". Hoy más que nunca deberíamos saber que ésta constituye ese
principio de vida esponjoso con las formas y figuras del espíritu, y con sus
concreciones lingüísticas (mitológicas, literarias, religiosas). Si el cuerpo de la
naturaleza está escrito en caracteres matemáticos, puede decirse que el
nuestro lo está con letras del alfabeto, o con idiogramas y jeroglíficos, con las
cuales se componen sintagmas, frases complejas, párrafos, formaciones
textuales. Nuestro cuerpo tiene en gran medida carácter textual. Es todo él,
en parte al menos, texto y contexto. Puede ser deletreado, leído. Eso es lo
que toda práctica psicoanalítica verdadera realiza: auscultar el cuerpo del
paciente. Eso es lo que el verdadero psicoanalista lleva a cabo. Y es que el
cuerpo habla y se expresa. Pues se halla todo él trazado con formas
mitológicas, u organizado a través de complejos modos rituales y
ceremoniales (que escenifican y ponen en práctica esas leyendas y relatos).
El cuerpo histérico manifiesta esas leyendas a flor de piel. El cuerpo de la
neurosis obsesiva se halla, todo él, polarizado por ritos y ceremonias
privadas. Freud logró, mejor que nadie, mostrar la singularidad de ese cuerpo
nuestro que requiere ser leído de forma complementaria a la lectura
matemática recomendada por Galileo Galilei para comprender la naturaleza.
Y es que ese cuerpo nuestro no es físico sin más: es fronterizo y limítrofe en
relación a la naturaleza, al mundo. Freud nos enseñó, en sus textos, y en la
práctica psicoanalítica, que somos habitantes de ese límite del mundo que
confiere una particularidad específica a nuestra condición.
Apoyado de un lado, sobre el alma romántica y sus arrebatos, y del otro sobre
una vena positivista austríaca, el edificio freudiano podría parecer frágil. Ha
resistido al tiempo porque lo esencial está en otra parte: en la invención de
una nueva figura del sujeto.
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Si consideramos el edificio que Freud ha dejado luego de su muerte, hoy
vemos que el campo que ha abierto no se ha cerrado a pesar de las
tentativas de anular sus consecuencias, y hasta de negar su radicalidad. La
autenticidad de su descubrimiento, el del inconsciente, es tal que ninguna
disciplina nueva ha llegado a apropiárselo o a integrarlo en una doctrina más
vasta. Irreductible a la psicología, lo es también al conjunto de las ciencias
llamadas humanas. Adversaria en la forma de ver el mundo, Freud tampoco
permitió que la filosofía sacara ventaja. Por lo demás, muy pocas disciplinas
han encontrado allí material para renovarse. Es curioso que Freud haya
querido, de entrada, instalarse en el discurso de la ciencia para revelarle lo
que ella desconocía por naturaleza: lo particular del deseo de cada uno.
¿Qué es, en efecto, una ciencia de lo particular? Porque sin responder de
ninguna manera a los criterios de una ciencia experimental, Freud ubicó al
psicoanálisis bajo los auspicios de las ciencias de la naturaleza,
principalmente la neurofisiología. Materialista como era, encontró su punto de
Arquímedes en una teoría neuronal, sin duda fantástica, y sin relación con la
observación, pero que da cuenta de las paradojas que suscita un objeto
profundamente desigual a sí mismo: ese aparato psíquico, seelischer apparat,
de nombre híbrido y que contiene ya desde el año 1900 en La interpretación
de los sueños, el programa de una doctrina materialista de las
representaciones, siguiendo los pasos de maestros tales como Brentano.
