14 Φεβρουαρίου 2014
18 Νοεμβρίου 2013
6 Μαΐου 2013
28 Φεβρουαρίου 2013
ΕΡΩΣ ΚΑΙ ΑΝΤΕΡΩΣ 2
ca 350 a.C, Museo Británico
Y semejante a un aire o a un eco que, rebotando de algo pulido y duro, vuelve de nuevo al punto de partida, así el manantial de la belleza vuelve al bello muchacho, a través de los ojos, camino natural hacia el alma que, al recibirlo, se enciende y riega los orificios de las alas, e impulsa la salida de las, plumas y llena, a su vez, de amor el alma del amado. Entonces sí que es verdad que ama, pero no sabe qué. Ni sabe qué le pasa, ni expresarlo puede, sino que, como al que se le ha pegado de otro una oftalmía, no acierta a qué atribuirlo y se olvida de que, como en un espejo, se está mirando a sí mismo en el amante. Y cuando éste se halla presente, de la misma manera que a él, se le acaban las penas; pero si está ausente, también por lo mismo desea y es deseado. Un reflejo del amor, un Anteros* es lo que tiene.
Platón: Fedro o de la belleza
14 Φεβρουαρίου 2013
30 Ιανουαρίου 2013
20 Ιανουαρίου 2013
10 Ιανουαρίου 2013
Ο ΕΡΩΤΑΣ ΜΕΤΑΞΥ ΤΩΝ ΑΝΔΡΩΝ 2
Dentro de las relaciones sexuales entre adultos, la sociedad no sancionaba a los dos, sólo a aquel que adoptaba el papel pasivo, femenino; uno de los dos era el vicioso, el indigno, el ridículo. En la comedia aristofánica son llamados europroktoi, culos alargados, o más frecuentemente katapygones, derivado de pyge, «trasero». Había gestos que acompañaban las palabras, el más conocido es el de mantener el puño cerrado y levantar hacia arriba el dedo corazón o áigitus impudicus. Estos personajes dan mucho juego en el argumento cómico, hombres maduros depilados, con el pelo largo y rizado, e incluso travestidos como el Agatón que presenta Aristófanes en Las Tesmoforias, que lleva espada y lira, pero también un espejo y sostén. Sin embargo, nadie ridiculiza a Eurípides por su relación con Agatón, pues él sigue adoptando el papel activo que corresponde a su sexo. En el juicio social de la Grecia clásica lo que compromete a los ojos de todos es trastocar el rol que le corresponde por naturaleza al hombre, no el hecho de que su partenaire sexual sea una mujer, un adolescente o un adulto. El homosexual pasivo, el katapygon, se «hace mujer» mientras que el activo no sólo sigue siendo un hombre sino que incluso era considerado como ejemplo de auténtica virilidad.
El juicio social se endurece en el caso de los pornoi, los prostitutos. Un hombre acusado de hetairesis, de prostitución, era totalmente apartado de la vida pública y, en caso de desobedecer, el castigo podía ser la muerte, tal como nos informa Esquines en el discurso Contra Timarco, al que acusa de este delito. La imagen de un vaso de figuras rojas es la única que se ha identificado con un prostíbulo masculino. Un hombre barbado está de pie, coronado aún con las cintas del simposiasta como si saliera de un banquete; tras él la representación de una puerta nos sitúa la escena en un interior. Este personaje, tal vez el dueño del burdel, observa a una pareja que va a tener un encuentro sexual claramente explícito. Dos rasgos conviene destacar: en primer lugar, los amantes se aproximan de frente, las miradas se encuentran, es una relación entre iguales y, en segundo lugar, no se percibe diferencia de edad entre ambos. ¿Quién es el joven, quién el adulto? Esta escena es totalmente inusual. Tal vez el único caso en Grecia en que se nos muestra tan crudamente la relación homosexual. A lo que sí nos ha acostumbrado a ver la pintura de vasos es el cortejo homosexual, mucho más frecuente que el heterosexual.
Se repite una y otra vez el mismo esquema. Los hombres se aproximan de frente el uno al otro, la excitación sexual es evidente, pero nunca se muestra la penetración. Lo más explícito que se atreven a visualizar las imágenes es el sexo intercrural, como en la pareja central de un ánfora de figuras negras: «¡hala, amigo, bríndame tus muslos esbeltos!», podría haber dicho, como Anacreonte, el hombre adulto cuya mayor altura le obliga a agacharse para alcanzar entre los muslos a su imberbe compañero, un joven de unos dieciocho o veinte años, ya que en época arcaica, en la época de los vasos de figuras negras, la diferencia de edad entre los amantes es menor que en época clásica. Con el tiempo, el joven-pasivo se irá convirtiendo en las imágenes griegas en un niño de apenas doce o catorce años, como en un vaso de figuras negras tardías, que repite un esquema iconográfico tradicional al que Beazley denominó up and down: el erastés dirige una mano hacia el rostro del amado y la otra hacia sus genitales. En un ánfora más antigua, de mediados del siglo VI a. C., encontramos otra vez este esquema de mano arriba y mano abajo. Es una escena de seducción del efebo al que se han aproximado tres erastai; el de la derecha lleva un trofeo de caza, un cervatillo, el regalo erótico con el que espera ganarse la atención del bello joven de cabello largo. La imagen que decora el hombro de este vaso, una escena de lucha cuerpo a cuerpo, nos sitúa en uno de los ambientes privilegiados de la relación homoerótica: la aristocrática palestra.
