En el avión de ida me sorprenden
tres cosas:
-La enorme cantidad de gente
elongando durante el vuelo.
-La enorme cantidad de niños que
viajan.
-La enorme cantidad de tiempo que
una madre mira a su bebé.
Del primer punto agrego: me
dieron envidia y quise saber qué ejercicio tenía que hacer para que me dejaran
de doler las piernas pero lo quise saber naturalmente, como si alguien me lo
hubiera enseñado hace muchos muchos años cuando todavía no tenía memoria y
todavía pudiera recordarlo. Es decir: soy muy vaga para ponerme a buscar ahora
qué elongar o qué hacer para que el cuerpo descanse un poco durante un vuelo.
Sobre el segundo, fácil: temí que
los niños rompieran mucho las pelotas pero por suerte no.
Del tercero: la joven madre se
pasó el vuelo mirando fijo a su bebé que se portaba de mil maravillas. Se
quedaba parada al lado de la cunita y lo miraba, si se le cerraban los ojos se
tomaba un café, si el marido estaba sosteniendo al chiquito ella se sentaba en
el apoyabrazos y los miraba, fijos, como si con la mirada pudiera controlarlo
todo.
No conocía el aeropuerto de
Londres. Es enorme y, como en todos los aeropuertos, tiene un tiempo propio que
no tiene nada que ver con el tiempo que vivimos día a día. En los aeropuertos
la hora es indefinida siempre y por eso siempre hay un desfile de cosas que en
cualquier otro lugar no podrían estar juntas: alguien tomando un café y
desayunando mientras otro come caviar en la barra de un restorancito bastante
lujoso. Unas señoras pitucas comprando en Prada, en Hermes, en Jo Malone, en
Harrods, en Chanel. Unos mochileros durmiendo en unas sillas, las azafatas
impecables, los demás con ojeras, el freeshop de bebidas lleno de asistentes
con delantal, cara de borrachos y con consejos sobre qué whisky comprar, las de
la perfumería, impolutas. Un reventado con cara de resaca durmiendo la mona
apoyado en una pared, todos conviviendo ahí, hermanados en una gran sala de
espera donde se puede hacer cualquier cosa porque total nunca se sabe bien qué
hora es.