La casa azul, hace años, era blanca, similar a casi todas las que hay en el pueblo que requiere ese color para una mejor protección del calor que, durante la mayor parte del año, tiene que sufrir. Está ahí, frente a la mía, desde siempre, desde que la calle hace siglos que dejó de ser arrabal y tuvo su nombre: Tetuán, conocida popularmente por “Las morerías” dado que al decir de las leyendas del lugar fueron los moros, así, en general, quienes primero se asentaron allí. Mi memoria alcanza al recuerdo de dos familias que han habitado en la casa además de su propietario actual, el protagonista de esta historia, el viejo violinista que se instaló hace cinco años, pintó la casa de azul y llenó de música el empedrado ancestral de mi calle, las palabras que escribo y algunas noches junto a los gatos en celo. El viejo violinista, mi vecino, antes de formar parte de esta pieza que escribo, era ya un personaje más literario que real, si acaso esa contraposición entre literatura y realidad es posible, que no entro a diseccionar el asunto, lo dejo para tertulias de radio vespertinas (las matutinas son para café cortado y competencias autonómicas) porque a mí no me interesa la cuestión. Viste traje negro escrupulosamente planchado, camina erguido y presume sin saberlo de su melena encanecida, de su cadencia al andar, de sus manos fuertes y cuidadas, elegantes y con pulso firme en la escritura sobre el pentagrama, en el uso del arco, en la conversación que mantenía consigo mismo en el interior de la casa azul, entre libros y libretos, entre sueños inacabados tras la ventana que, siempre cerrada, protegía sus notas del agua de las lluvias, de los recuerdos más crueles que se instalan en el alma, de alguna mirada que en otro tiempo, en un pretérito imperfecto que no se atreve a musicar, quedó atrapada entre las cuerdas de su violín también azul, de mayor edad que su dueño, de madera algo vencida, metáfora del violinista.
Adrián de los Santos, que así se llamaba en vida mi vecino, murió ayer. Seré preciso: ayer, el ayer del hoy que escribo, no el de tu tiempo, lector, encontraron el cadáver, junto al de su violín, dentro de la casa azul. Hacía tres o cuatro días, lo digo con vaguedad, sin cuidar de medir con exactitud esa dimensión interior que es el tiempo según los filósofos escolásticos, que ningún vecino lo veía salir a pasear. Tampoco yo, que tantas horas dedicaba a contemplarlo mientras interpretaba las partituras, lo había visto en esos días desde mi habitación, que daba directamente a la que el músico utilizaba como estudio. Como suele suceder en estos casos que después salen en programas absurdos de televisión, un vecino alertó (la cursiva señala que así lo dirá el periodista televisivo si la cadena decide cubrir la noticia, lo cual jamás sabremos porque no tengo intención de conectar el aparato, ruido de fondo mientras escribo) a la policía local de este hecho y una hora después dos funcionarios se presentaron allí, en el número cincuenta y dos, casa azul, esquina de Tetuán. Llamaron a la puerta, se asomaron a las ventanas entreabiertas que dan a la calle, dialogaron entre ellos, pensaron y, ante la evidencia de un mal olor que se filtraba por una de aquellas ventanas, decidieron forzar la puerta y entrar. Media hora más tarde, con el vecindario agolpado, despreocupados de su quehacer casero y ritual, entraron los uniformados y descubrieron, con seriedad profesional, el cuerpo inerte del violinista junto a, ahí la sorpresa de los presentes, ahí descartada la indiferencia y distancia con la que, por motivos de salud, suelen intervenir, la madera sin vida también, con rasgos de fallecimiento reciente, de su viejo violín.