En el ánfora de figuras negras con la relación intercrural, otras dos parejas se hallan en una fase menos avanzada de la seducción. En ambos casos, el muchacho joven que aún no se ha cortado el cabello porque no ha llegado a la edad adulta recibe el regalo de un gallo. Mientras que el éramenos de la izquierda parece ser un caso más difícil, el de la derecha ya está en disposición de aceptar a su erastés, pero ¡cuidado!, un excitado adversario se aproxima al joven por detrás.
En el ánfora de figuras negras con la relación intercrural, otras dos parejas se hallan en una fase menos avanzada de la seducción. En ambos casos, el muchacho joven que aún no se ha cortado el cabello porque no ha llegado a la edad adulta recibe el regalo de un gallo. Mientras que el éramenos de la izquierda parece ser un caso más difícil, el de la derecha ya está en disposición de aceptar a su erastés, pero ¡cuidado!, un excitado adversario se aproxima al joven por detrás.
Ciervos, gallos, liebres, piernas de cordero; éstos son los regalos de seducción en la Grecia antigua. La presencia de estos animales, vivos o muertos, connota de erotismo las imágenes. Cuando Zeus persigue al hermoso Ganimedes se ve obligado a usar la fuerza con ambos brazos, para lo que ha tenido que abandonar su cetro y su haz de rayos en el suelo. El joven, cuyos belíos cabellos ondulados caen por sus hombros, lleva un gallo vivo, señal del regalo aceptado y premonición tal vez de la satisfacción del deseo del dios.
En un vaso de figuras rojas de finales del siglo VI a. C. encontramos de nuevo las distintas fases de la seducción. El amante, para seducir a su amigo, ha de mimarlo, cortejarlo, convencerlo, ofrecerle regalos. A la izquierda, un adulto apoyado en su bastón, totalmente envuelto en un manto transparente, aparece cabizbajo y abatido. Se ha quedado solo. Frente a él, dos parejas más afortunadas se hallan en distintos momentos del cortejo. El erastés del centro intenta seducir a un pais, a un niño cuya cabeza acaricia mientras éste le entrega algo, tal vez una manzana. Aproximadamente en la misma época escribe el poeta Teognis: «Oh, joven, escúchame dominándote; no voy a decirte palabras carentes de persuasión ni atractivo para tu corazón. Ea, pues, haz por comprender mi proposición; al fin y al cabo no estás forzado a hacer lo que no desees». La pareja de la derecha ya no necesita hablar. El erastés acaricia los genitales del niño y consigue de él un beso. El pais viene del gimnasio, desnudo y descalzo, con un simple himation sobre su cabeza, y sujeta aún el aríbalo que cuelga de su mano atado con cintas de cuero. Este Frasquito contenía el aceite perfumado con el que los atletas se untaban el cuerpo antes del ejercicio. Del fondo ideal cuelga dos veces el «kit» necesario del gimnasta, de nuevo el aríbalo, la estrígile, que es una especie de palo curvado y cóncavo de bronce que servía para retirar el aceite, el sudor y el polvo tras el ejercicio, y la esponja para la limpieza final.
En un vaso de figuras rojas de finales del siglo VI a. C. encontramos de nuevo las distintas fases de la seducción. El amante, para seducir a su amigo, ha de mimarlo, cortejarlo, convencerlo, ofrecerle regalos. A la izquierda, un adulto apoyado en su bastón, totalmente envuelto en un manto transparente, aparece cabizbajo y abatido. Se ha quedado solo. Frente a él, dos parejas más afortunadas se hallan en distintos momentos del cortejo. El erastés del centro intenta seducir a un pais, a un niño cuya cabeza acaricia mientras éste le entrega algo, tal vez una manzana. Aproximadamente en la misma época escribe el poeta Teognis: «Oh, joven, escúchame dominándote; no voy a decirte palabras carentes de persuasión ni atractivo para tu corazón. Ea, pues, haz por comprender mi proposición; al fin y al cabo no estás forzado a hacer lo que no desees». La pareja de la derecha ya no necesita hablar. El erastés acaricia los genitales del niño y consigue de él un beso. El pais viene del gimnasio, desnudo y descalzo, con un simple himation sobre su cabeza, y sujeta aún el aríbalo que cuelga de su mano atado con cintas de cuero. Este Frasquito contenía el aceite perfumado con el que los atletas se untaban el cuerpo antes del ejercicio. Del fondo ideal cuelga dos veces el «kit» necesario del gimnasta, de nuevo el aríbalo, la estrígile, que es una especie de palo curvado y cóncavo de bronce que servía para retirar el aceite, el sudor y el polvo tras el ejercicio, y la esponja para la limpieza final.
