*Relato presentado al concurso "Piratas" del Círculo de Escritores.
Paso a paso la cubierta se movía
bajo mis pies, el aire marino revoloteaba mi cabello y el olor a océano me
hacía sentir libre bajo mis párpados cerrados. El susurro de las olas cantaba
su canción de despedida, nada más bello ni perfecto con cadencias y notas
sublimes.
Sería libre en pocos momentos. Sólo
un paso más y abandonaría ese barco lleno de sucios hombres con trajes raídos,
faltos de dientes y olor a alcohol perpetuo.
La bandera negra con huesos
cruzados ondeaba como despidiéndose de mí, sabía que era la última vez que me
vería. Los gritos de la carga negra se ahogaban en la profundidad de las
galeras oscuras como el profundo mar, animales africanos sin alma que habíamos
cazado días antes. El capitán Garate se paseaba por la borda supervisando la
ceremonia y situándose finalmente delante de mí.
El olor a vómito y excremento de
las galeras me hacía recordar su contenido y como había llegado ahí. Nosotros,
sicarios oceánicos, contrabandistas náuticos, bárbaros marítimos, sólo perseguíamos
nuestras propias metas de llenar las panzas, marinar el hígado en alcohol y
descargar nuestros placeres en redondas mujeres. Lo conseguíamos saqueando y en
ocasiones, como esta, en un negocio decente y legal como la compra y venta de carga
africana lista para los más duros trabajos.
El pequeño loro del capitán
Garate gritaba en su oído al compás de la pata de palo con la que golpeaba la
cubierta a cada paso. Limpiábamos los pisos, arriábamos las velas y
engrasábamos los cañones manteniendo a “El Belencito” listo para cualquier
abordaje.
Rudos marineros que en sus
momentos libres sacábamos los sables y practicábamos partir al rival en dos o
clavar nuestros garfios en rostros ajenos. Dedos cortados y orejas caídas eran
el resultado de los pequeños juegos. Nada podía sorprendernos ni ser más
sanguinario que nosotros mismos.
Durante las noches, los bailes y
el alcohol eran nuestros compañeros, las velas danzaban al compás del viento y
de nuestra música, la sal del mar pintaba nuestras bocas secándolas como el
desierto más árido y la fría brisa marina se perdía entre nuestras ropas que no
lograban abrigarnos.
Llegaba el amanecer en medio del
océano, el horizonte púrpura se reflejaba en mis pupilas en destellos coloreados.
Todos, alrededor mío, dormían la borrachera nocturna, era el único sobreviviente
de ésta y mis instintos de hombre me llevaron a la galera. Eran animales pero
hembras al fin.
Tomé a una del brazo arrancándola
de las demás que intentaban detenerme con las limitaciones de sus cadenas. La oscuridad
de la galera me protegía y la voz en mi mente se hacía más nítida, sus órdenes
eran claras ahora. Escuché mis propios gritos mientras desmembraba su cuerpo
con mis manos, cuando mis dientes dentellaban la piel de su rostro y mi boca
escupía sus ojos arrancados. Alrededor, alaridos de espanto.
Desperté en la cubierta, amarrado
y lleno de la sangre de aquella hembra, pedí perdón a mi capitán por
desperdiciar la mercadería y juré pagarla. Pero nadie me escuchaba, todos me
miraban aterrados y yo sin entender porque los hombres más sanguinarios
temblaban como párvulos al verme.
Me empujaron sobre el tablón y el
capitán Garate se acercó con su pata de palo a presidir la ceremonia mientras el
contramaestre hincaba su espada en mi espalda haciéndome caminar hacia el
borde.
Abajo, en el mar, las aletas
plateadas formaban círculos que giraban sin parar, una detrás de otra creando
remolinos en el océano en calma. Saltaban hambrientos abriendo la boca mostrando
las hileras de dientes y sus ojos completamente negros adelantaban la frialdad
del final.
*Plus: Estadísticas Comercialización de Esclavos en América del Sur. Información de las Aduanas de Lima, Puerto del Callao.