Nunca me gustaron
los espejos. En realidad, nunca me ha gustado el reflejo que éste me devuelve.
Un tema que he meditado y reflexionado tanto que ya me canso a mí misma. Mi
parte racional, la mujer inteligente que soy y sé de ser, le daría un cachetazo
al mejor estilo novela mexicana, a esa otra yo insegura y con poquísima
autoestima.
Sin embargo, sí
hay algo que siempre me ha gustado de mí: mis ojos. Pequeños. Profundos.
Oscuros. Casi negros, como una noche sin luna; como un pozo sin fondo.
Entonces sí, me
detengo frente al espejo y me miro. La miro. Y pienso.
¿Cómo es posible
que no lo vean? ¿Que no se den cuenta?
Y es que no, no me
conocen. Creen hacerlo. Pero sólo ven la superficie. Se detienen en mi boca y
sus sonrisas; esas que me dan un aire despreocupado, como si nada me aquejara o
me tocara. Confunden ciertos gestos, formas de pensar o enfrentar la vida, con ingenuidad
de parte mía. No falta quien
sólo vea esas curvas que no son las de mis sonrisas justamente. E imaginan con ellas, en
ellas, cosas que nunca ocurrirán.
Porque no, no me
conocen. Porque no ven lo otro. No ven la
oscuridad. No ven la fuerte racionalidad que siempre acompaña cada una de mis
acciones. No ven la fríaldad de la que puedo ser capaz. Porque como quien entra
en una librería y se deja conquistar de un libro por su tapa y no logra leer
entre líneas, mucho menos comprender esas letras que se tienen delante; se
detienen en mi superficie.
Por eso no, no me
conocen. Y entonces llega lo obvio... me subestiman. Y eso, aunque suene muy
contradictorio, me encanta.
Entre cierro mis ojos y sonrío. Porque yo sí me conozco... los conozco.