Que esta doble referencia, por un lado al alma romántica y a Goethe, y por
otro lado al positivismo austriaco parezca en la actualidad, profundamente
inadecuada respecto de su hallazgo, es, sin embargo, lo que ha permitido a
Freud abordarlo con la garantía de la modernidad. Una modernidad hoy día
desalentada por disciplinas animadas por el mito del hombre máquina, pero
sin complacencia tampoco por lo inefable. Esta referencia esencial al
cientificismo lo condujo a tratar los hechos clínicos a la vez como datos
objetivables y como hechos de discurso. La disciplina de la interpretación que
surge de esto hace valer todos los recursos que permite la gramática, la
lógica así como el mito y la tragedia.
Inscripto desde un comienzo en el campo de las Luces, al inconsciente
freudiano se lo consideró sin profundidad, tópico, pobre desde el punto de
vista de lo imaginario, pero rico desde el punto de vista de las lógicas
paradojales que pone en juego. Reducir lo extraño del sueño a la deformación
que le hace sufrir la censura, tratarlo como un criptograma le da a Freud, en
el inicio de ese siglo, la estatura de un Champollion... Al reducir el mensaje
latente del inconsciente a nada más que pensamientos es también un
cartesianismo al revés que precede al axioma según el cual el sujeto no sabe
los pensamientos que lo determinan: un "yo no pienso" que es justamente el
reverso de lo que pienso. De esto dan testimonio, por supuesto, lapsus, fallas
de la conducta, enigmas de la inhibición, desdoblamientos de la vida
amorosa, así como tantas equivocaciones que descalifican toda pretensión de
transparencia. No se trata de que los motivos sean sustraídos de la
conciencia como imperceptibles, sino que el sujeto elige contra sí mismo. Allí
se encuentra el corazón de la subversión freudiana cuyo sentido es tanto
ético como clínico; el inconsciente es, en principio, el discurso por el cual el
sujeto se traiciona. El inconsciente está en el exterior.
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Al considerar que el sueño, el síntoma principalmente histérico, fóbico,
obsesivo tienen una naturaleza común análoga a un mensaje cifrado, Freud
justifica que el sujeto sabe más de lo que dice sin que, sin embargo, lo sepa.
Si admitimos una ciencia incluida en el inconsciente, un saber del cifrado, la
interpretación se vuelve homogénea a la estructura del mensaje que el
síntoma contiene: revela la cuestión, la dirige, incluso lo cómico. Es el origen
de la tesis lacaniana: el inconsciente está estructurado como un lenguaje.
Dicho de otra manera, el significante produce efectos fuera de toda cogitación
subjetiva.
Es necesario volver a llevar el descubrimiento freudiano a su punto nodal: la
división subjetiva. Lacan ha revalorizado el término freudiano Ich spaltung
para ver allí el ser mismo del sujeto como división que tiene la estructura de
una falta. Toda la cuestión radica en precisar aquello que tiene lugar en el
caso de Freud para producir esta división. No podemos, efectivamente,
satisfacernos con un dualismo filosófico-religioso del alma y del cuerpo para
agotar la especificidad del dualismo freudiano. Si el Yo no es amo en su
propia casa se debe, sin dudas, a que algún demonio lo empuja fuera de allí.
Y ese demonio es para Freud, el deseo en el sentido más extenso del Eros
platónico, con la diferencia de que, respecto de sus ideas, no está inspirado
por el cielo sino por los deseos de la infancia. Esta alienación del deseo no
podría, no obstante, expresarse en términos de influencia, la de los padres, o
de supervivencia de estadios superados. Es como rechazado que el deseo
persiste y causa una división subjetiva.