24 Δεκεμβρίου 2012
Ο ΕΡΩΤΑΣ ΜΕΤΑΞΥ ΤΩΝ ΑΝΔΡΩΝ 1
Muchas son las imágenes en el mundo clásico que nos acercan al erotismo entre hombres. Fijémonos en dos, una griega, el medallón de una copa de figuras rojas donde un hombre adulto se aproxima a un jovencito, y otra romana, la copa Warren, un magnífico vaso de plata con la representación de una relación homosexual explícita.
Cármen Sánchez: Arte y erotismo en el mundo clásico (Siruela, 2005)
En la primera imagen, de principios del siglo V a. C., un hombre adulto y barbado, desnudo e itifálico, sujeta a un jovencito, casi un niño, entre sus piernas, mientras le toca. El joven responde amablemente acariciando la nuca de su compañero. Tras el hombre, el erastés o amante, hay un bastón, signo de su edad, y el recado de un atleta, aríbalo, esponja y estrígile. El niño, el país, mientras acaricia al erastés con una mano sujeta con la otra el regalo que acaba de aceptar de él, una liebre viva atrapada en una red. No hay muebles y los elementos de la imagen sugieren el ambiente atlético de la palestra y el de la caza menor.
La segunda imagen, la cara anterior de una copa de plata de la época de Augusto, nos sigue representando el mismo tipo de pareja, el adulto barbado y el joven imberbe, pero el ambiente es muy diferente y la escena mucho más escabrosa. Bajo los amantes acoplados hay cojines y telas, una lira a la izquierda, y, a la derecha, una puerta entreabierta por la que asoma la curiosa cabecita de un joven esclavo. El escenario ahora es un cómodo lecho en una habitación con referencias a la música del banquete y la morbosa presencia del mirón, frecuente en muchas escenas eróticas romanas.
Nos encontramos con dos formas de tratar visualmente el mismo tipo de relación. Hay similitudes y diferencias. ¿Qué significan? ¿Son estas imágenes representativas de la cultura a la que pertenecen? Contestaré a la segunda pregunta con un sí y un no. Sí, porque la homosexualidad masculina en Grecia está ligada a los ambientes atléticos e iniciáticos y porque en la Roma de Augusto las relaciones entre hombres y el concepto de simposio se veían de forma consciente como procedentes de una moda helenizante. No, porque los dos ejemplos son casos aislados y muy poco frecuentes. En el vaso griego, por la respuesta afectuosa del muchacho, y en el romano, porque las escenas eróticas en vasos de lujo, como la cerámica aretina o estos vasos de plata, suelen ser heterosexuales y una imagen como ésta, tan explícita, de relación homosexual era algo muy inusual.
La idea del amor entre hombres es griega. Pero en contra del tópico del homosexual afeminado, entre los griegos los que amaban a un hombre eran los más viriles por naturaleza, y era precisamente su virilidad, su andreia, lo que les hacía buscar lo semejante. Dover lo expresa de forma contundente: un griego que comentara a sus amigos «estoy enamorado» esperaría de su audiencia que entendiera que el objeto de su amor era un jovencito y que deseaba más que cualquier otra cosa eyacular en or sobre el cuerpo de su amigo.
El estímulo visual de la belleza de un joven y las cualidades admirables de un adulto son las que impulsan el deseo erótico entre dos amantes. Más que de homosexualidad en Grecia se ha hablado de seudo homosexualidad, ya que en el hombre griego coexisten el deseo de un jovencito con el deseo de una mujer. Y la relación establecida entre hombres, deseable e incluso honorable, es aquella que tiene como protagonistas a un adulto y un adolescente. Un muchacho es deseable hasta que le sale la barba: «Sí, te saldrá la barba, que es el último, el peor de los males, sabrás lo que es la escasez de amigos», y su cuerpo se llena de pelo: «Ni siquiera "buenos días". Pero uno dice:"¿Damón el hermoso ya no dice ni siquiera 'buenos días'?". Ah, pero el tiempo se encargará de castigarlo: todo lleno de pelos dirá "buenos días" y no tendrá respuesta».
