Mijail Bakunin - El Patriotismo
Mijail Bakunin - El Patriotismo
Mijail Bakunin - El Patriotismo
Mijail Bakunin
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EL PATRIOTISMO
LA COMUNA DE PARÍS Y LA
NOCIÓN DE ESTADO
Mijail Bakunin
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ÍNDICE
ÍNDICE.............................................................................................................................................3
PRESENTACIÓN ...........................................................................................................................4
EL PATRIOTISMO........................................................................................................................5
I ..........................................................................................................................................................5
II ........................................................................................................................................................8
III.....................................................................................................................................................11
IV .....................................................................................................................................................14
V.......................................................................................................................................................17
VI .....................................................................................................................................................21
VII ...................................................................................................................................................26
VIII..................................................................................................................................................29
IX .....................................................................................................................................................33
X.......................................................................................................................................................35
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Mijail Bakunin
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PRESENTACIÓN
Miguel Bakunin, el conocido anarquista ruso que polemizó tan agriamente con
Carlos Marx en el seno de La Primera Internacional, fue un crítico acérrimo tanto de la
noción del patriotismo como de la idea misma del Estado.
Incluimos aquí sus escritos sobre el patriotismo, mismos que fueron por primera
vez publicados, a manera de cartas, en el periódico suizo Le Progrés durante el año de
1869. Bakunin exterioriza sus pensamientos sobre el tema de una manera quizá, para
algunos, bastante cruda.
El otro escrito, La comuna de París y la noción del Estado, constituye, sin duda,
una de las más interesantes obras del anarquista ruso. Obra corta, por desgracia
inconclusa, en la que substancialmente el autor se explaya sobre las dos instituciones
que, en su opinión, deben desaparecer para dejar libre el camino al desenvolvimiento
social: la Iglesia y el Estado.
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EL PATRIOTISMO
Amigos y hermanos:
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Ya se sabe que todos los actores principales de la primera revolución, han sido
francmasones y que, cuando estalló esa revolución, encontró, gracias a la
francmasonería, amigos y cooperadores dispuestos y poderosos en todos los demás
países, lo que seguramente contribuyó a su triunfo; pero también es evidente que el
triunfo de la revolución mató a la francmasonería, porque la revolución había colmado
los votos de la burguesía, dándole un sitio en la aristocracia nobiliaria: la burguesía,
decimos, después de haber sido largo tiempo una clase explotada y oprimida, ha llegado
a ser, naturalmente, la clase privilegiada explotadora, conservadora y reaccionaria, la
amiga y sostén más firme del Estado de Napoleón; la francmasonería llegó a ser, en una
gran parte del continente europeo, una institución imperial.
Entonces, la burguesía había ido de buena fe, había creído seria y sencillamente
en los derechos del hombre; había ido inspirada e impulsada por el genio de la
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demolición y de la reconstrucción, y se encontraba en la plena posesión de su
inteligencia y en el pleno desarrollo de su fuerza; no conocía aún que la separaba del
pueblo un abismo; se creía, se sentía y lo era realmente, la representación del pueblo. La
reacción termidoriana y la conspiración de Babeuf le han quitado esa ilusión. El abismo
que separa al pueblo trabajador de la burguesía explotadora y dominadora, se ha
ensanchado, y lo menos que se necesita para llenarle es todo el cuerpo, toda la
existencia privilegiada de los burgueses, en una palabra, la burguesía entera.
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II
Los burgueses del siglo pasado eran gigantes, en comparación de los cuales,
aparecen como pigmeos los más osados de la burguesía de este siglo.
Esta verdad tan evidente y tan sencilla era aún desconocida a fines del siglo
XVIII, y cuando Babeuf planteó la cuestión económica y social, el poder de la
revolución estaba ya quebrantado. Pero no por eso deja de pertenecer a este último el
honor inmortal de haber suscitado el más grande problema que se ha planteado en la
Historia: el de la emancipación de la humanidad entera.
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En comparación con este inmenso programa, veamos qué fin perseguía el
programa del liberalismo revolucionario en la época de la Restauración y de la
Monarquía de julio.
Pero esto no era entonces más que un trabajo secreto, cuyas manifestaciones no
se dejaron sentir hasta más tarde, bajo la Monarquía de julio, y bajo la Restauración no
fue percibido por la clase burguesa. El pueblo, la masa de los trabajadores permaneció
tranquila y no reivindicó nada para ella todavía.
Claro está que si el espectro de la justicia popular no era en aquella época lo que
debía ser, se debía a la mala conciencia de los burgueses. ¿De dónde provenía esta mala
conciencia? Los burgueses que vivían bajo la Restauración, ¿eran, como individuos,
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más malos que sus padres, que habían hecho la Revolución de 1789 y de 1793? Nada de
eso.
Eran poco más o menos los mismos hombres, pero colocados en otro medio, en
otras condiciones políticas, enriquecidos con una nueva experiencia, y, por
consiguiente, con otra conciencia.
Los burgueses del siglo anterior habían creído sinceramente que, emancipándose
del yugo monárquico, clerical y feudal, emancipaban con ellos a todo el pueblo. Esta
sencilla y sincera creencia, fue la fuente de su heroica audacia y de su poder
maravilloso. Se sentían unidos a todos y marchaban al asalto llevando con ellos la
fuerza y el derecho de todo el mundo; gracias a este derecho y a ese poder popular que
se había encarnado en su clase, los burgueses del siglo último, pudieron escalar y tomar
la fortaleza del Poder público que sus padres habían codiciado durante tantos siglos;
pero en el momento que plantaban su bandera, se hizo una nueva ley en su espíritu; en
cuanto conquistaron el Poder, comenzaron a comprender que entre sus intereses
burgueses y los intereses de las masas populares, no había nada de común y que, por el
contrario, había una oposición radical, y que el poder y la prosperidad exclusivas de la
clase pudiente no podría apoyarse más que en la miseria y en la dependencia política y
social del proletariado.