Es en ese punto que la sexualidad tomó en la teoría freudiana el lugar que
conocemos: es como sexual que el deseo es rechazado, y como tal resulta
inalterable y contaminado para siempre por el deseo de la madre. De esto
resulta, para Freud, una maldición que recae sobre el sexo y que se
expresará en el curso del desarrollo de la doctrina en términos de conflicto de
instancias en el cual, uno de los polos al menos, es sexual. La neurosis
histérica proporciona, desde el principio, el testimonio más elocuente respecto
del rechazo de la satisfacción de la relación sexual, antes que Freud hubiera
distinguido radicalmente, a partir de Tres ensayos sobre la teoría de la
sexualidad, lo sexual y lo genital. Es ese paradigma de la histeria el que ha
justificado largamente a Freud para concebir su dualismo en términos de
incompatibilidad, de antinomia entre el Yo y la sexualidad, anulando
inmediatamente la objeción que se le ha hecho de "pansexualismo". Sobre
este punto, y sobre otros seguramente también, el siglo lo comprenderá mal
al identificar histeria y excitación sexual. Más tarde, en los años 1910 al 20 el
aporte clínico de las psicosis obligará a Freud a modificar su dualismo
pulsional. Constatamos, en efecto, que el Yo mismo es un objeto de amor que
atrae, sobre la imagen narcisista, todas las reservas de la libido.
Formado a la imagen del objeto de amor ideal como resultado de
identificaciones amorosas, el Yo parece muy alejado de la posibilidad de
encarnar la instancia de la realidad, incluso de la razón, a la cual una parte de
los alumnos de Freud quiso reducirlo, arrojando de golpe a la pulsión hacia el
instinto o la necesidad. En una palabra, después de 1921, Freud profundizará
su dualismo con la oposición entre Eros y las pulsiones de muerte,
estableciendo que no se trata de dos sustancias heterogéneas, sino que hay
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un elemento común a las dos: la esencia misma de lo pulsional, a saber, una
cierta propensión de la pulsión a perder su objeto y a no solidarizarse con lo
viviente al punto de confundirse con la tendencia al suicidio. Así, es en el
corazón mismo de la pulsión que se produce la hiancia; es la contingencia de
su objeto en lo relativo a su empuje constante, son sus vicisitudes y sus
reversiones que utiliza el fantasma perverso, son también las paradojas del
goce de autodestrucción.
Tenemos ya bastante como para que la relación con el partenaire como
complemento del objeto pueda ser problemática. Efectivamente es al extraer
las consecuencias de los impasses de la vida amorosa que Freud se vio
llevado a profundizar su dualismo pulsional cuidándose de no recurrir a
ninguna resolución dialéctica. Testimonia sobre esto en el curso de los años
20-30, la prolongada puesta a punto de la sexualidad femenina que lo hace
concluir que existe un mismo símbolo para los dos sexos: el falo, cuya
antinomia no es otra, para el inconsciente, que la castración.
Por otro lado, el escándalo del freudismo no es que el sexo, como un caballo
de Troya plantado en el corazón de los intereses vitales de la persona sea
como el diablo en el cuerpo. Se trata, más bien, de que la libido se torna
demasiado intelectual. Por otra parte, el diablo no es el padre al punto de
poder entregar su alma con el único propósito de suplir la carencia de su
función? Una intelectualización que no es menos evidente en las
aberraciones de la sexualidad en función de identificaciones familiares o en lo
relativo a las teorías sexuales de la infancia. Y el llamado del amor no es
incompatible con el fantasma masoquista: "pegan a un niño", o con los jug
ueteos de la homosexualidad femenina siempre preocupada por introducir
como tercero al personaje masculino acompañado del amor cortés.
Así Freud, siempre preocupado por mostrar "lo vil sobre lo cual surgen
audazmente nuestras virtudes", no promueve menos al padre como punto
pivote de los extravíos del goce. Esta intuición de lo simbólico en la vida
sexual, mejor dicho del significante, como determinación del fantasma por la
lógica, como también la incidencia de la gramática en el desmontaje de la
pulsión no es nada más que una especulación.
Esta determinación simbólica del sexo y del amor que, llegado el caso, los
vuelve incompatibles es puesta a prueba en la novela familiar del neurótico,
en la historia de los padres, en los relatos que descubren la realidad sexual
de cada uno, y decide sobre sus elecciones de objeto mucho más,
seguramente, que ninguna otra determinación objetiva del orden del
condicionamiento o de la "frustración".
