Así les sorprendió la mañana, con la noche a medias todavía. Él sentado en un sillón con el torso desnudo, el pantalón vaquero rescatado del montón de ropa del suelo. Ella sentada en el otro, con las rodillas encogidas y la barbilla apoyada en ellas, las piernas desnudas y vestida con aquella vieja camiseta gris que siempre le estuvo demasiado grande, que desde el principio fue demasiado vieja. Descalza, con el pelo cayéndole por los lados de la cara, negro, despeinado, con el pequeño aro brillando en una de las aletas de la nariz. Él mirándola a ella, ella mirando al suelo. Y un silencio denso, masticable, entre los dos, hasta el punto de que casi podía escucharse cómo la luz del sol iba ganando espacio propio en las paredes, cómo avanzaba letal, como un ejército silencioso desplegándose sobre un valle helado, ocupando los rincones con su calor. Era un sol de invierno, pero de un enero brillante. Un sol redondo en medio de un cielo despejado y frío, sin una sola nube, como todos los que presidían los días en los que ella decidía volver. Pero ahí sentados los dos, en aquel pequeño salón, el sol acababa de ocupar por completo las paredes y él la miraba a ella, y ella miraba al suelo, mientras a los dos los abrazaba un denso silencio.
El piso
apenas había cambiado un ápice desde que ella se fue. En la estantería seguían
los libros ordenados como ella los dejó. En el sofá seguían aquellos cojines
extraños que compró una mañana en el rastro y que abrazaba cuando la película
le daba miedo, o cuando era el frío, y no el sol, el que irrumpía por la
ventana y tomaba con paso acelerado las paredes y todos los rincones de la
casa. Incluso seguía allí, en el cajón de la mesita, el libro que ella estaba
leyendo cuando se fue, con la página por la que se quedó aún marcada por si se
le ocurría regresar. Todo estaba igual que cuando se marchó, salvo por las dos
copas de vino a medio beber encima de la pequeña mesa…
Alguien
se movió dentro de la habitación.
…y por
la mujer que había en la cama.
Al
escuchar movimiento en el interior de la habitación, ella levantó la cabeza y
le miró por primera vez. El pelo le tapaba uno de los ojos, el que
continuamente lloraba, pero aun así su mirada era tan penetrante como siempre,
como la primera vez que le despachó esa intensidad desde el otro lado de la
barra de un tugurio que ahora es una tienda de ultramarinos. No dijo una
palabra, tan sólo le miró fijamente mientras él echaba mano al paquete de
tabaco y se encendía otro cigarro, destruyendo la columna gris al acercarse el
cenicero. En medio del humo de la primera calada, la que siempre pasa hasta el
fondo, se miraron por primera vez. Duró un segundo. Luego ella volvió la cabeza
hacia la habitación, como queriendo escudriñar su interior a través de la
pared.
-No la
conoces-, dijo él. Pero
ella no habló.-Me dejaste solo… dijiste que nunca te ibas a marchar, pero me dejaste solo. Me has dejado solo-, repitió, aunque sabía que no le escuchaba.
Ella
seguía callada, mirando hacia la habitación, agarrando con fuerza sus rodillas
y atrayendo sus piernas hacia sí, hacia el pecho, como si el contacto de la
propia piel fuera a hacer latir de nuevo su corazón.
-Dijiste
que nunca te ibas a marchar-, dijo él, casi en un susurro.
Pero se
fue. Las promesas no fueron suficientes para construir una pared que no
derribara la enfermedad. Y la enfermedad tiró la pared, y tiró todas las que
intentaron construir en ese pequeño universo de tres años que habían creado
para ellos solos. Se fue, y ahora había otra piel empapando las mismas sábanas,
y otro pelo alborotado sobre la almohada, y otro sudor sobre los labios de él.
-Me
dejaste solo…
Se
levantó. Camino hacia ella con el cigarro en la mano y vio cómo la figura del
sillón perdía nitidez, se evaporaba. A medio camino de la despedida, ella
volvió la cabeza para mirarle, y no sonrió. Mantuvo la boca cerrada, el gesto
tenso, la mueca de enfado. Faltaban dos pasos para el encuentro cuando casi se
había marchado del todo. Él estiró la mano en un intento desesperado de
encontrar una brizna de piel pero todo lo que encontró fue aire, vacío, el sol
de invierno cayendo sobre el respaldo de aquel sillón. Apuró el cigarro y lo
dejó en el cenicero, y se fue hacia la habitación. Abrió la puerta del todo y
se apoyó en el marco para ver cómo la mujer de la cama se desperezaba, abría
los ojos y le sonreía mientras estiraba los brazos hacia atrás y acentuaba el
desafío de su pecho desnudo. Le hizo un gesto para que se uniera con ella
encima de las sábanas. Él dudó un instante.
-Perdóname-, dijo en voz alta, dos segundos antes de volver a agarrarse al vuelo de otra piel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario