W.G.G
El tock tock seco sobre la persiana de madera me hizo saltar de un brinco desde la cama. El movimiento fue lo suficientemente silencioso como para no despertar al cachito García. El operador de LV 24 Radio Rio Atuel, inquilino de mi abuela, dormía plácidamente en el otro aposento.
Serian alrededor de las catorce treinta de un verano asesino que incendiaba las veredas de General Alvear. Había llegado el momento del gran escape. Los Carcereri, Nelson y Sergio, me esperaban en el patio trasero.
Serian alrededor de las catorce treinta de un verano asesino que incendiaba las veredas de General Alvear. Había llegado el momento del gran escape. Los Carcereri, Nelson y Sergio, me esperaban en el patio trasero.
—Dale Walter, —dijo el menor— vamos a llegar tarde.
—¡Bajá el volumen, que se va a enterar la Chola! —le susurré, a la vez que me encaramaba a la ventana y saltaba cayendo en cuclillas sobre la chipica hirviendo.
Verdad que el sol mataba y que era un riesgo para la salud, como sermoneaba mi vieja, salir a correr tras una pelota a esa hora de la siesta, pero como perderse el desafío con los aborrecidos salvajes del caserío vecino.
Nuestro grupo estaba compuesto por chicos de entre nueve y trece años. El centro neurálgico del barrio Comercio era la Propulsores Alvearenses y allí nos reuníamos todas las tardes. Yo me integraba los fines de semana, cuando bajaba de la finca de mis padres en Jaime Prats. No tenía el prototipo del jugador de fútbol, ni mucho menos, más el amor al deporte rey me impulsaba a tratar de superar todas mis limitaciones. Con once años, pesaba cuarenta y cinco kilos y medía un metro sesenta. Un esqueleto con una cabeza enorme y para colmo usaba lentes.
Ese sábado del 76, el enfrentamiento seria a la hora quince en el potrero situado al lado del supermercado Saponara. Una canchita con arcos enclenques y líneas marcadas con un palo de escoba nos estaba esperando.
—No se para que venís si no vas a jugar, ¡cuatro ojos! —me recibió ásperamente y con un chirlo en la cabeza el Juanca Fumarco.