Pero ¿a partir de qué edad eran lícitas las relaciones con jovencitos? «Un encantador muchachito, hijo de mi vecino, me excita y no poco. Sonríe como queriendo cosas que no desconoce. Tiene apenas doce años. Ahora nadie vigila los racimos aún inmaduros.» Un niño de doce años se considera inmaduro pero ya despierta el deseo de Estratón. Él mismo nos hace una relación de las mejores edades para ser amado: «Disfruto las flores de uno de doce; si son trece los años, más fuerte deseo siento; el que tiene catorce destila delicias de amor más fuertes, más gusto el que está en el tercer lustro; los dieciséis son años divinos: no sólo yo busco el año decimoséptimo, sino Zeus. Para el que anhela un amante más viejo se acaba la broma: lo que busca está respondiendo dándose la vuelta».
Las cualidades del erómenos, del efebo, son su belleza y su virtud. El joven ha de preocuparse por su reputación, no debe resultar fácil y no debe ceder sin ofrecer una cierta resistencia, y, desde luego, no se espera de él una participación activa. Las mujeres pertenecen a lo pasivo y el muchacho que es un no-hombre también. Los niños tenían que comportarse con corrección y decencia, en caso contrario podían recibir «una buena tunda de golpes», como nos dice Aristófanes en las Nubes. El Argumento Justo evoca cómo era la educación a la antigua: «Sentados en casa del maestro de gimnasia, los chicos tenían que extender sus muslos hacia delante, a fin de no mostrar a los de fuera nada indecente y después, al levantarse de nuevo, alisar la arena y procurar no dejar a sus enamorados ninguna huella de sus atributos». El niño que se aleja con el falo semi erecto en un vaso de Eufronios tiene bien ganada la amenaza de la zapatilla del maestro.
La erótica entre hombres se concibe como un combate entre el que corteja y el que es cortejado, entre el erastés y el erómenos, siguiendo los términos de Dover. Es una relación que no deja de ser problemática e insatisfactoria. Se desea al erómenos, se puede llegar a amarle apasionadamente como el Critóbulo del Banquete de Jenofonte, un hombre recién casado que habla así de su amigo: «de noche no duermo porque no lo veo. De día, la cosa más hermosa que me puede suceder es verlo. Le daría todo lo que poseo voluntariamente y sin ningún sacrificio; si quisiese, sería su esclavo, por él me arrojaría incluso al fuego». No estaba mal vista ni desde luego se consideraba adulterio la relación de un hombre con otro. Adulterio sólo lo cometían las mujeres o los hombres que mantenían relación con una casada. Pero esta asimetría de papeles afectaba también a la relación homosexual. Las normas sociales sancionaban una relación entre dos varones adultos. Una vez que el hermoso joven se ha cubierto de nocturno vello debe ser abandonado: «apagóse Nicandro, al que igual que a los dioses en tiempos juzgábamos; voló la flor de su figura y ni un resto de gracia hay en él. No seáis demasiado altivos, muchachos; luego viene el vello». Y algún amante, como Estratón, tiene que tranquilizar a su joven erómenos prometiéndole una relación más duradera: «Aunque un bozo rizado tus mejillas cubra, y bucles dorados te sombreen las sienes, no te dejaré, querido mío; que tu belleza es mía a pesar de la barba naciente y de los pelos».
12 Δεκεμβρίου 2012
30 Νοεμβρίου 2012
Η ΓΥΝΑΙΚΕΙΑ ΟΜΟΦΥΛΟΦΙΛΙΑ ΣΤΗΝ ΑΡΧΑΙΑ ΕΛΛΑΔΑ 9
El amor lésbico no parece haber interesado mucho en la Antigüedad clásica, al menos no en la cultura visual. No hay una sola escena de sexo entre mujeres ni en Grecia ni en Roma. Se ha especulado y se ha buscado mucho en las imágenes reflejos de la homosexualidad femenina en un mundo donde la tradición iconográfica del amor entre hombres es tan fuerte. Muchas veces se ha sugerido que en una sociedad como la griega, con tal división de sexos, la insatisfacción femenina podría haberse canalizado hacia la homosexualidad de forma «natural». Algunos textos, no sólo los de Safo, ponen al descubierto este tipo de prácticas. Luciano, por ejemplo, nos cuenta con palabras femeninas la manera en que es seducida una mujer por otras. […]
En su afán por encontrar algunas escenas de lesbianismo que equilibren algo la abundancia de escenas homosexuales masculinas, algunos autores han decidido de un extraño modo que en las imágenes en que aparecen mujeres manipulando los dildos u ólisboi, se encuentra una referencia a la relación erótica homosexual. [...] Otro ejemplo que se saca a colación son las imágenes en las que aparecen dos mujeres juntas, u si están desnudas mejor. [...] Sin embargo, no hay nada, ni un atisbo de comunicación, de participación, ni un gesto, que nos invite a pensar que aquí hay deseo o emoción erótica. Muy al contrario de lo que veremos en las escenas masculinas. Y esto es lo más explícito que podemos encontrara en las imágenes clásicas. No hay imágenes de lesbianismo ni en el mundo griego ni en el romano, y lo afirmo con la misma rotundidad con la que lo han hecho muchos especialistas antes que yo.