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III
Hasta 1848 estuvo aún llena de vigor. Sin duda, su espíritu no tenía esa savia
vigorosa que en el siglo XVI y en el siglo XVIII la habían hecho crear un mundo nuevo;
no era el espíritu heroico de una clase que había tenido todas las audacias, porque tenía
necesidad de conquistar; era el espíritu sabio y reflexivo de un nuevo propietario que,
después de haber adquirido un bien ardientemente deseado, le hace prosperar y valer.
Lo que caracteriza sobre todo el espíritu burgués en la primera mitad de este siglo, es
una tendencia casi exclusivamente utilitaria.
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En el mundo animal, este combate se hace sin ideas y sin frases y también sin
solución; mientras exista la Tierra, el mundo animal se devorará entre sí; esta es la
condición natural de la vida. Los hombres, animales carnívoros por excelencia, han
empezado su historia por la antropofagia y tienden hoy a la asociación universal, a la
producción y al goce colectivo. Pero entre estos dos términos, ¡qué tragedia existe tan
sangrienta y horrible! Y aún no hemos acabado con esa tragedia. Después de la
antropofagia vino la esclavitud, después el servilismo, después el servilismo asalariado,
al cual debe suceder primero el día terrible de la justicia, y más tarde, la era de la
fraternidad.
He aquí fases por las cuales el combate animal por la vida se transforma
gradualmente, en la historia, en la organización humana de la vida. Y en medio de esta
lucha fratricida de los hombres contra los hombres, en este encarnizamiento mutuo, en
este servilismo y en esta explotación de los unos por los otros, que, cambiando de
nombre y de forma, se ha mantenido a través de todos los siglos hasta los nuestros, ¿qué
papel desempeña la religión?
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idealismo, tanto religioso como metafísico: despreciar el mundo real, y, despreciándolo,
explotarlo, de donde resulta que tanto idealismo engendra necesariamente la hipocresía.
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IV
¿Qué es el Estado? Es, nos contestan los metafísicos y los doctores en derecho,
la cosa pública, los intereses, el bien colectivo y el derecho de todo el mundo, opuestos
a la acción disolvente de los intereses y de las pasiones egoístas de cada uno. Es la
justicia y la realización de la moral y de la virtud sobre la Tierra.
Por consecuencia, no hay acto más sublime ni más grande deber para los
individuos que sacrificarse, que entregarse, y en caso de necesidad, morir por el triunfo,
por la potencia del Estado.
He ahí en pocas palabras toda la teología del Estado. Veamos ahora si esa
teología política, lo mismo que la teología religiosa, oculta bajo muy bellas y muy
poéticas apariencias, realidades muy comunes y muy sucias.
Analicemos primeramente la idea misma del Estado, tal como nos la representan
sus propugnadores. Es el sacrificio de la libertad natural y de los intereses de cada uno,
de los individuos tanto como de las unidades colectivas, comparativamente pequeñas:
asociaciones, comunas y provincias, a los intereses y a la libertad de todo el mundo, a la
prosperidad del gran conjunto. Pero ese todo el mundo, ese gran conjunto, ¿qué es en
realidad? Es la aglomeración de todos los individuos y de todas las colectividades
humanas más restringidas que lo componen. Pero desde el momento que para
componerlo y para coordinarse en él, todos los intereses individuales y locales deben ser
sacrificados, el todo que supuestamente les representa, ¿qué es en efecto? No es el
conjunto viviente, que deja respirar a cada uno a sus anchas y se vuelve tanto más
fecundo, más poderoso y más libre cuanto más plenamente se desarrollan en su seno la
plena libertad y la prosperidad de cada uno; no es la sociedad humana natural, que
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confirma y aumenta la vida de cada uno por la vida de todos; es, al contrario, la
inmolación de cada individuo como de todas las asociaciones locales, la abstracción
destructiva de la sociedad viviente, la limitación, o por decir mejor, la completa
negación de la vida y del derecho de todas las partes que componen ese todo el mundo,
por el llamado bien de todo el mundo; es el Estado, es el altar de la religión política
sobre el cual siempre es inmolada la sociedad natural: una universalidad devoradora,
que vive de sacrificios humanos como la Iglesia. El Estado, lo repito, es el hermano
menor de la Iglesia.
Para probar este identidad de la Iglesia y del Estado, ruego al lector que
verifique este hecho: que la una y el otro están fundados esencialmente en la idea del
sacrificio de la vida y del derecho natural, y que parten igualmente del mismo principio:
el de la maldad natural de los hombres, que no puede ser vencida, según la Iglesia, más
que por la gracia divina y por la muerte del hombre natural en Dios, y según el Estado,
por la ley, y por la inmolación del individuo ante el altar del Estado. La una y el otro
tienden a transformar al hombre, la una en un santo, el otro en un ciudadano. Pero el
hombre natural debe morir, porque su condena es unánimemente pronunciada por la
religión de la Iglesia y por la del Estado.
Tal es su pureza ideal: la teoría idéntica de la Iglesia y del Estado. Es una pura
abstracción; pero toda abstracción histórica supone hechos históricos. Estos hechos,
como lo he dicho ya en mi artículo precedente, son de una naturaleza enteramente real,
enteramente brutal: es la violencia, el despojo, el sometimiento, la conquista. El hombre
está formado de tal manera que no se contenta con hacer, tiene además necesidad de
explicarse y de legitimar, ante su propia conciencia y a los ojos de todo el mundo, lo
que ha hecho.
La religión llega a punto para bendecir los hechos consumados y, gracias a esta
bendición, el hecho inicuo y brutal se transforma en derecho. La ciencia jurídica y el
derecho político, como se sabe, han nacido de la teología y más tarde de la metafísica,
que no es otra cosa que una teología disfrazada que tiene la ridícula pretensión de no
querer ser absurda y se esfuerza vanamente en darse el carácter de ciencia.