Comenzaron las cábalas de los investigadores y de gente que pasaba por allí. Tomaron huellas, plantearon hipótesis: suicidio, muerte natural sobrevenida sin previo aviso, accidente,…conjeturas encaminadas a resolver el enigma de esta muerte que, en cualquier caso, a nadie importaba en demasía, que sería comentario durante los días venideros en tabernas y portales y después, por aburrimiento como sucede con todo en la vida, sería muerte olvidada, el muerto al hoyo y el vivo al bollo, la refranesca ignorante, maldiciente, pusilánime y engreída que padece este país. Nunca nos llegó a la calle, a los vecinos quiero decir, la conclusión final del caso. Supongo que todo quedó en un carpetazo seco, polvoriento e impersonal, en un informe archivado tras que la firma de algún forense de oficio, talvez también de vocación, certificara la susodicha muerte natural de Adrián de los Santos, vecino de, a la edad de. En cuanto al violín, no creo que haya sido investigado. A cuento de qué, complicaciones con este asunto, si el finado ni siquiera tiene familia conocida, si en el desganado rastreo que se hizo de su biografía no se encontró a persona alguna a quien enviar telegrama notificativo ni apareció nadie, por entonces ni después, reclamando noticias sobre el paradero del violinista. Tampoco del violín.
Yo tengo mi propia explicación (faltaría que, siendo mía, no fuera también propia. El idioma, su mal uso, tiene estas trampas llamadas pleonasmos, que concluyen siendo lugares comunes ya citados aquí y siempre detestados, habitados por quienes, como es el caso, aún no dominan suficientemente el arte literario. Pero disculpen este paréntesis freudiano que ya cierro para continuar con mi propia explicación) que está basada en hechos observados desde mi atalaya durante los cinco años de vecindad compartida con el músico. Claro que si sólo fueran esos hechos mi único asidero, mal le iba a venir a esta historia. He tenido que recurrir de manera doblemente inevitable, por no quedarme otra opción y porque tienen entre sus manos un relato literario, a la fabulación, a la invención más o menos conseguida tras la constatación empírica que enumero de modo cuasi científico: Adrián de los Santos era hombre sesentón cuyo aspecto, someramente descrito anteriormente, acordaba con esa edad. Pelo blanco y, aunque largo y fuerte, escaso en todo el frontal; un caminar erguido subrayado por una altura seguro cercana al metro y noventa centímetros, ya con suave tendencia al encorvamiento, como si le costara soportar el peso de toda la música concebida a lo largo de su vida, como aceptando con respeto y zalema la mano abierta que su propio tiempo (faltaría que, siendo suyo, no fuera también propio, etc., etc.), viejo aliado bajo el cual se refugian los sinsabores de la vida, tan literarios todos, le ofrecía ahora que comenzaban a intimar; mirada profunda y aún capaz de llegar con suficiencia al final de las cosas, que eso es lo que somos, lo que queda atrapado con alivio y desespero donde concluye una mirada desconsolada o miserable, infantil o plena de esperanzas, que todo puede ser novelado, sobre aquello que nos rodea; manos blancas como su caballera, como todo su cuerpo, estilizadas, con terminaciones nerviosas fuertemente señaladas, con dedos acostumbrados a la dureza de la cuerda y a la caricia breve, seguramente furtiva en muchas ocasiones, en hostales de lavabos amarilleados y orinales bajo la cama de dudoso color, a una mujer cuyo nombre después le servía de inspiración. Cada día, con puntualidad kantiana, paseaba por las calles del barrio de diez a once de la mañana, repartiendo buenos días atávicos y cortesanos, quizá parando a comprar algo de fruta, quizá asombrado al reparar de soslayo en algún escaparate postmoderno de alguna mercería de siempre venida a menos, que utilizaba el diseño como estrategia última, como reclamo absurdo de posibles clientes que, al ver tras el mostrador a un dependiente aburrido, desechaban la idea de entrar. Paseo tranquilo y sin prisa, más propio de quien nada más tenía que hacer y no del violinista que aquí nos trae, en todo momento trabajando por conseguir la medida exacta del tiempo entre las notas de cualquier melodía, que concluía, el paseo callejero, a las once de la mañana, cuando nos encerrábamos los dos. Él en su estudio y yo en mi dormitorio: al diálogo íntimo él, dicho sea en román cursi, con su música y entregado yo a una labor de espía sin rudimento, de observante novicio tras las cortinas echadas, como aprendiz clandestino, con la consciencia inocente de estar cometiendo un pecado que jamás me iba a dar la real gana de confesar.