Cármen Sánchez: Arte y erotismo en el mundo clásico (Siruelea, 2005)
Las fuentes iconográficas son sin duda las más elocuentes en el terreno del erotismo antiguo, y, aunque parcas en comparación con la cantidad de información que nos transmiten acerca de la pederastia y la heterosexualidad, no son en absoluto mudas respecto a las relaciones eróticas entre mujeres. En efecto, afirmaciones como que el lesbianismo fue «ampliamente ignorado» o «nunca fue representado a las claras» en la ceramografía clásica, frecuentes entre los estudiosos del tema, han de matizarse o incluso enmendarse, pues a continuación comprobaremos que existe, sobre todo en el ámbito ático, pero también en otros, un buen puñado de imágenes con implicaciones lésbicas, como veremos, muy claras.
Juan Francisco Martos Montiel: Desde Lesbos con amor. Homosexualidad femenina en la Antigüedad (Ediciones clásicas, 1996)
20 Νοεμβρίου 2012
Η ΓΥΝΑΙΚΕΙΑ ΟΜΟΦΥΛΟΦΙΛΙΑ ΣΤΗΝ ΑΡΧΑΙΑ ΕΛΛΑΔΑ 8
Éduard-Henri Avril
Luciano de Samósata: Diálogos de las heteras
CLONARION Y LEENA23
CLONARION. — No paramos de oír, Leena, cosas realmente nuevas acerca de ti, a saber, que Megila la lesbia, la ricachona está enamorada de ti como un hombre, que vivís juntas y que no sé qué cosas os hacéis la una a la otra. ¿Qué me dices de eso? ¿Te sonrojas? Vamos, dime si es verdad.
LEENA. — Es verdad, Clonarion, y estoy abochornada pues es algo... antinatural.
CLONARION. — Por Afrodita24, ¿de qué se trata? O ¿qué pretende la mujer? ¿Y qué hacéis cuando estáis juntas? ¿Estás viendo? No me quieres, pues no me ocultarías asuntos de tal índole.
LEENA. — Te quiero más que a cualquier otra, es que la mujer en cuestión es terriblemente varonil.
CLONARION. — No entiendo lo que dices a no ser que se trate de una «hetera para mujeres»25. Cuentan que en Lesbos hay mujeres de esa índole, con pinta de hombres, que no quieren trato con hombres sino que son ellas las que acechan a las mujeres como si de hombres se tratara.
LEENA. — Se trata de algo así.
CLONARION. — Entonces, Leena, explícame estos detalles, cómo se te insinuó la primera vez, cómo te dejaste persuadir y todo lo que vino después.
LEENA. — Ella y Demonasa, la corintia, mujer también rica y de las mismas costumbres que Megila, habían organizado un guateque, y me habían contratado para que les tocara la cítara. Una vez que terminé de tocar, como ya era una hora intempestiva y había que acostarse, y ellas estaban aún borrachas, va Megila y me dice: vamos, Leena, es un momento estupendo para acostarse; así que métete en la cama con nosotras, en medio de las dos.
CLONARION. — ¿Y dormías? ¿Qué sucedió después?
LEENA. — Me besaban al principio como los hombres, no limitándose a adaptar sus labios a los míos, sino entreabriendo la boca, y me abrazaban al tiempo que me apretaban los pechos. Demonasa me daba mordiscos a la vez que me colmaba de besos. Yo no podía hacerme una idea de lo que era aquello. Al cabo de un rato, Megila que estaba ya un poco caliente se quitó la peluca de la cabeza —llevaba una que daba el pego perfectamente acoplada— y se dejó ver a pelo, como los atletas más varoniles, rasurada. Al verla quedé impresionada. Pero ella va y me dice: Leena, ¿has visto ya antes a un jovencito tan guapo? Yo no veo aquí, Megila, a ningún jovencito, le dije. No me tomes por mujer, me dijo, que me llamo Megilo y hace tiempo que casé con Demonasa, ahí presente, que es mi esposa. Ante eso, Clonarion, yo me eché a reír y dije: ¿Así pues, Megilo, nos has estado ocultando que eres un hombre exactamente igual que dicen que Aquiles se ocultaba entre las doncellas y tienes lo que los hombres tienen26 y actúas con Demonasa como los hombres? No lo tengo, Leena, replicó, ni puñetera la falta que me hace; tengo yo una manera muy especial y mucho más gratificante de hacer el amor; lo vas a ver. ¿No serás un hermafrodito, dije yo, como los muchos que se dice que hay que tienen ambos sexos? pues yo, Clonarion, desconocía todavía el tema. ¡Qué va! respondió, soy un hombre de cabo a rabo. Oí contar, decía yo, a la flautista beocia Ismenodora historias locales, que según dicen en Tebas alguien se convirtió de mujer en hombre, y que se trata de un excelente adivino, Tiresias se llama, creo; ¿acaso te ha ocurrido a ti algo así?27. No Leena, dijo; yo fui engendrada igual que todas vosotras las demás mujeres, pero mi forma de pensar, mis deseos y todo lo demás lo tengo de hombre. ¿Y tienes suficiente con los deseos, dije? Si desconfías, Leena, dijo, dame una oportunidad y comprenderás que no necesito para nada a los hombres, pues tengo algo a cambio de la virilidad; ya lo vas a ver. Se la di, Clonarion, pues me suplicaba con insistencia y me regaló un collar de los caros y unos vestidos de los finos. Después yo le iba dando abrazos como a un hombre en tanto que ella no dejaba de actuar y besarme y de jadear y me parecía que su placer era superior al normal.