Veamos ahora esta abstracción del Estado, paralela a la abstracción histórica que
se llama Iglesia, qué papel juega y continúa jugando en la vida real y en la sociedad
humana. He dicho que el Estado, por su mismo principio, es un inmenso cementerio;
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Por el contrario, todos los Estados en los cuales los pueblos puedan aún respirar,
son, desde el punto de vista del ideal, Estados incompletos, como todas las Iglesias, en
comparación de la Iglesia Católica Romana son Iglesias incompletas.
El Estado es una abstracción devoradora de la vida popular; mas para que una
abstracción pueda nacer, desarrollarse y continuar, es preciso que haya un cuerpo
colectivo real que esté interesado en su existencia. Esto no puede serlo la masa popular,
porque es precisamente la víctima. El cuerpo sacerdotal del Estado debe ser un cuerpo
privilegiado, porque los que gobiernan el Estado son como los sacerdotes de la religión
en la Iglesia.
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V
2º el elemento económico;
3º el elemento político y;
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poderosa, la que se adapta mejor a las condiciones particulares del clima y del suelo,
como se desarrolla siempre con un vigor relativamente grande, tiende a matar a las
otras; es una lucha silenciosa, pero sin tregua, y precisa toda la enérgica intervención del
hombre para proteger contra esta invasión a las plantas que prefiere.
Pero al lado de esta ley fundamental de la naturaleza viviente hay otra también
muy esencial: la de la reproducción. La primera tiende a la conservación de los
individuos, la segunda a la constitución de las familias.
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Los individuos, para reproducirse, impulsados por una necesidad natural, buscan
para unirse los individuos que por su organización se les parecen más. Hay diferencias
de organización que hacen la unión estéril y a veces imposible. Esta imposibilidad es
evidente entre el mundo vegetal y el mundo animal; pero en este último, la unión de los
cuadrúpedos, por ejemplo, con los pájaros y los peces, los reptiles o los insectos, es
igualmente imposible. Si nos limitamos a los cuadrúpedos, encontraremos la misma
imposibilidad entre dos grupos diferentes y llegamos a la conclusión de que la
capacidad de la unión y el poder de la reproducción no es real para cada individuo sino
en una esfera muy limitada de individuos que están dotados de una organización
idéntica o aproximada a la suya, constituyendo con él el mismo grupo o la misma
familia.
Ya se sabe que todo animal busca naturalmente la unión con el ser que más se le
parezca, de donde resulta el desarrollo de una gran cantidad de variedades dentro de la
misma especie; y como las diferencias que separan todas estas variaciones se fundan
principalmente en la reproducción, y la reproducción es la única base de toda
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VI
Es evidente que el primero es más completo que el último, puesto que éste no
implica más que la solidaridad de los individuos en manada y el primero añade a la de
los individuos la del suelo y el domicilio que habitan.
La costumbre, para los animales lo mismo que para los hombres, constituye una
segunda naturaleza, y ciertas maneras de vivir están mejor determinadas, más fijas entre
los animales colectivamente sedentarios que entre las manadas vagabundas; y las
diferentes costumbres y las maneras particulares de existencia constituyen un elemento
esencial del patriotismo.
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para que todos sus individuos, olvidando sus discordias civiles, se unan contra cada
intruso que llegue de una colectividad extraña.
Ved los perros de un pueblo, por ejemplo. Los perros no forman, por regla
general, República colectiva; abandonados a sus propios instintos, viven errantes como
los lobos y sólo bajo la influencia del hombre se hacen animales sedentarios, pero una
vez domesticados constituyen en cada pueblo una especie de República fundada en la
libertad individual, según la fórmula tan querida de los economistas burgueses; cada
uno para sí y el diablo para el último. Cuando un perro del pueblo vecino pasa solo por
la calle de otro pueblo, todos sus semejantes en discordias se van en masa contra del
desdichado forastero.
Yo pregunto, ¿no es esto la copia fiel o mejor dicho el original de las copias que
se repiten todos los días en la sociedad humana? ¿No es una manifestación perfecta de
ese patriotismo natural del que yo he dicho y repito que no es más que una pasión
brutal? Bestial, lo es, sin duda, porque los perros incontestablemente son bestias, y el
hombre, animal como el perro y como todos los animales en la Tierra, pero animal
dotado de la facultad fisiológica de pensar y hablar, comienza su historia por la
bestialidad para llegar, a través de los siglos, a la conquista y a la constitución más
perfecta de su humanidad.
Una vez conocido el origen del hombre, no hay que extrañarse de su bestialidad,
que es un hecho natural, entre otros hechos naturales, ni indignarse contra ella, pues no
es preciso combatirla con energía, porque toda la vida humana del hombre no es más
que un combate incesante contra su bestialidad natural en provecho de su humanidad.
Yo he querido hacer constar solamente que el patriotismo que nos cantan los
poetas, los políticos de todas las escuelas, los gobernantes y todas las clases
privilegiadas como una virtud ideal y sublime, tiene sus raíces, no en la humanidad del
hombre, sino en su bestialidad.
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morales y una multitud de ideas y de representaciones falsas o verdaderas con diferentes
costumbres religiosas, económicas, políticas y sociales; todo esto constituido en tantos
elementos de patriotismo natural del hombre, mientras todas estas cosas, combinándose
de una manera o de otra, forman, con una colectividad cualquiera, un modo particular
de existencia, de una manera tradicional de vivir, de pensar y de obrar distinto de las
otras.
El animal está evidentemente mucho más ligado que el hombre a las costumbres
tradicionales de la colectividad de que forma parte; en él, esa adhesión patriótica es
fatal, e incapaz de defenderse por sí mismo, no se libra alguna veces más que por la
influencia del hombre; lo mismo pasa en las colectividades humanas; cuanto menor es
la civilización, menos complicado y más sencillo es el fondo de la vida social y más
natural el patriotismo, es decir, la adhesión instintiva de los individuos por todas las
costumbres naturales, intelectuales y morales que constituyen la vida tradicional de una
colectividad particular, así como es más intenso el odio por todo lo que se diferencia y
es considerado extranjero. De aquí resulta que el patriotismo natural, esté en razón
inversa de la civilización, es decir, del triunfo de la humanidad en las sociedades
humanas.
