
Desde su infancia, Cándido Giménez parecía estar condicionado por su nombre.
Su inocencia siempre estaba varios peldaños por detrás de las de otros niños de su misma edad.
En los primeros años de su educación primaria fué blanco permanente de las burlas de sus compañeros, ya que cuando jugaban a las escondidas, Cándido en lugar de correr a buscar un lugar seguro en donde esconderse, se quedaba en el medio del patio de recreos muy quietito, con los ojos tapados en la creencia de que como él no veía a sus compañeritos, estos tampoco podían verlo a él. Nunca dejaba de sorprenderle la habilidad de los otros niños para encontrarlo cuando escuchaba “piedra libre para el pelotudo de Cándido!” justo antes de recibir un empujón o una patada en el culo.
Promediando los años de secundaria, Cándido defendía con fervor la existencia de Papá Noel y el Ratón Pérez ante sus compañeros, que cuando se cansaban de burlarse, solían escupirle su almuerzo o golpearlo con el puño cerrado en la boca para que pusiera alguna pieza dental bajo la almohada.
Para cuando ingresó a la universidad todavía no había tenido contacto alguno con el sexo opuesto y cuando sus amigos, para divertirse le preguntaban como venían los niños al mundo, este se descolgaba con un confuso mix entre la cigüeña, los repollos y el hombre de la bolsa.
Ya pasados los veinte años, este estado de inocencia que a esta altura había derivado en pelotudez, le jugó realmente una mala pasada.
Había ido entusiasmadísimo a ver el pesebre viviente que organizaba la Municipalidad de Ranelagh, en donde por fin conocería en persona a Melchor, Gaspar y Baltasar. Había ido absolutamente solo, ya que a esta altura ni su madre lo soportaba. Luego de haber hecho la cola junto a niños que no superaban los 5 años y el metro diez de altura, Cándido con veiticinco y su metro ochenta y dos por fin vió cara a cara a esos tres personajes que lo habían desvelado las noches de los primeros días de Enero desde que tenía uso de memoria.
Ahí estaban Melchor, Gaspar y Baltasar, y sus fieles camellos para los cuales había juntado agua y pasto cada año.
Las raídas vestiduras, los toscos modales y hasta el rancio olor a vino de caja que despedían los tres reyes no desalentó en absoluto al muchacho que estaba emocionado hasta las lágrimas.
Una vez frente a Melchor, este lo miró de arriba abajo durante unos segundos para luego acercarse a cinco centímetros de la cara de Cándido y decirle: “y vo’ quiacé acá?”
El jóven, invadido por la emoción le respondió con una voz levemente aflautada: “después de tantas noches de desvelo, vine a conocer a mis reyes”
Melchor vovió a semblantear a Cándido de arriba abajo con los ojos inyectados en sangre. Luego dirigió la vista a sus compañeros con una desdentada sonrisa a la que Baltasar (un senegalés indocumentado) le respondió en un paupérrimo castellano: “deci que venga que muestro cameio”
El jóven emocionado accedió a la invitación y se apresuró a pasar detrás del improvisado pesebre.
De a uno entonces fueron pasando a la trastienda los monarcas para explicarle detenidamente la dolorosa verdad de la vida; que los Reyes Magos no existen, que ellos estaban cumpliendo una “probation”, que Papá Noel tampoco pero que igualmente estaba viniendo en el 603 a visitarlo, y que la semillita para hacer bebés se aplicaba con “eso” que Baltasar blandía entre sus manos cual espada mandoble.
Fue un crudo espectáculo sobre el cual no queremos entrar en detalles; el caso es que hoy en día, este pibe no te cree ni en Dios.