Unas veces por poco y otras por mucho hoy subo el siguiente fragmento de esta aventura de ciencia-ficción que nos habla de
un mundo anterior al nuestro cuya civilización es tan avanzada que nos resulta increíble y
de un amor más grande que todo el tiempo y el espacio. Acción, traición, suspense, thriller e intriga. De todo un poco, pero sobre todo de
ciencia-ficción.
El fragmento anterior está
aquí y el principio del todo se encuentra
en este enlace.
(Pintura de Jane Small)
Debido a la
imposibilidad de describir su mundo a los científicos, sus formas, colores,
aspectos, estructura, contenido y funcionamiento, Joyce decidió mostrarles las
propiedades de sus brazaletes. Una vez que yo me lo puse y describí lo mejor
que pude lo que veía, Frank Spoiler pidió permiso a Joyce para intentar
fabricar un receptor-transmisor que ampliara y reprodujera las corrientes de
comunicación para que todos pudieran verlo y, de ese modo, estar todos enterados
sin tener que preguntar una y otra vez distrayendo al receptor, Magnus, y al
emisor, Joyce.
De la noche a la mañana y sin
dormir, Frank trasladó al despacho donde se celebraban las conversaciones con
Joyce, un aro metálico con multitud de filamentos verticales que conectó al
emisor y que enlazaba con la pantalla tridimensional que se había instalado y…
¡funcionaba!
Todos felicitaron a Frank por su
técnica y pericia. Desde ese momento, las sesiones se hicieron mucho más
explícitas, concretas y plácidas y cada vez Joyce controlaba mejor sus
sentimientos, evitando esas oleadas de rojo intenso provocadas por fuertes
emociones. Esas me las reservaba a mí en nuestra habitación.
De todas formas, había muchas
escenas que no se pudieron emitir en la televisión directamente, puesto que
para ella era de lo más natural mostrar su amor tanto espiritual como carnal y
mostraba sin ningún pudor ─¿Por qué habría de tenerlo, si todo era natural?─,
todos y cada uno de los detalles íntimos de sus acoplamientos.
Les mostró cómo era el sistema en el
que vivía. Cada ciudadano tenía su propio trabajo aunque no lo necesitara para
vivir, porque el ordenador central les suministraba en todo caso lo suficiente
para poder vivir. Pero si querían tener más saldo para comprar caprichos o
vivir más cómodamente solo tenían que trabajar más. Allí trabajaban dos horas o
tres en semana. Era más nominativo que otra cosa y esa labor la podían repartir
cómo quisieran. También había gente que quería trabajar más horas, bien por
gusto o para obtener más retribuciones. Esas personas eran remuneradas con
generosas cantidades. Pero, para evitar la acumulación exorbitante de cifras en
las cuentas, cada final de año, lo que no se había gastado era eliminado por el
ordenador central.
Todos cobraban similarmente, pero
había personas que recibían más porque sus responsabilidades o necesidades eran
mucho mayores. Esas dos personas eran el Jefe del Estado de Silver, Er, y el
Catedrático y Director de la Universidad pública del país, Plinio, científico,
investigador y descubridor de la “Energía Universal”, que por más que le
preguntaban a ella no podía explicar en qué consistía. Solo lo sabía él, su
compañero de viaje.
Para todo, lo que habían visto y lo
que seguirían viendo, se utilizaba la llave-anillo que cada uno llevaba desde
los siete años y que crecía con ellos y cambiaba a medida que ellos lo hacían.
Pero los anillos también servían para una razón primordial: concebir un hijo.
Para ellos, la concepción de un niño debía ser un acto voluntario, pensado,
meditado y querido por ambos. Tenían que quitarse los anillos y eso era mucho
más que estar desnudos, era hacer el amor en carne viva. Se sentían tímidos,
desnudos y desprotegidos. Por ello, se amaban aún más que antes y de este modo,
la criatura que nacería sería deseada siempre y querida. Si uno de los dos no
se quitaba el anillo, no había embarazo.
(Pintura de Fabián Pérez)
Vieron las carreteras o caminos,
completamente desconocidos en sus formas o fantasías, los vehículos, los
parques de juegos y les enseñó también los Jardines de la Luna y Las manadas de
los montañeros de Júpiter. ¡Habían viajado por el espacio! Los científicos no
podían ocultar su gozo y nada menos que a Júpiter, a Saturno, Marte, Venus y
Neptuno. Los astrónomos se frotaban las manos con impaciencia.