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Hoy, este horror patriótico por el extranjero, sólo se encuentra en los pueblos
salvajes; aunque también se encuentra en los pueblos medios salvajes de Europa a quién
la civilización burguesa no se ha dignado civilizar, pero en cambio no se olvida nunca
de explotar. Hay en las grandes capitales de Europa, en el mismo París y en Londres
sobre todo, calles abandonadas a una multitud miserable quien nadie ha sacado de su
oscuridad; basta que se presente un extraño para que una multitud de seres humanos
miserables, hombres, mujeres y niños casi desnudos llevando impresa en su rostro y en
toda su persona las señales de la miseria más espantosa y de la más profunda abyección,
le rodeen, le insulten y algunas veces le maltraten, sólo porque es extranjero. ¿Este
patriotismo brutal y salvaje, no es la negación absoluta de todo lo que se llama
humanidad?
Y sin embargo, hay periódicos burgueses muy bien escritos, como el Journal de
Genève, por ejemplo, que no siente vergüenza alguna explotando ese prejuicio tan poco
humano y esa pasión bestial. Quiero, sin embargo, hacerles la justicia de reconocer que
los explotan sin participar de sus opiniones y sólo encuentran interés en explotarlos, lo
mismo que sucede con los sacerdotes de todas las religiones, que predican las necedades
religiosas, sin creer en ellas, sólo porque el interés de las clases privilegiadas está en que
las masas populares continúen creyéndolas. Cuando el Journal de Genéve se encuentra
falto de argumentos y de pruebas, dice: esto es una cosa, una idea, un hombre
extranjeros, y tiene formada tan mezquina idea de sus compatriotas, que espera que le
bastará pronunciar la terrible palabra extranjero, para que, olvidando sentido común,
humanidad y justicia, se pongan todos a su lado.
No soy ginebrino, pero respeto mucho a los habitantes de Ginebra, para no creer
que el Journal se equivoca, pues sin duda, no querrán sacrificar la humanidad a la
bestialidad, explotada por la angustia.
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(Del periódico ginebrino Le Progrès, de junio de 1869).
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VII
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emplear constantemente la fuerza de voluntad, es decir, la costumbre de querer extirpar
las malas costumbres, que circunstancias independientes de nosotros mismos han
desarrollado en nosotros, y reemplazarlas por otras buenas; para humanizar una
sociedad entera, es preciso destruir sin piedad todas las causas, todas las condiciones
económicas, políticas y sociales que producen en los individuos la tradición del mal y
reemplazarlas por condiciones que tengan por consecuencia necesaria engendrar en esos
mismos individuos la práctica y la costumbre del bien.
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En Suiza, sobre todo en los cantones primitivos, ¿no vemos con frecuencia el
patriotismo local luchar contra el patriotismo cantonal y a éste contra el patriotismo
político, nacional, de la confederación republicana?
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VIII
Es verdad que los teólogos tienen un excelente argumento para explicar esta
contradicción.
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El mundo había sido creado perfecto, dicen, y reinó primero una democracia
absoluta, hasta que pecó el hombre, y entonces Dios, furioso contra él, maldijo al
hombre y al mundo.
Esta explicación es tanto más edificante cuanto que está llena de absurdos, y ya
se sabe que en el absurdo consiste toda la fuerza de los teólogos.
Para ellos, cuanto más absurda e imposible es una cosa, más verdad es. Toda
religión no es otra cosa que la deificación del absurdo.
Así, Dios, que es perfecto, ha creado un mundo perfecto, pero esta perfección
puede atraer sobre ella la maldición de su creador, y después de haber sido una
perfección absoluta, se convierte en una absoluta imperfección. ¿Cómo la perfección ha
podido llegar a la imperfección? A esto responderán que, precisamente porque el
mundo, aunque perfecto en el momento de la creación, no era, sin embargo, una
perfección absoluta. Sólo Dios, siendo absoluto, es más perfecto. El mundo no era
perfecto más que de una manera relativa y en comparación de lo que es ahora.
Pero entonces, ¿por qué emplear la palabra perfección que no lleva nada de
relativo? La perfección, ¿no es necesariamente absoluta? Decid entonces que Dios
habría creado un mundo imperfecto, aunque mejor que el que vemos ahora; pero si no
era más que mejor, si era ya imperfecto al salir de las manos del creador, no presentaba
esa armonía y esa paz absoluta de la que los señores teólogos no dejan de hablar, y
entonces preguntamos: ¿Todo creador, según vuestro propio dicho, no debe ser juzgado
según su creación, como el obrero según su obra? El creador de una cosa imperfecta es
necesariamente un creador imperfecto; siendo el mundo imperfecto, Dios, su creador, es
necesariamente imperfecto, porque el hecho de haber creado un mundo imperfecto no
puede explicarse más que por su falta de inteligencia, o por su impotencia, o por su
maldad. Pero dirán: el mundo era perfecto, sólo que era menos perfecto que Dios; a esto
responderé que, cuando se trata de la perfección, no se puede hablar de más o de menos,
la perfección es completa, entera, absoluta, o no existe. De modo que, si el mundo era
menos perfecto que Dios, el mundo era imperfecto; de donde resulta que Dios, creador
de un mundo imperfecto, era él mismo imperfecto.
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perfecciones podían existir separadas la una de la otra? La perfección no puede ser más
que única, no permite que sean dos, porque siendo dos, la una limita a la otra y la hace
necesariamente imperfecta, de modo que, si el mundo ha sido perfecto, no ha habido
Dios dentro ni fuera de él, el mundo mismo era Dios; otra pregunta: si el mundo ha sido
perfecto, ¿cómo ha hecho para decaer? ¡Linda perfección la que puede alterarse y
perderse! ¡Y si se admite que la perfección puede decaer, Dios puede decaer también!
Lo que quiere decir que Dios ha existido en la imaginación creyente de los hombres,
pero la razón humana, que triunfa cada vez más en la Historia, lo destruye.
