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6 de noviembre de 2012

Cumplir un sueño (Finalista)


Desde que mi padre me lleva a ver partidos de baloncesto, no dejo de soñar en que algún día me convertiré en un gran jugador de básquet, tal vez de la selección, o quizás de la NBA.
Una luz deslumbra todo... la cancha está abarrotada y nada más encenderse los focos el público grita mi nombre. Mis brazos se agitan... gritan mi nombre más fuerte cuando levanto las manos. Mi cuerpo se abalanza hacia adelante... esquivo a mi rival; el partido recién comenzado y mi primer machaque a la canasta. Siento un fuerte golpe... un jugador me agarra por el cuello y me lanza al suelo. Doy varias vueltas... mi cuerpo empapado en sudor resbala por la pista y tras varias vueltas me estampo contra las vallas publicitarias. Unas luces amarillas parpadean, se acercan... el marcador está parpadeando en el último segundo; estamos a un punto para ganar; tengo que encestar los dos tiros personales; boto la pelota. Miro a mi madre... está callada, no me mira. Miro a la izquierda... mi padre tampoco me mira, parece triste; tengo que encestar y ganar para hacerlo feliz. Me cuesta respirar... mantengo la respiración mientras lanzo y encesto. Dejo de respirar; miro a mi madre y a mi padre; y lo entiendo todo... miro arriba y veo a mi abuelo; salto hacia el cielo rompiéndolo en mil añicos; quiero abrazarlo desde las estrellas; no me deja; me dice que aún no ha llegado mi hora; que luche; que cumpla mi sueño.

10 de octubre de 2011

Érase una vez...


Era muy bajita para jugar a baloncesto, aunque sus “amigas” no la dejaban porque era una pija presumida.
Una tarde lo volvió a intentar. Tras la negativa, estampó contra la canasta una botella de ginebra que llevaba en su cestita. Corrió a refugiarse en una fábrica de chocolate abandonada. Estuvo escondida tres días; llorando y comiendo galletas. Tanto lloró que encogió al mundo. Salió convencida que ahora la dejarían jugar. Al regresar no cabía en la cancha y, exasperada, se arrojó a un agujero bajo un árbol.
La encontraron agonizando en las escaleras del metro, chasqueando los talones, repitiendo sin cesar: “no hay lugar como el hogar”.