Y en este momento, lector, debe comenzar la anunciada fabulación. Mi vecino, talvez huelgue el comentario pero lo diré dado que no ha sido referido, vivía solo en la casa azul. Nunca tuvo visitas, aunque las habladurías envenenadas, en corrillos acerados de hombres desocupados y señoras que cargaban con la cesta de la compra, se empeñaran en haber visto, más de una vez y más de tres, a una mujer que entraba y salía de la casa durante la madrugada, cuando el pueblo y la calle deambulaban entre el sueño intenso, a ritmo de ronquido familiar, o el duermevela que las preocupaciones llevan a la cama, en horas donde sólo las putas discretas o los borrachos a contratiempo salían osadamente a dar una vuelta. Por saber con certeza la soledad coincidente con la del clásico resignado una vez aceptada la fugacidad de la vida, de quien no cuida el buen yantar y tiene alpargatas con ribetes deshilachados en la que vivía, me llamaba la atención el dialogismo que practicaba con alguien imaginario, de lo cual doy fe tras descartar que pudiera haber otro alguien, esta vez real, que escapara del ángulo que abarcaba mi visión, sosteniendo el violín con su mano derecha y el arco con la izquierda (ignoro si esto hacía del señor Adrián un músico diestro o siniestro), gesticulando ora con desmesura, ora de modo apacible y conciliador, en discusiones que yo pensaba debían versar sobre la conveniencia de una u otra nota musical para lograr el tempo perseguido o soñado, sobre el dicroísmo con el que podemos ver una composición acabada antes de descubrir que nació del trabajo eremítico, con horario rígido y sin concesiones, o de la bohemia y siempre caprichosa inspiración, sobre el sexo de los ángeles que, fuera cual fuere, si acaso fuera que fuere, algo debe tener de alado y musical. De repente, paraba de tocar y comenzaba a hablar, daba pasos cortos, miraba de modo brusco a cualquier objeto de los que acumulaba en su estudio, convertido en una especie de chamarilería de su vida, de todo lo que el músico ha sido, de las huellas que ha dejado en trastos usados o juguetes descoloridos, como si fueran las ramificaciones de un árbol centenario que, declinado en latín, arbor, −oris, y arraigado en su estudio, se transformara en metáfora de Adrián de los Santos atrapado en los anillos concéntricos que compendian los años de su vida.
En el interior del estudio, al igual que en el exterior de la casa, también predominaba el color azul. Digamos ya (no sea que se formen expectativas que nada tienen que ver con el curso de los acontecimientos, que diría un cronista) que esa tendencia a azular tiene una razón que no es misteriosa: azul hiriente era el color de los ojos de la única mujer que amó Adrián de los Santos, mujer que no le correspondió, que casó con otro hombre y dejó en el violinista ese romanticismo trasnochado, esa manía con el color. Un azul puro, suave, de arco iris, que coloreaba las estanterías, el atril que sostenía las partituras, el papel de música, la tapa de los cuadernos en los que cada noche, antes de ir a dormir, escribía en estilo de diario, la madera, supongo tintada, del violín, el marco de las fotografías y de los cuadros, el forro de la mayoría de sus libros, la bufanda desigual, como hecha por manos inexpertas en la confección y plenas de cariño, con la que el músico se abrigaba todos los días que duraba el invierno, las notas musicales que, contagiado por ese azul obsesivo, veía yo salir del violín, teniendo después sueños que también se impregnaban de ese color, despertando en la madrugada al sentir el zamarreo de un monstruo azul, la zozobra del velero que capitaneaba en medio de un océano de azul profundo y abisal, la sangre azul, nobiliaria en mis sueños, que manaba de una herida de guerra en el frente abierto por un onirismo que comenzaba a padecer. En uno de aquellos sueños que tanto me inquietaban cuando los recreaba al amanecer, con preocupación de mis padres al considerar que iba entrando en una madurez un tanto lunática, que me dejaban absorto durante toda la mañana y llevaban a maltraer mi relación con los estudios, pude ver, con claridad dramática, como si fuera la escritura original de un palimpsesto encontrado días después con otro texto, la muerte de Adrián de los Santos, el viejo violinista, mi vecino del número cincuenta y dos, casa azul, esquina de Tetuán.