Vemos que esta nebulosa de hechos clínicos justifica ampliamente la tesis
lacaniana del inconsciente estructurado como un lenguaje. Pudimos constatar
que todo el freudismo está allí resumido. Sin duda, pero el inconsciente no es
todo el freudismo tampoco.
Es verdad que es necesario el automatismo del significante para hacer que
surja la determinación simbólica de la transferencia, de la repetición de la
pulsión, por retomar los grandes conceptos fundamentales. Sin embargo,
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Freud siempre ha dado lugar a una instancia psíquica que hiciera obstáculo a
la traducción simbólica, un residuo inconmensurable del falo, o incluso que no
puede entrar en el diseño del Edipo. Es decir, que hay una parte de lo
simbólico que no es del orden del mensaje y que no se deja desanudar tan
fácilmente por la interpretación: es el caso de la resistencia terapéutica
negativa, el de la repetición actuada del trauma, del goce masoquista; tantas
revelaciones que dan testimonio de un desamarre de la vida psíquica
respecto de ese pivote del inconsciente freudiano que es el Nombre del
Padre. Freud lo constata amargamente en 1937: al considerar la transferencia
como dependiendo del complejo de Edipo, el sujeto no puede localizar allí
todos sus conflictos. Sin duda, 25 años después de la muerte de Freud esta
instancia de lo real tenía menos relevancia que la de lo simbólico a la que
Lacan se dedicó a poner de relieve en razón de las desviaciones de la época.
Hoy en día nos conviene volver sobre el asunto.
Es entonces cuando cobran sentido otros binarios freudianos, necesarios por
los límites de la interpretación psicoanalítica. Se trata de la tensión entre el
inconsciente y el "ello" que lejos de ser asimilable a un "ello habla" es más
bien el lugar de un "ello goza" en el silencio de la pulsión de muerte. Tal es,
por ejemplo, la paradoja que ofrece la culpabilidad del melancólico, bajo la
presión de un superyo caníbal. Esos hechos clínicos constituyen la base de
las modificaciones de la Metapsicología de Freud, como así también de sus
últimos textos sobre el fin de análisis, y el Malestar en la cultura justifican las
distinciones finas no siempre percibidas por los comentadores, como por
ejemplo, la oposición entre dos figuras del padre en Freud: el guardián del
orden edípico, mediador de la normalidad del deseo, pero también el padre
desregulado, gozador, impenitente; es el padre de Tótem y tabú que aparece
en el origen de las masas y que termina en lo peor, en el momento en que
Freud escribe su Malestar en la cultura.
Le llega el tiempo a Freud de dar a su dualismo un matiz trágico que renueva
la antigua palabra de los presocráticos respecto de la apelación que él hace a
las mortales antinomias de Empédocles sobre philia y neixos, amor y
destrucción, subrayando el carácter estructural transpsicológico de su
descubrimiento. Hace lo mismo con el desmontaje del mito de Prometeo en
1932, que siempre fue objeto de admiración para Lévi-Strauss, por ejemplo,
la insatisfacción constitutiva de la pulsión. Así Freud ha asegurado, de una
manera u otra, la especificidad de un registro llamado "económico"
relativamente desabonado de lo simbólico o, como él dice, sin ligazón con un
representante psíquico, como si los nudos de goce en el fundamento de la
inercia psíquica se situaran fuera de los desplazamientos que la transferencia
permite. Sin duda, no se trata de decir que están fuera del lenguaje, sino que
es a través del recurso a la escritura de la letra por un cifrado nuevo de goce,
distinto de los efectos de sentido, que se los puede atrapar. Se trata del
porvenir mismo de la interpretación analítica que allí está en juego, así como
en vida misma de Freud, algunos de sus alumnos diluyeron el problema en lo
preverbal, lo no verbal, o el traumatismo del nacimiento sin prestar atención al
más allá del principio de placer. Hay que decir que el problema de los
comentaristas de Freud se sitúa justamente en ese punto. No es fácil lograr
sostener juntos en Freud, a la pulsión y el inconsciente o, en otros términos,
el goce y el Complejo de Edipo: siempre queda un resto en los intentos por
reabsorber uno en el otro. Extraviado por una concepción moralizante del
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dualismo freudiano, la orientación anglosajona abandonando la primera tópica
por la segunda instituirá lo que comúnmente conocemos como la ego
psicología; consagra el ideal de dominio del Yo sobre la pulsión. Desde otra
perspectiva, la obsesión de los estadios del desarrollo, en particular, el
registro llamado preedípico, conducirá a los kleinianos a confundir el
inconsciente y el fantasma arcaico.