En fin, ¡es muy singular este Dios de los cristianos! Crea al hombre de manera
que pueda y deba pecar y caer. Teniendo Dios entre todos sus atributos la omnisciencia,
no podía ignorar, al crear al hombre, que caería; y puesto que Dios lo sabía, el hombre
debía caer; de otra manera hubiera dado un solemne mentís a toda la omnisciencia
divina. ¿Que nos hablan de la libertad humana? ¡Había fatalidad! Obedeciendo a esta
pendiente fatal (lo que cualquier sencillo padre de familia hubiera previsto en el lugar de
Dios), el hombre cae, y he aquí a la divina perfección llena de terrible cólera, una cólera
tan ridícula como odiosa. Dios no maldijo solamente a los infractores de su ley, sino a
toda la descendencia humana que aún no existía, y, por consecuencia, era absolutamente
inocente del pecado de nuestros primeros padres, y, no contento con esta injusticia,
maldijo ese mundo armonioso que no tenía nada que ver y lo transformó en un
receptáculo de crímenes y horrores, en una perpetua carnicería. Después, esclavo de su
propia cólera y de la maldición pronunciada por sí mismo contra los hombres y el
mundo, contra su propia creación, y acordándose un poco tarde de que era un Dios de
amor, ¿qué hizo? No era bastante haber ensangrentado el mundo con su cólera, por lo
que ese Dios sanguinario vertió la sangre de su mismo Hijo, lo inmoló bajo el pretexto
de reconciliar al mundo con su Divina Majestad. ¡Todavía si lo hubiera logrado! Pero,
no; el mundo animal y humano quedó destrozado y ensangrentado, como antes de esa
monstruosa redención. De donde resulta claramente que el Dios de los cristianos, como
todos los dioses que le han precedido, es un Dios tan impotente como cruel y tan
absurdo como malvado.
¡Y absurdos parecidos son los que quieren imponer a nuestra libertad y a nuestra
razón! ¡Con semejantes monstruosidades pretenden moralizar y humanizar a los
hombres! Que los teólogos tengan el valor de renunciar francamente a la humanidad y a
la razón. No es bastante decir con Tertuliano: Credo quiz absurdum (Creo aunque sea
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absurdo), puesto que tratan de imponernos un cristianismo por medio del látigo como
hace el Zar de todas las Rusias; por la hoguera, como Calvino; por la Santa Inquisición,
como los buenos católicos; por la violencia, la tortura y la muerte, como querían hacerlo
los sacerdotes de todas las religiones posibles; que ensayen todos esos lindos medios,
pero no esperen nunca triunfar de otra manera. En cuanto a nosotros, dejemos de una
vez para siempre todos estos absurdos y estos horrores divinos con los que creen
locamente poder explotar largo tiempo a la plebe y a las masas obreras en su nombre, y,
volviendo a nuestro razonamiento humano, recordemos siempre que la luz humana, la
única que puede iluminarnos, emanciparnos y hacernos dignos y dichosos, no está al
principio, sino, relativamente al tiempo que vivimos, al fin de la Historia, y que el
hombre, en su desarrollo histórico, ha partido de la brutalidad para arrivar a la
humanidad.
No miremos nunca atrás, siempre adelante, porque adelante está nuestro sol y
nuestro bien, y si nos es permitido y si es útil mirar alguna vez atrás, no es más que para
justificar lo que hemos sido y lo que no debemos ser, lo que hemos hecho y lo que no
debemos hacer jamás.
¿Es posible que esta ley fatal de la vida natural, sea también la del mundo
humano y social?
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IX
Los hombres, ¿están condenados por su naturaleza a devorarse entre sí para vivir
como lo hacen los animales de otras especies?
Tal es la realidad a la vez cruel y brutal que los dioses de todas las religiones, los
dioses de las batallas, no han dejado nunca de bendecir, empezando por Jehová, el Dios
de los judíos, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que mandó a su pueblo elegido
exterminar a todos los habitantes de la Tierra prometida, y acabando por el Dios
católico representado por los Papas, que en recompensa del exterminio de los paganos,
de los mahometanos y de los herejes, dieron las tierras de estos desgraciados a sus
dichosos exterminadores. A las víctimas, el infierno; a los verdugos, los despojos, los
bienes de la tierra; tal es el fin de las guerras más santas, de las guerras religiosas.
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Pero hasta que triunfe en la Tierra, los congresos burgueses para la paz y para la
libertad protestarán en vano, y todos los Víctor Hugo del mundo inútilmente los
presidirán, porque los hombres continuarán devorándose como las bestias feroces.
Está probado que la historia humana, como la de todas las demás especies de
animales, ha comenzado por la guerra. Esa guerra, que no ha tenido ni tiene otro fin que
conquistar los medios de la vida, ha pasado por diferentes fases de desarrollo paralelas a
las diferentes fases de la civilización, es decir, del desarrollo de las necesidades del
hombre y de los medios de satisfacerlas. El hombre ha vivido primero, como todos los
animales, de frutos y de plantas, de caza y de pesca. Sin duda, durante muchos siglos, el
hombre cazó y pescó como lo hacen las bestias aún, sin ayuda de más instrumentos que
los que la naturaleza le había dado.
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X
Los hombres, aún salvajes, empezaron primero por devorar a sus enemigos
muertos o prisioneros; pero cuando comenzaron a comprender la ventaja que tenía para
ellos servirse de las bestias o explotarlas sin matarlas, inmediatamente y sin duda
debieron de comprender la ventaja que podrían obtener de los servicios del hombre, el
animal más inteligente de la Tierra; por consecuencia, el enemigo vencido no fue
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devorado, pero fue hecho esclavo, obligado a trabajar para la subsistencia necesaria de
un amo.