Ella había estado en La Luna en su
luna de miel y les enseñó el aeronave que los llevó, como un cohete
transparente y tan veloz que era invisible durante su trayecto. Cuando se
abrían las puertas los turistas salían a la baja gravedad lunática,
entusiasmados y reían al comprobar que podían saltar a una montaña con un
simple empuje o cruzar un riachuelo de la misma forma. Los jardines eran lo
mejor de La Luna llenos de plantas aromáticas, flores de colores y árboles
estilizados y altísimos. El pasatiempo preferido de la pareja era subirse de un
salto a las corolas de las flores y jugar a tirarse bolas de polen que nunca
alcanzaban el destino señalado, pero sí eran importantes para la reproducción
de las mismas flores.
Aunque todas estas actividades no
duraban mucho, puesto que debido al aire enrarecido de La Luna, se cansaban pronto.
Entonces se tumbaban en las praderas donde no había gente y comenzaban
nuevamente sus juegos amorosos.
Una mirada de él o de ella les
bastaba para entenderse silenciosamente y siempre en el mismo momento y lugar a
los dos les apetecía lo mismo. En aquella ocasión, Egon dormía plácidamente
sobre sus brazos doblados detrás de la cabeza y Joyce le desnudaba en silencio
y sin ser percibida. Una vez desnudo, acarició y besó todo su cuerpo, tan
suavemente que ni las mariposas se habrían ahuyentado. Se dirigió finalmente a
su pene que para entonces estaba preparado y temblando. Lo besó. Egon se
despertó pero se dejó hacer. Ella prolongó las caricias y los besos, lo
introdujo en su boca experta hasta conducirle a un orgasmo. Pero él siempre
obtenía más recompensas de ella por su parte, pues era minucioso y detallista y
cada vez aprendía nuevas formas de causarle placer y su placer era el suyo.
Nuestro placer. Solo un ente, una entidad, unidos en sus bocas, en sus pechos,
en sus manos, en sus sexos perfectamente encajados. Durante esos momentos que
eran muchos ella le proporcionaba los mayores placeres a él, teniendo orgasmos,
uno tras otro, mientras él resistía y esperaba que ella estuviese dispuesta
para el último de ese acoplamiento perfecto.
A veces me daba la impresión de que
a Joyce no le importaba enseñarnos su mundo, sino que se deleitaba de la única
forma que podía, con los recuerdos, rememorando todos y cada uno de los
momentos que vivió con Egon.
(Pintura de Alessandro Andreuccetti)
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De los viajes a otros planetas no
podía enseñárnoslos pero sí podía mostrarnos cómo eran sus pobladores pues
también venían a la Tierra. Los nacidos en Júpiter eran negros y se encargaban
de cuidar rebaños y grandes manadas principalmente, pues allí los pastos eran
abundantes. Se consideraban nómadas y tan solo formaban grupos pequeños en los
casos de atender una familia, pero eso no ocurría con mucha frecuencia. Eran
tímidos y hoscos, además de grandes, musculosos y dotados de extraordinaria
fortaleza.
Los nacidos en Venus eran de piel
amarilla y con los ojos oblicuos. Vivían muy apretadamente y no por falta de
espacio, sino porque consideraban que su pertenencia al grupo les daba mucha
más importancia y calidad que como venusinos solitarios e independientes.
Procreaban incesantemente esperando llegar a conquistar el enorme planeta que
habitaban, pero tardarían muchos miles de años para conseguirlo. De ahí se
obtenía mano de obra barata, aunque a los habitantes de Silver no les hacía
falta. Sin embargo, eran contratados por entidades terrestres menores que
vivían fuera de Silver y de Under-Bov, que no tenían tantos privilegios ni
riqueza como Silver o que se habían alejado de Under-Bov por no estar de
acuerdo con su cultura y sus creencias.
Los de Marte eran rojos, con narices
prominentes y cráneos achatados y eran expertos metalúrgicos y proveedores de
todo el mineral que necesitasen. A estos no les gustaba que los extraterrestres
pisasen su planeta. Por eso, las naves se desplazaban hasta su atmósfera y los
martinos les servían sus pedidos en grandes navíos y buques totalmente forjados
de metal. Joyce enseñó una ilustración de un libro sobre los martinos y
pudieron ver que los buques y navíos utilizados eran pequeñas reproducciones
exactas de los grandes galeones españoles con sus arbotantes, su velamen, sus
cuerdas y sus aparejos y los navíos se asemejaban a los buques antiguos
comerciales de nuestra historia. Era una coincidencia extraordinaria. Como si
en la memoria genética, en algún cromosoma pudiéramos recordar algo de nuestro
pasado o estuviera ahí implantado. Soberbio, pensaron los investigadores.
