Es ahora, en el ocaso de su vida,
cuando ha descubierto que no hay mayor fiereza que la del hambre. Que
la carencia es un territorio hostil. Que no hay aliados en la
necesidad. Por eso, subida en unas zapatillas raídas, negras como la
noche y como las prendas que la tapan, se ha desviado hacia calles
más concurridas de gente pero más alejadas de los supermercados y
tiendas de comestibles por las que peregrina cada noche con un carro
de la compra que vuelve siempre lleno de nada. Las primeras veces
merodeó por los cubos repletos junto a las grandes superficies, y
aunque tuvo que conformarse con aquello que los demás desechaban,
que no era mucho, siempre le pareció bastante. No hay gota de agua
que en el desierto no colme el vaso de la sed. Las últimas veces,
los cubos ya no bastaban, y entre los gatos callejeros de cada noche
volvieron a aparecer las uñas. Magullada por haber sido arrojada al
suelo entre el tumulto, con un rastro de sangre seca en la rodilla y
nada más que tela sobre las ruedas que arrastraba, volvió a casa
una noche decidida a cambiar de lugar para no volver a enfrentarse a
esos colmillos que, aun compartiendo su necesidad, le doblaban en
fuerza. Se alejó de supermercados y envuelta en el luto perenne de
una ausencia nunca asumida, se echó a las calles del centro con la
esperanza de encontrar en esos cubos lo que la vida le negaba.
Septiembre fue benévolo todavía, pero
octubre empezaba a golpear cada vez más fuerte. La temperatura suave
dejó paso sin previo aviso al agua y allí, en medio de la lluvia,
aprendió a negociar las miradas que notaba clavadas en su espalda
mientras ella, como podía, se inclinaba hacia el interior de
aquellos pequeños contenedores verdes y de puntillas, con una mano
en el borde y la otra entre las bolsas, buscaba. El centro le
obligaba a salir más tarde, a retrasar la batida. Arrastraba sobre
sus pies sus setenta años de arrugas y tiraba hacia delante del
dolor que le devolvían sus huesos para recorrer las estrechas calles
peatonales entre la plaza Mayor y el tañido de la campana de la
catedral en busca de aquellos cubos que los porteros sacaban a última
hora de la tarde y las familias llenaban con sus bolsas tiempo
después, acabada la cena. El corazón de la fruta sin apurar, las
esquinas de un filete que no había sido comido por completo, yogures
con demasiado líquido, cosas pasadas de fecha. Todo lo que
encontraba lo echaba en aquel carro de cuadros escoceses que parecía
llevar con ella toda la vida. Después, en casa, revisaba lo
recogido.
No era por ella, era por él. Sabe
dios, y cada vez que pensaba en ello se santiguaba, que no le
guardaba rencor a su hija, pero no podría perdonarle el que se
hubiera marchado dejando allí al muchacho. Podían haberse ido los
dos, deseaba a menudo, pero lo cierto es que una mañana ella ya se
había ido y allí estaba su nieto, recién levantado, con cara de no
saber. Dejarlo en aquella casa fue como dejarlo a la intemperie, no
sólo por el frío que hacía siempre entre las paredes de aquel
enorme caserón, sino por la falta de todo menos de miseria que se
respiraba en sus alfombras. Al principio vendió todo lo que pudo y
empeñó lo que no le hacía falta, pero no llegaban. Ya era difícil
sostenerse sola con la pequeña pensión de viudedad. '¿No ha
trabajado usted nunca?', le había preguntado el joven que tecleaba
detrás de la mesa a la que ella, con el bolso en las rodillas y bien
agarrado con las dos manos, se había acercado para preguntar. 'Toda
mi vida, como una mula', le dijo, 'en mi casa'. El chico le dijo que
lo sentía. Pero la compasión, verá usted, no se come.
Aquella noche abrió uno de los yogures
rescatados de la basura uno de los dias anteriores y agitó con la
cuchara el caldo para que se perdiera entre el contenido. Se metió
una cucharada a la boca y notó el sabor un poco agrio que se le
pegaba al paladar. Se obligó a tragar y aceleró el ritmo de las
cucharadas para tratar de retener el menor tiempo posible el yogur en
la boca, y tragó lo más deprisa que supo. Se puso sobre la camisa
negra una rebeca del mismo color y salió, renqueante, a la calle,
arrastrando el carro de la compra. Media hora después, bajo la luz
verde intermitente de una farmacia, se encontraba ya encorvada, de
puntillas, hurgando en el cubo.
Oculta como estaba, con la mitad del
cuerpo casi dentro del contenedor, no se le veía la cara, pero a él
no le hizo falta. Desde lejos, y a pesar de las conversaciones de sus
amigos, distinguió la silueta que casi se tragaba el cubo. Conoció
a su abuela por las zapatillas, por la figura y por el carro que
siempre aguardaba detrás de la puerta de la entrada. Mientras el
resto empezaba a concentrar su atención en la señora que buscaba en
la basura y a susurrar entre ellos, él aceleró el paso, callado, y
se marchó sin despedirse, sin alzar la cabeza. Sin dar un último
vistazo. Si ella salió en ese momento y lo vio, no lo sabe. Poco le
importaba. Sólo pensaba en llegar a casa y meterse bajo la manta.
Le recibió el eterno frío de la casa
vieja. Le dio un escalofrío al entrar que apartó como pudo, pero no
pudo reprimir el temblor cuando encontró sobre la mesa un batido y
una manzana. Buscó en el pequeño envase de cartón y vio que estaba
pasado de fecha, pero lo agitó con ganas, clavó la pajita y se lo
bebió. Después buscó un cuchillo en la cocina y retiró las partes
podridas de la manzana antes de devorarla casi hasta el corazón. No
dejó nada salvo las pepitas. Cuando volvió a la cocina a tirar las
cosas vio en el fregadero la solitaria cuchara, y en la bolsa de
basura encontró el yogur. Se fue a la cama.
No había pasado una hora cuando la
puerta se abrió de nuevo y la abuela entró arrastrando los pies,
mitad por el cansancio mitad por no hacer ruido, tirando de aquel
carro de cuadros. Él se hizo el dormido. Ella se afanó un rato en
la cocina guardando esto y lo otro, y dejó entrever una leve sonrisa
cuando encontró el cuchillo junto a la cuchara. Los fregó sin ganas
y antes de ir hacia su habitación apagando luces llenó un vaso de
agua del grifo que le acompañó en el recorrido por pasillos y
habitaciones hasta el borde de la cama. Lo dejó en la mesita y se
desvistió despacio, a pesar de que el frío empezaba a calar en los
huesos. Se puso el camisón y abrió la colcha, dispuesta a meterse.
Antes de apagar la luz se bebió el vaso de un trago y se tumbó
deprisa. Se arropó, y cerró los ojos y dejó que el agua apagara el
pinchazo sordo del hambre que le retumbaba por todo el vientre. Y
durmió, agotada como estaba.