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LA COMUNA DE PARÍS Y LA NOCIÓN DE ESTADO
Esta obra, como todos los escritos que hasta la fecha he publicado, nació de los
acontecimientos. Es la continuación natural de las Cartas a un francés, publicadas en
septiembre de 1870, y en las cuales tuve el fácil y triste honor de prever y predecir las
horribles desgracias que hieren hoy a Francia, y con ella, a todo el mundo civilizado;
desgracias contra las que no había ni queda ahora más que un remedio: la revolución
social.
¿Qué soy yo, y qué me impulsa ahora a publicar este trabajo? Soy un buscador
apasionado de la verdad y un enemigo no menos encarnizado de las ficciones
perjudiciales de que el partido del orden, ese representante oficial, privilegiado e
interesado de todas las ignominias religiosas, metafísicas, políticas, jurídicas,
económicas y sociales, presentes y pasadas, pretende servirse hoy todavía para
embrutecer y esclavizar al mundo. Soy un amante fanático de la libertad, considerándola
como el único medio en el seno de la cual pueden desarrollarse y crecer la inteligencia,
la dignidad y la dicha de los hombres; no de esa libertad formal, otorgada, medida y
reglamentada por el Estado, mentira eterna y que en realidad no representa nunca nada
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más que el privilegio de unos pocos fundado sobre la esclavitud de todo el mundo; no
de esa libertad individualista, egoísta, mezquina y ficticia, pregonada por la escuela de
J. J. Rousseau, así como todas las demás escuelas del liberalismo burgués, que
consideran el llamado derecho de todos, representado por el Estado, como el límite del
derecho de cada uno, lo cual lleva necesariamente y siempre a la reducción del derecho
de cada uno a cero. No, yo entiendo que la única libertad verdaderamente digna de este
nombre, es la que consiste en el pleno desenvolvimiento de todas las facultades
materiales, intelectuales y morales de cada individuo. Y es que la libertad, la auténtica,
no reconoce otras restricciones que las propias de las leyes de nuestra propia naturaleza.
Por lo que, hablando propiamente, la libertad no tiene restricciones, puesto que esas
leyes no nos son impuestas por un legislador, sino que nos son inmanentes, inherentes, y
constituyen la base misma de todo nuestro ser, y no pueden ser vistas como una
limitante, sino más bien debemos considerarlas como las condiciones reales y la razón
efectiva de nuestra libertad.
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únicamente sobre la organización del trabajo colectivo en condiciones económicas de
irrestricta igualdad para todos, teniendo como base la posesión colectiva de los
instrumentos de trabajo.
Ahora bien, los comunistas se imaginan que podrían llegar a eso por el
desenvolvimiento y por la organización de la potencia política de las clases obreras, y
principalmente del proletariado de las ciudades, con ayuda del radicalismo burgués,
mientras que los socialistas revolucionarios, enemigos de toda ligazón y de toda alianza
equívoca, pensamos que no se puede llegar a ese fin más que por el desenvolvimiento y
la organización de la potencia no política sino social de las masas obreras, tanto de las
ciudades como de los campos, comprendidos en ellas los hombres de buena voluntad de
las clases superiores que, rompiendo con todo su pasado, quieran unirse francamente a
ellas y acepten íntegramente su programa.
He ahí dos métodos diferentes. Los comunistas creen deber el organizar a las
fuerzas obreras para posesionarse de la potencia política de los Estados. Los socialistas
revolucionarios nos organizamos teniendo en cuenta su inevitable destrucción, o, si se
quiere una palabra más cortés, teniendo en cuenta la liquidación de los Estados. Los
comunistas son partidarios del principio y de la práctica de la autoridad, los socialistas
revolucionarios no tenemos confianza más que en la libertad. Partidarios unos y otros de
la ciencia que debe liquidar a la fe, los primeros quisieran imponerla y nosotros nos
esforzamos en propagarla, a fin de que los grupos humanos, por ellos mismos se
convenzan, se organicen y se federen de manera espontánea, libre; de abajo hacia arriba
conforme a sus intereses reales, pero nunca siguiendo un plan trazado de antemano e
impuesto a las masas ignorantes por algunas inteligencias superiores.
Los socialistas revolucionarios pensamos que hay mucha más razón práctica y
espíritu en las aspiraciones instintivas y en las necesidades reales de las masas
populares, que en la inteligencia profunda de todos esos doctores y tutores de la
humanidad que, a tantas tentativas frustradas para hacerla feliz, pretenden añadir otro
fracaso más. Los socialistas revolucionarios pensamos, al contrario, que la humanidad
ya se ha dejado gobernar bastante tiempo, demasiado tiempo, y se ha convencido que la
fuente de sus desgracias no reside en tal o cual forma de gobierno, sino en el principio y
en el hecho mismo del gobierno, cualquiera que este sea.
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Mijail Bakunin
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más enérgico y viviente a las generaciones venideras; París, inundado en la sangre de
sus hijos más generosos. París, representación de la humanidad crucificada por la
reacción internacional bajo la inspiración inmediata de todas las iglesias cristianas y del
gran sacerdote de la iniquidad, el Papa. Pero la próxima revolución internacional y
solidaria de los pueblos será la resurrección de París.
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Mijail Bakunin
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toda su buena fe y de toda su buena voluntad no eran más que individuos arrastrados al
campo socialista por la fuerza de las circunstancias, como no tuvieron tiempo ni
capacidad para vencer y suprimir en ellos el cúmulo de prejuicios burgueses que estaban
en contradicción con el socialismo, hubieron de paralizarse y no pudieron salir de las
generalidades, ni tomar medidas decisivas que hubiesen roto para siempre todas sus
relaciones con el mundo burgués.
Fue una gran desgracia para la Comuna y para ellos; fueron paralizados y
paralizaron la Comuna; pero no se les puede reprochar como una falta. Los hombres no
se transforman de un día a otro y no cambian de naturaleza ni de hábitos a voluntad.
Han probado su sinceridad haciéndose matar por la Comuna. ¿Quién se atreverá a
pedirles más?