Justo una semana antes del hallazgo de su cadáver, me dormí dejando al señor Adrián más atribulado, en lo que parecía, que otras noches. Ya les dije que, amén de estudio, la habitación cuyo gran ventanal daba frente a mi dormitorio también era usada por el músico como una especie de trastero de su propia vida (talvez aquí −sólo talvez, las afirmaciones absolutas suelen ser peligrosas y desvinculadas de la realidad− sí convenga el matiz criticado en dos ocasiones anteriores dentro de este mismo relato. No siempre somos dueños con legitimación notarial de la vida que mal que bien llevamos, a veces la entregamos y otras veces nos la expropian. Este es un recurso muy extendido dentro de toda la literatura y cinematografía universal), donde había reunido la mayoría de los bártulos que había necesitado para manejarse con suficiencia a lo largo de todos los tiempos del verbo por los que tuvo que pasar, verbos extraídos del diccionario para, una vez conjugados con precisión y devoción, poder amar, comer, tocar, mirar y ver, vivir y morir en justa medida. Aquella noche, al introducirme en mi cama vencido por una mezcolanza de imágenes que me impedía distinguir la realidad de lo que veía en los sueños que comenzaban a aparecer, dejé al músico enfrascado en una lucha desigual, siendo él mortal y socrático, con todos los trastos, enseres y recuerdos acumulados en el estudio, siendo ellos intemporales y ajenos al discurso racional. Pude ver con claridad, juramento hiciera de ello si fuese necesario, la rebelión que comenzó en las hordas organizadas que las notas musicales, encabezadas por las que conformaban un adagio religioso de primera mitad del siglo pasado, como si tratase de una cruzada armada ferozmente con ritmo armónico y melancolía, llevaron a cabo nada más salir de las cuerdas del violín, consistente en una disgregación que dejaba a los fa sostenidos de los anaqueles o los D minor escondidos tras la pantalla de una lámpara turca y bajo cojines de seda adquiridos en bazares hebreos, provocando con esa actitud una distorsión de sonidos que el músico no tuvo ni siquiera en sus principios, siendo un niño que comenzaba a recitar de izquierda a derecha, y viceversa, esas mismas notas que llegaron a fundirse con su piel durante toda la vida. La rebelión musical fue secundada por otra más contundente de las tapas azules de los libros, que comenzaron a sobrevolar el estudio-trastero con violencia, rebotando en las paredes, acechando desde los rincones, soltando en su vuelo lastre de capas de color añil que mancharon las páginas que habían quedado desamparadas, un quinqué pacífico que observaba mientras decidía y los lapiceros de cerámica que, en ese momento, se reunían en asamblea extraordinaria. Se sumaron al mismo tiempo, en reivindicación de su utilidad efímera, los utensilios de escaso valor: el papel moneda traído como souvenir de países exóticos, dibujos a carboncillo trazados en minutos de aburrimiento, una colección completa de sellos de correos alusivos al nacimiento de artistas, una armónica en proceso de oxidación, tres figuras de plástico, brujas en aquelarre como convocando a los demonios que debían apoyar aquella revolución, partituras olvidadas y sin concluir, un breviario miniado, joya de anticuarios, un tablero de ajedrez sobre el cual planteaban sus piezas una estrategia militar que defendiera la retaguardia, no fuera que Adrián de los Santos, hundido, miserable, a punto de claudicar, pensara en una rápida retirada, retales de ropa usada y de momentos pasados que llegaron para ridiculizar al maestro con palabras de su juventud remota y osada, una turba de espectros cuyo olor y color malva pudo entrar por el flanco descuidado de la mala conciencia encarcelada, ese residuo que la cultura de humanidades deja para ir almacenando las vergüenzas, un general de división, soldado de plomo con herida de soledad, versos colegiales, endecasílabos escritos con rima consonante tras que la caída leve de tu mirada, me deja una sombra enajenada. Nunca fue buen poeta Adrián de los Santos y, quizá por eso mismo, no tiene ahora recursos para desenvolverse en la afrenta que le acecha en mi sueño, en mis sueños, en su vida, en sus vidas, entre el singular de actualidad aristotélica y los plurales de la gramática parda del vivir, como una multiplicación bíblica de una palabra encontrada en la acera, mientras caminábamos ensimismados y una legión de adjetivos y pronombres acude en labor de prevención y defensa.