Por regla general, el movimiento analítico no llegó nunca a conciliar el campo
de la metapsicología, actualmente asimilada al campo de lo "cognitivo", con el
registro de la pulsión que barra la castración. Dónde está, en efecto, la
relación entre el pensamiento y los orificios del cuerpo: ¿el oral, el anal?
Freud, no obstante, ha efectuado todas sus revisiones con el fin de indicar
que la mecánica de las representaciones, ya sea que estén sujetas al
principio de placer o al de realidad, depende de la promoción, en el sujeto, de
la función paterna y de la manera en la que esté afectado por ella. Pero
únicamente el comentario lacaniano permite captar los mecanismos a través
de los cuales el goce se anuda al inconsciente.
Freud, desde los albores del psicoanálisis, se sintió atraído por el
"extraordinario fenómeno del amor", fenómeno que hace que una persona
llegue a tener una "singular representación de otra". ¿El amor encuentra y/o
produce las cualidades del amado? Cualquiera sea la respuesta, la singular
representación se establece de manera persistente y produce tanto tristeza
como alegría. En esa época, trataba a las pacientes inmortalizadas luego en
los Estudios sobre la histeria (la señorita Ana O.,Emmy von N., Elizabeth von
R. y la señora Cecilie, entre otras), que mientras confesaban -sin saberlo- los
deseos que circulaban por sus fantasías, ponían en el banquillo de los
acusados a padres, maridos, hermanos, novios o pretendientes: la virilidad no
estaba a la altura de sus promesas. Pero Freud no desesperaba de las
"fallas" que encontraba en los hombres, ni del enigma de la insatisfacción
femenina.
Por otra parte, la maternidad estaba perturbada por el amor romántico y la
paternidad por el amor-pasión. Freud le puso un nombre a la incertidumbre
sexual generalizada: bisexualidad. Eso significa que la identidad de cada
sexo está a merced de las identificaciones, que cada uno es otro para sí. Es
difícil saber el impacto de los planteos de Freud en aquella época, pero
sabemos que, en la nuestra, esas cosas – como la bisexualidad – forman
parte del espectáculo de la felicidad que se ofrece a la inercia de vidas que,
como se grita en masa, la miran por TV. Mientras tanto, el término
inconsciente recorrió un camino y se fue incorporando al lenguaje cotidiano
como falta de intención. Antes de Freud, el inconsciente había sido estudiado
por Lancelot Law Whyte, que remontaba esta noción hasta el siglo XVII, pero
el psicoanálisis propuso con este término algo diferente: el "aparato psíquico"
descripto por Sigmund Freud no tiene nada del inconsciente romántico, el
inconsciente místico que tanto fascinó a Carl Gustav Jung.
Fue necesario que la razón defendida por la Ilustración y las pasiones del
Romanticismo mostraran algo de la nueva escisión en marcha, la nueva
versión que la época proponía de esas razones del corazón que la razón no
entiende. Pero eso dice poco del proyecto de Freud, de la práctica que
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inventa, de la huella que traza en el gusto de su época. Wittgenstein escribió
que Freud habla de la resistencia al psicoanálisis, pero no de la seducción
que provoca. Hoy no podría decirlo, puesto que Jacques Lacan (que convirtió
a Freud en su precursor, en el sentido en que Borges habla de esta
operación) expuso las razones de esa seducción. Más allá del gusto de su
época, Freud amplió la razón ilustrada para incluir las pasiones románticas.
