Una de las consecuencias del enorme éxito que ha tenido, evolutivamente hablando, la especie humana es la cada vez mayor acusada pérdida de contacto con la Naturaleza. Vivimos dentro de "cajas" de piedra, hormigón o ladrillo, a varios metros sobre el nivel del suelo, podemos pasar días enteros sin tocar tierra con nuestras manos, bebemos el agua embotellada y comemos productos que vienen en bandejitas blancas envueltos en plástico transparente.
Ciertas habilidades que tenían nuestros ancestros han desaparecido sin dejar rastro (de la misma forma que lo harán, con toda probabilidad, nuestros dedos de los pies). Otras aún están ahí, pero me resulta más que dudoso que nos pudieran servir, en su estado actual, para sobrevivir y progresar en el entorno más bien hostil en que vivieron los primeros primates superiores.
Pensaba yo en esto ayer, cuando en una excursioncilla por las orillas del Danubio en el Wachau, descubrí unas espigas que, con toda seguridad, eran las mismas que había en el patio de mi escuela, con las que jugábamos de pequeños arrancándolas de cuajo entre el dedo índice y el pulgar (aún puedo recordar perfectamente el ruido como de rasgado que producían al ir formando un bonito "erizo" entre mis dedos) para lanzárselas a los compañeros, puesto que quedaban pegadas a la ropa, en especial a los jerseys de lana. (*)
Lo curioso del caso es que fui muy consciente de cómo el recuerdo se formó en mi mente, primero ver las espigas a la margen del camino, luego imaginarme a mí mismo arrancándolas, luego tocarlas, luego recordar el ruido, luego descubrir la calidez del recuerdo ...
Por el contrario, cuando algún olor me despierta un recuerdo, al menos en mi caso, el recuerdo está ahí de forma inmediata, instantánea, como si la nariz tuviera línea directa con la memoria. Y a pesar que a menudo se trata de recuerdos que creía olvidados, en realidad tan sólo requieren del olor preciso para reparecer en todo su esplendor, con todo lujo de detalles, como si estuviera reviviendo aquello una vez más.
Siempre he creído tener un olfato bastante fino. Supongo que es para compensar la miopía y una ligera dureza de oído que se va acentuando con el tiempo. Y es curioso, porque creo que, de todos los sentidos, el olfato es de los que tienen una conexión más directa con el cerebro. Y no precisamente con la parte más consciente del cerebro, sino con los "bajos fondos", con aquella capa cerebral que controla los instintos y las bajas pasiones. Porque el olfato ya estaba ahí mucho antes que se formara la consciencia, y la memoria seguramente también estaba ahí antes que la consciencia.
Me gusta cuando voy en bicicleta hacia la oficina porque, en esta época, puedo oler donde hay matas de Bärlauch a pesar de ser incapaz de verlas (ya comenté lo de la miopía, ¿verdad? ;)). Me encantan los distintos olores que llenan los pasajes de Salzburgo según el día de la semana, según la hora, según el pasaje. Los sábados por la mañana el pasaje que parte de la casa natal de Mozart y llega a la Universitätsplatz huele a horno de carbón y a salchichas. Cerca de la Konditorei Schatz siempre huele a pasteles. El pasaje del Balkan Grill huele a misteriosa mezcla de especias y el pasaje del restaurante japonés Nagano huele, a veces, a salsa de soja y a algas.
Me gusta el sentido del olfato, porque representa un testimonio de nuestro pasado silvestre, cuando distinguir la procedencia de un olor amenazante o de una fuente de alimento podían marcar la diferencia entre sobrevivir o morir. Porque nos recuerda que no somos más que animalejos, algo evolucionados, eso sí, pero animalejos al fin y al cabo. Me gusta porque se me acelera el pulso al sentir el olor de alguien querido que se acerca por detrás. Me gusta a pesar que a veces, cuando alguien se pasa con el perfume o la colonia, muera por ahogamiento en el ascensor. Me gusta porque, de vez en cuando, me trae recuerdos de mi infancia, de cuando en el patio del cole nos lanzábamos espigas los unos a los otros, cuando no nos había llegado aún la época de ir persiguiendo a las niñas...
(*) Me dice Mar que ellos las llamaban plantas de los novios, porque el número de espigas que se te quedaban clavadas representaba el número de novios/-as que tenías.