Tramar historias con la mentira como tejido tiene la virtualidad de las artes, cuyas obras son un fracaso y resultan inverosímiles cuando se pliegan a los hechos. En La decadencia de la mentira, un tratado paradójico sobre el asunto, Oscar Wilde dice que “es un deber ineludible intentar la renovación del antiguo arte de la Mentira”. No se refiere a la mentira utilitaria que practican los padres en la educación de los hijos o los políticos en el manejo de las masas para domesticar ambas generaciones, sino a “la única forma de mentira que está absolutamente fuera de reproche, la de mentir por mentir, [cuya] manifestación más alta es la Mentira en el Arte”
La mentira política moderna no consiste en faltar a lo prometido o traicionar un pacto, prácticas cuya moralidad está más que amortizada, sino en fabricar una ilusión que supere a los hechos de la plana realidad, triste por mala reputación. Palabra y lealtad exigen demasiado tiempo para poder comprobar su vigencia y se convierten en lastres para una política cuyo éxito depende de la repetición de imágenes y mensajes instantáneos, por tanto efímeros y sustituibles por otros de su misma naturaleza. La doble representación en que consiste la política, la teatral y la formal delegación de poder de los electores, necesita un escenario donde la mentira sea un papel más de los actores y un recurso de la ficción.
Sólo en aquellos países de cultura protestante, donde mentir es pecado, la mentira política es religiosa y puede incapacitar a su autor por traicionar la conducta pública que de él se espera. La mentira pública coincide con el pecado en que no prescribe y ese carácter indeleble aumenta su leyenda. Ambos necesitan del perdón para redimirse, aunque no para ser olvidados. En cambio, se diferencia de él en que su contrario no es la verdad (la virtud) sino el hecho. Las mentiras iniciales de Clinton sobre su relación con Monica Lewinsky y de Ted Kennedy sobre el accidente de Chappaquiddick rompen el carácter ejemplar que se atribuye al personaje público pero a la vez desatan su leyenda humana. La ficción moral es sustituida por la ficción popular. En la mentira pública, descubierta por los medios y esperada con fervor por los espectadores, hay un poder laico y liberador del libreto del personaje pero su proceso de denuncia y redención por confesión es religioso. El objeto no es tanto restaurar el hecho como la vuelta al redil. El mismo mensajero que explota sus engaños, el periodismo, se encarga de recuperar y entronizar los sucesos, quedando en medio las historias inventadas como inútil intento de transgresión pero útil alimento del público.
La mentira se diferencia del delito en su vigencia y en su dificultad para ser codificada, quedando así exenta de la ley y de la medida del tiempo. Mentir sobre el pasado no tiene escapatoria pero hacerlo respecto al futuro desacredita al acusado, puesto que no admite prueba en contrario. Ésa es la utilidad de la acusación del senador Joe Wilson a Obama y por eso la hace en el momento más débil de su discurso sobre la reforma sanitaria ante el Congreso, cuando el presidente promete que los inmigrantes ilegales no tendrán asistencia sanitaria garantizada (que no provista) por el gobierno. El senador añade dos notas que aumentan el poder de la inculpación: califica su acto de "espontáneo", asociándolo a la sinceridad que se suele atribuir a la intuición, y su disculpa es personal, ante el presidente y no ante el Congreso, evitando el templo que podría acusarlo a él mismo de mentiroso. Wilson es un artesano de la mentira.
(A estas bajuras huelga decir que lo anterior no tiene muchos visos de ser cierto)
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