Las primeras seducidas fueron las mujeres, excluidas de esa razón y
molestas por el lugar que hasta entonces se les había concedido: desde la
célebre Lou Andrea Salomé hasta la influyente princesa Marie Bonaparte, una
multitud de mujeres integraron el movimiento creado por Freud.
Incluso en los momentos del feminismo radical el psicoanálisis estuvo abierto
a las colegas mujeres, que hoy son mayoría en todo el mundo. Las
disidencias que existieron y existen no pueden ocultar esta nueva alianza, tan
diferente de las que habían conocido las mujeres y los hombres hasta ese
momento. La invención del psicoanalista llevó su tiempo, pero su existencia
social es un hecho difícil de historiar porque su accionar cotidiano se realiza
en el discreto silencio que rodea esta práctica. Y así tiene que ser, porque el
analista no impone sus temas sino que los descubre y los elabora: por eso
cambian con el gusto de la época.
Estaríamos menos interesados en nuestro antepasado Sigmund Freud si algo
que está en el aire dejara de anunciar que es también nuestro presente y
nuestro porvenir. Ese algo es el "gusto", el no se qué, que dictamina lo que es
perdurable y lo que es efímero. Es por eso que Jacques Lacan dice que el
psicoanálisis no cayó del cielo, sino que caminó cierto tiempo "en las
profundidades del gusto". Tampoco olvidemos que la neurosis infantil que
sobrevive en el adulto es lo que Kant llamaba "la minoría de edad" de quien
no se guía por la razón y en consecuencia se deja tutelar por otro. La "tutela"
del analista, en este sentido, actualiza por la transferencia esas figuras del
pasado que encadenan a cada uno, con la finalidad de disolverlas. Lejos de
hacer un culto de la memoria, el psicoanálisis dice que la repetición del que
olvida le impide vivir su presente y programar su porvenir.
La temática de Freud es la del romanticismo porque así llegaba hasta su
consultorio. Pero la respuesta de Freud no era romántica. Lejos de rechazar
las pasiones como la razón ilustrada, lejos de abandonarse a ellas como los
románticos, encontró en lo que llamó transferencia la condición de un diálogo
que está entre la neurosis y la vida corriente. Un diálogo fundado en la
paradoja siguiente: el que se analiza no está solo, ni acompañado.
Y es con esta paradoja que terminamos, pues nos deja claro que el hilo del
laberinto es el amor, el que nos hace caer en el laberinto y si no prestamos
atención, terminaremos perdidos en él, este es enamorarse perdidamente,
pero también debemos de cuidarnos de no temerle al laberinto, y por ello
dejar de amar. El romanticismo si bien es el motor de nuestra vida, también
puede ser aquello que nos desvincule. Por ello al escuchar a nuestra
mariposa cantando por lo que espera, sepamos atender a su demanda, y
seguir nuestro deseo, aunque a veces, éste pueda ser terminar con una aguja
en el alma, pero estar consciente de que eso deseamos. Debemos pues,
apostar por esa útlima utopía, la del amor. Siendo el amor nuestra última
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utopía en una época en que la razón cínica reina sobre todas las cosas, ¿hay
alguna manera de evitar caer abatidos debajo de los últimos cristales de su
ruina? Para evitar este segundo escenario de desilusión y desencanto, que
puede incluso ser más grave que la soledad y el aislamiento, los amantes
durante el juego de la seducción llegan a evitar el amor. Eso es lo que nos
advierte el teórico francés Roland Barthes "para reducir su infortunio, el sujeto