CLONARION. — ¿Y qué hacía, Leena, y de qué manera? Dímelo antes que nada, que eso es lo que más deseo saber.
LEENA. — No preguntes tan minuciosamente, pues se trata de cosas vergonzosas; así que, por Afrodita28, no te lo podría decir.
23 Clonarion y Leena, literalmente Leona, protagonizan un diálogo subido de tono sobre un amor lesbiano que roza en lo que hoy llaman algunos «travestismo», aludiendo a «mujeres hombrunas». El hecho es considerado algo allokoton, esto es, sorprendente, llamativo, chocante, en oposición a las relaciones homosexuales entre varones que eran consideradas algo mucho más natural.
24 Clonarion jura por «la criadora de muchachos», kourotrophos, antiguo epíteto de la Tierra, que se aplica en ocasiones a Ártemis y a Afrodita, a quien conviene en este pasaje.
25 Fina manera de llamarla «lesbiana» o «invertida».
26 El pasaje es atrevido pero fino, recurriendo las heteras de turno a eufemismos como el que se alude en estas líneas.
27 La conversión de Tiresias de hombre en mujer ha sido ya glosada en la nota 28 a los Dialogos de los muertos.
28 Aquí Afrodita tampoco es mencionada por su nombre, sino por su epíteto «Urania», esto es, «Celestial».
Luciano: Obras IV (Gredos, 1992)
Trad.: José Luis Navarro González
También:
10 Νοεμβρίου 2012
Η ΓΥΝΑΙΚΕΙΑ ΟΜΟΦΥΛΟΦΙΛΙΑ ΣΤΗΝ ΑΡΧΑΙΑ ΕΛΛΑΔΑ 7
Atribuida al Pintor de Oltos, esta copa de figuras rojas de 510 a.C.,
nos muestra ;
«dos heteras desnudas recostadas sobre almohadones. La de la izquierda
con
el pelo recogido en un sakos toca el doble aulós. La de la derecha, coronada,
tiene un escifo en la izquierda y ofrece una copa de pie alto con la derecha.»
Museo Aqueológico Nacional, Madrid
El amor en los banquetes
Al lado de los thiasoi (y después de que éstos desaparecieron), existieron en Grecia otros lugares en los cuales no sólo es posible, sino también probable (y parece en cierta medida documentado) que las mujeres se amasen libremente entre sí. Pero se trataba, en esto casos, de amores muy distintos de los iniciáticos: estos otros lugares eran los banquetes, sobre cuya función social y cultural ya hemos hablado a propósito de la homosexualidad masculina.
Al lado de los thiasoi (y después de que éstos desaparecieron), existieron en Grecia otros lugares en los cuales no sólo es posible, sino también probable (y parece en cierta medida documentado) que las mujeres se amasen libremente entre sí. Pero se trataba, en esto casos, de amores muy distintos de los iniciáticos: estos otros lugares eran los banquetes, sobre cuya función social y cultural ya hemos hablado a propósito de la homosexualidad masculina.
Los banquetes, entonces, eran lugares de encuentro
destinados a los hombres. Las únicas mujeres que eran admitidas eran admitidas
eran las flautistas, las danzarinas, las acróbatas y las hetairas: Leucipe, por
ejemplo, o la rubia Euripile, la bulliciosa Gastrodora y Calicrites. Mujeres reclutadas
por hombres con papeles diversos, pero con una única función: hacer más
placentero al que pagaba el momento del banquete. Y aunque apenas se ve
reflejado, es natural pensar que en el
transcurso de estos simposios, como consecuencia espontánea de la participación
en la fiesta en la que el erotismo representaba un papel nada secundario (o
quizás, aunque es solamente una petición, a petición masculina), sucediese que
entre hetairas, flautistas, acróbatas y danzarinas tuviesen lugar encuentros
amorosos más o menos ocasionales.
Esta posibilidad (además de por la lógica), está
encubierta en un poema, tan célebre como discutido, dedicado por Anacreonte a
una muchacha de Lesbos:
Otra vez Eros rubio
me echa el balón, llamándome
a jugar con la niña
de las sandalias;
reo ella –que es de Lesbos-
mi cabeza –está cana-
desprecia, y mira a otra con ojos ávidos.