Fue entonces, en pleno apogeo, con mi vecino anteponiendo como escudo a su violín, único compañero que le fuel fiel durante la revuelta, cuando me desperté sobresaltado. Corrí hacia la ventana con la intención de gritar al señor Adrián que huyera, que no iba a incurrir en el deshonor, que bien patético es huir de lo desconocido, pero no sucede lo mismo con lo conocido que da miedo, que ahí la huída es actitud inteligente y laudable, que no hay por qué tener vocación de héroe, que los fantasmas del pasado deben arrastrar sus cadenas como buenamente puedan. Abrí mi ventana de par en par y me encontré con la suya, frente a la mía, completamente cerrada, las persianas bajadas, la calle en calma, la noche extendida sobre el pueblo como un rumor a contraluz, la luz macilenta del farol municipal sobre la acera, la caída vertical de una suave llovizna que pudiera limpiar todo con lentitud de siglos, con pulcritud y paciencia, los primeros trasteos caseros de las familias más madrugadoras, a quienes Dios ayuda según maldito invento del refranero popular, el frío mañanero causante de perezas y de que sean maldiciones las primeras palabras que articulamos nada más despertar, los tejados antiguos que sobreviven ayudados por la capa que les deja el paso de los días y los otoños, el vuelo aterido de las primeras aves emigrantes, mi mirada quijotesca buscando pruebas del combate a muerte que sufría el viejo violinista armado dulce e inútilmente con su añejo violín.
Vuelvo la mirada hacia mi cama desordenada y aún puedo ver allí restos de mi sueño descarnado, Adrián de los Santos empuñando el violín, utilizándolo a modo de lanzada, resquebrajado al dar con el perfil afilado de uno de los libros atacantes, vacío para siempre de músicas y sentimientos, entrando en el mundo donde reina la bondad de los silencios, dejando en el músico una pátina de orfandad, desnudas sus manos, abierto el corazón, con lágrimas de niño perdido dentro de una gran ciudad, buscando respuestas, cubierto de años, de objetos que le miraban cara a cara, hastiados y enfurecidos por representar tantos momentos que debieron quedar atrás. Adrián de los Santos rendido, cansado, débil como una melodía que concluye, como el eco azul de las últimas palabras que guarda de aquella mujer que amó, encadenado a un árbol talado por una lengua muerta, su tiempo derramado y esparcido entre coplas y romanzas, sus sueños de juventud confundidos con los míos, algo así como una despedida que me dedica en el último instante, ahora que muere por causa de una pena inconsolable que fue incapaz de detectar el análisis policial, por no poder soportar la lejanía de un cuerpo azul, la muerte azul de su violín como animal descordado.
Para que con ellos unidos, sus sueños y los míos, podamos llevar a cabo un exorcismo que expulse a los espíritus malignos de la soledad y pueda concluir en paz, lector, mi anunciada fabulación.