Con Los náufragos (El Mensú Ediciones, Villa María, 2021), libro de poemas finalista del Premio Literario Provincia de Córdoba, Género de Poesía 2020, que otorga la Subdirección de Letras y Bibliotecas de la Agencia Córdoba Cultura, Leonor Mauvecín se proyecta como una de las voces más personales y sólidas de la poesía argentina contemporánea.
Para
Gilles Deleuze toda creación artística es inevitablemente fragmentaria dada la
imposibilidad humana de concebir el todo; de abarcar la totalidad de la
realidad. El poema Los náufragos parece
no escapar a esta idea. Es frecuente que la mayoría de los poetas reúna en un
libro tales fragmentos como piezas más o menos autónomas con sus
correspondientes títulos. Leonor Mauvecín salva poéticamente este tipo de
formulación e hilvana los distintos
fragmentos que componen el libro, a su vez parcelado en tres partes
significativamente rotuladas “El borde del abismo”, “Los trabajos y los días” y
“La caverna”.
Siempre
con un verso preciso de imágenes diáfanas, que abren un amplio horizonte
semántico sin perder el hilo -el hilván- narrativo, Mauvecín avizora el
naufragio y sitúa a los náufragos que somos en el ojo de la angustia
existencial. Ya en el fragmento VI de un libro anterior -Postales de otoño- nos había reunido en la misma embarcación (Y éramos todos Stephen Dedalus, poetas rebeldes
/ y éramos todos Ulises en busca de Ítaca, / y éramos todos en la misma barca).
Una misma barca de cambiantes formas destinada al naufragio en el abismo
líquido junto a cuyo borde se asoman los
ojos desorbitados / desde el fondo del agua de los ahogados, mientras los
sobrevivientes -los náufragos- se alimentan de las frutas sobrantes y podridas
del jardín ¿acaso el mismo jardín salvaje
donde la sequía carece de rostro?
Pero
la pregunta que la poeta se hace al borde del abismo es otra y su sola fonación
mientras el mundo se desintegra lastima la garganta, araña la piel del
inexorable exilio en el mundo: ¿Y Dios?
Dios es una respuesta desoladora, como impotente parece ser su mirada y su silencio
absoluto frente al dolor de los náufragos, esa realidad que es sólo un eco,
como intuirá Platón, y los náufragos, un grupo de confusas sombras que “ocultan
la realidad”, según escribió Emanuel Lévinas en La realidad y su sombra. Una realidad otra, una realidad oculta que
el lenguaje vulgar no puede alcanzar, pero sí descubrir el lenguaje poético en
sus más altos registros, como es el de Leonor Mauvecín. En este sentido, el
lenguaje poético atraviesa lo ordinario y capta lo esencial de esa realidad para
contar cómo las sombras invaden las
ciudades desgarradas / expuestas, en jirones de amor y soledad. / Ciudades
sujetas al diente del león hambriento / al murciélago con patas de araña / a
las ratas que deambulan por laberintos siniestros […].
Y
es en este punto, que la poeta entra de lleno junto a los náufragos, a los
exiliados del mundo, y los sigue por los sombríos
callejones. Su hilván es el hilo que Ariadna entregó a Teseo para que se
adentrara en el laberinto, matara la bestia y saliera a la luminosidad del día.
Pero Mauvecín sabe que los náufragos no olvidan, como olvidó el héroe que dio
muerte al Minotauro a quien le ayudó a escapar. Los náufragos recuerdan la
semilla y a ellos les llega, en ese momento crucial de su existencia, el
cántico de los labradores que florecía al
compás de la lluvia; tampoco olvidan que sus raíces estarán por siempre
expuestas a la corrosión de la sal, a la
dicha y desdicha del tiempo, que gobierna sus trabajos y sus días y, sin
tregua, los arrastra como la corriente que imaginó Héráclito el Oscuro con
forma de río, que es el mismo y es otro, como distinto es el rostro de cada uno
“que se mira en los gastados espejos de la noche”, según reza el epígrafe del
libro firmado por Borges. Y al final, en el colmo del naufragio, la poeta se
dice Y entre tener y no tener, el desvelo.
/ Para qué -me digo- / si cuando la piedra caiga en el río Aqueronte / el
oleaje de las sombras / me entregará al olvido.