*Favor de leer el presente relato escuchando la melodía propuesta.
Y la violinista una vez más tocó
su canción endiablada, en puntitas se movía saltando entre los tejados hasta
brincar al frío pavimento donde la esperaba el.
Tomó de la mano a su poeta que,
lleno de papeles manuscritos, la miraba embelesado. Llegaron a aquella iglesia
abandonada en las afueras. Los musgos y plantas habían hecho presa de sus
paredes y rincones.
Un sonoro riachuelo corría cerca
y aplacaba al par de bestias que se acercaban a tomar posesión de su presa.
En el sótano, dilucidaron la
figura que se movía. Era apenas un bulto entre las sombras del lugar. Sus
ataduras estaban intactas y el pedazo de tela introducido en su boca, chorreaba
hilos de transparente saliva.
Un sonido de
horror intentó salir de entre sus labios cuando los vio acercarse.
La amorosa pareja de pie frente a
él, y aún tomados de la mano, se miraron entre sí dándose un beso.
Ella se agachó tratando de
tocarlo. Intentando acomodar el cuerpo del hombre para que su poeta escribiera
sobre él las más tiernas coplas.
Los grilletes sirvieron para esto,
dejándolo echado sobre el piso, estirado a todo lo largo que daba su cuerpo
desnudo.
Ella miró a su poeta con
adoración, sentándose en el piso, cruzando sus blancas piernas.
Él, dedicándole una sonrisa,
cubrió con sus manuscritos, llenos de poemas de amor, al infeliz que lo miraba
paralizado. Delicadamente, el poeta tomó una de las hojas, la leyó para ella
declarando su ferviente amor que aparecía en cada curva que formaban sus
palabras.
La violinista, poniendo el violín
en su hombro y apoyando su rostro en él, lo escuchaba y le dedicaba la más
dulce de las melodías.
Las notas más sublimes llenaron
el ambiente, el hombre se agitaba intentando un escape inútil. El poeta
procedió enamorado. Tensando firmemente
las hojas entre sus dedos, cortó la piel de la víctima con el grabado papel . Delgados hilos cardos
corrieron a través del cuerpo y empaparon los poemas sobre él.
Corto y destazó pequeños pedazos
de piel hasta que el cuerpo se convirtió en un mapa informe, hasta que ya no
pareció piel, solo hilachas de algún cuero desgarrado desangrándose sobre el
piso.
El hombre, sin fuerza ya para
gritar después de horas de tan pavoroso dolor, dejó caer la cabeza a un lado,
justo para ver como la tela del vestido blanco de la violinista absorbía el
rojo líquido por el que se le escapaba la vida y formaba diseños escarlata que
hablaban de muerte.
Ella, arrodillada, no había
dejado de tocar su lúgubre canción que ya llegaba al éxtasis de las notas más
altas.
Se puso de pie, rodeó a su poeta
y al herido con los últimos compases y con su delicada mano sacudió el arco del
violín, que brilloso, dio su última nota en la yugular del hombre, abriéndola,
convirtiéndose en el acorde final de la sinfonía de su vida.