Eva Cantarella: Según natura. La bisexualidad en el mundo antiguo (Akal, 1988)
Cantarella encuentra una abierta confirmación de
su hipótesis en una de las Cartas de meretrices del epistológrafo Alcifronte,
probable contemporáneo de Luciano, en la que una hetera describe a otra fiesta
en la que sólo participan mujeres (por supuesto del mismo gremio) y en cuyo
desarrollo el vino y el sexo tienen un papel central. Creo que la detallada
descripción y la gracia del pasaje permiten una cita quizás demasiado amplia:
«¡Qué fiesta hicimos (…), qué cantidad de
deleites! Canciones, bromas, bebida hasta la madrugada, perfumes, coronas,
golosinas. (…) Nos hemos emborrachado muchas veces, pero pocas tan a gusto. Pero
lo que más nos divirtió fue una reñida porfía que se entabló entre Triálide y
Mírrina en torno a cuál de las dos tenía un trasero más hermoso y delicado. En primer
lugar Mírrina, tras quitarse el cinturón, comenzó a agitar sus caderas, que a
través de su túnica de seda se veían temblar como un pastel de leche y miel,
mientras bajaba la vista por detrás para observar los movimientos de su
trasero; y suavemente, como si estuviera entregada a algún acto erótico (ενεργούσα τι ερωτικόν), comenzó a gemir de tal modo que ¡por
Afrodita!, me dejó impresionada (καταπληγήναι). Pero de ningún modo abandonó Triálide, sino que
la superó en lascivia: “Pues yo no voy s competir entre cortinas”, dijo, “ni
con remilgos, sino como en el gimnasio, porque los subterfugios no le cuadran a
esta competición”. Se quitó la túnica y curvando un poco las caderas dijo: “¡Ea,
mira el color de la piel Mírrina, qué lozano, qué inmaculado, qué puro, estas
nalgas de brillante púrpura, el apoyo de los muslos, sus carnes ni flacas ni
muy gordas, los hoyuelos por encima! Pero, “por Zeus!”, exclamó mientras,
sonreía maliciosamente, “no tiemblan como las de Mírrina”. Y ejecutó tal
vibración del trasero, mientras que toda ella se agitaba sobre sus caderas a un
lado y a otro como ondulándose, que todas aplaudimos y declaramos suya la
victoria. Hubo también comparaciones de talle y competiciones de tetas (…)»
Juan Francisco Martos Montiel: Desde Lesbos con amor:Homosexualidad femenina en la antigüedad (Ediciones clásicas, 1996)
30 Οκτωβρίου 2012
Η ΓΥΝΑΙΚΕΙΑ ΟΜΟΦΥΛΟΦΙΛΙΑ ΣΤΗΝ ΑΡΧΑΙΑ ΕΛΛΑΔΑ 6
Entre los textos dramáticos conservados, contamos
con un pasaje de la Lisistrata de Aristófanes y un fragmento del tragediógrafo
Queremón en los que creemos hallar, si no una constatación explícita, sí al menos sendas alusiones a la
homosexualidad femenina.
En efecto, al comienzo de la comedia aristofanesca,
Lisistrata y su amiga Cleonice saludan a Lampito y, mientras la tocan y
acarician, alaban con vehemencia la belleza, el porte y la «hermosura de tetas»
de la espartana, que ha llegado acompañada de dos muchachas, una boecia y otra
corincia, cuyos encantos físicos también serán blanco de las alusiones obscenas
de ambas amigas.
No se debe olvidar, es cierto, que estamos ante
una escena de comedia, donde la burla y la caricatura están de continuo
presentes; pero no es infrecuente que, también en la comedia, la mujer
calidficada de καλή, como
aquí Lampito, suscite de inmediato el deseo sexual. Creemos, por tanto, que,
aunque Dover la utilice en el contexto de los partenios de Alcmán, su
afirmación de que «valorar la belleza ajena es (nos guste o no) un acto sexual»
puede aplicarse aquí perfectamente. Por otro lado, si atendemos al trasfondo
histórico en que se desarrolla la comedia, durante los años más duros de la
larga guerra del Peloponeso, no parece descabellado pensar, como sugiere
Koch-Harnack, que el exiguo número de hombres en Atenas , dada la alta
mortandad en la guerra, hivciera a las mujeres buscar satisfacción sexual entre
ellas.
[…]
La nómina de testimonios sobre la homosexualidad
de la mujer en la Grecia clásica puede ampliarse bastante más si fijamos
nuestra atención en otros campos, aparte del estrictamente literario. Asó, por
ejemplo, Calame, en su reciente libro, cita una inscripción funeraria de Atenas
que, según este autor, podría interpretarse como un nuevo testimonio de
homofilia femenina: en ella, una cortesana (εταίρα) consagra a una mujer desaparecida en la flor de
la juventud una estela funeraria, en recuerdo de una relación de amor (φιλότης) basada en la confianza (πίστη) y la ternura (ηδεία).
