Cuando el otro leí que en el aeropuerto de Leipzig habían encontrado un chicle tirado me quedé a bolos. ¿Sólo uno? ¡Leches, menuda noticia! me dije. Pero como soy como soy concluí de inmediato que no podía ser, que ahí había gato encerrado, y que por esos lares tenían que estar utilizando otras estrategias igualmente cerdas a la hora de mandar a cascarla las gomas de mascar, como dejarlas pegoteadas bajo mesas, mostradores, butacas, bancos. También pensé en Ben Wilson, y en que aunque todavía le queda tajo (sólo en las calles del centro de ciudad de México tiene ni más ni menos que 70 de ellos pegados por metro cuadro), quizás estuviésemos ante el principio del fin de su carrera. Tendría poco sentido pintar algo de lo que nadie va a disfrutrar, salvo que nos diese por poner patas arriba el mobiliario antedicho.
Pero la noticia no tenía nada que ver ni con lo cerda que es la humanidad actual ni tampoco ponía en peligro el futuro del amigo Ben, porque era un chicle, sí, pero de hace 7000 años. ¿Un chicle? Pues hombre…, es que así se las ponían a Fernando VII. Como hace 7000 años el aeropuerto de Leipzig tenía muy poco tránsito se ha conservado hasta nosotros en forma de pseudo peloteta con dientecitos marcados y todo ¿Qué va a ser pues? Hoy así uno dura menos de lo que cuesta chupar un espárrago, pero no es nuestro problema si no es nuestro el zapato. Que se espabilen los arqueolocos del futuro. Además se sabe que era de sabor extrafuerte, no porque se le haya vuelto a dar uso, que después de 7000 años mira tú que ascos, sino porque analizado se ha comprobado que era alquitrán, o brea, de corteza de abedul. Vamos, que en comparación las pastillas Fisherman’s Friend son una chuminada.
Chicle pegoteado en asfalto y pintado por Ben Wilson.
Receta de la abuela para obtener alquitrán de corteza de abedul. Ingredientes: Corteza de abedul.
Requerimientos: Sitio al aire; algo para hacer un agujero; madera o carbón para un buen fuego; algo para hacer el fuego; un bote de hojalata, por ejemplo; y una caja, también de hojalata, con tapa.
Proceder: Una vez en un sitio al aire libre se hace un agujero en el que se que introducirá el bote. A continuación se perfora la caja por su base, en su punto más hondo (con un agujero majete en el centro será suficiente). Se introduce en ésta la corteza -mejor “de pie” para que el aceite fluya sin problemas hacia el fondo- y se cierra la caja con su tapa. Habreís deducido ya que de lo que se trata es de que el aceite pase al bote que ya tenemos metido en el agujero que hemos hecho en el suelo, de manera que colocaremos la caja encima del bote. Se pone la madera y/o carbón encima y rodeando la caja y se le prende fuego. En un ambiente reductor –sin oxígeno dentro de la caja- la corteza de abedul no arderá, que es de lo que se trata, pero quedará completamente ennegrecida. El fuego lo mantenemos durante unas horas –dependerá de la cantidad de corteza que se ponga-. Tras esta primera fase tendremos un bote con el aceite generado por la combustión parcial de la corteza. Este aceite hay que reducirlo como si de una salsa se tratara, colocando el bote sobre o al lado de un fuego. En el proceso de reducción se generan gases que no son nada, pero nada buenos, y que por lo tanto es mejor no respirar. Además el aceite es muy inflamable. Para saber cuando la cosa está lista basta con echar una gotita del contenido del bote en agua. Si solidifica, ya está. Cuando lo des por hecho puedes verter el alquitrán, todavía líquido, en recipientes con formas a tu gusto y triunfar repartiéndolo entre los amigos. Sabe fatal cuando se mastica, y no se pueden hacer bombas, pero tiene propiedades antisépticas y la halitosis queda completamente enmascarada.