Son tanto más excusables cuanto que el pueblo de París mismo, bajo la
influencia del cual han pensado y obrado, era mucho más socialista por instinto que por
idea o convicción reflexiva. Todas sus aspiraciones son en el más alto grado y
exclusivamente socialistas; pero sus ideas o más bien sus representaciones tradicionales
están todavía bien lejos de haber llegado a esta altura. Hay todavía muchos prejuicios
jacobinos, muchas imaginaciones dictatoriales y gubernamentales en el proletariado de
las grandes ciudades de Francia y aún en el de París. El culto a la autoridad religiosa,
esa fuente histórica de todas las desgracias, de todas las depravaciones y de todas las
servidumbres populares no ha sido desarraigado aún completamente de su seno. Esto es
tan cierto que hasta los hijos más inteligentes del pueblo, los socialistas más
convencidos, no llegaron aún a libertarse de una manera completa de ella. Mirad su
conciencia y encontraréis al jacobino, al gubernamentalista, rechazado hacia algún
rincón muy oscuro y vuelto muy modesto, es verdad, pero no enteramente muerto.
Por otra parte, la situación del pequeño número de los socialistas convencidos
que han constituido parte de la Comuna era excesivamente difícil. No sintiéndose
suficientemente sostenidos por la gran masa de la población parisiense, influenciando
apenas sobre unos millares de individuos, la organización de la Asociación
Internacional, por lo demás muy imperfecta, han debido sostener una lucha diaria
contra la mayoría jacobina. ¡Y en medio de qué circunstancias! Les ha sido necesario
dar trabajo y pan a algunos centenares de millares de obreros, organizarlos y armarlos
combatiendo al mismo tiempo las maquinaciones reaccionarias en una ciudad inmensa
como París, asediada, amenazada por el hambre, y entregada a todas las sucias empresas
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de la reacción que había podido establecerse y que se mantenía en Versalles, con el
permiso y por la gracia de los prusianos. Les ha sido necesario oponer un gobierno y un
ejército revolucionarios al gobierno y al ejército de Versalles, es decir, que para
combatir la reacción monárquica y clerical, han debido, olvidando y sacrificando ellos
mismos las primeras condiciones del socialismo revolucionario, organizarse en reacción
jacobina.
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Mijail Bakunin
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trabajador al que corresponde hacerlo todo. Ya que actuando de otro modo se llegaría a
la dictadura política, es decir, a la reconstitución del Estado, de los privilegios, de las
desigualdades, llegándose al restablecimiento de la esclavitud política, social,
económica de las masas populares.
Varlin y sus amigos, como todos los socialistas sinceros, y en general como
todos los trabajadores nacidos y educados en el pueblo, compartían en el más alto grado
esa prevención perfectamente legítima contra la iniciativa continua de los mismos
individuos, contra la dominación ejercida por las individualidades superiores; y como
ante todo eran justos, dirigían también esa prevención, esa desconfianza, contra sí
mismos más que contra todas las otras personas. Contrariamente a ese pensamiento de
los comunistas autoritarios, según mi opinión, completamente erróneo, de que una
revolución social puede ser decretada y organizada sea por una dictadura, sea por una
asamblea constituyente salida de una revolución política, nuestros amigos, los
socialistas de París, han pensado que no podía ser hecha y llevada a su pleno
desenvolvimiento más que por la acción espontánea y continua de las masas, de los
grupos y de las asociaciones populares.
Nuestros amigos de París han tenido mil veces razón. Porque, en efecto, por
general que sea, ¿cuál es la cabeza, o si se quiere hablar de una dictadura colectiva,
aunque estuviese formada por varios centenares de individuos dotados de facultades
superiores, cuáles son los cerebros capaces de abarcar la infinita multiplicidad y
diversidad de los intereses reales, de las aspiraciones, de las voluntades, de las
necesidades cuya suma constituye la voluntad colectiva de un pueblo, y capaces de
inventar una organización social susceptible de satisfacer a todo el mundo? Esa
organización no será nunca más que un lecho de Procusto sobre el cual, la violencia más
o menos marcada del Estado forzará a la desgraciada sociedad a extenderse. Esto es lo
que sucedió siempre hasta ahora, y es precisamente a este sistema antiguo de la
organización por la fuerza a lo que la revolución social debe poner un término, dando a
las masas su plena libertad, a los grupos, a las comunas, a las asociaciones, a los
individuos mismos, y destruyendo de una vez por todas la causa histórica de todas las
violencias, el poder y la existencia misma del Estado, que debe arrastrar en su caída
todas las iniquidades del derecho jurídico con todas las mentiras de los cultos diversos,
pues ese derecho y esos cultos no han sido nunca nada más que la consagración
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obligada, tanto ideal como real, de todas las violencias representadas, garantizadas y
privilegiadas por el Estado.
Es evidente que la libertad no será dada al género humano, y que los intereses
reales de la sociedad, de todos los grupos, de todas las organizaciones locales así como
de todos los individuos que la forman, no podrán encontrar satisfacción real más que
cuando no haya Estados. Es evidente que todos los intereses llamados generales de la
sociedad, que el Estado pretende representar y que en realidad no son otra cosa que la
negación general y consciente de los intereses positivos de las regiones, de las comunas,
de las asociaciones y del mayor número de individuos a él sometidos, constituyen una
ficción, una obstrucción, una mentira, y que el Estado es como una carnicería y como un
inmenso cementerio donde, a su sombra, acuden generosa y beatamente, a dejarse
inmolar y enterrar, todas las aspiraciones reales, todas las fuerzas vivas de un país; y
como ninguna abstracción existe por sí misma, ya que no tiene ni piernas para caminar,
ni brazos para crear, ni estómago para digerir esa masa de víctimas que se le da para
devorar, es claro que también la abstracción religiosa o celeste de Dios, representa en
realidad los intereses positivos, reales, de una casta privilegiada: el clero, y su
complemento terrestre, la abstracción política, el Estado, representa los intereses no
menos positivos y reales de la clase explotadora que tiende a englobar todas las demás:
la burguesía. Y como el clero está siempre dividido y hoy tiende a dividirse todavía más
en una minoría muy poderosa y muy rica, y una mayoría muy subordinada y hasta cierto
punto miserable. Por su parte, la burguesía y sus diversas organizaciones políticas y
sociales, en la industria, en la agricultura, en la banca y en el comercio, al igual que en
todos los órganos administrativos, financieros, judiciales, universitarios, policiales y
militares del Estado, tiende a escindirse cada día más en una oligarquía realmente
dominadora y en una masa innumerable de seres más o menos vanidosos y más o menos
decaídos que viven en una perpetua ilusión, rechazados inevitablemente y empujados,
cada vez más hacia el proletariado por una fuerza irresistible: la del desenvolvimiento
económico actual, quedando reducidos a servir de instrumentos ciegos de esa oligarquía
omnipotente.