pone su esperanza en un método de control que le permita circunscribir los
placeres que le da la relación amorosa: por una parte, guardar esos placeres,
aprovecharlos plenamente y, por otra, cerrar la mente a las amplias zonas
depresivas que separan estos placeres: olvidar al ser amado fuera de los
placeres que da". Circunscribir es una manera de cerrar aún mas el círculo:
se trata de localizar de una manera maniobrable al amado. Encerrarlo,
nombrarlo, atraparlo. Se trata, por cierto, de empezar a ejercer el dominio
para evitar, a su vez, la dominación. Pero a pesar de lo que propone Barthes
es muy difícil "olvidar al ser amado fuera de los placeres que da". Por eso
mismo, porque no se puede manejar con "sabiduría", con "precisión" el tira y
afloja de la relación amorosa, porque en una sociedad cercada por la
modernidad reflexiva, que nos enfrenta a riesgos a veces insoportables a la
hora de ejercer nuestra libertad de opción sexual y vital, es preciso entonces
evitar el amor, evitar la pasión y lo que la desencadena, rehuir y esquivar el
dolor de "más adelante", crear armaduras de todo tipo, sobre todo, armaduras
de palabras, que eviten la desgracia de convertirnos en seres vulnerables
dominados por una pasión. Al parecer, en esta sociedad de postrimerías del
racionalismo y la reflexividad, sólo los héroes y las heroínas aman, porque
blandir la espada de la utopía del amor es ganarle una batalla al miedo, a la
parálisis y a la cobardía. El mismo Freud nos dice: "¡No, yo no soy un
pesimista, en tanto tenga a mis hijos, mi mujer y mis flores! No soy infeliz, al
menos no más infeliz que otros". Estemos atentos al llamado que nos hace el
padre fundador:
"Yo apenas soy un iniciador. Conseguí desenterrar
monumentos enterrados en los substratos de la mente. Pero allí
donde yo descubrí algunos templos, otros podrán descubrir
continentes".
Carlos Seijas
Quetzaltenango, 1 de Julio de 2006
Notas
1 ¿Lloras? ¿Por qué? ¿Por qué? ¡Ah, te falta fe...! ¡Escucha!
Un hermoso día veremos alzarse un hilo de humo en el horizonte. Y entonces
aparecerá la nave. Luego, esa nave blanca entrará en el puerto, atronando con su
saludo. ¿Lo ves? ¡Ya ha llegado! Yo no bajo a encontrarme con él.
Me pongo allí, en lo alto de la colina, y espero, espero largo tiempo y no me pesa la
larga espera. Y saliendo de entre la multitud un hombre, un punto pequeño se destaca
por la colina. ¿Quién será? Y cuando llegue, ¿qué dirá?, ¿qué dirá? Llamará a
Butterfly desde lejos. Y yo, sin dar respuesta, estaré allí escondida, un poco para
inquietarlo, y un poco para no morir al primer encuentro, y él, con alguna inquietud,
llamará, llamara: "Pequeña mujercita, olor de verbena", los nombres que me daba
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cuando volvía a casa.
Todo esto ocurrirá, te lo aseguro. Guárdate tu miedo, yo con firmeza le espero.
2 Muere con honor quien no puede vivir con honor.
¡Mi pequeño Ídolo! Amor, mi amor, mi flor de Lirio de capullo de rosa.
Aunque tú nunca lo sepas, es por ti solo, por tus ojos inocentes, que la Mariposa
muere... para que puedas viajar más allá de los océanos y cuando hayas crecido, nunca
sentirás el remordimiento del abandono materno. ¡Ah tu, quien me llevó hasta el trono
más alto del Cielo, mira por última vez el rostro de tu Madre, mira fijamente su cara,
fijamente, de modo que algún vestigio perdure, mírala detenidamente! ¡Adiós mi
amado! ¡adiós amorcito! ¡Ve y juega, juega!
Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 24 - Diciembre 2007
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