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El Laberinto

Reflexión sobre la idea nietzscheana que dice "no hay hechos sólo interpretaciones" Es un ensayo que describe a la filosofía y al quehacer filosófico como un juego inocente dentro de un laberinto.

Abril del 2017. EL LABERINTO. No hay interpretaciones sin hechos. Dago Anaya. Después de una de esas noches en las que el cuerpo, la mente y las emociones descansan y se renuevan verdaderamente con el sueño, desperté con una frase que se paseaba, cual niña inocente en un jardín, en mi mente: “No hay hechos, sólo interpretaciones”. La frase, en efecto, es de Nietzsche, pero la traigo adherida al pensamiento porque la leí recientemente en una obra del filósofo mexicano Mauricio Beuchot, titulada precisamente: “Hechos e interpretaciones”, y porque ayer la volví a escuchar en un programa de filosofía conducido por el filósofo argentino José Pablo Feinmann. Ambos dándole una interpretación muy distinta; diría yo, opuesta. Y es que es una frase difícil que alberga una idea ambigua, se me viene a la cabeza la palabra “enigma”. Es, en cierto sentido, un enigma. Y, como todo enigma, descansa en la liquida solidez de la contradicción. Mas, como toda preposición, reclama una interpretación. Lo primero que vino a mi mente, recién desperté fresco y cavilando, fue que en ese pequeño enunciado se sintetiza y expresa la historia de la filosofía. No sólo la forma en que se ha hecho filosofía hasta hoy, sino la forma de la que hoy, aparentemente, ya no puede (y quizá nunca ha podido) escapar la filosofía. Si quisiéramos representar la idea que encierra esa frase por medio de una metáfora, me parece que un laberinto sería su símbolo más exacto. En otras palabras, el laberinto es la representación gráfica y simbólica más adecuada de la filosofía, tanto como historia de ideas, reflexiones y pensamientos, como del quehacer mismo que implica. El laberinto representa al enigma. Y el enigma es lo que atrae al filósofo: su misterio. Ese misterio excita una doble necesidad del hombre: la del sentimiento y la experiencia del “juego”, y el de “seriedad” (realidad). El enigma, como el laberinto, es un reto para la mente inquisitiva, es una atracción para quien goza del intelecto como facultad e instrumento meramente humano. El enigma atrae a la mente hambrienta y sedienta de conocimiento, como el laberinto excita a los niños a jugar dentro de él: a correr, a buscar (quien sabe qué), a explorar; y la adrenalina aumenta al sólo imaginar la posibilidad de perdernos dentro de él. La idea del “laberinto sin salida” es una metáfora nacida de la imaginación. La fantasía se explaya y deleita en la posibilidad de que ese laberinto represente un lugar lo suficientemente intrincado y confuso como para merecer dignamente su nombre. Un laberinto es “más laberinto” cuanto más perfecto sea. Y su perfección consiste precisamente en su poder para atraparnos, para confundirnos, para enredarnos y extraviarnos. Pero esta fascinación, reitero, surge de un “instinto” o “necesidad” de juego. Es, sin duda, una pasión muy humana. Los niños, al ver un laberinto construido con grandes árboles en medio de un jardín muy grande, sólo quieren jugar. Los atrae la emoción y el peligro, quieren conocer: descubrir lo desconocido, pero en su ingenuidad e inocencia no piensan en las “nefastas consecuencias” que su imaginación les excita. Al fin de cuentas es sólo un juego. De modo que el niño supone que, al terminar el juego (cuanto más noche mejor), regresará a casa a dormir y descansar a gusto (como yo anoche) para poder regresar a jugar: a buscar nuevas aventuras, nuevos misterios, nuevas experiencias, nuevos lugares ocultos e intrincados, pero, principalmente, nuevas emociones, al día siguiente. Ahora, si el laberinto es un lugar de juego, lo es también el enigma, y, por tanto, la filosofía no carece de este excitante e infantil atributo. Pero, no hay sólo “puerilidad” en el emocionante apetito que provoca el juego del laberinto. Si los que juegan son adolescentes, sus fantasías van cargadas de hormonas, de instintos sexuales, de una energía y un apetito aun más poderoso, embriagante y excitante: la libido, el morbo, la curiosidad, el deseo sexual. Si en el laberinto se introducen una pareja de jóvenes que se atraen mutuamente, la emoción del juego, la adrenalina, y la fantasía de perderse dentro, resultan mucho más poderosas. El imaginarse atrapados (encerrados) ahí dentro, en un laberinto imposible y sin salida, les excita de tal manera, que resulta difícil describir con tinta y letras; y, paradójicamente, esa enredada prisión les significa el lugar perfecto y propicio para desatar y experimentar su plena libertad. Ahí dentro son libres: nadie puede mirarlos; nadie puede juzgarlos... El laberinto tiene un poder misterioso que no permite la entrada (y si acaso entran, se pierden: se extravían) a las