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Taborno

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Taborno. Llegué a Taborno (Foto: N. Lorenzo) U n consejo que me dieron hace tiempo: cada año tienes que visitar un lugar en el que nunca hayas estado. Siguiendo con mi propósito de no moverme de Canarias este año tal como comenté no hace mucho tiempo por aquí , me fui al mapa y vi un nombre guanche: Taborno . Me di cuenta que no había estado nunca allí a pesar de estar tan cerca, y que seguro que   sería un buen lugar para conocer, y nos calzamos las botas y fuimos a Taborno, andando, como lo hacían hasta no hace mucho las gentes de ese lugar y sus alrededores. Nos dijo una señora que allí nos encontramos, que hará unos cincuenta o sesenta años que hicieron la carretera que llega hasta el caserío. Antes, si querías trabajar en “la ciudad” o ir a comprar unas aspirinas, tenías que recorrer un sendero entre helechos y laureles, cuesta arriba, hasta llegar a la parada de la guagua, un sendero de más de dos horas de recorrido. Por suerte nosotros lo hicimos cuesta abajo s...

Búsqueda (y 2)

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–Es que no se por donde empezar. Me impregné de él. El olor lo llenaba todo, su olor. Era suficiente la luz de las velas. Sus llamas vibraban a mi paso como acompañando mi ritmo pausado. No me atreví a encender la luz por no romper el equilibrio, la magia que allí existía. Temía que si lo hacía, todo se desvanecería y se escurriría de mis dedos. Estaba tan cerca de tocarlo… De reojo, a la derecha, vi la alfombra al pie de su cama. No la pisé y miré hacia el otro lado, a mi izquierda. Después de su advertencia de no pisarla, pensé que no era digna de mi mirada. Allí, a la izquierda, había un mueble estantería de madera con pocos libros y muchas piezas. Piezas sin valor, baratijas a los ojos de un profano, pero por un momento me pareció verlo recogiéndolas del suelo como si quisiera llevarse a su casa trozos de mundo que encerraran la esencia de sus antiguos dueños que, por las formas, se intuía que habrían sido femeninas: pequeñas cuentas de collar, minúsculas trabas de pelo,....

Búsqueda

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– Juegas con ventaja. Vas siempre por delante de mi. Tú me desnudas cada vez que quieres y yo no he llegado a ver más allá de tu polla. Así se lo dije. –¿Y él qué hizo? –Él me miró, se sentó en su silla del despacho tras su enorme mesa sobria y marrón y me señaló con un gesto de su cabeza el camino del pasillo, y me dijo: anda y ve tú sola. Soy todo tuyo. Tienes mis puertas abiertas. Mira mis notas, husmea en mis rincones, pero por nada del mundo pises la alfombra de mi habitación. No estás preparada. Debemos hacerlo juntos. Cuando acabes vuelve y dime qué ves. –¿Y entraste? –Sí. Entré. –Cuenta. Título: Muchacha con zarcillo de perlas Aut.: Johannes Vermeer (1.665) Óleo sobre tela 44,5 x 39 cm Casa Maurits (La Haya) –El pasillo de su piso es estrecho, estrecho y corto. Como él, no deja adivinar lo que te vas a encontrar, es un preámbulo descafeinado, una fachada. Es un pasillo cuyo único mobiliario es una estantería con libros, libros que no me decían nada...

Señales

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L ucía se despertó sobresaltada. Fermín, ¿qué es ese ruido? Son los gatos aullando, están en celo, le contesté. Tomó mis manos entre las suyas y las posó en su vientre, como para evitar que se escapara la vida que albergaba dentro. Dan miedo, parecen los llantos de cien niños, no me gustan esos quejidos, me dijo. Duerme tranquila Lucía. Solo son gatos. *** Lucía rompió aguas un siete de febrero por la tarde y pronto se hicieron apremiantes los dolores. Nos cogió por sorpresa porque faltaban algunas semanas para que saliera de cuentas, así que casi no me dio tiempo de prepararlo todo: mantas, paños limpios y el agua caliente, siguiendo las instrucciones que me había dado la partera por la tarde. No puedo evitar leer lo que hay escrito en los estigmas del rostro de las personas, sobre todo cuando estoy intranquilo. Busco en los surcos de la cara el rumbo de los hechos, pero cuando me fijé en la cara de Juana la partera, vi que sus arrugas eran un mapa indescifrable ll...

Santuario

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M i madre no tenía santuario, ni tan siquiera una tumba a la que pudiéramos ir mi hermana gemela Carmen y yo a quejarnos o a rogar. De mi madre no guardo ni las fotos. Las quemé en un ataque de rabia el día que me enteré de su muerte. Cuando se marchó nos dijo que lo hacía porque ya había remado bastante con nosotras, que estaba cansada, que quería vivir, que se ahogaba, y se fugó con aquel tarambana lleno de tatuajes, y no escuchó cuando le decíamos que era quince años más joven que ella y que no la quería más que por su dinero. No nos hizo caso y se lanzó a una vida bohemia y desordenada, como una chiquilla dispuesta a beberse la vida en dos tragos, y empeñó todo lo que tenía en darse gustos grotescos. No nos quedó de ella más que el susurro de su muerte que nos llegó un día desde el Caribe y allí decidimos que se quedara para siempre. Hoy hace un mes su recuerdo me asaltó por casualidad. Paseaba por la calle y me crucé con una señora mayor vestida de un modo extravagante. Me ll...

Marcial carcajada

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Aquella tarde reí. ¡Vaya si reí! La culpa fue de Manso, ese gordo de pelo lacio, ese criador de malvas casi dos horas diarias en el pasillo, justo entre la puerta de Dirección y la del Gimnasio. Manso, el Rey de las gracias. Tenía el don del influjo y nos hacía bailar a su antojo. No en vano nos llevaba ventaja ya que repetir tres cursos le había dado la experiencia necesaria. Su último reto fue hacerme reír justo en el momento en el que estaba prohibido: a la hora en que salíamos del colegio, cuando nuestro silencio estaba acompañado por el Himno Nacional. Esperó diez minutos antes de terminar la última clase para posar su manaza en mi hombro y susurrarme con voz entrecortada por una risa contenida “a que te ríes antes de acabar el Himno. No lo vas a aguantar”. No pude evitar imaginarme de pie, mirando hacia la pizarra, huyendo de los ojos de los compañeros, esperando ese acorde final, un Sol Mayor, creo, que nos indicaba el camino de casa. Su reto burlón se había metido en mi cabeza ...