Juan Francisco Martos Montiel: Desde Lesbos con amor:Homosexualidad femenina en la antigüedad (Ediciones clásicas, 1996)
20 Οκτωβρίου 2012
Η ΓΥΝΑΙΚΕΙΑ ΟΜΟΦΥΛΟΦΙΛΙΑ ΣΤΗΝ ΑΡΧΑΙΑ ΕΛΛΑΔΑ 5
[…] en El banquete platónico (191e), Aristófanes hace descender a las hetairístriai de
la categoría de seres primordiales que estaban formados por dos partes de sexo
femenino. El término no está atestiguado en ningún otro lugar, como tampoco su
homólogo masculino hetairistés, aunque Pólux (VI 188) encontrara este último en una fuente ática que no
precisa; designa claramente a una
mujer que mantiene con otra mujer una relación comparable a una relación
masculina de hetaíresis (cf. p. 52), y puede adquirir un matiz peyorativo si lo comparamos con laikástria, «mamona»
(cf. p. 215), aunque esto no es del todo seguro, dado que Pl. Euthd. 297c
nos presenta un término sophístria como femenino de sophistes en
el sentido de «ingenioso», «con recursos ». Tenemos un epigrama helenístico
(Asclepíades 7) sobre dos mujeres samias que
no quieren iniciarse en las (sc. ¿prácticas?) de Afrodita según sus reglas, sino que se pasan a otras que no son buenas (ou kalá). ¡Señora Cipris, odia a las que huyen de tu lecho!
Resulta
llamativa tal hostilidad por parte de un poeta que en otro lugar (37) declara
la fuerza de su deseo homosexual; el hecho de que trate de desertora y fugitiva
a la mujer que rechaza tener amantes masculinos y que le reproche desobedecer
las «reglas » (nómoi) de Afrodita, sugiere la posibilidad de que el silencio de la comedia
respecto a la homosexualidad femenina sea un reflejo de la inquietud masculina
hacia la cuestión. Hay, en efecto, algo así como temas tabú que los poetas
cómicos evitaron explotar con propósitos humorísticos: la peste de 430 a. C. es
uno, y la menstruación es otro.
En
Esparta, en cambio, según Plutarco (Lyc. 18.9), «las mujeres de
buena reputación (kalàs
kaì agathás) amaban a las doncellas», es decir, tenían una relación femenina
equivalente a la relación masculina entre erastés y erómenos.
Un
plato arcaico de la isla de Tera (ce34) muestra aparentemente a dos mujeres cortejándose: una
pone su mano sobre el rostro de la otra y ambas portan guirnaldas. Las pinturas
vasculares en las que dos mujeres se cubren con el mismo manto se relacionan
probablemente no con las que presentan a dos hombres cubiertos de manera
similar (o tapados en parte por un ‘telón de fondo’: cf. p. 156), sino con
otras escenas en que el número de mujeres puede pasar de dos y no estar éstas mirándose,
sino mirando todas en la misma dirección.120 Un vaso ático de figuras rojas (r207), excepcional
en su género, muestra a una mujer arrodillada que palpa la zona genital de otra
mujer.
Al hablar de homosexualidad femenina en
Grecia he evitado los términos «lesbiana» y «lesbianismo», y ello por una buena
razón. En la Antigüedad, la expresión «(mujeres) lesbias» podía connotar iniciativa
sexual e impudicia (cf. Ferécrates fr. 149,
donde se toma en el sentido de laikástriai); Hesiquio
(λ 692) define lesbiázein como «practicar la felación» (cf. Suda λ 306), y cuando Filocleón, en Ar. Vesp. 1345 s., dice a la muchacha que se ha traído a casa de una fiesta: «¿Has
visto con qué habilidad te he sacado cuando estabas a punto de lesbiázein a los invitados?», es evidente que no se refiere
a ninguna tendencia homosexual que pudiera tener la muchacha, sino que
simplemente traduce la idea de «flirtear con los invitados» a los términos
groseros y excesivos adoptados normalmente por la comedia. En el quinto de los Diálogos de cortesanas de Luciano (escrito en el siglo ii d. C.), encontramos a una mu jer homosexual muy viril
proveniente de Lesbos (tiene la cabeza rapada y lleva peluca), pero su
compañera, igualmente homosexual, con ayuda de la cual seduce a una muchacha,
procede de Corinto, y si la elección de estas dos ciudades por parte de Luciano
tiene algún significado, es sin duda que tanto Lesbos como Corinto (cf. p. 204) eran localidades famosas en cuestiones sexuales.
K.J. Dover: Homosexualidad griega (El Cobre, 2008)
K.J. Dover: Homosexualidad griega (El Cobre, 2008)
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