normas y principios morales y éticos que gobiernan la sociedad. El sentido común y la lógica también se extravían embriagadas ahí dentro: pierden su facultad y fuerza natural. El laberinto es un lugar misterioso dentro del mundo, y, de algún modo, parece no estar sujeto a las reglas y paradigmas del mundo cotidiano, porque su naturaleza es la paradoja: la contradicción. Del mismo modo, supongamos a un joven que, andando sólo, se encuentra en su camino de pronto con un hermoso, poderoso y misterioso laberinto. Si se siente tentado a jugar, al decidir adentrarse algo cambia en ese momento en su interior. Como si de pronto su vida cobrara un nuevo y misterioso sentido. Hasta en caso de estar deprimido, confundido, triste y desanimado, dentro del laberinto despertaría en él un nuevo estimulo: cierta emoción; una inquietud profunda que moviliza las fuerzas de la vida: el gusto por la vida, el deseo por descubrir lo desconocido, la emoción de la aventura. El laberinto tiene también un efecto narcótico: produce un estado de conciencia distinto. Puede generar paz, por la soledad y el silencio. O despertar un paulatino desasosiego que, en cualquier caso, estimula la imaginación del peregrino. Y es que, dentro de un laberinto, uno es siempre un peregrino. Pero el peregrino, en su andar, tiene siempre un destino; en veces conocido (una meta o ideal), y en otras desconocido. Lo quiera o no lo quiera, el andar lleva siempre hacia algún lugar. Aunque sea a “ninguna parte”, como podría ser el caso del laberinto. Pero, una vez perdido dentro del laberinto, la imaginación sacará a flote, tarde o temprano, sus más grandes miedos y pasiones (deseos): sus pulsiones se excitan en la soledad del laberinto. La mente, aunque permanezca aparentemente serena, ya experimenta cierto trance psíquico. Una de las fantasías más hermosas que se experimenta en cierto momento, es la de un encuentro. El que transita en el laberinto, busca una salida; pero no siempre se trata de una salida al laberinto, sino que podría ser sólo una salida a la necesidad más intima y necesaria de todo ser humano: la del amor. Es decir, encontrarse con alguien que sea una puerta misteriosa que le permita entrar y experimentar esa locura de la que está hecho el laberinto mismo. El joven que, jugando se aventura dentro del laberinto, desea más encontrar el vino embriagante del amor, que la salida misma al laberinto. El laberinto, pues, es un lugar de deseo, de pasión, de instintos, de sexo, de liberación de impulsos y exacerbación de las pulsiones... Es el lugar en el que se experimenta otro tipo de libertad: la dionisíaca. La libertad de estar felizmente perdido y placenteramente encerrado... La confusión y el sin-salida, son la lógica y el orden que predominan ahí dentro. Todos estos atributos dionisíacos los comparte, naturalmente, el enigma y, por tanto, la filosofía..., el filósofo. La necesidad de experimentar y gozar del juego y la realidad, en el fondo no son dos cosas distintas, y mucho menos opuestas. Cuando el niño juega, es capaz de gozarlo verdaderamente, porque en su mente no hay distinción entre juego y realidad. Para el niño su juego es la única realidad. Del mismo modo, para el filósofo, el enigma es un juego muy real: lo más real posible. De hecho, la filosofía es un juego que trata sobre la realidad. Sin realidad (lo que sea que esta sea) no habría juego para el filósofo. Y sin el juego del enigma, no habría filosofía que investigue la realidad. El filósofo se toma tan enserio su juego como el niño; de otro modo, este juego carecería de emoción, de sentido. El sentido de realidad es directamente proporcional al sentido de emoción del juego. Cuanto más real (“serio”) se experimente el juego, más excitante y divertido resulta. Y, viceversa, cuanto más jugamos con la realidad (como el niño), más interesante nos parece su seriedad. Demasiada seriedad sofoca el sentido de juego. La realidad se vuelve monótona, una obligación (imposición) aburrida sin misterio ni aventura, sin posibilidades fantásticas. Sin fantasía la vida es muerte. Pero si al juego se le arranca el sentido de realidad: sin la seriedad necesaria, el juego se vuelve una pantomima ridícula que finge la diversión... se desnaturaliza: ya no es juego. Y sin juego, ya tampoco es vida. Ante estas reflexiones vienen a mi mente dos enunciados: 1.El laberinto de la realidad. Y 2.La realidad del laberinto. Y de estos, se desprenden dos preguntas: 1.¿Es la realidad un laberinto? La realidad no es un laberinto más que, paradójicamente, para la mente racional. Sólo para el hombre su vida, realidad y existencia es un enigma. De ahí el nacimiento y la necesidad de la filosofía. Aunque, irónicamente, es el pensamiento racional: la reflexión filosófica, la que construye este laberinto en el que el hombre mismo se excita y extravía como los niños..., como el adolescente que fantasea con encontrar a una chica hermosa, tan excitada y perdida como él, que se quiera entregar, en ese juego enredado, al frenesí de las pasiones y los deseos más primitivos y urgentes del ser humano. En pocas palabras, la filosofía no sólo es búsqueda de emociones, aventuras y “lo desconocido”, es principal y esencialmente, la búsqueda de alguien a quien amar: es la búsqueda de la locura del amor. Pero, 2.