Los Neptunianos tenían también la
piel oscura pero no negra y sus facciones no se parecían a los de Júpiter. Eran
de rasgos grandes y perfilados, angulosos, de ojos negros y cabellos negros y
muy delgados, con largos brazos y piernas. Se especializaban en el comercio de
cualquier persona, animal o cosa que se pudiera vender y comprar. Solo les
interesaba el lucro. De vez en cuando los terrestres hacían transacciones con
los neptunianos, aunque todo eso lo sabía Plinio. Ella sólo podía suministrar
esa información.
Los Saturninos nunca habían venido a
la Tierra pero los habían estudiado en la Universidad y eran azules, sin pelo,
cabezas oblongas, ojos muy grandes negros, muy altos, delgados y con solo tres
dedos en sus manos y en sus pies. Pero no abandonaban jamás su planeta. Los
tratos con los terrestres eran meramente de investigaciones, conocimientos y
datos.
Los lunáticos eran los terrestres
que allí se habían afincado. Llevaban decenas de años asentados allí. Ya
existían al menos cuatro generaciones en la época que Joyce vivió. Eran los
desterrados de la Tierra, que por uno u otro o múltiples delitos habían sido
condenados a vivir en la Luna de por vida. Allí nacieron sus hijos y sus nietos
y, más tarde, sus bisnietos. Había dos tipos, los provenientes de Silver, que
vivían y trabajaban en la parte asignada a Silver. Estaban gobernados por un
ordenador central desde Silver que les suministraba todo aquello que les era
necesario para vivir. Allí trabajaban, tenían sus casas, sus aerocoches e
incluso, algunos se habían promulgado Presidentes de los Silverianos. Otro tipo
eran los delincuentes enviados por UnderBov, limitados a su zona también y que
más que criminales, se trataba de disidentes, por lo que las rencillas entre
los Silverianos y los de UnderBov no existían y convivían armoniosamente, en la
zona internacional. Aunque probablemente, según los augurios de Er, Presidente
de Silver, terminarían por unirse y formar una nueva raza distinta, un nuevo pueblo.
A ambos tipos de lunáticos les
estaba prohibido volver a la Tierra y para ello fueron implantados con ─la
Traductora Universal dijo─ chips que disparaban las alertas en cualquier
embarcación o lugar en el que pretendiesen ocultarse para volver. Pero a las
últimas generaciones ya no se les implantaba nada porque después de haber
vivido toda la vida en la luna, les era imposible resistir en la Tierra por más
de uno o dos días. Aunque se hubieran entrenado con pesados sacos a sus
espaldas y durmieran con vigorosas tablas encima y aunque respiraran el aire
puro de la Tierra, que les producía estados parecidos a las plantas
alucinógenas. No podían pero, sobre todo, no querían ya volver. Se consideraban
enteramente lunáticos.
Cuando le preguntaron a Joyce cómo
eran los lunáticos en su forma de ser, ya que ellos mismos los habían visto
cuando les enseñó Los Jardines de La Luna, los árboles, las plantas y sus
personas, se quedó en blanco. Por un momento, la gran pantalla se apagó y se
pudo escuchar una cristalina risa como una cascada argentina, era la risa más
musical y natural que nunca he escuchado. Y, mientras en la pantalla salían
fogonazos amarillos intercalados con verde o azul, comprobé que el resto de los
científicos estaba tan embobado como yo. La boca de todos era una O perfecta y
durante unos segundos solo se oyó la risa más nueva, más primitiva y más virgen
de todas las que se hubieran escuchado en la Tierra.
Era
como sentirte flotando, como si te hubieran aligerado el corazón y el alma, te
hubieran resuelto todos tus problemas y la vida fuera solo ese instante de
placer. Hago hincapié en esa risa porque nunca jamás volvimos a escucharla
aunque hubiéramos dado un brazo porque nos hiciera sentir como cuando rió.
(Ilustración encontrada en google)
Joyce se quitó el brazalete y dijo, otra
vez imperturbable que eran muy peculiares, eran jocosos, divertidos,
imprudentes y un poco… La Traductora dijo que no había palabra en ningún idioma
para esa expresión silveriana pero la que más se acercaría según nuestro
lenguaje era: ¡lunáticos! Toda la sala prorrumpió en sonoras risotadas por el
feliz chiste de la Traductora. Joyce permaneció impasible. No sabía de qué se
reían, tampoco le importaba, ellos no le interesaban, eran como animales con
costumbres primitivas y extravagantes que ella no podía entender pero que
tampoco quería. Su vida estaba muerta por dentro. Ella estaba muerta y se
dejaba hacer y su único mundo eran los recuerdos y Magnus, porque en él
confiaba, era su amigo y la persona que nunca le había fallado.