Desde que tengo uso de razón, y desde que invierto parte de ese uso en escribir un día a la semana, he pensado que alguna vez lo haré en algún sitio alejado, desierto, rodeado de nieve, frente a una chimenea, habiendo hecho acopio de café para mil prólogos, de comida para mil capítulos, de música para mil epílogos, y de leña para mil lumbres. Conociéndome como me desconozco, reconozco que también me llevaría a ese retiro níveo y helado algunas lecturas y un lápiz de memoria con algún que otro vídeo guarro por si me entrara la morriña, para sacudirme la saudade cuando no reciba en jornadas varias los vídeos con el que mi elenco de amigos resucita las horas muertas de mi móvil de postrera generación.
Pero nunca me he decidido del todo. Y es que nunca del todo me decido a algo. En cuanto a la escritura, soy un inconstante. Y en cuanto a excusarme en la retórica para exiliarme a la naturaleza y disfrutar del cadencioso y suave caer de los copos, soy un inconsciente y un inconstante. Yo no soy Jack Nickolson en El Resplandor, ese escritor famoso que se refugia en un hotel invernal. Una instalación que debe cuidar con su familia hasta la llegada de los turistas empujados por el buen tiempo a esos inhóspitos parajes. Una residencia desierta y fantasmal. Más fantasmal y menos desierta cuando van sucediéndose los minutos de metraje. Vamos, que el hombre en vez de escribir, enloquece. Y en vez de arrimar el hombro, ayudar a su mujer y atender los divertimentos de su hijo, se dedica a aterrorizarlos persiguiéndolos hacha en mano, loco perdido.
Así que heme aquí, en la sección de viajes y ciencias de la naturaleza y diccionarios meteorológicos buscando un índice que sacie la voracidad de esta vanidad viajera y sobrevenida. Hoy es uno de esos días en los que he renovado los votos. Que necesito decir lo de la nieve una vez más, como si el sacro convencimiento me permitiera acometer con garantías mi decisión de acabar entre cumbres borrascosas emborronando folios apantallados y cuadriformes, escribiendo una y mil veces que no por mucho madrugar amanece más temprano...
En la Casa del Llibre, en el Paseo de Gracia Barcelonés, hago tiempo cuando tengo que coger un tren que me devuelva a mi ciudad. Entro por una entrada y salgo por la otra tras haber repasado los últimos éxitos editoriales y tras anotar qué ejemplares me compraré en un futuro próximo, o para hacerme con un ejemplar que colme mi presente. Es una de las librerías con más catálogo y mejor distribuido. Aquí también he tomado café alguna vez mientras asistía a la presentación de las historias de algún escritor que tiene lo que hay que tener, que hace lo que tiene que hacer y que escribe lo que sus lectores necesitan que escriba. Hoy no encuentro un manual sobre escapadas con encanto para escritores desencantados que dan el canto diciendo que quiere irse al quinto pino nevado, ascender unos riscos y ponerse verbos a la obra bajo una ventisca de soledad y silencio. Hay guías de viajes a rincones embrujados, a pueblos alejados que invitan al retiro y a la meditación, también muestrarios de circuitos a pie, en bicicleta, y cientos de encuadernaciones sobre los diversificados tramos del Camino de Santiago que algún día recorreré (y una eme)
Esta librería está llena de pasillos, de intersecciones, de cruces de caminos que conducen a la definitiva literatura en cualquiera de sus manifestaciones. Uno de estos atajos lleva directamente a una sección donde hay libros sumergidos en estanterías sobre geografía, demografía y estadística, sobre economía renacida, sobre técnicas de ventas para acometer los éxitos sin perder la cabeza. Próximos a estos últimos, bien alineados, tranquilos, felices, calmos y expectantes están los de autoayuda. Son sus lomos menos consultados y sobados. Supongo que las personas recurrirán a ellos cuando se vean abocados al desconsuelo, la desazón y la intranquilidad en sus días de claroscuros. Pues yo que soy una excepción en toda regla, siempre recorro cada rincón de esta casa novelada ojeando un volumen, acariciando otros, rebuscando y no encontrando entre los estantes, buscando y reencontrándome con viejos conocidos ya adquiridos y gozados que vuelvo a rozar como aquellas pieles proyectadas entre las paredes de un cine de verano.
Hoy he llegado a unos de los rincones menos transitados de la tienda, al final de un corredor desde el que se divisa la Calle Valencia. Y ahí, entre volúmenes de economía, ciencias desconocidas para mí, ciencias ocultas y otras materias menos demandadas, una pareja se besaba sin prisa, se tocaba sin remisión y se abrazaba hasta encajar como dos piezas de un Tetris literario. Él asomaba la cabeza a través del hombro de ella. Emergía su periscopio, miraba en derredor, aseguraba el perímetro y volvía a sumergirse en los besos que ella le profesaba de buena fe. Yo, parapetado tras un atlas de geografía humana he observado los escarceos de la pareja anónima. Con celo y envidia. Más con lo segundo. Ella tenía apoyada una mano en una pared para que no se le viniese encima la estantería, y la otra sujetaba la cabeza de su él, para que no se le dislocara en la loca búsqueda del placer. El señor X tenía las suyas ocultas bajo la falda de la señora Y. A falta de pudor, buenas son las consecuencias. Sus bocas chocaban como constelaciones guarras y la fricción de los cuerpos expelía jadeos y susurros y palabras derretidoras. Él comenzó a masajear su culo con una mano y ocupó la otra en apresar una teta y sopesarla inquietamente. Abrumado he optado por abandonar mi incursión ocular.
Les he dejado entregados, convencido de que no buscan un libro que resarza su frágil situación de pareja, de enfrentado dúo marital, o par de amantes en bancarrota. Seguro que se aman y que descubrieron ese destino persiguiendo alguna novela o tras la estela de algún autor. Y ese recoveco ha acabado convertido en un oasis tibio, en un punto seguido y de encuentro, en un lecho vertical, en expositor de amor incendiario y en un punto y seguido de encuentros furtivos...
Justo cuando me doy la vuelta, la portada de un folleto de excursiones me pregunta si ya tengo planes para esta primavera. Dentro, entre sus hojas, las abejas liban de flor en flor y la naturaleza fecunda ofrece sus mejores rutas para la estación floreciente.
A tomar por culo la nieve, otro año más.