¿es real el laberinto (el enigma del filósofo)? La respuesta es, curiosamente, la misma para ambas preguntas... Y es que, si la realidad es un enigma sólo para el hombre, entonces el laberinto es sólo real para la mente racional. Para ningún otro animal en el globo terráqueo es real el laberinto: el enigma para nadie más existe. En otras palabras, el laberinto es real, pero es un juego que ha de tomarse -lo suficientemete- en serio, justo como el niño hace al jugar. Quien no sabe jugar, no sabe vivir: pierde el sentido de su realidad. Va lo mismo para el filósofo. Filosofar es adentrarse con inocencia e ingenuidad al juego de la realidad. Quien pierde la proporción en este equilibrio entre el juego y la realidad, pierde la excitación y emoción del juego: éste ya no le resulta más divertido. Entonces viene el hastío, la nausea, la insoportable levedad del ser, la desesperanza del nihilismo, y el suicidio se convierte en el único problema filosófico verdaderamente serio. Es cuestión de proporción, de equilibrio, de mesura, de prudencia y virtud: de hermenéutica analógica (diría Mauricio Beuchot). Y este desequilibrio en el proceder filosófico, es, según Platón -en su Protágoras-, ignorancia en el conocimiento de la ciencia de medir, a saber: la métrica. Ahora bien, cuando reflexionamos en la frase de Nietzsche: “No hay hechos, sólo interpretaciones”, advertimos este arte de medir adecuada o inadecuadamente. Pues, interpretar, es hacer hermenéutica. Y la hermenéutica, según señala el maestro Beuchot, puede caer en el exceso o el defecto de la univocidad o la equivocidad. Como virtud preventiva se requiere de la sobriedad de la prudencia propia de la analogía. Quien afirma radicalmente que no hay hechos: que no hay verdad objetiva, que no hay un telos, que nada tiene un sentido verdadero y profundo, raya en el exceso de la equivocidad. Es como quien se mete al laberinto y, jugando, pierde el sentido de seriedad y la realidad le parece un juego aburrido que no merece la pena ser jugado. Se muere la inocencia del niño, y con ello muere el sentido de la diversión, de la emoción, de la excitación, muere el deseo de explorar y conocer lo desconocido; muere la fantasía y el deseo de encontrar algo que le de un nuevo sentido a la vida propia: muere la esperanza de encontrar el amor que es la vida misma del alma humana. El hombre ya no busca al otro. El prójimo me estorba, es parte de la gran mentira y sinsentido que es la propia vida y existencia. Quien no sabe filosofar, no sabe vivir. Y quien no sabe vivir, no sabe filosofar. El laberinto de la vida humana se convierte en un calabozo que ya no es divertido, en una prisión aterradora: en una tumba donde ya estamos enterrados: muertos! En el otro extremo, tenemos a quien quiere que todo sólo tenga un sentido cuadrado y estrecho: la univocidad altanera y tuerta. Esta actitud agrede directamente la fantasía del niño, no lo deja imaginar libremente. Si la fantasía no es espontánea, si no brota del inconsciente, ya no es natural, ya no es divertida. El juego es pura realidad sofocante que aniquila todo retoño de individualidad y subjetividad. En el primer caso, se pierde el sentido de seriedad necesario para imprimir la emoción precisa al juego. En el segundo caso, se pierde el sentido de juego y diversión. En ambas, se somete y encadena (cuando no se decapita) la capacidad de asombro del niño, y la libido -las pulsiones- del adolescente se reprime de manera violenta. La consecuencia en ambas es la muerte del sentido de la realidad del sujeto. En cambio, la hermenéutica analógica se atreve a adentrarse en el laberinto y a jugar con prudencia con el enigma. Si, en efecto, como dice Nietzsche, “no hay hechos”, sólo interpretaciones, entonces esto mismo es algo que ha de ser analizado e interpretado. Es decir, no damos por hecho ese juicio epistemológico, y nos permitimos jugar con él: interpretarlo libremente, pero con prudencia y mesura (con virtud). De donde inferimos -al menos- dos cosas. Que esa premisa es interpretable. Y que, por tanto, es un hecho, como cualquier otro, que demanda y permite interpretación -analógica-. Luego, ¡sí hay hechos! Pues, de hecho, los hechos y las cosas, todo, es interpretable. Sin hechos, no habría nada que interpretar. La interpretación, por sí misma, no es nada si no tiene un objeto de interpretación. Y ese objeto es aquello a lo que llamamos hechos; mas no de manera absoluta: unívoca. De donde concluimos que, no hay interpretaciones sin hechos.