Tesoros fotográficos
“Digital macht alles kaputt!”, se quejaba la señora desde el otro lado del mostrador, con la mezcla de tristeza y enfado del que sabe que se enfrenta a un rival que le supera tan largamente que lo único razonable es resignarse y esperar el final.
La tienda en cuestión, Foto Bahnhof, al lado de la estación del tren, es una de las últimas tiendas de fotografía que quedan en Salzburgo. Después de responderme que, por desgracia, ya no tenían nada de lo que yo había ido a buscar, le pregunté si ella sabía tal vez de otros establecimientos en la ciudad en dónde aún pudiera encontrarlo. Negando con la cabeza, me hizo una relación de todas las tiendas que ya no existían. La última de ellas, Foto Mayrhofer, cerca del Schranne, cerró definitivamente pocos meses atrás, después de la jubilación de su propietario. Ante mí se encontraba uno de los últimos miembros de una especie casi ya del todo extinguida. La limpia mirada azul celeste de la señora se ensombreció por un instante, al darse cuenta de que yo había comprendido el amargo consecuente del silogismo que no terminó de formular.
El advenimiento de la fotografía digital, que llegó al gran público a mediados de los 90 (del siglo XX), supuso la gota que terminó de llenar el vaso de la democratización de la fotografía. A lo largo del siglo XX la fotografía fue tendiendo cada vez más hacia el ideal del point & shoot, refinando el automatismo hasta el extremo que las únicas acciones que quedaran para al usuario fueran el encuadre y el disparo.
Las ventajas de una cámara digital frente a una cámara de película pueden resumirse en tres: la inmediatez, el bajo coste de operación y la capacidad de almacenaje y compresión. Inmediatez en la revisión de la foto, que aparece en una pantalla más o menos grande, con más o menos píxeles o colores, pocos instantes después de haber disparado. Bajo coste porque la acción de abrir y cerrar el obturador tiene un coste que tiende rápidamente a cero. Compresión porque, gracias a ingeniosos algoritmos, los datos ópticos que capta el sensor ocupan una ínfima parte de la capacidad total de almacenaje del aparato, lo que resulta en una autonomía de operación más que considerable.
La innovación tecnológica tiene innumerables aspectos positivos, pero su lógica implacable deja en la cuneta sin ninguna compasión a tecnologías anteriores, en algunos casos venerables, que dejan de tener sentido, o simplemente de ser rentables, a la luz de la recién llegada. Todos conocemos ejemplos de ello: el CD dejó obsoleta a la cinta de casete, aunque ya hay fecha de caducidad para la existencia del primero, cuyos acordes finales comienzan a oírse ya bajo la batuta de otros formatos digitales como el MP3 o el OGG. Los sensores digitales aplicados a la fotografía han relegado igualmente a las cámaras basadas en película fotosensible a meras piezas de museo, en el mejor de los casos, o a trasto viejo con el que no se sabe qué hacer.
Pero hay tecnologías y tecnologías, y cuando, como en el caso de la fotografía, una tecnología se utiliza como apoyo para la expresión artística, pienso que es saludable renunciar de vez en cuando a los varios automatismos y ventajas que puedan existir porque la creatividad y el ingenio funcionan a menudo de forma mucho más brillante cuando los problemas a resolver en primera línea son las limitaciones técnicas. Creo que la creatividad artística necesita de nuevos retos constantemente, para no caer en la rutina y el aburrimiento.
Todo este largo preámbulo para terminar hablando del nuevo territorio que estoy comenzando a tantear, bastante a ciegas, ¿por qué negarlo?, pero con gran ilusión. Uno de los tesoros fotográficos que nos trajimos de Nueva York el año pasado fue la nueva cámara de juguete de Marona, la Diana Mini, fabricada por Lomography, que utiliza carretes de 35mm y que, a juzgar por la filosofía del movimiento lomográfico, no prima la calidad de las fotografías sino más bien su dinamismo y las variadas distorsiones que produce su lente de plástico. Todas las fotografías que he intercalado hasta ahora en este post han sido tomadas con la Diana Mini.
El segundo tesoro fotográfico, traído esta vez de Barcelona, es una cámara que nos prestó la madre de Marona, una Kodak Retinette 1A que, a juzgar por el número de serie, fue fabricada entre 1963 y 1966, y que hemos hecho arreglar y ajustar. El mecanismo, a pesar de tener casi 50 años a sus espaldas, funciona con una finura y una suavidad que ya quisieran para sí muchas cámaras actuales.
La Retinette te hace pensar de verdad: desde la distancia al sujeto, que hay que medir a ojo y ajustar en la lente sin posibilidad de confirmación, hasta la exposición que, a no ser que se disponga de un fotómetro (no es el caso, aún), hay que estimar echando mano de viejos trucos o del ojo fotográfico que se comenzó a formar cuando decidimos medir la exposición de forma manual también con las cámaras digitales. Aún no he terminado de exponer el primer carrete con la Retinette, pero aprovecho todas las oportunidades que puedo para utilizarla...
(esta foto, que me encanta, me la hizo Marona, ¡más guapa!)
En fin, que es un paso más del volver a los orígenes, del volver a la simplicidad, del que ya hablé con anterioridad, también en contexto fotográfico. Un volver a los orígenes que me gusta porque tengo la sensación de estar haciendo fotografía de verdad. ¿Tal vez sea vanidad? ¿Tal vez sea querer distanciarme de la manada? No lo sé... Aunque el motivo por el que fui a consultar a Foto Bahnhof, pedir consejo sobre cámaras réflex de objetivos gemelos de segunda mano, tal vez sí que me puede dar una pista de que lo que me gusta, en realidad, es que la gente me mire con cara de haber visto a la Virgen de Lourdes cuando saco cámaras sin pantalla trasera de sus venerables estuches de cuero y me pongo a fotografiar con ellas.