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Mijail Bakunin
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hasta por una asamblea nacional elegida por el sufragio universal. Tal sistema, como lo
he dicho ya, llevaría inevitablemente a la creación de un nuevo Estado, y, por
consiguiente, a la formación de una aristocracia gubernamental, es decir, de una clase
entera de gentes que no tienen nada en común con la masa del pueblo y, ciertamente,
esa clase volvería a explotar y a someter bajo el pretexto de la felicidad común, o para
salvar al Estado.
Pero si los metafísicos, sobre todo los que creen en la inmortalidad del alma,
afirman que los hombres fuera de la sociedad son seres libres, nosotros llegamos
entonces inevitablemente a una conclusión: que los hombres no pueden unirse en
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sociedad más que a condición de renegar de su libertad, de su independencia natural y
de sacrificar sus intereses, personales primero y grupales después. Tal renunciamiento y
tal sacrificio de sí mismos debe ser por eso tanto más imperioso cuanto que la sociedad
es más numerosa y su organización más compleja. En tal caso, el Estado es la expresión
de todos los sacrificios individuales. Existiendo bajo una semejante forma abstracta, y al
mismo tiempo violenta, continúa perjudicando más y más la libertad individual en
nombre de esa mentira que se llama felicidad pública, aunque es evidente que la misma
no representa más que los intereses de la clase dominante. El Estado, de ese modo, se
nos aparece como una negación inevitable y como una aniquilación de toda libertad, de
todo interés individual y general.
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Mijail Bakunin
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toda la vida de los hombres, es decir, sus intereses, tendencias, necesidades, ilusiones, e
incluso sus tonterías, tanto como las violencias, y las injusticias que en carne propia
sufren, no representa más que la consecuencia de las fuerzas fatales de la vida en
sociedad. Las gentes no pueden admitir la idea de independencia mutua, sin renegar de
la influencia recíproca de la correlación de las manifestaciones de la naturaleza exterior.
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circundante, logra arrivar a la representación de la abstracción perfecta: a la nada
absoluta. Este límite último de la más alta abstracción del pensamiento, esa nada
absoluta, es Dios.
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Todo eso tenía por fin transformar la esclavitud brutal en una esclavitud legal,
prevista, consagrada por la voluntad del Ser Supremo.
Pero si los sacerdotes, los augures, los aristócratas y los burgueses, de los viejos
y de los nuevos tiempos, pudieron creer sinceramente, no por eso dejaron de ser siempre
mistificadores. No se puede, en efecto, admitir que hayan creído en cada una de las
ideas absurdas que constituyen la fe y la política. No hablo siquiera de la época en que,
según Cicerón, los augures no podían mirarse sin reír. Aun en los tiempos de la
ignorancia y de la superstición general es difícil suponer que los inventores de milagros
cotidianos hayan sido convencidos de la realidad de esos milagros. Igual se puede decir
de la política, según la cual es preciso subyugar y explotar al pueblo de tal modo, que no
se queje demasiado de su destino, que no se olvide someterse y no tenga el tiempo para
pensar en la resistencia y en la rebelión.
¿Cómo, pues, imaginar después de eso que las gentes que han transformado la
política en un oficio y conocen su objeto - es decir, la injusticia, la violencia, la mentira,
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la traición, el asesinato en masa y aislado -, puedan creer sinceramente en el arte
político y en la sabiduría de un Estado generador de la felicidad social? No pueden
haber llegado a ese grado de estupidez, a pesar de toda su crueldad. La Iglesia y el
Estado han sido en todos los tiempos grandes escuelas de vicios. La historia está ahí
para atestiguar sus crímenes; en todas partes y siempre el sacerdote y el estadista han
sido los enemigos y los verdugos conscientes, sistemáticos, implacables y sanguinarios
de los pueblos.
Pero, ¿cómo conciliar dos cosas en apariencia tan incompatibles: los embusteros
y los engañados, los mentirosos y los creyentes? Lógicamente eso parece difícil; sin
embargo, en la realidad, es decir, en la vida práctica, esas cualidades se asocian muy a
menudo.
En política como en religión, los hombres no son más que máquinas en manos
de los explotadores. Pero tanto los ladrones como sus víctimas, los opresores como los
oprimidos, viven unos al lado de otros, gobernados por un puñado de individuos a los
que conviene considerar como verdaderos explotadores. Así, son esas gentes que
ejercen las funciones de gobierno, las que maltratan y oprimen. Desde los siglos XVII y
XVIII, hasta la explosión de la Gran Revolución, al igual que en nuestros días, mandan
en Europa y obran casi a su capricho. Y ya es necesario pensar que su dominación no se
prolongará largo tiempo.
En tanto que los jefes principales engañan y pierden a los pueblos, sus
servidores, o las hechuras de la Iglesia y del Estado, se aplican con celo a sostener la
santidad y la integridad de esas odiosas instituciones. Si la Iglesia, según dicen los
sacerdotes y la mayor parte de los estadistas, es necesaria a la salvación del alma, el
Estado, a su vez, es también necesario para la conservación de la paz, del orden y de la
justicia; y los doctrinarios de todas las escuelas gritan: ¡sin iglesia y sin gobierno no hay
civilización ni progreso!
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